1 Unas cuantiosas ganancias

—¿Un dragón te masticó durante un rato y luego te escupió? —preguntó Rig Mer-Krel, apoyado en el quicio de la puerta, contemplando a un paciente envuelto casi por completo en vendas.

El marinero frunció el entrecejo —no por la falta de una respuesta o el aspecto lastimoso del herido, aunque esto último resultaba más que desconcertante— sino por el olor que impregnaba la pequeña habitación y se pegaba a sus fosas nasales. Rig tragó saliva y estuvo a punto de vomitar, cuando un desagradable sabor se instaló en su boca que él atribuyó al peculiar tufo.

El calor empeoraba aún más las cosas, pues a él desde luego lo hacía sentirse fatal, y tenía las ropas empapadas de sudor. Se hallaban en mitad de un verano excepcionalmente caluroso, un mes bautizado con el nombre de Calor Seco por los habitantes de la zona, y la atmósfera en ese lugar resultaba brutalmente cargada y bochornosa. El estrecho resquicio bajo los cerrados postigos permitía sólo la insinuación de una brisa. Rig meditó la posibilidad de abrir los postigos de par en par para que circulara el aire, pero no pensaba quedarse mucho rato, y tampoco deseaba hacer que el paciente se sintiera más cómodo.

—Siendo éste un hospital tan grande, me sorprende que no pudieran encontrarte una cama más grande. O al menos una que no… —Rig olfateó indeciso, en un inútil intento de identificar el aroma— apestara tanto, pero tal vez a los que dirigen este lugar tú tampoco les gustas demasiado.

Únicamente la cabeza y los pies del hombre no estaban vendados, y estos últimos sobresalían por el extremo del armazón del lecho. Un par de botas desgastadas descansaban bajo sus talones sobre una alfombra violeta. El marinero penetró un poco más en la habitación y estudió el rostro sudoroso del hombre. Sus pómulos eran altos y hundidos, la piel bronceada, y todo su aspecto general resultaba ligeramente demacrado, como si el paciente no hubiera comido adecuadamente desde hacía algún tiempo. Una fina cicatriz en forma de media luna que Rig no recordaba le recorría el rostro, desde el ojo derecho y desaparecía en el inicio de una mal cuidada barba tan negra como la enmarañada melena que se derramaba como tinta vertida sobre la pequeña almohada. El hombre se removía espasmódicamente en su sueño y los ojos se movían bajo los párpados cerrados, en tanto que la mandíbula se abría y cerraba y los largos dedos se crispaban.

Casi abrumado por el olor, Rig retrocedió unos pocos pasos y tosió, en un inútil intento de despejar los pulmones.

—Apenas cabes ahí —le dijo el marinero, aunque comprendía ahora que el otro no lo escuchaba, que no había escuchado una sola palabra.

El visitante encogió los amplios hombros y siguió hablando en provecho propio.

—Bien ¿y qué esperabas? Estaca de Hierro es un pueblo enano, por lo que imagino que todo el mobiliario está pensado para enanos. —Ladeó la cabeza en dirección a una silla menuda, sobre la que se había intentado doblar con pulcritud los destrozados restos de la ropa del herido—. El tipo del vestíbulo dijo que algo te había asestado unos buenos zarpazos.

—Un enorme gato montes, probablemente. —La voz surgió de detrás del marinero.

Rig giró y se encontró con una enana rechoncha vestida de gris, de pie en medio del umbral. Llevaba el pelo sujeto muy tirante hacia atrás, dejando al descubierto el rostro rubicundo, y las arrugas de varias décadas se abrían en abanico desde sus ojos entrecerrados para aumentar su desagradable semblante. Dio un golpecito en el suelo con el pie y miró con ferocidad al hombre de piel oscura.

—No deberías estar aquí —reprendió, agitando un dedo para dar más énfasis a sus palabras.

—¿Cómo está? —inquirió Rig, ofreciendo su sonrisa más agradable.

—Las heridas de tu amigo no son en absoluto profundas, pero sí numerosas —respondió ella, sin que su expresión se dulcificara—. Deliraba cuando lo encontraron en los límites de la ciudad esta mañana, y no ha recuperado el conocimiento desde que le vendaron las lesiones.

El marinero silbó por lo bajo y cruzó los brazos.

—¿Cuándo…?

