VII. LA POSADA DEL AGUILUCHO

Don Francisco de Quevedo tiró capa y chapeo sobre un taburete, contrariado, y se desabrochó la golilla. Las noticias eran pésimas.

– Nada que hacer -dijo mientras se desceñía la espada-. Guadalmedina no quiere oír hablar del asunto.

Miré por la ventana. Sobre los tejados de la calle del Niño, las nubes grises, amenazadoras, que se agolpaban sobre el cielo de Madrid lo hacían todo más siniestro. Don Francisco había pasado dos horas en el palacio de Guadalmedina, intentando convencer al confidente del rey nuestro señor de la inocencia del capitán Alatriste, sin resultado. Porque aun en caso de que fuese víctima de una conspiración, había dicho Álvaro de la Marca, su fuga de la justicia lo complicaba todo. Además, despachó a dos corchetes y dejó quebrantado a un tercero, sin contar la nariz rota del teniente de alguaciles. Y sus propios golpes.

– Resumiendo -concluyó don Francisco-, jura que ha de verlo ahorcado.

– Eran amigos -protesté.

– A esto no hay amistad que resista. Item más que la historia es peregrina y truculenta.

– Espero que al menos vuestra merced la crea entera.

El poeta se sentó en un sillón de nogal -el que solía ocupar el difunto duque de Osuna cuando frecuentaba su casa- situado junto a la mesa cubierta por papeles, plumas de ave, salvadera y tintero de cobre. Había también una cajita de tabaco molido y varios libros, entre ellos un Séneca y un Plutarco.

– Si yo no creyera al capitán -dijo- no habría ido a ver a Guadalmedina.

Extendió las piernas cruzadas sobre la vieja alfombra de nudo español que cubría el suelo. Miraba distraído un papel a medio escribir con su letra clara y nerviosa. Yo había leído antes en él las cuatro primeras líneas de un soneto:

El que me niega lo que no merezco

me da advertencia, no me quita nada;

que en ambición sin méritos premiada,

más me desborro yo que me enriquezco.

Fui hasta el mueble donde don Francisco guardaba el vino -un aparador con vidrios verdes de posta, bajo una pintura que representaba el incendio de Troya- y serví de una garrafa un vaso bien lleno. El poeta había cogido la cajita de tabaco y pellizcaba un poco, llevándoselo a la nariz. No era gran fumador, pero sí aficionado a aquel polvo de las hojas que venían de las Indias.

– Conozco a tu amo hace tiempo, chico -prosiguió-. Por muy testarudo que sea, y por mucho que le guste llevar las cosas al extremo, sé que nunca levantaría la mano contra su rey.

– El conde también lo conoce -me lamenté, acercándole el vaso.

Asintió, tras estornudar dos veces.

– Cierto. Y apuesto mis espuelas de oro a que sabe de sobra que el capitán no tuvo nada que ver. Pero son demasiadas afrentas para el orgullo de un noble: el descaro de Alatriste, el pinchazo en la calle de los Peligros, la mazagatada de la otra noche… Guadalmedina tiene en su linda cara las señales que le hizo tu amo antes de largarse. Cuando eres grande de España, esas cosas se llevan mal. No pesa tanto el golpe como el no poderlo gritar.

Bebió un poco y se me quedó mirando mientras jugueteaba con la cajita de tabaco.

– Menos mal que el capitán te sacó a tiempo de allí.

Estuvo un rato observándome, pensativo. Al fin dejó la caja y le dio un largo tiento al vino.

– ¿Cómo se te ocurrió irle detrás?

Respondí con evasivas que daban a entender curiosidad de mozo, gusto por la intriga, etcétera. Sabía ya que quien desea justificarse habla más de la cuenta, y que un exceso de argumentos es peor que un prudente silencio. De un lado me avergonzaba reconocer que me había dejado llevar a una trampa por la venenosa mujercita de la que, pese a todo, seguía prendado hasta los tuétanos. De otro, consideraba a Angélica de Alquézar negocio de mi exclusiva competencia. Quería ser yo quien resolviese aquello; pero mientras mi amo siguiera oculto y a salvo -habíamos recibido un discreto mensaje suyo por conducto seguro- las explicaciones podían esperar. Lo que ahora importaba era mantenerlo lejos del verdugo.

– Voy a contarle lo que hay -dije.

Me abotoné el jubón y requerí mi sombrero. Como la lluvia empezaba a salpicar los vidrios de la ventana, me puse también la capa de estameña. Don Francisco se fijó en cómo metía la daga entre la ropa.

– Ten cuidado, no vaya a seguirte alguien.

Cabía dentro de lo posible. Los alguaciles me habían interrogado en la taberna del Turco hasta que los convencí, mintiendo con redomado descaro, de que no sabía nada de lo ocurrido en las Minillas. Tampoco la Lebrijana les fue de utilidad, pese a que la amenazaron y maltrataron bastante, aunque sólo de palabra. Pero nadie -y yo menos que ninguno- llegó a contarle a la tabernera la verdadera causa de que el capitán anduviese huido. Ésta se atribuía a una reyerta con muertes, sin más detalles.

– Descuide vuestra merced. La lluvia me ayudará a pasar inadvertido.

En realidad me preocupaba menos la Justicia que quienes habían organizado la conspiración, pues los imaginé al acecho. Iba a despedirme del poeta cuando éste alzó un dedo cual si acabara de caer en algo. Levantándose, fue hasta un escritorillo junto a la ventana y sacó de él un cofrecito forrado de baqueta.

