2 Un cambio de escenario

—¿Eh?

—Rig, creo que he oído algo.

—Acabo de conseguir dormirme —protestó él—. No he oído nada. Voy… espera…

El marinero sofocó un bostezo, se apartó de mala gana del lado de Fiona, y se deshizo de un maravilloso sueño. Estaba capitaneando una galera impresionante por el Mar Sangriento, y todos sus viejos amigos estaban en la tripulación: Palin y su hijo Ulin, Groller y Jaspe. Dos mujeres estaban colgadas de sus brazos: Shaon, una belleza de piel color ébano vestida con prendas ceñidas y llenas de color, y una dama solámnica pelirroja, de tez clara vestida con una reluciente cota de mallas.

Estiró las piernas y arrolló un largo rizo rojo a su pulgar, luego inhaló su florido aroma y lo soltó, para a continuación abandonar la estrecha cama.

Se oyó un silbido, tenue al principio, que se repetía siguiendo una pauta, cada vez más agudo, y procedente de algún punto del exterior. Pasos: alguien que corría. Tambaleante, Rig se arrolló la sábana a la cintura y arrastró los pies hasta la ventana, apartando la cortina de lona para mirar a la calle. El conjunto de edificios de madera y piedra de más de un siglo de antigüedad que se extendía a sus pies estaba iluminado por la brillante luna llena veraniega, y sólo unos pocos faroles ardían en el exterior de un puñado de tabernas.

Torció el cuello para eliminar un ligero tortícolis y bostezó ampliamente mientras el silbido volvía a sonar.

—Un par de enanos —comentó—. Corren por una callejuela. Uno de ellos sopla un silbato. Nada que… espera un minuto. Uno de ellos se está poniendo una chaqueta. Creo que es un guardia del pueblo. Y veo a otros dos que los siguen. ¡Ah! Hay una Legión de Caballeros de Acero. ¡Y otra persona!

A su espalda, Fiona empezó a colocarse la armadura.


* * *


Dhamon corría ahora, sin hacer caso de la grava que se incrustaba en las plantas de sus pies descalzos. Una delgada figura vestida con una capa gris fue a su encuentro surgiendo de un callejón, con un enorme morral colgado al hombro.

—Cerdos —fue el velado juramento que se oyó, mientras la figura acortaba la distancia entre ambos; una ráfaga de cálido aire veraniego atrapó la capucha y la echó hacia atrás, y una masa de largos y rizados cabellos blancos quedó al descubierto, centelleando como plata hilada bajo la luz de la luna—. ¡Cerdos! —repitió ella—. Maldito seas, Dhamon Fierolobo, por tu torpeza. Se suponía que el tuyo iba a ser un trabajo silencioso, si bien el más arriesgado. Te escabulles dentro del hospital como un paciente, y luego escapas con…

Dhamon le pasó la pequeña bolsa, con lo que su mano quedó libre para desenvainar su nueva espada.

—¿Cuántos me siguen?

—Cinco. Tres son enanos, dos, caballeros. ¡Caballeros! Realmente maravilloso, Dhamon —le dijo la mujer mientras sacudía la bolsa ante los ojos del otro y seguía corriendo a su lado—. Hice mi visita al platero con toda tranquilidad y eficiencia. —Agitó el morral que llevaba al hombro para que él pudiera oír el tintineo del metal en su interior—. Yo hubiera debido ocuparme del hospital. Podría haberlo hecho sin problemas. Yo debiera haber sido quien…

—Rikali, tú no podrías haber cargado con todo esto —fue la respuesta que recibió.

Podría haberlo hecho, articuló ella en silencio, mientras corrían.

—Pero no me habría gustado el hedor —añadió en voz alta.

El silbato sopló detrás de ellos otra vez, y fue interrumpido por el sonido de postigos que se abrían de golpe, y de preguntas lanzadas a la oscuridad. El número de pies que corrían aumentó, todos los ruidos extrañamente amortiguados por los enanos edificios.

Varias manzanas más allá del campo de visión de Dhamon, empezó a reunirse una pequeña multitud en la calle, unos pocos de sus miembros vestidos con chaquetas y capotes de guardias. La mayoría de ellos, no obstante, eran juerguistas noctámbulos que habían salido desordenadamente de las tabernas para ver qué era todo aquel escándalo. Estos últimos se caracterizaban por sus andares tambaleantes y voces sonoras.

—¿Alguien dijo que han robado a Sanford? —gritó uno de ellos—. ¿Y la panadería?

Entre ellos había dos figuras que destacaban claramente, forasteras en Estaca de Hierro; una, con una considerable colección de bolsas y odres de agua colgando de su cintura, iba vestida con pantalones de gamuza y una camisa y parecía excesivamente grande e imponente comparada con la figura embozada que lo acompañaba que apenas le llegaba más arriba de la rodilla.

—¿La panadería? —repitieron unos cuantos de los juerguistas.

Entretanto, Dhamon y Rikali siguieron su carrera y se introdujeron en la calle principal, dejando atrás a los enanos y a los caballeros de pesadas armaduras que los perseguían.

—¡Ahí están: Mal y Trajín! Espero que lo hiciera igual de bien. Trajín es un inútil —afirmó Rikali, escupiendo al suelo, con los ojos fijos en el hombrecillo—. Trajín no es más que un inútil.

—¡Maldred! —llamó Dhamon.

De espaldas a Dhamon, la figura de mayor tamaño alzó una mano, luego la alargó hacia su espalda y sacó una espada de dos manos de una vaina enrejada que colgaba entre sus amplios hombros. El hombre se giró.

—¡Ladrón! —El grito hendió el aire desde detrás de Dhamon y Rikali; un miembro de la Legión de Caballeros de Acero los había alcanzado y doblaba ya la esquina—. ¡Han robado en el hospital!

—¡Cerdos! ¡Vienen hacia nosotros desde ambos extremos de la ciudad! —Rikali observó que cada vez había más parroquianos de las tabernas cerca de Maldred y Trajín—. Deberíamos habernos metido en un callejón.

—Hay luna llena —le replicó su compañero—. Nos habrían visto.

—Deberías haber sido más cuidadoso. —La mujer aspiró con fuerza, apresurando el paso.

—Lo cierto es que no creía que descubrieran mi obra tan pronto —manifestó él.

—Vamos —instó Rikali—. Mueve tus enormes pies a más velocidad. Tenemos que salir de aquí antes de que todo el maloliente pueblo se despierte. —Se acercó más a Maldred y a Trajín, con Dhamon cojeando tras ella.


* * *


Rig, que forcejeaba para ponerse las calzas y las botas mientras miraba por la ventana, vio que otras ventanas se abrían y se encendían faroles. Los enanos sacaban las cabezas al exterior e intentaban, como él mismo, averiguar qué sucedía. Rig percibió preguntas hechas a voces y el débil grito de ¡Ladrones!.

