10 Rostros perdidos para siempre

Trajín hurgó con el extremo de su jupak en las cenizas de troll y refunfuñó:

—Trajín, haz esto por mí. Trajín, lleva esto. Trajín, quédate aquí. Trajín… apestas cuando te mojas. Trajín, deja de jugar con el fuego. Trajín, Trajín, Trajín. —Dio una fuerte patada al suelo de baldosas—. Mi nombre es Ilbreth.

Sus ojos rojos relucieron como tizones en la cada vez más oscura cueva y se fijaron en la columna más próxima, que lucía las imágenes de sacerdotes y guerreros religiosos.

—Y puesto que nadie vigila a Ilbreth, éste podría muy bien coger lo que quisiera.

Se acercó audaz hasta el pilar, moviendo los ojos a toda velocidad de un hueco a otro para asegurarse de que Maldred y Dhamon no regresaban ya, y luego empezó a trepar. Cuando llegó a la altura del rostro del primer sacerdote, hundió las afiladas zarpas en las cuencas de los ojos y arrancó pedazos de ónice. Los examinó, sonriendo al comprobar que eran notablemente lisos y grandes. Un poco más arriba encontró unas perlas que hacían las veces de pupilas en otro rostro espectral, también de buen tamaño. Moviéndose veloz de un lado a otro, sacó varias bolas de oro y latón bruñidos de la parte posterior, que resultaban agradablemente pesadas.

Sólo los dos pilares, situados más cerca del altar tenían tales tesoros. Trajín supuso que, en el pasado, otros visitantes habrían cogido también cosas, aunque tal vez luego fueron obligados a marchar antes de hacerse con el resto de los tesoros o… bueno, no se le ocurría otra razón para que no se lo hubieran llevado todo. Sólo cuatro pares de ojos eran piedras preciosas; los restantes eran de metales preciosos que, sospechó, habían forjado los mismos enanos, tal vez con mineral extraído de esa misma montaña. Las bruñidas bolas tintineaban entre sí agradablemente dentro de su bolsillo, y se inventó el juego de introducir los dedos en él, nombrando los metales —oro, plata o bronce— y ver si sacaba una del metal nombrado. Pero el juego no duró mucho, y no tardó en cansarse de él.

Transcurrida casi una hora, la cueva se tornó más oscura aún, y la lluvia que repiqueteaba contra las rocas del exterior empezó a sonar amenazadora. Trajín se sentía como un conejo nervioso en un profundo agujero oscuro e imaginó que las gotas de lluvia eran pisadas de trolls y cabreros y enanos ansiosos de joyas procedentes del lejano valle de los cristales, que acudían a robarle sus valiosos ojos de metal.

—No me gusta esta oscuridad —farfulló para sí.

Aunque el kobold poseía una visión extraordinaria que le permitía ver a través de las tinieblas, detestaba la noche, pues toda clase de cosas horribles salían al exterior al ponerse el sol.

—Un fuego —decidió—. Encenderé un fuego y estaré bien y calentito y además iluminará la cueva para mí.

Se frotó los hombros. Desde luego, se dijo, aunque estaban en la mitad de un muy caluroso verano, empezaba a hacer un poco de fresco ahí arriba.

—Agradable y calentito y, además, podré ver.

Paseó por la cueva en busca de algo que quemar. No quedaba gran cosa de los trolls. El altar estaba construido con una especie de suntuosa piedra negra que resultaba suave al tacto y que desde luego no tenía la menor posibilidad de arder. Tampoco registraba el menor calor, lo que acobardó al kobold, pues lo consideró anormal. Su jupak estaba hecha de madera, pero no tenía intención de sacrificarla. El arma había sido adquirida a un kender que le había ofrecido su amistad años antes y contra el que Ilbreth se había vuelto, matándolo durante las negociaciones sobre cierto tesoro adquirido de manera dudosa. Así pues, la criatura escogió finalmente uno de los pilares del centro para encenderlo, el que mostraba figuras talladas de guerreras enanas. No lo consideraba tan artístico como los otros, no tenía ningún ojo de metal, y daba la impresión de que ardería muy bien.

Tras sentarse frente a la columna, recorrió con el dedo el contorno de una fea arpía que sin duda tenía más músculos que cerebro para poder soportar a todas las otras encima de sus hombros. Echó una nueva ojeada a los nichos y, empezó a tararear una cancioncilla mágica que Maldred le había enseñado; de hecho, era el primer hechizo que su amigo le había enseñado y, además, resultaba ser su favorito. Buscó la chispa que había en su interior, la esencia mágica que Maldred dijo que había percibido cuando encontró al kobold en el desierto. Al notarlo, su canción aumentó de volumen y fue interrumpida por una especie de gárgaras que no formaban parte del conjuro pero que él añadía para impresionar. Sintió cómo la energía fluía desde su pecho a los brazos, de allí a los dedos, y al rostro de la enana tallada en la columna.

—Danos un poco de luz —dijo a la talla.

