IV. LA CALLE DE LOS PELIGROS

– Ya estamos cerca- dijo ella.

Caminábamos sin luz, guiándonos por la claridad lunar que recortaba sombras de tejados en el camino y proyectaba nuestras siluetas en el suelo sin empedrar, surcado de arroyuelos de fregaza e inmundicias. Hablábamos en susurros y nuestros pasos resonaban en las calles desiertas.

– ¿Cerca de dónde? -pregunté.

– Cerca.

Habíamos dejado atrás el convento de la Encarnación y desembocábamos en la plazuela de Santo Domingo, presidida por la siniestra mole oscura del convento de los frailes del Santo Oficio. No había nadie junto a la fuente vieja, y los pequeños puestos de frutas y verduras estaban cerrados. Un farol medio apagado, puesto sobre una Virgen, señalaba a lo lejos la esquina de la calle de San Bernardo.

– ¿Conocéis la taberna del Perro? -inquirió Angélica.

Me detuve, y tras unos pasos ella se detuvo también. La luna me permitía ver su traje de hombre, el jubón ajustado que no traicionaba formas de jovencita, el cabello rubio recogido bajo una gorra de fieltro. El destello metálico del puñal en su cintura.

– ¿Por qué os paráis? -preguntó.

– Nunca imaginé que pudiera oír el nombre de esa taberna en vuestra boca.

– Hay demasiadas cosas que no imagináis, me temo. Pero tranquilizaos. No voy a pediros entrar allí.

Me tranquilicé un poco. Lo justo. El del Perro era un antro poco recomendable hasta para mí: putas, jaques, pícaros y gente de paso. Aquel cuartel, Santo Domingo y San Bernardo, no era lugar de mala nota sino habitado por gente respetable; pero el callejón donde estaba la taberna -un tramo angosto entre la calle de Tudescos y la de Silva- constituía una especie de pústula que las protestas de los vecinos no habían logrado eliminar.

– ¿Conocéis la taberna, o no?

Respondí que sí, obviando detalles. Había estado alguna vez con el capitán Alatriste y con don Francisco de Quevedo, cuando al poeta se le espoleaba la chanfaina y buscaba material fresco para sus jácaras; amén de que el Perro, pues de tan ilustre apodo gozaba el dueño de la taberna, vendía bajo cuerda hipocrás: bebida famosa y cara cuyo consumo estaba prohibido por varias premáticas, pues para abaratarla se adulteraba con piedra alumbre, bascosidades y substancias nocivas para la salud. Pese a lo cual seguía consumiéndose de forma clandestina; y como toda prohibición hace ricos a los comerciantes que no la cumplen, el Perro vendía su matarratas a veinticinco maravedíes el cuartillo. Que ya era vender.

– ¿Hay algún sitio desde el que se pueda vigilar la taberna?

Hice memoria. La calle era corta y oscura, con varios reparos que incluían una tapia derruida y un par de ángulos que la noche mantendría en sombras. El único problema, dije, sería que los sitios adecuados estuvieran ocupados por acechonas.

– ¿Acechonas?

– Putas.

Sentí un rudo placer en hablarle de ese modo, como si aquello me devolviera la iniciativa que ella parecía empeñada en controlar. Angélica de Alquézar no lo sabía todo, al cabo. Y a fin de cuentas, por muy vestida de hombre y muchas agallas que tuviera, en Madrid y de noche yo estaba en mi elemento, y ella no. La espada que pendía de mi cinto no era un adorno.

– Ah -dijo.

Eso me dio a plomo. Enamorado, sí. Hasta la gola. Pero no menguado. Y no estaba de más, concluí, ponerlo en claro

– Decidme qué os proponéis, y qué pinto en esto.

– Luego -repuso, y echó a andar, decidida.

No me moví. Tras un corto trecho ella se detuvo, volviéndose.

– Contádmelo -insistí- o seguís sola.

– No seréis capaz.

Se me encaraba desafiante en su indumento masculino, silueta negra, una mano al descuido en el cinto donde llevaba atravesado el puñal. Era mi turno: conté hasta diez y luego volví la espalda y caminé decidido. Seis, siete, ocho pasos. Maldije en mis entrañas, desgarrándome el corazón. Ella me dejaba ir, y yo no podía volver atrás.

– Esperad -dijo.

