8 Donnag

La tarde encontró a Rig y a los demás en el otro extremo de la ciudad, en casa del caudillo Donnag, el gobernador de todo Blode.

La mansión, un palacio lo llamó Trajín, resultaba algo incongruente en comparación con los edificios que se extendían alrededor y con todas las casas que hasta entonces habían visto en Bloten. Tenía tres pisos de altura, de acuerdo con las dimensiones de los ogros, lo que hacía que a los humanos les pareciera como si tuviera casi cinco. Y ocupaba toda una manzana de la ciudad. El exterior estaba en buen estado, la sillería remendada y pintada de un blanco brillante que parecía gris pálido bajo la continua llovizna. Una moldura de madera pintada de color naranja bordeaba las esquinas, tallada con imágenes de dragones de alas extendidas y cabezas mirando al cielo. Arbustos decorativos llenos de malas hierbas y que pedían a gritos ser podados se extendían bajo las ventanas adornadas con extravagantes cortinas, y se habían podado las enredaderas llenas de espinos para mantenerlas fuera del sinuoso sendero de adoquines que conducía a las impresionantes puertas de acceso dispuestas bajo un saliente en forma de arco.

Había dos ogros de guardia a cada lado de las puertas, ataviados con armaduras abolladas y sosteniendo alabardas más largas que el arma de Rig. Protegidos de la lluvia, estaban secos y sudorosos por el calor del verano, y olían poderosamente a almizcle. Uno se adelantó e indicó un cajón de embalaje.

—Quiere que dejéis fuera todas vuestras armas —explicó Maldred.

—¡No lo haré! —Rig retrocedió y sacudió la cabeza—. No me quedaré indefenso en…

Fiona se deslizó junto a él, soltando su talabarte que depositó en el cajón; luego sacó una daga de su bota y la añadió al arma. Tras un momento de vacilación, dejó el casco junto al recipiente y se peinó los cabellos con los dedos. Dhamon retiró también su talabarte, balanceándolo por encima de la caja junto con los odres de cerveza al tiempo que miraba a los centinelas ogros. Luego lo colocó con cuidado en el interior. Rikali hizo lo propio con la daga de empuñadura de marfil que Dhamon le había dado, y Trajín depositó de mala gana su jupak. Los cuatro aguardaron entonces a Rig.

—No lo haré.

—Entonces haz lo que quieras y espéranos aquí —dijo Maldred.

El hombretón extendió de nuevo galantemente el brazo a Fiona, con ojos centelleantes y afectuosos que arrancaron una leve sonrisa del rostro ovalado de la mujer. La solámnica vaciló un instante antes de tomarlo del codo y penetrar en el edificio, sin dedicar al marinero una segunda ojeada.

Rikali aguardó a que Dhamon imitara el cortés gesto de Maldred, haciendo un puchero cuando éste no lo hizo, para a continuación entrar tras él.

—Amor —le susurró mientras le daba un codazo—. Deberías aprender mejores modales. Observa a Mal. Él sabe cómo tratar a una dama.

Trajín se había introducido en el interior justo por delante de la pareja.

—Ahh… —Rig apoyó su arma contra la pared delantera de la mansión—. Será mejor que esto siga aquí cuando yo salga —advirtió; luego procedió a dejar sus otras armas más visibles en el interior del cajón de embalaje y a reunirse con los otros dentro de la casa.

El interior era impresionante. Una larga mesa de madera de cerezo dominaba el comedor al que fueron escoltados, circundada por sillones tamaño ogro con almohadones bien rellenos y respaldos profusamente tallados. Ninguno de los muebles estaba encerado ni en el mejor de los estados, pero eran mejores que el mobiliario del establecimiento de Sombrío Kedar y de los otros lugares que habían visitado. De las paredes colgaban pinturas, realizadas por artistas humanos de renombre. Los ojos de Rig se entrecerraron y clavaron en uno. Lo había pintado Usha Majere, la esposa de Palin; el marinero había visto suficientes obras de la mujer cuando visitó la Torre de Wayreth para reconocerlo, y sabía que ella no lo habría pintado para un caudillo ogro. Robado, se dijo. Probablemente como todo lo demás en esta habitación.

Una humana desgarbada, escasamente vestida con chales de color verde pálido, los invitó a elegir un lugar en la mesa y musitó que debían aguardar para sentarse. Tras dar una palmada, una ogra hizo su aparición con una bandeja de bebidas servidas en altas copas de madera. Detrás de ella entró Donnag.