Instantes después, la figura tallada empezó a arder. Despacio al principio, ya que las llamas tenían dificultades para prender debido a que la madera era tan compacta, vieja y seca. Pero Trajín fue perseverante y sopló sobre las llamas: era un gran experto en encender fuegos. Luego se recostó, satisfecho, cuando el fuego engulló el pilar.

No era más que una columna, se dijo, aunque ardía deprisa y con fuerza. Todavía quedaban cinco para rendir homenaje al desaparecido dios de los enanos. ¿Qué nombre le había dado Dhamon? ¿Rocas? No. ¿Rork? El kobold paseó alrededor del pilar, calentándose las manos y acercando el rostro para atrapar el agradable calor. Su mirada vagó a los otros rostros tallados en piedra. El bailoteo de las llamas daba a los rostros la impresión de que reían, y Trajín se unió al festejo, riendo agudamente, al tiempo que resoplaba y danzaba, fingiendo orar a Rork, el dios de los enanos esculpidos. Al kobold le gustaba bailar, aunque no cuando Maldred andaba cerca. El baile era algo frívolo, y la criatura hacía todo lo posible por ofrecer una imagen seria y aplicada a su señor y mentor. Pero el hombretón no estaba aquí, de modo que danzó más deprisa y con más frenesí hasta que el pecho le ardió por el esfuerzo y la altura.

Jadeante, se acercó a los rostros de piedra que reían, con lo que su sombra oscureció algunas y las volvió tristes. Pasó los dedos por sus facciones y creó otro juego para pasar el rato. Empezó a poner nombre a cada rostro que tocaba: Sonriente Lars, Sonriente Dretch, Sonriente Riki, Lloroso Mo…, a uno que parecía mirarlo directamente con expresión apenada.

Luego patinó hasta el negro altar y se puso a realizar su otra magia, el hechizo que le permitía tomar la forma de varias criaturas. En cuestión de minutos, adoptó el aspecto de Sonriente Lars, aunque dio a su rostro el saludable color sonrojado que imaginaba habría tenido el enano de estar vivo. Para mayor diversión, tomó la imagen de Sonriente Dretch y dejó que su piel permaneciera de un tono gris piedra.

Pero también se cansó rápidamente de ese juego y regresó al pilar que se consumía. Las llamas habían alcanzado la figura tallada en la zona más alta y ardían muy deprisa.

Consideró el aroma casi agradable, mucho mejor, al menos, que el de la carne de troll y el del perfume con el que Rikali se había empapado. Olfateó e intentó imaginar a qué sabría un jabato asado en el fuego de la columna. Como no consiguió decidirse, se dio por vencido y regresó a la simple contemplación de las llamas, hipnotizado por ellas.

—Maldred dice que juego demasiado con vosotras —les dijo—. Pero yo no lo creo. Realmente me gusta el fuego.

Al poco rato se hallaba a pocos centímetros de otro pilar, y luego sentado frente al rostro tallado de un enano anciano con unas profundas arrugas talladas en la madera y ojos que bizqueaban; otro que tampoco había tenido ninguna joya valiosa.

—No me mires de ese modo —dijo Trajín—. Oh, ¿no quieres hacerme caso, eh? Muy bien, pues tendré que quemarte también a ti.

Empezó a canturrear, buscando la chispa, para enseguida sonreír de oreja a oreja cuando la vieja talla empezó a arder.


* * *


Maldred y Fiona descendieron con cautela por una escalera cuyos tramos eran a veces sinuosos y circulares y luego profundamente angulosos y empinados. Parecía descender eternamente en las tinieblas, y los peldaños estaban lisos merced a sus muchos años, y brillantes debido a los muchos pies que habían pisado su superficie. Llevaban más de una hora bajando, deteniéndose en nichos ocupados por estatuas de madera y piedra de Reorx. Bajo las figuras había cuencos de cerámica con ofrendas tan antiguas y quebradizas que era imposible identificarlas. Mientras seguían adelante, intentaban calcular a qué distancia se hallaban por debajo de la gran sala.

—¿Me pregunto cuántos años tiene esto? —dijo Fiona, pensativa.

Pasaba los dedos por la pared, donde encontró más tallas de rostros enanos. Muchas de las bocas de las figuras tenían forma redonda, de modo que tomó la antorcha que Maldred sostenía y la insertó en una de ellas, que evidentemente estaba pensada para actuar como candelabro de pared. Luego sacó la última antorcha de su morral y la encendió.

—Yo la llevaré un rato —dijo a su compañero—. Pero no podemos seguir andando mucho más o tendremos que regresar a oscuras. Así que… ¿qué edad crees que tiene?

—Cientos y cientos de años, tal vez. A lo mejor mil —respondió él por fin, deteniéndose también a examinar un rostro parecido a uno que había visto en una columna del piso superior—. Donnag y su gente hace mucho tiempo que reivindican estas tierras. Y es muy consciente de lo que comprenden sus posesiones, como un dragón codicioso que puede dar cuentas de cada moneda de su tesoro, pero estoy seguro de que no conoce la existencia de esto. De lo contrario, yo también habría oído hablar de ello. Se lo daremos a conocer cuando regresemos, puede que cogiendo una de las estatuas de madera más pequeñas del dios como prueba, y se alegrará mucho de esa información. Y tienes razón. Deberíamos pensar en regresar junto a Trajín. Tardaremos un poco en volver a subir.