—¿Recuperará el conocimiento? —Ahora fue ella quien se encogió de hombros—. En un día o dos. Es difícil decirlo. —Su voz recordó a Rig el sonido de la grava rebotando en el fondo de un cubo; áspera y poco atractiva—. Si despierta, probablemente lo mantendremos aquí un día o dos más, para asegurarnos de que lo que fuera que lo arañó no le ha contagiado nada malo. Ha tenido mucha suerte de que tuviéramos esta habitación libre.

—No parece tan afortunado —masculló Rig por lo bajo y luego, en voz más alta, añadió—: Debe de haber docenas de habitaciones en este…

—Hospital. —Los ojos se entreabrieron un poco más—. En este piso. Dos docenas de habitaciones en total, y todas ellas ocupadas. Somos el hospital de mayor tamaño al este de las Khalkist.

—¿Os traen mucha gente con heridas de zarpas últimamente?

La mujer meneó la cabeza y resopló, dejando escapar el aire de sus pulmones como una tetera que lleva demasiado tiempo en el fuego.

—Ojalá sólo tuviéramos que tratar ataques de animales. Hace un par de días una Legión de Caballeros de Acero se enfrentó a un ejército de goblins a unos pocos kilómetros de la población. Se está atendiendo a los heridos aquí. En un par de las salas del piso de arriba tenemos hasta una docena de pacientes en cada una.

Rig dio la espalda a la mujer y volvió a mirar al herido.

—Y nuestras camas no son para enanos —continuó ella—. Esta habitación estaba destinada a los niños, y su anterior ocupante la abandonó ayer por la tarde. Un jovencito totalmente recuperado de la viruela. —Sus ojos centellearon con una luz interior, y casi sonrió—. Un buen chico. Quemamos las sábanas, lo limpiamos todo, y…

—¡Ja! —Rig soltó una corta carcajada al reparar por fin en la pintura de color azul pálido de las paredes y los toscos dibujos en tiza: una hilera de ranas y conejos que rodeaban la habitación a la altura de la cintura.

En el exterior el sol se ponía, y la pálida luz anaranjada se filtraba por la abertura en los postigos y se estiraba en dirección a una caja de embalaje puesta en pie sobre la que descansaba una muñeca tuerta de trapo con una rala cabellera de hilo. No muy lejos se veían soldados hechos de vainas de maíz y multicolores bloques de madera. Había otra cama en la habitación, vacía y más pequeña aún, cubierta con una colcha salpicada de gatitos rosa y amarillos. Volvió a reír.

—Espera a que Fiona vea esto. Le resultará muy divertido. Desde luego, probablemente tendrá que visitar a los caballeros, también, mientras esté aquí.

—Los caballeros vencieron, por si te interesa —añadió la enana. Su pie golpeó con más fuerza y pareció aclararse la garganta—. Los pocos goblins que no fueron eliminados fueron ahuyentados…

—Eso debe mantener a vuestros sanadores ocupados. Todos estos pacientes. Probablemente estarán agotados con tanto conjurar y murmurar palabras mágicas.

No vio a la enana apretar las manos y apoyarlas en las anchas caderas. Sin embargo, no se le escapó el sonido de la tetera hirviendo de nuevo.

—No tenemos sanadores, señor, no de los que usan magia. Ninguna de esas personas dotadas vive a menos de ciento cincuenta kilómetros de aquí. Aunque tampoco nos hacen falta. Sabemos cómo cuidar a las personas. Cómo cuidarlas a la perfección. Muchos de los poblados cercanos traen a sus enfermos aquí. Tenemos hombres que preparan potentes cataplasmas a partir de hierbas y…

—Ah, o sea que ésa es la explicación de esta notable fragancia.

—Funciona tan bien como la magia. Probablemente mejor.

Rig emitió un sonido con la garganta que podría haber pasado por asentimiento.

—Tu amigo está recibiendo excelentes cuidados. Ojalá supiéramos qué hacer con respecto a esa cosa de su pierna. Tal vez intentaremos cortarla mañana.

