TREINTA Y OCHO

Me despertó el sonsonete de mi teléfono móvil. «Debo cambiar esa musiquilla», me dije. Estaba ya harta de ella y en ese momento mucho más. ¿Quién llamará a estas horas? ¿No podrían esperar a que estuviera despierta? Era Artur Boix para preguntarme cómo me había ido la noche. ¿Noche? Si para mí aún lo es. ¡Claro que me acosté tarde! Tanto que era demasiado pronto. No, los templarios me trataron bien. ¿Quedar a comer? No, desde luego que no. ¿Que ya es la una? Lo siento pero quiero dormir, llámame cuando esté despierta. No estuve amable, recordé que había ido a la verbena sin mi recién adquirido móvil y que Artur debió de llamarme para saber si estaba bien. Me puse a pensar en el amanecer, en el chapoteo en el mar y en Oriol en cueros. Me amodorré. No creo que llegara a dormirme porque el maldito teléfono sonó de nuevo. ¿Cómo no se me ocurrió apagarlo? Ésta vez era Luis. Estaba excitado.

– ¡Lo tengo! -me chilló.

– ¿Qué?

– La clave, la clave para continuar.

– ¿Continuar qué?

– Esta noche, ¡de pronto me ha venido la inspiración! -exclamó entusiasmado-. Lo he visto con toda claridad. La carta de Enric lo explica.

Me quedé en silencio tratando de asimilar aquello, pero Luis no estaba dispuesto a darme la tregua necesaria para que yo recuperara mis sentidos.

– Estoy en Cadaqués y voy directo a casa de Oriol. ¿Estás allí?

– Sí.

– Pues avísale y hasta ahora.

Subí la persiana y vi Barcelona bañada ya en sol de tarde y me pareció sentirla más adormilada que en un día festivo corriente. Quizá era el reflejo de mi propio estado. Me duché y al bajar pasaban ya de las tres de la tarde. «De no ser por Luis, aún dormiría», me dije, y no le agradecía su servicio despertador.


Querido Luis:

¿Te acuerdas cuando jugábamos con Oriol y Cristina a la búsqueda de tesoros y yo escondía pistas en el jardín de casa de avenida Tibidabo? Es el mismo juego. Sólo que ahora de verdad. Que seas feliz junto a Cristina y Oriol.

Tu tío

Enric


Sólo eso. La carta de Luis ponía sólo eso. La leyó en alto y nos la pasó para que comprobáramos lo bien que sabía leer con nuestros propios ojos. Y como no podía ser de otra forma, primero yo, y después Oriol, la revisamos con detalle y en silencio. Eso ponía y sólo eso. Sentados en la mesa del jardín, quizá con la intención de evitar a Alicia, quizá porque de pequeños el jardín era nuestro territorio, nos quedamos callados mirando a Luis, que a la vez nos contemplaba con el rostro radiante del que sabe o cree saber más.

– ¿No está claro? -inquirió.

Yo no lo veía nada claro y parecía que Oriol tampoco; nos miramos en silencio encogiéndonos de hombros.

– Las pistas, él nos escondía pistas en el jardín -explicó al final-. ¿Y cuál era su lugar favorito?

– ¡La piedra del brocal! -exclamamos al tiempo.

A sólo unos metros de donde estábamos hay una zona despejada de árboles y en su centro un pozo que cumplía su cometido a finales del siglo XIX cuando el agua corriente no llegaba a la zona. Nosotros siempre lo vimos en su función decorativa, pero era poseedor de una característica mágica: una de las piedras del artístico brocal, una pequeña a ras de suelo, se movía dejando un hueco protagonista de muchos de nuestros juegos de búsqueda de tesoro y cuya existencia sólo conocía un adulto: Enric.

– ¿Crees que dejó una pista allí? -justo lo dije y me di cuenta de que era obvio y redundante.

– ¡Claro! Eso pone la carta, ¿no?

Pues sí, debí aceptarlo; eso ponía si eso se quería leer.

– ¿Vamos? -propuso Oriol y sólo mencionar ir, se me hizo un vacío de emoción en el estómago. Como cuando era niña.

Nos pusimos de pie de un salto y llegamos al pozo corriendo como chiquillos. En estos casos todos queríamos mover la piedra y sin duda recordándolo, Luis dejó claro que a él le correspondía esta vez el mérito. No hubo disputa y con cuidado empezó a desplazar la piedra hacia fuera ayudándose de un hueco que siempre hubo allí. Yo tenía el corazón latiendo alocado y al final de un momento eterno, y de una lentitud irritante, extrajo la piedra. Metió la mano y nos miró, primero a uno, luego al otro, dedicándonos una sonrisa. Le hubiera matado; mucha gente no cambia y él aún era el gordito insoportable que disfrutaba siendo el centro de atención.

– Aquí hay algo -dijo al fin.

Y sacó un envoltorio de plástico. Lo deshizo con cuidado y apareció una pistola. También había una nota. «Ésta vez no es un juego. Usadla si es preciso.»

Eso me puso la carne de gallina y tuve un presentimiento siniestro que no quise compartir. Ésa debía de ser el arma que buscaba el comisario Castillo. Ese revólver había matado a cuatro personas, era el de mi ensueño. Y Enric sugería que podía volver a matar.

Pero el arma no aportaba pista alguna sobre el tesoro.

– ¿Hay algo más? -pregunté impaciente.

Tuvimos que soportar la misma ceremonia de búsqueda y, al fin, Luis con la mano dentro del agujero dijo:

– Sí.