Me detuve, aliviado. Sus pasos sonaron acercándose, su mano se apoyó en mi brazo. Cuando me giré hacia ella, un reflejo de luna entre dos aleros clareaba sus ojos frente a los míos. Creí sentir su olor: pan tierno. Por mi vida que olía a pan tierno.

– Necesito escolta -apuntó.

– ¿Y por qué yo?

– Porque no puedo fiarme de otro.

Sonó sincero. Sonó a mentira. Sonó a cualquier cosa probable o improbable, posible o imposible; y lo cierto es que me daba igual cómo sonara. Ella estaba cerca. Mucho. Si hubiera alzado una de mis manos habría tocado su cuerpo. Rozado su rostro.

– He de vigilar a un hombre -dijo.

La contemplé, atónito. Qué hacía una menina de palacio en plena noche y peligros de Madrid, vigilando a un hombre. Por cuenta de quién. La siniestra imagen de su tío el secretario real me pasó por la cabeza. Me estaba enredando de nuevo, comprendí. Angélica era la sobrina de uno de los enemigos mortales del capitán Alatriste; la niña-moza que me había llevado tres años atrás a las cárceles de la Inquisición y al pie de la hoguera -Debéis de tomarme por estúpido.

Se quedó callada, el óvalo de su rostro como una mancha pálida en las sombras. Seguía el reflejo lunar en sus pupilas. Comprobé que se acercaba un poco más, y más todavía. Su cuerpo estaba tan próximo que la guarnición de su puñal se me clavaba en la cadera.

– Una vez os dije que os amo -susurró.

Y me besó en la boca.


Una ventana iluminada y un hacha de luz sucia, humeante, puesta en una argolla de la pared junto a la puerta de la taberna del Perro, era la única luz de la calleja. El resto estaba a oscuras, de modo que era fácil disimularse en las sombras, junto a la tapia en ruinas que daba a un huertecillo abandonado. Nos situamos allí, desde donde veíamos la puerta y la ventana. Al extremo de la calle, entre las tinieblas próximas a la calle de Tudescos, se movían los bultos de dos o tres pecatrices que echaban el anzuelo con poca suerte. De vez en cuando, hombres solos o en grupo entraban y salían de la taberna. Dentro se oían voces y risas, y a veces el canto de una copla o el aire de una chacona a la guitarra. Un borracho tambaleante vino a aliviarse a nuestro rincón; le di un susto de muerte cuando, sacando la daga, se la puse entre los ojos y le dije que se fuera enhoramala con su vejiga a otra parte. El borracho debió de tomarnos por gente ocupada en comercios carnales, y sin replicar nada se alejó dando bordos. Terquísima de mí, Angélica de Alquézar sofocaba la risa, divertida.

– Nos toma por lo que no somos -dijo-. Ni hacemos.

Parecía encantada con todo aquello: el lugar inadecuado, la hora, el peligro. Tal vez también conmigo, quise creer. Con mi presencia. De camino hacia allí habíamos visto pasar de lejos a la ronda nocturna: un alguacil y cuatro corchetes con rodelas y espadas, que caminaban alumbrándose con un farol. Eso nos obligó a dar un rodeo; primero, porque el uso de espada por un mozo de mis años, casi en el límite requerido por las premáticas, podía ser tomado a mal por la justa. Pero había algo más serio que mi toledana: el traje de hombre de Angélica no habría superado el escrutinio de los corchetes; y tal suceso, simpático y novelero en el tablado de un corral de comedias, podía tener graves consecuencias en la vida real. El uso de ropas de hombre por las mujeres estaba prohibido con rigor. Incluso muchas veces censuróse representar así en el teatro; y sólo se permitió a quienes interpretaban papeles de mujeres solteras ofendidas o deshonradas; que, como las Petronila y Tomasa de La Huerta de Juan Fernández o la Juana del Don Gil de las calzas verdes de Tirso, la Clavela de La francesilla de Lope y otros sabrosos personajes de ocurrencias semejantes, tenían como excusa ir en procura de su honor y del matrimonio, y no se disfrazaban por vicio, capricho o putería:

No te finjas tan helado.

Yo os quiero desengañar;

que soy sirena de mar,

de medio abajo, pescado.

