5 Una charla sobre redención

—Dame una buena razón por la que no deba arrastrar tu repugnante pellejo de vuelta a Estaca de Hierro y permitir que te cuelguen. ¡Una razón! Demonios, yo mismo debería facilitar la soga y elegir el árbol. Robar en un hospital… y además a caballeros heridos. ¡Caballeros, Dhamon! Miembros de la Legión de Acero. —Rig se sentó pesadamente en el suelo, y Dhamon echó una ojeada por encima del hombro a la jarra de bebida y meditó la posibilidad de gritar a Trajín que se la alcanzara.

El marinero apoyó la alabarda en las rodillas y contempló enfurecido el anillo de la Legión de Acero que Dhamon llevaba en la mano.

—¡Una maldita razón! Y ni se te ocurra decir en nombre de los viejos tiempos.

Dhamon desvió la mirada hacia la moribunda fogata, donde Maldred, Rikali y Trajín intentaban entretener a una Fiona que no dejaba de pasear enfurecida de un lado a otro.

—Maldred no permitiría que me arrastraras a ninguna parte —dijo por fin el hombre, y sus palabras sonaron un poco confusas; señaló con la cabeza en dirección al hombretón—. Ese es Maldred.

—Muy bien —resopló Rig—. Maldred. Me has dicho su nombre varias veces ya, quienquiera que ese Maldred sea en los profundos niveles del Abismo. Está peor que tú, con todo el brazo vendado de ese modo. Y tú cojeas… y estás como una cuba. Vaya pareja de lisiados que formáis. Y esa elfa…

—Rikali es semielfa.

—También está herida. Y las ropas que lleva, toda esa pintura de la cara, todas esas joyas.

—Déjala fuera de esto.

—Todos vosotros apestáis más que un pescado de tres días.

Dhamon se encogió de hombros con expresión inescrutable.

—¿Dónde está Feril?

No obtuvo respuesta.

—¿Y esa… criatura?

—Trajín —repuso Dhamon, parpadeando al tiempo que intentaba enfocar con claridad a Rig.

—Es un… kobold. —La palabra sonó como si el marinero escupiera un pedazo de carne en mal estado—. Una rata de dos patas. Un condenado monstruo apestoso como aquellos contra los que Shaon y yo luchamos en más de una ocasión en las islas del Mar Sangriento y…

—Sí, lo es. Un fffobold. Pero trabaja para Maldred y es del todo inofensivo.

—Inofensivo. ¡Ja! Sois todos un maldito hatajo de ladrones por lo que respecta a Fiona y a mí. —Rig sacudió la cabeza con repugnancia, y el sudor salió despedido de su rostro—. Robar en el hospital. Quemar un establo y arrasar la mitad del pueblo al hacerlo. ¿Lo sabíais? La mitad de la población quedó reducida a cenizas. ¿Os importa? Y robar los caballos. ¿Dónde están nuestros caballos? Las monturas con las que llegamos a Estaca de Hierro. Tú abandonabas el pueblo montado en la mía la última vez que te vi. Tu elfa… semielfa… llevaba la de Fiona. ¡Nuestros caballos! Todo lo que veo es lo que estáis usando para tirar de ese viejo carromato.

—Vendimos esos caballos hace unos días en un campamento de fffandidos.

—¡Nos dejaste varados en esa ciudad enana! —El marinero agarró con fuerza el puño de la alabarda y entrecerró los ojos—. Ni siquiera habríamos estado allí si Fiona no hubiera oído que estabas en la zona, si no hubiera oído a lo que te estabas dedicando. Probablemente se le metió en esa linda cabecita suya que podía redimirte. ¡Ja! —Las venas de su cuello se hincharon hasta parecer gruesas cuerdas, y lanzó un profundo suspiro por entre los apretados dientes—. Eran unos caballos condenadamente buenos, Dhamon. Caros. Los que montamos ahora son…

—Si no recuerdo mal, conseguimos unas cuantas monedas de acero por vuestras monturas.

—Vaya, debería…

—¿Matarme? —La expresión de Dhamon se iluminó y se echó a reír, balanceándose hacia atrás sobre las caderas y perdiendo casi el equilibrio.

