4 El valle de Caos

—No me extraña que nos hicieras viajar de noche, Mal, para que nadie excepto tu gruñona persona supiera adonde íbamos —murmuraba Rikali, su voz aguijoneando y zumbando alrededor de la cabeza de Maldred como una nube de molestos mosquitos—. Vaya, si hubiera tenido la menor idea de que veníamos aquí… bueno, no habría venido. Ni tampoco Dhamon. Se lo habría contado todo sobre este lugar, y por una vez me habría escuchado. Estaríamos abrazados en algún lugar agradable, que no fuera tan condenadamente caluroso y seco, y… bueno, me siento tentada de dar media vuelta ahora mismo y…

—¿Dónde estamos exactamente? —quiso saber Dhamon, comprendiendo por qué Maldred había mantenido en secreto su destino, aunque se preguntaba ahora si no habría debido presionar a su compañero para obtener algo de información con respecto a esa misteriosa misión.

Descendían con cautela por la ladera de una montaña, Dhamon y Rikali siguiendo a Maldred y a Trajín, intentando, con excepción de las farfulladas quejas de la semielfa, moverse en relativo silencio. Mantener el equilibrio era bastante difícil, pues por todas partes había rocas afiladas alzándose hacia lo alto como dedos retorcidos y abundantes zonas de grava suelta que amenazaba con hacerlos resbalar hasta el fondo. Estaba oscuro, era bien pasada la medianoche, y una pincelada gris en el este indicaba que apenas faltaba una hora para que despuntara el alba.

—Por mi vida —persistió Rikali en su voz apagada—, esto es una idiotez, Mal, es el peor plan que has sugerido jamás. Primero Dhamon roba todas las riquezas guardadas en un hospital y luego deja bien claro que no se va a repartir correctamente, un abrepuertas lo llama. Tiene que ser una puerta enorme. Dónde está esa puerta, quisiera saber yo.

—¿Dónde estamos exactamente? —repitió Dhamon, alzando la voz.

—¡Chisst! —advirtieron Maldred y Trajín, prácticamente al unísono.

Dhamon se detuvo y observó a los tres que se deslizaban montaña abajo. Parecía como si se dirigieran al interior de un enorme pozo negro del Abismo en el fondo del valle. A través de las suelas de las botas que se había procurado, percibía el calor del verano tostando el terreno, pero aun así se sentía mejor de lo que se había sentido en bastante tiempo. La escama no le había molestado durante los últimos días y se sentía muy animado; demasiado animado para seguir soportando las protestas de Rikali y ese misterio.

—Dime con exactitud dónde estamos, Mal, o no doy un paso más.

Maldred continuó montaña abajo, sin hacer caso de la amenaza del otro, y Trajín se encogió de hombros y siguió al hombretón. Pero la semielfa se detuvo, bufó y posó las delgadas manos sobre sus caderas. Volvió la cabeza por encima del hombro, la plateada cabellera ondeando al viento, y miró airada a Dhamon.

—Estamos justo al sur de Thoradin, en pleno territorio enano. ¿Satisfecho? —Luego reanudó la marcha, haciéndole una seña para que la siguiera.

—Eso ya lo sé… querida.

—El valle de Caos —añadió, hablando aún en voz tan baja que él tuvo que aguzar el oído para oírla—. Justo en medio del valle de Caos.

Cuando Dhamon los alcanzó por fin, Maldred indicó que habían descendido la mitad de la ladera y los hizo colocarse tras un enorme peñasco.

—Nunca oí hablar de él —masculló Dhamon—. De este valle de… ¿Caos?

—Eso es porque nunca has vivido por la zona —indicó Rikali—. Eso se debe a que antes tenías la cabeza siempre llena de ideas sobre caballeros, dragones y honor y cosas parecidas. Y de… cómo se llamaba esa dama… Fiona. —Escupió en el suelo y atajó una mirada maligna de Maldred—. Vamos a morir todos, ya lo creo. Moriremos justo aquí en este condenado valle de Caos.

El kobold parecía nervioso, pero permaneció en silencio, aferrando con la menuda mano una bolsa de tabaco.

—Este lugar está gobernado por enanos —continuó la mujer, con voz más baja aún—. No tiene sentido ir en busca de enanos después de Estaca de Hierro.

Jaspe Fireforge, pensó Dhamon, devolviéndole la mirada. Ese era un enano que él había considerado un amigo.

—Cerdos, pero si se supone que este lugar lo patrulla un ejército de esas gentes rechonchas y peludas.

—Hay patrullas —dijo por fin Maldred, hablando en voz baja—. Pero no es un ejército. Y pueden estar en cualquier parte. El valle es demasiado grande. Y los enanos no son los dueños del territorio, simplemente lo reclaman.

Dhamon le dirigió una mirada que indicaba: ¿cuál es la diferencia?

El hombretón suspiró y miró en derredor, luego se pasó los dedos por los cabellos y rumió sus palabras.

—Dhamon, Thoradin anda siempre librando escaramuzas con Blode…

—Los ogros —intervino Rikali.

—… por la propiedad de este valle —continuó—. Es una contienda con una larga historia, que en las últimas décadas se ha vuelto más encarnizada.

—Todo debido a la Guerra de Caos —añadió la semielfa.

—La reivindicación de los ogros es legítima, puesto que vagan libremente por el resto de estas montañas. En realidad, el valle debería pertenecerles.

—Dile eso a los enanos, Mal —musitó Rikali.

—Pero los ogros no quieren insistir sobre el asunto por el momento. No pueden. Tienen que dirigir sus esfuerzos contra dracs y draconianos y otros esbirros de la hembra de Dragón Negro que invaden constantemente sus tradicionales territorios.

—¿Por qué es tan deseable este valle? —inquirió Dhamon.

—Espera a que salga el sol, amor —repuso Rikali—. Lo verás, o al menos eso es lo que se cuenta. Todos lo veremos. Y entonces todos nosotros moriremos.

Cuando se tumbaron a dormir, la semielfa se acurrucó contra Dhamon y apoyó la cabeza sobre su pecho, diciéndole que la despertara al amanecer si los enanos no los habían encontrado antes. Maldred también cerró los ojos, pero Dhamon se dio cuenta de que no dormía. La protuberancia de su garganta ascendía y descendía, sus dientes tintineaban con suavidad y sus dedos dibujaban complicados dibujos en la arena. Trajín dirigía veloces miradas de uno a otro de sus tres compañeros y de vez en cuando, muy nervioso, sacaba la cabeza por detrás del peñasco. Dhamon dormitó brevemente y a intervalos, sin perder de vista a Mal y a Trajín. Cuando, horas más tarde, el sol iluminó lo alto de las paredes del cañón, el kobold fue el primero en contemplarlo y lanzar una ahogada exclamación de asombro.