El caudillo era el ogro de mayor tamaño que habían visto desde su llegada a la ciudad. Con casi tres metros treinta de altura, tenía unos grandes hombros sobre los que descansaban relucientes discos de bronce festoneados con medallas militares; algunas reconocibles como pertenecientes a los caballeros negros y a los caballeros de la Legión de Acero, unas cuantas con marcas nerakianas. Se cubría con una pesada cota de malla, que relucía a la luz de las gruesas velas distribuidas uniformemente por toda la estancia, y debajo de ella llevaba una costosa túnica morada. Aunque iba vestido regiamente como un monarca, no dejaba por ello de ser un ogro, con verrugas y costras salpicando su enorme rostro curtido. Dos colmillos sobresalían hacia arriba en su mandíbula inferior, y varios aros de oro atravesaban la amplia nariz y el bulboso labio inferior; las orejas quedaban ocultas por un casco de oro con aspecto de corona, adornado con piedras preciosas de exquisita talla y zarpas de animales grotescamente dispuestas en diagonal.

Sin embargo, avanzó con elegancia y en silencio, deslizándose hasta el asiento a modo de trono situado a la cabecera de la mesa donde se instaló. La humana permaneció a su derecha, a la espera de sus órdenes. A un gesto de cabeza de Donnag, Maldred apartó la silla para que Fiona se sentara, luego se sentó él. Los otros le imitaron, siendo Rig el último en hacerlo. El marinero siguió examinando la estancia con recelo, observando las pinturas, los candelabros y las chucherías que desde luego no habían sido creados para un ogro. Como antiguo pirata que era, Rig reconocía el pillaje cuando lo veía.

La mirada del ergothiano se posaba de vez en cuando en Fiona, a quien no parecía preocuparle lo que los rodeaba. Pero entonces el hombre se recordó que en la mujer prevalecía su creencia de que, al estar allí, podría de algún modo conseguir las monedas y las gemas con las que pagar el rescate de su hermano.

—No habíamos recibido a una Dama de Solamnia nunca antes —empezó a decir Donnag; su voz profunda y chirriante insinuaba una edad avanzada, pero su dominio de la lengua humana era preciso—. Nos sentimos honrados de teneros en nuestra estimada presencia, lady Fiona.

La mujer no respondió, aunque le sorprendió que conociera su nombre. Donnag, advirtiendo tal vez su incertidumbre, prosiguió con rapidez:

—Me alegro de tenerte en nuestro humilde hogar de nuevo, Maldred, y sirviente Ilbreth. —El kobold asintió, sonriente—. Y al amigo de Maldred… Dhamon Fierolobo. Conocemos tus gloriosas proezas y nos sentimos impresionados. Y tú eres…

El marinero estaba observando otro cuadro, uno que mostraba la costa oriental de Mithas, la costa Negra. El artista había representado un cielo en las primeras horas del crepúsculo, y tres lunas flotaban suspendidas sobre las aguas, en una época anterior a la Guerra de Caos cuando Krynn tenía tres lunas. Absorto en la pintura, que despertaba recuerdos de las islas del Mar Sangriento, Rig no se daba cuenta de que el caudillo se dirigía a él.

—Se llama Rig Mer-Krel —manifestó Fiona.

—¿Un ergothiano?

Rig asintió, su atención puesta por fin en Donnag. El marinero ahogó una risita, al encontrar que el rostro de su anfitrión, su regio vocabulario y su vestimenta estaban completamente reñidos entre sí.

—Estás muy lejos de tu hogar, ergothiano.

Rig abrió la boca para decir algo, y luego cambió de idea. Volvió a asentir y rezó a los dioses ausentes para que la cena transcurriera con rapidez.

—Lady Fiona, nuestros consejeros nos dicen que necesitáis una considerable cantidad de monedas y gemas para utilizarlas como rescate para vuestro hermano. Que los jefes de los Caballeros de Solamnia no os ayudarán en esto.

Ella asintió, con otro atisbo de sorpresa en los ojos al comprobar lo mucho que sabía él sobre el motivo de su presencia en la ciudad.

—¿A vuestro hermano lo retienen junto con otros caballeros en Shrentak?

Volvió a asentir.

—¿Y tenéis la intención de ir a Shrentak? Es un lugar terrible.

—No, caudillo Donnag —repuso ella, negando con la cabeza—. No necesito adentrarme tanto en la ciénaga. Uno de los secuaces de la Negra, un draconiano, se reunirá conmigo en las ruinas de Takar. Es allí donde debo entregar el rescate. A mi hermano lo conducirán allí y me lo entregarán. Tal vez me entregarán también otros caballeros si consiguió obtener suficiente.