—Eso sería demasiado bueno para ti —fue la sucinta respuesta del otro, quien tras soltar una nueva bocanada de aire, añadió—: Demasiado fácil. Debería arrastrar tu miserable persona hasta la prisión y dejar que te pudrieras allí el resto de tu miserable vida. No están ni Palin Majere ni Goldmoon por aquí para salvarte. Y ni tú ni ese hombre que llamas Maldred tendríais la menor posibilidad de detenerme.

—¿Yo? ¿Detenerte? No por el momento, de fffodos modos.

Rig lanzó un gruñido desde las profundidades de su garganta y clavó los tacones en el polvo.

—No lo comprendo, Dhamon. ¿Qué te ha sucedido?

Los dedos del otro se pusieron a juguetear inconscientemente con un hilo que colgaba de su camisa. El alcohol había vuelto sus dedos torpes y sin tacto.

—El Dhamon Fierolobo que conocías esta muerto. Soy una persona diferente, Rig. Tienes que aceptar eso.

El marinero permaneció en silencio unos instantes, explorando el rostro del otro y aguardando a que siguiera hablando. Había visto a Dhamon Fierolobo andrajoso antes, cubierto con el polvo recogido durante una difícil travesía. Pero aquello era distinto; era mucho peor, tenía los cabellos enmarañados, el rostro sin afeitar, las uñas agrietadas y sucias. Rig se estremeció.

Cuando quedó claro que Dhamon no iba a ofrecer una explicación, el marinero lo apremió sobre otra cuestión.

—De modo que estás con esa mujer de ahí. Lo sé por el modo en que ella te observa. Una compañía interesante. Pero ¿dónde está Feril? ¿Sabe ella lo que estás haciendo?

Ante esa repetida mención de la kalanesti que en una ocasión Dhamon había afirmado amar, los oscuros ojos del otro centellearon furiosos, aunque luego bajó la mirada para estudiar la punta de su desgastada bota.

El marinero chasqueó la lengua, meneó la cabeza y por fin aflojó la mano que tenía cerrada alrededor del arma.

—Ya sabes que Fiona exigirá que regreses a esa ciudad y seas juzgado por lo que hiciste. Sería lo correcto. Por mi parte, creo que te colgarían. Y me parece que incluso yo los ayudaría.

—No, no lo harías. —Dhamon alzó la cabeza para mirar fijamente a Rig—. Además, no fffienso volver allí.

El otro cerró los ojos e intentó calmar su cólera, contó hasta tres, luego volvió a abrirlos y asintió:

—Sí, tienes razón. Pero sólo porque tengo demasiadas otras cosas de las que preocuparme en estos momentos que carretear a un sucio borracho de vuelta a través de las montañas. Simplemente no merece la pena tomarse tantas molestias por ti. Pero sería lo correcto. Lo más honroso. ¿Recuerdas esa palabra, Dhamon? ¿Honor? Lo decías muy a menudo. según el código de honor. Y conseguiste que creyera en ello.

—El honor es una palabra vacía, Rig.

Las siguientes palabras del marinero surgieron lentas, deliberadas y arrastradas.

—Me debes una explicación.

Dhamon echó la cabeza hacia atrás y clavó los ojos en el cielo nocturno. Un creciente número de nubes ocultaba la mayoría de las estrellas, pero unas pocas centelleaban entre ellas. Le pareció ver la llamarada de un relámpago y el destello, real o imaginado, lo hizo pensar en Ciclón, el Dragón Azul que había montado en el pasado cuando servía con los Caballeros de Takhisis.

—No le debo nada a nadie. Y me has zzzeguido hasta aquí para nada. Tus caballos ya no están. Y no me sacarás nada a cambio de ellos.

Notó que algunos de los efectos del alcohol se desvanecían, sintió unas punzadas en la cabeza y deseó tener la jarra al alcance de la mano para poder volver a embotar su mente. Echó una veloz mirada a Maldred… la jarra se hallaba a sus pies. No excesivamente lejos.

