II. LA CASA DE LA CALLE FRANCOS

La mañana siguiente tuvimos granizada de arcabuces. Aunque más bien la tuvo el capitán Alatriste con Caridad la Lebrijana, en el piso superior de la taberna del Turco, mientras abajo oíamos las voces. O la voz, pues el gasto de pólvora corría por cuenta de la buena mujer. El asunto, naturalmente, iba a circo de la afición de mi amo al teatro, y el nombre de María de Castro salió a relucir con epítetos -atizacandiles, tusona, barragana fueron los más comedidos que oí- que en boca de la Lebrijana no dejaban de tener su miga, pues a fin de cuentas la tabernera, que a los casi cuarenta años conservaba morenos encantos de quien tuvo y retuvo, había ejercido sin empacho de puta varios años, antes de establecerse, con dineros ahorrados en afanes y trabajos, como honesta propietaria de la taberna situada entre las calles de Toledo y el Arcabuz. Y aunque el capitán nunca hubiese hecho promesas ni propuestas de otra cosa, lo cierto es que al regreso de Flandes y Sevilla mi amo había vuelto a instalarse, conmigo, en su antigua habitación de la casa que la Lebrijana poseía sobre la taberna; aparte que ella le había calentado los pies y algo más en su propia cama durante el invierno. Eso no era de extrañar, pues todo el mundo sabía que la tabernera seguía enamorada del capitán hasta las cachas, e incluso le guardó ausencia rigurosa cuando lo de Flandes; que no hay mujer más virtuosa y fiel que la que deja el cantón a tiempo, vía convento o puchero, antes de acabar llena de bubas y recogida en Atocha. A diferencia de muchas casadas que son honestas a la fuerza y sueñan con dejar de serlo, la que pateó calles sabe lo que deja atrás, y cuánto, con lo que pierde, gana. Lo malo era que, además de ejemplar, enamorada, aún jarifa y hermosa de carnes, la Lebrijana también era mujer brava, y los devaneos de mi amo con la representante le habían removido la hiel.

No sé lo que dijo el capitán aquella vez, si es que dijo algo. Conociendo a mi amo, estoy seguro de que se limitó a aguantar la carga a pie firme, sin romper filas ni abrir la boca, muy a lo soldado viejo, aguardando a que escampara. Que tardó, pardiez, porque al lado de la que allí hubo, la del molino Ruyter y el cuartel de Terheyden juntas fueron cosa chica, oyéndose términos de los que no se usan ni contra turcos. Al cabo, cuando la tabernera empezó a cascar cosas -hasta abajo llegaba el estrépito de loza rota-, el capitán requirió espada, sombrero y capa, y salió a tomar el aire. Yo estaba, como todas las mañanas, sentado a una mesa junto a la puerta, aprovechando la buena luz para darle un repaso a la gramática latina de don Antonio Gil, libro utilísimo que el dómine Pérez, viejo amigo del capitán y mío, habíame prestado para mejorar mi educación, descuidada en Flandes. Que a los dieciséis años cumplidos, y pese a tener resuelta intención de dedicarme al oficio de las armas, el capitán Alatriste y don Francisco de Quevedo insistían mucho en que conocer algo de latín y griego, hacer razonable letra e instruirse con la lectura de buenos libros, permitían a cualquier hombre despierto llegar allí donde no podía llegarse con la punta de la espada; y más en una España en la que jueces, funcionarios, escribanos y otros cuervos rapaces estrangulaban a la pobre gente inculta, que era casi toda, bajo montañas de papel escrito para despojarla y saquearla más a sus anchas. El caso es que allí me hallaba, como digo, copiando miles, quem dux laudat, Hispanus est, mientras Damiana, la moza de la taberna, fregaba el suelo, y los habituales de aquella hora, el licenciado Calzas, recién llegado de la plaza de la Provincia, y el antiguo sargento de caballos Juan Vicuña, mutilado en Nieuport, jugaban al tresillo con el boticario Fadrique, apostándose unos torreznos y un azumbre de vino de Arganda. Acababa de dar un cuarto de las doce el vecino reloj de la Compañía cuando sonó arriba el portazo, se oyeron los pasos del capitán en la escalera, miráronse unos a otros los camaradas, y moviendo reprobadores las cabezas retornaron a los naipes: pregonó bastos Juan Vicuña, entró con espadilla el boticario y remató Calzas con punto cierto, llevándose la mano. En ésas me había levantado yo, tapando el tintero tras cerrar el libro, y tomando al paso mi gorra, mi daga y mi tudesquillo, de puntas para no ensuciarle el suelo a la fregatriz, salí en pos de mi amo por la puerta que daba a la calle del Arcabuz.