—Es una tarea admirable la que os habéis encomendado —respondió su anfitrión, aclarándose la garganta—, puesto que la familia es lo más importante. —Hizo una pausa para tomar un sorbo de vino y carraspear de nuevo—. Nosotros no nos oponemos a la esclavitud y a mantener prisioneros. Siempre el más débil y desdichado debe servir al más fuerte. Sin embargo, no sentimos el menor amor por la Negra y su cada vez más extensa ciénaga. A decir verdad, nuestro ejército viajó al pantano no hará ni un mes y destruyó una creciente legión de dracs; mi general creía haber localizado un nido donde eran creados. El coste fue alto para nosotros, pero ni un solo drac quedó con vida. Por suerte para nosotros, la Negra no estaba allí en esos momentos.

Donnag volvió la cabeza despacio para asegurarse de que todo el mundo le prestaba atención.

—Y así pues, debido a nuestro amor por la familia y a nuestro odio por la Negra, os facilitaremos monedas y gemas más que suficientes para obtener la liberación de vuestro hermano.

—¿Por qué? —La pregunta surgió del marinero.

Donnag se mostró irritado, mientras la humana situada junto a él le llenaba la copa de vino hasta el borde.

—Además, le daremos hombres para que la acompañen hasta las ruinas de Takar. El pantano es peligroso, y ayudaremos a asegurar que alcance su destino. Al ayudarla, tal vez asestaremos un duro golpe a la que llamamos Sable. Podemos concederos cuarenta hombres.

—¿Y qué nos va a costar eso? —Rig deseó poderse tragar aquellas palabras cuando captó la feroz mirada del caudillo; no obstante, siguió diciendo—: Todo tiene un precio en vuestro país, ¿no es así, majestad? Licencias, impuestos, cuotas. Tengo entendido que incluso cobráis a humanos y enanos por el agua que sacan de los pozos. Oh, lo olvidaba, también cobráis impuestos a los semiogros, aunque no en tanta cuantía.

—Como dices, ergothiano, todo tiene un precio. Incluida nuestra ayuda —repuso Donnag con frialdad, al tiempo que volvía la mirada hacia la dama solámnica—. En las colinas situadas al este hay poblados que se dedican al pastoreo de cabras que nos suministran leche y carne. A nosotros nos gusta mucho la leche. Un poblado en particular ha sufrido repetidos ataques y han desaparecido cabras en plena noche. Sospechamos que se trata de lobos o de un enorme gato montes. Nada para una guerrera como vos. Estos aldeanos son súbditos muy leales, y nos preocupa enormemente que se vean atormentados de este modo. Si vais a ese poblado, Talud del Cerro, y ponéis fin a los ataques, se os entregará una fortuna en monedas y joyas, vuestro rescate. Talud del Cerro no está lejos, a un día de viaje.

—Tenéis un ejército de ogros —intervino Rig—. ¿Por qué no hacer que ellos ayuden a vuestros muy leales súbditos?

Donnag entrecerró los legañosos ojos. Los dedos de su mano izquierda aferraron el borde de la mesa mientras la derecha tomaba la copa de vino. Vació el contenido de un trago, y la mujer se apresuró a volver a llenarla. El ogro repitió, con los ojos fijos en el marinero:

—Tal como dices, ergothiano, todo tiene un precio. Considera esto como un favor a mí, como un pago en especies.

El kobold soltó su servilleta. Hasta el momento sólo había estado escuchando a medias la conversación. ¿Cabras? articuló en silencio dirigiéndose a Maldred.

—¿Cuándo hemos aceptado ir a rescatar cabras?

—Sí —dijo Fiona—, acepto ayudar a cambio del rescate y la ayuda de vuestros cuarenta hombres.

—Sólo os ocupará unos pocos días de vuestro tiempo —añadió Donnag—. Y los hombres estarán equipados y listos en cuanto regreséis.

—¡Aguarda un momento! —Rig se alzó de la mesa, volcando su copa de vino—. No puedes hablar en serio, Fiona. Ayudar a… a… No puedes pensar en hacer eso.

—Tengo intención de liberar a mi hermano —repuso ella, dirigiéndole una airada mirada—. Y éste es mi medio de conseguirlo. —Su tono era bajo pero tenso, como si regañara a un niño—. Necesitamos las monedas y las gemas, Rig. Lo sabes.

—Ojalá pudiera ir contigo a las montañas, dama guerrera —manifestó Maldred—, pero tengo otras cosas de las que ocuparme en la ciudad. No obstante esperaré ansioso tu regreso.

El marinero se dejó caer pesadamente en su asiento mientras la criada ogra se afanaba en limpiar el vino vertido y le dirigía desaprobadoras miradas. Enderezó su copa, pero no volvió a llenarla.