Terminó de vestirse apresuradamente al tiempo que paseaba la mirada arriba y abajo de las calles desde la atalaya que era su tercer piso. ¡Ahí! Se quedó boquiabierto, al divisar ni más ni menos que a Dhamon Fierolobo, huyendo hacía la derecha en dirección a la calle principal. Lo acompañaban otras tres personas.

—¡Dhamon! —exclamó—. ¡Ha… ha salido del hospital!

—¿Estás seguro de que es él? —Fiona se estaba sujetando las placas de metal que protegían sus piernas.

—¡Claro que es él! Y parece como si lo persiguieran —repuso el marinero, y hurgó detrás de él en busca del cinturón—. Están… ¡no!

Bajo su ventana un enano preparaba una pesada ballesta, equilibrándola sobre un poste para caballos y apuntándola en dirección a Dhamon. Si bien sería un disparo a gran distancia, Rig no quería correr el riesgo de que el enano pudiera dar en el blanco, de modo que farfulló una retahila de maldiciones y actuó sin pensar.

Corrió a la cama, metió la mano debajo y agarró el orinal de cobre, luego se acercó hasta la ventana, apuntó a toda prisa, y lo arrojó al suelo, golpeando al enano y partiendo la base del arma. El marinero volvió a meter la cabeza en la habitación a toda prisa y alargó la mano para coger su espada. Echó una veloz mirada a su plétora de dagas todas extendidas pulcramente sobre la silla y se mordió el labio, luego contempló con anhelo su preciosa alabarda apoyado contra la pared.

—No hay tiempo —masculló, dirigiéndose a la puerta.

Fiona agarró su escudo y salió pisándole los talones.


* * *


Cuatro enanos con casaca habían alcanzado al hombretón llamado Maldred. Tres de ellos blandían espadas cortas, y el cuarto soplaba con fuerza el silbato, con las rojas mejillas hinchadas de un modo casi grotesco.

—¡Fueranuestropaso! —resopló el cabecilla a tanta velocidad que las palabras zumbaron juntas como un moscardón furioso—. ¡Moveosmoveosmoveos!

—¡Moveos! —chilló otro con mayor claridad, agitando la mano ante Trajín—. ¡Muévete! ¡Muévete, kender detestable! ¿Qué es todo esto? ¿Quién hizo sonar una alarma?

—No soy ningún kender —escupió el hombrecillo.

—¡Moveosmoveosmoveos!

El grandullón sonrió de oreja a oreja y se apartó un mechón de cortos cabellos rojizos de los ojos.

—Calle pública —dijo, al tiempo que maniobraba para colocarse frente a ellos en el mismo instante en que éstos intentaban rodearlos para llegar hasta Dhamon y Rikali.

Dhamon, que estaba espalda con espalda con Maldred en posición de combate, se quitó el saco de cosas robadas del hombro para depositarlo en el suelo y efectuó un mandoble de prácticas con el arma hurtada. Satisfecho, se preparó para enfrentarse a los hombres que se aproximaban desde el otro extremo de la calle.

Trajín emitió una especie de gruñido y se apartó unos pocos pasos de Maldred, sujetando con fuerza una jupak, una curiosa arma de madera de roble de diseño kender que consistía en un bastón con una «V» en un extremo, en la que estaba sujeta una honda de cuero rojo.

—Mal, no tenemos tiempo de jugar con enanos —advirtió Rikali—. Limítate a matarlos deprisa.

El enano al mando oyó aquello y lanzó un juramento. Giró hacia la derecha del hombretón, pero Maldred fue más rápido y le cortó el paso. Alzó la pierna, golpeando al enano en el pecho y dejándolo sin aire en los pulmones, y cuando éste jadeó, lo pateó en el pecho una segunda vez, lo que le hizo perder el sentido. Un segundo enano vaciló, y fue su perdición, porque Maldred le puso la zancadilla y pisó su espada cuando ésta golpeó el suelo, partiendo la hoja. El tercer adversario giró hacia el lado izquierdo de su enorme oponente y se encontró cara a cara con Trajín.

El hombrecillo esbozó una mueca burlona, haciendo que el otro se detuviera en seco.

—E…e…eso no es un kender. Es un monstruo extraño —tartamudeó el enano.

—Qué grosero —replicó el otro, gruñendo y lanzando una feroz patada; falló, sin embargo, y fue a aterrizar sobre el trasero, con la jupak enredada en la capa.

Al mismo tiempo, el cuarto enano retrocedió unos pasos, siguió soplando el silbato y agitó frenéticamente los brazos arriba y abajo en dirección a la muchedumbre de la calle, como si fuera una especie de ave que intentara emprender el vuelo.

—Mal… —repitió Rikali.

—Tira la espada —advirtió Maldred al enano que seguía todavía de pie frente a Trajín, y apuntó hacia él la enorme espada, colocándose ante el enano—. Respira hondo, regresa a la cama, y vive para ver el día de mañana.

—Mal, no tenemos tiempo…

—¡Ladrones! —chilló una Legión de Caballeros de Acero, la avanzadilla del creciente grupo que se aproximaba por el lado donde estaba Dhamon.

—¡Vamos a quedar atrapados en medio! —escupió Rikali.

—La espada… —advirtió de nuevo Maldred al enano.

—Tira tú tu espada —replicó el guardia—. ¡Ladrones! —El enano hizo una finta a la izquierda, pero Trajín fue más rápido y saltó para cortarle el paso. El hombrecillo hizo girar la jupak por delante de él para mantener al guardia a raya.

—Preferiría no matar a ninguno de vosotros —indicó Maldred en tono amenazador; su voz era profunda, sonora, melódica, casi hipnótica—. Vuestras muertes no me servirían de nada.

Lanzó el pie al frente, derribando a uno de los enanos que intentaba levantarse.

La multitud que se acercaba se hallaba a sólo unos pocos cientos de metros de distancia ahora.

—¡Puaf! —se mofó el guardia situado frente a Trajín. Lanzó una estocada al hombrecillo y refunfuñó cuando ésta fue detenida por la jupak—. ¡A lo mejor yo preferiría no tener que matarte a ti o a tu diminuto monstruo! —Giró en redondo a la derecha, esquivando un golpe de Trajín para terminar frente a Maldred.

—Te lo he advertido —lo amonestó el gigantón.

El enano se agachó bajo la espada de su oponente y realizó otra intentona de rodear al hombretón.

—¡Mal! —Rikali saltaba nerviosamente de puntillas de un lado a otro, mirando arriba y debajo de la calle y evaluando a la multitud que corría hacia ellos.

—Lo siento —dijo Maldred al enano, con un matiz de pesar en su sonora voz—. De verdad.

Descargó con fuerza el pomo de la espada en lo alto de la cabeza del enano. Se oyó un perturbador crujido, y su adversario cayó y se quedó inmóvil. Maldred volvió toda su atención al otro guardia desarmado que finalmente había conseguido incorporarse; el hombretón tenía intención de repetir su oferta de paz, pero Rikali se abalanzó al frente y le lanzó una cuchillada. El guardia la evitó, pero la hoja atravesó la casaca y el miedo hizo desaparecer el color de su sonrojado rostro.