También Dhamon se encontró por una vez en la vida sin saber qué decir. La impasible máscara se desprendió y su rostro se iluminó con infantil admiración. Golpeó con el codo a la semielfa para despertarla.

—Olvida lo que dije antes, Mal —indicó Rikali con voz apagada, al tiempo que se protegía los ojos con la mano—. Ésta fue una idea gloriosa. Me alegro de haberte seguido hasta aquí.

Cristales de todos los colores imaginables salpicaban las escarpadas paredes del cañón, capturando la luz del sol naciente para reflejarla a continuación en haces de luz casi cegadores. El valle era un inmenso y deslumbrante caleidoscopio de cambiantes colores: distintas tonalidades de amatista; una exuberancia de peridotos y olivinas; hipnotizadoras agujas de cuarzo que centelleaban en un rosa brillante un instante y en un azul cielo al siguiente; diamantes que parpadeaban como hielo; gemas a las que nadie podría dar un nombre jamás. Las rocosas montañas por las que habían avanzando la noche anterior estaban espolvoreadas de rubíes, ópalos y turmalinas y fragmentos de topacios y granates y… toda clase de piedras preciosas que normalmente no se hallarían juntas pero que de algún modo lo estaban. Todas ellas en el valle de Caos.

El viento empezó a soplar con más fuerza a medida que el sol iba ascendiendo, y la brisa sonaba como el tintineo de campanillas mecidas por el aire mientras serpenteaba por entre las rocas, descendía por un lado del valle, y volvía a subir por el otro para calentar el terreno. Era un calor que, a medida que avanzaba el día, se convertiría en una canícula insoportable.

Dhamon se sintió capturado por la natural belleza del lugar. Se protegió los ojos con la mano y luego, parpadeando y girando, miró en derredor contemplando la hipnotizadora exhibición de colores. Colores raros, inestimables, abundantes e interminables.

—Por mi vida. Esto es el paraíso —declaró Rikali.

Alargó la mano hacia un enorme cristal verde y consiguió cerrar los dedos alrededor, justo en el instante en que Maldred la agarraba por el tobillo y tiraba de ella hacia atrás.

—Una esmeralda —anunció la semielfa, dándole vueltas ante sus asombrados ojos, sin prestar atención a sus rodillas arañadas y ensangrentadas; la gema en bruto era unos cuantos tonos más oscura que la pintura que ella se había aplicado en los párpados el día anterior—. Por mi vida, que haré que un joyero la talle para mí. —La introdujo en su bolsillo y giró en redondo hacia Maldred, que la detuvo posando un dedo sobre los labios de la mujer.

—He estado aquí antes, Riki —empezó—, unas cuantas veces… solo. Antes era siempre sólo mi cuello el que arriesgaba. Hay patrullas. Las he visto. Principalmente cubren lo alto del valle, atrapando a la gente que desciende mientras el sol brilla y se los ve con claridad. Ese es el motivo de que escondiéramos el carro y los caballos.

—De modo que por eso vinimos de noche —reflexionó el kobold.

Sus diminutos ojos iban y venían de un lado a otro, posándose en una parcela de piedras preciosas, para a continuación clavarse en otra. Su mirada era como una abeja, sin descansar en un mismo sitio ni un momento y respiraba entrecortadamente debido al nerviosismo.

—Podemos evitar las patrullas —continuó Maldred—. Y los mineros. Pero hemos de tener cuidado, mucho cuidado, y estar alerta. Rikali tiene razón. Matan a los intrusos.

Los dedos de Rikali permanecían en su bolsillo, con las afiladas uñas tintineando sobre los bordes de la esmeralda.

—Puedo tener cuidado —susurró—. Y puedo ser rica. Mucho.

—No me importa si algunas de estas gemas van a parar a tus bolsillos —asintió el hombretón—. Coge todo lo que puedas meter en tus bolsas y ropas. Pero estamos aquí ante todo por Dhamon.

La mujer lanzó una mirada llena de curiosidad al susodicho, se volvió y enarcó las cejas inquisitiva.

—Lo explicaremos más tarde —indicó Maldred.

—Lo explicaréis ahora —replicó ella, en un tono un poco más alto de lo que había deseado.

—Tenemos que recoger todo lo que podamos del valle —prosiguió el hombretón.

—Y utilizaremos nuestro tesoro para adquirir algo muy antiguo y aún más valioso. Algo que nos proporcionará grandes ganancias —añadió Dhamon.

—No imagino que haya nada que produzca más ganancias que esto.

—En ese caso, Riki —observó Maldred con una ahogada risita—, no tienes demasiada imaginación.

Ella frunció el entrecejo y volvió a mirar a Dhamon, que estaba ensimismado con la belleza del lugar. La expresión de la semielfa se suavizó al tiempo que sonreía melancólica.

—Por Dhamon, pues. Cualquier cosa por Dhamon.

—Y en última instancia por nosotros —añadió el gigante—. Cargaremos nuestros sacos con las piedras preciosas más hermosas, nos ocultaremos tras los peñascos hasta que oscurezca y luego lo transportaremos todo de vuelta al carro. Lo haremos durante dos días, pues no podemos tentar a la suerte mucho más tiempo, para entonces tendremos el carromato bastante lleno y podremos dirigirnos a Bloten.

—La encantadora capital de Blode, en el corazón del territorio ogro —siseó Rikali, y su sarcástica voz sonó menos mordaz que de costumbre. La mujer se acercó más a Dhamon—. ¿Qué pueden tener los ogros que tú quieras, amor? Y ¿por qué no me has hablado de ello?

—Porque no puedes guardar un secreto, querida Riki.

—Ahora pongámonos a trabajar —aconsejó Maldred—. Y recordad, tened cuidado. —Salió a rastras de detrás del peñasco y descendió aún más al valle, intentando ocultarse tras los afloramientos rocosos y grandes agujas mientras avanzaba.