Anduvimos por la fuente de los Relatores hasta la plazuela de Antón Martín; y como para darle razón a la Lebrijana -yo seguía al capitán muy apesadumbrado- subimos luego hasta el mentidero de representantes. Era éste uno de los tres famosos de Madrid, siendo los otros el de San Felipe y las losas de Palacio. El que hoy nos ocupa estaba en el cuartel habitado por gentes de pluma y teatro, en un ensanchamiento empedrado en la confluencia de la calle del León con las de Cantarranas y Francos. Había cerca una posada razonable, una panadería, una pastelería, tres o cuatro buenas tabernas y figones, y cada mañana se daba cita allí el mundillo de los corrales de comedias, autores, poetas, representantes y arrendadores, amén de los habituales ociosos y la gente que iba a ver caras conocidas, a los galanes de la escena o a las comediantas que salían a la plaza, cesta al brazo o con sus criadas detrás, o se regalaban en la pastelería después de oír misa en San Sebastián y dejar su limosna en el cepillo de la Novena. El mentidero de representantes gozaba de justa fama porque, en aquel gran teatro del mundo que era la capital de las Españas, el lugar resultaba gaceta abierta: se comentaba en corros tal o cual comedia escrita o por escribir, corrían pullas habladas y en papeles manuscritos, se destrozaban reputaciones y honras en medio credo, los poetas consagrados paseaban con amigos y aduladores, y los jóvenes muertos de hambre perseguían la ocasión de emular a quienes ocupaban, defendiéndolo cual baluarte cercado de herejes, el Parnaso de la gloria. Y lo cierto es que nunca dióse en otro lugar del mundo semejante concentración de talento y fama; pues sólo por mencionar algunos nombres ilustres diré que allí vivían, en apenas doscientos pasos a la redonda, Lope de Vega en su casa de la calle de Francos y don Francisco de Quevedo en la del Niño; calle esta última donde había morado varios años don Luis de Góngora hasta que Quevedo, su enemigo encarnizado, compró la vivienda y puso al cisne de Córdoba en la calle. Por allí anduvieron también el mercedario Tirso de Molina y el inteligentísimo mejicano Ruiz de Alarcón: el Corcovilla a quien la bilis propia y la aversión ajena barrieron de los escenarios cuando sus enemigos reventaron El Anticristo, destapando en pleno corral de comedias una redoma de olor nauseabundo. También el buen don Miguel de Cervantes había vivido y muerto cerca de Lope, en una casa en la calle del León esquina a Francos, justo frente a la panadería de Castillo; y entre la calle de las Huertas y la de Atocha estuvo la imprenta donde Juan de la Cuesta hizo la primera impresión de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Eso, sin olvidar la iglesia en la que reposan hoy los restos del manco ilustre, la de las Trinitarias, donde Lope de Vega decía misa, y en cuya comunidad de monjas moraron una hija suya y otra de Cervantes. Por no faltar a lo español y a lo ingrato, conceptos siempre parejos, señalaré que también estaba cerca el hospital donde el capitán y gran poeta valenciano Guillén de Castro, autor de Las mocedades del Cid, moriría cinco años más tarde, tan indigente que hubo que enterrarlo de limosna. Y pues de miseria hablamos, recordaré a vuestras mercedes que el infeliz don Miguel de Cervantes, hombre honradísimo que apenas pidió otra cosa que pasar a las Indias alegando su condición de mutilado en Lepanto y esclavo en Argel, y ni siquiera eso obtuvo, había fallecido diez años antes de lo que ahora narro, el dieciséis del siglo, pobre, abandonado de casi todos, siendo llevado a su sepulcro de las Trinitarias por aquellas mismas calles sin acompañamiento ni pompas fúnebres -ni relación pública hubo de sus exequias-, y luego arrojado al olvido de sus contemporáneos; pues hasta mucho más tarde, cuando en el extranjero ya devoraban y reimprimían su Quijote, no empezamos aquí a reivindicar su nombre. Final este que, salvo contadas excepciones, nuestra desgraciada estirpe acostumbró siempre a deparar a sus mejores hijos.


Encontramos a don Francisco de Quevedo despachando una empanada inglesa, sentado a la puerta del figón del León, en la desembocadura de la calle Cantarranas con el mentidero, junto a la tienda de tabaco. El poeta pidió otro jarro de Valdeiglesias, dos tazas y dos empanadas más, mientras acercábamos taburetes para acomodarnos a su mesa. Vestía de negro como siempre, su lagarto de Santiago bordado al pecho, sombrero, medias de seda y capa doblada cuidadosamente sobre un poyete en el que también tenía la espada. Acababa de volver de palacio, donde había ido temprano para ciertas gestiones sobre su pleito interminable de la Torre de Juan Abad, y mataba el hambre antes de volver a casa para corregir la reimpresión de su Política de Dios, gobierno de Cristo, en la que andaba atareado por esas fechas; pues al fin sus obras empezaban a verse publicadas, y aquélla había motivado algunas censuras de la Inquisición. Nuestra presencia le iba de perlas, dijo, para alejar moscones; pues desde que su favor estaba en alza en la Corte -había formado parte, como conté, de la comitiva real en la recientísima jornada de Aragón y Cataluña- todo el mundo se le arrimaba buscando la sombra de algún beneficio.

– Además, me han encargado una comedia -añadió- para representar en El Escorial a finales de mes… Su Católica Majestad estará allí de caza, y quiere holgarse.

– Ésa no es vuestra especialidad -apuntó Alatriste.

– Pardiez. Si hasta el pobre Cervantes lo intentó, bien puedo atreverme yo. El encargo me lo ha hecho el conde-duque en persona. De modo que podéis considerarlo mi especialidad desde ahora mismo.

– ¿Y paga algo el valido, o va a cuenta de futuras mercedes, como de costumbre?

El poeta soltó una risita mordaz.

– Del futuro no sé nada -suspiró, estoico-. Ayer se fue, mañana no ha llegado… Pero al presente son seiscientos reales. O serán. Al menos eso promete Olivares:

Veden qué vendré a parar

obligado a su poder,

haciendo yo mi deber

y él buscando no pagar.

– En fin -prosiguió-. El valido quiere comedia de lances y todo eso, que como sabe vuestra merced agradan mucho al gran Filipo. De manera que echaremos siete llaves a Aristóteles y a Horacio, a Séneca y aun a Terencio; y después, como dice Lope, escribiremos unos cientos de versos en vulgo. Lo justo de necio para darle gusto.

– ¿Tenéis asunto?

– Oh, claro. Amoríos, rejas, equívocos, estocadas… Lo de siempre. La llamaré La espada y la daga -Quevedo miró como al descuido al capitán por encima del borde de su taza de vino-. Y quieren que la estrene Cózar.

Se levantó revuelo en la esquina de Francos. Acudió gente, miramos en esa dirección, y al cabo pasaron varios comentando el suceso: un lacayo del marqués de las Navas había acuchillado a un cochero por no cederle el paso. El matador se había acogido en San Sebastián, y al cochero lo habían metido en una casa vecina, en el último artículo.

– Si era cochero -opinó Quevedo- bien merecido lo tenía desde que se puso a ese oficio.

Miró luego a mi amo, volviendo a lo de antes.

– Cózar -repitió.

El capitán contemplaba el discurrir de gente por el mentidero, impasible. No dijo nada. El sol acentuaba la claridad verdosa de sus ojos.

– Cuentan -añadió Quevedo tras un instante- que nuestro fogoso monarca le tiene puesto asedio a la Castro… ¿Sabíais algo de eso?

– No sé por qué habría de saberlo -respondió Alatriste, masticando un trozo de empanada.

Don Francisco apuró el vino y no dijo más. La amistad que ambos se profesaban excluía tanto los consejos como meterse en camisas de once varas. Ahora el silencio fue largo. El capitán seguía vuelto hacia la calle, inexpresivo; y yo, tras cambiar un vistazo preocupado con el poeta, hice lo mismo. Los ociosos parlaban en corros, paseaban, miraban a las mujeres intentando averiguar lo que tapaban los mantos. A la puerta de su zaguán, con mandil y un martillete en la mano, el zapatero Tabarca sentaba cátedra entre sus incondicionales sobre las virtudes y defectos de la comedia del día anterior. Una limonera pasó con sus capachas al brazo: toíto agrio, voceaba, requebrada al paso por dos estudiantes capigorrones que mascaban altramuces mientras paseaban con manojos de versos asomándoles de los bolsillos, buscando a quién dar matraca. Entonces me fijé en un sujeto escurrido de carnes y moreno de piel, barbado y con cara de turco, que nos miraba apoyado en un portal cercano, limpiándose las uñas con una navaja. Iba a cuerpo, con espada larga en tahalí, daga de guardamano, jubón acolchado de estopilla con mucho remiendo y sombrero de falda grande y caída, a lo bravo. Un pendiente grande de oro le colgaba del lóbulo de una oreja. Iba a estudiarlo con más detenimiento cuando una sombra se proyectó desde mi espalda sobre la mesa, hubo saludos, y don Francisco se puso en pie.