—Muy bien, lady Fiona —Donnag se aclaró la garganta—. Vos y el ergothiano partiréis por la mañana en dirección a Talud del Cerro. —El ogro apartó la silla de la mesa—. Nos ya hemos comido. Pero nuestra cocinera tiene una magnífica comida lista para vosotros, Maldred, cuando hayamos terminado. Y ahora tal vez tú y Dhamon Fierolobo os reuniréis con nos en nuestra biblioteca, para discutir otras cuestiones.

Rig siguió mirándolo furibundo, negándose a tomar ni un bocado de la suntuosa cena que Donnag les ofrecía.

—No me gusta nada esto —farfulló—. No tienes ni idea de con quién estás tratando, Fiona. Donnag es cruel. Pone impuestos a humanos y enanos que viven aquí hasta arruinarlos. Lo que hace es…

—Asunto suyo —respondió ella—. Éste es su país. ¿Qué quieres que hagamos, derrocarlo?

No sería tan mala idea, pensó el marinero.


* * *


La biblioteca era a la vez espléndida y asombrosa. Tres paredes estaban cubiertas de estanterías que se extendían hasta lo alto de un techo de más de cuatro metros de altura. Cada estante estaba abarrotado de libros, cuyos lomos estaban etiquetados en Común, así como en elfo, enano, kender y unos cuantos idiomas más que Dhamon no reconoció. Algunos eran libros de historia, otros imaginativos relatos de ficción. Un grueso volumen repujado en oro trataba del arte de la guerra. Tras una rápida inspección, resultó que ninguno estaba marcado con los caracteres con aspecto de insectos que podían verse en los letreros de los establecimientos de Bloten. Tal vez los ogros no escribían libros, se dijo Dhamon.

Los libros olían a humedad y estaban cubiertos de polvo y telarañas, lo que indicaba que ninguno era leído jamás, sólo contemplado y poseído. De haber estado bien cuidados, habrían valido una auténtica fortuna en cualquier ciudad un poco grande de Ansalon.

La cuarta pared estaba decorada con cascos de metal plateado y negro: recuerdos de Caballeros de Solamnia y de caballeros negros. Una armadura completa de caballero negro se alzaba vigilante tras un sillón excesivamente mullido en el que Donnag se acomodó.

Cerca del asiento colgaba una enorme espada de dos manos, que Maldred bajó de un anaquel. La empuñadura tenía la forma de un nudoso tronco de árbol, y había pedazos de brillante ónice incrustados en las espirales. La sopesó para comprobar su equilibrio y la balanceó describiendo un arco uniforme, que casi estuvo a punto de volcar una columna de mármol rosa que sostenía un busto de Huma.

—Tómala. La espada es tuya, Maldred —dijo Donnag—. Nos te la entregamos para reemplazar la que Dhamon Fierolobo dice que perdiste en el valle de las piedras preciosas.

El hombretón pasó el pulgar por la hoja, produciéndose un corte en la piel que empezó a sangrar.

—¿Y la espada que busco, por la que solicité esta audiencia? —Dhamon se colocó frente al caudillo, mirándolo con los brazos en jarras.

Donnag ladeó la cabeza.

—La espada que perteneció a Tanis el Semielfo.

—Ah, esa espada. La que puede hallar tesoros. Hemos oído hablar de esa arma.

—En tus establos hay un carro cargado con…

—Gemas en bruto procedentes de nuestro valle —terminó por él el otro—. Lo sabemos. Nuestros guardias nos informaron antes de la cena. Un botín de lo más admirable. Nos estamos muy complacidos. E impresionados.

—Y es más que suficiente para adquirir la espada que se dice está en tu poder.

Donnag tamborileó con sus largos dedos sobre los brazos del sillón, y Dhamon observó que la tela estaba raída en algunas partes y que pedazos de relleno amenazaban con derramarse al exterior.

—Desde luego, lo que se cuenta es cierto. Nos tenemos la espada de Tanis el Semielfo.

El humano aguardó pacientemente.

—¿Pero por qué debería entregar una espada que puede hallar riquezas? Nos gusta el oro.

—He traído…

Donnag agitó una mano cubierta de anillos para acallarlo.

