VEINTISIETE

Su mirada y la frase «amar tanto a alguien como para dar la vida» calaron en lo más hondo de mi alma. No podía dejar de pensar en ello, de ver aquellos ojos azules húmedos de emoción. «¿No es hermoso?», dijo. Sí, me decía yo, era bonito, poético, conmovedor. Pero aquella lírica trágica escondía indicios, sentimientos que me turbaban. Era obvio que Oriol creía que Enric asesinó a cuatro personas para suicidarse después por amor a un hombre. Y que él se sintió abandonado por un padre, admirado por su heroicidad pero al que no le podía perdonar haberle dejado huérfano conscientemente. Recordando mi infancia rememoraba el cariño, la adoración de Oriol a Enric; cómo le cogía la mano y le miraba, hacia arriba, con sonrisa boba, cuando éste organizaba uno de sus juegos mágicos. Y después se le veía ese gesto ufano, el pecho henchido de orgullo, que quería decir «ése es mi papá».

Y también estaba el asunto de la pasión homosexual declarada de Enric. Un amor desmesurado, trágico, del que obviamente Oriol no se escandalizaba, sino que parecía admirar. Otro indicio a favor de que Oriol fuera gay.

Hoy especulaba de nuevo sobre su sexualidad y sentía miedo. Miedo de volverme a enamorar de él como una tonta… como la niña que tantas lágrimas vertió por su cariño.

Aquella tarde no tenía nada que hacer y me sentía nerviosa. Nuestra búsqueda del tesoro estaba estancada, y la excitación de sólo horas antes había decaído. Quizá todo fuera una última fantasía de Enric, quizá debería haber regresado a Nueva York como me pedía mi madre, quizá estaba ya metida, sin saber, en alguno de esos oscuros peligros que ella auguraba. Y quizá el mayor de los peligros fuera Oriol y esos sentimientos míos que no sabía controlar. Así las cosas decidí abandonar el observatorio sobre la ciudad que la casa de Alicia me proporcionaba para sumergirme en la humanidad andante que circulaba por las Ramblas. Y allí, paseando, dejé que los colores de la muchedumbre, el son de la música callejera pedigüeña de monedas y el perfume de las flores de los kioscos fuesen entrándome por los sentidos. Quería sentir, dejar de pensar.

Casi sin darme cuenta crucé la plaza del Pi y al dirigirme hacia la catedral me percaté de que estaba frente a una tienda de antigüedades. ¡Era la que fue de Enric! ¡Estaba segura! Mis pies, sin saberlo, habían andado hasta mi infancia. Miré por el escaparate pero no me atreví a entrar. Aun con la seguridad de que eran otros, a mí me pareció ver los objetos de siempre. Varios pistolones avantcarga, un par de estatuillas criselefantinas, como las que coleccionaba Alicia, una cómoda estilo francés en madera de palo santo y palo rosa, unas pinturas de claro oscuro barroco… Me encogí al tamaño de la niña que fui y con el corazón prieto y acelerado quedé a la espera ingenua de que apareciera Enric tras el cristal. Sonriente, con el cabello escaso peinado hacia atrás, algo llenito y con esa mirada pícara que de cuando en cuando también dispensaba su hijo. Y en mi mano derecha sentía, latiendo expectante, su enigmático anillo de rubí.

Pero al poco me di cuenta de que por mucho que esperara, por mucho que frotara mis memorias del pasado cual lámpara mágica, no conseguiría que el fantasma de mi padrino cruzara la puerta. Entonces me entró prisa por irme, y apresuré el paso hacia la catedral y fue al cruzar, frente a otra de las tiendas de antiguo de la calle, cuando leí grabado en letras doradas, en el cristal del escaparate: «Artur Boix». ¿De qué me sonaba el nombre? Artur Boix… Artur Boix… Claro, ¡mi compañero de viaje!

De nuevo me quedé embobada delante de un escaparate, pero esta vez, juro que no reparé en objeto alguno detrás del cristal. Creo que ni siquiera los vi. Sólo podía fijarme en el nombre escrito en el vidrio: «Artur Boix anticuario».

No sé si fui corriendo, trotando o zombi, el caso es que la siguiente imagen que evoco es a mí misma en un teléfono público de la plaza de la catedral llamando al comisario Castillo. Suerte tuve de que atendió mi llamada de inmediato; si no muero de impaciencia.

– Comisario -intentaba que mi voz no sonara alterada-, ¿recuerda usted los apellidos de los tipos a los que se supone asesinó mi padrino?

– Cómo no me voy a acordar -repuso él de buen humor-. Es mi misterio favorito, guardo copia del expediente en el armario de mi oficina y otra en un maletín debajo de mi cama. ¿Me va a ayudar la señorita americana a resolver esta intriga de novela negra a lo detective Marlowe? -estaba guasón-. Sólo necesito saber cómo hizo su padrino para cargarse a esos cuatro de golpe…

Le prometí que le ayudaría en lo que quisiera con tal de que soltara los nombres. Y los dejó caer como quien recita versos aprendidos de niño para las celebraciones familiares. Dos de ellos no significaban nada para mí, pero sí los otros dos: Arturo y Jaime Boix.