– Dile al capitán que haré lo posible… Lástima que el pobre don Andrés Pacheco acabe de morirse, que Medinaceli ande desterrado y que el almirante de Castilla haya caído en desgracia. Los tres me tenían afición, y nos vendrían de perlas como mediadores.

Me entristeció oír aquello. Su ilustrísima monseñor Pacheco había sido la máxima autoridad del Santo Oficio en España; incluso por encima del Tribunal de la Inquisición que presidía un viejo enemigo nuestro: el temible dominico fray Emilio Bocanegra. En cuanto a don Antonio de la Cerda, duque de Medinaceli -con el tiempo se convertiría en amigo íntimo del poeta y protector mío-, su sangre moza e impulsiva lo tenía confinado lejos de la Corte, tras haber pretendido sacar de la cárcel, por las bravas, a un criado suyo. Y en lo que se refiere al almirante de Castilla, la caída era del dominio público: su altivez había causado malestar en Cataluña durante la reciente jornada de Aragón, al discutir con el duque de Cardona por un asiento junto al rey cuando éste fue recibido en Barcelona. De donde, por cierto, regresó Su Majestad sin sacar a los catalanes una dobla; pues al pedirles subsidios para Flandes respondieron éstos que al rey la vida y el honor se daban sin rechistar, siempre y cuando no costaran dinero; pero que la hacienda es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios. La desgracia del almirante de Castilla se había visto agravada en el lavatorio público del jueves Santo, cuando Felipe IV pidió toalla para secarse al marqués de Liche en vez de al almirante, que gozaba de ese privilegio. Humillado, el almirante protestó ante el rey, pidiéndole permiso para retirarse. Soy el primer caballero del reino, dijo, olvidando que estaba ante el primer monarca del mundo. Y el rey, enojado, le concedió permiso con creces. Lejos de la Corte, y hasta nueva orden.

– ¿Nos queda alguien?

Don Francisco asumió aquel nos con naturalidad.

– No de la categoría de un inquisidor general, de un grande de España o de un amigo del rey… Pero he pedido audiencia al conde-duque. Al menos ése no se deja llevar por las apariencias. Es listo y pragmático.

Nos miramos sin demasiada esperanza. Después el poeta abrió el cofrecito y extrajo una bolsa. Contó de ella ocho doblones de a cuatro -observé que era más o menos la mitad de lo que había- y me los entregó.

– Puede necesitar -dijo- al poderoso caballero.

Qué afortunado es mi amo, pensé. Cuando un hombre como don Francisco de Quevedo le profesa tamaña lealtad. Que en nuestra ruin España, incluso entre amigos entrañables, siempre fue más corriente aflojar verbos y estocadas que otra cosa. Y aquellos quinientos veintiocho reales venían acuñados en lindo oro rubio: unos con la cruz de la verdadera religión, otros con el perfil de Su Católica Majestad y otros con el de su difunto padre, el tercer Felipe. Adecuadísimos todos -y lo hubieran sido hasta con la media luna del turco- para cegar un poco más a la tuerta justicia y proveer amparos.

– Dile que siento no llegar al doble -añadió el poeta, devolviendo el cofrecito a su sitio-, porque sigo comido de deudas, el censo sobre esta casa, de la que en mala hora eché al puto y reputo cordobés, me chupa cuarenta ducados y la sangre, y hasta el papel donde escribo lo acaban de gravar con nuevos impuestos… En fin. Prevénlo de que esté avizor y no asome a la calle. Madrid se ha vuelto para él una ciudad muy peligrosa… Aunque puede consolarse, si lo prefiere, meditando que se ve en tales fatigas por su gusto:

Por ser de avaro y necio

querer comprar y no pagar el precio.

Aquello me hizo sonreír a medias. Madrid era peligroso para el capitán y para otros, pensé con altivez. Todo era cuestión de quién madrugara al empuñar un acero, y no era lo mismo acosar a una liebre que a un lobo. Al cabo vi que también sonreía don Francisco.

– Aunque el mayor peligro quizá sea el propio Alatriste -ironizó, como si adivinara mi pensamiento-. ¿No te parece?… Guadalmedina y Saldaña apaleados, un par de corchetes muertos, otro a medio camino, y todo eso en menos de un padrenuestro -cogió el vaso de vino y miró hacia la lluvia que caía afuera-. Pardiez, que es matar.

Luego se quedó contemplando el vaso, absorto. Al fin lo alzó hacia la ventana a modo de brindis, haciendo la razón como si el capitán se encontrara allí.

– Más que una espada -concluyó-, lo que tu amo lleva en la mano es una guadaña.


Llovía Dios sobre cada palmo de tierra suyo cuando bajé hasta Lavapiés por la calle de la Compañía, rebozado en la estameña y chorreante el sombrero, buscando amparo de soportales y aleros de las casas para protegerme del agua que caía como si los holandeses hubiesen roto sus diques sobre mi cabeza. Y aunque iba calado y el barro me llegaba a media polaina, anduve sin prisas entre la cortina de lluvia y las salpicaduras que a modo de mosquetería acribillaban los charcos, dando alguna que otra vuelta y revuelta para comprobar que nadie me pisaba la huella. Llegué a la calle de la Comadre saltando por encima de los arroyuelos de agua y fango, y tras un último vistazo prudente entré en la posada, sacudiéndome como un perro mojado.