– No sé si se conocen vuestras mercedes: Diego Alatriste y Tenorio, Pedro Calderón de la Barca…

Nos levantamos el capitán y yo para cumplimentar al recién llegado, a quien yo había visto de paso en el corral de la Cruz. Ahora, de cerca, lo reconocí en el acto: el bigote juvenil en el rostro delgado, la expresión agradable. No estaba sucio de sudor y humo ni vestía coleto de cuero: usaba ropas de ciudad, muy galán, capa fina y sombrero con toquilla bordada, y la espada que llevaba al cinto ya no era propia de un soldado. Pero conservaba la misma sonrisa que cuando el saco de Oudkerk.

– El mozo -añadió Quevedo- se llama Iñigo Balboa.

Pedro Calderón me observó largamente, haciendo memoria.

– Camarada de Flandes -recordó al fin-. ¿No es cierto? Acentuaba la sonrisa, y puso una mano amistosa en mi hombro. Me sentí el mozo más bizarro del mundo disfrutando de la sorpresa de Quevedo y de mi amo, asombrados de que el joven escritor de comedias que algunos decían heredero de Tirso y Lope, y cuya estrella empezaba a brillar en los corrales y en palacio -El astrólogo fingido se había representado con gran éxito el año anterior, y estaba corrigiendo El sitio de Breda-, recordara al humilde mochilero que, dos años atrás, lo ayudó a poner a salvo la biblioteca del incendiado ayuntamiento flamenco. Sentóse con nosotros Calderón, que en esa época ya era muy estimado por don Francisco, y durante un rato hubo grata parla y más Valdeiglesias que acompañó el recién llegado con una esportilla de aceitunas, pues no estaba, dijo, con apetito. Al cabo nos levantamos todos y dimos un bureo por el mentidero. Un conocido, que había estado leyendo en voz alta entre un grupo de regocijados ociosos, se acercó con algunos de ellos a la zaga. Llevaba un papel manuscrito en la mano.

– Dicen que es de vuestra péñola, señor de Quevedo.

Echó don Francisco un vistazo displicente al papel, gozando de la expectación, y al cabo se retorció el mostacho mientras leía en voz alta:

Este, que en negra tumba rodeado

de luces, yace muerto y condenado,

vendió el alma y el cuerpo por dinero,

y aun muerto es garitero…

– No tal -dijo, grave en apariencia pero con mucha guasa-. Ese que en negra tumba podría mejorarse, si fuera mío. Pero, díganme vuestras mercedes… ¿Tan quebrantado anda Góngora, que ya le hacen epitafios?

Estallaron las risas aduladoras, que lo mismo habrían reído si fuera un venablo de los que el enemigo de Quevedo lanzaba contra éste. Lo cierto es que, aunque don Francisco se guardaba de reconocerlo en público, aquello era, en efecto, tan suyo como otros muchos versos anónimos que oíamos correr cual lebreles por el mentidero; aunque a veces se le atribuyeran también los ajenos, a poco ingenio que éstos mostraran. En cuanto a Góngora, a tales alturas lo del epitafio no era en vano. Comprada por Quevedo su casa de la calle del Niño, arruinado por el vicio del juego y el ansia de figurar, tan ayuno de dineros que apenas podía pagarse un coche miserable y unas criadas, el jefe de las filas culteranas había renunciado al fin, retirándose a su Córdoba natal en donde iba a morir, enfermo y amargado, al año siguiente, cuando la dolencia que sufría -apoplejía, dijeron- se le atrevió a la cabeza. Arrogante y de talante aristocrático por la certeza de su genio, el racionero cordobés nunca tuvo buen ojo ni para el naipe ni para elegir amigos ni enemigos: enfrentado a Lope de Vega y a Quevedo, erró en la apuesta de sus afectos tanto como en los garitos, vinculándose al caído duque de Lerma, al ejecutado don Rodrigo Calderón y al asesinado conde de Villamediana, hasta que sus esperanzas por lograr mercedes de la Corte y favor del conde-duque, a quien solicitó en diversas ocasiones dignidades para sus sobrinos y familia, murieron con aquella famosa frase de Olivares: «El diablo harte de hábitos a éstos de Córdoba». Ni siquiera tuvo suerte con sus obras impresas. Siempre se negó a publicar, por orgullo, contentándose con darlas a leer y pregonar a sus amigos; pero cuando la necesidad lo empujó a ello, murió antes de verlas salir de la prensa, e incluso entonces la Inquisición mandó recogerlas por sospechosas e inmorales. Y sin embargo, aunque nunca me fue simpático ni gusté de sus jerigongóricos triclinios y espeluncas, reconozco ante vuestras mercedes que don Luis de Góngora fue un extraordinario poeta que, paradójicamente junto a su mortal enemigo Quevedo, enriqueció nuestra hermosa parla. Entre ambos, cultos, briosos, cada uno en diferentes registros pero con inmenso talento, renovaron el castellano dotándolo de riqueza culterana y gallardía conceptista; de manera que puede afirmarse que tras aquella batalla fértil y despiadada entre dos gigantes, la lengua española fue, para siempre, otra.


Dejamos a don Pedro Calderón con unos parientes y amigos suyos y seguimos calle Francos abajo hasta la casa de Lope -todos en España lo llamaban así, a secas, sin necesidad del glorioso apellido-, a quien don Francisco de Quevedo debía transmitir ciertos encargos que le habían hecho en palacio. Volvíme a mirar atrás en un par de ocasiones, comprobando que el hombre moreno sin capa y vestido a lo bravo venía en nuestra dirección; hasta que al ojear por tercera vez dejé de verlo. Coincidencia quizás, me dije; aunque mi instinto, hecho a los lances de Madrid, me decía que las coincidencias olían a sangre y acero en una esquina con poca luz. Pero había otras cosas que ocupaban mi atención. Una era que don Francisco, aparte la comedia del conde-duque, tenía el encargo de entregar unas jacarillas suaves, a lo cortesano, que se le antojaban a la reina nuestra señora para un sarao que daba en el salón dorado del alcázar. Quevedo se había comprometido a llevarlas a palacio, la reina en persona iba a hacérselas leer ante ella y sus damas, y el poeta, que ante todo era un buen y leal amigo, habíame invitado a acompañarlo a título de ayudante, o secretario, o paje, o lo que fuera. Cualquier título me cuadraba, con tal de ver allí a Angélica de Alquézar: la menina de la reina de la que, como recordarán vuestras mercedes, yo estaba enamorado hasta los tuétanos.