Maldred movió significativamente la cabeza en dirección al que seguía soplando el silbato. Para ese jaleo, articuló en silencio, al tiempo que mantenía la mirada fija en la muchedumbre que no tardaría en caer sobre ellos.

—He dicho que preferiría no mataros.

—¡Ladrones! —Una Legión de Caballeros de Acero chillaba órdenes—. ¡Cogedlos!

El enano situado frente a Maldred gruñó, escupió el silbato y arriesgó una veloz mirada a sus difuntos compañeros; Rikali acababa de eliminar al que estaba desarmado. El guardia buscó a tientas la espada que colgaba de su cintura, la extrajo y retrocedió.

—Somos demasiados. ¡Os detendremos! —Luego se agachó para esquivar el mandoble del arma de su oponente.

El enano comprendió demasiado tarde que su adversario era un experto. La hoja de Maldred realizó un amplio semicírculo por lo bajo en la dirección opuesta, y la cabeza del guardia cayó al suelo con un golpe sordo.

—¡Deprisa! —chilló alguien; la multitud se encontraba sólo a unos metros de distancia.

—Sí, deprisa —repitió Rikali.

—¿Dónde están los caballos? —jadeó Dhamon mientras agarraba el saco de cuero y se lo echaba al hombro. Con su arma, detuvo los mandobles de los primeros miembros de la Legión de Caballeros de Acero que habían llegado hasta él.

—Mal no trajo caballos —respondió la mujer, mientras se enfrentaba también ella a uno de los caballeros—. Hicimos correr a los últimos que nos quedaban hasta casi reventarlos y pensamos que ya conseguiríamos otros nuevos aquí. Ya sabes que me gusta ir de compras de vez en cuando.

—Maravilloso —repuso él.

El guerrero estaba rodeado de caballeros y buscaba alguna abertura. Por fin encontró una y lanzó la espada por delante del guardamano del adversario, provocándole un profundo corte en la pierna. El caballero cayó de rodillas, sujetando el muslo con ambas manos.

Los otros se hallaban igualmente asediados.

—¡Rendíos! —gritó alguien—. ¡Rendíos y viviréis!

—¡Ese hombre! Tiene la espada del comandante. —Las palabras surgieron de un miembro de la Legión de Acero.

—¡Matadlo! —ordenó una áspera voz enana—. ¡Matad al ladrón!

—Me parece que rendirse no es una opción ahora —indicó Rikali.

Dhamon intercambiaba mandobles con dos enanos.

—Preferiría no mataros —anunció Maldred a los enanos que habían llegado hasta él.

—No seas tan educado —le gritó Rikali—. Lo repito, matémoslos rápidamente y salgamos de aquí… antes de que lleguen más. —Recogió el repulgo de su capa en la mano libre y, con un grácil movimiento, saltó al frente y azotó con la capa la espada de un enano que atacaba. Al mismo tiempo, lanzó el cuchillo hacia arriba y lo hundió en el vulnerable cuello de un caballero, giró en redondo y acuchilló a otro enano, atravesando el capote y hundiendo el arma en el cuerpo—. Mira todas las luces que se encienden, Mal. ¿No oyes todas esas voces? ¡Todo el mundo empieza a despertar! La situación ya es bastante mala, pero dentro de pocos minutos será demasiado fea. Hay muchos caballeros por aquí. ¡Haz algo!

Dhamon hundió el pomo de su espada sobre la cabeza cubierta con un casco de un enano, abollando el metal y dejando inconsciente a su dueño.

—Sí, haz algo, Mal —repitió como un loro Trajín.

El hombretón lanzó un gutural gruñido y al instante se deshizo de dos que tenía delante, rociando de sangre a la multitud. Los siguientes en la fila retrocedieron y alzaron las espadas ante ellos en un esfuerzo por mantenerlo a raya y evaluar mejor la situación.

Trajín golpeó su jupak con fuerza contra las manos de su adversario, y el ataque hizo que el enano soltara su espada.

—Preferiría no matarte —se mofó Trajín, imitando a Maldred; el enano extendió las manos a ambos lados del cuerpo en señal de rendición y retrocedió, y el otro lanzó un victorioso hurra.

Unos cuantos de los otros enanos se retiraban, intentando empujar hacia atrás a la multitud de modo que la Legión de Caballeros de Acero llegados del hospital pudiera rodear a los ladrones y ocuparse de ellos. Pero había una docena de guardias de la ciudad en el batiburrillo, y éstos siguieron presionando al frente. Fue en éstos en quienes se concentraron Maldred y Trajín.

Rikali atacó con su cuchillo a los enanos que tenía en su lado, que superaban ligeramente en número a la Legión de Caballeros de Acero. Imaginó que habría más de una docena en el grupo situado ante ella y Dhamon, y no pensaba mirar por encima del hombro para ver cuántos más había allí. Uno de sus atacantes era un espadachín especialmente bueno, y no conseguía desbaratar el ritmo de sus mandobles ni arrebatarle el arma.

—Mal, hay más que vienen a toda prisa. ¡Los oigo! ¡Caballeros con tintineantes armaduras! ¡No quiero morir en este pueblo! ¡Haz algo, Mal!

El hombretón farfulló por fin una respuesta y luego profirió un penetrante grito que sonó como un coro de gaviotas enfurecidas. Hizo girar su espada en un amplio arco sobre su cabeza, y el metal silbó en el aire, reflejando los rayos lunares. La luz recorrió la hoja y una lluvia de chispas —como un enjambre de luciérnagas— cayó sobre la multitud, prendiendo en las ropas de los enanos. Maldred echó a correr hacia la masa de sobresaltados adversarios que, acobardados por el gigantón o aterrorizados por la flamígera erupción, se apartaron como una oleada. Trajín siguió veloz a su compañero, golpeando con su jupak las espaldas de aquellos que eran demasiado lentos en apartarse y azotando accidentalmente a Rikali al hacerlo.

Del lado de Dhamon, los enanos también se retiraron, pero los caballeros, si bien momentáneamente aturdidos por la mágica exhibición de Maldred, se mantuvieron firmes.

Rikali distinguió a más enanos que surgían de sus hogares, la mayoría cargando con armas de diversa clase —algunas incluso improvisadas, antorchas, y unas cuantas ballestas— y estas últimas le preocuparon en especial. Ahora habría demasiados para que Maldred pudiera ahuyentarlos o asustarlos o enfrentarse a ellos.

Dhamon vio a Rig y a Fiona que corrían calle abajo. El marinero chillaba algo y agitaba la mano, y su compañera se movía veloz a pesar de la pesada armadura solámnica, mientras las antorchas iluminaban la incrédula expresión de su rostro.