– En fin. Mojigatos e hipócritas aparte -luego se llenaban las mancebías, pero ésa es otra historia-, no resultaba ajena a ese celo indumentario la presión de la Iglesia, que a través de confesores reales, obispos, curas y monjas, de los que siempre estuvimos más abastecidos que de chinches y garrapatas una posada de arrieros, procuraba, por la salvación de nuestras almas, que el diablo no hiciese de las suyas; hasta el punto de que ir vestidas de hombre llegó a considerarse agravante a la hora de mandar mujeres a la hoguera en los autos de fe. Pues hasta el Santo Oficio tomaba cartas en este asunto, como lo hacía -y lo sigue haciendo, pardiez- en tantos otros de nuestra desdichada España.

Pero no era desdicha lo que yo sentía aquella noche, escondido en las sombras frente a la taberna del Perro junto a Angélica de Alquézar. Estábamos sentados sobre mi capa, aguardando, y a veces nuestros cuerpos se rozaban. Ella miraba la puerta de la taberna, yo la miraba a ella, y a veces, cuando se movía, el hacha que chisporroteaba enfrente iluminaba el perfil de su rostro, la blancura de la piel, algunos cabellos rubios que escapaban bajo la gorra de fieltro. El ajustado jubón y las calzas dábanle el aspecto de un paje joven; pero esa impresión quedaba desmentida cuando un resplandor más intenso iluminaba sus ojos: claros, fijos, resueltos. En ocasiones parecía estudiarme con mucho sosiego y penetración, hasta el último recodo del alma. Y siempre, al final, antes de volverse de nuevo hacia la taberna, el lindo trazo de su boca se curvaba en una sonrisa.

– Contadme algo de vos -dijo de pronto.

Acomodé la espada entre mis piernas y estuve un rato azorado, sin saber qué decir. Al cabo hablé de la primera vez que la vi, casi una niña, en la calle de Toledo. De la fuente del Acero, de las mazmorras de la Inquisición, de la vergüenza del auto de fe. De su carta escrita a Flandes. De cómo pensaba en ella cuando nos cargaron los holandeses en el molino Ruyter y en el cuartel de Terheyden, mientras corría tras el capitán Alatriste con la bandera en las manos, seguro de que iba a morir.

– ¿Cómo es la guerra?

Parecía atenta a mi boca. A mí o a mis palabras. De improviso me sentí adulto. Casi viejo.

– Sucia -respondí con sencillez-. Sucia y gris.

Movió la cabeza despacio, cual si reflexionara sobre eso. Luego pidió que siguiera contando, y el color sucio y gris quedó relegado a un rincón de mi memoria. Apoyé la barbilla en la cazoleta de la espada y volví a hablar de nosotros. De ella y de mí. Del encuentro que tuvimos en el alcázar de Sevilla y de la emboscada a la que me condujo junto a las columnas de Hércules. De nuestro primer beso en el estribo de su coche, momentos antes de que yo me batiera a vida o muerte con Gualterio Malatesta. Eso fue lo que dije, más o menos. Nada de palabras de amor, ni sentimientos. Sólo describí nuestros encuentros, la parte de mi vida que tenía que ver con ella, de la forma más ecuánime posible. Detalle a detalle, como la recordaba. Como no la olvidaría nunca.

– ¿No creéis que os amo? -dijo de pronto.

Nos miramos fijamente durante siglos. Y la cabeza empezó a darme vueltas como si acabara de tomar un bebedizo. Abrí la boca para pronunciar palabras imprevisibles. Para besar, tal vez. No como antes había hecho ella en la plazuela de Santo Domingo, sino para imprimir en sus labios un beso mío, fuerte y largo, con ansias de morder y acariciar al mismo tiempo, y todo el vigor de la mocedad a punto de estallarme en las venas. Y ella sonrió a escasas pulgadas de mi boca, con la certeza serena de quien sabe, y aguarda, y convierte el azar del hombre en destino inevitable. Como si todo estuviera escrito antes de que yo naciera, en un viejo libro del que ella poseía las palabras.

– Creo… -empecé a decir.

Entonces su expresión cambió. Los ojos se movieron con rapidez en dirección a la puerta de la taberna, y yo seguí su mirada. Dos hombres habían salido a la calle, calados los sombreros, el aire furtivo, poniéndose las capas. Uno de ellos vestía un jubón amarillo.


