11 El ojo que todo lo ve

—¡Cerdos, no pienso morir aquí! ¡No voy a permitirlo! —Rikali apretó los dientes y se abrió paso por entre Dhamon y Rig, pisando casi a Trajín al hacerlo—. Voy a tener una mansión magnífica en una isla. Muy lejos de aquí, y ningún derrumbamiento me lo impedirá. —Descendió a tientas por la escalera, con cuidado para no tropezar con trozos de rocas y peldaños desmoronados—. Una maravillosa idea, amor, la de bajar aquí a mirar a todos esos enanos esculpidos. ¡Estoy harta de enanos, ya lo creo! Todo lo que yo buscaba eran unas cuantas chucherías. No he conseguido muchas cosas que centelleen últimamente. Muy poca cosa, en realidad, después de arriesgar mi lindo cuello en aquel valle de los Cristales consiguiendo gemas para que puedas comprarle una vieja espada a Donnag.

Dhamon la fulminó con la mirada, y los ojos del marinero se entrecerraron y estudiaron a su compañero, con expresión cada vez más hosca.

—Bueno, pues ahora no tienes nada, amor. Donnag tiene todas las joyas y también esa espada. Donnag es mejor ladrón, diría yo. Esto es todo realmente maravilloso. Debiera haberme quedado arriba y sacado los ojos a aquellos enanos de madera. Profanar el templo de un dios muerto. ¡A los cerdos con todo ello! Jamás me gustaron demasiado los dioses, de todos modos.

Trajín fue a decir algo, pero la semielfa lo interrumpió con un gruñido, de modo que encogió los pequeños hombros y decidió que era más sensato mantenerse callado.

—¡Hay una puerta aquí abajo! —chilló Rikali—. Pero la condenada está atascada por el óxido.

Dhamon bajó la antorcha hasta donde estaba ella, seguido por Rig y Trajín. No le quedaba mucho tiempo de vida a la antorcha, como máximo media hora de luz.

—Será mejor que conduzca fuera de aquí —siguió refunfuñando la mujer—. Espero que sea una puerta trasera a la base de la montaña. ¿Eh? —Aplicó la oreja a la puerta y escuchó, concentrándose con el entrecejo fruncido—. Oigo algo. Puede que sea el silbar del viento por entre unos árboles. Por mi vida, que es una buena señal. —A continuación empezó a rebuscar en su cinturón, sacando pequeñas ganzúas de metal de detrás de su enjoyada hebilla—. Prefiero usar los dedos —dijo, más para sí misma que para Dhamon—. Pero mis uñas no han crecido de nuevo aún. Qué cerdada de suerte. Esa luz, bájala más. ¡Eh, no tan cerca que me queme!

Dhamon se agachó junto a ella y observó fascinado cómo metía y sacaba las ganzúas en la oxidada cerradura con una habilidad que para él era inalcanzable, girándolas primero en una dirección y luego en otra, para a continuación acercar el oído a la cerradura, haciendo chasquear la lengua contra los dientes mientras dejaba finalmente dos de ellas en el interior y retiraba una tercera.

—Es una cerradura vieja —dijo para explicar por qué tardaba tanto—. Los mecanismos están enmohecidos en su interior. No quieren moverse.

—Podríamos derribarla —sugirió Rig, con los ojos fijos en la antorcha que se apagaba.

—Bárbaro —susurró Rikali—. No hay que ser un genio para dar una patada. No hace falta habilidad ni capacidad de pensar. —En voz más alta, siguió—: La abriré en un minuto, esperad un poco y… ¡ya!

Con un satisfecho gesto de asentimiento, sacó las ganzúas, volvió a guardarlas en la hebilla y corrió el pestillo, sonriendo triunfal al percibir un sordo chasquido.

—¡Cerdos! Sin duda se hinchó demasiado para el marco con toda esa humedad de aquí abajo —decidió, mientras sujetaba el picaporte con las dos manos, afianzaba los pies y volvía a tirar. Dhamon intentó ayudar, pero ella lo apartó de un empujón.

—Yo abrí el cerrojo y yo la abriré. Seré la primera en ver lo que haya dentro. Retrocede y observa.

Dhamon hizo lo que le pedía, mientras Rig refunfuñaba que podría haberla abierto de una patada y que sería mejor que la mujer se diera prisa porque no quedaba mucha antorcha. Trajín sugirió que arrancaran algunos de los tablones de madera de la puerta, y él no tendría inconveniente en hacer otra antorcha con ellos, pero nadie le hizo caso.

—¡Sé que puedo hacerlo! —siseó la semielfa por entre los apretados dientes—. Sólo un poco más. Lo ves, se abre. Sólo un…

La puerta se abrió de golpe con un rugido al tiempo que una tromba de agua se precipitaba al hueco de la escalera, arrastrando a la mujer tras la puerta e inmovilizándola contra la pared. Dhamon dio media vuelta y trepó escaleras arriba, sosteniendo la antorcha en alto, al tiempo que se mantenía justo fuera del alcance del agua. Trajín se quedó anonadado, incapaz casi de chillar siquiera, no sé nadar, antes de que el agua pasara como un torrente sobre su cabeza. Sólo el marinero consiguió mantenerse inmóvil en su puesto. Se apuntaló y estiró los brazos de un extremo al otro del hueco de la escalera, con las manos firmemente posadas contra cada pared y los ojos cerrados con fuerza. Cuando la ola lo golpeó, permaneció en su puesto sin ser arrastrado por ella, y al detenerse la oleada, el agua se asentó alrededor de sus muslos y él abrió los ojos.

Rikali farfullaba y chapoteaba, atrapada entre la puerta y la pared. Rig descendió pesadamente los peldaños y empujó con todas sus fuerzas la hoja de madera, moviéndola lo suficiente para que la semielfa pudiera escabullirse al exterior. La mujer forcejeó con él unos instantes, luego se relajó y aspiró un poco de aire. El agua le llegaba hasta los hombros.

—Supongo que debería darte las gracias —consiguió decir.

El marinero sintió unas zarpas en la espalda e, instintivamente, se llevó la mano a la cintura para coger una daga; se detuvo justo cuando sus dedos se cerraban ya sobre la empuñadura al comprender el origen de aquellas zarpas. El kobold había trepado por su cuerpo y rodeado con sus brazos cubiertos de escamas el cuello de Rig, escupiendo agua y maldiciendo en una lengua que el otro no comprendía.

—¡Dhamon! —llamó el marinero.

La tenue luz de lo alto se tornó algo más brillante —pero sólo un poco— cuando Dhamon descendió por la escalera y se reunió con ellos, sosteniendo muy en alto lo que quedaba de la antorcha. Su rostro aparecía impasible, como si el apuro en que se encontraban no le concerniera en absoluto. Sus ojos insinuaban otros pensamientos en frenético movimiento y estaban fijos al frente. Al cabo de un minuto había dejado atrás a sus compañeros y chapoteaba a través de la entrada para penetrar en la sala situada al otro lado.

—¿Qué crees que haces? —le chilló Trajín a voz en grito—. ¿Adonde vas?

—¡Eh, tú, maloliente kobold! —lo interrumpió el marinero—. Si quieres que te lleve, no me chilles al oído. Te ahogaré como a una rata tan deprisa que…

—¡Dhamon! —siseó Rikali.

—El camino por el que vinimos está obstruido —contestó él; la luz se iba atenuando a medida que seguía alejándose de ellos—. Por el momento es nuestra única opción.

—Pues no me gusta tu opción —gimió ella mientras lo seguía, andando de puntillas y dejando que los brazos flotaran a sus costados—. ¡Soy demasiado joven para ahogarme, Dhamon Fierolobo!

Rig los siguió con pasos rápidos, intentando cerrar los oídos a lo que decían y no pensar más que en el agua. Puesto que era su elemento, tanto dulce como salada, la sintió fluir alrededor, agradablemente fresca a pesar de ser verano, pues era parte de un río subterráneo protegido del calor por las toneladas de roca que lo envolvían. Se concentró en su flujo, decidido a descubrir cómo había entrado el agua en la estancia.

—No hay otra salida —gruñó el marinero tras unos minutos, y en voz más baja, añadió—: Siempre imaginé que moriría ahogado. Sólo que no quería morir con Dhamon.