—Es una escama de dragón —manifestó el marinero, al tiempo que contenía el aliento y volvía a inclinarse sobre el lecho—. Y será mejor que no la toquéis. —El paciente gimió y se retorció como si padeciera un ataque febril, y sus dedos arañaron las sábanas ahora. El hombre retrocedió para reunirse con la enana—. No esperaba encontrarlo. Fiona oyó que andaba por la zona, pero uno nunca sabe. Estábamos cerca y ella quería localizarlo, así que vine para aquí. Está buscando establo para los caballos ahora, y luego…

—No vendrá aquí —finalizó la enana tranquilamente—. El horario de visitas finalizó hace más de una hora, y nuestras puertas están cerradas… a las personas sanas. Te descubrimos escabulléndote sin ser visto por una puerta lateral, y vine a echarte. El horario de visitas empieza de nuevo mañana a media mañana. Los letreros lo dicen muy claro. Si te hubieras molestado en leerlos. Tú y…

—Fiona.

—… podéis regresar mañana. —Retrocedió al vestíbulo y señaló una puerta situada en el otro extremo—. Tu amigo podría estar mejor para entonces.

—Señora, jamás he considerado a Dhamon Fierolobo mi amigo. —Rig le dedicó un cortés saludo con la cabeza y pasó junto a ella, con los talones de las botas golpeando rítmicamente sobre el suelo de baldosas.

Cuando las pisadas se apagaron por completo, una sombra se deslizó de debajo de la cama más pequeña y se acercó sin hacer ruido a Dhamon.

—Creí que ese hombre no se iría jamás —susurró el desconocido en una voz velada que sonaba como una brisa ardiente resbalando sobre arena—. De pie en el umbral y sin hacer otra cosa que mirarte, sin decir nada que valiera la pena, y luego apareció esa mujer rechoncha. ¡Cerdos! ¿Dónde estaban sus modales? Ni siquiera te trajo flores o dulces.

La figura era delgada, envuelta en una capa gris con capucha de un tono tan oscuro que parecía un pedazo de noche caído al suelo. Del interior de la capucha surgió una profunda inhalación.

—Uf, este hedor es insoportable.

Dhamon abandonó las fingidas convulsiones, abrió los ojos y dedicó a su visitante una leve sonrisa.

—Uno se acostumbra a él.

Una mano de delgados dedos se alzó y desapareció en el interior de la capucha, para sofocar una náusea.

—Yo jamás podría acostumbrarme a esto —surgió la apagada respuesta—. Me alegro de que seas tú quien yace aquí, Dhamon Fierolobo, y no yo. ¡Uy!

—¿Mal? —aventuró el otro, cambiando de tema.

—Él y el hombrecillo están en la ciudad. Está noche efectuarán su ronda. Igual que yo. Tal como planeamos. —A continuación la figura dejó caer una pequeña bolsa de cuero en una de las botas de Dhamon y se deslizó silenciosamente hasta el vestíbulo.


* * *


Poco antes de medianoche, Dhamon se incorporó, desentumeció y friccionó la zona posterior de sus pantorrillas, terriblemente doloridas de descansar sobre los pies de aquella cama tan pequeña. Se acercó con cautela a la puerta, atento a los ruidos.

No había nada por lo que mereciera la pena preocuparse. Sólo el leve siseo de su propia respiración y algún que otro gemido procedente de los pacientes de las otras habitaciones. No había nadie por allí; incluso parecía como si los encargados de cuidarlos se hubieran ido a dormir por fin.

Los centinelas de la Legión de Acero acababan de pasar de nuevo por el vestíbulo, lo que indicaba que al cabo de unos instantes estarían patrullando la zona. Los caballeros efectuaban siempre tres vueltas previsiblemente monótonas y lentas, custodiando vigilantes a sus camaradas heridos. Dhamon había estado escuchando el hospital desde su llegada poco después del alba y había memorizado la monótona rutina de los caballeros, por lo que sabía que dispondría de poco más de media hora para trabajar sin que lo descubrieran.

Tiempo más que suficiente.

Avanzó con pasos quedos hasta la ventana y abrió de par en par uno de los postigos, aspirando con fuerza el cálido aire fresco que le ofrecía cierto respiro al acre ungüento con el que le habían untado todo el cuerpo. Se preguntó cómo incluso alguien enfermo podía soportar aquella cosa, pues el remedio parecía peor que la enfermedad. Estiró el cuello a un lado y a otro y no divisó a nadie en la calle. Sólo le llegaron ruidos confusos, música amortiguada y cantos desafinados procedentes de una taberna situada al final de la calle. Empezó a quitarse las vendas, y la luz de la luna mostró su delgado cuerpo atlético que relucía con un brillo de sudor. El pecho bien torneado, el estómago tirante, las piernas musculosas, y en el centro del muslo derecho una escama de dragón, de un negro lustroso y atravesada por una reluciente línea plateada. Alrededor de la escama y por todas partes de su elevada figura se entrecruzaban docenas de marcas de zarpas. Sólo el rostro se había salvado del ataque, y era anguloso y atractivo, a pesar de la descuidada melena que lo coronaba.