—Mil años —repitió ella—. Los dioses estaban muy activos entonces.

—Krynn está mejor sin ellos.

Maldred miró al suelo. Debían regresar. Llevaban más de una hora fuera. Tal vez dos. Y tardarían más que eso en ascender todo lo que habían bajado. Pero parecía como si los peldaños no siguieran adelante mucho más.

—Tal vez un poco más. —Luego lanzó una carcajada—. Me pregunto si esto nos llevará al pie de las montañas, o debajo de ellas. No me sorprendería. —Le hizo una seña para que lo siguiera—. ¡Tal vez salgamos cerca de Bloten! Te llevaría directamente a Sombrío y él te arreglaría la cara en un…

—¿Qué pasaría con Rig? Y Trajín está arriba…

—Son adultos. —Le acarició la barbilla—. Estarán perfectamente y, si es necesario, pueden encontrar por sí mismos el camino de vuelta. Además, Dhamon y Rig están juntos. Y sé con seguridad que Dhamon regresará a casa de Donnag.

Dicho esto empezó a bajar los peldaños.

Ella lo siguió, sosteniendo con una mano la antorcha, mientras con la otra palpaba la pared y tocaba las imágenes talladas allí. Una pregunta molesta daba vueltas por su cabeza y, finalmente, la expresó en voz alta.

—¿Cómo puedes decir que Krynn está mejor sin sus dioses? Los dioses nos dieron tanto. Y Vinas Solamnus que fundó mi Orden…

—Los dioses jamás hicieron nada por mí —repuso él con suavidad—. Lo cierto es que me alegro de que se hayan ido. —Se detuvo al oír un grito agudo que resonó hacia arriba, y extendió la mano hacia atrás por encima del hombro para agarrar la empuñadura de su espada. Se relajó cuando un murciélago enorme pasó volando junto a ellos—. Aunque supongo que los dioses mantenían a raya a los dragones.

Se oyó una fuerte inhalación de aire a su espalda, y se volvió. Fiona, dos peldaños por encima, lo miraba directamente a los ojos.

—No me gusta el modo en que hablas, Maldred. Los dioses son importantes para Krynn, y creo que regresarán —anunció, estirando la barbilla al frente—. Tal vez yo no viviré para verlo. Pero sucederá. Y los enanos volverán a usar este templo. Desde luego me gustaría pensar que así será. Imagino sus profundas voces resonando en oración a Reorx. —De improviso parpadeó y sacudió la cabeza—. ¿Dónde está Rig, a todo esto?

Él le acarició la punta de la nariz con los dedos y clavó la mirada en sus ojos.

—Rig no importa, y deberías abandonar toda idea de casarte con él —dijo Maldred, con voz sonora y melódica, encantadoramente dulce—. Dama guerrera, sólo tienes que preocuparte por mí y por averiguar qué hay al final de estos inacabables peldaños.

Ella descubrió que volvía a disfrutar con su conversación, como había sucedido la primera noche que habló con él junto a la fogata del campamento. Sus ojos centelleaban entonces, y ahora… la luz de la antorcha caía sobre ellos justo en el lugar apropiado.

—Preocuparme sólo por ti —repitió, y volvió a seguirlo, descendiendo por los desgastados peldaños.


* * *


—Cerdos, esto no se acaba nunca, amor —protestó Rikali al detenerse para friccionarse la parte posterior de las piernas—. Ya fue bastante mala toda esa ascensión a la montaña. Era previsible que no fuera tan empinada, dado que fue construida por enanos, con esas piernas cortas y rechonchas que tienen. ¡Apuesto a que conducen directamente al Abismo! ¡Mi hermosa casita no tendrá unos peldaños tan empinados! No tendrá ni un peldaño.

—No hace mucho pensabas que explorar era una buena idea —contestó él—. En realidad, creo que fue idea tuya.

—Una mujer puede cambiar de idea, amor.

Dhamon siguió descendiendo, echando ojeadas a la pared donde detectó tallas de enanos, tan trabajadas como las de la gran sala superior. Éstos eran sólo rostros, sin embargo, como en lo alto de la escalera. Eran figuras enteras, presentadas de lado, como si descendieran los peldaños con él. Observó a una con una barba corta, y recordó a Jaspe.

—Ojalá Jaspe estuviera aquí para ver esto —reflexionó.

Se dio cuenta de que había algo escrito sobre las figuras y descifró algunas de las palabras, entrecerrando los ojos al comprender su significado.

—Bueno, por lo que me contaste de él, probablemente no le habrían gustado estos peldaños tampoco.

Jaspe jamás se quejaba tanto, pensó Dhamon.