Anduvimos tras ellos con cautela, a través de la ciudad en tinieblas. Procurábamos amortiguar el ruido de nuestros pasos mientras vigilábamos a distancia sus bultos negros, cuidando no perderlos de vista Por suerte iban confiados y seguían una ruta clara: de la calle de Tudescos a la de la Verónica, y por ésta al postigo de San Martín, que recorrieron a todo lo largo hasta San Luis de los Franceses. Allí se detuvieron para descubrirse ante un cura que salía, acompañado por un monaguillo y un paje de linterna, con la extremaunción para algún moribundo. Con la breve luz tuve oportunidad de estudiarlos: el del jubón amarillo se embozaba ahora hasta los ojos con sombrero y capa negros, usaba zapatos y medias, y al descubrirse al paso del sacerdote advertí que sus cabellos eran rubios. El otro llevaba una capa parda que la espada en gavia levantaba por detrás, chapeo sin pluma y botas; y mientras salía de la taberna del Perro rebozándose en el paño, yo había tenido ocasión de verle al cinto, amén de la espada ceñida sobre un coleto grueso, un par de lindas pistolas.

– Se diría gente de cuidado -le susurré a Angélica.

– ¿Y eso os preocupa?

Guardé un silencio ofendido. Los dos hombres siguieron su camino, con nosotros detrás. Un poco más allá cruzamos entre los puestos de pan y los bodegones de puntapié, cerrados y sin un alma a la vista, de la red de San Luis, junto a la cruz de piedra que aún señalaba el lugar de una de las antiguas puertas de la ciudad. En la calle del Caballero de Gracia se detuvieron al amparo de un portal para esquivar una luz que venía en su dirección -al pasar junto a nosotros comprobamos que era una matrona acudiendo a un parto, alumbrada por el nervioso y apresurado marido-, y después caminaron de nuevo, buscando el disimulo de los sitios menos iluminados por la luna. Les fuimos detrás un buen trecho entre calles oscuras, rejas con celosías y persianas bajas, gatos sobresaltados por nuestro paso, alguna advertencia lejana de «agua va», aceitosas luces de candil junto a hornacinas con vírgenes o santos. En la boca de un callejón oyóse dentro ruido de aceros: alguien reñía muy empeñado, y los dos hombres se detuvieron a escuchar; mas no debió de interesarles el lance, pues reemprendieron camino. Cuando Angélica y yo llegamos al callejón, una sombra embozada pasó corriendo, espada en mano. Me asomé con precaución. Rejas y macetas. Al fondo oí quejarse. Envainé la de Juanes -la aparición del fugitivo me había hecho meter mano como un rayo- y quise ir en socorro del doliente; pero Angélica me agarró del brazo.

– No es asunto nuestro.

– Alguien puede estarse muriendo -protesté.

– Todos moriremos un día.

Y dicho eso anduvo decidida tras los dos hombres que se alejaban, obligándome a seguirla por la ciudad en tinieblas. Que así era la noche de Madrid: oscura, incierta y amenazadora.


Los seguimos hasta que entraron en una casa de la calle de los Peligros en su tramo alto, el más angosto, a media distancia entre la calle del Caballero de Gracia y el convento de las Vallecas. Angélica y yo nos quedamos en la calle, indecisos, hasta que ella sugirió que nos apostáramos bajo un soportal. Fuimos a sentarnos en un poyete disimulado tras una columna de piedra. Como refrescaba un poco le ofrecí mi capa, que había rechazado en dos ocasiones. Ahora aceptó, a condición de que nos cubriera a ambos. Así que la extendí sobre sus hombros y los míos, lo que hizo que nos acercáramos más. Yo estaba como pueden imaginar vuestras mercedes: apoyaba las manos en la guarnición de mi espada, con la cabeza aturdida y una exaltación interior que me impedía hilar dos pensamientos seguidos. Ella, con lindo despejo, se mantenía atenta a la casa que vigilábamos. La sentí más tensa, aunque serena y dueña de sí; algo admirable en una moza de su edad y condición. Conversamos en voz baja, tocándonos con los hombros. Siguió negándose a contarme qué hacíamos allí.

– Más tarde -respondía cada vez.

El techo del soportal ocultaba la luna, y su rostro estaba en sombras: sólo un perfil oscuro a mi lado. Noté el calor de su cuerpo cercano. Me sentía como quien pone el cuello en la soga del verdugo, pero se me daba un ceutí. Angélica estaba conmigo, y yo no habría trocado papeles con el hombre más seguro y feliz de la tierra.

– No es que importe demasiado -insistí-. Pero me gustaría saber más.

– ¿Sobre qué?

– Sobre esta locura en la que estáis metida.

