CUARENTA Y UNO

La vimos al caer la tarde. El sol iluminaba la isla, que se alargaba, casi en paralelo, contra un horizonte despejado y a flote sobre aguas de azul profundo. La muralla se eleva en su parte derecha, por encima del mar, recogiendo en su interior a la población, cuyo mayor edificio es una iglesia con aspecto de fortaleza. Todo lo construido, muros y tejados, brillaba con la luz rojiza del fin del día, en un contraste de sombras que daba volúmenes cubistas a las casas del pueblo que, desde nuestra perspectiva, parecía sacado de una historia de piratas. La isla es varias veces más larga que ancha y se estrecha en el centro, donde hay un puerto que mira al norte, al continente. En su parte izquierda aparecía rala y parda con un par de torres, una de las cuales resultó ser un faro.

Estábamos en la cima del monte de Santa Pola, y Luis nos había conducido hasta el faro; las vistas eran espectaculares y la isla, llena de luz, contrastaba con la playa en sombras que veíamos al pie del despeñadero con el que bruscamente terminaba el monte por el lado del mar. Asomarse al borde daba vértigo.

– La isla del tesoro -pensé en voz alta-. ¡Qué bonita se ve! El lugar olía a pino y de pronto, salida de la parte inferior del acantilado, se elevó, en silencio, una mariposa de alas rígidas, multicolor, gigantesca, que fue flotando en el aire por encima de nuestras cabezas. Era una muchacha volando en parapente, a ella le siguió un chico y después otro. Emergían de las sombras de abajo para que el sol del atardecer les iluminara de lleno. Era hermoso.

Luis explicó que la brisa del mar, chocando contra el monte, provocaba una corriente de aire casi vertical y que por eso eran capaces de elevarse bastante por encima del farallón. No sé la razón por la cual identifiqué a aquellos aprendices de ángel con nosotros tres. Ellos colgados del abismo, por frágiles alas de tela, y nosotros flotando en una aventura construida de palabras viejas e historias remotas. Daba miedo verles. ¿Quizá intuía yo el peligro en nuestro propio lance? Me entraron deseos de abrazar a Oriol, que, al igual que Luis, contemplaba la vista en silencio. Los tenía uno a cada lado y les estreché por la cintura; no quería discriminar. Ellos me cogieron por los hombros y sentí sus cuerpos cálidos y aquella camaradería como cuando siendo niños estábamos a buenas. Recordé las palabras del poeta Kavafis en Ítaca y supe que había que vivir aquel momento de ilusión, de esperanza; había que disfrutar cada instante de los días que vendrían. Puse mi atención en la belleza del paisaje y en el calor de mis sentimientos hacia mis amigos, y después de cargar de aire mis pulmones en vano intento de retenerlo todo, guardarlo para siempre: luz, amistad, emoción, el color del mar, el brillo de los muros de la isla…, suspiré.

– ¿Qué nos deparará esta aventura? -dije.

Los chicos no respondieron. Quizá estuvieran preguntándose lo mismo.


La vimos, desde la proa de la embarcación que hacía el trayecto de Santa Pola a Nueva Tabarca, acercándose. El día estaba claro, el mar en calma y el sol, aún bajo, reverberaba sobre las aguas, de tal forma que la isla parecía encontrarse en medio de un lago de luz. De aquel lado unos escollos precedían a la isla y luego la población aparecía encaramada en murallas y, enseguida, la mole de la iglesia destacando sobre todo lo demás. Sus cuatro ventanales barrocos, situados por encima del tejado de cualquiera de las demás edificaciones, me recordaron las troneras de un bergantín listas para asomar sus cañones. Las gaviotas volaban sobre nuestras cabezas y en las aguas diáfanas vimos flotar una medusa púrpura casi tan grande como un balón de fútbol.

En el barco, no muy lleno a aquella hora, viajaban turistas que iban a pasar el día y en su honor, al llegar al puerto, los marinos echaron pan al agua para que acudieran, a cientos, arremolinándose alrededor de la comida, peces bellos, plateados y voraces.