—No recuerdo que él se quejase jamás por tales cosas —dijo Rig en voz alta.

Sus palabras arrancaron una inaudita y gran sonrisa a los labios de su compañero.

—No puedo imaginar que esta escalera continúe mucho más allá, Riki. De hecho…

Se detuvo y miró con más atención las tallas más próximas, como lo había hecho en lo alto de la escalera. Más escrituras. Acercó la antorcha para distinguir mejor las palabras y recorrió las más borrosas, fragmentos de frases, con las yemas de los dedos.

Por entre las palabras que siguió leyendo mientras descendía unos cuantos peldaños más había tallas de enanos cavando en la tierra, seguida por enanos que construían hogares subterráneos y se convertían en mineros.

—Parece una especie de diario —explicó Dhamon—. En realidad, estoy muy seguro de que eso es lo que es. Kal-thax dejamos atrás en este día. El clan calnar a las montañas Khalkist para excavar un nuevo hogar. Nueva Esperanza se llamará. Thorin. —Aspiró con fuerza—. Si recuerdo bien lo que Jaspe me contó sobre la historia de su raza, eso remontaría este lugar al dos mil ochocientos antes del cataclismo. —Silbó en voz baja—. Este lugar es realmente muy viejo.

—¿Y cómo sabes que no fue más tarde, y ellos se limitan a recordar los viejos tiempos? Además ¿quién escribiría un diario de piedra? Demasiado trabajo si me preguntas a mí. —No obstante sus palabras, Rikali intentaba fingir interés en las figuras talladas, pensando que podría complacer a Dhamon.

—Porque puedo ver el final de estos peldaños. Y porque las tallas de la parte superior son más borrosas aún que éstas, más antiguas, y hablaban de la forja de la Gema Gris y la construcción de Kal-thax. De modo que esto es más reciente y está escrito en presente, no escrito como si fuera historia. Todo está escrito de ese modo.

—Espera, amor. —Rikali posó ambas manos sobre la pared—. Está más fría aquí.

—Estamos bajo tierra —bufó Rig—. Hemos andado durante más de una hora. Tal vez dos.

Pensaba en Fiona, sospechando que estaba en la cueva sobre sus cabezas aguardando impaciente a que regresaran. No le gustaba la idea de que estuviera sola con Maldred, aunque se dijo que no debía sentirse celoso, que Fiona lo amaba realmente, que se casarían al cabo de poco tiempo y se irían lejos de esos ladrones. No obstante, no conseguía mantener sus sospechas a raya por completo, y tampoco podía evitar desear haber ido con Fiona en lugar de con Dhamon y aquella parlanchina de Rikali.

La semielfa meneó la cabeza y subió corriendo una docena de peldaños para apretar las manos contra el muro. Luego volvió a bajar.

—Está mucho más frío aquí, te lo aseguro.

Dhamon palpó en derredor y localizó humedad en un punto.

—Hay un río subterráneo detrás de esta pared —anunció—. Tal vez sale al exterior abajo y podemos darnos un baño. Quitarnos toda esta sangre de troll.

—¡Oh, me gusta esa idea, amor!

Dhamon descendió lentamente, sin hacer caso de la petición de la mujer para que se diera prisa y pudieran quitarse la porquería de encima y encontrar las cosas de valor que sin duda debían de estar en algún punto de ese lugar. Tampoco prestó atención a la queja de Rig de que todo eso era muy interesante pero que no los llevaría de vuelta a Bloten más deprisa y que llegarían con retraso a reunirse con Fiona en la sala situada mucho más arriba.

—Aquí —señaló Dhamon—. Esta es la última de las tallas, y están mucho más marcadas, no son tan viejas, sin duda alguna. Tallada hará unos ochocientos años más tarde que las últimas que os mostré, si comprendo la historia. —Había imágenes de enanos y una fragua, una réplica de un enorme martillo—. El Martillo de Reorx —musitó Dhamon—. Eso es su forja, unos dos mil años antes del Cataclismo. La Era de la Luz, creo que la llamaban. El martillo que aparece aquí se usó mil años después de su forja para crear la Dragonlance de Huma.

Rig estaba sinceramente interesado, pues las armas de cualquier clase eran su pasión.

—Más tarde recibió el nombre de Mazo de Kharas, ¿no es así? El nombre de un héroe de la Guerra de Dwarfgate.

—¿Cómo podéis hablar tanto de enanos? Estoy harta de ellos.

—Tal vez fue forjado en algún lugar de ahí abajo —dijo Rig, con un dejo de excitación en su voz.

—Yo sólo quiero encontrar unas cuantas chucherías bonitas para mí, algo valioso, y darme un buen baño.

—Riki, toda esta montaña es valiosa.

—Pero no me la puedo meter en el bolsillo, ¿no es cierto, amor? No me la puedo colgar al cuello.

—Para los enanos, esto sería inestimable —repuso Dhamon con un profundo suspiro—. También para los historiadores.

—Para Palin —añadió Rig.