Dhamon eliminó parte del asqueroso ungüento de su pecho y brazos con ayuda de los vendajes y echó otra ojeada a un lado y otro de la calle. Los jardines ya no estaban vacíos, y sus oscuros ojos centellearon mientras estudiaba la figura rechoncha que andaba torpemente sobre la hierba reseca que constituía el estrecho césped del hospital. Siguió observando hasta estar seguro de que se trataba de un borracho que intentaba encontrar el camino a su casa. Cuando el enano se introdujo por fin, tambaleante, en la calle y se perdió de vista, y tras observar que los centinelas de la Legión de Acero iniciaban su primera ronda, Dhamon estiró la mano para coger sus ropas. Éstas se hallaban en muy mal estado, e incluso su chaleco de cuero mostraba cortes entrecruzados. Además estaban desgastadas, con el color tan descolorido y la tela tan delgada que debería haberlas desechado hacía ya mucho tiempo.

Recogió la bolsa de cuero del interior de las botas y dejó éstas de pie sobre la alfombra situada a los pies de la cama. Era inútil ponérselas y recorrer los pasillos entre el repiqueteo de sus talones, se dijo, los pies descalzos resultarían más silenciosos. Cerró con cuidado los postigos y regresó a la puerta, volviendo a escuchar los ruidos del otro lado. Aún nada. Estupendo, articuló en silencio, mientras se introducía en el vestíbulo y avanzaba en silencio junto a una fila de faroles, que colgaban equidistantes a lo largo de la pared. Sólo uno estaba encendido. A medida que había avanzado la noche, habían ido apagando todos los otros, y el único que seguía ardiendo tenía la mecha recortada para que sólo despidiera un apagado resplandor.

Dhamon echó una mirada a dos puertas abiertas mientras andaba, abriéndose paso entre las sombras para espiar a caballeros envueltos en gruesos vendajes, algunos gimoteando en voz baja mientras dormían. A unos cuantos les faltaban los brazos y las piernas. Pasó junto a una puerta en la que se leía Consultorio de los Cuidadores, por cuyos resquicios se filtraba una tenue luz sobre el suelo. Con un poco de esfuerzo, consiguió distinguir la amortiguada conversación de dos enanos, que discutían sobre el estado de un paciente. No era cosa de su incumbencia y, por lo tanto, siguió adelante.

Instantes más tarde llegaba al final del vestíbulo, donde una amplia escalera curva se abría hacia la oscuridad. Como un felino, Dhamon se deslizó en silencio peldaños arriba y no tardó en encontrarse en el piso superior, donde otro solitario farol proporcionaba una luz espectral. Empezó a andar hacia el extremo opuesto del pasillo, pues sabía, por habérselo oído decir a los cuidadores, que era allí adonde tenía que ir. Entonces se detuvo de repente y se aplastó contra una pared cuando un joven enano cargado con un cubo lleno de vendas sucias salió bastante ruidosamente por una puerta cercana y casi lo rozó al pasar. El enano no lo vio; con su ancho rostro taciturno fijo en el cubo, farfullaba para sí en su lengua materna. El enano tampoco olió a Dhamon, porque un hedor aún peor surgía de la habitación que acababa de abandonar.

Cuando el cuidador desapareció escaleras abajo, el hombre metió la cabeza en la habitación para asegurarse de que nada allí podía desbaratar sus planes. Había una docena de guerreros tendidos sobre lechos, con heridas de diversa consideración y todos ellos tratados con un apestoso bálsamo u otro; la olorosa mezcla competía con los repugnantes aromas de la carne gangrenada y la sangre, tanto fresca como seca. La figura de la cama más cercana no respiraba y despedía el olor dulzón de la muerte. Dhamon había estado en suficientes campos de batalla para reconocer su aroma. Convencido de que esa calamidad sería la responsable de la expresión taciturna del enano, y nada de lo que debiera preocuparse, se encaminó hacia su objetivo.