– No te detengas por los peces -me dijo Oriol-. Nos cansaremos de verlos.

Desembarcamos y encaminándonos al pueblo, cruzamos una puerta abierta en la gruesa muralla de piedra caliza amarillenta y desgastada. Me sentí como cuando de pequeña visitaba la atracción de los piratas en uno de los parques de Florida. En el interior de aquella entrada hay dos hornacinas, una dedicada a la Virgen y otra con varias imágenes santas y flores de plástico. Dejamos las cosas en el hotel y nos apresuramos a dar una vuelta de inspección. La isla no era desconocida para los primos ya que la habían visitado de niños un par de veces con sus familias.

Nueva Tabarca hace honor a su segundo nombre de isla Plana. En realidad son como dos islas, que en total se extienden unos mil trescientos metros, con una llanura central sobre cada una, que se eleva en promedio a siete u ocho metros sobre el nivel del mar. La más pequeña, situada al oeste, es la más elevada y la que rodeada de murallas contiene el pueblo. Los muros están construidos en la mayoría de sus tramos justo encima de los riscos que caen a plomo sobre el mar. En el centro, el istmo, más bajo, aloja una playa al sur, y el puerto al norte, mirando al continente. Allí mis amigos apreciaron cambios: una zona urbanizada con rampas y varios restaurantes encarando la playa. En la otra parte de la isla, la mayor, hay una torre de defensa, de construcción contemporánea del poblado pero de cimientos romanos, un faro, y en el extremo más lejano, el cementerio. También están allí los restos de una antigua granja, pero todo lo que hoy por hoy crece en la zona con cierto éxito, fuera de matojos, son unos chumbares. Acordamos que dada la elevación brusca de la isla desde el mar, y la caprichosa forma que toman las rocas, la existencia de cuevas estaba garantizada.

Nuestra exploración, desde el agua, se inició por la tarde. Nos equipamos con unas simples gafas de buceo, un tubo y unos escarpines, que no dificultan la natación, permiten andar por la orilla y evitan púas de erizos y cortes al apoyar los pies en las rocas sumergidas. Todo igual que cuando éramos niños, sólo que entonces usábamos sandalias de plástico. Nuestro aspecto era semejante al de tantos turistas que acuden a disfrutar del fascinante fondo marino que rodea la isla.

Salimos del pueblo por la puerta que se abre en el muro oeste y nos encontramos con un espolón, casi unido a un islote, llamado de la Cantera, demasiado bajo para esconder cuevas y que decidimos no explorar. Por la tarde, como ocurre en general en esa época del año, se levantó el lleberig, viento del suroeste que picó el mar del lado sur. Sin embargo, en el norte de la isla, las aguas continuaban llanas y allí, bajo el lienzo de la muralla, que se elevaba vertical por encima de nuestras cabezas, empezamos a nadar.

Estábamos excitados, de excelente humor, y de cuando en cuando los muchachos competían en velocidad, dejándome atrás. Oriol, más alto y estilizado, ganaba, a pesar de que Luis, que mantenía algo de su robustez, aparentaba ser más musculoso que su primo. En una ocasión, estando ellos distraídos contemplando un banco de salpas, que destellaban sus costados en plata y franjas de oro al sol, salí disparada para una vez tomada distancia burlarme de su lentitud. Me sentía como cuando niña y sólo al verles los cuerpos de hombre plenamente desarrollados percibía el paso del tiempo.

Recorrimos unos trescientos metros en dirección este, hasta llegar al puerto, y anotamos un par de puntos donde las murallas tenían huecos a nivel del mar que quizá fueran antiguas cuevas enterradas y que decidimos revisar con más detalle posteriormente. Separada ya del baluarte descubrimos una pequeña gruta sin muchas posibilidades y, después de inspeccionarla, encontrándonos cerca del puerto, continuamos el trayecto andando hasta detrás de la escollera.