—Sí, sí, nos has traído más que suficiente para adquirirla. Desde luego, nos sentiremos contentos de deshacernos de ese objeto. Nos tememos que si tú te enteraste de su existencia, otros también lo harán. No nos gusta la notoriedad ni el constante flujo de humanos, elfos y cualquier otro que pudiera dignarse venir aquí en su busca y exigirla por la fuerza en lugar de ofrecerse a pagar. Estamos demasiado ocupados para tener que enfrentarnos a tal estupidez. —Casi como si se le acabara de ocurrir, añadió—: Además, nuestras manos son demasiado grandes para empuñarla. Preferimos armas de mayor solidez. —El caudillo echó una ojeada a la espada que Maldred seguía admirando—. Y no tenemos tiempo para recorrer ruinas intentando utilizarla para obtener más riquezas.

Al cabo de unos minutos, Maldred introdujo la espada de dos manos en la vaina enrejada de su espalda.

—¿Cómo la conseguiste? —preguntó el hombretón—. ¿Esta espada que Dhamon quiere?

—Obtenemos muchos tesoros —respondió el ogro, soltando una gutural risita por entre los pastosos labios—. Éste provenía de un ladronzuelo sin agallas. Robaba a los muertos en lugar de a los vivos. Y luego intentó venderme su trofeo. —En voz más baja añadió, al tiempo que una sonrisa se extendía por su severo rostro—: El ladronzuelo está con los muertos ahora.

Donnag se levantó, alzándose muy por encima de Dhamon, pero éste no se acobardó, y echó la cabeza atrás para devolver la acerada mirada del caudillo.

—Nos consideraremos esta legendaria espada tuya, Dhamon Fierolobo, más porque eres un amigo de Maldred, a quien aceptamos como a uno de los nuestros, que debido a tu carro lleno de joyas. No obstante, antes de entregarla, nos debemos requerir que nos hagas un servicio.

—Y ¿cuál es ese servicio?

—Nos queremos que acompañes a tus dos amigos humanos a las montañas. Al poblado de los pastores de cabras, Talud del Cerro. Queremos que te asegures de que cumplen con su palabra de poner fin a las incursiones. Ayuda a tus amigos a ocuparse de los lobos.

—Rig y Fiona no son mis amigos.

—Pero son de tu raza —se apresuró a replicar él.

—No tengo el menor deseo de permanecer en su compañía. Todo lo que quiero es la espada. Has dicho que he satisfecho con creces el precio que pides.

—Pero nos no confiamos en la dama y el hombre de piel oscura. Si realmente cumplen su palabra de ayudar al poblado, daremos a la mujer su rescate, pero sólo porque su idea de comprar la libertad de su hermano nos divierte. Luego, también, te entregaremos a ti la espada.

Dhamon frunció el entrecejo.

—Y aún más —prosiguió el ogro—. Te entregaremos unas cuantas chucherías más de mi tesoro para endulzar el trato. Por haberte tomado la molestia de ayudar a mis leales súbditos de Talud del Cerro.

Dhamon apretó las mandíbulas; sus ojos se oscurecieron y entrecerraron y su voz se tornó amenazadora.

—Cogeré la espada ahora y acompañaré a Fiona y a Rig. Pero quiero la espada por adelantado.

—Nos hacemos las reglas en esta ciudad, Dhamon Fierolobo —respondió Donnag, sacudiendo la cabeza—. No puedes exigirnos nada.

—Tú no confías en ellos —replicó él en tono uniforme—. ¿Cómo puedo confiar yo en ti?

—Oh, puedes confiar en él. —Estas palabras provenían de Maldred, que había salido de detrás del ogro para reunirse con ellos—. Te doy mi palabra, Dhamon Fierolobo, de que puedes confiar en el caudillo Donnag.

—Hecho, pues —dijo Dhamon, extendiendo la mano—. Nos ocuparemos de tu aldea de cabreros y luego cerraremos el trato. —Giró sobre las puntas de los pies y abandonó la habitación a grandes zancadas. Cuando hubo desaparecido, Maldred se volvió a Donnag.

—No lo comprendo. ¿Por qué ese interés en ayudar a un poblado de cabreros? Nunca te había visto tan preocupado por los aldeanos de las montañas. O preocupado por nadie, bien mirado.

—Nos no estamos preocupados —replicó él, haciendo un ademán con los dedos como si apartara un insecto.

—Entonces por qué…

—Tú no irás con Dhamon Fierolobo y los otros. ¿Entendido? Ni tampoco irá Ilbreth. Quedaos aquí, Maldred, en nuestro palacio.

Arrugas de curiosidad se extendieron por la frente del hombretón.

—Esos tres no regresarán de Talud del Cerro —prosiguió Donnag—. Nos los hemos enviado a la muerte. Nos nos quedaremos las preciosas gemas y la espada de Tanis el Semielfo y nos desharemos de todas esas gentes molestas al mismo tiempo.

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