Alía a vino rancio, aserrín húmedo y a suciedad. El del Aguilucho era uno de los antros más bellacos de Madrid. Su dueño, de quien el sitio tomaba nombre, había sido bregado farabuste y águila de muchas flores -decían que comadreja y picador notorio manejando la ganzúa- hasta que a la vejez, quebrantado por una vida de trabajos, abrió aquella posada convirtiéndola en almoneda de objetos robados. Allí entraba en parte con los ladrones, y de tal le venía el apodo. El sitio era una viejísima corrala, grande, oscura, cercada de ruines casas y con varias puertas, qué tenía una veintena de cuartos sórdidos amén de un comedor tiznado de humo y grasa donde se podía tragar o beber por poco dinero; muy a propósito para esquifada de ladrones y rufianes, que le tenían afición por lo discreto. La carda entraba y salía a todas horas buscándose el ordinario, embozada y sonando a hierro o cargada con fardos sospechosos. Rufos, bailes, cherinoles, ministros del dos de bastos, bachilleras del abrocho y, en fin, toda suerte de balhurria de la que jura no ser honrada en ninguna de las dos Castillas, andaba por allí tan a sus anchas como grajo por trigal o escribano por pleito. Y la justicia se tenía lejos, en parte por no remover problemas y en parte porque el Aguilucho, que era arredomado y entendía su negocio, resultaba liberal alargándose lo oportuno para engrasar palmas de alguaciles y favorecerse del Sepan Cuantos; otrosí que, al tener el dueño un yerno sirviendo en casa del marqués del Carpio, buscar refugio en aquella posada era acogerse a sagrado. En cuanto a los transeúntes, además de crema de la germanía, todos eran mudos, sordos y ciegos. Allí no había nombres ni apellidos; nadie miraba a nadie, y hasta decir buenas tardes podía ser motivo para que te desjarretaran la calle del trago.

Bartolo Cagafuego estaba sentado junto al hogar, de la cocina, donde los carbones que ardían bajo los pucheros ahumaban media estancia. El jaque se echaba abajo las pesadumbres con tientos a un jarro en compañía de un cofrade, charlando a media voz mientras observaba por el rabillo del ojo a su hembra; que en otra mesa, medio manto sobre los hombros, ajustaba servicios con un cliente. Cagafuego no dio muestras de conocerme cuando fui hasta la chimenea, arrimando mis ropas mojadas que se pusieron a humear vapor. Siguió tal cual su conversación, y así alcancé a entender que hablaban de un encuentro reciente con cierto alguacil, resuelto no con sangre ni grilletes, sino con dinero.

– De manera -contaba Cagafuego, con su acento potreño- que me llego al mayoral de los bellerifes, calo la cerra, saco dos granos como dos soles y le digo al grullo, guiñándole un fanal: «Por estos veintidós mandamientos, juro a vuesarced que el que buscan no soy yo».

– ¿Y quién era el corchapín? -quiso saber el otro jaque.

– Berruguete, el tuerto.

– Fino hideputa, a fe mía. Y acomodaticio.

– No hace falta que lo jure uced, señor compadre… Engibó el rescate, y no digo más.

– ¿Y el palomo?

– Se arrancaba el bosque, bufando que era mi marca quien le había murciado la cigarra, y que yo la encubría… Pero ahí Berruguete cumplió como un godo y se hizo sordo. Tal día hará un año.

Siguieron así un rato de amena y poco gongorina parla. Y al trecho, Bartolo Cagafuego me miró a medio mogate, dejó el jarro, se puso en pie como quien no quiere la cosa, desperezó el navío con desmesurado braceo y abriendo mucho la boca -diezmada de media docena de dientes-, y anduvo columpiándose hasta la puerta, el aire terrible de costumbre, tintineándole el hierro, baldeo en gavia, coleto de ante y calzón con las boquillas sin abrochar, tan amontonado de valentía que no había más que pedir. Fui a reunirme con él la galería de la corrala, donde nuestras voces quedaban veladas por el estrépito de la lluvia.

– ¿Nadie a las calcas? -preguntó el bravote -Nadie.

– ¿Certus?

– Como que hay Dios.