Se detuvo para acuclillarse entre un par de columnas naturales de granito que estaban salpicadas de pedazos de aguamarinas. Tras echar una ojeada alrededor, hundió las puntas de los dedos en un trozo de tierra suelta que había entre ellas. Un zumbido de tono agudo brotó de las profundidades de su garganta y resonó musicalmente en las columnas a modo de acompañamiento del viento. Sus dedos removieron el polvo y, de repente, su mano derecha empezó a escarbar, cavando un agujero para dejar al descubierto un trozo de raro topacio rosa tan grande como su puño. Lo apartó hacia un lado y siguió con su tarareo y su excavación, encontrando más y más trozos, manteniendo el hechizo hasta que ya no pudo más. Apoyándose en una columna para recuperar energías, tomó un buen trago de su odre, vaciándolo prácticamente. A continuación abrió un saco de lona y lo llenó con cuidado con los preciosos cristales que había desenterrado.

Trajín marchó en otra dirección, pero asegurándose de tener al hombretón al alcance de la vista para sentirse seguro. El kobold era lo bastante menudo para ocultarse con facilidad detrás de rocas que sobresalían del suelo, y recogía pedazos de cristal mientras avanzaba, girándolos entre los dedos en busca de imperfecciones, para desechar sin una vacilación a los que no cumplían sus considerablemente severos criterios. Los bolsillos de sus calzas azules no tardaron en estar a punto de reventar, bastante antes de que empezara a llenar sus sacos de lona.

—Yo sé lo que es valioso, amor —dijo Rikali, indicando a Dhamon que la siguiera—. Desde luego también lo saben Mal y Trajín. Por mi vida, que todo esto es tan maravilloso. —Le cogió la mano, arañando suavemente con sus afiladas uñas la palma, y tiró de él en dirección sur—. Todo esto tiene valor, pero algunos cristales son superiores.

Señaló una hendidura, y hacia ella se encaminaron a toda prisa. Parcialmente oculta en las sombras, la semielfa aspiró con fuerza, considerando el aire mucho más fresco en ese lugar, y apoyó la espalda contra el pecho de Dhamon, girando la cabeza de derecha a izquierda para observar cómo danzaban los colores.

—Es una suerte que Mal no me dijera que veníamos aquí —confesó—. Realmente no habría seguido adelante. No le mentía. Ni siquiera te habría seguido a ti hasta aquí, Dhamon Fierolobo. —Le sonrió ampliamente—. Pero me alegro de que estemos aquí. Maravilloso. No creo que los enanos deban tener todo esto para ellos solos, ni tampoco creo que deban tenerlo los ogros. Ninguna de esas criaturas de aspecto horrible pueden apreciar realmente su belleza. Son gentes belicosas y mezquinas, ya lo creo, y no se merecen algo tan exquisito como esto.

Dhamon no había hablado desde que el sol había ascendido, pues seguía hipnotizado ante la visión de sus ojos.

—Y ¿qué es eso de usar toda esta riqueza, bueno, la mayor parte de ella al menos, para comprar algo especial para ti? —Rikali le dio un fuerte codazo para romper el hechizo—. ¿Qué puedes querer más que esto? —Hizo un ademán con la mano—. Dime, amor. No deberías tener secretos para mí.

—Una espada.

La mujer calló, claramente sorprendida por la respuesta.

—¿Una espada nos va a hacer a todos ricos? —Escupió al suelo y sacudió la cabeza—. Tienes una espada. Una muy bonita que robaste en ese hospital. Y que vale una buena cantidad de acero, desde luego.

—Una espada mejor.

—No existe espada por la que valga la pena renunciar a estas gemas. —Dhamon le lanzó una aguda mirada. Ella continuó—: Bien, ¿dónde está esta espada? Podría ayudarte a robarla. Nos introduciríamos en el campamento ogro en el que esté y saldríamos de él sin que nadie se enterara. Y entonces tú tendrías tu vieja espada y nosotros conservaríamos todas estas piedras preciosas.

—Robarla sería demasiado arriesgado.

¿Más arriesgado que esto? indicó la expresión de su rostro. Movió el labio inferior.

—Tiene que ser un campamento ogro muy grande. ¿Y no podrías haberme contado todo esto? La verdad es que no me gusta que tengas secretos para mí. Yo no te oculto nada, Dhamon Fierolobo. Jamás lo hago. —Se volvió para mirarlo cara a cara—. Pero es que tú no eres otra cosa que un cúmulo de secretos, ¿no es cierto, amor?

Los ojos del hombre no parpadearon, y eran tan oscuros que ella apenas podía distinguir las pupilas. Misteriosos y rebosantes de secretos, desde luego valía la pena perderse en ellos, pensó. Los ojos del hombre podían atrapar los suyos con tanta fuerza como cualquier manilla, reteniéndolos hasta que él quisiera romper el instante. La semielfa deseó que la mirara ahora.

Rikali también deseaba que su compañero estuviera tan prendado de ella como lo estaba de esos cristales. Por fin sus ojos se encontraron con los de ella, y Dhamon empezó a hacerle cientos de preguntas; no sobre ella, sino sobre ese lugar. Intentaba mantener la mente apartada de su pierna, se dijo ella con un suspiro.

—Es un producto de la Guerra de Caos —explicó ella—, o, al menos, eso se cuenta en las tabernas. —La semielfa movió la cabeza para indicar unas gemas que sobresalían del suelo. Se detuvo para recogerlas; las examinó y las introdujo en el bolsillo, desechando sólo unas pocas—. Afirman que durante la guerra este valle se llenó a reventar de cristales inestimables. Oh, enanos y ogros habían extraído minerales con anterioridad, encontrando algunos ópalos y plata de vez en cuando y peleando por ellos, principalmente porque luchaban para expandir sus propios territorios. Pero no había una auténtica razón para que todas estas piedras preciosas salieran a la superficie cuando lo hicieron. Imagino que debieron de hacerlo los dioses antes de marchar, querrían dar a enanos y ogros un motivo por el que pelear. —Agitó la mano y suspiró—. Es tan hermoso.

—Y…

La voz de Dhamon surgió cascada pues su garganta estaba cada vez más seca. Rikali tenía razón. La escama de la pierna había empezado a escocerle, y para luchar contra esa sensación, se concentraba en los relucientes cristales a fin de mantener la mente ocupada, intentando fijar la atención en la voz de su compañera.