El corredor resultaba espectral, silencioso y caluroso. Respiraciones resollantes, gemidos, toses y ronquidos resonaban obsesivos, erizando los pelos del cogote de Dhamon. Cada paso que daba era cauteloso, pues en ciertos sitios las baldosas eran resbaladizas, tal vez por culpa de la sangre o el sudor, o de algo que los enanos habían usado anteriormente para limpiar.

Por fin llegó al final del pasillo y se encontró frente a una puerta cerrada. Allí era, estaba seguro, pues se trataba de la única puerta de ese piso que lucía un candado, y la pesada cerradura de hierro se encontraba sobre dos gruesas tiras de metal que conectaban el marco a una puerta de aspecto muy resistente.

Dhamon abrió la bolsa de cuero y, como se hallaba demasiado lejos del farol, confió en sus bien adiestrados dedos para localizar lo que necesitaba. Tras arrodillarse ante la puerta y amortiguar su respiración, eligió dos finas ganzúas de metal y se puso manos a la obra. Sus grandes y sudorosas manos y los largos dedos dificultaban la tarea, pero insistió y por fin el mecanismo recompensó sus esfuerzos con un leve chasquido. Colocó la mano detrás del candado para que no golpeara la madera al abrirse, luego sacó con cuidado el cierre y lo depositó en el suelo, vacilando sólo cuando un sonoro y gutural gemido hendió el aire. Fue seguido por una tanda de toses profundas, y a continuación el paciente se calmó. Dhamon esperó unos momentos más, luego abrió las tiras de metal y probó el tirador de la puerta.

Frunció el entrecejo y maldijo por lo bajo. El candado no era suficiente por sí solo, farfulló en silencio, al tiempo que llevaba las ganzúas hasta el ojo de la cerradura y las introducía en su interior. Una se partió, con un repentino sonido agudo, y él contuvo el aliento y volvió a esperar. Nada. Sólo ronquidos y débiles quejidos de dolor, y el crujido de una cama al girar alguien en el lecho. Dejó transcurrir unos instantes y seleccionó una ganzúa más larga, que sus torpes dedos estuvieron a punto de dejar caer. Regañándose a sí mismo en silencio, se secó las manos en las calzas y reanudó la tarea.

Le pareció que transcurrían horas en lugar de segundos hasta que por fin venció al segundo mecanismo. Volvió a guardar las herramientas, se secó las manos otra vez y probó el tirador. En esta ocasión la puerta se abrió… a una oscuridad total. Malditos sean mis ojos humanos, pensó. Pero no iba a darse por vencido; no después de tomarse tantas molestias para conseguir entrar en el hospital. Se incorporó y se deslizó pasillo abajo, siempre alerta por si se despertaba algún paciente y por si aparecían más cuidadores enanos, echando veloces miradas al interior de las salas ante las que pasaba para asegurarse de que nadie se movía.

Arrancó un farol de la pared y lo encendió, para regresar veloz y en silencio a la oscura habitación. Se introdujo en su interior y cerró la puerta a su espalda. Aspiró más profundamente ahora, muy incómodo. Allí dentro no había ventanas y la estancia era tan pequeña como una despensa, con la atmósfera de su interior irrespirable y sofocante. Accionó la mecha, para tener más luz, y ésta reveló estantes y más estantes desde el suelo hasta el techo, todos repletos de arcas de madera, morrales, bolsas para monedas y más cosas. No había mucho espacio para moverse, y cada objeto estaba laboriosamente etiquetado con el nombre de su propietario, a salvo de ladrones que pudieran introducirse en las habitaciones de los pacientes y robarles sus cosas de valor mientras ellos se encontraban demasiado débiles para resistirse, a salvo hasta que sus propietarios hubieran recuperado la salud para marchar o, en el más desdichado de los casos, hasta que los supervivientes vinieran a reclamarlas.

Una sonrisa iluminó el rostro de Dhamon cuando observó que las estanterías tenían escaleras incorporadas para que las usaran los enanos. Él no necesitaría escaleras. Imaginó que habrían transcurrido diez minutos desde que abandonara su habitación, por lo que aún le quedaban veinte minutos o más. De todos modos, tiempo más que suficiente.