Asintió aprobador, rascándose las espesas cejas que se le juntaban en el sobrescrito lleno de marcas y cicatrices. Luego, sin más palabras, echó a andar por la galería, y lo seguí. No nos veíamos desde el episodio del oro de las Indias; cuando, tras verse libre de remar en galeras merced al asalto al Niklaasbergen y al indulto conseguido por el capitán Alatriste, Cagafuego se había embolsado una linda suma que le permitió volver a Madrid para seguir desempeñando el oficio de jaque en su variedad de rufo, o rufián, por otro nombre abrigo de putas. Pese a su corpachón y a los aires feroces, y aunque en la barra de Sanlúcar, a decir verdad, se había portado con mucha decencia degollando gente, lo suyo no era jugarse la gorja. Los fieros con que se adornaba eran más de pastel que otra cosa, propios para atemorizar a incautos y vivir de las corsarias, y no para vérselas de verdad con gente de hígados. Aun siendo tan bruto que de las cinco vocales apenas dos o tres habrían llegado a su noticia -o tal vez por eso mismo- ahora tenía una marca al punto en la calle de la Comadre, y andaba asociado con el dueño de una manflota donde se encargaba de mantener el orden con mucho pesiatal, a fe mía y yo lo digo. Su negocio, por tanto, iba bien. Con esas patentes en el memorial, contaba más mérito a mis ojos que semejante bravo de contaduría arriesgara el cuello para ayudar al capitán Alatriste; pues nada tenía que ganar y mucho que perder si alguien iba con el bramo a la justicia. Pero desde que se conocieron años atrás en un calabozo de la cárcel de la Villa, Bartolo Cagafuego profesaba al capitán esa lealtad sólida e inexplicable que a menudo observé en quienes trataron a mi amo, lo mismo entre camaradas de milicia que entre gente de calidad y desalmados malhechores, donde incluyo a algunos enemigos. De tiempo en tiempo surgen hombres especiales, diferentes a sus contemporáneos, o tal vez lo que ocurre no es que sean de veras diferentes, sino que en cierto modo resumen, justifican e inmortalizan su época; y algunos de quienes los tratan se dan cuenta de eso, o lo intuyen, y los tienen como árbitros de conductas. Quizá Diego Alatriste era uno de tales. En cualquier caso, doy fe de que cuantos se batieron a su lado, compartieron sus silencios o advirtieron aprobación en su mirada glauca, quedaron obligados para siempre por singulares lazas. Se diría que ganar su respeto los hacía respetarse más a sí mismos.


– Nada que hacer -resumí-. Sólo esperar a que escampe. El capitán había escuchado atento, sin abrir la boca. Estábamos sentados junto a una desvencijada mesa manchada de esperma de velas, donde había una escudilla con restos de mondongo cocido, una jarra de vino y un mendrugo de pan.

Bartolo Cagafuego se tenía un poco aparte, en pie, cruzado de brazos. Oíamos caer la lluvia sobre el tejado.

– ¿Cuándo verá Quevedo al conde-duque?

– No se sabe -repuse-. De cualquier manera, La espada y la daga se representa dentro de pocos días en El Escorial. Don Francisco ha prometido llevarme.

El capitán se pasó la mano por la cara, que necesitaba un repaso de navaja de afeitar. Lo vi más flaco y demacrado. Vestía calzón de mala gamuza, recosidas medias de lana, camisa sin cuello bajo el jubón abierto. No era el suyo un buen aspecto; pero sus botas de soldado estaban en un rincón, recién engrasadas, y también el cinto nuevo de espada que había sobre la mesa acababa de ser tratado con sebo de caballo. Cagafuego le había conseguido sombrero y capa en un ropavejero, y también una herrumbrosa daga de ganchos que ahora estaba afilada y reluciente, junto a la almohada de la cama deshecha.

– ¿Te han molestado mucho? -me preguntó el capitán.

– Lo justo -encogí los hombros-. Nadie me relaciona.

– ¿Y a la Lebrijana?

– Lo mismo.

– ¿Cómo está ella?

Miré el agua que encharcaba el suelo, bajo mis borceguíes.

– Ya la conoce vuestra merced: muchas lágrimas y fieros. Jura y perjura que estará en primera fila cuando os ahorquen. Pero se le pasará -sonreí-. En el fondo es más tierna que una melcocha.

Cagafuego movió grave la cabeza, el aire entendido. Se le veía con ganas de opinar sobre los celos y ternezas de las hembras, pero se contuvo. Respetaba demasiado a mi amo como para meterse en la conversación.

– ¿Y qué hay de Malatesta? -preguntó el capitán.

El nombre hizo que me removiera en la silla.

– Ni rastro.

El capitán se acariciaba el mostacho, pensativo. De vez en cuando me miraba con atención, cual si esperase leerme en el rostro informes que no expresaran mis palabras.

– Tal vez yo sepa dónde encontrarlo -dijo.

Aquello se me antojó una locura.

– No debería arriesgarse vuestra merced.

– Veremos.

– Eso dijo un ciego -apunté, descarado.

Volvió a estudiarme como antes, mientras yo lamentaba un poco mi impertinencia. De reojo comprobé que Bartolo Cagafuego me observaba con reprobación. Pero lo cierto era que las cosas no estaban para que el capitán anduviese por las calles a sombra de tejados. Antes de dar algún paso que lo comprometiese más, debía esperar el resultado de las gestiones de don Francisco de Quevedo. Y yo, por mi parte, necesitaba una conversación urgente con cierta joven dama de la reina, a la que llevaba días acechando sin éxito. En cuanto a lo que le ocultaba a mi amo, los remordimientos se templaban al recordar que Angélica de Alquézar me había llevado a una trampa, cierto; pero que esa trampa nunca habría sido posible sin la testaruda, o suicida, colaboración del capitán. Yo tenía juicio para advertir esas cosas; y cuando se está camino de los diecisiete años, ya nadie es del todo un héroe, salvo uno mismo.

– ¿Este sitio es seguro? -le pregunté a Cagafuego para cambiar de conversación.

El rufo abrió su boca agujereada en una sonrisa feroz.

– Rijón. Aquí, la justa no ronda ni harta de alboroque… Y si algún fuelle diese el soplo, las ventanas permiten alongarse luengo a los tejados. El señor capitán no es el único que se llama a altana… Si asoman alfileres, abajo hay camaradas de sobra para dar la voz. Y en tal caso, se baten talones, y al ángel.

Mi amo no había dejado de mirarme en todo el rato.

– Tenemos que hablar -dijo.

Cagafuego se llevó los nudillos de una manaza a las cejas, despidiéndose.