—Los enanos reclamaron el valle, desde luego, y los ogros también lo hicieron; como Maldred dijo. Pero este agujero pedregoso se encuentra en Thoradin, que es territorio enano. Ahora bien, Blode rodea Thoradin como un guante. Y los ogros gobiernan todo Blode. Así que quién sabe, o le importa, a quién pertenece en realidad. —Cerró la mano alrededor de un pedazo de topacio—, Pero, como Mal podrá contarte, hay muchos más enanos que ogros y, además, los ogros tienen la preocupación añadida de la hembra de Dragón Negro y su creciente pantano. De modo que los diminutos enanos están ganando esta particular guerra territorial. Y según todos los relatos que he oído, los enanos realmente poseen un ejército que custodia este lugar. Codiciosos tipejos peludos. —Escupió en el suelo—. Estoy harta de enanos, ya lo creo.

—¿Qué hacen con todas estas gemas? —Dhamon obligó a las palabras a salir, rechinó los dientes y apretó los puños.

—Los enanos exportan piedras preciosas y minerales a Sanction y Neraka y cada vez se enriquecen más. Son unos rufianes avarientos, ya lo creo. Pero tienen cuidado de no extraer demasiado de una sola vez, para mantener el precio de las gemas y esas cosas terriblemente elevado. Si sacan demasiadas al mercado, las piedras preciosas no valen tanto… oferta y demanda y todo eso, ya sabes.

Su compañero asintió. Estaba sinceramente interesado en el relato de Rikali, pero cada vez le resultaba más difícil escucharla. La pierna le ardía, y el tamborileo de su cabeza inundaba sus oídos.

—La gente corriente se mantiene alejada de aquí, y por un buen motivo. Amigos míos me hablaron de cadáveres de intrusos distribuidos por la entrada del valle. Algunos retorcidos y mutilados, a los que sus parientes apenas reconocían. Cabezas clavadas en postes. —Se estremeció y torció el gesto—. No quiero morir, amor, pero de haber sabido que las historias no le hacían justicia a este agujero en el suelo, habría arriesgado la vida una docena de veces antes de ahora. Por esto vale la pena correr el riesgo.

Volvió a agacharse, y sus dedos de uñas afiladas escarbaron en los guijarros a sus pies. Con una risita nerviosa, arrancó un cristal de cuarzo rosa del tamaño de un albaricoque. Rikali lo alzó para que el sol se reflejara en sus facetas naturales, contuvo la respiración y lo contempló fijamente unos instantes; luego soltó el aire con un sordo silbido e introdujo la piedra a toda prisa en su bolsillo.

—No es especialmente valioso, ése, un poco lechoso. Pero tiene un tono bonito, y lo imagino tallado adecuadamente y bien pulido y colgado de una cadena de oro alrededor de mi cuello. Sígueme y te mostraré cómo reconocer las buenas piezas, las que pueden tallarse mejor. Te enseñaré cómo imaginarlas talladas y más hermosas de lo que son ahora. Te mostraré cómo buscar defectos.

Dhamon no se movió. Se había encajado en la grieta y cerrado con fuerza los ojos.

—Te alcanzaré, Riki —consiguió jadear—. Adelántate y encuentra los mejores cristales.

La semielfa dejó de parlotear y sus hombros se hundieron; se acercó más a él y le rodeó la cintura con los brazos.

—Has conseguido pasar casi cinco días, amor, sin uno de estos ataques. Algún día vencerás. —Lo abrazó con fuerza y sintió que su cuerpo temblaba, mientras una compasiva lágrima resbalaba por su rostro—. Conseguirás vencerlo —le dijo—. Lo sé. Todo irá bien. Toma, concéntrate en esto.

Sostuvo la rosada gema frente al rostro del hombre, haciéndola girar a un lado y a otro como si quisiera hipnotizarlo. Él intentó concentrarse en ella, contemplándola fijamente sin parpadear, al tiempo que se decía lo bellas que eran la piedra y Rikali, lo hermoso que era ese valle. Pero el calor creciente que sentía en la pierna, estaba condensado en la escama, y era en cierto modo peor, diferente de otras veces.

Intentó tragar saliva, pero descubrió que su garganta se había secado por completo. Intentó moverse y se dio cuenta de que estaba paralizado, que sus piernas se iban quedando sin fuerzas.

—¿Amor? —inquirió la semielfa.

Dhamon extendió la mano hacia el muslo, donde la escama quedaba cubierta por los caros pantalones negros que había obtenido del robo a los comerciantes.

—¡Ah! —Retiró los dedos a toda velocidad. ¡Estaba caliente, prácticamente hirviendo! Y se dobló por culpa del dolor—. Riki… —fue todo lo que consiguió articular.

—Estoy aquí —la mujer olvidó las piedras preciosas y le rodeó los hombros con los brazos, al tiempo que rozaba su mejilla con los labios—. Aguanta. Aguanta.

Dhamon se mordió el labio inferior, maldiciéndose a sí mismo por actuar como una criatura lastimada. En la boca notaba un sabor acre del que no podía deshacerse, y sus pulmones ardían. Alzó los ojos para poder ver por encima del hombro de la mujer, en un intento de localizar algo en qué concentrarse… cualquier cosa en la que ocupar la mente y reducir el dolor.

Entonces, de improviso, su mente se vio inundada por una imagen y, como en un sueño, vio frente a él un muro de relucientes escamas de bronce que le devolvían el reflejo de su rostro. Cientos y cientos de Dhamones Fierolobos. Y todas aquellas caras estaban retorcidas de dolor.

—Riki… —repitió, alzando la mano y volviéndole el rostro al tiempo que señalaba—. ¿Lo ves? ¿Las escamas? ¿El dragón?

La semielfa alzó la mirada con un escalofrío, y sus ojos divisaron algo no en el aire frente a ella, donde los ojos de su compañero permanecían fijos, sino muy alto en el cielo.

—¡Cerdos, amor! ¡Hay un dragón! Muy alto en el cielo. Es difícil de distinguir. No lo habría visto si tú no lo hubieras…

Ella señaló y Dhamon lo vio, al tiempo que la imagen de su mente se desvanecía. El hombre entrecerró los ojos para mirar al brillante cielo veraniego y vio la figura que describía un arco sobre el valle, descendiendo y luego elevándose más y más y más, hasta que finalmente desapareció de la vista.

Un segundo después, el insoportable dolor de su pierna se disipó.

—Era un Dragón de Bronce, Riki.

—Estaba demasiado alto para ver de qué clase era, el sol brillaba con mucha fuerza —respondió ella, ladeando la cabeza.

