CUARENTA Y NUEVE

Nada me quedaba por hacer en la ciudad y la melancolía se apoderaba de mí. Entré en mi habitación y abrí la ventana. Apoyada en el alféizar hice un nuevo repaso de mi situación y fue entonces cuando comprendí que sí quedaba algo pendiente antes de abandonar Barcelona para siempre. Para siempre, y jamás volver, tal y como intentó mi madre.

Arnau d'Estopinyá. Hubo un tiempo en que escrutar con temor a la gente en su búsqueda se hizo hábito en mí. Pero en los últimos días el fraile se había esfumado.

¡Alicia sabría dónde encontrarlo!


Esta vez las tornas cambiaron y me aposté esperándolo en un barucho en la acera opuesta a la entrada a su portal. Era una calle estrecha de la Barcelona vieja ubicada en la zona que antes llamaban Barrio Chino, después Distrito Quinto y ahora Raval. El alojamiento allí es barato y la zona está copada por inmigrantes. Los locutorios son negocio floreciente y un gentío colorista y multirracial, hablando distintos idiomas, muchos vistiendo sus ropas autóctonas, llenan las calles. Alicia me dijo que él vivía allí, en una pensión o realquilado y pensé que la cantidad que ella pagaba a ese hombre no sería demasiado abultada.

Le vi unos quince metros antes de llegar a la casa. Vestía como siempre, una camiseta negra bajo un traje de un gris tan oscuro que se perdía en lo indefinido. Andaba erguido, marcial, firme, y algunos parecían evitarle bajando de la acera al verle llegar. Se había cortado la barba y su pelo blancuzco y ahora no alzaba más de medio centímetro en su cabeza.

Crucé la calle corriendo pero cuando llegué estaba ya de espaldas, introduciendo la llave en la puerta.

– Arnau -dije mientras apoyaba la mano en su hombro.

Se giró con expresión fiera mientras su mano se iba al costado palpando la daga. Clavó sus ojos azules desvaídos en los míos y otra vez sentí miedo de su mirada de loco.

– Fray Arnau. Soy yo, la chica del anillo -me apresuré a decirle-. Soy amiga -su semblante se suavizó algo al reconocerme.

– ¿Qué quiere? -dijo con su voz ronca de pronunciación lenta.

– Charlar con usted.

Vi que buscaba con su mirada mis manos y recordé que el anillo era símbolo de autoridad para él y al no obtener respuesta le dije, cuidando de usar las palabras correctas y tono que me pareció militar:

– Fray sargento D'Estopinyá. Le invito a comer.

Vi que dudaba, sus ojos volvieron a hacer el recorrido de los míos al anillo y al fin aceptó con un gruñido.


Era un bar restaurante familiar de menú del día, bocadillo de calamares y olor a fritanga; no había mucho donde escoger en la zona. Conseguí una mesa alejada del televisor, de la máquina tragaperras y del ruido de platos y cucharas que se elevaba por encima de la barra, pero ni a pesar de esa relativa intimidad lograba establecer conversación con el fraile. Cuando nos trajeron el pan, bendijo la mesa y apoyando los codos se puso a orar en un murmullo audible. Se detuvo y me miró esperando que yo hiciera lo mismo, así que le imité. Al terminar sus oraciones no concedió un instante de cortesía y se puso a comer pan sin aguardar a que llegara el primer plato. Yo intentaba darle palique, pero lo único que obtenía eran respuestas monosilábicas. Arnau no era un gran conversador ni debía de estar habituado a hablar con la gente, aunque sí destacaba en su voracidad. Era evidente que no había disfrutado de grandes comidas en su vida o que ayunaba, ya fuera por convencimiento religioso o por falta de recursos. También le daba buen aire al vino, así que, con la esperanza de que le soltara la lengua, pedí una segunda botella.

Y de pronto, terminando el segundo plato, se puso a hablar cogiéndome por sorpresa:

– La mía es una estirpe de frailes locos. Yo sé bien por qué maestre Bonaplata cometió suicidio.

Me quedé mirándole. Eran las dos primeras frases seguidas que el hombre pronunciaba en toda la comida, y me di cuenta de que jamás antes le había oído hablar tanto.