– Pues sácalo de una puñetera vez -estallé. Luis me miró resentido pero lo hizo. Era otro envoltorio, mucho más pequeño. Contenía un papel que decía:


" TU QUI LEGIS ORA PRO ME ".


– Es latín -aclaró Oriol-. Dice: «Tú que lees esto, reza por mí».

– Como corresponde a un culto caballero templario -murmuré.

Nos miramos unos a otros. Encontré en las caras de mis amigos sorpresa y pesadumbre. Enric pedía que rezáramos por él. Y lo hicimos, yo con lágrimas en los ojos. Me lo imaginaba escondiendo la pistola, quizá remordida su conciencia, sabiendo que iba a morir y que sus pecados eran tantos, si creía en ellos, que precisaba de nuestras oraciones. ¿Qué debió de sentir al dejarnos esa súplica póstuma? Quizá una soledad infinita y miedo; por lo que hizo, por lo que iba a hacer y por lo que vendría después. ¿Pero por qué? ¿Qué le llevó a consumar el suicidio?

– Os propongo que vayamos a misa -dijo Oriol tronchando mis lúgubres cábalas.

Cuando entramos en la iglesia aún lucía el sol, aunque los edificios que la rodean impedían que llegara a ella.

Revisé a la luz del día aquel lugar por el que había salido la noche anterior sin ningún humor para la contemplación. La plazoleta tiene un aspecto tranquilo. Tuvo una cruz de término frente a la entrada por la que se accede de la explanada al claustro. Sólo queda de ella un largo tronco de piedra; habría perdido la parte superior quizá en una de esas algaradas anticlericales tan frecuentes en la Barcelona de finales del XIX y principios del XX, quizá en un acto vandálico. Una pena. Me hubiera gustado comprobar cómo eran sus brazos. Cuatro tenía la cruz que ostentaba la hoja que comunicaba el horario de misas, igual que la labrada en piedra en varios lugares de la iglesia. La misma que lucían los nuevos templarios en sus capas.

– Los Pobres Caballeros de Cristo usaban dos modelos de cruz -me informó Oriol cuando lo comenté-. A la cruz de cuatro brazos se la llama patriarcal, por el patriarca de Jerusalén, también de Lorena, de Calatrava y posiblemente tiene un par de nombres más. Aparte de ésta, los templarios también utilizaban el formato sello, con todos sus lados iguales y los extremos patados. Como en tu anillo.

– ¿Y cómo es que esta iglesia luce cruces del Temple?

– Porque la cruz patriarcal fue muy disputada. La ostentaban tanto los caballeros de la orden del Santo Sepulcro como los templarios, por un tiempo los hospitalarios y naturalmente los de Calatrava. Y resulta que la iglesia de Santa Ana fue la sede en Barcelona de la orden de los caballeros del Santo Sepulcro. En la actualidad dicha orden usa como distintivo una cruz roja rodeada de cuatro cruces más pequeñas en recuerdo de las cinco llagas de Cristo. Y esta iglesia continúa siendo oficialmente su cuartel general en Cataluña.

– ¿Y extraoficialmente?

– Tú ya sabes -repuso Oriol con un guiño cómplice.


Hacía tiempo que no seguía un oficio religioso con tanta intensidad. La súplica de la nota de Enric me había perforado el alma. Y la pistola me causó una tristeza profunda, lúgubre, me traía recuerdos dolorosos de mi vivencia del asesinato de los Boix. ¿Cómo pudo alguien como Enric, un amante apasionado de la vida, matar y suicidarse? Debía de estar muy desesperado. Muy solo. ¿Y cómo pudo abandonar a Oriol? Me pasé buena parte de la misa llorando en silencio al tiempo que rezaba por su alma. De cuando en cuando observaba a mis amigos. Oriol parecía tan concentrado como yo lo estaba y Luis se distraía mirando a un lado y a otro, pero sin duda a ratos se esforzaba por cumplir lo mejor posible con sus oraciones. Bueno, si aún se acordaba de ellas.

A mí, el servicio religioso me hizo bien. Al terminar me sentía mucho mejor; unos suspiros profundos y restos de mi llanto, me subían desde el vientre, pero estaba relajada, casi feliz. Había cumplido con Enric, rezando y rezando y me prometía volver a hacerlo periódicamente. Esperaba haber ayudado a su alma tanto como la ceremonia y la oración habían ayudado a mi espíritu.

Oriol nos hizo una seña y nos condujo hacia la puerta que daba al claustro. A la derecha estaba el pasillo que conducía a la entrada desde la iglesia a la sala capitular, donde se llevaban a cabo las celebraciones templarias, y al recordar mi aventura y el encuentro con Arnau d'Estopinyá sentí un escalofrío.

– La nota de mi padre no era sólo una súplica por su alma -nos dijo Oriol en voz baja-. Estoy seguro de que nuestros rezos le habrán sentado muy bien, pero creo que la nota era una pista.

– ¿Una pista? -interrogó Luis en tono casi de exclamación.

Yo intentaba pensar a toda velocidad.

– ¿Cómo sabes que lo es?

– Mirad a vuestra izquierda.

Y lo hicimos. Allí en la pared había una estatua yacente. Era de un tal Miguel de Borea, almirante general de las galeras españolas, que llevaba muerto por los siglos de los siglos. Recordé lo que me dijo Artur: aquella iglesia era también un cementerio. Nos acercamos. Oriol señaló una lápida en el suelo con la inscripción:

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