Sobrevino un silencio cargado de malicia por su parte.

– Ahora también estáis metido vos -apuntó al cabo, regocijada.

– Eso es precisamente lo que me inquieta: no saber en lo que ando.

– Ya lo sabréis.

Conversamos en voz baja, tocándonos con los hombros.

– No lo dudo. Pero la última vez lo supe rodeado por media docena de asesinos, y la penúltima en un calabozo del Santo Oficio.

– Os creía un mozo alentado y valiente, señor Balboa. ¿Acaso no confiáis en mí?

Dudé antes de responder. Es lo que hace el diablo, pensé. Jugar con la gente. Con la ambición, la vanidad, la lujuria, el miedo. Hasta con el corazón. Está escrito: Todo será tuyo si, postrándote, me adoras. Un diablo inteligente ni siquiera necesita mentir.

– Pues claro que no confío -dije.

La oí reír en voz baja. Luego se apretó un poco más bajo la capa.

– Sois un bobo -concluyó con muchísima dulzura.

Y me besó otra vez. O para ser exactos: nos besamos el uno al otro, no una sino muchas veces; y yo pasé un brazo por sus hombros y la acaricié con cautela, sin que ella mostrara oposición, primero el cuello y los hombros y después buscando con suavidad sus formas de jovencita, bajo el terciopelo del jubón. Ella reía quedo, en mis labios, acercándose y retirándose cuando el deseo me subía demasiado a la cabeza. Y juro a vuestras mercedes que, aunque entonces hubiera visto delante las llamas del infierno, habría seguido a Angélica sin vacilar, espada en mano, a donde quisiera arrastrarme consigo, dispuesto a defenderla a cuchilladas de los mismísimos brazos de Lucifer. A riesgo, o certeza, de mi condenación eterna.

De pronto se apartó de mí. Uno de los embozados había salido a la calle. Eché atrás la capa, incorporándome para ver mejor. El hombre estaba inmóvil como si vigilase o esperara. Estuvo así un rato y luego anduvo de un lado a otro, de modo que llegué a temer que nos descubriera. Al fin pareció dirigir su atención al extremo de la calle. Miré en esa dirección y vislumbré la silueta de alguien que se acercaba: sombrero, capa larga, espada. Venía por el centro, cual si desconfiara de las paredes en sombras. Así fue llegándose al embozado. Advertí que su paso se hacía más lento hasta que ambos estuvieron frente a frente. Algo en la forma de moverse del recién llegado me era familiar, sobre todo su manera de echar atrás la capa para desembarazar el puño de la espada. Me adelanté un poco, pegado a la columna del soportal, a fin de verlo mejor. Y a la luz de la luna reconocí, estupefacto, al capitán Alatriste.


El desconocido estaba en mitad de la calle, embozado casi hasta el ala del fieltro, y no parecía tener intención de moverse. De modo que Diego Alatriste se apartó el lado izquierdo de la capa, volviéndola sobre el hombro. El pomo de la toledana rozaba la palma de su mano cuando se detuvo ente al hombre que le cortaba el paso. De un vistazo plático estudió al fulano: tranquilo, callado. Si está solo, decidió, es temerario, del oficio, o lleva pistola. Quizá todo a la vez. Y a lo peor, concluyó mirando de soslayo, tiene gente cerca. La cuestión era si lo esperaba a él o a otro. Aunque, a tales horas y frente a esa casa, las dudas eran pocas. No se trataba de Gonzalo Moscatel. El carnicero era más corpulento y ancho; y en cualquier caso, no de los que resolvían sus asuntos en persona. Tal vez el embozado era un matarife ganándose el jornal. Pero muy bueno tenía que ser, pensó, si sabiendo quién era él acudía a despacharlo sin más ayuda.

– Ruego a vuestra merced -dijo el desconocido- que no pase adelante.

Sorprendía el tono. Educado y muy cortés, sofocado por el embozo.

– ¿Y quién lo dice? -preguntó Alatriste.

– Uno que puede.

No era buen comienzo. El capitán se pasó dos dedos por el mostacho, y luego bajó la mano hasta apoyarla en la gruesa hebilla de bronce del cinto. Prolongar la parla parecía de más. La única cuestión era si el marrajo estaba solo o no. Echó otro vistazo disimulado a diestra y siniestra. Había algo muy raro en todo aquello.

– Al asunto -dijo sacando la espada.