Rikali y Dhamon hicieron caso omiso de ellos, sacando provecho de la momentáneamente aturdida Legión de Acero para girar sobre sí mismo y seguir a Maldred, que había hecho huir a un grupo de enanos más allá del establo.

Cuando el gigantón se detuvo y abrió la puerta del recinto, Trajín se introdujo en el interior a toda velocidad, y el hombretón hizo una seña a Rikali y a Dhamon. Deprisa, articuló. Detrás de la pareja, media docena de caballeros corrían hacia ellos, y más enanos se abalanzaban sobre ellos, maldiciendo mientras corrían y chillaban ¡Ladrones! a pleno pulmón. Únicamente las gordezuelas piernas de los enanos impedían a éstos adelantar a los caballeros. Un dardo se clavó en el establo a pocos centímetros de la mano de Maldred.

En medio de los enanos podía verse a Rig y a Fiona. Los ojos de la dama solámnica llameaban, y la mujer se deslizaba decidida hacia el frente de la enfurecida multitud.

—¡Al interior! —instó Maldred, agachándose cuando un dardo silbó sobre su cabeza.

Un segundo después siguió a Rikali y a Dhamon al interior del edificio y cerró la puerta con fuerza, colocando la barra que la atrancaba.

El hombretón indicó a Dhamon que hiciera lo mismo con una puerta lateral apenas discernible en el oscuro y cavernoso interior.

—¡Vaya, esto es estupendo! —se burló Rikali—. ¡Nos has metido en una trampa, Mal! Ahora somos como ratas. Y aquí apesta. ¡Cerdos, veo que hay una dama solámnica en la ciudad además de la docena más o menos de caballeros de la Legión de Acero que no están confinados en el hospital! No nos hacía falta nada más. ¡Una dama solámnica con su reluciente armadura!

—Es una vieja amiga mía —dijo Dhamon, pasando junto a ella.

—¿Amiga? —Rikali apoyó las manos en las estrechas caderas—. Tienes muy mal gusto, amor. O al menos lo tenías. Nadie necesita a un caballero como amigo. Causan disgustos, al menos a los que son como nosotros.

—Deja de quejarte —intervino Trajín, que resoplaba y resollaba mientras hacia rodar un tonel para apoyarlo contra la puerta— y échame una mano.

—Oh, eso funcionará, hombrecillo —repuso Rikali, irónica.

—No. La idea de Trajín está bien —replicó Dhamon, y señaló al centro del establo, donde pudieron distinguir la silueta de un enorme carro.

Maldred palmeó a Rikali en el hombro al pasar corriendo por su lado para sujetar la lanza frontal del carro. Los músculos de sus brazos se hincharon y las venas del cuello se marcaron como sogas en cuanto empezó a tirar; los caballos se pusieron a relinchar nerviosos mientras Dhamon, soltando la mochila y el saco de cuero, se colocaba detrás del carro y empujaba.

Trajín se precipitó al fondo del carro, tirando de media docena de sacos de lona.

—Monedas de la panadería, que fue idea mía robar —anunció tanto para sí mismo como para Dhamon—. Monedas del armero. Cucharas y candeleras de una vieja mansión. Lo metimos todo aquí, Mal y yo. Pensamos que usaríamos el carro para marchar de la ciudad.

En el exterior, los enanos aporreaban las puertas, asustando aún más a los caballos; pero eso no fue nada comparado con el temblor que sacudió repentinamente el edificio. Alguien desde fuera chilló: ¡Terremoto!. Y otra persona exclamó: ¡Hechicería!. Finalmente, el suelo dejó de temblar.

La voz de Fiona se abrió paso por encima del estrépito, gritando para que la escucharan.

—¡Dhamon Fierolobo! ¡Sal inmediatamente!

Rikali apoyó la espalda contra las puertas y apretó los dientes mientras los golpes seguían lloviendo sobre la entrada.

—Deprisa, amigos —instó—. Este establo es una resistente construcción enana, pero no aguantará eternamente. No con ellos golpeandola y con el suelo gruñendo de ese modo. —Trajín se reunió con ella y copió su postura, con las pequeñas piernas bien abiertas—. Oh, eres una gran ayuda —indicó ella, sarcástica, contemplando al hombrecillo.

Entonces el suelo volvió a estremecerse.

—¿Hay otro modo de entrar? —se oyó gritar en el exterior.

—¡El henil! —respondió alguien—. ¡Y la puerta lateral!

—¡Yo tengo un hacha! ¡Dejadme pasar! Derribaré la puerta a hachazos.

—¡Éste es mi establo! ¡No lo destroces! ¡Convencedlos para que salgan!

—Subidme. ¡Humanos! ¡Subidme!

—¡Buscad una escalera!

—¡Ladrones! ¡Robaron a los caballeros heridos! ¡Matadlos!

—¡Deprisa, Mal!

—¡Eso, deprisa! —añadió Trajín.

Dhamon y Maldred apuntalaron el carro contra la puerta y fijaron el freno en el mismo instante en que la hoja de un hacha empezaba a abrirse paso por entre la madera. Oyeron un gateo en la pared exterior, como si alguien intentara trepar por el muro, y a continuación un golpe sordo.

—Probemos otra vez. ¡Subidme a mí esta vez! —Se trataba de una voz humana, aunque no era ni la de Rig ni la de Fiona; probablemente se trataba de uno de los caballeros de la Legión de Acero.

—¿Dónde está la escalera?

—Olvidad la escalera. —Era la voz de Rig, y tenía un dejo de enfado—. Apartaos. Abriré vuestra maldita puerta.

—¡Mi establo!

—No vamos a contenerlo por mucho tiempo —comentó Dhamon.

—¿De veras? —Rikali fingió sorpresa—. ¿Tienes alguna idea de qué hacer, Dhamon? ¿Mal? Preferiría no morir en este montón de estiércol.

—¡Dhamon Fierolobo! ¡Sal! ¡Soy Fiona!

—¡Los tablones! ¡Arrancad los tablones!

—¡Condenados ladrones!

Dhamon corrió hacia la puerta lateral y empezó a arrastrar cajones y barriles frente a la puerta, afianzándolo todo con horcas que clavó en el suelo. También se oyeron golpes en esa puerta.

Maldred retrocedió al fondo del establo, sin hacer caso de los asustados caballos, las quejas de Rikali y las disculpas de Trajín. Extendió los dedos de par en par sobre la madera y palpó la áspera superficie.

—Resulta difícil ver aquí dentro —refunfuñó Trajín—. En especial en el caso de Mal y Dhamon. —Dio un salto cuando la hoja de un hacha se abrió paso a través de la madera—. Conseguiré un poco de luz.

Dhamon se unió a Maldred para arrastrar los sacos que habían estado en el carro.

—Ensillaré unos caballos —dijo.

Había advertido la presencia de una docena de corceles de tamaño normal, dos de ellos excepcionalmente grandes. Si la Legión de Caballeros de Acero tenía otros caballos, como Dhamon sospechaba, posiblemente éstos estaban guardados en un campamento fuera de la ciudad. Los demás pesebres contenían ponis, animales robustos ideales para los enanos. El hombre se apresuró en su tarea y seleccionó a los dos caballos de mayor tamaño, a los que condujo hasta el fondo del establo.