– No se crea usted lo que le cuenten. El fraile que quiso que yo heredara el anillo también se mató, y muchos antes que él. Todo el mundo en mi congregación le creía loco. Menos yo. Él me confió el anillo y después decidieron que yo también era un demente. Empieza con las visiones. ¿Sufrió usted tortura? ¿Le interrogaron los inquisidores? ¿Vio hundirse los muros de San Juan de Acre? ¿Sintió cuando los sarracenos le acuchillaban? ¿Cuántos asesinatos le hizo ver el anillo? ¿Cuántas mutilaciones? Muchas vidas, mucho dolor, eso es lo que contiene. Y luego ellos vienen a vivir con usted y no le dejan ni de día ni de noche.

– ¿Quiénes son ellos? -quise saber.

– ¿Quiénes? -me interrogó abriendo los ojos, como sorprendido de que le preguntara algo que yo ya debía saber-. Los espíritus de los frailes; están en el anillo. Y en cada aparición te va entrando un poco de ellos. Yo ya no soy el que fui. Un día tuve un sueño distinto. Ya había tenido muchas visiones de fray Arnau d'Estopinyá antes, pero fue aquel día cuando su espíritu doliente se quedó en mí. Para siempre. Desde entonces yo soy Arnau.

»Es un alma del purgatorio y sufre por los crímenes que cometió. Pero ésa no es su mayor pena; sabe que su misión no se ha cumplido, que el tesoro aún no ha vuelto a los caballeros del Temple.

Me miraba con sus ojos desorbitados y no me atreví a contradecirle.

– Yo soy Arnau d'Estopinyá -repitió alzando la voz-. Yo soy el último templario. El último de verdad -y callando puso sus ojos en los míos, quizá a la espera de que yo cuestionara su afirmación. Me cuidé mucho de hacerlo.

Después suavizó el tono, para continuar en voz baja:

– Vaya con cuidado, señorita. El anillo es peligroso. El día en que al fin topé con la nueva orden del Temple y conocí al maestre Bonaplata supe que había hallado mi casa. Y cuando le hice entrega del aro sentí un gran alivio. Dicen que el papa Bonifacio VIII lucía un anillo muy semejante a ése y que Felipe IV de Francia, el Hermoso, afirmaba que un diablo vivía en él.

»El rey quería calumniar al papa y recurría a cualquier cosa para acusarle, pero tenía una buena red de espías y construía sus infamias basándose en hechos ciertos. Esa piedra tiene algo que vive en ella, en su lucero de seis puntas… Nadie es capaz de conservar ese aro sin sufrir…

– ¿Le entregó usted al señor Bonaplata también unos legajos? -le interrumpí. No quería escuchar más sobre el anillo.

– No. Yo le relaté al maestre la vida del fray sargento Arnau d'Estopinyá, parte me la contó mi predecesor, el portador del anillo, y el resto la he vivido yo a través de esas visiones.

Me quedé mirándole mientras vaciaba su vaso de vino. Yo, que ya sentía reparos antes hacia el anillo, le acababa de coger miedo. Que estuviera ese enajenado poseído o no por el espíritu del viejo Arnau me importaba poco. Los tenía ya identificados como la misma persona. Para mí él era fray Arnau d'Estopinyá, el último de los verdaderos templarios.

– ¿Y las tablas? -inquirí.

– Las tablas eran, junto con el anillo y la tradición verbal sobre Arnau, el legado que durante cientos de años se transmitió de fraile a fraile, y fueron robadas en el año 1845 cuando Poblet fue saqueado e incendiado en las algaradas anticlericales. Sabíamos que no fueron destruidas por el fuego, ya que los frailes salieron tras sus ladrones, aunque la turba impidió que los alcanzaran. Muchas obras de arte fueron quemadas esos días, pero no las tablas. Quizá quien se las llevó era conocedor de la historia.

– ¿Por qué me ha estado siguiendo?

– Maestre Alicia me ordenó que le contara lo que hacía. Luego, cuando supe que usted portaba el anillo, la estuve vigilando para protegerla. Como cuando la asaltaron.

– Si deseaba protegerme, ¿cómo es que no le he visto estos últimos días?

– Porque ustedes se fueron de la ciudad. Y es aquí donde está el peligro. Por eso no la seguí.

– ¿De qué me habla?

– Está aquí, en Barcelona.

– ¿Qué cosa? -insistí-. ¿Qué peligro?

No me respondió. Tenía la mirada perdida y murmuró al ver unos hombres de aspecto magrebí en la barra del bar:

– ¿No lo ve? Están volviendo -había rabia en su voz-. Un día degollaré a unos cuantos -y luego se encerró en su mutismo anterior.

Me estremecí. El fraile hablaba en serio.

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