La antorcha de su compañero danzó fantasmal sobre la superficie del agua y las profusamente talladas paredes de roca. La luz acariciaba con suavidad cientos de imágenes de enanos, que forjaban armas, cocinaban, excavaban; una gordinflona pareja bailaba alrededor de la imagen de un yunque; un niño amontonaba piedras. En el techo había una imagen de Reorx hecha con azulejos, casi idéntica a la que habían visto en el suelo del piso superior. Había una enorme abertura en uno de los muros, y Rig la señaló con la mano.

—Ése tiene que ser el lugar por el que penetró el arroyo. Pero ahora es más un río, debido a toda esa lluvia —dijo, avanzando veloz hacia él.

Mientras lo hacía, tropezó con algo y cayó de bruces en el agua. Se puso en pie farfullando, mientras el kobold sujeto a su espalda se quejaba con voz chillona. Palpó bajo el agua: un banco de piedra, una mesa de piedra y otros objetos que no pudo identificar. Se obligó a ir más despacio, chocando contra más cosas ocultas bajo la negra superficie, y lanzó un chorro de agua en dirección a Rikali para llamar su atención.

—¡Por aquí! Y ten cuidado.

Por una vez maldijo todas las armas con las que cargaba, pues nadaría tranquilamente, en lugar de moverse despacio, si no llevara la alabarda a la espalda. Pero no podía permitirse soltarla.

—Toda esta maldita lluvia —se dijo en voz baja cuando por fin llegó junto a la hendidura de la pared—. Debe de haber hecho crecer tanto el río que al final se abrió paso a través de una zona más fina del muro. Sí, es muy fina aquí. —Arrancó un pedazo de roca.

La semielfa pedaleaba en el agua a su lado, pues el nivel había aumentado y sólo podía tocar el fondo con las puntas de los pies.

—Vaya, es bueno saberlo —resopló—, nos vamos a ahogar todos por culpa de la lluvia.

Dhamon se había acercado chapoteando hasta colocarse detrás de ella. Parecía perplejo, aunque mantenía una expresión estoica, con los ojos revoloteando a izquierda y derecha. Su respiración era regular y avanzaba con lentitud, como si supiera adonde se dirigía y no le preocupara en absoluto lo que había más adelante.

El marinero sacudió la cabeza ante la aparente falta de preocupación de su compañero, aspiró con fuerza y penetró en la abertura, sujetándose a la pared de piedra para no ser arrastrado. Trajín tosió y se agarró con más fuerza al cuello del ergothiano. La luz de la antorcha mostró los dedos de Rig ascendiendo poco a poco por la pared.

—¿Qué está haciendo, amor? —Rikali tenía la mano apoyada en el hombro de Dhamon, que la ayudaba a mantenerse por encima del agua.

Dhamon no contestó mientras ella seguía lamentándose e inundándolo con preguntas inútiles, porque observaba con atención los dedos del marinero, que cada vez resultaban más difíciles de distinguir al irse extinguiendo la antorcha. Se oyó un último chisporroteo, luego la llama se apagó, sumiéndolos en una espesa y total oscuridad. La semielfa gimió y clavó los dedos en el hombro de su compañero.

—¿Amor? No veo nada.

Un chapoteo y una retahíla de maldiciones proferidas en tono agudo procedentes de Trajín indicaron el regreso del marinero.

—¿Dhamon?

—Estamos aquí, Rig. ¿Qué encontraste?

—Hay unos treinta centímetros de aire entre el río y las rocas, por el momento al menos. Y el agua se mueve muy deprisa. Creo que es nuestra mejor posibilidad. Seguirla y rezar para que nos expulse en alguna parte.

—Yo no rezo —musitó la semielfa.

—¡Estás loco! —escupió el kobold al marinero—. ¿Entrar ahí?

—¿Tienes tú una idea mejor? —preguntó Dhamon mientras tiraba la inútil antorcha y palpaba con las manos hasta encontrar a Rig y la hendidura de la pared.

Rikali siguió aferrada al humano, respirando con dificultad mientras intentaba mantener la barbilla fuera del líquido elemento, sin dejar de rezongar todo el tiempo sobre la oscuridad y la posibilidad de ahogarse.

—¡Sí, tengo una idea mejor! —chirrió el kobold—. ¡Yo puedo ver! Un poco. A lo mejor si nos quedamos aquí, si examinamos realmente esta habitación, podremos… —El resto de sus palabras quedaron ahogadas cuando el marinero siguió a Dhamon y Rikali al otro lado de la abertura y penetró en un pasadizo que el río había tallado siglos antes.

Avanzaron por el agua, en medio de las tinieblas, nadando a veces torpemente; Rig era quien tenía más problemas debido a la alabarda y al kobold que llevaba a la espalda. Sus cabezas chocaban contra afloramientos de rocas del techo, lo que arrancaba juramentos de sus labios, y el río los empujaba contra afiladas puntas que sobresalían de los muros. Dhamon notó que algo resbaladizo le rozaba la pierna, un pez o una serpiente, esperó que no fuera nada peor mientras seguía su marcha.

Siguieron el río durante unas cuantas horas mientras éste zigzagueaba y giraba por la montaña, en ocasiones retrocediendo de tal modo que llegaban a pensar que estaban cerca otra vez del lugar del que habían salido. Por fin su curso se enderezó y percibieron que el agua chapoteaba con fuerza contra la roca; de vez en cuando conseguían distinguir el chirrido agudo de los murciélagos proveniente de algún punto más adelante. Rikali anunció que aquello era una buena señal, pues significaba que todavía había aire frente a ellos.

—Te equivocas, Riki —replicó Trajín, mientras seguía firmemente sujeto al cuello del marinero, con la capa arremolinada alrededor de las piernas que flotaban detrás de él—. Es una señal muy mala. Significa que los murciélagos están atrapados. Y nosotros también.

La semielfa hundió más los dedos en el hombro de Dhamon cuando éste aceleró el paso, y sintió el calor de la sangre en las yemas de los dedos. Su compañero no se quejó.

Un segundo después Dhamon perdió pie cuando el fondo del túnel descendió y las aguas adquirieron mayor profundidad. Él y la mujer chocaron contra Rig.

—¿Qué? —inquirió el marinero.

—La corriente parece diferente aquí —explicó su amigo—. No la profundidad. Es algo que no consigo…

—Sí —interrumpió el otro—. Yo también lo noto. La corriente se divide. La más fuerte sigue recto, pero hay un ramal que se dirige a la izquierda, y el agua allí parece más caliente, a lo mejor calentada por algo situado en una zona más subterránea.

—Y… —intervino la semielfa—. Eso significa ¿qué?

—Podríamos separarnos —sugirió Dhamon—. Rikali y yo iríamos por la izquierda y Trajín y…

—Mala idea —lo interrumpió Rig—. Todos estamos cansados. Ha de ser bien pasada la medianoche ya. Nadie se separa. Seguidme. —El marinero los adelantó, deteniéndose sólo para sacarse al kobold de la espalda y entregarlo a Dhamon—. Tu turno. —Luego empezó a nadar torpemente hacia adelante, pasando la alabarda a su mano, y casi perdiéndola, sin prestar la menor atención a las quejas de Trajín y Rikali.

—Ojalá Fiona estuviera aquí —musitó mientras seguía avanzando con dificultad—. Espero que esté bien.

Se dijo a sí mismo que la mujer estaría perfectamente, que ella y Maldred no habrían perdido tanto tiempo, que no habrían penetrado tanto en las profundidades de la montaña y que habrían conseguido salir al exterior antes del derrumbamiento.

—Ella está bien —se tranquilizó, añadiendo que se aseguraría cuando saliera de allí de que Maldred no se mostrara demasiado cariñoso con la solámnica. Y haría todo lo posible por ayudarla a conseguir el rescate para su hermano—. Tiene que estar bien. Creo que moriría sin ella.

Luego un sombrío pensamiento cruzó su mente. Quizá Maldred había provocado el derrumbe, y el kobold había mentido para ocultar la acción de su señor. La historia del brazo de troll ardiendo que había provocado el fuego arriba parecía un poco rebuscada. Eliminar a Rig facilitaría a Maldred la posibilidad de conquistar a Fiona. Su corazón latió salvajemente ante tal posibilidad.

La corriente se movía más veloz ahora, y el pasillo se ensanchó. La velocidad ayudó al marinero a maniobrar con su alabarda, y éste supuso que habrían recorrido varios kilómetros ya cuando el sonido impetuoso del agua se volvió más fuerte aún, el canal se tornó más angosto, y el martilleo ahogó el parloteo de Rikali y el chapoteo de Dhamon nadando para mantenerse a su altura.