—Pensaba que querías regresar a Bloten. —La semielfa carraspeó—. Yo desde luego sí que lo deseo. Estoy cansada de… Espera. —Rikali posó una mano sobre el hombro de Dhamon—. Huelo algo. Antes ya me pareció que olía algo, huele más fuerte ahora. —Se volvió y miró escalera arriba, al extremo superior que no había conseguido ver minutos antes; pero ahora los peldaños resultaban tenuemente visibles para su aguda vista debido a una suave iluminación que se filtraba desde las alturas—. ¡Creo que huelo a fuego!

—¿Fuego? —inquirió el marinero, girándose al tiempo que entrecerraba los ojos para ver lo que fuera que la mujer miraba, aunque no vio otra cosa que oscuridad a lo lejos—. Los trolls habían dejado de arder cuando empezamos a bajar.

—Creo que ella tiene razón —indicó Dhamon, olfateando el aire.

—Pero ¿qué puede estar ardiendo? —preguntó la semielfa, y entonces sus ojos se abrieron de par en par—. ¡Trajín! —exclamó.

Empezó a subir los peldaños, pero se detuvo en seco cuando la caverna tembló con una nueva sacudida. En esta ocasión el temblor no provenía de abajo, como había sucedido con todos los anteriores. Éste se había originado arriba.


* * *


Trajín no estaba seguro de cómo había conseguido que ardieran las seis columnas. Estaban demasiado separadas para que las llamas se hubieran extendido por sí solas, de modo que él debía de haber hecho algo para ayudarlas.

Se rascó la cabeza. Recordaba haber encendido dos o tres, tal vez fueran cuatro, eligiendo las cabezas de la zona inferior para asarlas. Pero desde luego no todas las columnas. ¿O lo había hecho? Quizá sencillamente había perdido la noción del tiempo. Tal vez se había enfrascado tanto en la nueva danza que había creado —su danza de las llamas como la había denominado— que había dejado que todo lo demás se le fuera de la cabeza.

Aunque tampoco importaba. Las hogueras se consumirían por sí mismas con el tiempo, o tal vez el viento arreciaría y arrastraría algo de lluvia al interior con lo que el agua acabaría por apagar el fuego. Desde luego estaba lloviendo con más intensidad, oía caer el agua con claridad, y el viento soplaba con fuerza.

Las hogueras se extinguirían y, al hacerlo, a todos se les haría un gran favor. Porque, si había joyas u oro escondidos en el interior de aquellas columnas talladas, sin duda lo encontraría cuando revolviera las cenizas. Maldred se sentiría sumamente complacido.

—No, no lo estará —farfulló el kobold para sí—. Me dirá que deje de jugar con conjuros de fuego.

Se sentó y contempló las llameantes columnas, intentando sentirse avergonzado por el incidente, aunque en realidad se sentía asombrado por la gran hoguera que había originado.

Alrededor de él los rostros enanos reían, con las sombras y la luz jugueteando sobre sus grotescas facciones. La criatura se dijo que Maldred tendría que admitir que había infundido vida a las esculturas.

Alzó la mirada y vio cómo las llamas danzaban a lo largo del techo mismo de la caverna, donde descansaban los extremos superiores de las columnas, con sus coronados reyes enanos que apenas eran otra cosa que leña. Resultaba increíblemente hermoso. El rojo y el naranja, el blanco y el amarillo.

Unos colores tan vivos y todo debido a él. Trajín sonrió de oreja a oreja, luego frunció el entrecejo al recordar que intentaba reprenderse por su mal comportamiento.

Entonces su boca se desencajó cuando el primer pilar se desplomó, lanzando ascuas por todas partes, y él corrió a ocultarse detrás del altar en forma de fragua para protegerse. Con un fuerte siseo y un estallido, el segundo también se vino abajo, y los trozos desprendidos ardieron sobre el suelo. Trajín sacó la cabeza por encima del altar y sus ojos se desorbitaron. Parecía como si la imagen del dios del suelo estuviera iluminada con sonrisas, satisfecha con su llameante magia.

Por un instante el kobold pensó que todas las columnas caerían y se consumirían antes de que Maldred regresara, en cuyo caso podría barrer las cenizas fuera de la entrada de la cueva y nadie lo sabría. Pero el hombretón advertiría que las columnas de madera habían desaparecido y olería el aroma a madera carbonizada.

—Maldred se enfurecerá —farfulló en voz baja—. Se pondrá realmente furioso. A lo mejor consigo convencerlo de que fue un accidente.

Luego se agachó cuando el tercer pilar se consumió, y el cuarto cayó también con un sonoro silbido. Volvió a sacar la cabeza y lanzó un suspiro de alivio. Los últimos dos tardarían un poco aún en consumirse. Sin duda les había prendido fuego bastantes minutos después de los otros.

Entonces el kobold levantó los ojos al techo, donde el fuego iluminaba enormes grietas que se habían formado, y más enanos tallados que no había visto antes.

—No se me había ocurrido que las columnas sostuvieran el techo —admitió—. Pensé que se trataba de simple decoración.