Maldred cerró los ojos y empezó a canturrear, con un sonido sordo que surgía de algún punto en lo más profundo de su garganta y que fluctuaba en tono y ritmo como una compleja pieza musical. Sus dedos se movían veloces de arriba abajo de los tablones, las yemas deteniéndose durante breves instantes en los clavos que sujetaban la madera, y a medida que proseguía con su tarareo, los clavos se iban calentando y empezaban a brillar débilmente.

—¡Eso ayudará! —anunció Trajín; el hombrecillo había encendido un fuego en un montón de heno en el centro del establo—. Ahora podemos ver mejor.

—¡Idiota escamoso! —aulló Rikali al darse cuenta de lo que el otro había hecho.

La luz mostró la cólera de su rostro, la piel como suave alabastro bajo el resplandor de las llamas, los grandes ojos de un pálido azul acuoso fuertemente perfilados con kohl, los labios finos y pintados de carmesí. Profirió un gruñido que mostró una hilera de pequeños dientes puntiagudos, tan pequeños y uniformes que parecían limados.

—¡Eres un inútil!

Antes de que pudiera llegar hasta el fuego e intentar apagarlo, éste había empezado ya a propagarse, corriendo por el suelo sobre la paja desperdigada, para luego saltar de una bala a otra. Los ollares de los caballos se hincharon aterrorizados, y los nobles brutos empezaron a relinchar nerviosos en sus pesebres, tirando de las cuerdas que los sujetaban. El fuego se extendía hacia los animales, se extendía hacia todas partes, y los esfuerzos de Rikali para sofocarlo con los pies no servían de nada.

—¡Mal! —llamó la mujer—. ¡Tenernos otro problema! Trajín ha decidido quemar el edificio.

Maldred continuó con su tarareo.

En el exterior resonaron gritos de ¡Fuego!, y un enano chilló pidiendo que se organizara una brigada de portadores de cubos de agua. Otro aulló indicando que dejaran arder el fuego, para que acabara con los ladrones que eran capaces de robar a los caballeros heridos que habían arriesgado sus vidas para salvar a la población de un ejército de goblins.

Dhamon, que tenía ya a los dos caballos de mayor tamaño ensillados y regresaba para elegir a uno o dos más, contuvo la respiración al oír que una de las vigas centrales gemía y ver cómo se elevaban las llamas.

—¡Riki! —gritó—. Ensilla un animal para ti y para Trajín. Deprisa.

Ella refunfuñó pero obedeció, pateando tierra sobre las llamas inútilmente mientras giraba y alargaba la mano hacia una silla de montar. Un hacha astilló la puerta, y la mujer decidió entonces que montar a pelo era mejor idea. Tosiendo y cegada por el humo, lanzó un grito. Trajín tiró de su capa.

—Lo siento —dijo—. No pensé que el fuego se propagaría. Quería probar aquel conjuro de fuego que me enseñó Mal.

—Siempre quieres probar ese conjuro.

—Sólo quería que todos vieran mejor.

La mujer se agachó, lo sujetó por la cintura, lo subió al caballo y luego se montó detrás de él.

—Cállate —ordenó—. Limítate a estar callado y a sujetarte.

Agarró la soga de otro corcel y clavó en su montura los tacones de sus botas, instándola a avanzar mientras tiraba del otro animal para que los siguiera. Los otros ponis forcejeaban con sus cuerdas, encabritándose frenéticos ante las llamas y las columnas de humo. Los gemidos de los asustados animales, el chisporroteo de las llamas, el golpear de las hachas contra la puerta delantera, los gritos de los enanos y de Rig y Fiona impedía a la mujer pensar con claridad.

—¡Dhamon! —chilló Rikali—. ¡No te veo Dhamon!

Éste siguió su voz y consiguió sujetar el caballo que ella montaba y conducirlo a la parte trasera, donde empezó a cargar al otro animal con los sacos que habían estado en el carro. Rikali tosía violentamente, y también Trajín, y a Dhamon le escocían los ojos debido al humo.

A continuación Dhamon giró en redondo y corrió a recuperar su propio precioso botín, contando con su memoria para localizarlo, pues el humo y las llamas lo oscurecían todo.

—¡He conseguido derribar la puerta! —gritó la voz de Rig—. ¡Ayudadme a apartar este carro!

—¡Son ladrones! ¡Que se quemen!

Se oyó la voz de un enano —entrecortada y autoritaria— que gritaba órdenes, y las voces aumentaron junto con la humareda, enojadas y curiosas y llenas de miedo y agravio. Un caballero de la Legión de Acero dio órdenes a sus hombres.

Maldred canturreaba en voz más alta, y sus dedos se movían más veloces, danzando en el aire ahora; los dedos llamaban a los clavos a medida que éstos se desprendían de la madera, y los tablones gemían al hacerlo. El aire alrededor era caliente, y las llamas cada vez más fuertes a su espalda. El carro se movió un poco, y enanos y caballeros se desparramaron al interior, con lo que algunos resultaron inmediatamente pisoteados por los caballos que intentaban huir.

Dhamon subió el saco de cuero al caballo de mayor tamaño e introdujo las riendas en la mano de Maldred. Con un forcejeo, consiguió sujetarse la mochila al hombro y se encaramó a continuación en la silla de otro animal.

Maldred cerró con fuerza la mano libre y golpeó la pared trasera del establo. La madera profirió un último gemido, y tacto seguido, todo el muro posterior del edificio empezó a derrumbarse.

En un instante, el mundo se vio consumido por el fuego y el caos, y por un calor tan intenso como el aliento de un Dragón Rojo. Una enorme gota de aire fresco alimentó las llamas y las lanzó hacia el techo, al interior del henil y sobre el tejado de paja. Una infernal llamarada naranja devoró la madera y elevó una arremolinada masa de espeso humo gris hacia el ciclo nocturno. La bola de fuego expulsó a Rig, a los caballeros y a los enanos de vuelta al exterior, donde boquearon y tosieron medio asfixiados.

—¡Dhamon!

Era la voz de Rig, a la que siguió la de Fiona. Pero las palabras quedaron ahogadas por el tronar de los cascos de sus monturas robadas mientras Dhamon, Rikali, Maldred y Trajín huían de Estaca de Hierro, conduciendo a un puñado de caballos y ponis sueltos ante ellos.

—¡Qué calor! —se quejó Rikali, y se estremeció al mirar por encima del hombro y contemplar el fuego que se había extendido desde el establo del pueblo a media docena de otros edificios—. Apesto a humo. Tengo ampollas en los brazos. ¡Mi cara! Trajín, está…

—Tu cara sigue tan encantadora como siempre, Riki, aunque esa cosa chillona con la que te pintas los ojos se está corriendo por tus mejillas como lluvia negra. ¡Eh, mi túnica!