El otro no hizo ni siquiera el gesto de abrir su capa. Se mantuvo quieto en el contraluz de la luna, mirando el acero desnudo que relucía suavemente.

– No quiero batirme con vos -dijo.

Apeaba el tratamiento. Del vuestra merced al vos. O era alguien que lo conocía bien, o estaba loco al provocar así.

– ¿Y por qué no?

– Porque no me acomoda.

Alatriste alzó la espada y se la puso al otro ante el embozo.

– Meted mano -dijo- de una puta vez.

– Al ver el acero tan cerca, el desconocido retrocedió un paso abriéndose la capa. El rostro seguía en sombra bajo el ala del chapeo, pero las armas quedaron a la vista: no llevaba una pistola al cinto, sino dos. Y el coleto tenía todo el aspecto de ser doble. Bravo de la carda o galán precavido, concluyó Alatriste, éste es cualquier cosa menos un cordero inocente. Y como roce la culata de una de esas pistolas, le meto un palmo de hierro en la garganta antes de que pueda decir Jesús.

– No voy a reñir contigo -dijo el otro.

Me lo pone fácil, decidió el capitán. Ahora, del voseo al tuteo. Me lo pone divino para ensartarlo, salvo que ese tono familiar que advierto en su voz tenga alguna justificación, y yo lo conozca lo bastante para que meter su hocico en mi vida y en mis noches no le cueste la piel. De cualquier modo se hace tarde. Acabemos.

Se encajó mejor el sombrero y soltó el fiador de la capa, dejándola caer. Luego avanzó un paso, luto para herir y pendiente de las pistolas del adversario, mientras con la zurda desenfundaba la daga vizcaína. Viéndose estrechado, el otro retrocedió un poco más.

– Maldita sea, Alatriste -masculló-. ¿Todavía no me reconoces?

El tono era irritado. También arrogante. Sin el embozo, el capitán creyó encarnar aquella voz. Dudó, y al hacerlo contuvo la estocada que le bailaba en la punta de los dedos.

– ¿Señor conde?

– El mismo.

Un silencio largo. Guadalmedina en persona. Todavía con la espada y la daga empuñadas, Alatriste intentaba encajar la novedad.

– ¿Y qué diablos -preguntó al fin- hace aquí vuestra excelencia?

– Evitar que te compliques la vida.

Otro silencio. Alatriste reflexionaba sobre lo que acababa de oír. Las advertencias de Quevedo y las señales evidentes encajaban de maravilla. Sangre de Dios. También era mala suerte: con lo grande que era el mundo, toparse con aquello. Y por si fuera poco, Guadalmedina de por medio. De tercero.

– Mi vida es cosa mía -replicó.

– Y de tus amigos.

– Veamos entonces por qué no debo pasar adelante.

– Eso no puedo contártelo.

Alatriste movió un poco la cabeza, pensativo, y luego miró su espada y su daga. Somos lo que somos, pensó. Obligados por nuestra reputación. Y no hay otra.

– Me esperan -dijo.

Álvaro de la Marca permaneció impasible. Era diestro con la espada, sabía de sobra el capitán: pie firme y mano rápida, con el valor frío, desdeñoso, de moda entre la nobleza española. Desde luego, no tan buen esgrimidor como él. Pero la noche y la suerte siempre dejaban algo a lo imprevisto. Además, llevaba dos pistolas.

– La plaza está ocupada -dijo Guadalmedina

– Prefiero comprobarlo yo.

– Antes tendrás que matarme. O dejar que te mate.

Había sonado sin jactancia ni amenaza: sólo como algo evidente. Inevitable. Un amigo confiándose en voz baja a otro amigo. También el conde era lo que era, con reputaciones propias y ajenas que sostener.

Alatriste repuso en el mismo tono:

– No me ponga vuestra excelencia en ese disgusto.

Y dio un paso adelante. El otro se mantuvo firme donde estaba, envainado el acero pero visibles las pistolas cruzadas al cinto. Que, por cierto, sabía usar. Alatriste lo había visto servirse de ellas pocos meses atrás, en Sevilla, despachando a bocajarro a un alguacil sin darle tiempo a pedir confesión.

– Sólo es una mujer -insistió Guadalmedina-. En Madrid las hay a cientos -su tono aún era amistoso, conciliador-… ¿Vas a arruinar tu vida por una comedianta?

El capitán tardó en responder.