—Era un Dragón de Bronce —repitió él.

—¿Cómo lo…?

—Lo sé, eso es todo.

Instantes después salían de la hendidura, Dhamon un poco vacilante pero dispuesto a realizar su parte en la recolección de cristales.

Decidida a mantener los pensamientos de su compañero alejados del extraño episodio, Rikali sacó una daga ondulada de su cinturón, que había cogido al ergothiano que había matado, y la usó para arrancar pedazos de peridoto verde. Alzó una de las preciosas gemas a la luz y empezó a explicar a Dhamon, con la habilidad de un gemólogo, cosas sobre imperfecciones y coloración en el material en bruto.


* * *


Entrada la mañana del segundo día, Trajín estaba sentado frente a un trozo de cuarzo amarillo claro con forma de redondeada lápida sepulcral, y su larga y plana faceta reflejaba el semblante perruno de la criatura como si el kobold se mirara en un espejo de color.

El ser estiró el cuello a un lado y otro, admirando sus diminutas y rugosas facciones, luego hizo una mueca de disgusto al ver el reflejo de los pájaros y setas bordados de sus ropas.

—Ropa de criatura —siseó—. Llevo ropa de bebé humano. —Al cabo de un instante, su mueca de desagrado se convirtió en una amplia sonrisa, que dejó al descubierto sus desiguales y amarillentos dientes puntiagudos—. Un bebé —musitó—. Cuchi-cuchi.

Empezó a canturrear una tonada chirriante y desafinada, mezclada con esporádicos y sonoros gargarismos, y sus dedos recubiertos de escamas empezaron a bailotear en el aire, como si dirigiera una orquesta invisible. El aire que lo rodeaba se iluminó, el calor se alzó del suelo y el brillo lo envolvió como un capullo, hasta que unas motas centelleantes y refulgentes empezaron a juguetear sobre sus mejillas, creciendo y parpadeando cada vez más brillantes. Se tragó una risita, pues la sensación del hechizo le producía cosquillas, y luego aumentó el ritmo de su extraña melodía. Finalmente, la música se detuvo y las motas desaparecieron, y el único sonido que quedó fue el del viento susurrando sobre los cristales como lejanas campanillas. En la acristalada superficie del trozo de cuarzo vio el rostro querúbico de un niño humano con finos cabellos rubios y sonrosadas mejillas. La criatura abrió la boca para mostrar dos dientes superiores que empezaban a abrirse paso a través de unas encías rosadas.

—¡Cuchi-cuchi! —Trajín se introdujo el pulgar en la boca, parpadeó y se retorció alegremente.

»Cada vez lo hago mejor —se felicitó el kobold—. Ojalá Maldred pudiera verme. —Giró el cuello para asegurarse de que el hombretón seguía a la vista—. ¡Realmente bien! —No tardó en volver a canturrear, olvidada su tarea de recoger piedras preciosas por el momento a favor de la magia; minutos más tarde, fue un enano gully de expresión alelada lo que se reflejó en el cristal—. Fien, qué es lo que safes —dijo, imitando el sonido nasal de la forma de hablar de los gullys. A continuación fue un anciano kender con profundas arrugas y un impresionante copete gris el que apareció—. Por desgracia dejé mi jupak en el carro. Completaría la imagen.

Sin embargo, por mucho que lo intentara, el kobold no conseguía cambiar el aspecto de las ropas. Experimentó para averiguar cuánto tiempo podía mantener un rostro, adivinando que habían transcurrido casi diez minutos antes de que su rostro rugoso reapareciera.

—Desde luego estoy mejorando mucho —declaró—. ¿Ahora qué? Humm. Ya lo sé.

Volvió a concentrarse, canturreando algo que sonaba como un canto fúnebre mientras sus dedos se retorcían en el aire a lo largo de su mandíbula. Las motas centellearon con una luz más oscura, concentrándose alrededor de su frente, que se iba ensanchando, y la mandíbula que parecía fundirse sobre sí misma y ampliarse. Los ralos mechones de rojizos cabellos que colgaban de su barbilla se multiplicaron y espesaron, creciendo y formando una espesa barba castaña. Unas gruesas cejas aparecieron sobre los ojos que se agrandaban y tornaban azules como los zafiros que había introducido en su saco de lona una hora antes. La nariz de Trajín se hinchaba, para adoptar el aspecto bulboso de una enorme cebolla, y la piel cubierta de escamas se tornaba de un rubicundo color carne que resaltaba sus despuntados dientes blancos. Cuando la metamorfosis se completó, en el cristal se reflejaba la imagen de un enano rechoncho.

—Mala suerte que Rikali no pueda verme —dijo pensativo—. Dice que está harta de enanos. Esto le arrancaría una buena carcajada.

Los ojos de la imagen se abrieron sorprendidos, y Trajín tragó saliva. Por encima de su rostro reflejado en el espejo estaba la imagen de un enano auténtico, uno que mostraba unos entrecerrados ojos gris acero, y cuyos gruesos dedos rodeaban el mango de un hacha de armas que descendía con fuerza hacia él.

—¡Mal! —balbuceó el kobold al tiempo que se apartaba a toda velocidad.

El enano había dejado caer el arma con fuerza y erró el blanco por apenas unos centímetros, golpeando en su lugar la gema y haciéndola añicos. Los fragmentos acribillaron al kobold en tanto que su imagen se disolvía como mantequilla. La criatura volvió a rodar, chillando con voz aguda cuando el hacha hendió su abombada manga.

—¡Mal! ¡Tenemos compañía, Mal!

El kobold se incorporó de un salto y empezó a gatear ladera abajo, con los pies resbalando sobre la grava mientras avanzaba. Un proyectil silbó por encima de su cabeza cuando se agachó tras una aguja de hornablenda, y arriesgó una ojeada al otro lado.

—So… son cuatro —tartamudeó—. Cuatro enanos furiosos. Y yo sin mi jupak.


* * *


—Éste debe de pesar casi tres libras, ¿no? —Rikali arrojó al aire un cristal en forma de pera que mostraba un uniforme color amarillo claro.

—¿Qué es?

Dhamon lo atrapó, lo sopesó en su palma y luego lo depositó con cuidado en su saco de lona. Utilizaba los pedazos de una capa hecha jirones para envolver los cristales de modo que no chocaran entre sí y se desportillaran. A sus pies descansaban tres sacos de lona llenos, y había casi tres docenas más de enormes sacos cargados ya en el carro.