Acababa de confirmar lo que mi instinto me dijo minutos antes. Aquel hombre atractivo que se sentó a mi lado en el viaje desde Nueva York supo siempre quién era yo y a qué venía a España. Era el hijo de uno de los que mi padrino se llevó por delante. La mafia de tráfico de obras de arte había sobrevivido y, a juzgar por la impresión que me causó Artur, tenía buena salud y aspecto.


Mientras nos acomodábamos en la mesa del café la conversación giró sobre los tópicos méritos turísticos de la ciudad, pero tan pronto trajeron las bebidas disparé a bocajarro:

– Preparaste nuestro encuentro en el avión. ¿Verdad?


– No fue difícil conseguir asiento a tu lado -Artur mostraba su sonrisa de guapo-. Sólo la propina adecuada a la persona adecuada. En mi negocio lo hago con frecuencia.

Yo le observé a través de mi vaso de cola light. Tampoco había sido difícil para mí citarme con él. «Sí que has tardado en llamarme», me reprochó como si la cita se debiera a un interés personal mío y no a un supuesto asunto de negocios. Al menos para él. Hablaba como asumiendo que la impresión que me causó en el avión me haría usar su tarjeta. Era un tipo presuntuoso pero he de confesar que interesante.

– Y fuiste tú quien asaltó mi apartamento en Nueva York.

Él ni se inmutó ni perdió la sonrisa.

– No fui yo personalmente. Se encargó un socio mío.

– ¿Y lo confiesas así? ¿Con ese desparpajo?

– ¿Y por qué no? -repuso ahora completamente serio. -Tengo tanto derecho o más a esas tablas, y al posible tesoro, que vosotros tres.

Hablaba convencido y yo me quedé muda de sorpresa. ¿A raíz de qué se creía Artur con derechos? Esperé a que hablara.

– Debes saber ya que tu padrino asesinó a mi padre, a mi tío y a un par de socios suyos.

– ¿Socios? Creí que eran guardaespaldas.

– Qué más da lo que fueran. Él los mató.

– No se ha podido demostrar, no hay pruebas.

– ¿Pruebas? -ahora Artur rió-. ¿Para qué necesito yo pruebas? Sé que fue él. Sé que habían acordado una transacción. Que tu padrino no sólo no entregó la tabla de la Virgen tal y como se había acordado, sino que, tras asesinarlos, robó las otras dos, la de Sant Jordi y la de Juan Bautista.

– ¿Que robó las tablas pequeñas?

– Sí, las robó -Artur me observaba atentamente; leía la sorpresa en mi cara.

– ¿Pero cómo…?

– Tu padrino y mi familia pertenecían a cierto club secreto, supieron del tesoro al mismo tiempo y rastrearon las tablas hasta un lugar cercano al monasterio de Poblet, de donde parece provenían originalmente. Profesionales del negocio de antigüedades, se movilizaron veloces para conseguirlas, pero por un estúpido asunto de herencias familiares la tabla central tenía un propietario distinto que las dos laterales. Alguien las había repartido hará un par de generaciones y llevó cierto tiempo localizarlas, con la infeliz circunstancia de que mientras mi familia encontraba y adquiría las pequeñas, tu padrino hizo lo mismo con la mayor.

– Y no se pusieron de acuerdo -interrumpí.

– Exacto. Bonaplata y su novio se mostraron muy poco razonables, pretendían comprar nuestras tablas, querían el tesoro sólo para ellos.

– ¿Y tu familia? ¿Quería vender?

– Tampoco. Pero estaban dispuestos a negociar…

– ¿Y qué pasó con el socio de mi padrino?

– Bueno… digamos que abandonó la negociación de forma prematura -una chispa irónica bailaba en sus ojos.

– ¡Lo matasteis!

– Fue un accidente.

– O un intento de intimidación…

– El caso es que se había llegado a un acuerdo…

– ¿Cómo lo sabes?

– Me lo contó mi madre -me quedé callada, no quería cuestionar eso-. Bonaplata entregaría su tabla a cambio de cierta suma. Pero no lo hizo. En lugar de eso, los mató y robó las nuestras.

– No me parece lógico. ¿Cómo mi padrino podría engañar y asesinar a esos pistoleros?

– No lo sé. Pero lo hizo -Artur había fruncido el ceño-. Él fue el responsable de mi orfandad.

– Pero vosotros empezasteis antes, asesinando al hombre que él amaba -Artur podía tener razones para odiar a Enric, pero yo necesitaba defenderle.

– No importa quién empezara -el hombre del avión, amable y bello, dejaba ver un interior duro y resentido-. Se comportó como un canalla, como un degenerado, rompió un pacto, no tenía palabra.

Apreté los labios y le miré fijamente antes de responder:

– Enric sólo protegía a los suyos. Amenazabais a su familia.

No creo que escuchara mis palabras. Su vista se perdió en el fondo del local por un tiempo, como rumiando algo que le costaba digerir, tardó en responder y cuando lo hizo, me clavó su mirada y dijo con voz baja y ronca:

– Entre mi familia y los Bonaplata hay una deuda de sangre -y vi su rojo color en sus ojos.

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