El otro asunto era la casa de Lope. Llamó don Francisco de Quevedo a la puerta, abrió Lorenza, la criada del poeta, y pasamos del zaguán adentro. Yo conocía ya la vivienda, y con el tiempo llegué a frecuentarla a causa de las amistades que mantenían don Francisco con Lope, y mi amo con algunos amigos del Fénix de los Ingenios, incluidos su íntimo el capitán don Alonso de Contreras y algún otro personaje inesperado que está a punto de salir a escena. El caso es que cruzamos el zaguán y el pasillo, como dije, y dejando atrás la escalera de la planta principal, donde jugaban dos sobrinillas del poeta -años después se confirmarían hijas suyas y de Marta de Nevares-, salimos al jardincito donde Lope estaba sentado en una silla de enea, a la sombra de una parra, junto al brocal del pozo y cerca del famoso naranjo que cuidaba con sus propias manos. Acababa de yantar y había cerca una mesita con restos de comida, algún refresco y vino dulce en jarra de vidrio para atender a las visitas. Tres hombres acompañaban al Fénix: uno era el citado capitán Contreras, con la cruz de Malta en el jubón, habitual de la casa de Lope cuando estaba en Madrid. Mi amo y él se tenían mucho afecto por haber navegado juntos en las galeras de Nápoles, aparte de haberse conocido mozos, casi niños, cuando iban camino de Flandes con las tropas del archiduque Alberto. Tropas de las que, por cierto, Contreras -gran pícaro entonces, pues con sólo doce años había matado a otro pilluelo a cuchilladas- desertó a medio camino. El segundo caballero era un secretario del Consejo de Castilla, por nombre don Luis Alberto de Prado, que era de Cuenca, tenía fama de hacer decentes versos y admiraba sobremanera a Lope. El tercero era un hidalgo joven y bien parecido, bigotillo escaso y poco más de la veintena, que llevaba una venda en torno a la cabeza, y que al vernos aparecer en el patio se levantó con cara de sorpresa; la misma que pude advertir en el capitán Alatriste, quien se detuvo junto al brocal del pozo mientras apoyaba, con gesto mecánico, la palma en el pomo de su toledana.

– A fe -dijo el joven- que Madrid es un pañuelo.

Lo era. El capitán Alatriste y él se habían batido, sin conocerse los nombres, la mañana anterior en las vistillas del Manzanares. Pero lo singular, averiguado ahora con gran admiración de todos, era que el joven reñidor se llamaba Lopito Félix de Vega Carpio, era hijo del poeta y estaba recién llegado a Madrid desde Sicilia, donde servía en las galeras del marqués de Santa Cruz, en las que habíase alistado a los quince años. El mozo -fruto ilegítimo, aunque reconocido, de los amores de Lope con la comedianta Micaela Luján- había peleado contra los corsarios berberiscos, contra los franceses las Hieres y participado en la liberación de Génova, y ahora hallaba en la Corte esperando que se resolviera el papeleo su confirmación en el grado de alférez, y también, al parecer rondando la reja de una dama. La situación era incómoda mientras Lopito contaba lo ocurrido sin omitir detalle, padre, desconcertado, en su silla y con el regazo de la sotana eclesiástica lleno de miguitas de pan, miraba a unos y otros indeciso entre la sorpresa y el enojo. Pese a que el capitán Contreras y don Francisco de Quevedo, tras la inicial sorpresa, terciaron con muy buenas razones y mucha política, culpóse mi amo contrariado y dispuesto a retirarse, seguro que su presencia no podía ser grata en aquella casa.

– Y sin embargo -decía Quevedo- el mozo puede felicitarse… Cruzar su espada con el mejor acero de Madrid y sacar sólo un rasguño, es cosa de buena mano o de buena suerte.

Confirmaba aquello Alonso de Contreras con muchas razones; que él había conocido a Diego Alatriste en los tiempos de Italia, apuntó, y daba fe de que no mataba sólo cuando no quería matar. Ése y otros discursos se sucedieron e un momento; pero mi amo, pese a todo, seguía atento. Inclinó cortés la cabeza ante el viejo Lope, empeñó su palabra afirmando que nunca habría sacado la espada de saber de quién era hijo su oponente, y dio media vuelta para ir antes de que el poeta abriese la boca. A punto estaba de sal cuando intervino Lopito de Vega. Permitid, padre, que se quede este caballero, dijo. Que no le guardaba rencor alguno porque riñó muy hidalgo y de bueno a bueno.

Y aunque la cuchillada no fue elegante, que pocas lo son, no me dejó tirado como un perro… Vendó mi herida, y tuvo la cortesía de buscar quien me acompañara a un barbero.

Sosegóse todo con aquellas dignas palabras, el padre del herido desarrugó el ceño, congratuláronse Quevedo, Contreras y Prado de la discreción del joven alférez, que decía mucho de él mismo y de su limpia sangre, volvió a contar Lopito el lance, esta vez con más detalles y en tono festivo, y la conversación se hizo grata, disipándose los nubarrones que a punto habían estado de aguarle la sobremesa al Fénix y hacer incurrir en su desagrado a mi amo; cosa que Diego Alatriste habría lamentado en lo más vivo, pues era gran admirador de Lope y lo respetaba como a pocos hombres en el mundo. Al fin el capitán aceptó un vaso de dulcísimo Málaga, hízose por todos la razón, y Lopito y él quedaron amigos. Aún habían de serlo durante ocho años, hasta que el alférez Lope Félix de Vega Carpio encaró su desdichado destino, muriendo al naufragar su nave en la expedición de la isla Margarita. De cualquier modo, sobre él tendré ocasión de hablar más adelante; y quizá también en un futuro episodio, si alguna vez cuento el papel que Lopito, el capitán Alatriste y yo mismo, junto a otros camaradas conocidos o por conocer, tuvimos en el golpe de mano con que los españoles intentamos, por segunda vez en el siglo, tomar la ciudad de Venecia y acuchillar al Dux y a sus figurones, que tanto nos fastidiaban en el Adriático y en Italia dándose el pico con el papa y con Richelieu. Pero cada cosa a su tiempo. Que lo de Venecia requiere, pardiez, un libro aparte.