—Citrino —respondió ella—. Una clase de cuarzo. No es tan valioso como algunas de las otras cosas que hemos cogido, pero ésa quedará espléndida una vez tallada. De todos modos, es más valiosa debido a su tamaño.

—¿Cómo aprendiste tantas cosas sobre gemas?

—Dhamon Fierolobo —sonrió la semielfa, henchida de orgullo—, a una edad muy temprana decidí que no iba a ser pobre como mis padres. Así que me uní a una pequeña cofradía de ladrones. Mi padre… mis padres eran ambos semielfos… De todas maneras, mi padre me repudió, ya lo creo, no es que a mí me importara. Dijo que no aprobaba la forma en que me ganaba la vida. Mi gente era horriblemente pobre, y apenas se ganaban la vida como pescadores en un pueblo en la costa de bahía Sangrienta. —Meneó la cabeza como si arrojara lejos un recuerdo inoportuno, sin rastro de remordimiento en sus ojos—. La cofradía me instruyó en todo lo que era importante para conseguir hacerse rico. Cosas tales como el modo de reconocer las piedras buenas, cómo saber qué casas es más probable que estén repletas de las cosas más valiosas, dónde traficar con objetos robados, cómo robar carteras y cortar bolsas de monedas del cinturón de una persona. Seguiría con ellos de no haber intentado robarle la cartera a Mal cuando éste paseaba con todo su gran corpachón por los muelles de Sanction. Me atrapó, ya lo creo, y se hizo cargo de mí y me enseñó otras cosas, como el modo de robar los carros de los comerciantes y a los bribonzuelos y a cambiar siempre de lugar. Ya no crecen raíces en las plantas de mis pies, tampoco debo darle un porcentaje a la cofradía. —Estudió su rostro unos instantes—. ¿Por qué no me lo habías preguntado antes?

—Supongo que no sentía curiosidad —respondió él, encogiéndose de hombros.

La mujer desechó un trozo resquebrajado de ópalo, recogió otro gran fragmento de citrino y se lo pasó.

—Me pregunto qué tal le irá a Mal —reflexionó, mirando al otro lado de un afloramiento de yeso para buscar al hombretón—. Ahí está. Ahí abajo.

Contempló a Maldred un momento, disfrutando de la visión qué ofrecía su sudoroso cuerpo fornido, luego agitó la mano. Pero el hombre no miraba en su dirección, tenía los ojos alzados y desviados a la derecha, y su mano se dirigía hacia la enorme espada sujeta a su espalda.

—Problemas —siseó la semielfa, volviendo la cabeza para ver qué era lo que había llamado la atención de su camarada—. Trajín se ha metido en más problemas. Es un inútil.

Dhamon pasó corriendo junto a ella, rodeando las agujas de yeso al tiempo que soltaba su saco de gemas y sacaba la espada que llevaba al cinto.


* * *


Maldred llegó junto a Trajín justo en el momento en que hacían su aparición otros dos enanos.

—Media docena —gruñó el hombretón—. Y vendrán más si no los eliminamos deprisa. De todos modos podría haber más de camino. —Evaluó inmediatamente a sus adversarios—. Quédate agachado —indicó al kobold.

Enseguida se encontró esquivando proyectiles disparados por las ballestas de los enanos, moviendo la espada de un lado a otro para detener algunos que golpeaban contra la hoja mientras él gateaba por la grava suelta y las gemas. Cuando estuvo más cerca, se echó la espada al hombro, se agachó y recogió un puñado de piedras, echando el brazo atrás para arrojarlas contra el enano más próximo. Varias dieron en el blanco, y uno de los atacantes soltó su ballesta y se frotó los ojos con energía.

Los otros sacaban ya las hachas de guerra que llevaban sujetas a la cintura y se disponían a enfrentarse al ataque de Maldred. Este gritó mientras acortaba distancias:

—¡No tenéis la menor posibilidad contra mí! ¡Soltad las armas y os perdonaré la vida!

El más corpulento del cuarteto lanzó una sonora y profunda carcajada, que sólo interrumpió cuando Maldred llegó hasta ellos, balanceando la enorme espada. El arma partió prácticamente en dos al enano que estaba al mando, y luego el gigante echó hacia atrás la espada y la dejó caer para cortar el brazo de otro enano. El que había reído de buena gana empezó a gatear colina arriba, pidiendo ayuda, mientras los restantes enanos rechinaron los dientes y uno aulló:

—¡Muere, intruso!

—La vida es preciosa —dijo Maldred mientras echaba de nuevo el arma hacia atrás, con los músculos en tensión y las venas a punto de reventar—. Sois muy estúpidos al desperdiciarla.

Los enanos estaban ya muertos cuando Dhamon llegó junto al hombretón. El guerrero envainó su espada, se arrodilló y arrancó de un tirón una tira de cuero que rodeaba el cuello de uno de los enanos. Colgando de ella había un diamante enorme y bellamente tallado, el más grande que había visto nunca. Dhamon se lo colgó al cuello y empezó a registrar los otros cuerpos, recogiendo piedras talladas montadas en oro y plata que fue introduciendo en sus bolsillos. El hombretón entretanto se protegía los ojos de la luz de los cristales de las rocas y extendía el cuello para mirar montaña arriba, en busca del enano que había huido.

—No puedo ver con este resplandor. Pero sé que no tardaremos en tener visitas —dijo a Dhamon.

—Sí. Cojamos lo que hemos reunido y salgamos de aquí. Y hagámoslo deprisa. Desde luego tenemos más que suficiente para comprar la espada. Podríamos comprar todo Bloten, sospecho, con lo que hemos obtenido.

Trajín agarró sus sacos, forcejeando bajo el peso mientras ascendía despacio por la ladera. Maldred volvió veloz la mirada hacia su zona de recogida, donde aguardaban cuatro abultados sacos.

—Muy deprisa —añadió para sí.

Dhamon giró veloz y se encaminó hacia sus propios sacos, observando que Rikali seguía introduciendo gemas en uno de ellos; sus brazos eran prácticamente una mancha borrosa, y la túnica estaba pegada a la espalda por el sudor. Trepó por rocas y agujas y, cuando se encontraba casi junto a la mujer, dos proyectiles con punta de metal hendieron el aire; uno silbó junto a su hombro y rasgó su manga, y el otro se incrustó en su muslo derecho para a continuación ir a parar a la escama fijada allí.