—Ojalá no hubiéramos encontrado este campamento. —Rig se palmeó el muslo, atrayendo de nuevo la atención de su antiguo camarada—. Ojalá Fiona y yo…

—Yo también desearía que no estuvierais aquí.

—Maldito destino.

—¿Qué, Rig? ¿Culpas al destino de que os encontréis en el mismo tramo de montaña? ¿Coincidencia? —Se produjo otro fogonazo en el cielo, éste real, y los ojos de Dhamon centellearon ante la posibilidad de lluvia. Sacudió la cabeza—. No creo en ese cuento de hadas. Creo que nos estabais buscando.

Rig lanzó un bufido, frotándose el puente de la nariz.

—Te crees tan importante —masculló; cerró los ojos y al cabo de un instante los abrió—. Tomamos el primer sendero decente que pudimos encontrar a través de las Khalkist y nos encontramos con unos mercaderes y les ofrecimos protección a cambio de ir con ellos. Aceptaron presurosos nuestra oferta, al parecer las gentes que aún tienen que cruzar estos desfiladeros están asustadas por los recientes atracos y contratan protección. Parece que hay una banda de salteadores que ha estado robando caravanas por toda esta cordillera: un hombre de gigantesca estatura, un rufián de melena negra, una mujer pintarrajeada y una… criatura.

—Culpable —interrumpió Dhamon, irguiendo los hombros como si se sintiera orgulloso.

—Los comerciantes nos llevaron hasta la siguiente ciudad y allí compramos un par de viejos caballos de tiro —dijo, señalando en dirección al sur, hacia donde Dhamon miró de reojo y distinguió dos enormes yeguas que, incluso en la oscuridad, resultaba evidente que no eran de tan buena raza como los animales que Rig y Fiona tenían en Estaca de Hierro—. Y luego seguimos adelante por este camino. Vimos vuestra fogata cuando decidimos parar a pasar la noche y pensamos en echar una mirada. Creímos que podríais ser los comerciantes que habíamos ayudado. Pero fue una pura coincidencia que nuestros caminos se cruzaran.

—Es una lástima que no fuéramos los mercaderes.

Rig lo miró fijamente durante varios minutos, con la frente surcada por una docena de pensamientos. Luego sus ojos se desviaron para observar a Fiona.

La solámnica estaba sentada sobre un tronco cerca de Maldred, lanzando de vez en cuando miradas en dirección a Rig y juntando las yemas de los dedos de ambas manos, un gesto que practicaba cuando se sentía incómoda. La semielfa permanecía detrás de la mujer, alternando entre inspeccionar a la dama y lanzar miradas coquetas a Dhamon, mientras paseaba junto a la carreta, balanceando las caderas y los hombros. El kobold estaba sentado con las piernas cruzadas al lado del hombretón, y sus relucientes ojos rojos estaban fijos únicamente en el marinero.

—Puedes compartir nuestro campamento esta noche, Rig —Dhamon rompió por fin el silencio; tenía la boca seca y lanzó otra veloz mirada a la jarra—. Esto es territorio ogro, y estáis más seguros con nosotros que solos, especialmente a estas horas de la noche. Por la mañana, cada uno seguirá su camino. Deberíais encaminaros de vuelta a Khur… si sois inteligentes.

—Me debes una explicación —repitió Rig con más energía, clavando los ojos en Dhamon—. ¿Por qué actúas de este modo? ¿Qué te sucedió?

—Y entonces, supongo, ¿me dejarás dormir un poco? —suspiró él.

El otro no dijo nada, pero siguió con la mirada fija.

—De acuerdo —cedió Dhamon—, Por los viejos tiempos. —Se instaló en una postura más cómoda, pero hizo una mueca al oír el escarbar de unos pies menudos.

—Dhamon va a contar una historia —anunció Trajín con regocijo, revelando que había estado usando su agudo oído para escuchar furtivamente su conversación.

El kobold escogió un sitio cerca de Dhamon, justo fuera del alcance de la alabarda de Rig, luego agitó los huesudos dedos para atraer la atención de Rikali. Sacó la pipa del anciano, ya llena de tabaco, tarareó una cancioncilla a su dedo y lo introdujo en la cazoleta, encendiéndola. Acto seguido, empezó a echar bocanadas, lanzando anillos de humo en dirección al marinero.