El caso es que hubo grata charla hasta mediada la tarde, en el jardincillo. Yo aprovechaba la ocasión para observar de cerca a Lope de Vega, que una vez me había puesto la mano en la cabeza, a modo de confirmación, hallándome mozalbete y recién llegado a Madrid, en las gradas de San Felipe. Imagino que ahora resulta difícil hacerse una idea de lo que el gran Lope significaba en ese tiempo. Debía de andar por los sesenta y cuatro años, y conservaba el aire galán, acentuado por los elegantes cabellos grises, el bigote recortado y la perilla que seguía luciendo pese a su hábito eclesiástico. Era discreto: hablaba poco, sonreía mucho, y procuraba agradar a todos, intentando disimular la vanidad de su envidiable posición con una extrema cortesía. Nadie como él -y luego Calderón- conoció de tal modo la fama en vida, forjando un teatro original de una hermosura, variedad y riqueza que no se dio tal, nunca, en Europa. Había sido soldado en su mocedad, en las Terceras, en los sucesos de Aragón y en la empresa de Inglaterra, y por el tiempo que narro tenía escritas ya buena parte de las más de mil quinientas comedias y cuatrocientos autos sacramentales que salieron de su pluma. El estado sacerdotal no lo apartó de una larga y escandalosa vida de desórdenes amorosos, amantes e hijos ilegítimos; todo lo cual influía, y no poco, en que pese a su inmensa gloria literaria nunca fuese visto como hombre virtuoso, y se le mantuviera apartado de beneficios cortesanos a los que aspiraba; como el cargo de cronista real, que quiso ser y nunca fue. Por lo demás gozó de laurel y de fortuna. Y a diferencia del buen don Miguel de Cervantes, que murió, como dije, pobre, solo y olvidado, el entierro de Lope, nueve años después de las fechas que nos ocupan, fue acontecimiento y homenaje de multitudes como nunca habíase visto en España. En cuanto a las razones de su fama, mucho se ha escrito sobre ello, y a esas obras remito al lector. Por mi parte, con el tiempo viajé a Inglaterra y llegué a conocer la parla inglesa, leí, e incluso vi representado el teatro de Guillermo Shakespeare. Tengo opinión propia, y puedo decir que aunque el inglés profundiza mucho en el corazón del hombre, y el desarrollo de sus personajes es a menudo superior al que busca Lope, la carpintería teatral del español, su inventiva y su capacidad para mantener al público en suspenso, la intriga, la amenidad de recursos y el arrebatador planteamiento de cada comedia, resultan siempre insuperables. Y hasta en lo que se refiere a los personajes, tampoco estoy seguro de que el inglés fuera siempre capaz de pintar las dudas y desazones de los enamorados o las aspiraciones pícaras de los criados con tan ingeniosos trazos como lo hizo el Fénix en sus obras. Consideren vuestras mercedes, si no, su poco nombrada El duque de Viseo y díganme si esa comedia trágica desmerece de las tragedias del inglés. Además, si resulta cierto que el teatro de Shakespeare fue de algún modo universal y cualquier ser humano puede reconocerse en él -sólo el Quijote es tan español como Lope y tan universal como Shakespeare-, no es menos verdad que el Fénix creó con su arte nuevo de hacer comedias un espejo fidelísimo de la España de nuestro siglo, y un teatro cuyas estructuras fueron imitadas en todas partes, merced a que entonces la lengua española, como correspondía al cetro de dos mundos, era admirada, leída y hablada por todos, entre otras cosas porque era la de nuestros temibles tercios y la de nuestros arrogantes y enlutados embajadores. Y a diferencia de tantas naciones -en eso incluyo la de Shakespeare sin el menor complejo-, ninguna puede llegar a conocerse tan a fondo en sus costumbres, valores y parla como la española, merced precisamente al teatro que Lope, Calderón, Tirso, Rojas, Alarcón y otros como ellos hicieron imperar durante tanto tiempo en los tablados del mundo: cuando en Italia, Flandes, las Indias y los mares lejanos de Filipinas se hablaba español, el francés Corneille imitaba las comedias de Guillén de Castro para triunfar en su tierra, y la patria de Shakespeare no era todavía más que una isla de piratas hipócritas en busca de pretextos para medrar, como tantos otros, royendo los zancajos al viejo y cansado león hispano, que todavía era, en versos del mismo Lope, lo que otros no fueron nunca:

Ea, sangre de los godos,

ea, españoles del mar,

henchid las manos de oro,

de cautivos, de tesoros,

pues lo supisteis ganar.

Al fin, en la tertulia del jardincillo hablóse un poco de todo. Refirió el capitán Contreras noticias de los escenarios bélicos, y Lopito puso al corriente a Diego Alatriste de cómo andaban las cosas por el Mediterráneo que mi amo había navegado y reñido en otro tiempo. Pasaron luego a las bellas letras, cosa inevitable: leyó unas décimas don Luis Alberto de Prado, las alabó Quevedo para gran placer del conquense, y salió a relucir Góngora.

– Muriéndose está el cordobés, según dicen -confirmó Contreras.

– No importa -opuso Quevedo-, que relevos tendrá. Pues cada día, de la codicia de la fama, nacen en España tantos poetas cagaversos y pericultos como hongos de la humedad del invierno.

Sonreía Lope desde sus alturas olímpicas, divertido y tolerante. Tampoco él tragaba a Góngora, a quien siempre había pretendido atraerse porque, en el fondo, lo admiraba y temía. Hasta el punto de que llegó a escribir de él cosas como:

Claro cisne del Betis, que sonoro

y grave ennobleciste el instrumento.

Pero el cisne racionero era de aquellos a los que se echa de comer aparte: nunca se dejó camelar. Al principio había soñado con arrebatar el cetro poético a Lope, escribiendo incluso comedias; pero fracasó en esto, como en tantas otras cosas. Por eso profesaba al Fénix constante y manifiesta inquina, burlándose de su relativa cultura clásica -a diferencia de Góngora y de Quevedo, Lope desconocía el griego y apenas se manejaba con el latín-, de sus comedias y de su éxito entre el pueblo adocenado:

Patos del aguachirle castellana,

que de su rudo origen fácil riega,

y tal vez dulce inunda nuestra vega

con razón Vega, por lo siempre llana.