Quedaban apenas unos centímetros de aire, y el marinero se encontró aferrándose al techo para tomar unas cuantas profundas bocanadas antes de sumergirse para nadar un poco más. Esperó que Dhamon y la semielfa estuvieran a poca distancia a su espalda y que no se hubieran dado por vencidos e intentaran retroceder. De todos modos, se dijo que no pensaba perder ni un precioso minuto preocupándose por sus compañeros. Era hora de dar prioridad a la propia piel y dejar que los asquerosos ladrones se salvaran por sí mismos. Debía concentrarse en regresar con Fiona.

—Ahhh… —aspiró, mientras se cogía a un saliente y alargaba el brazo en un movimiento basculante, con la nariz apretada contra el techo. Sus dedos rozaron tela—. ¿A quién intento engañar? ¿Dhamon? ¿Estás bien? ¡Dhamon!

Al oír una ahogada respuesta, volvieron a ponerse en marcha; transcurrió otra hora, supuso el marinero, mientras seguían la corriente en medio de una oscuridad total, aspirando aire cuando aparecía una bolsa. El agua cada vez más caliente revelaba que había algo debajo, tal vez calor volcánico.

Dhamon pensaba en los dragones: en la Verde que mató a sus hombres en los bosques de Qualinesti; Skie, que podría haberlos matado a él y a Rig y a todos los demás en la Ventana a las Estrellas; en la Negra que había encontrado en la ciénaga y que lo habría eliminado de no haber sido por la escama de su pierna, que en aquel momento lo había marcado como un servidor de la señora suprema Roja.

La muerte ya no lo asustaba. Todo el mundo moría. Era sólo cuestión de tiempo, y ahogarse no resultaría tan doloroso. Entonces apretó con fuerza las mandíbulas y se reprendió a sí mismo. Morir sería la salida fácil. Y también estaba la cuestión de la espada: no sentía el menor deseo de permitir que el caudillo ogro se quedara con la espada y las piedras preciosas. Sus reflexiones se vieron interrumpidas por unas zarpas afiladas como agujas rozando su cuello: Trajín. El kobold estiraba el cuerpo en busca de aire. Los dedos de Rikali acariciaron su hombro, y la mano de Rig volvió a estirarse para confirmar que todos estaban cerca.

Entonces un atisbo de verde hizo su aparición.

El kobold empezó a arañar la espalda de Dhamon, hablando atropelladamente y señalando.

—¡Lo veo! —profirió el humano, al tiempo que tomaba una buena bocanada de aire pegado al techo, se hundía y nadaba luego en dirección a la luz.

Rikali se adelantó a él, agitando los pies con energía, golpeando a Dhamon y casi desalojando al kobold de su espalda al pasar. Su compañero distinguió su silueta cuando se acercaron al resplandor verde y luego la vio alzarse. Dhamon movió las piernas con más fuerza.

Las manos de Rikali chocaron contra roca y, asustada, al creer que había ido a parar a un callejón sin salida, perdió los nervios y tragó agua, llenándose los pulmones de líquido. Sus manos se agitaron nerviosas y palparon piedra que formaba ángulos. ¡Escaleras! Salió del agua, trepó los peldaños, jadeante, y rodó de espaldas enseguida para contemplar con incredulidad la lisa roca ovalada que formaba gran parte del techo de aquella estancia toscamente tallada. La roca era lo que reflejaba la misteriosa luz verde. El río subterráneo seguía su curso más allá, y la semielfa se volvió para contemplarlo.

—Dhamon. Ven, amor —musitó—. Ven… ¡oh!

La cabeza del hombre apareció en la superficie, en el estrecho espacio entre el agua y el saliente de roca, y el rostro poco agraciado de Trajín se asomó por detrás del cuello del humano. El kobold tosía y escupía mientras Dhamon aspiraba bocanadas de aire y se elevaba fuera del agua. Al poco rato, el marinero siguió su ejemplo.

—Podríamos dormir aquí —bostezó Rikali—. Estoy tan cansada. Sólo una hora más o menos, ¿de acuerdo, amor?

—No hay tiempo para dormir —respondió él; pero su bostezo y su expresión agotada daban a entender que también él estaba cansado.

Trajín se soltó de la espalda de Dhamon y empezó a escurrirse la ropa.

—Suerte que encontramos este lugar, ¿eh? ¡Podemos respirar este aire viciado! Maldita sea. Mi jupak. Perdida en el agua. —Se volvió para mirar enfurecido al río, la mayor parte del cual quedaba oscurecido por el rocoso saliente—. ¿Ahora cómo conseguiré otra? Seguro que no encontraré un kender en Bloten. A lo mejor Donnag tiene una en su…

—Tal vez no tendrías que preocuparte por ello, Trajín —sugirió Dhamon—. Si no conseguimos hallar una salida, no necesitarás un arma.

Mientras el kobold seguía lamentando su desgracia, rumiando en voz bien alta la posibilidad de morir a esa edad tan temprana, y Rig opinaba que tal vez sólo necesitarían reponerse un poco y luego continuar siguiendo el río, Dhamon se unió a Rikali para dar una buena ojeada por la estancia. Escudriñaron la pared más cercana, con la esperanza de hallar una escalera que condujera hacia arriba, o una chimenea natural por la que pudieran trepar. Habían oído murciélagos hacía un tiempo, pero allí no había ni rastro de ellos, ni siquiera guano en el suelo.

No había tallas en las paredes, ni en las desplomadas columnas que probablemente en el pasado se habían alzado hacia la refulgente roca de lo alto. Dhamon había esperado ver más imágenes de enanos, pero todo parecía intacto, con excepción de los pilares, que habían sido pulidos hasta dejarlos bien lisos. No había símbolos de Reorx. Restos de bancos de piedra y de madera cubrían el suelo, y la madera putrefacta aumentaba el olor a moho. La única zona intacta se componía de una plataforma elevada al fondo de la sala, y de tres escalones negros en forma de media luna que conducían hasta ella. A ambos lados de los peldaños había pedestales negros, sobre los que descansaban unas piedras negras perfectamente redondeadas, pulidas como espejos y que reflejaban extrañamente la luz verdosa.

Curiosamente, se dijo Dhamon, los pedestales y las esferas parecían carecer por completo del polvo de roca que cubría todo lo demás.

—Me pregunto qué es todo esto —dijo el marinero, silbando en voz baja. Olvidando el río y su apurada situación por un momento, el ergothiano fue hacia el centro de la sala. Se detuvo a mitad de camino, se inclinó, y estudió algo que había en el suelo—. Apuesto a que esto no es parte de estas ruinas enanas —reflexionó, mientras estiraba la mano y la cerraba sobre un objeto.

Le quitó el polvo, tosió para atraer la atención de Dhamon, y lo sostuvo en alto para que lo viera. Era un cráneo, humano o elfo, y un cuchillo terriblemente oxidado con una empuñadura de hueso tallado sobresalía de su parte superior.

—Hay varios más si deseas tu propio recuerdo —anunció Rig—. Todos se parecen bastante a éste. Un sitio encantador bajo la montaña. —Luego volvió a dejar el cráneo en su lugar y bostezó—. Creo que será mejor que salgamos de aquí.

—No veo ninguna salida en estas paredes, y no me gusta este sitio, amor —dijo Rikali, deslizándose hasta Dhamon y tomando su mano para entrelazar sus dedos con los de él—. Me corren escalofríos por la espalda. Quiero salir de aquí. Este lugar me hace sentir… pavor. Quiero ver el cielo. Y tengo tantas, tantas ganas de dormir. Tal vez sea mejor que volvamos a nadar. Que sigamos el río. —En voz mucho más baja, añadió—: Por favor, sólo sácame de aquí.

Dhamon intentó liberar su mano, pero ella la sujetó con más fuerza. Él le devolvió un suave apretón y luego se dedicó a escuchar las agudas lamentaciones del kobold sobre su jupak y su inminente fallecimiento. Acto seguido tiró de la semielfa para seguir adelante, no muy seguro de por qué se sentía impelido a investigar aún más ese sitio en lugar de regresar al río y marchar. Pero tenía una hormigueante sensación en el cogote, una impresión turbadora que haría huir a otros hombres, pero que sólo conseguía hacer que Dhamon se sintiera más decidido a descubrir qué la provocaba.