– Pues mientras garlan, y si no manda otra cosa vuacé, señor capitán, este crudo va a darse una vuelta por sus pastos, a ver qué tal le va a mi Maripérez el ajuste que lleva entre manos. Que el ojo del amo engorda a la yegua.

Abrió la puerta, recortado en la claridad gris de la galería; pero aún se detuvo un momento.

– Además -añadió-, y dicho sea sin menoscabo de la honra, en estos tiempos nunca sabe uno cuándo ha de vérselas con la Güerca… Y por muchos argamandijos que se tengan y sufrid que sea uno a la hora de tocar la guitarra, más cómodo es callar lo que no se conoce, que callar lo que se sabe.

– Buena filosofía, Bartolo -sonrió el capitán-. Aristóteles no lo habría expresado mejor.

El rufo se rascó el cogote.

– No se me alcanza qué hígados tenga ese don Aristóteles, ni cómo encajará tres ansias en el potro sin decir otra que nones, como está documentado por escribano que hizo alguna vez este león… Pero vuacé y yo conocemos a bederres capaces de hacerle cantar jácaras a una piedra.

Se fue, cerrando la puerta. Entonces saqué la bolsa que me había entregado don Francisco de Quevedo y la puse sobre la mesa. Con aire ausente, mi amo apiló las piezas de oro -Ahora cuéntamelo -dijo.

– ¿Qué quiere vuestra merced que le cuente?

– Lo que estabas haciendo la otra noche en las Minillas. Tragué saliva. Miré el charco a mis pies. De nuevo sus ojos. Me sentía tan turbado como, en paso de comedia, mujer a la que halla el marido sin luz y con amante.

– Ya lo sabéis, capitán. Seguiros.

– ¿Para qué?

– Estaba inquieto por…

Me callé. La expresión de mi amo se había vuelto tan sombría que los sonidos murieron en mi garganta. Sus pupilas, hasta entonces dilatadas por la poca luz de la ventana, se tornaron tan pequeñas y aceradas que parecían traspasarme como cuchillos. Yo había visto esa mirada otras veces, y a menudo terminaba con un hombre desangrándose en el suelo. Por Dios que tuve miedo.

Entonces suspiré hondo y lo conté todo. De cabo a rabo.


– La amo -concluí.

Lo dije como si eso me justificara. El capitán se había levantado y estaba frente a la ventana, mirando caer la lluvia.

– ¿Mucho? -preguntó, pensativo.

– Tanto que, de poderlo expresar, no fuera nada.

– Su tío es secretario real.

Comprendí el alcance de esas palabras, que encerraban más un aviso que un reproche. Pues aquello situaba el negocio en terreno resbaladizo: aparte de que Luis de Alquézar estuviese o no al corriente -Malatesta había trabajado para él en otro tiempo- la cuestión era si Angélica formaba parte de la conspiración, o si su tío u otros, sin estar directamente implicados, pretendían sacar partido de las circunstancias. Subirse a un carruaje en marcha.

– Y ella, además -añadió el capitán-, es menina de la reina.

Lo que tampoco era detalle menor. De pronto entreví el sentido último de sus palabras y me quedé helado. La idea de que nuestra señora doña Isabel de Borbón tuviese algo que ver con la intriga no era descabellada. Hasta una reina es mujer, me dije. Puede conocer los celos como la más baja fregatriz.

– Sin embargo, ¿por qué mezclarte a ti? -se preguntó el capitán-. Conmigo era suficiente.

Le di unas cuantas vueltas.

– No sé. Otra cabeza para el verdugo… Pero tenéis razón: con la reina implicada, una de sus damas encajaría en el episodio.

– O tal vez alguien busca que encaje.

Lo miré, desconcertado. Había ido hasta la mesa y contemplaba el montoncito de monedas de oro.

– ¿No se te ha ocurrido que alguien puede querer endosarle el lance a la reina?

Me quedé con la boca abierta. Veía las siniestras posibilidades del razonamiento.

– A fin de cuentas -prosiguió el capitán-, aparte de esposa engañada, es francesa… Imagínate la situación: el rey muere, Angélica desaparece, tú eres engrilletado conmigo, y al cabo sueltas en el potro que una menina de la reina te metió en el asunto…

Me llevé la mano al pecho, ofendido.

– Yo nunca delataría a Angélica.

Sonreía a medias, mirándome. Una mueca veterana y cansada.

– Imagina que lo hicieras.

– Imposible. Tampoco vendí a vuestra merced al Santo Oficio.

– Cierto.

Siguió mirándome, aunque ya no dijo más; pero supe lo que pensaba. Los frailes dominicos eran una cosa y la justicia real, otra. Como había dicho antes Cagafuego, había verdugos capaces de soltar la sin hueso al más bravo. Consideré aquella variante de la trama, a la que no faltaba razón. Gracias a los paseos por los mentideros y a las charlas de los amigos del capitán, yo estaba al corriente de las últimas noticias: la pugna entre el ministro de Francia, Richelieu, y nuestro conde-duque de olivares hacía sonar en Europa tambores de próximas guerras. Nadie dudaba que cuando los vecinos gabachos resolvieran el problema de los hugonotes en La Rochela, españoles y franceses íbamos a acuchillarnos de nuevo en los campos de batalla. Falso o cierto, insinuar la mano de la reina resultaba razonable. Y útil, además, para unos cuantos. Había quien detestaba a Isabel de Borbón -Olivares, su esposa y su camarilla, entre ellos- y quien deseaba nuestra guerra con Francia, en España y fuera de ella, incluidos Inglaterra, Venecia, el turco y hasta el mismo papa de Roma. Una intriga antiespañola que implicara a la hermana del rey francés, resultaba creíble. Pero también podía ser una explicación que ocultase otras.