Trajín empezó a retorcerse, pues el dobladillo se había encendido, y se puso a darle palmadas con las diminutas manos.

—Inútil —declaró la mujer con un siseo, ayudándolo a extinguirlo—. Eres un completo inútil, Trajín.

—Lo siento —respondió él—. Pero al menos nadie nos seguirá. Los ponis y caballos están muertos o han huido, y los humanos no tienen nada en que montar. Los enanos preferirán dedicarse a extinguir el fuego en lugar de preocuparse por nosotros, y tendrán que trabajar duro para impedir que arda toda la población. El verano lo ha dejado todo muy seco y no abunda el agua.

—Pero los caballeros… —sugirió Rikali.

—Sí, los caballeros de la Legión de Acero no olvidarán que han robado a sus camaradas heridos. De ellos sí que hemos de preocuparnos.

Los cuatro aminoraron el galope de sus monturas hasta que el fuego y el humo quedaron muy atrás, el aroma del incendio un simple recuerdo, y un amanecer rosado empezó a deslizarse por el cielo.

El terreno que se extendía justo ante ellos era yermo, cubierto de maleza y llano. Había pequeñas zonas de pastos, desperdigadas como mechones de pelo en un hombre que se está quedando calvo, que aparecían resecas y susurrantes bajo la tenue brisa, y bolas de matas secas se cruzaban, girando alocadamente, en el camino del cuarteto. El verano, que jamás era benigno, había sido especialmente brutal este año, con las lluvias más raras que de costumbre, la temperatura más elevada y el viento demasiado tenue para proporcionar algún alivio.

Algo más allá, en dirección oeste, el paisaje cambiaba de modo espectacular. Una serie de colinas se alzaba en dirección a las altísimas montañas Khalkist, serradas e imponentes elevaciones de granito tapadas por nubes de un gris acerado. Había unos pocos robles y matorrales achaparrados, y todas las plantas daban la impresión de estar agonizando, con la excepción de la aromática salvia gris verdosa que prosperaba en aquel calor.

Maldred se quitó la camisa, atándola a su cintura, y sus músculos relucieron sudorosos. Arrancó uno de los odres de agua que colgaban de su cinturón, lo vació, y arrancó otro, que pasó a Dhamon.

Dhamon parecía delgado cabalgando junto al hombretón, y su fibrosa musculatura quedaba empequeñecida por los gruesos brazos, el pecho fornido y los amplios hombros de su compañero. Algunas de sus heridas habían cicatrizado por completo gracias a la medicina del hospital, pero los cortes más profundos se habían abierto durante la pelea en la ciudad y brillaban rezumando sangre.

—Rikali —llamó Maldred—, no tenías que haberlo arañado con tanta ferocidad.

—Dijiste que Dhamon tenía que tener mal aspecto —replicó ella—. Dijiste que tenía que ser convincente.

—No tan convincente —repuso él en voz baja.

—Dhamon no se quejó —dijo la mujer, encogiéndose de hombros y agitando la espesa cabellera.

—Fui más que convincente —admito Dhamon al hombretón—. No tendría que haber surgido ningún problema. No estoy seguro de qué salió mal. Supongo que no tuve en cuenta la muerte de aquel paciente.

—La tuya fue la empresa más arriesgada en la ciudad —dijo en voz baja Maldred con una amplia sonrisa—. Todos los demás robamos en tiendas cerradas. Además, añadió un poco de emoción a nuestras vidas. No nos pasó nada malo. Y tenemos unos buenos caballos como prueba. —Dedicó una prolongada mirada a su compañero y aspiró con fuerza—. Necesitas ropa nueva, amigo mío. Rikali hizo trizas ésas, y además… apestan. A todos nos vendrían bien prendas nuevas. Dudo que podamos quitarles el olor a humo a éstas.

Los kilómetros fueron pasando ante ellos a medida que el sol ascendía desgarrador por un cielo azul pizarra, aumentando aún más la temperatura. Al norte, Rikali distinguió un pequeño bosquecillo y pastos altos, un verdadero oasis en Khur, y en un principio pensó realmente que se trataba de un espejismo, por lo que parpadeó con energía, creyendo que desaparecía, pero entonces descubrió un cuervo suspendido sobre un alto árbol. El ave ascendió hacia el cielo, donde ella lo perdió de vista por un instante, luego descendió, viró, y se introdujo en el dosel de hojas y desapareció. La mujer instó a su agotada montura en aquella dirección, soltando las riendas del otro animal, que la siguió igualmente. En cuanto la rozaron las primeras sombras, Rikali saltó de su caballo, quejándose de su dolorida espalda y sus piernas agarrotadas, del olor a humo de sus ropas y del hedor a medicinas que surgía de Dhamon. Luego condujo al animal por entre la docena de árboles que crecían allí y a lo largo del riachuelo que discurría perezoso por la base de las estribaciones de las Khalkist.

—Bendita sombra —anunció mientras se desperezaba, alzaba a Trajín para depositarlo en el suelo, y observaba beber a los caballos.

—Me iría bien algo de descanso —confesó Dhamon a Maldred.

—No pienso discutirlo. —El hombretón miró por encima del hombro—. Al menos no por el momento. —Se deslizó fuera de la silla y condujo a su caballo a la orilla—. Probablemente alimenta un afluente del río Thon-Thalas —dijo, señalando el agua con la cabeza.

El famoso río discurría por parte de Khur y penetraba en los bosques de Silvanesti, dónde finalmente se unía al Thon-Rishas, que serpenteaba hasta las profundidades de la ciénaga situada al otro lado de las Khalkist.

—El arroyo es la mitad de lo que tendría que ser normalmente —observó Dhamon, indicando la seca orilla donde parte del terreno estaba agrietado y grabado como si estuviera cubierto de guijarros—. Pero al menos el verano no lo ha secado por completo.

Maldred sacudió la cabeza, y el sudor salió despedido de su rostro y cabellos. Se sacó las botas e introdujo los gruesos dedos en el agua. Luego se inclinó y llenó dos odres que sujetó a su cinto; entregó un tercero a Dhamon.

—Para cuando realmente lo necesites —dijo—. Es todo lo que tengo, de modo que ten cuidado.

—Gracias.

—Era tu amiga —dijo Rikali, interrumpiendo su conversación; tenía las manos apoyadas en las caderas y la cabeza ladeada a un lado, como si sermoneara a un niño desobediente—. Era. Era. Era tu amiga.

Dhamon apretó los labios y ató su montura a una rama baja que sobresalía sobre la orilla. Se preguntó de qué estaría ella hablando, pero sabía que no necesitaba preguntar: ella se explicaría más tarde o más temprano.

—La solámnica. Pensaba en ella mientras cabalgábamos, melena roja como las llamas. Yo diría que era tu amiga. Esa gente tan rígida no perdona robos y asesinatos. Será tu enemiga ahora.