Una especie de gateo sobre las rocas indicó que Trajín había decidido por fin acompañarlos.

—Todavía tengo a mi anciano en la bolsa —anunció el kobold—. Aunque el tabaco ya no sirve. —Lo sacó fuera y lo arrojó al suelo aumentando los desperdicios esparcidos por el lugar.

—Eres un inútil —siseó Rikali al kobold.

La semielfa se estremeció al ver una docena de cráneos, todos ellos con dagas clavadas. Unos cuantos eran pequeños, kenders, o a lo mejor niños humanos. Deseó que no se tratara de niños. Aunque no le gustaban los enanos, estaba segura de que ellos no habrían hecho eso; no a criaturas. Pero ¿quién habría sido capaz?

—Por mi vida, que ése tuvo que haber sido un bebé muy pequeño. —Se detuvo para mirar con detenimiento un cráneo especialmente diminuto—. ¿Quién podría haber hecho algo así, y por qué? Quién… —Se interrumpió a sí misma; de nada servía preguntar a Dhamon, decidió, él no parecía en absoluto interesado.

Su compañero se había alejado de ella, liberando por fin su mano, y ascendía los estrechos peldaños negros, lanzando sólo una mirada superficial a los pedestales. De pie en el borde de la plataforma, la luz verde formó un halo alrededor, proyectando un color enfermizo sobre su piel y haciendo que los mojados cabellos parecieran algas marinas. El humano se acercó al centro de la tarima y clavó los ojos en el suelo.

—Curioso.

—¿Qué es? —preguntó Riki, avanzando por delante de Rig, que también se dirigía hacia la plataforma—. ¿Qué? ¿Es valioso?

Dhamon se arrodilló y extendió la mano. Rikali subió corriendo los peldaños y se acomodó junto a su compañero. Trajín también sentía curiosidad y, sin dejar de escurrir sus ropas, llegó pisándole los talones a la mujer.

—Muy bien, ¿qué es? —Se encontró preguntando Rig—. Supongo que no has encontrado un modo de salir.

—No —respondió Dhamon, incorporándose, aunque siguió mirando el suelo de la plataforma, mientras la hormigueante sensación persistía en su cogote—. Y eso es lo que tenemos que buscar, no quedarnos aquí mirando esto todo el día.

—Es hermoso —comentó Rikali—. Quiero tocarlo, y…

—Bueno, pues no lo toques —regañó severo Dhamon—. No sabemos qué es o qué hace, si es que hace algo. Y no necesitamos saberlo. ¿Quieres vivir para ver el nuevo día? Entonces lo que necesitamos es salir de aquí. Y no debería haber dejado que me distrajeras.

—Hermoso —repitió ella, estirando la mano.

—¡No lo toques! —El grito provino del kobold, que tiraba hacia atrás del brazo de la semielfa—. Riki, mantente lejos de eso.

Rikali mostró intención de discutir, pero había algo en la insólita expresión seria del kobold que se lo impidió. ¿Qué es?, le preguntó con un leve gesto de cabeza.

—Es mágico —respondió él—. Y no necesariamente bueno. —El kobold miró por encima del hombro a Dhamon, luego bajó los ojos hacia Rig, que estaba de pie al final de la escalera—. Se supone que hay que mirarlo, no tocarlo. No hay que tocarlo jamás.

Dhamon y la criatura se quedaron mirando el objeto fijamente, Rikali siguió arrodillada, y el único sonido de la sala ahora era el fluir del río subterráneo.

—Magnífico —declaró Dhamon—. Dejémoslo y sigamos nuestro camino.

—Ah, imagino que debería echarle una mirada primero —dijo Rig, sacudiendo la cabeza y pasándose los dedos por los cabellos. Ascendió los peldaños y se colocó entre Dhamon y Rikali, extendiendo una mano para ayudar a la semielfa a levantarse—. Tendré cuidado. Hum. Interesante.

En el centro de la plataforma había un estanque, casi de forma oval. Pero era luz, no agua, lo que se arremolinaba en su interior. De repente era de un color verde oscuro para acompañar al resplandor del techo, luego se tornaba azul zafiro, y los colores ondulaban como si estuvieran vivos y lucharan entre sí. Aparecieron centelleantes motas de un brillante amarillo blanquecino, que daban la impresión de estrellas capturadas en las profundidades del estanque que luchaban por conseguir aire. Los agresivos colores casi las aplastaban por completo.

—¿Y qué es entonces? —La curiosidad acabó venciendo a Rikali—. Quiero decir, realmente parece mágico. ¿Tienes alguna idea, Trajín? ¿O sólo te limitas a intentar asustarme? Magia mala, ja. No reconocerías la magia, buena o mala, aunque yo surgiera de una lámpara y…

—¡Chisst!

El kobold paseó alrededor del borde del estanque, hasta colocarse en el lado opuesto al de ella. Observaba con atención las luces amarillas que centelleaban y parpadeaban siguiendo una pauta que él parecía comprender.

—Esto es antiguo —dijo, y en su voz se percibía el temor.

—Cerdos, eso ya podría habértelo dicho yo, rata inútil.

La criatura se rascó una verruga de la diminuta palma, entrecerrando los ojos para concentrarse.

—Aunque no creo que tan antiguo como todas esas cosas de los enanos. O, tal vez, no lo construyeron tan bien. Esto de aquí es lo único que queda en pie.

—¿Crees que hay algo en el fondo del estanque? —suspiró Rikali, y empezó a alargar un dedo, sólo para sentir su humedad.

—He dicho que no lo toques. No creo que fuera una buena idea. Sólo hazme caso por una vez. ¿De acuerdo? —El kobold se apartó del estanque y retrocedió bajando los peldaños, estudió los pedestales y murmuró para sí—. Con el conocimiento llega la muerte —musitó en Común y, a continuación, empezó a parlotear en kobold otra vez.

—Odio que haga eso —dijo Rikali a Dhamon—. Ojalá pudieras hacer que parara toda esa jerigonza. Aunque no sé si te está maldiciendo o recitando una receta kobold para cocinar el filete de lagarto. Es como intentar oír en…

—Hay algo escrito en los pilares —interrumpió Dhamon, que había abandonado la plataforma en silencio mientras ella hablaba y había ido a colocarse detrás del kobold—. No puedo distinguirlo. No lo vi al principio. —Se inclinó sobre Trajín para verlo más de cerca.

—No sé leer —murmuró ella.

—Pues yo sí puedo leerlo —intervino la diminuta criatura—. Algo de lo que pone, al menos. En su mayoría se trata de símbolos mágicos.

—Y… —Rikali aguardó—. Si no es nada demasiado interesante yo voto por meternos en el río otra vez e intentar hallar una salida antes de que crezca y no queden bolsas de aire. Aquí no hay nada de valor que yo pueda ver. Debí haber arrancado los ojos de ónice de los enanos de madera cuando tuve la oportunidad. Ya no los conseguiré nunca, ahora.

—Hemos de marchar —asintió Dhamon.

Estaba unos metros más allá, fuera ya de la aureola de luz verde. Su piel se había secado, y sus cabellos y ropas empezaban a secarse ya, también. Sus negros rizos se curvaban ahora con suavidad en la base del cuello.

—Hemos perdido demasiado tiempo.

El kobold hizo caso omiso de él y volvió a subir los peldaños, rodeó el estanque, se sentó en el extremo opuesto al que estaban Rig y Rikali y empezó de nuevo con su canturreo mágico. Luego se detuvo y alzó los ojos para mirarlos.

—No tengo por qué canturrear, sabéis —les informó—. Sólo hace que la magia me resulte más fácil. Me concentro mejor.

—¿Magia? —Rig lanzó un suspiro por entre los apretados dientes—. ¿El kobold realmente sabe magia? ¿Es un hechicero? ¿Un kobold hechicero? Pensaba que eso de encender la pipa no era más que un truco.

—No estoy familiarizado con la clase de magia que usaba la gente que construyó este lugar —anunció Trajín servicial, arremangándose las mangas de la túnica para, a continuación, retorcer el aro de su nariz con ademanes teatrales—. ¿Veis esas esferas? Representan a Nuitari, una de las lunas mágicas que suelen flotar en el cielo nocturno. Desde luego, eso fue bastante antes de que yo naciera, en esa época en que la magia era algo que casi todo el mundo podía aprender… antes de que tuvieras que tener una chispa especial dentro de ti. Hechiceros Túnicas Negras y cosas así, creo que los llamaban. Raistlin. Él era uno de ellos.