La semielfa se acercó en silencio, arrodillándose junto a Dhamon, al que rodeó los hombros con brazos lánguidos. Se arrimó a su cuello con expresión voluptuosa y guiñó maliciosamente un ojo a Rig.

El marinero miró al otro extremo del campamento, en dirección a Fiona, quien asintió como diciendo: Yo me quedaré aquí y no perderé de vista a Maldred. La dama volvió su atención de nuevo al hombretón, con la intención de averiguar algunas cosas sobre esa banda de ladrones.


* * *


—Tienes preguntas, dama guerrera —empezó Maldred, con expresión amable y la mano sana relajada sobre la rodilla. Dejó que el silencio se acomodara entre ellos antes de proseguir—. Lo leo en tu rostro. Es un rostro hermoso, uno que resulta fácil de leer a mis ojos cansados. Pero muestras algunas arrugas de preocupación muy poco estéticas. Todas esas preguntas que salen a la superficie. —Extendió la mano y le tocó la frente con ternura, allí donde el entrecejo se había fruncido pensativo—. Tu mente trabaja demasiado duro. Relájate y disfruta de la velada, finalmente empieza a refrescar un poco.

La postura envarada de la mujer demostró que no estaba dispuesta aún a hacer eso. La guerrera juntó las yemas de los dedos y se mordió el labio inferior.

—No te haremos daño.

—No os tengo miedo —respondió ella, casi con enojo; eran las primeras palabras que decía al desconocido.

—Ya lo veo —repuso él, enarcando una ceja, y su profunda voz era sedante y melódica, casi hipnótica, hasta el punto que Fiona descubrió que le gustaba oírla, y eso la alteró bastante—. Aunque, tal vez señora, deberías temernos. Algunos llaman a nuestra pequeña banda asesinos, y muchas gentes decentes de por aquí nos temen. No obstante, no alzaré un arma contra ti, a menos que tu impetuoso amigo de allí…

—Rig —dijo ella.

—Rig. Es cierto. ¿Un ergothiano, correcto? Dhamon ya lo había mencionado varias veces. Está muy lejos de casa. A menos que Rig empiece algo. —Trazó con el dedo el contorno de los dedos apuntalados de ella, capturando con sus ojos los de la mujer.

—Ya habéis hecho daño a gente —repuso la solámnica. Sacudió la cabeza negativamente cuando él le ofreció un trago de la jarra de alcohol, y se apartó con la mano un obstinado y sudoroso rizo del rostro—. En Estaca de Hierro matasteis a varios enanos. Caballeros. Y ardieron muchos edificios. —Cerró los ojos y dejó escapar un profundo suspiro, abriendo y cerrando las manos, como si sus dedos necesitaran hacer algo.

—Dama guerrera —volvió a dejarse oír la sonora voz musical del hombre. Ella se relajó un poco, abrió los ojos y se encontró mirándolo directamente a la cara. Su rostro parecía amable, aunque duro, y su nariz era larga y estrecha como el pico de un halcón—. Señora, jamás he matado a nadie que no lo mereciera o no lo pidiera alzando un arma contra mí o mis amigos. Toda vida es preciosa. Y si bien admito sin ambages que soy un ladrón, la vida es la única cosa que detesto robar. —Se aproximó más y sonrió cuando la expresión de la mujer se calmó; alzó la mano sana y se apartó otro rizo húmedo—. Señora, no te mentiré diciendo que soy un hombre recto. Pero sí soy leal. —Señaló a Dhamon y a Rikali—. Ayudo a mis amigos y me atengo siempre a mis principios. Hasta la muerte, si es necesario.

—Estaca de Hierro. La justicia exigiría…

La solámnica tenía problemas para conseguir articular todas las palabras necesarias y empezaba a perderse en la mirada del hombre. Parpadeó y se concentró por el contrario en su recia barbilla.

—Ah, sí, justicia —asintió Maldred, y rió con suavidad, melódicamente.

Los ojos de la mujer se entrecerraron, y el hombretón frunció el entrecejo y meneó la cabeza.