—No maté a nadie en esa ciudad. —Dhamon palmeó al caballo, pasando los dedos por entre su enmarañada crin—. Podría haberlo hecho, pero no lo hice —añadió.

Ella se encogió de hombros y se aseguró de que la observara mientras coreografiaba una elegante exhibición desprendiéndose de la capa y quitándose la túnica, prendas que dejó caer junto con su pequeño morral en la orilla, dejando al descubierto su menuda y pálida figura. Se introdujo despacio en el arroyo y empezó a bañarse, dedicándose en primer lugar al rostro para eliminar el kohl que se había corrido de sus ojos.

—Murieron enanos en ese pueblo, Dhamon Fierolobo —dijo, ahuecando las manos para recoger agua que luego se echó sobre los cabellos—. Y tal vez algunos caballeros que no eran solámnicos. No importa realmente cuántos o a manos de quién. Un muerto es un muerto. Y tú estabas allí en medio de todo ello. —Sujetó los cabellos tras unas orejas delicadamente puntiagudas que daban fe de su herencia semielfa. Luego le echó agua a él y arrugó la nariz—. ¡Apestas, te lo aseguro!

—Sí —respondió él con suavidad, mientras depositaba sus botas y su nueva espada en la orilla, se desprendía de los restos de sus pantalones y se reunía con ella en el río—. Desde luego que apesto.

El agua se arremolinó alrededor de sus pantorrillas y a continuación de sus muslos, y él vadeó tan profundamente como le permitió el lecho del río, hasta que el agua le llegó a la cintura. Había cicatrices en su cuerpo, mezcladas con los arañazos de Rikali, más antiguas y gruesas, aunque la mayoría se había desvanecido por lo que eran difíciles de distinguir.

La semielfa trazó con los dedos el contorno de algunos de los arañazos. Sus uñas eran largas, como garras, y estaban cubiertas con una gruesa capa de laca negra que destacaba intensamente con su piel color pergamino.

—Cicatrizarán, amor —indicó con voz ronca, recorriendo con los dedos su obra—. Y fueron idea tuya. —Besó uno de los rasguños más largos del pecho, y su rostro pálido y cabellos blancos contrastaron con fuerza con su piel bronceada por el sol.

—Todo se cura, Riki —contestó él en voz baja.

Maldred inspeccionaba los cuatro caballos, anunciando que dos de ellos eran especialmente magníficos y alcanzarían un buen precio si decidían venderlos. Trajín lo seguía, fingiendo estudiar el comportamiento del otro con los animales y disculpándose reiteradamente por haber incendiado sin querer el establo.

—Tú también apestas —dijo Maldred, bajando la mirada y arrugando la aguileña nariz.

El hombrecillo sacudió la encapuchada cabeza violentamente, apartándose del arroyo, pero Maldred lo levantó del suelo con una mano y le arrancó la ahumada túnica con la otra. La jupak y una pequeña bolsita cayeron al suelo, y bajo la chamuscada tela apareció una criatura.

Tenía menos de un metro de altura y la figura de un hombre, pero se parecía más a un cruce de rata y lagarto, con una piel de un marrón oxidado que era una mezcla de escamas y piel. Su hocico atrofiado, parecido al de un perro, tenía un leve atisbo de bigotes rojizos que crecían de cualquier modo desde la mandíbula inferior cuyo color era casi igual al de las largas orejas puntiagudas como las de un murciélago que insinuaban una ascendencia goblin. Un kobold, Trajín era un pariente pobre de la antigua y más poderosa raza goblin, que a menudo empleaba a los de su raza como soldados de infantería y lacayos por todo Khur y otras zonas despobladas de Krynn. Tenía unos ojos pequeños y brillantes bajo un par de curvados y cortos cuernos blancos, que relucían como ascuas ardientes.

—Por favor, Maldred —imploró Trajín con su fina y chirriante voz, y su cola parecida a la de una rata se agitó nerviosa—. Sabes que no me gusta el agua. No sé nadar y…

Maldred saltó una fuerte y profunda carcajada y lanzó al kobold al arroyo.

—Ocúpate de que se limpie tras las orejas, ¿quieres Rikali? —Dicho esto, el hombretón se acomodó bajo un árbol, con las manos apoyadas sobre el saco y la mochila que Dhamon había llenado. A los pocos instantes, dormía ya.

—Esa dama —insistió Rikali cuando hubo terminado de lavar la espalda de Dhamon, y su voz era suave para no despertar a Maldred y a Trajín que, como un perro, estaba enroscado ahora entre los pies de su grandullón compañero—. ¿Crees que nos seguirá? Parecía tan… enfadada.

—¿Celosa?

La semielfa sacudió la cabeza, y el agua salió despedida en un arco de la larga melena que le llegaba hasta la cintura.

—¿Yo, celosa? ¡Qué va, amor!

—Siempre estás celosa, Riki. Además, Fiona está con Rig, lo ha estado desde que la conozco. Lo último que oí fue que iban a casarse este otoño, el día del cumpleaños de ella.

—Conoces su nombre de pila…

—Dije que éramos amigos. Rig era el hombre de piel oscura que la acompañaba.

Dhamon había dado la espalda a la mujer y estudiaba algo que estaba en el agua. Separó las piernas y se inclinó ligeramente, dejando que las manos se hundieran silenciosas bajo la superficie.

—¿El también es un Caballero de Solamnia?

—¡En absoluto! Chisst.

—En absoluto —rió con disimulo ella.

La semielfa lo observó con atención y luego hizo una mueca burlona al ver que él intentaba sin éxito atrapar un pez que pasaba por entre sus piernas. Gotas de agua salieron despedidas por el aire describiendo un arco cuando él azotó la superficie y maldijo en voz baja.

Veloz como el rayo, la mujer hundió el delgado brazo en el arroyo, para sacarlo a continuación con una trucha ensartada en sus uñas, que arrojó a la orilla.

—Tú habías sido un caballero, Dhamon Fierolobo. O al menos eso afirmas.

—No un solámnico —repuso él, observando el pescado que se agitaba.

—Y no estoy celosa —arrulló Rikali acercándose más a él, y haciéndolo girar para colocarlo de cara a ella. El dedo de la semielfa se deslizó al frente para eliminar una mancha de la nariz del hombre—. ¿Tengo motivos para estarlo?

Dhamon no dijo nada, pero la atrajo hacia sí.

Dhamon despertó poco después del mediodía y apartó con suavidad el brazo de Rikali de su pecho. Rodó a un lado y extendió la mano para coger sus pantalones, pero, antes de que pudiera acabar de vestirse, una oleada de dolor lo embargó y su mano sujetó con fuerza la escama de su pierna, mientras hundía los talones en el suelo. Daba la impresión de que unas uñas se hundían en su carne, y se mordió el labio inferior para no chillar, resistiendo así el dolor durante varios minutos. La piel le ardía y sus músculos se agarrotaron.