– Creo que es hora -dijo el capitán, mirando su espada de que haga una visita.


Era un tiro a ciegas. Habían pasado casi tres años, pero nada costaba intentarlo. Con la capa empapada y las faldas del sombrero chorreando agua, Diego Alatriste estudió la casa con detalle. Por curioso azar, estaba a sólo dos calles de su refugio. Aunque tal vez no fuese casualidad. Aquel cuartel era el de peor calaña de Madrid, con las más bajas tabernas, bodegones y posadas. Y lo que era bueno para ampararse uno, concluyó, lo era también para otros.

Miró alrededor. La lluvia velaba a su espalda la plaza de Lavapiés, ocultando con su traslúcida cortina gris la fuente de piedra. Calle de la Primavera, se dijo con ironía. Ningún nombre menos adecuado para el lugar y el momento, con el fango de la calle sin empedrar y el agua arrastrando inmundicias. La casa, antigua posada del Lansquenete, estaba enfrente, vertiendo sus tejas gruesos regueros por la fachada, donde ropa blanca y remendada, tendida a secar antes de que llegara la lluvia, colgaba como sudarios de las ventanas.

Llevaba una hora larga vigilando, y al fin se decidió. Cruzó la calle y fue hasta el patio por el arco que olía a estiércol de cabalgaduras. No vio a nadie. Unas gallinas mojadas picoteaban el suelo bajo las galerías, y al subir por la escalera de madera, que crujía bajo sus pasos, un gato gordo que devoraba una rata muerta le dirigió una mirada impasible. El capitán soltó el fiador de la capa: demasiado peso, con tanta agua en el paño. También se quitó el sombrero, cuyas alas húmedas se le vencían sobre la cara. Una treintena de peldaños lo llevaron hasta el último piso, y allí se detuvo e hizo memoria. Si no fallaban sus recuerdos, la puerta era la última a la derecha, en el ángulo del corredor. Fue hasta ella y pegó la oreja. Nada. Sólo el zureo de las palomas refugiadas bajo el techo goteante de la galería. Dejó capa y sombrero en el suelo y sacó del cinto el arma por la que esa misma tarde había pagado diez escudos a Bartolo Cagafuego: una pistola de chispa casi nueva, con dos palmos de cañón y guarnición damasquinada, que lucía en la culata las iniciales de un propietario desconocido. Comprobó que seguía bien cebada pese a la humedad, y echó atrás el perrillo. Clac, hizo. La empuñó firme en la diestra, y con la otra mano abrió la puerta.

Se trataba de la misma mujer, y estaba sentada a la luz de la ventana, repasando con aguja e hilo la ropa de un cesto. Al ver entrar al intruso se puso en pie, tirando por tierra la labor, abierta la boca para gritar; pero no llegó a hacerlo porque una bofetada de Alatriste la echó contra la pared. Mejor un golpe ahora, se dijo el capitán mientras lo daba, que varios más tarde, cuando tenga tiempo de razonar y abroquelarse. No hay como asustar y descomponer desde el principio. De modo que, tras la bofetada, la agarró con violencia por el cuello y, tapándole la boca con la zurda, le puso la pistola en la sien.

– Ni una voz -susurró- o te arranco la cara.

Sentía el húmedo sofoco de la mujer en la palma, su cuerpo estremecido contra el suyo, mientras la aferraba mirando alrededor. La habitación apenas había cambiado: los mismos muebles miserables, la loza desportillada sobre la mesa cubierta con tapete de arpillera. Todo se encontraba en orden, sin embargo. Había una estera de esparto en el suelo y un brasero de cobre. La cama, separada la alcoba por una cortina, estaba bien hecha y limpia, y un puchero hervía bajo la campana de la chimenea.

– ¿Dónde está? -le preguntó a la mujer, apartando un poco los dedos de su boca.

Era otro tiro a la buena de Dios. Tal vez ella nada tenía que ver ya con el hombre al que buscaba; pero era el único rastro. En sus recuerdos, para su instinto de cazador, aquella mujer no era pieza desdeñable. Sólo la había visto mucho tiempo atrás y unos instantes; mas recordaba bien su expresión, su inquietud. Su angustia por el hombre entonces indefenso y amenazado. Porque hasta las serpientes buscan compañía, recordó con una mueca sardónica. Y se aparean.

Ella no dijo nada. Miraba de reojo la pistola, con espanto. Era joven y vulgar, con buenas formas, negra de pelo, cenceña, el cabello recogido en la nuca, del que le pendían, mechones sobre el rostro. Ni linda ni fea. Vestía camisa que le dejaba los brazos desnudos, basquiña de mal paño, y la toquilla de lana se había deslizado al suelo en el forcejeo. Olía un poco a la comida que humeaba en el puchero y otro poco a sudor -Dónde? -insistió el capitán.

– ¿Dónde? -insistió el capitán.