Sin embargo, Lope no descendía a la arena. Procuraba estar a buenas con todo el mundo, y a tales alturas de su vida y de su gloria no era cosa de enredarse en trifulcas. De manera que se contentaba con suaves ataques velados dejando el trabajo sucio a sus amigos, Quevedo entre ellos, que no se andaban con remilgos a la hora de lacerar la desmesura culterana del cordobés, y sobre todo de sus secuaces. Y con el temible Quevedo, que zurraba de lo lindo, Góngora ya no podía.

– Por cierto, leí el Quijote en Sicilia -comentó el capitán Contreras, cambiando de tercio-. Y a fe que no me pareció tan malo.

– Ni a mí -apuntó Quevedo-. Ya es novela famosa, y sobrevivirá a muchas otras.

Enarcó Lope una ceja desdeñosa, hizo servir más vino y cambió de conversación. Ésa era otra prueba de que, como cuento, la pluma hacía correr más sangre que la espada en aquella eterna España de envidias y zancadillas, donde el Parnaso resultaba tan codiciado como el oro del Inca; que enemigos del propio oficio son los peores que tiene el hombre. El rencor entre Lope y Cervantes, que a esas alturas, como dije, estaba en el cielo de los hombres justos, sentado a la derecha de Dios, era viejo y coleaba aun después de muerto el infeliz don Miguel. La amistad inicial entre los dos gigantes de nuestras letras se había trocado en odio después de que el ilustre manco, quien también fracasó con sus comedias -«no hallé autor que me las pidiese»-, fuese el primero en disparar, incluyendo en la primera parte de su novela un ataque mordaz contra las obras de Lope, en especial la famosa parodia de los rebaños de carneros. Respondió éste con su cruda sentencia: «De poetas no digo; buen siglo es éste. Pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote». En aquellos años, la novela se consideraba arte menor y de poco ingenio, propio sólo para entretener a doncellas; el dinero lo daba el teatro; el lustre y la gloria, la poesía. Por eso Lope respetaba a Quevedo, temía a Góngora y despreciaba a Cervantes:

¡Honra a Lope, potrilla, o guay de ti!

que es sol, y, si se enoja, lloverá;

y ése tu Don Quijote baladí

de culo en culo por el mundo va

vendiendo especias y azafrán romí,

y al fin en muladares parará.

…Como le escribió en una carta que, para más escarnio, envió a su adversario con un real de portes debidos, para que le costara el dinero -«Lo que me pesó fue pagar el real», escribiría después Cervantes-. De modo que el pobre don Miguel, desterrado de los corrales, consumido en trabajos, miserias, cárceles, vejaciones y antesalas, ignorante de la inmortalidad que ya cabalgaba a lomos de Rocinante, él, que nunca pretendió mercedes adulando con descaro a los poderosos, como sí hicieron Góngora, Quevedo y el propio Lope, terminó asumiendo el espejismo de su propio fracaso al confesar, honrado como siempre:

Yo que siempre me afano y me desvelo

por parecer que tengo de poeta

la gracia que no quiso darme el cielo.

En fin. Así fue aquel mundo irrepetible que narro, cuando al solo nombre de España se estremecía la tierra: peleas de ciegos geniales, arrogancia, inquina, crueldad, miseria. Pero también, del mismo modo que el imperio donde no se ponía el sol fue poco a poco cayéndose a pedazos, borrado de la faz de la tierra por nuestro infortunio y nuestra vileza, entre sus despojos y ruinas quedó la huella poderosa de hombres singulares, talentos nunca antes vistos que explican, cuando no justifican, aquella época de tanta grandeza y tanta gloria. Hijos de su tiempo en lo malo, que fue mucho. Hijos del genio en lo mejor que dieron de sí mismos, que no fue poco. Ninguna nación alumbró nunca tantos a la vez, ni registró tan fielmente, como ellos hicieron, hasta los menudos pormenores de su época. Por fortuna, todos siguen vivos en los plúteos de las bibliotecas, en las páginas de los libros; a mano de quien se aproxime a ellos y escuche, admirado, el rumor heroico y terrible de nuestro siglo y de nuestras vidas. Sólo así es posible comprender lo que fuimos y lo que somos. Y al cabo, que el diablo nos lleve a todos.


Quedó Lope en su casa, despidióse el secretario Prado y nos atardeció a los demás, Lopito incluido, en la taberna de Juan Lepre, esquina a la calle del Lobo con Huertas, estrujando un pellejo de vino de Lucena. Fue animada parla aquella, con el capitán don Alonso de Contreras, que era en extremo simpático, tragafuegos y hablador, contando episodios de su vida militar y la de mi amo, incluido lo de Nápoles en el año quince, cuando, después de que éste despachase a un hombre en duelo por causa de una mujer, fue el mismo Contreras quien lo ayudó a precaverse de la justicia y regresar a España.

– Tampoco la dama salió bien parada del lance -añadió, riendo-. Diego le dejó una linda marca en la cara como recuerdo… Y por vida del rey, que la daifa merecía eso y más.

– Conozco a muchas -remachó Quevedo, misógino como siempre- que lo merecen.

Y nos regaló, al filo del concepto, unos versos repentizados allí mismo:

Vuela, pensamiento, y dile

a los ojos que más quiero

que hay dinero.

Yo observaba a mi amo, incapaz de imaginarlo acuchillando el rostro de una mujer. Pero éste permanecía inexpresivo, inclinado sobre la mesa, los ojos fijos en el vino de su jarra. Don Francisco sorprendió mi mirada, echó un vistazo de soslayo a Alatriste y no dijo más. Cuántas cosas que ignoro, me interrogué de pronto, habrá tras esos silencios. Y como cada vez que vislumbraba la condición oscura del capitán, me estremecí en los adentros. Nunca es grato ganar en años y lucidez, y penetrar así en los rincones ocultos de tus héroes. En lo que se refiere a Diego Alatriste, a medida que pasaba el tiempo y mis ojos se hacían más despiertos, yo veía cosas que habría preferido no ver.