Se convenció de que no era tan malo. Aproximadamente dos años antes un moribundo Caballero de Takhisis se había arrancado la escama de su propio pecho y se la había colocado a él.

Dhamon luchó por mantener la conciencia mientras su mente lo propulsaba de regreso a un claro de un bosque de Solamnia. Se vio arrodillado sobre un caballero negro, sosteniendo su mano e intentando ofrecer un poco de consuelo en aquellos últimos instantes de vida. El hombre le hizo una seña para que se acercara más, soltó la armadura de su pecho y mostró a Dhamon la enorme escama incrustada en la carne situada debajo; luego, con dedos torpes, el caballero consiguió arrancar la placa y, antes de que el otro se diera cuenta de lo que sucedía, el moribundo la había colocado sobre el muslo de Dhamon.

La escama se adhirió alrededor del muslo y como un hierro candente se clavó en su carne indefensa. Fue la sensación más dolorosa que Dhamon había experimentado en su vida. La escama tenía el color de la sangre recién derramada entonces, y Malys, la hembra de Dragón Rojo y señora suprema de la que provenía, la usaba para dominar y controlar a la gente. Meses más tarde, un misterioso Dragón de las Tinieblas, junto con una hembra de Dragón Plateado que se llamaba a sí misma Silvara, llevaron a cabo un antiguo conjuro para romper el control de la señora suprema. A raíz de eso la escama se tornó negra, y poco después empezó a dolerle de modo regular. Al principio, el dolor era poco frecuente y fugaz.

Dhamon se decía que el dolor era preferible a estar controlado por un dragón, pero últimamente los espasmos habían empeorado y duraban más tiempo. Observó que Maldred lo miraba, y con su expresión el hombretón le preguntaba si se encontraba bien.

Le devolvió la mirada, pero sus ojos fijos mostraban una expresión indiferente e implacable, ocultando sus pensamientos, sus sentimientos, manteniéndolo todo en secreto. Luego parpadeó, cuando el dolor desapareció por fin. Extendió la mano hacia el odre que Maldred le había dado, tomó un buen trago y volvió a colocar el corcho.

—¿Duele? —preguntó el gigante.

—A veces. Últimamente —respondió él, poniéndose en pie con cautela.

Los arañazos de su pecho y brazos empezaban a cicatrizar, se había afeitado, sus cabellos estaban peinados y atados en la nuca con una tira de cuero negro… obsequio de la semielfa, y su rostro tenía un aspecto juvenil con la melena sujeta hacia atrás.

—Tal vez podríamos encontrar un sanador que… —insinuó no obstante Maldred, rehusando abandonar su expresión preocupada.

—Un sanador no puede hacer nada. Lo sabes —Dhamon cambió de tema, señalando la mochila y el saco de cuero y el pequeño montón de bolsas de monedas que había sacado de sus pantalones, y los sacos llenos de monedas producto de los hurtos de sus compañeros—. Un excelente botín —declaró—. Una pequeña fortuna.

El otro asintió.

—Joyas de oro tachonadas de piedras preciosas, gran cantidad de monedas, perlas. Suficiente, esperemos, para adquirir…

—No suficiente —interrumpió Maldred categórico—. Ni se acerca, Dhamon. Lo conozco.

—Entonces el hospital… todo ese riesgo… fue perder el tiempo.

—No sabíamos si habría mucho o poco guardado allí —repuso el hombretón, meneando la cabeza—. Lo hiciste muy bien.

—No es suficiente —repitió Dhamon.

—Ah, pero podría ser suficiente para pagar una audiencia con él.

El otro frunció el entrecejo.

Maldred señaló con la mano el botín, luego abrió su mochila e introdujo en ella las bolsas más pequeñas, dejando fuera una de las bolsas de monedas de mayor tamaño y arrojándosela a Dhamon. Tras unos instantes, volvió a meter la mano en el interior y seleccionó una segunda bolsa.

—Será mejor darle éstas a Rikali y a Trajín por sus molestias. —Indicó con la cabeza a la pareja, que dormía profundamente unos metros más allá, cerca ahora el uno del otro—. De lo contrario, no dejarán que lo olvidemos jamás.

Dhamon echó una breve ojeada a Rikali, vio cómo sus párpados aleteaban en un sueño, luego se desperezó y se volvió de nuevo hacia su compañero.

—¿Cuánto tiempo debemos dejarlos dormir? Sé que a Riki no le preocupa que los enanos vengan tras de nosotros, pero yo no estoy tan tranquilo. En especial con respecto a la Legión de Caballeros de Acero. No dejarán esto sin vengar.

Maldred echó una veloz mirada al lugar por el que habían llegado. Lejos del arroyo el terreno tenía un aspecto tan seco e inhóspito como cualquier desierto.

—Ah, amigo mío, éste es un lugar de lo más agradable, podría pasarme unos cuantos días bajo este árbol. Es el lugar más fresco y más tranquilo que he conocido en bastante tiempo. —Su rostro aparecía sereno, casi bondadoso, mientras contemplaba el arroyo y seguía el avance de una hoja que flotaba en él, pero enseguida se nubló mientras añadía con el entrecejo fruncido—: Pero no te preocupes, amigo, tal ociosidad no puede ser. No podemos permitirnos permanecer en un mismo sitio mucho tiempo. No gente como nosotros. No aquí. Debido a esos caballeros y a otros en cuyo camino nos hemos cruzado. Y, más importante aún, porque todavía tenemos bastante trabajo por delante.

—¿Tienes un plan? —Dhamon ladeó la cabeza.

—Oh, sí —asintió él.

—Sea el que fuere, tendremos que movernos deprisa. —Los oscuros ojos de Dhamon centellearon.

—Desde luego.

La semielfa emitió un sonido, rodando sobre su espalda al tiempo que los delgados brazos se movían como las alas de una mariposa.

—De modo que este plan… —apuntó Dhamon, cuando estuvo seguro de que Rikali seguía dormida.

—Nos proporcionará grandes riquezas. Joyas, amigo mío. Algunas tan grandes como mi puño. —Maldred sonrió de oreja a oreja, mostrando una enorme boca llena de nacarados dientes uniformes—. No nos encontramos demasiado lejos de un valle en Thoradin, al norte y al oeste, protegido por las elevadas cimas.

—¿Una mina?

—Como quien dice. Tardaremos una semana en llegar allí. Menos, tal vez, porque estos caballos son muy buenos. Tomaremos ese sendero. —Su dedo señaló una línea que discurría por entre las colinas; a continuación dispuso los odres en su cinto y ajustó la espada de dos manos a su espalda—. Obtendremos suficiente para adquirir lo que quieres y con toda seguridad nos quedará aún un buen pellizco.

—Eso de ahí es una calzada comercial —dijo Dhamon.

—Donde es muy probable que encontraremos el carro de algún mercader —añadió el otro, con un centelleo en sus ojos color de avellana—. Necesitaremos algo en que transportar nuestras riquezas.

Загрузка...