Colocó el farol en el suelo y empezó a abrir una bolsa tras otra, juntando a toda prisa piezas de joyería, en su mayoría anillos, pero también unas cuantas cadenas de grueso oro y plata pertenecientes a los caballeros más adinerados. Había unas pocas piezas femeninas, una un viejo y delicado anillo con diminutas perlas engastadas, y otra un delicado broche para capa, bien pertenecientes a damas guerreras, bien recuerdos de esposas y amantes.

Dhamon descubrió una pequeña bolsa de terciopelo llena de perlas negras sueltas; un magnífico hallazgo, ya que la mayoría de las bolsas contenían sólo monedas. Detrás de las bolsas encontró un saco de cuero de buen tamaño y dos desgastadas mochilas, una con una tosca flecha rota incrustada en ella, y depositó con cuidado el saco y la mochila de mayor tamaño en el suelo, intentando no hacer ruido, al tiempo que los abría y empujaba hasta ellos el farol. Dentro de uno había un capote de recambio pulcramente doblado, que lucía un emblema de la Legión de Acero. Lo desechó y vació también la otra mochila. Sólo contenía prendas.

Regresó a las estanterías y se movió con mayor celeridad. En unos instantes, anillos y muñequeras fueron a parar a una de las mochilas, junto con las bolsas de monedas repletas de piezas de acero, dagas de ornadas empuñaduras y una variedad de otros pequeños objetos de valor. Utilizó el capote como relleno para que las chucherías no tintinearan entre sí e introdujo las restantes monedas y joyas en el saco.

Dhamon no prestó atención a las espadas y hachas etiquetadas con nombres de pacientes, pues las consideró demasiado voluminosas, y más de uno dejaría que le desapareciera la bolsa de las monedas pero buscaría eternamente su arma favorita. Ah, pero no esa espada. Decidió que ésa no la dejaría allí, y se detuvo unos instantes ante un espadón guardado en una vaina con delicadas imágenes labradas de hipogrifos y pegasos. Lo desenvainó y comprobó que era robusto, simple y bien equilibrado, perteneciente sin duda a un caballero de cierto rango. El pomo lucía incrustaciones de latón y marfil y llevaba una marca de contraste.

—Ahora me pertenece —musitó—, hasta que consiga algo mejor.

Se lo sujetó a la cintura y dejó su propia espada colgando de un gancho, con una etiqueta balanceándose de ella donde se leía Paciente humano desconocido, habitación cuatro. Luego se dirigió a otras cajas. Había más monedas en el interior, un broche de rubí, que agarró velozmente e introdujo en un bolsillo, y un anillo recubierto de piedras preciosas de la Legión de Acero que se dijo debía de pertenecer a un comandante ingresado allí; tal vez el mismo propietario del espadón. Dhamon introdujo el anillo en su dedo índice y prosiguió su tarea.

Cuando ya no pudo meter nada más en el saco de cuero y la mochila parecía a punto de reventar por las costuras, se llenó los bolsillos de pequeñas bolsas, e incluso ató unas cuantas al cinto de su espada. Una última bolsa, de pequeño tamaño, pero fabricada de un material valioso, la sujetó entre los dientes.

Incapaz de transportar nada más, apagó el farol de un soplo, abrió la puerta y atisbo en el pasillo. Seguía vacío. Tras colocarse como pudo la pesada mochila y echarse al hombro el saco, permaneció quieto como una estatua durante unos instantes, escuchando para detectar entre los débiles gemidos y ronquidos cualquier ruido de alarma al tiempo que se habituaba al peso de sus nuevas posesiones. Convencido de que todos dormían profundamente, cerró la puerta a su espalda, se deslizó por el vestíbulo y llegó a la escalera. Su objetivo era regresar a su habitación tan deprisa como le fuera posible, recuperar las botas y escabullirse por la ventana.

Pero los centinelas de la Legión de Acero que ascendían por la escalinata alteraron sus planes.

Dhamon sintió que se le secaba la garganta. No podía haberse equivocado en su cronometraje de los centinelas. ¿Qué había sucedido? Pegándose a las sombras, salió zumbando pasillo adelante, con los sudorosos pies chirriando suavemente sobre las baldosas, mientras se esforzaba por oír la amortiguada conversación de los caballeros.

¡El cadáver que había visto minutos antes! Subían a buscar a su camarada muerto. Y, en definitiva, también, los efectos personales del difunto.