El siguiente tramo empezaba en un islote y una costa accidentada con placas rocosas adentrándose en el mar y un talud de tres o cuatro metros separando la línea de costa de la planicie superior. Un tramo más allá, hallamos un arco sumergido que separa los arrecifes de una gran bañera rocosa, de agua cálida, abierta a la orilla. La isla nos ofrecía allí un hermoso paisaje submarino formado por rocas llenas de vida, anémonas verdes y amarillas, rojas estrellas de mar, erizos, plumeros, corales… que de pronto se abrían en caídas a un fondo profundo en azules, o a extensas praderas de verde posidonia oceánica, también llamadas en la isla equivocadamente algueros, ya que son plantas completas con raíz, tallos, hojas y fruto. Crecen sobre la arena blanca, a poca distancia de la superficie, y allí, entre sus hojas, pacían tranquilos incontables peces. Bandas de obladas, salpas, doradas y sargos plateados. Y también peces verde y multicolores Julias, que a título individual se acercaban en ocasiones a curiosear a través del cristal de mis propias gafas. El mar estaba tranquilo y el sol se filtraba a través de la superficie, difuminando rojos y amarillos a mayor profundidad, pero manteniendo los colores cerca de la superficie, donde nosotros nadábamos. Fue una tarde deliciosa, y aunque no encontramos ningún otro rastro de cuevas, cuando al llegar a la llamada roca de la Tanda, extremo oeste de la isla, decidimos terminar la exploración por aquel día nuestros ánimos continuaban pletóricos.


Antes de la cena trabamos conversación en un bar con un viejo pescador oriundo de la isla, cuyo apellido, Pianelo, evidenciaba la historia del lugar. Nos habló de la «Cova del llop marí», situada, de hecho, a pocos metros de donde nos encontrábamos, por debajo de las defensas del sur de aquel pueblo fortaleza. Nos contó las leyendas de la gruta, lugar donde la última foca monje se refugiaba en el primer tercio del siglo XX; historias de piratas, contrabandistas, pescadores y doncellas secuestradas que se lamentan ululando en las largas noches ventosas de invierno. La cueva, al nivel del mar, se adentra varios metros hacia el interior de la isla y Luis propuso que nos dirigiéramos a ella de inmediato por la mañana. Oriol era partidario de seguir nuestra exploración de forma sistemática, iniciar en la roca de la Tanda, avanzando por la costa sur hacia el oeste hasta encontrar la cova cuando llegáramos al recinto amurallado. Me tocó a mí decidir. La propuesta de Oriol ganó.

Recuerdo aquella cena con especial cariño, sentía el cuerpo cansado y dolorido por el esfuerzo, pero comimos y bebimos bien, reímos mucho, a pesar de, o gracias a, las bromas e insinuaciones de carácter sexual que Luis me lanzaba. De nuevo era el gallito del corral, se mostraba divertidamente agresivo, y parecía descontar a Oriol como posible rival a la hora de cortejarme. Parecía tener muy clara la ubicación sexual de su primo. Demasiado clara.

Yo miraba a Oriol, estaba pendiente de sus comentarios, de su reacción a las tonterías de su primo, de su sonrisa que asomaba continuamente ora mirándome a mí o a Luis, de su risa, a veces ruidosa, que lucía bellos dientes. Era cierto que sus gestos se podían interpretar como amanerados en alguna ocasión, pero yo no podía evitar sentir en mi estómago algo muy especial cuando nuestras miradas se encontraban demorándose, sintiendo placer, al explorar los otros ojos.

Decidimos dar un paseo antes de acostarnos y Luis dijo que tenía que subir un momento a su habitación.

Me encontré andando con Oriol hacia la puerta y crucé resuelta el umbral, excusando mi mala conciencia por no esperar a nuestro compañero con un:

– La isla es pequeña, ya nos encontrará.

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