– Por supuesto -puntualizó Contreras, mirándome también como si temiera haber ido demasiado lejos- éramos briosos y mozos. Recuerdo cierta ocasión, en Corfú…

Y se puso a contar. Al hilo salieron a relucir nombres de amigos comunes, como Diego Duque de Estrada, con el que mi amo había estado de camarada cuando la desastrosa jornada de las Querquenes, donde ambos se vieron a pique de dejar la piel salvando la de Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Quien, por cierto, había trocado los arreos de antaño por el puesto de confidente del cuarto Felipe, a quien acompañaba cada noche, informó Quevedo, en sus correrías galantes. Yo los oía hablar, borradas ya mis últimas reflexiones, fascinado por aquellos relatos de galeras, abordajes, esclavos y botines, que en boca del capitán Contreras adquirían rasgos fabulosos, como el famoso incendio de la escuadra berberisca frente a La Goleta con el marqués de Santa Cruz y la descripción de gratos lugares en la falda del Vesubio, orgías y bernardinas de juventud, cuando Contreras y mi amo se gastaban en pocos días el dinero obtenido corseando por las islas griegas y la costa turca. Todo eso hizo que, al cabo, entre dos tientos al vino que derramábamos con mano torpe sobre la mesa, el capitán Contreras recitara unos versos que Lope de Vega había escrito en su alabanza, donde ahora él intercalaba otros propios en regalo de mi amo:

Probó el natural valor

la fama, laurel y honor

de Contreras para España;

con Alatriste en campaña

del turco fueron pavor.

Y por la menor hazaña

(que el acero nunca engaña)

hubo sentencia en favor.

El capitán Alatriste seguía callado, la toledana en el respaldo de la silla y el sombrero en el suelo, sobre la capa doblada, limitándose a asentir de vez en cuando, a intercalar monosílabos y a esbozar una sonrisa cortés bajo el mostacho cuando Contreras, Quevedo o Lopito de Vega se referían a él. Yo asistía a todo bebiendo las palabras, atento cada anécdota y cada recuerdo, sintiéndome uno de ello con pleno derecho; a fin de cuentas, a los dieciséis años era ya veterano de Flandes y de otras campañas más turbias tenía cicatrices propias y manejaba la espada con razonable soltura. Eso me afianzaba en la intención de abrazar la milicia en cuanto fuera posible, y ganar laureles a fin de que un día, narrando mis hazañas en torno a la mesa de una taberna, alguien recitara también, en mi honor, unos versos como aquéllos. Ignoraba entonces que mis deseos serían colmados con creces, y que el camino que me disponía a emprender me llevaría también al otro lado de la gloria y de la fama: al donde el verdadero rostro de la guerra -que había conocido en Flandes con la inconsciencia del boquirrubio para quien la milicia supone un magnífico espectáculo- llega a ensombrecer e1 corazón y la memoria. Hoy, desde esta vejez interminable en la que parezco suspendido mientras escribo mis recuerdos, miro atrás; y bajo el rumor de las banderas que ondean al viento, entre el redoble del tambor que marca el paso tranquilo de la vieja infantería que vi morir en Breda, Nordlingen, Fuenterrabía, Cataluña o Rocroi, sólo encuentro rostros de fantasmas y la soledad lúcida, infinita, de quien conoce lo mejor y lo peor que alberga el nombre de España. Y ahora sé, tras pagar el precio que la vida exige, lo que encerraban los silencios y la mirada ausente del capitán Alatriste.


Se despidió de todos, anduvo solo calle del Lobo arriba y cruzó la carrera de San Jerónimo, arriscado el sombrero y embozado en la capa. Había anochecido, hacía frío y la calle baja de los Peligros estaba desierta, sin otra luz que la vela que ardía en una hornacina de la pared con la imagen de un santo. A medio camino sintió deseos de parar un momento a una necesidad. Demasiado vino, se dijo. Así que fue al más oscuro de los rincones, echó atrás la capa y desabotonó la portañuela de los gregüescos. Así estaba, abiertas las piernas en el rincón, aliviándose, cuando sonó una campanada en el cercano convento de las bernardas de Vallecas. Tenía tiempo de sobra, pensó. Media hora para la cita en una casa del lado alto de la calle, pasada la de Alcalá, donde una vieja dueña zurcidora de honras y tercera contumaz, plática en el oficio, lo tenía todo dispuesto -cama, cena, jofaina y toallas- para su encuentro con María de Castro.

Se abotonaba los calzones cuando oyó el ruido a su espalda. Calle de los Peligros, pensó de pronto. A oscuras y desabrochado. Tendría maldita la gracia terminar de esa manera. Se acomodó la ropa con urgencia, mirando sobre el hombro, y desembarazó el lado izquierdo de la capa, donde pendía la toledana. Por la sangre de Dios. Moverse de noche por Madrid era vivir con el sobresalto en la boca, y quien podía alquilaba escolta con armas y luz para ir de un lado a otro. El consuelo era que, en casos como el de Diego Alatriste, uno mismo podía ser tan peligroso, o más, que cualquiera con quien topase. Todo era cuestión de intenciones. Y las suyas nunca habían sido las de un franciscano.

De momento no vio nada. La noche era negra a boca de sorna, y los aleros de las casas dejaban las fachadas y los portales en sombra cerrada. Sólo a trechos una vela doméstica recortaba una celosía o un postigo entreabierto. Estuvo un rato inmóvil, observando el cruce con la calle de Alcalá como quien estudia un glacis batido por la arcabucería enemiga, y luego caminó con precaución, atento a no pisar cagajones de caballerías ni otras inmundicias de las que apestaban en el albañal. Sólo oía sus pasos. De pronto, ya en el tramo angosto de la calle de los Peligros y al dejar atrás la tapia del huerto de las Vallecas, el eco pareció doblarse. Miró a diestra y siniestra sin detenerse, y al fin advirtió un bulto moviéndose a su derecha, pegado a la fachada de unas casas altas. Podía ser un transeúnte manso como un cordero, o alguien que rondara con mala fe; de modo que siguió camino sin perderlo de vista. Anduvo así veinte o treinta pasos, manteniéndose en el centro de la calle, y al pasar el bulto ante una ventana iluminada vio a un hombre arrebozado, con sombrero de faldas. Siguió camino, ya muy alerta, y a poco distinguió un segundo bulto al otro lado. Demasiados bultos en tan poca luz, se dijo. Sicarios o salteadores. Entonces soltó el fiador de la capa y sacó la centella.