Gritó sorprendido, al tiempo que caía de espaldas y se agarraba la pierna.

Quítate la escama, y morirás, oyó decir al caballero negro muerto hacia ya tanto tiempo. Luego el caballero desapareció y él se encontró retorciéndose en la ladera del valle de Caos. Profirió un gemido, largo y turbador, que arrancó un ahogado sollozo a la semielfa.

La mujer se arrojó sobre él, cerrando los delgados dedos sobre la saeta para tirar con suavidad.

—¡Maldred! —llamó—. ¡Por mi vida, Mal, ayúdame! —Siguió tirando, sin prestar atención a la docena de enanos que habían disparado sus últimos proyectiles y corrían ahora ladera abajo en dirección a ella y a Dhamon—. ¡Maldred!

El herido dio una boqueada. Todo lo que sentía era un calor intenso y un dolor insoportable que ocupaba cada centímetro de su cuerpo y lo convertía en un horno humano.

—¡Maldita escama!

En unos instantes, los enanos alcanzaron a la pareja, con las relucientes hachas alzadas, dispuestos a matar a los dos intrusos. Rikali intentó escudar a su compañero.

—Dije que íbamos a morir, amor —murmuró mientras la primera hacha descendía…

Y chocó con el sonido metálico de la espada alzada de Dhamon. A pesar del dolor, había conseguido arrastrarse lejos de ella y ponerse en pie.

—No voy a morir hoy —dijo a la semielfa mientras la apartaba.

Movió el arma veloz de un lado a otro y atravesó con la punta la muñeca de un enano. Maldred corrió a su lado, y el hombretón no lanzó ninguna advertencia a sus adversarios en esta ocasión, sino que se abrió paso entre ellos y empezó a blandir su espada.

—¡Únete a nosotros, Riki! —chilló—. ¡Cuando quieras, por favor!

La semielfa se incorporó y sacó su daga de hoja ondulada, que clavó profundamente en la garganta de un enano que iba hacia ella, uno que equivocadamente había decidido que luchar contra la mujer era una empresa más fácil que hacerlo contra Maldred o Dhamon.

Todos los enanos iban bien protegidos con armaduras a pesar del calor del verano, y cuando la semielfa arrancó su arma y se encaminó hacia otro adversario, tuvo que buscar una brecha en sus defensas, hundiendo la hoja en las junturas de las gruesas placas de metal.

Tres yacían muertos a los pies de Maldred y Dhamon antes de que uno de ellos consiguiera herir al hombretón. El más alto de los enanos hundió profundamente su arma en el brazo del gigante, arrancándole un gemido. La enorme espada cayó al suelo con un ruido metálico, al verse Maldred incapaz de sostenerla con las dos manos, pues el brazo herido colgaba inerte contra el costado.

Dos enanos se lanzaron entonces al ataque y alzaron sus hachas, pensando que el colosal humano sería ahora un blanco fácil. Sin embargo, el brazo sano de Maldred salió despedido al frente, y sus inmensos dedos se cerraron sobre el mango de un hacha de guerra y la arrancaron del puño de su propietario. Sin detenerse, el hombretón echó el arma hacia atrás y la descargó sobre el otro enano, hendiendo su casco e incrustándola en su cráneo. Liberó el hacha de un tirón al tiempo que su víctima se desplomaba y la blandió contra su anterior propietario, al que derribó.

Dhamon eliminó a un enano introduciendo su espada por una abertura de la armadura bajo el brazo de su oponente. Soltando con dificultad su arma, recogió el hacha del enano muerto y la balanceó con energía a un lado y a otro, clavándola en el cuello de otro adversario y lanzando un chorro de sangre por los aires. Muertos sus atacantes más inmediatos, se dedicó a recuperar el espadón y hundió el hacha en el pecho de un cadáver mientras llegaban más enanos.

Aunque las probabilidades empezaban a estar en su contra, los enanos restantes no mostraban señales de retirarse, excepto uno que descubrió que su barba estaba en llamas, por cortesía de Trajín que acababa de aparecer en escena. El kobold sonrió malicioso y gritó a Rikali que su hechizo de fuego era toda una bendición, pero la semielfa no le hizo caso y dedicó todos sus esfuerzos a rechazar el ataque de un enano particularmente achaparrado que llevaba un amplio surtido de medallas sujeto a la armadura.

Maldred eliminó a un adversario y, cuando se preparaba para acabar con otro, el suelo empezó a estremecerse bajo sus pies. Al principio fue un temblor suave, pero adquirió fuerza con rapidez, y en cuestión de segundos incluso la ágil Rikali tenía que esforzarse para permanecer en pie.

Dhamon embistió con su arma el muslo de uno de sus oponentes, pero enseguida sintió que el puño de la espada empezaba a resbalar de sus dedos sudorosos. Dedicó todos sus esfuerzos a sostener el arma y, tras liberarla de un tirón, la envainó al tiempo que sentía cómo sus pies perdían el equilibrio en aquel suelo en movimiento. Instantes después sus piernas se doblaron bajo su peso, y cayó rodando por la ladera, incapaz de protegerse de las agujas contra las que chocaba en su loca carrera. Trajín se dejó caer al suelo y pasó uno de sus larguiruchos brazos alrededor de una roca que no parecía irse a ninguna parte, mientras el otro brazo salía disparado para agarrar uno de sus sacos de piedras preciosas. Los enanos y Maldred salieron peor parados, pues no consiguieron mantener el equilibrio y se unieron a Dhamon en un atropellado descenso en dirección al fondo del valle.

—¡Dhamon! —chilló Rikali, y resbaló tras él, haciendo todo lo posible por esquivar las rocas que rodaban por la ladera, sin poder evitar un grito cada vez que alguna piedra afilada que parecía surgir de la nada le golpeaba los brazos y las piernas.

La falda de la montaña retumbó y aparecieron grietas en las rocosas pendientes: pequeñas al principio, como finas venitas bajo la piel, para ensancharse hasta parecer afiladas fauces de monstruos. Dos de los enanos aullaron aterrorizados al ser tragados por una de las crecientes fisuras.