—Ray-za-lin —repitió Rikali—. Nunca oí hablar de un Ray-za-lin. —La mujer paseaba la mirada arriba y abajo entre el kobold y lo que podía ver del río. ¿Había crecido un poco en los últimos minutos?

—No tengo ni un ápice de la maestría de Raistlin. Jamás lo tendré. Pero incluso aunque esa clase de magia ya no anda por ahí, supongo que puedo hacer esto. O al menos intentarlo. Sería una lástima no probarlo.

—Hemos de marchar. —Esto surgió con firmeza de labios de Dhamon—. Tengo la intención de salir de aquí. Con vosotros tres, o solo —añadió—. No pienso esperar mucho más. —Y en voz más baja, prosiguió—: No puedo permitírmelo.

Pero ellos no lo escuchaban, su atención retenida por el canturreo de Trajín y el misterioso estanque.

—Representa un ojo —el kobold se detuvo a explicar—. Incluso tiene la forma de uno. ¿Veis? Funciona como uno, también, en principio. Al menos sí he comprendido lo que descifré en ese… ese…

—Pedestal —lo ayudó Rig.

—Eso, ese pedestal de ahí. Miras a través del ojo y ves cosas. Lo que quiera que desees ver. Ahora quedaos callados, los dos, y dejad que intente ver algo.

Acto seguido volvió a su canturreo, una rápida y desafinada melodía intercalada con cortas gárgaras. Sus dedos se agitaban en el aire, para impresionar, no por necesidad, pero quería dar un buen espectáculo ante Rig y Rikali. Se maldijo por revelar que no necesitaba canturrear. Tengo que recordar no hablar sobre las artimañas de los conjuros, se reprendió. Luego colocó las manos justo por encima del agua, con los dedos bien extendidos y los pulgares tocándose.

Percibió la energía del estanque, cómo los remolinos verdes enviaban tenues oleadas de calor a sus palmas, relajándolo casi, pues hacían que se sintiera caliente y cómodo y que le costara mantener los ojos abiertos. Los remolinos azules le provocaban un escozor en la piel, aunque no tan fuerte como el picor del callo de la palma de su mano, y fijó su atención en este último para mantenerse alerta.

Concentrándose más de lo que había hecho nunca antes, en un intento de asombrar a su reducido público y dominar lo que, suponía, era un tesoro enterrado de Raistlin y los Túnicas Negras, se centró ahora en las motas de luz amarilla. Percibiéndolas con la mente, logró con paciencia que ascendieran a la superficie, como indicaban las instrucciones del pedestal. El kobold deseó haberse tomado el tiempo necesario para traducir los dos pedestales, pero su temor a quedar atrapado allí si el río crecía inesperadamente exigía que se diera prisa. Además, sabía que Dhamon carecía de la paciencia necesaria para su magia. Cuando le pareció que uno de los destellos de luz ascendía, cerró los ojos y se representó mentalmente todos los centelleos amarillos y blancos, los imaginó a todos abriéndose paso por encima de los colores oscuros y realizando su centelleante magia sólo para él.

Entonces las sensaciones que percibía en las palmas de las manos se desvanecieron, y el calor que amenazaba con adormecerlo desapareció, haciendo que se sintiera curiosamente helado. Y cuando ya iba a darse por vencido y sumirse en la decepción, oyó que Rikali lanzaba una exclamación ahogada y abrió los ojos. La superficie del agua se había tornado de un color amarillo brillante, como el sol en un cielo sin nubes, aunque justo en el centro había un llamativo punto negro, del tamaño de una de las esferas de los pedestales. Parpadeó, pero el punto no cambio de forma ni tamaño ni tampoco desapareció.

—¿Es eso? —inquirió la semielfa por fin—. ¿Es eso todo lo que hace? Pensaba que íbamos a ver algo emocionante, por ejemplo, un modo de salir de aquí. Dijiste que veríamos algo. No sirves para nada, Trajín.

El kobold sonrió abiertamente, mostrando los amarillentos dientes, e hizo un gesto con las manos, como si removiera el estanque, aunque teniendo buen cuidado de no tocarlo realmente.

—Bueno, si eso es lo que quieres ver —rió disimuladamente—. Un modo de salir para ti. Desde luego eso tendrás, querida Riki.

El punto negro del centro empezó a crecer y a ensancharse, hasta ocupar casi toda la superficie. Luego pareció parpadear, como si fuera una pupila en medio de un ojo que se había cerrado y vuelto a abrir. Parpadeó una vez más, y una imagen inconfundible apareció en su centro, nebulosa al principio, pero que no tardó en enfocarse mientras ellos observaban. Parecía un retrato de las colinas y, alzándose por encima de esas colinas, una parte de las montañas Khalkist. Saliendo a borbotones de lo alto había una cascada, una que, a juzgar por la posición del sol y el pico visible más alto, parecía hallarse justo al sur de Bloten. El agua se zambullía en una depresión en un hueco en las colinas, alimentado por un río que conducía al interior del pantano de la hembra de Dragón Negro. Se distinguían los tejados de unas casas, prueba fehaciente de que se había inundado un pueblo, y el cielo era de un color gris oscuro, en tanto que la lluvia seguía cayendo sin pausa.

—Vaya, has creado una bonita imagen, Trajín. Interesante. Aunque no es precisamente lo que yo esperaba. ¿Qué tiene eso que ver con salir de aquí? Y ¿qué es…?

Calló cuando un nuevo sonido llenó la sala. Agua, no el río subterráneo que pasaba veloz por allí, sino el golpeteo de la cascada, que resultaba un sonido casi ensordecedor. Lo acompañaba un aroma nuevo: aire, hierba y un leve aroma a flores.

El ojo parpadeó y la imagen se concentró de nuevo en la base de la catarata.

—Hay una cueva detrás de ella, de la cascada —añadió Rikali, impresionada ahora—. Y también hay agua saliendo por la cueva.

Miró con más atención y distinguió maderos y escombros que flotaban en la depresión. Los restos de otro pueblo inundado, tal vez.

—¿Es este río? —aventuró Rig, indicando a su espalda—. ¿Es eso lo que nos muestra? ¿Es ahí adonde va a salir nuestro río?

—Le pregunté por la salida —respondió Trajín, encogiéndose de hombros.

—Bueno, pues pregúntale si se trata de nuestro río —insistió el otro.

El kobold agitó el aire con los dedos, se concentró más y se sintió repentinamente fatigado, como si el estanque absorbiera su energía. Pero el ojo pestañeó por fin y la escena volvió a cambiar.

—¡Ésos somos nosotros! —exclamó la semielfa.

Contemplaron una imagen idéntica de la semielfa y el kobold atisbando el interior del estanque, con el río fluyendo como un torrente detrás de ellos. Otro parpadeo y la órbita se llenó de agua en movimiento, y entonces vieron la corriente subterránea, que estaba iluminada con una luz verde por la magia de la estancia. Había una bifurcación, un brazo del río se desviaba sinuoso, y otro, de una anchura igual, seguía recto al frente. El ojo mágico corrió veloz por el sendero ancho y recto, luego se desvió por un estrecho brazo muerto de la corriente; la imagen pestañeó, y apareció otra vez la escena con la cueva y la catarata.

—¡Ésa debe ser la salida! ¡Trajín, eres maravilloso! —La mujer se puso en pie y giró en dirección a Dhamon, señalando el agua—. Hemos de seguir ese río hasta encontrar un ramal estrecho al oeste. Eso nos sacará de aquí.

—Pregúntale algo más —pidió el marinero que seguía mirando al estanque.

—¿Qué? —El kobold ladeó la cabeza.

—Pregúntale por Fiona. Veamos si está bien.

Trajín hizo una mueca de disgusto, pero se apresuró a complacerlo cuando el marinero gritó:

—¡Hazlo!

El ojo parpadeó y Fiona se materializó. Estaba de pie en una ladera rocosa, con el rostro echado hacia atrás y atrapando la lluvia. Diluviaba alrededor de ella, y el cielo tenía un oscuro color gris. Junto a ella estaba Maldred, y Rig profirió un gutural gruñido al verlo. El hombretón tendía una mano a la solámnica, para ayudarla a escalar la ladera de una montaña, y le acariciaba la mejilla herida con la mano libre. La mujer no rechazó el contacto de Maldred, sino que se acercó a él cuando éste bajó el rostro hacia ella.