Divide y vencerás, pensaba. Si hay suerte. Y además, al que madruga Dios lo ayuda. De modo que se fue recto al de la derecha, sin más, arrodelándose la capa en el brazo libre, y le dio una cuchillada antes de que el adversario pudiera desembarazarse del paño. Se echó a un lado el otro con un gruñido, traspasada la capa y lo que hubiera detrás; y envuelto aún en ella, la espada virgen en su vaina, reculó por las sombras hasta un portal, doliéndose con muchos resoplidos. Confiando en que el segundo no llevara pistola, Alatriste giró para encararlo, pues lo sentía venir corriendo por la calle. Cerraba a cuerpo, silueta negra con sombrero también a lo valentón, el acero desnudo por delante; así que Alatriste arremolinó la capa, arrojándosela para trabar su espada. Y cuando el otro, con una blasfemia, intentaba liberar la temeraria, el capitán le tiró media docena de hurgonadas en corto y a bulto, casi a ciegas. La última pasó adelante, dando con el jaque en tierra. Miró atrás el capitán, por si peligraba su espalda, mas el de la capa tenía suficiente; alcanzó a distinguirlo calle abajo, perdiéndose de vista. Recogió entonces la suya, que apestaba tras ser pisoteada en el suelo, envainó la blanca, extrajo la daga vizcaína con la urda, y yéndose sobre el caído le puso la punta en la gola.

– Cuéntamelo -dijo- o por Cristo que te mato.

Respiraba entrecortado el otro, maltrecho pero todavía en estado de apreciar las circunstancias. Olía a vino reciente. También a sangre.

– Idos… al diablo -murmuró, débil.

Alatriste lo espulgó de cerca lo mejor que pudo. Barba cerrada. Un aro en la oreja, reluciente en la oscuridad. El hablar era de bravo. Matachín profesional, sin duda. Y por las palabras, crudo.

– El nombre de quien paga -insistió, apretando más la daga.

– Iglesia me llamo -repuso el otro.

– Así me desjarrete el tragar pienso hacerlo.

– Es tal día hará un año.

Rió Alatriste bajo el mostacho, consciente de que el no podía ver su gesto. Tenía hígados el caimán, y allí no iba a sacar nada en limpio. Lo registró -rápido sin encontrar salvo una bolsa, que se guardó, y un cuchillo de buen acero que arrojó lejos.

– Así que no hay bramo? -concluyó.

– No… nes.

El capitán asintió, comprensivo, y se puso en pie. Entre liados del oficio, que tal resultaba el caso, las reglas de anda eran las reglas de la jacaranda. El resto iba a ser pérdida de tiempo, y si asomaba gurullada de corchetes se iba a ver en apuros para dar explicaciones, a esas horas y con un fiambre a los pies. Así que peñas y buen tiempo. Se disponía a envainar la daga y marcharse, cuando lo pensó mejor; y antes, inclinándose de nuevo, le dio al otro un tajo cruzado en la boca. Sonó como en la tabla de un carnicero, y el herido se quedó mudo de veras, por perder el sentido o porque el chirlo le había rebanado la lengua. A saber. Pero poco, pensó Alatriste alejándose, era que la utilizase mucho. Y de cualquier modo, si alguien le remendaba los descosidos y salía de aquélla, eso ayudaría a significarlo otro día, con luz, si se topaban. Y si no, para que el fulano -o lo que quedaba de él después de la mojada y el signum crucis- se acordase toda su vida de la calle de los Peligros.


La luna salió tarde, haciendo halos en los vidrios de la ventana. Diego Alatriste estaba de espaldas a su luz, enmarcado en el rectángulo de claridad plateada que se prolongaba hasta el lecho donde dormía María de Castro. El capitán miraba el contorno de la mujer, escuchando su respiración tranquila, los suaves gemidos que exhalaba al agitarse un poco entre las sábanas que apenas la cubrían, para acomodar mejor el sueño. Olió sus propias manos y la piel de los antebrazos: tenía allí el olor de ella, el aroma de aquel cuerpo que descansaba exhausto tras el largo intercambio de besos y caricias. Se movió, y su sombra pareció deslizarse como la de un espectro sobre la pálida desnudez de ella. Por Cristo que era hermosa.

Fue hasta la mesa y se sirvió un poco de vino. Al hacerlo pasó de la estera a las losas del suelo, y el frío le erizó la piel curtida, de soldado viejo. Bebió sin dejar de mirar a la mujer. Cientos de hombres de toda condición, de calidad y con la bolsa bien repleta, habrían dado cualquier cosa por gozarla unos minutos; y era él quien estaba allí, ahíto de su carne y de su boca. Sin otra fortuna que su espada y sin más futuro que el olvido. Eran extraños, pensó una vez más, los mecanismos que movían el pensamiento de las mujeres. O al menos de las mujeres como aquélla. La bolsa del sicario que él había puesto sin palabras sobre la mesa -sin duda el precio de su propia vida- contenía apenas lo necesario para que se adornara con unos chapines, un abanico y unas cintas. Y sin embargo, allí estaba él. Y allí estaba ella.

– Diego.

Sonó en un susurro adormilado. La mujer se había vuelto en la cama y lo miraba.

– Ven, mi vida.

Dejó el vaso de vino y se acercó, sentándose en el borde del lecho, para posar una mano sobre la carne tibia. Mi vida, había dicho ella. No tenía donde caerse muerto -incluso eso lo establecía a diario con la espada- y tampoco era un lindo elegante, ni un hombre gallardo y cultivado de los que admiraban las mujeres en las rúas y los saraos. Mi vida. De pronto se encontró recordando el final de un soneto de Lope que había oído aquella tarde en casa del poeta, y que concluía:

Quiere, aborrece, trata bien, maltrata,

y es la mujer al fin como sangría,

que a veces da salud, y a veces mata.

La luz de la luna hacía los ojos de María de Castro increíblemente bellos, y acentuaba el abismo de su boca entreabierta. Y qué más da, pensó el capitán. Vida o no vida. Amor mío o de otros. Mi locura o mi cordura. Mi, tu, su corazón. Esa noche estaba vivo, y era lo único que contaba. Tenía ojos para ver, boca para besar. Dientes para morder. Ninguno de los muchos hideputas que cruzaron por su existencia, turcos, herejes, alguaciles, matachines, había logrado robarle ese momento. Seguía respirando pese a que muchos intentaron estorbárselo. Y ahora, para confirmarlo, una mano de ella le acariciaba suave la piel, deteniéndose en cada vieja cicatriz. «Mi vida», repetía. Sin duda don Francisco de Quevedo habría sacado buen partido a todo eso, plasmándolo en catorce perfectos endecasílabos. El capitán Alatriste, sin embargo, se limitó a sonreír en sus adentros. Era bueno estar vivo, al menos un rato más, en un mundo donde nadie regalaba nada; donde todo se pagaba antes, durante o después. Así que algo habré pagado, pensó. Ignoro cuánto y cuándo, pero sin duda lo hice, si ahora la vida me concede este premio. Si merezco, aunque sea por unas pocas noches, que una mujer así me mire como ella me mira.

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