Las fisuras se ensancharon mientras Trajín observaba, y entonces el kobold se puso en pie y retrocedió, moviendo sus ojos veloces entre los dos huecos en sombras y la entrada de la cueva.

—Éste no es buen lugar donde estar —se advirtió a sí mismo, al oír que la piedra gemía y chasqueaba—. No es un buen lugar en absoluto. Tengo que salir de aquí. —La única pregunta que persistía en su infantil cerebro era en qué dirección hacerlo.

Dirigió una ojeada a la entrada. Era la apuesta más segura, pero también la más húmeda. Lanzó otra ojeada al hueco por el que Maldred y Fiona habían desaparecido; había que advertir a Maldred, al fin y al cabo era el amo del kobold y su mentor. Pero el hombretón se enfurecería y regañaría a Trajín y tal vez incluso lo castigaría.

Su mirada fue hacia el hueco por el que se había marchado Dhamon. Estaba más cerca, por una cuestión de centímetros. Bueno, tal vez, no mucho más cerca, pero Dhamon probablemente no le chillaría.

Cuando las grietas aumentaron de tamaño y las rocas gimieron con más fuerza, y cuando el polvo de roca empezó a caer con tanta fuerza como la lluvia en el exterior, el kobold giró en redondo, y sus diminutos pies corrieron sobre las baldosas con la misma velocidad con que el corazón le martilleaba en el pecho. El primer pedazo grande de techo golpeó el suelo cuando aún le quedaban algunos metros que recorrer.

Retumbó contra el suelo, lanzando fragmentos que volaron por los aires, Trajín perdió el equilibrio y cayó hacía adelante, agitando brazos y piernas en busca de algo a lo que agarrarse. Luego se desplomó otro trozo y toda la cueva empezó a temblar, mientras las paredes se bamboleaban y los rostros tallados de los enanos se disolvían. Risueño Lars y Risueño Dretch se convirtieron en polvo de roca.

Con un supremo esfuerzo, consiguió arrodillarse y gatear, moviéndose tan deprisa como le era posible; hizo una mueca de dolor cuando la primera piedra del tamaño de un puño lo golpeó, al tiempo que caían más trozos del techo. Consiguió llegar al hueco de la pared justo cuando el mundo parecía estallar alrededor. Sin pensarlo dos veces, se lanzó por la empinada escalera, disculpándose profusamente ante los enanos tallados junto a los que pasaba y concentrándose al mismo tiempo en una tenue luz que distinguía muy abajo, y que esperaba fuera la antorcha que Dhamon llevaba.

Los peldaños eran sumamente empinados, pero el miedo espoleó al diminuto kobold, mientras la montaña seguía retumbando, y rocas y polvo de roca eran arrojados escaleras abajo tras él. Le pareció que llevaba corriendo una eternidad cuando dio un traspié en un peldaño medio desmoronado y cayó de cabeza varias decenas de metros antes de conseguir enderezarse, con el cuerpo convertido en una masa dolorida. No obstante, se puso en pie y siguió corriendo, mientras la montaña continuaba temblando.

El aire estaba muy viciado en la escalera, con un olor mohoso, teñido con el aroma de las rocas. Y él tenía un sabor curioso en la boca, debido a la gran cantidad de polvo que había ido a parar a su interior. No prestó la menor atención al sabor. La luz del fondo se balanceaba ascendiendo para ir a su encuentro, y él redujo la velocidad y casi se detuvo, pues estaba agotado. Soltó un suspiro de alivio cuando el humano apareció ante sus ojos.

—Dhamon Fierolobo —jadeó Trajín—. Me alegro tanto de encontrarte.

Rikali siseó furiosa y apartó a Dhamon, agarrando al kobold por la garganta y zarandeándolo con fuerza.

Trajín farfulló algo, agitando los brazos en el aire, mientras sus pulmones se esforzaban por bombear aire.

—Suéltalo, Riki.

—Dhamon, esta rata insignificante ha hecho algo y tú lo sabes muy bien.

Volvió a zarandear a la criatura y luego lo soltó sobre el peldaño. El kobold jadeó con fuerza, más para impresionar que debido a un dolor real; intentó atraer la atención de Dhamon, pero ahora el humano corría escaleras arriba, y sus pies resonaban con fuerza en los peldaños, llevándose la luz con él, hasta que por fin se detuvo. Al cabo de un buen rato, el humano regresó con expresión lúgubre.

—Ha habido un derrumbamiento —informó—. Y creo que es imposible que un pequeño kobold lo haya provocado.

Rikali siguió mirándolo enfurecida.

Trajín tosió y fingió estar herido y que le costaba respirar.

—Es lo que intentaba deciros —empezó a explicar—. Esos trolls. Pensabais que los habíais quemado. Yo creía que los habíais quemado. No eran más que cenizas. Pero ese brazo que arrojaste por la boca de la cueva. —Trajín señaló a Rig—. Se arrastró de nuevo al interior de la cueva y empezó a crecer otro enorme troll de su extremo. Intenté acabar con él con mi jupak, pero era demasiado para mí. Luego empezó a revolverse por entre las cenizas, se encendió, y yo creí que se destruiría a sí mismo. —Hizo una pausa, aspirando aire con dificultad para seguir fingiendo que estaba herido.