– Quien sea ella -dijo al fin- es lo de menos.

Como si hubiera conocido de antemano la respuesta, el otro suspiró con desaliento. Después sacó la espada y se puso en guardia mientras arrimaba la zurda a la culata de una pistola. Entonces Alatriste levantó los aceros, resignado. Consciente de que con aquel gesto la tierra se abría bajo sus pies.


Cuando vi desenvainar al desconocido -de lejos no podía saber quién era, pese a que estaba al fin desembozado-, di un paso adelante; pero las manos de Angélica me retuvieron junto a la columna.

– No es asunto nuestro -susurró.

Me volví a mirarla como si se hubiera vuelto loca.

– Pero ¿qué decís? -exclamé-. Ése es el capitán Alatriste.

No pareció sorprendida en absoluto. La presión de sus manos se hizo más fuerte.

– ¿Y queréis que sepa que espiamos?

Aquello me contuvo un poco. ¿Qué explicaciones iba a dar cuando el capitán preguntara por mi presencia allí, a tan menguada hora?

– Si salís, me delatáis -añadió Angélica-. Vuestro amigo Batiste es capaz de resolver sus propios asuntos.

Qué está pasando, me pregunté aturdido. Qué ocurre aquí, y qué tenemos que ver el capitán y yo con todo esto. Qué tiene que ver ella.

– Además, no podéis dejarme sola -dijo.

Se me nublaba el seso. Seguía aferrada a mi brazo, tan cercana que sentía su aliento en mi rostro. Yo estaba avergonzado de no acudir junto a mi amo; pero si abandonaba a Angélica, o la descubría, mi vergüenza iba a ser otra. Un golpe de calor me subió a la cabeza. Apoyé la frente en la piedra fría mientras devoraba con los ojos la escena de la calle. Pensaba en las pistolas que había visto en la pretina del embozado cuando salía de la taberna del Perro, y eso me inquietaba mucho. Ni la mejor esgrima del mundo tenía nada que hacer frente a una bala disparada a cuatro palmos.

– Tengo que dejaros -le dije a Angélica.

– Ni se os ocurra.

El tono había cambiado de la súplica a la advertencia, pero mis pensamientos estaban en lo que sucedía ante mis ojos: tras una pausa en la que ambos contendientes se miraron sin moverse, espada en mano, mi amo dio al fin un paso adelante y se trabaron de aceros. Entonces me zafé de las manos de Angélica, desenvainé mi espada y fui en socorro del capitán.


Diego Alatriste oyó los pasos que se acercaban a la carrera y se dijo que, después de todo, Guadalmedina no estaba solo; y que, aparte la pistola que Álvaro de la Marca ya tenía en la mano, las cosas iban a ponerse turbias de allí a nada. Así que madruguemos, decidió, o soy historia. Su adversario se reparaba con la espada, retrocediendo mientras echaba atrás el codo de la zurda con la pistola empuñada, buscando el momento de amartillar el perrillo para utilizarla. La operación, por suerte para Alatriste, requería ambas manos; de modo que el capitán tiró una cuchillada alta, de filos, a fin de tenerle ocupada la diestra, mientras meditaba la forma de herir y a ser posible no matar. Los pasos del otro que venía sonaban cerca; aquello exigía destreza, pues iba la piel al naipe. De manera que amagó con la daga, hizo ademán de retirarse para confiar a Guadalmedina, y cuando éste se creyó a tiempo de amartillar la pistola y bajó la mano de la espada para sujetar el cañón del arma, el capitán le largó una mojada al brazo que vino a dar con la pistola en tierra, e hizo al de la Marca irse atrás dando traspiés entre un pardiez y un voto a Cristo. Para mí que di en carne, pensó Alatriste, aunque el otro sólo maldecía y no se quejaba; por más que en hombres como ellos maldecir y quejarse fuera uno. En cualquier caso el tercero en discordia ya estaba allí, sombra a la carrera con un brillo acerado en la mano; y Alatriste comprendió que, todavía con la otra pistola al cinto, Guadalmedina era un riesgo mortal. Hay que terminar, resolvió. Ahora. El de la Marca también había oído los pasos que se acercaban; pero en vez de animarse pareció desconcertado. Miró atrás, perdiendo con ello un tiempo precioso. Y antes de que se rehiciera, aprovechando aquel instante y sin descuidar de soslayo al que venía, Alatriste calculó de una ojeada experta la distancia, tiró una finta baja, a la ingle, y cuando Guadalmedina, descompuesto, se cubría a la desesperada con el acero, alzó la punta del suyo, dispuesto a tirarse a fondo y herir, o matar, o lo que fuese.