—Posees carácter. Tus cabellos son como llamas, tus ojos están llenos de fuego. Carácter y belleza, y apostaría a que habilidad con la espada, de lo contrario no tendrías esa armadura. Pero no desfigures tu rostro con pensamientos tan turbulentos. —Entonces sus ojos capturaron de nuevo los de ella y los retuvieron con una mirada fija—. La vida es excesivamente corta, dama guerrera. Es mejor que llenes tu mente con ideas agradables.

Ella sintió cómo sus mejillas enrojecían y se castigó mentalmente por mostrarse tan cortés con aquel apuesto bribón.

—Dhamon robó a caballeros heridos —dijo y su tono se tornó duro al instante.

—¿Y crees que habría que juzgarlo por eso? Yo no podría dejar que eso sucediera —interpuso Maldred—. Lo declararían culpable. Y entonces perdería a mi amigo.

—No lo entiendes. —La guerrera sacudió la cabeza, con los ojos fijos todavía en los de él—. No es por eso por lo que estoy aquí.

—¡Ah, ya veo! Estás aquí para redimir a tu viejo camarada. No es el mismo hombre que conociste. Pero es el Dhamon con el que he trabado una buena amistad.

Maldred volvió a ofrecerle la jarra, y en esta ocasión ella la aceptó, sorprendiéndose a sí misma y tomando un buen trago, para luego devolvérsela y echar una veloz ojeada al otro extremo del campamento en dirección a Rig, que parecía absorto en lo que fuera que Dhamon le contaba. Parpadeó, pues no estaba acostumbrada a bebidas alcohólicas, y ésta se le subió a la cabeza y le hizo sentir más calor que el mismo verano.

Hizo intención de reunirse con los otros, pues se sentía curiosamente vulnerable en compañía del hombretón, pero éste posó una mano sobre su rodilla, y el cálido y suave contacto fue más que suficiente para mantenerla en su lugar.

—No puedes redimir a Dhamon —dijo él.

—No estoy aquí para redimirlo —respondió ella, apretando los labios hasta formar con ellos una fina línea, mientras bajaba su mano hasta la empuñadura de su espada.


* * *


Rikali se acurrucó tan cerca de Dhamon como le fue posible, exhibiendo su afecto ante Rig. Acarició el contorno de la mandíbula de su compañero con las puntas de los dedos, luego su pulgar se alargó para frotar la cinta que rodeaba su cuello, cinta que sujetaba el diamante del enano que ella anhelaba poseer. La joya estaba oculta bajo la desgarrada camisa del hombre, y sus caricias amenazaban con dejarla al descubierto. Dhamon apartó de un manotazo las manos, y ella le dirigió una mirada hosca, aunque luego le guiñó un ojo y se entretuvo jugueteando con los cordones de las botas de su compañero.

—¿Es éste un relato que he oído ya, amor? No es que me importe escuchar siempre los mismos. Pero si se trata de uno nuevo, prestaré más atención.

—No existe una única cosa que cambie a un hombre —empezó Dhamon, negando con la cabeza al tiempo que miraba a Rig—. No hubo una única cosa que te convirtiera a ti en honrado y te hiciera dejar de ser un pirata.

—¿Y en tu caso? —inquirió él, devolviéndole la mirada.

—En mi caso fueron muchas cosas. Más de las que me gusta recordar o, tal vez, más de las que quisiera contar. Combatimos a los dragones en la Ventana a las Estrellas. Sobrevivimos, pero no vencimos. Nada puede derrotar a los dragones. Imagino que eso fue el principio de todo… comprender que jamás podremos ganar.

—¿El principio?

—Algo más sucedió muy lejos de aquí. No mucho después de que todos nosotros nos separásemos.

El marinero enarcó una ceja.

—Parece como si hubiera sido en el otro lado del mundo —dijo Dhamon pensativo—. En territorios de dragones. En un bosque gobernado por Beryl, la enorme señora suprema verde que algunos llaman El Terror. Desde luego que hubo terror —siguió él—. Y muerte. Y el relato es bastante largo.

—No tengo que ir a ninguna parte.

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