El ojo se cerró y volvió a quedar negro.

—Bueno, ya es suficiente —indicó Trajín en tono molesto—. Mal y la dama han conseguido salir. Están en alguna parte al pie de las Khalkist, probablemente dirigiéndose hacia Bloten. Parece como si empezara a amanecer en el exterior. No me extraña que me sienta tan cansado. Podría dormir durante un año.

Dhamon se acercó despacio al río.

—Otra pregunta —el tono del marinero era vehemente y dictatorial.

—¿Qué? —el kobold parecía exasperado—. Conocemos la salida, sólo tenemos que buscarla a tientas en la oscuridad, así que marchemos… a menos que desees preguntar si hay algún gran tesoro en las cercanías. —La idea atrajo inmediatamente a Trajín, y una enorme sonrisa se extendió por su rostro—. Algo mágico, tal vez cosillas hechizadas, monedas y gemas y…

—Un tesoro —musitó Rikali.

—No —aulló Rig—. Shrentak. Pregúntale sobre Shrentak. Los caballeros solámnicos que están retenidos allí. Probablemente en las mazmorras, si es que hay allí un lugar así. Debe haber un lugar así. ¡Hazlo, pequeña rata! Pregúntale por el hermano de Fiona.

—Uf… —Trajín arrugó la nariz con repugnancia.

—Se llama Aven.

La criatura sacudió la cabeza, pero volvió de nuevo a retorcer los dedos.

—A lo mejor hay riquezas en Shrentak —musitó.

Le dolían un poco los pulmones, como si hubiera realizado una larga carrera. Desde luego, estaba agotado por lo sucedido con el fuego y por correr escaleras abajo, por tantas horas sin dormir, por la zambullida en el río y todo lo que había tenido que nadar hasta llegar allí. Las articulaciones le dolían terriblemente, ahora que lo pensaba, las caderas eran lo que más le dolía, y en ese momento también los dedos. Pero allí estaba ese gran objeto mágico que obedecía sus órdenes…

—¡Aja! —El marinero dio una palmada.

La imagen que había dentro del ojo mostró un interior oscuro, catacumbas llenas de barro y porquería y exiguas celdas. Un grueso lodo gris verdoso rezumaba por las paredes y el techo, y lagartos correteaban por el pasadizo. La imagen cambió a un corredor bordeado de…

—¡Celdas! —prácticamente chilló el ergothiano—. ¡Quiero ver el interior de las celdas!

Trajín volvió a concentrarse, con más intensidad. Sumergió el índice bajo la superficie por un breve instante, luego lo retiró y volvió a remover el aire.

—¡Sorprendente! —jadeó Rikali—. Trajín, no tenía ni idea de que pudieras…

—¡Ahí, eso es! —exclamó el marinero, interrumpiendo el resto de la frase de la mujer.

En un momento dado contemplaba el interior del estanque y, al siguiente, la imagen de un corredor malsano surgió ante ellos, transparente y espectral. Pero al mismo tiempo resultaba espantosamente real; era como si hubieran sido transportados al mismo centro del pasillo toscamente tallado, que se extendía en ambas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. El corredor estaba surcado de puertas de celdas, puertas construidas de gruesa madera medio putrefacta entretejida por gruesos barrotes oxidados. Oyeron con claridad el gotear del cieno desde el techo, y vieron cómo las etéreas gotas verdes caían al suelo y se desvanecían. Se percibía un hedor a orina, tan fuerte que arrancaba lágrimas a sus ojos, y el aún peor olor a muerte.

Rig dio un indeciso paso al frente, luego otro hasta que se encontró frente a la entrada de una celda. Atisbo por entre los barrotes y descubrió que su rostro los atravesaba, fue un sensación parecida a la de cruzar por entre una telaraña. Al otro lado había una docena de hombres, todos humanos y tan demacrados que parecían esqueletos con la piel colgando de sus cuerpos. Respiraban superficialmente, acurrucados unos contra otros y acuclillados sobre sus propios excrementos. Sus ojos hundidos lo contemplaron sin emoción. Uno se esforzó por extender una mano. Rig luchó por contener la bilis que le subía por la garganta, luego se obligó a salir y mirar en la siguiente celda.

Rikali se había reunido con él sin hacer ruido.

—¡Solámnicos! —exclamó.

Sus cotas de mallas habían desaparecido, pero algunos tenían capotes que los identificaban como miembros de la Orden de la Rosa. No había ni rastro de orgullo caballeresco en sus cuerpos dolientes, ni atisbo de desafío en sus rostros macilentos. Estaban totalmente destrozados. Algunos carecían de ojos, sólo desfiguradas cuencas vacías, a algunos les faltaban extremidades. Casi todos ellos estaban terriblemente mutilados, como testimonio de quemaduras y torturas.

El cuerpo del marinero se estremeció lleno de compasión y repugnancia y apretó los puños enfurecido.

—Horrible —musitó Rikali; se apartó de Rig y cerró los ojos.

El ergothiano siguió escudriñando los rostros, tragando saliva con fuerza cuando le pareció reconocer a uno.

—Aven —declaró.

Jirones de lo que había sido un capote solámnico se aferraban a su escuálido cuerpo; su piel era gris como los muros de piedra y estaba cubierta de furúnculos y gruesas cicatrices recientes. La roja cabellera aparecía larga y enmarañada y salpicada de caparazones de insectos, y su rostro en forma de óvalo, en un tiempo redondeado y perfecto, estaba demacrado por el hambre. En el pasado hubiera podido pasar por el gemelo de Fiona, pero ahora apenas era reconocible.

—Aven —afirmó Rig en voz más alta.

Con un considerable esfuerzo, el hombre alzó la cabeza y pareció devolver la mirada del otro. Se produjo un destello de reconocimiento en los entristecidos ojos.

—Es el hermano de Fiona, Aven —explicó Rig a Rikali—. Fiona y yo, fijamos nuestra boda para el día del cumpleaños de ella para que Aven pudiera asistir. Se suponía que tendría permiso de la Orden para ello.

El caballero parecía un cadáver y se movía con lentitud. Los miró fijamente, pero incluso esa simple acción parecía necesitar de todas sus energías y ocasionarle un dolor insoportable.

—Aven, puede verme de algún modo. Aven…

De improviso, el solámnico intentó ponerse en pie, apretando los esqueléticos brazos contra el suelo mientras sus pies resbalaban en las piedras cubiertas de lodo. Por fin consiguió erguirse, balanceándose sobre los pies destrozados que arrastró por el suelo para avanzar hacia Rig. Abrió la boca, como si quisiera decir algo, pero sólo surgió un chirriante silbido.

El marinero dio un paso al frente.

—¡No! —chilló cuando el solámnico cayó de rodillas, con los ojos fijos aún en Rig—. Aven, te sacaremos de allí —dijo el ergothiano, e intentó coger al hombre, pero su mano atravesó la aparición—. Aguanta y…

Aven emitió una tos seca y comprimió su pecho con las manos. Pareció contemplar al otro unos instantes más, luego cayó de espaldas y quedó hecho un ovillo sobre el suelo. Un suspiró escapó de sus labios, y luego dejó de respirar.

—Por todos los dioses desaparecidos —dijo Rig en voz baja, y contempló el cuerpo durante unos minutos—. Aven está muerto.

A continuación se apartó de la puerta para mirar a la semielfa. Esta atisbaba el interior de otra celda, murmurando sobre humanos, elfos y kenders. Algo sobre un grupito de enanos.

—Creo que también hay un gnomo aquí dentro —se dijo ésta en voz alta—. Un hombrecillo con una nariz enorme.

Luego retrocedió y dirigió una veloz mirada a Rig y después pasillo abajo, que era una ilusión pero más que una ilusión. Sus ojos preguntaron si debían seguir su exploración.

La curiosidad había vencido a Dhamon, y éste había entrado en el pasillo también. Se encontraba en el extremo opuesto, mirando el interior de un calabozo, del que se apartó para seguir adelante y dobló en una esquina. Se sentía impresionado por la magia, capaz de oler la vileza de ese lugar más que el olor a moho de la caverna en cuyo interior sabía que se encontraba. Pero todo allí parecía tan inquietantemente… palpable.