– ¡Capitán! -grité.

No quería que me atravesara en la oscuridad, sin conocerme. Vi que se quedaba a medias, la espada en alto, mirándome, y que su adversario hacía lo mismo. Levanté mi acero hacia este último, que al verse apretado por atrás se apartó a un lado, cubriéndose con evidente desconcierto.

– Por el amor de Dios, Alatriste -dijo- ¿Cómo metes al chico en esto?

Me quedé de piedra al reconocer la voz. Bajé la temeraria, mirando de cerca al adversario de mi amo, cuyo rostro adiviné al fin a la luz de la luna.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó el capitán.

El tono era seco, metálico como su espada. De pronto sentí un calor espantoso y la camisa se me pegó al cuerpo bajo el jubón, empapada de sudor. La noche daba vueltas dentro y fuera de mi cabeza.

– Creí… -balbucí.

– ¿Qué carajos creíste?

Callé, confuso e incapaz de abrir más la boca. Guadalmedina nos observaba estupefacto. Se había puesto la espada bajo el brazo derecho y se apretaba el molledo del izquierdo, dolorido.

– Estás loco, Alatriste -dijo.

Vi que el capitán alzaba la mano de la daga sin mirarlo, como en demanda de tiempo para reflexionar. Bajo el ala ancha del chapeo, la claridad de sus ojos me perforaba como el acero.

– ¿Qué haces aquí? -repitió.

El tono aún era de matar. Juro a vuestras mercedes que tuve miedo.

– Os he seguido -mentí.

– ¿Por qué?

Tragué saliva. Imaginaba a Angélica escondida bajo el soportal, mirándome de lejos. O tal vez se había ido. Mi hilo de voz cobró un poco más de firmeza.

– Temí que tuvieseis un mal lance.

– Estáis locos los dos -apuntó Guadalmedina.

Su tono, sin embargo, parecía aliviado. Como si mi presencia diese una salida inesperada al episodio. Una solución honrosa donde antes no había otra que hacerse pedazos.

– Más nos vale a todos -añadió- ser razonables.

– ¿Y qué entiende por eso vuestra excelencia? -quiso saber el capitán.

El otro miró hacia la casa, que permanecía silenciosa y a oscuras. Al cabo encogió los hombros.

– Dejemos esta noche las cosas como están.

Aquel «esta noche» era elocuente. Comprendí apenado que, para Guadalmedina, la casa de la calle de los Peligros o el motivo de la querella eran lo de menos. Diego Alatriste y él habían cambiado estocadas, y eso incluía ciertos compromisos. Rompía unas cosas y obligaba a otras. Llegados a ese extremo, el lance quedaba aplazado, pero no olvidado. Pese a la antigua amistad, Álvaro de la Marca era quien era, y su oponente no pasaba de simple soldado que, aparte la espada, no tenía bajo las botas ni tierra propia donde caerse muerto. Después de lo ocurrido, cualquier otro que se hallara en la posición del conde habría puesto al capitán al remo de una galera o con grilletes en una mazmorra. Eso, si lograba resistirse al impulso de hacerlo asesinar. Pero Álvaro de la Marca era de otra pasta. Quizá creía, como Alatriste, que una vez fuera verbos y aceros no es posible volverlos sin más a la vaina. Así que todo podría solventarse más adelante, con calma y en el lugar adecuado; donde ni uno ni otro tuvieran que cuidar más que de sí mismos.

El capitán me miraba, y sus ojos seguían reluciendo entre las sombras. Al cabo enfundó espada y daga muy despacio, cual si reflexionara. Cambió una ojeada silenciosa con Guadalmedina, y después me apoyó una mano en un hombro.

– No vuelvas a hacer eso -dijo al fin, hosco.

Sus dedos de hierro se clavaban con tanta fuerza que me hacían daño. Acercaba el rostro y me miraba muy próximo, su nariz aguileña perfilada sobre el mostacho. Olía como siempre: cuero, vino y metal. Hice un esfuerzo por liberar mi hombro, pero él seguía asiéndome con dureza -No vuelvas a seguirme -repitió- nunca. Y yo me retorcía por dentro de vergüenza y remordimiento.

Загрузка...