—Sigue —instó.

El kobold comprendió por la expresión del otro que el marinero creía su historia, y se dijo que lo mejor sería dejar que pensara que todo era culpa suya por arrojar el brazo fuera. Además, Trajín consideró que podría haber sucedido de ese modo. La extremidad probablemente habría regresado a la cueva si ésta no se hubiera derrumbado primero, y todo podría haber pasado tal como él lo contaba.

—Bueno, pues, el brazo del troll golpeó uno de los pilares y éste se incendió. No tardaron en arder todos. No pude apagarlos, y bajé corriendo para buscaros… y justo a tiempo, podría añadir. Las columnas debieron derrumbarse e hicieron caer la cueva con ellas.

Dhamon se mostró escéptico, pero no dijo nada. Rikali, que seguía siseando, ascendió pesadamente unos cuantos peldaños para mirar al frente y luego volvió a bajar corriendo.

—¿Qué vamos a hacer? —inquirió nerviosa la semielfa.

—Hemos de seguir bajando —dijo Rig, señalando la antorcha, que Dhamon le entregó.

—¿Bajar? ¡Cerdos, no puedes decirlo en serio!

—Hay demasiadas rocas ahí arriba —indicó Dhamon mientras seguía a Rig—. Esperemos hallar una salida al exterior ahí abajo.

—¿Y si no la hallamos, amor?

Él no contestó.

—¿Y qué sucede con Maldred? —repuso pensativa la mujer, mientras seguía despacio a la comitiva.

Maldred estará furioso —pensó Trajín—. Si es que sigue vivo.


* * *


Cuando sintió estremecerse la montaña, Maldred miró hacia arriba. Las paredes se agrietaban, y los rostros tallados en ellas se retorcían para adoptar formas extrañas que ya no recordaban enanos. Muchos metros más arriba, la antorcha que Fiona había encajado en un soporte se desprendió y desapareció, extinguiéndose su luz.

El hombretón sujetó a la solámnica de la mano y descendió corriendo los últimos peldaños, haciendo una mueca cuando rocas que se desprendían del techo lo golpearon.

—¿Estás bien? —preguntó a su compañera, sin aminorar el paso y tirando de ella para que avanzara más deprisa.

—¡Sí! —A la mujer le costaba mantenerse a su altura.

La montaña continuó temblando y escupiendo rocas al tiempo que los rociaba con el polvo que inundaba el aire y les obligaba a toser.

—¡Rápido! —instó Maldred.

Entonces, de improviso, sus pies trastabillaron cuando un peldaño se desmoronó bajo su cuerpo. Soltó la mano de la mujer, pero era demasiado tarde, y ella cayó con él. Rodaron los últimos quince metros de escalera, con sus cuerpos chocando entre sí, y la antorcha escapó de la mano de Fiona, chamuscando su túnica y la carne, para a continuación apagarse en medio de una lluvia de piedras y polvo y dejarlos sumidos en la oscuridad más absoluta.

La mujer oyó el chillido de los murciélagos, aterrorizados, tal vez cientos de ellos. Luego ese sonido se apagó y oyó la respiración de Maldred. Extendió los dedos para explorar, encontró piedras, el borde de las escaleras, luego palpó el pecho del hombre, increíblemente ancho y musculoso pero que ascendía y descendía veloz. Su compañero se apartó de ella, tanteando con los pies y apartando rocas, para a continuación incorporarse y localizar una pared en la que apoyarse.

—¿Fiona? —jadeó.

—Aquí —respondió ella.

La mujer apartó a un lado las piedras que habían aterrizado sobre ella, se palpó las piernas para asegurarse de que no estaban rotas, y luego se puso en pie y buscó a tientas, hasta que sus dedos tocaron los de él. El hombretón no se apartó ahora.

—¿Estás herido, Maldred?

Él negó con la cabeza, pero comprendió al instante que ella no podía verlo.

—Dolorido —respondió—. Eso es todo.

—Está tan oscuro —repuso ella mientras se colocaba a tientas detrás de él y palpaba la pared al tiempo que buscaba con el pie y localizaba el último peldaño—. Hemos de salir de aquí de algún modo.

—No será subiendo. —La acercó a él y le tocó la herida de la mejilla que le había producido el troll; ésta volvía a sangrar—. Ese camino ha quedado sellado con el derrumbamiento.

—¿Lo ves?

—Lo percibo.

—¿Cómo?

—Puedo hacerlo, eso es todo —respondió él, con un leve deje de irritación en la voz.

—¡Rig y Dhamon!