Había una puerta, más estrecha que las otras, con una diminuta ventana en su centro. Dhamon se agachó y miró por la abertura, tosiendo a causa del intenso olor. No advirtió la presencia del hombre del interior, no inmediatamente. Había un revoltijo de otras cosas compitiendo por la atención del guerrero: cajones de madera y loza desportillada amontonados en estanterías, junto con utensilios de metal y hueso, cuya utilidad no quiso ni considerar. Resultaba evidente que ese lugar era usado como almacén. Había cadenas colgando de la pared opuesta, la mayoría oxidada por el tiempo y la humedad reinante, pero unas cuantas habían sido forjadas recientemente. Del techo colgaban más cadenas, junto con sogas y látigos de púas.

Fue al estirar el cuello, y descubrir que su rostro podía atravesar la madera, cuando descubrió al hombre. El prisionero estaba desnudo, de espaldas a Dhamon, con la piel cubierta de enormes llagas y la enmarañada cabellera extendida sobre los hombros como la melena de un león. Estaba sentado muy erguido, casi con orgullo, y sus huesos sobresalían con asombrosa claridad, lo que recordó a Dhamon los cadáveres sobre los que los sacerdotes que pertenecían a los Caballeros de Takhisis demostraban técnicas de cirugía de campaña. Había un cuenco de cobre lleno de agua espumosa junto a él, así como unos cuantos mohosos mendrugos de pan.

Dhamon se preguntó por qué el hombre no había utilizado algunos de los utensilios de la habitación para escapar. Desde luego había objetos lo bastante afilados en los estantes para agujerear la madera de la puerta. Pero cuando el hombre se volvió, obtuvo la respuesta.

Tenía una argolla de hierro alrededor de su cuello, sujeta con una cadena corta al muro, tan corta que no permitía al hombre ponerse en pie, ni tampoco alcanzar ninguno de los objetos que podrían ayudarlo a conseguir la libertad. El cautivo era joven; Dhamon se dio cuenta por la suavidad de su rostro demacrado y el azul oscuro de sus ojos. Y era alguien importante.

Llevaba un tatuaje en el brazo, justo por debajo del hombro, ingeniosamente reproducido y lleno de colorido, que representaba la zarpa de un dragón azul sosteniendo un estandarte rojo. Dhamon no estaba dispuesto a acercarse lo suficiente para leer lo que estaba escrito en el estandarte. No necesitaba hacerlo; había visto el símbolo con anterioridad. Pertenecía a una familia de ricos militares de Taman Busuk que se habían aliado con los caballeros negros. De modo que aquel prisionero tenía dinero y procedía de Neraka y probablemente estaba conectado con los caballeros negros que allí había, si es que no era uno de la Orden. Tal vez Sable pedía un rescate por él, y es posible que hubiera algo de cierto en la creencia de Fiona de que el dragón aceptaría riquezas a cambio de sus prisioneros… de algunos de ellos, al menos.

Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente y abrió la boca como si quisiera hablar con su visitante, pero Dhamon abandonó la celda y siguió adelante, pues no deseaba saber lo que la aparición tenía que decir. Esa visión por sí sola ya resultaba bastante perturbadora, no era necesario aumentar aquel desaliento con palabras.

Dobló otra esquina y encontró aún más calabozos. ¿A cuánta gente tenía encerrada el dragón en sus mazmorras? A través de veloces ojeadas descubrió que la mayoría de los prisioneros eran humanos y, por su estado, daba la impresión de que estaban allí desde hacía unas horas hasta varios meses.

Dhamon había estado en calabozos otras veces, cuando los Caballeros de Takhisis conservaban prisioneros por cuestiones políticas. Había tenido que acompañar a unos cuantos cautivos a sus celdas, pero jamás había estado en una prisión tan deplorable como la que mostraba esa visión. El sufrimiento era incluso casi excesivo para que pudiera soportarlo.

—Es suficiente —anunció por fin, cuando descubrió una celda en la que no quedaban prisioneros con vida, y los cuerpos habían sido amontonados como haces de leña a lo largo de una pared—. Ya es hora de que abandonemos este lugar diabólico.

Sacudió la cabeza, como para aclararla, y se alejó a grandes zancadas de la imagen, en dirección al río, que estaba seguro había crecido más.

—No —protestó Rig; el marinero había estado siguiendo a Dhamon, manteniéndose a unos pocos metros por detrás para observar su reacción ante la escena—. Quiero ver más —prosiguió—. Trajín, muéstrame todo Shrentak. ¡Quiero saber cómo entrar en esa maldita mazmorra!

El kobold suspiró y sus hombros se encorvaron. Miró a Rikali en busca de respaldo, pero, por una vez, ésta no dijo nada. Miraba al final del espectral pasillo en dirección al río, ante el que se encontraba Dhamon.

—¡Más, Trajín! ¡Muéstranos un modo de entrar!

—¡No!

Dhamon giró en redondo y regresó desde el borde del río. Regresó a través de los pasillos de la prisión, que cada vez eran más transparentes, avanzando decidido hacia los peldaños de la plataforma. Su rostro seguía siendo una máscara de indiferencia, pero sus ojos habían perdido su dureza, y sus labios se crispaban. Había echado una ojeada en el interior de varias otras celdas al pasar, y el espectáculo le preocupó. De todos modos, no estaba dispuesto a admitirlo, ni siquiera a sí mismo.

—El río está creciendo —anunció con voz tranquila.

Ante aquella advertencia, la semielfa se apartó de un salto del estanque mágico y bajó corriendo los peldaños, rozando a Dhamon al pasar.

—No quiero ahogarme —gimió en voz baja—. Quiero mi hermosa casa.

El marinero soltó un profundo suspiro y dejó caer la mano al costado.

—Si hay que creer en esta visión, y creo que hay que hacerlo, el hermano de Fiona está muerto. Tengo que decírselo. Sí, cuando la vea de nuevo.

El kobold empezó a incorporarse.

—¡Espera, Trajín! —dijo Dhamon, que acababa de tener una idea. Vio que Rig entrecerraba los ojos—. Una pregunta más.

—Creí que habías decidido que ya no debíamos seguir con el estanque mágico —masculló el marinero.

Los hombros del kobold se hundieron. Estoy cansado, articuló en silencio. Realmente parecía agotado, y la luz verde que formaba una aureola alrededor le daba un aspecto arrugado.

—No puedo —declaró Trajín con voz forzada—. Sencillamente no puedo.

—Pregúntale sobre la lluvia —insistió Dhamon—. ¿De dónde viene?

—Del cielo. De las nubes —dijo Rig—. Es de ahí de donde viene la lluvia. Realmente ya no te reconozco, Dhamon Fierolobo. Eres un patán egoísta. Míralo. Está agotado. Yo ya lo he presionado en exceso.

—¿Qué provoca la lluvia? —Las palabras de Dhamon eran cortantes.

El marinero hizo intención de marchar, pero algo lo detuvo. La visión de Shrentak se había disuelto y el estanque mostraba de nuevo un punto negro en su superficie, mientras el kobold volvía a remover la magia ante las exigencias de Dhamon.

—El pantano. Y ¿qué? —refunfuñó Rig—. De algún modo la lluvia proviene de la ciénaga. Pero ni siquiera está lloviendo ahí, según esa imagen. De modo que…

—Esta lluvia no es natural, Rig. No puede serlo. Ha llovido más en Khur en los últimos días que probablemente en los últimos dos años. Simplemente por una curiosidad malsana, quiero saber qué es responsable de ella. La información podría ser valiosa. Y esto… —Movió la mano en dirección al estanque—. Esto al parecer es un modo seguro de saberlo.

La imagen se concentró con más nitidez en un claro pantanoso circundado por una maraña de viejos cipreses con raíces que se hundían profundamente en el lodo. De las ramas colgaban lianas que formaban una cortina florida. Abundaban los loros multicolores en los árboles, y el sol que empezaba a elevarse conseguía penetrar a hurtadillas en el tupido dosel.

—Ahí, pregúntale sobre eso —Dhamon señalaba una imagen refulgente pero borrosa que aparecía tras un velo de flores moradas—. Hay algo oculto ahí. Pregúntale si esa cosa es responsable de la lluvia. Apenas puedo distinguirlo. Podría ser parte de un dragón.

—Dhamon no puedo. Essstoy tan cansado.

—Deprisa, Trajín —ordenó él—. Quiero una respuesta.

El kobold suspiró y reunió apenas energía suficiente para remover el aire de nuevo por encima del estanque, luchó por recuperar el aliento y sintió que su corazón latía irregularmente en su pecho. La indefinible imagen se tornó más clara.