Dhamon hizo una mueca de desagrado y se introdujo por la primera puerta que encontró, una de las grandes salas ocupadas por una docena de pacientes y los aromas de los ungüentos, la sangre y las sábanas sucias. Contuvo la respiración y se encaminó al fondo de la habitación donde las sombras eran más densas, y donde sabía que habría una ventana, pues una corriente de aire así se lo indicaba.

Tienes que darte prisa —se instó a sí mismo—. ¡Vamos!

—¿Quién eres? —La voz provenía de un paciente situado a pocos centímetros de distancia. El caballero estaba recostado sobre varias almohadas.

¡Vamos! Dhamon había abierto los postigos y, al cabo de un instante, se encontraba ya sobre una estrecha repisa de piedra.

—¿Quién? —insistió el paciente—. ¿Qué estás haciendo?

Resultaba difícil negociar la repisa con el abultado fardo que llevaba a la espalda, y los dedos de una mano se hundían en las rendijas abiertas entre las piedras, mientras la otra mano sujetaba el pesado saco del hombro. Avanzando penosamente sobre las puntas de los pies en tanto que los talones colgaban sobre el borde, se esforzó por mantener el equilibrio. El suelo se encontraba a unos tres metros más abajo.

—Un salvaje —oyó decir a un paciente, probablemente el caballero que le había hablado—. Un montañero salvaje, peludo como un oso salió por allí… por la ventana.

Dhamon equilibró el saco del hombro y fue a sacar su cuchillo. No estaba allí. Lo había olvidado. Maldición. El hombre era afortunado, se dijo, pues había sentido el impulso de retroceder para rebanarle el cuello.

Deseó que el paciente estuviera hablando consigo mismo o con otro idiota postrado en cama, y no con uno de los caballeros que pasaban ni con un cuidador. El tiempo se agotaba. Se escabulló por la repisa en dirección a un tubo de desagüe y, tras probar la cañería con su peso, se deslizó hasta el suelo por él, con las rodillas entrechocando al tiempo que la pequeña bolsa se le escapaba de entre los dientes.

—¡Maldición! —escupió al objeto que caía y al ruido que él mismo había producido.

Agazapándose tras un amplio arbusto bajo al tiempo que soltaba el enorme saco, sus manos volaron sobre el suelo alrededor en busca del artículo perdido, apartando a un lado ramas y piedras con los dedos.

—¡Ahí! —musitó para sí.

El polvo se incrustaba en sus pies y dedos, y Dhamon se frotó distraídamente las manos en los pantalones y contuvo la respiración.

No me han descubierto —pensó—. Tal vez podría escabullirme al interior por mi ventana, cogerlas botas… luego seguir mi camino.

Todavía oía música que surgía amortiguada de la taberna. Ahora sonaba mejor, sin nadie que cantara a su son. Atisbo desde detrás del matorral. Había tres enanos en la calle, que se dirigían justo a su campo de visión desde el otro extremo del quebradizo césped del hospital. Dos de ellos sostenían al tercero. Tras dejar su botín oculto tras el arbusto, Dhamon se arrastró como un cangrejo por la pared, de vuelta a la parte central del hospital donde calculaba que estaba su habitación. Se detuvo bajo la ventana sólo un instante, pero fue suficiente, pues le permitió oír voces en el interior: dos enanos que hablaban preocupados sobre un paciente atacado de delirio que había desaparecido tras quitarse las vendas. Debía organizarse de inmediato su búsqueda con la ayuda de los caballeros de la Legión de Acero.

—Espléndido —siseó; echaría de menos aquellas botas.

Tras girar en redondo, regresó a toda prisa al matorral y recogió saco y mochila, sujetando la pequeña bolsa con la mano libre. Los enanos seguían en la calle. Uno de ellos estaba sentado muy tieso, y los otros dos intentaban poner en pie a su mareado amigo.

Seguro de que estaban demasiado ebrios para advertir su presencia, Dhamon avanzó con aplomo en dirección al trío, con la reseca hierba crujiendo sordamente bajo sus pies. Al cabo de un momento, los había dejado atrás y se encaminaba al otro extremo de la ciudad donde sabía que se hallaban los establos. Anda con normalidad —se dijo—. Muéstrate tranquilo. No levantes sospechas.

Casi había llegado a la calle principal de Estaca de Hierro cuando oyó un sonoro y agudo silbido a su espalda, que fue seguido por el resonar de varios pares de pies.

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