Maldred cerró los ojos y canturreó, dejó fuera sus preguntas y palpó la pared a su espalda, con los dedos de una mano extendidos sobre ella, y los de la otra sujetando los de Fiona para que no se moviera. Llevaba a cabo un hechizo, uno sencillo para él, pero de gran importancia para ambos. En cuestión de segundos, introdujo sus sentidos en la piedra y su mente fluyó por la roca, ascendió por los peldaños cubiertos de cascotes, atravesó una gruesa pared de rocas caídas y penetró en la estancia que ya no era una estancia. Era como si la cima de la montaña se hubiera desprendido y derramado sobre lo que quedaba del templo de Reorx.

—No Trajín —musitó, y a continuación su mente rebuscó entre las piedras, esperando hallar el cuerpo aplastado del kobold—. No aquí. No aquí. No está muerto.

Fiona escuchaba su voz, comprendiendo que había lanzado un conjuro, y sorprendida ante su habilidad para hacerlo, pues lo había considerado un simple bandido. Sin embargo, no se sentía ofendida por ese secreto que le había ocultado, sino más bien complacida, pues significaba que tal vez podría hallar un modo de salir. Quiso preguntarle por Rig y Dhamon, pero aguardó, temiendo estropear su magia.

—Bajemos por aquí —susurraba para sí el hombretón, con voz casi melódica.

Su mente fluyó por lo que quedaba de otra arcada, se deslizó tras peñascos, acarició las destrozadas imágenes que habían sido talladas con tanto esmero siglos atrás en paredes destruidas ahora para siempre.

—No está tan obstruido. Hay luz al fondo.

Se concentró en la luz de la antorcha mientras sus sentidos descendían por el pasadizo, observando que era más profundo que el que él y Fiona habían tomado. Pasillos laterales ocultos antes por los rostros y las figuras de la pared, ahora las grietas dejaban al descubierto.

La mente de Maldred se introdujo por una hendidura y captó una momentánea visión de una estancia al otro lado. Había una sala de banquetes con una enorme mesa de piedras y bancos también de piedra, todo tallado de la misma montaña y ahora todo ello inalcanzable: un gran tesoro destruido antes de que Donnag pudiera reclamarlo. Había otra habitación, sin rasgos distintivos, que supuso había servido como barracón, con tablones de madera podrida y sábanas desperdigadas. Una tercera estancia contenía un altar más pequeño, una réplica en miniatura de la sala que había quedado destruida sobre sus cabezas, aunque le faltaban las trabajadas columnas.

Maldred volvió a concentrarse en la luz.

—Dhamon —anunció por fin, con un suspiro, y cierto alivio que Fiona no pudo ver se dibujó en su rostro—. Está vivo. Rikali. Trajín. —Se detuvo, con los sentidos apuntando al kobold, en su explicación de cómo el troll había hecho arder las columnas; luego soltó una corta risita—. Sólo Rig cree realmente a ese pequeño mentiroso.

—¿Rig está vivo?

Los sentidos del hombre viajaron más allá, lejos de ellos, para descender los últimos peldaños hasta una puerta revestida de hierro parcialmente obstruida por escombros.

—Están cerca de una puerta. Si excavan un poco podrán alcanzarla —continuó diciendo para sí.

Quería hablar con Dhamon para decirle que cruzara aquella puerta, sin duda habría alguna otra salida en alguna parte detrás de ella. Los enanos que tallaron ese lugar no se habrían permitido quedar atrapados con una sola entrada y salida. Pero su magia no le permitía penetrar en los pensamientos de su amigo, al menos no sin estar cara a cara con él.

Así pues, retiró su mente, abandonando a Dhamon y a Rikali, y la hizo fluir de vuelta hacia él y Fiona, descubriendo otras cámaras ocultas a su paso, casi todas destruidas. Lo animó la idea de que su buen camarada era valiente e ingenioso.

—Dhamon hallará un modo de salir —musitó.

Luego se dejó caer contra la pared, soltó un profundo suspiro, sonrió ampliamente y soltó la mano de la solámnica.

—Dhamon, Rikali, Trajín. Están bien. También Rig. Un poco magullados por las piedras, pero su corredor no sufrió tantos daños como el nuestro.

—Tu magia —empezó a decir Fiona, en un tono que indicaba que estaba impresionada y a la vez sorprendida—. No sabía que eras un hechicero, que podías…

—No soy ni mucho menos un hechicero, dama guerrera —respondió con una risita—. Soy un ladrón, que de vez en cuando flirtea con la magia. Y resulta que conocía un sencillo hechizo que me permite ver a través de la roca. He encontrado una salida para nosotros. Nos llevará un tiempo, pero el camino parece despejado.

La mujer deseó poder ver, poder verlo, poder ver algo que no fuera esa oscuridad.

—¿Cómo podemos llegar hasta ellos?

Fiona volvió a palpar con las manos, y él tomó las dos entre las suyas y acercó el rostro de la joven al suyo. A pesar de la lluvia y el polvo de roca, y un débil vestigio de sudor, una especie de perfume envolvía a su compañera. Aspiró con fuerza. Luego, inclinándose, sus labios rozaron los de ella.

—Dama guerrera, no podemos llegar hasta ellos.

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