—Un dragón. ¡Ja! No es lo bastante grande para ser un dragón. Pero… si es una niña —dijo Trajín.

Las flores se separaron para mostrar a una delgada criatura de unos cinco o seis años de largos cabellos cobrizos y ojos azules. Era delicada y se cubría con una prenda diáfana que parecía hecha de pétalos color violeta claro y amarillo. Su inmaculado rostro de querubín mostraba una leve sonrisa, pero era una sonrisa maliciosa, no agradable. Alzó las manos —envueltas en una neblina gris plata— y les hizo una seña, como si de algún modo hubiera divisado a Dhamon, a Rig y a Trajín en esa cueva situada bajo la montaña y les indicara que se acercaran más. El aroma a flores se tornó intenso, casi asfixiante. Luego, de improviso, la imagen desapareció, y el punto negro empezó a encogerse, engullido por el amarillo brillante. Al cabo de un instante era el amarillo el que se desvanecía, para convertirse en motas centelleantes obligadas a descender al fondo por los sofocantes remolinos azules y verdes. La nauseabunda fragancia desapareció también, reemplazada por el olor mohoso de la cueva.

—¡Espera, tengo otra pregunta! —prácticamente chilló Dhamon.

Trajín se dejó caer de espaldas. El kobold temblaba, contemplando sus manos.

—Me han robado —dijo con incredulidad—. Soy más viejo. ¡Ese artefacto inmundo me ha robado años! ¡Dhamon!

La voz de la criatura era distinta, más suave, y las palabras menos claras. También su aspecto era diferente. Los cabellos ralos que colgaban de la parte inferior de su mandíbula se volvieron blancos mientras sus compañeros lo miraban y, a continuación, empezaron a caer al suelo, como agujas de pino secas desprendiéndose de un árbol muerto.

Abrió la boca, como si quisiera volver a decir algo. Sus ojos estaban desorbitados por el miedo y la incredulidad, y sus dedos, que palpaban frenéticamente su rostro, temblaban. La piel cubierta de escamas de Trajín se desprendía y perdía su color, para volverse gris como la piedra en la que se sentaba. Sus ojos habían perdido su lustre, y el rojo se había convertido en un rosa oscuro. El kobold jadeó, un estertor chirriante escapó de sus labios, y paseó la mirada entre Dhamon y Rig mientras su pecho se estremecía.

—Dhamon… —musitó el marinero, mirándolo boquiabierto.

—Lo veo, Rig.

—Magia. El hombrecillo dijo algo sobre que la magia había exigido un pago.

Rikali aspiró con fuerza. La semielfa había estado vigilando el río, y sólo ahora se daba realmente cuenta de que el kobold había cambiado.

—Cerdos, ¿qué te ha sucedido, Trajín?

Él no respondió, aunque señaló débilmente en dirección al estanque.

—Pues, haz que vuelva tu aspecto original —declaró ella—. Agita los dedos y haz que te arregle.

—No creo que eso sea posible. —Rig sacudió negativamente la cabeza.

—Bueno, a lo mejor desaparecerá con el tiempo.

—Siento… —empezó a decir Trajín con su apagada voz— frío.

—Dhamon, ¿qué vamos a hacer con él? Puede Sombrío… —Las palabras de Rikali se apagaron mientras volvía a echar un vistazo al río—. ¡Dhamon, el río está creciendo de verdad! Hemos de darnos prisa. ¡Por favor, amor! Cojamos a Trajín y salgamos de aquí. Lo llevaremos a casa de Sombrío Kedar. Ese viejo ogro lo curará, como hizo contigo y con Mal.

El hombre echó una ojeada a Trajín, con el rostro convertido en una máscara indescifrable, luego dio la vuelta y se encaminó hacia el agua a toda prisa. Se quitó las botas e introdujo su parte superior bajo el cinturón a su espalda. La semielfa lo siguió, preguntando qué debían hacer con respecto a Trajín y si Dhamon se encargaría de transportarlo. Él no le respondió, se limitó a cogerle la mano con fuerza y a penetrar en el agua, aspirando varias veces con fuerza. Rikali se aferró al borde unos instantes, mirando hacia la plataforma.

Rig se aproximó despacio al kobold hasta alzarse por encima de él.

—¿No deberíamos esperarlos, amor? —inquirió la mujer.

Dhamon tomó aire con fuerza unas cuantas veces más y negó con la cabeza.

—No, el río crece demasiado deprisa. —Su voz carecía de emoción—. No pienso esperarlos. Es posible que haya sido un error esperar tanto tiempo.

Se introdujo bajo la superficie y empezó a nadar con la corriente. Rikali dirigió una última mirada a Rig y a Trajín y luego siguió a su compañero, mientras la luz verde se desvanecía a medida que abandonaban nadando la estancia y eran engullidos por las tinieblas.


* * *


Rig miró fijamente al kobold. ¿Le estaría gastando una mala jugada la luz verde haciendo sencillamente que el pequeño ser pareciera… más viejo? Una ilusión. Tal vez era algo relacionado con el estanque, tal vez se había quedado con la energía del kobold. Quizá cuando éste descansara volvería a su aspecto más juvenil. El marinero deseó que Palin Majere estuviera allí. El hechicero sabría qué hacer. Aunque se preguntaba si Palin se habría arriesgado a jugar con el estanque.

—Hemos de marchar —dijo por fin, haciendo una mueca cuando la criatura se estremeció y resolló—. ¿Estás bien, Trajín?

El kobold se estremeció y se rodeó el pecho con los brazos. Sus ojos se habían apagado aún más.

—No, no estoy bien —siseó—. Maldita magia Túnica Negra. Decía que había un precio. Y lo he pagado. Uno muy alto.

El marinero parecía realmente preocupado por su compañero y lo miró con más atención. La acostumbrada mezcla de escamas y piel bajo la túnica seguía desprendiendo el mismo hedor, aunque su color había cambiado, pero cuando el kobold alzó los ojos para devolverle la mirada, el marinero advirtió otra diferencia más. Era una ilusión o una mala pasada de la luz verde.

Había arrugas alrededor de sus ojos, como los que mostraría un humano anciano, y los cabellos que crecían en grupos desperdigados a los lados de su cabeza lucían una tonalidad roja y gris, y ya no eran tan abundantes. Rig extendió una mano, y el kobold la cogió, haciendo una leve mueca de dolor al incorporarse.

—Me duele todo una barbaridad —dijo, y sus hombros se estremecieron cuando se apartó del marinero e introdujo el puño en su boca para sofocar un sollozo—. Robados —repitió—. Años.

—¿Qué son unos cuantos años? Además, lo que sea que haya sucedido, probablemente desaparecerá con el tiempo, como sugirió Dhamon. Y luego está ese ogro de rostro descolorido en Bloten. —Rig adoptó un tono desenfadado, con la esperanza de conseguir que la criatura se pusiera en movimiento—. ¿Sombrío, verdad? Iremos a ver a Sombrío. —Miró el río. Si tuviera un poco de sentido común, dejaría a este ser aquí mismo y saldría nadando, pensó.

—Me robó más que unos cuantos años —dijo el kobold, irguiendo los hombros—. Tengo los brazos y las piernas entumecidos. Me duele cuando los muevo. No veo muy bien. Todo parece un poco borroso.

Por la bendita memoria de Habbakuk, siento lástima por la pequeña rata —se maldijo mentalmente Rig—. Yo soy quien exigió un par de preguntas, por lo tanto tengo parte de culpa. De todos modos, la criatura es un ladrón —prosiguió para sí—. Un ladrón y probablemente también un asesino que no merece ninguna compasión.

—Hemos de irnos, Trajín —repitió.

El sonido del río parecía más fuerte, y volvió a echarle una ojeada. Había empezado a derramarse por el suelo de la sala, y ya no habría muchas bolsas de aire.

—Ilbreth —respondió el kobold al cabo de un momento, con voz baja y áspera—. Mi nombre es Ilbreth. Y no eres tan malo. Para ser un humano.

Es Fiona —pensó el marinero—. Me ha contagiado su forma de ser y me ha ablandado.

—Vamos, Ilbreth —dijo en voz alta; dio media vuelta y abandonó la plataforma, dando patadas a unas cuantas rocas y cráneos—. No voy a esperarte más tiempo —añadió innecesariamente.

Pero sí esperó y cuando el kobold no se reunió con él, volvió la cabeza y miró a su espalda.

Trajín yacía en el suelo, inmóvil.

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