Los ojos asustados se volvieron a él, pero la boca permaneció en silencio, respirando fuerte. Bajo el brazo que la aferraba, Alatriste sentía subir y bajar el pecho agitado. Atisbó alrededor buscando huellas de una presencia masculina: un herreruelo negro colgado en una percha, camisas de hombre en el cesto que había caído al suelo, dos valonas limpias y recién aderezadas. Aunque igual ya no se trata del mismo, se dijo. La vida sigue, las mujeres son mujeres, los hombres van y vienen. Esas cosas pasan.

– ¿Cuándo vuelve? -preguntó.

Seguía muda, mirándolo con ojos llenos de miedo. Pero ahora advirtió en ellos un relámpago de comprensión. Quizá me reconoce, pensó. Al menos se da cuenta de que no busco hacerle daño a ella.

– Voy a soltarte -dijo, metiéndose la pistola en el cinto y sacando la daga-. Pero si gritas o intentas huir, te degüello como a una puerca.

Jugadores, fulleros, mirones en busca de barato y ambiente espeso. A esas horas, el garito de la cava de San Miguel estaba en todo lo suyo. Juan Vicuña, el dueño, vino a mi encuentro apenas pasé la puerta.

– ¿Lo has visto? -me preguntó en voz baja.

– La herida de la pierna se cerró. Está sano y os manda saludos.

El antiguo sargento de caballos, mutilado en las dunas de Nieuport, asintió satisfecho. Su amistad con mi amo era sólida y vieja. Como los otros tertulianos de la taberna del Turco, estaba inquieto por la suerte del capitán Alatriste.

– ¿Y Quevedo?… ¿Se mueve en palacio?

– Hace lo que puede. Pero eso no es mucho.

Suspiró hondo el otro, sin más comentarios. Lo mismo que don Francisco de Quevedo, el dómine Pérez y el licenciado Calzas, Vicuña no creía una palabra de los rumores que corrían sobre el capitán; pero mi amo no deseaba recurrir a ellos por reparo a implicarlos. El de lesa majestad era mucho delito para enredar a los amigos: terminaba en el cadalso.

– Guadalmedina está dentro -confirmó -¿Solo?

– Con el duque de Cea y un gentilhombre portugués a quien no conozco.

Le entregué mi daga como hacían todos, y Vicuña se la dio al vigilante de la puerta. En aquel Madrid de gente soberbia y acero fácil, las premáticas prohibían entrar herrado en garitos y mancebías, por si acaso. Aun con esa precaución, a menudo naipes y dados se manchaban desangre.

– ¿Está de buen o mal talante?

– Lleva ganados cien escudos, así que lo supongo de bueno… Pero más vale que espabiles, porque hablan de mudarse a la manfla de las Soleras, donde tienen aparejada cena y mozas.

Me apretó el hombro con afecto y me dejó solo. Vicuña había cumplido como leal camarada, avisándome de la presencia che Álvaro de la Marca en su casa de conversación. Tras mi entrevista con el capitán Alatriste, yo había pasado mucho rato rumiando un plan que tal vez era desesperado, pero al que no veía otra; después pateé la ciudad bajo la lluvia, visitando a los amigos y tendiendo la red por aquí y por allá. Ahora estaba empapado y exhausto, mas al fin había levantado la caza en lugar propicio, cosa imposible en la residencia de Guadalmedina, o en palacio. Tras darle muchas vueltas y revueltas, estaba decidido a ir hasta el final, aunque eso me costara la libertad o la vida.

Crucé la sala, bajo la luz amarillenta de los grandes velones de sebo colgados en la bóveda. Ya dije que había un ambiente tan cargado como los dados que se usaban en algunas partidas: dineros, descuadernadas y huesos de Juan Tarafe iban y venían sobre la media docena de mesas en torno a las que se agolpaban los jugadores. En ésta se daba armadilla de bueyes, en esa daban brechas, en aquella sonaban reniegos, pesiatales y porvidas; y en todas, fulleros y hormigueros, hábiles en raspar n as o hincar un amolado, intentaban despojar al prójimo, ya por sangría lenta, charnel a charnel, o por juegos de estocada fulminante, de esos que dejaban a un palomo abrasado, alijándole de golpe el galeón:

Malhaya el naipe feo,

desastrado, sotífero,

cruel, descomulgado,

que con rigor tan fiero

con naipes me ha dejado,

y sin dinero.

Álvaro de la Marca era de los que no se dejaban. Tenía buen golpe de vista y mejores manos, y él mismo era doctor en ala de mosca, cortadillo y panderete. Si le venía el antojo, tan tahúr que diera garatusa a quien lo engendró. Estaba de pie ante una mesa, muy animado, y seguía ganando. Vestía galán como de costumbre: jubón pardo bordado de canutillo de plata, gregüescos y botas vueltas, con guantes de ámbar doblados en la pretina. Estaban con él, además del caballero portugués al que se había referido Vicuña -luego supe que era el joven marqués de Pontal-, el duque de Cea, nieto del duque de Lerma y cuñado del almirante de Castilla; un mozo de la mejor sangre, por cierto, que poco más tarde cobraría fama de valentísimo soldado en las guerras de Italia y Flandes antes de morir con mucha dignidad a orillas del Rhin. El caso es que me acerqué entre barateros, tomajones y mirones, muy discreto, hasta que Guadalmedina alzó la vista de la mesa, donde acababa de clavar dos albaneses con seis hormigas dobles. Al verme hizo semblante de sorprendido y molesto. Volvió al juego con el ceño fruncido, mas yo mantuve mi posición, resuelto a no moverme hasta que atendiera. Cuando miró de nuevo hice una seña de inteligencia y me aparté un poco, esperando que, si no tenía la decencia de saludarme, al menos sintiera curiosidad por lo que pudiese contarle. Al cabo cedió, aunque a regañadientes. Vi que recogía su ganancia de la mesa, daba barato a un par de mirones e introducía el resto en la sacocha. Luego vino hacia mí. De camino hizo una seña a un mozo bolichero y éste le trajo con mucha diligencia una jarra de vino. A los ricos nunca faltan cireneos.

– Vaya -dijo con frialdad, dándole sorbos al vino-. Tú por aquí.

Pasamos a un cuartucho que Juan Vicuña nos había dispuesto. Sin ventanas, con sólo una mesa, dos sillas y una palmatoria encendida. Cerré la puerta y apoyé la espalda en ella.

– Abrevia -dijo Guadalmedina.

Me miraba con recelo, y sentí una profunda tristeza ante lo despegado de su actitud y sus palabras. Mucho ha de haberlo ofendido el capitán, pensé, para que así olvide que le debió la vida en las Querquenes, que asaltamos el Niklaasbergen por amistad a él y en servicio del rey, y que cierta noche, en Sevilla, desorejamos juntos a una ronda de corchetes en el compás de la Mancebía. Pero luego observé las marcas violáceas que aún podían advertirse en su cara, la torpeza con que manejaba el brazo herido en la calle de los Peligros, y entendí que cada cual tiene motivos para hacer lo que hace, o lo que no hace. Álvaro de la Marca tenía sobrada razón para guardarle rencor al capitán Alatriste.

– Hay algo que vuecelencia debe saber y no sabe -dije.

– ¿Algo?… Demasiado, querrás decir. Pero al tiempo. Dejó la última palabra flotando en el vino al llevárselo a la boca, como un augurio siniestro, o una amenaza. No se había sentado, cual si tuviera intención de acabar pronto la charla, y mantenía su actitud distanciada, en una mano la jarra y la otra con el puño apoyado displicente en la cadera. Miré su rostro aristocrático, el cabello ondulado, el bigote rizado y la perilla rubia. Sus manos blancas y elegantes, con un anillo que por sí solo valía el rescate de un cautivo de Argel. Era otro mundo, concluí, aquella España: poder y dinero desde la cuna a la tumba. En la posición de Álvaro de la Marca, ciertas cosas no podían verse con ecuanimidad jamás. Pero tenía que intentarlo. Era la última carga de pólvora en mis doce apóstoles.

– Yo estuve allí aquella noche -empecé.

Había anochecido. La lluvia continuaba cayendo afuera. Diego Alatriste seguía inmóvil, sentado junto a la mesa, observando a la mujer que también estaba quieta frente a él, en la otra silla, las manos amarradas a la espalda y un lienzo amordazándola. No estaba satisfecho de sí, pero tenía sus razones. Si el hombre al que esperaba era el mismo que suponía, resultaba demasiado peligroso dejar a la mujer en libertad de moverse o gritar.

– ¿Dónde hay para hacer luz? -preguntó.

Ella no hizo movimiento alguno. Seguía mirándolo, cubierta la boca por la mordaza. Alatriste se levantó y rebuscó en la alacena hasta dar con una candelilla y unas virutas que arrimó a los carbones de la cocina, donde había puesto a secar capa y sombrero. Aprovechó para apartar del fuego el puchero, que había hervido tanto que se hallaba medio consumido. Encendió con la candelilla una vela que estaba sobre la mesa. Luego se echó un poco del puchero en una escudilla; el guiso de carnero y garbanzos estaba fuerte de sabor, demasiado cocido y muy caliente aún, pero lo despachó con pan Y una jarra de agua, rebañando la grasa. Después miró a la mujer. Hacía tres horas que estaba allí, y en todo ese tiempo ella no había hecho intención de pronunciar palabra.

– Puedes estar tranquila -mintió-. Sólo quiero hablar con él.

Alatriste había aprovechado el tiempo intentando confirmar que se hallaba en lo cierto. Además del herreruelo negro, las camisas, las valonas y otra ropa que encontró en la casa, que podían pertenecer a cualquiera, al registrar un arcón dio con un par de buenas pistolas, frasco de pólvora y saquito de balas, un puñal afilado como una navaja de afeitar, una cota de malla de las llamadas once mil, y algunas cartas y documentos con lugares o itinerarios puestos en cifra. También había dos libros que ahora hojeaba curioso a la luz de la vela, después de haber cargado las dos pistolas y metérselas en el cinto, dejando la de Cagafuego sobre la mesa: uno era una sorprendente Historia natural de Plinio en italiano, impresa en Venecia, que por un momento hizo dudar al capitán que el hombre a quien acechaba y el propietario de aquello fuesen la misma persona. El otro libro estaba en español y el título le arrancó una sonrisa: Política de Dios, gobierno de Cristo, de don Francisco de Quevedo y Villegas.

Un ruido afuera. Un relámpago de miedo en los ojos de la mujer. Diego Alatriste cogió la pistola de la mesa, y pro curando no hacer crujir el suelo fue a situarse a un lado de la puerta. Luego todo ocurrió con extraordinaria sencillez: la puerta se abrió y Gualterio Malatesta entró sacudiéndose la capa y el sombrero mojados. Entonces el capitán le apoyó, con mucha suavidad, el cañón de la pistola en la cabeza.

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