Rikali notó que el suelo cedía bajo sus pies al tiempo que se escurría en el interior de una de las simas cada vez más grandes. Sus delgadas manos se agitaron violentamente hasta que sus dedos localizaron una afilada protuberancia rocosa, y se sujetó con fuerza mientras su cuerpo era lanzado contra la superficie rocosa, y el choque la dejaba sin respiración. Tosió y parpadeó con furia al tiempo que una nube de polvo se depositaba en la sima, amenazando con asfixiarla, luego lanzó una ahogada exclamación de terror al ver que el suelo empezaba a sellarse. Se impulsó hacia lo alto de la temblorosa superficie de piedra de un modo instintivo, hallando rincones en los que introducirse que una persona corriente pasaría por alto. Se incorporó por fin sobre el borde y rodó lejos justo en el instante en que la fisura retumbaba por última vez y se cerraba.

—¡Dhamon! —aulló, pero no pudo oír su propia voz.

Todo lo que se oía era el eco del terremoto, tan potente que resultaba doloroso para su fino oído. Volvió a descender a trompicones por la ladera, pateando grava y pedazos de cristal, y su corazón dio un vuelco cuando descubrió el cuerpo de su compañero incrustado entre un par de columnas de granito. Maldred se aferraba a uno de los pilares con el brazo sano, con los ojos cerrados ante la avalancha de rocas.

A los otros enanos que habían caído rodando por la falda de la montaña no se los veía por ninguna parte. Sólo un casco aparecía cómicamente colgado en lo alto de una aguja de yeso. Trajín se hallaba por encima del lugar donde estaba Rikali, sujeto aún a su medio enterrada roca con una mano, mientras con la otra agarraba con fuerza un saco de piedras preciosas. La semielfa se había precipitado hacia las columnas y se asía con fuerza, soportando las piedras como puños que la azotaban y el terremoto hasta que éste finalizó misericordiosamente.

Se dejó caer junto a Dhamon, jadeando para conseguir aire fresco.

—¿Amor? —Apenas oyó su voz, tal vez sólo la imaginó, y las lágrimas corrieron por su rostro cuando lo palpó y sus manos quedaron ensangrentadas—. ¿Amor? Por favor, oh, por favor. —Sollozando, apoyó la cabeza sobre el pecho del hombre y posó una mano sobre su boca, con la esperanza de localizar alguna señal de respiración—. ¡Está vivo! —gritó un instante después a Maldred, que se apartó lentamente de la columna y cayó de rodillas.

El hombretón estaba malherido, con un brazo colgando inerte y la manga cubierta de sangre. Pero la semielfa no comprendió hasta qué punto estaba maltrecho, pues su preocupación por Dhamon tenía prioridad.

—¡Ayúdame, Mal! —insistió—. ¡Dhamon está grave!

Rikali volvió a forcejear con el proyectil, que se había roto y sobresalía sólo unos centímetros por encima de la escama del muslo del hombre. Sus afiladas uñas estaban rotas, y sus dedos sangraban.

—¡No puedo arrancarlo, Mal!

Maldred le apartó las manos y, con la mano sana, desgarró los pantalones de su compañero para dejar totalmente al descubierto la escama. Luego lanzó un gruñido y con un considerable esfuerzo extrajo el proyectil partido.

—¿Qué hacemos, Mal? Me temo que se está muriendo. —Sus manos revolotearon sobre el rostro y pecho del herido—. Ayúdalo. Lo amo, Mal. Realmente lo amo. No dejes que muera.

—No se está muriendo, Riki.

El hombre sacudió la cabeza, luchando contra una oleada de vértigo que amenazó con arrollarlo y lanzarlo rodando hasta el fondo del valle. El costado de la camisa iba adquiriendo un oscuro color rojo. Había perdido bastante sangre, y su brazo herido estaba tan entumecido que no podía moverlo.

—En realidad, no parece que esté herido en absoluto. Sólo inconsciente. —Señaló un corte en la frente de Dhamon—. Se golpeó contra una piedra y perdió el sentido. Se pondrá bien. Yo, por el contrario…

—Posees magia. Te he visto arreglar cosas. Puedes curarte a ti mismo, sé que puedes. Asegúrate de que Dhamon esté bien. Por favor.

—Bueno, puedo arreglar cosas, Riki. Pero nada que esté vivo. —Su mano rozó la escama, el pulgar centrándose en la pequeña herida—. Apostaría a que la saeta estaba hechizada —dijo—, de lo contrario no habría atravesado esto. Menos mal que no han ensartado a nadie más.

—No me importa cómo estuviera esa maldita cosa —maldijo Rikali—. Hechizada. Un disparo afortunado. Salgamos de aquí. Por favor. Marchemos y todo irá bien. ¿No es cierto?

—A mí también me importa él, Riki —dijo Maldred, con una voz demasiado apagada para que ella pudiera oírla. Echó una ojeada ladera arriba para asegurarse de que Trajín seguía allí y de que no habían llegado más enanos; luego bajó la mirada hacia Dhamon y observó que brotaba sangre del agujero de la escama—. Bien, bien. Tal vez pueda arreglar esto. Pero tal vez lo que debería hacer es arrancar esa maldita escama.

—¡No! Si lo haces sin duda moriría. Te ayudaré a transportarlo.

—Aguarda.

El hombretón se concentró en el agujero de la escama y empezó a canturrear en voz baja y a dirigir su energía mágica. Minutos más tarde, Maldred se recostó contra la rocosa columna, y allí donde había estado la abertura podía verse un aplastado círculo negro cerca de la parte central de la reluciente escama. El suelo se había tornado rojo alrededor del brazo inerte de Maldred.

—Lo he sellado, y ahora ya no sangra.

—Malditos enanos —dijo ella, inclinándose sobre Dhamon para acariciar con sus dedos la húmeda frente del herido—. Y malditos sean los dragones. Un dragón le hizo esto, sabes. —Tocó la escama.

—Eso supongo. —La voz del hombretón había perdido su sonora potencia; se sentía mareado y terriblemente débil—. No sé cómo o por qué pero la señora suprema Roja lo hizo.

—Por mi vida, estás más que herido. —Rikali lanzó una ojeada a Maldred—. Lo siento. Soy tan egoísta. Has perdido tanta sangre, Mal…

Haciendo caso omiso de sus palabras, él hombre se puso en pie con un esfuerzo y luego se inclinó para sujetar a Dhamon con el brazo sano; pero otra oleada de vértigo lo acometió, amenazando con derribarlo al suelo.

—Necesitas descansar, Mal —protestó la semielfa—. No deberías moverte. Yo puedo llevar a Dhamon. ¡Puedo hacerlo! Todos nosotros necesitamos…

—Necesitamos salir de aquí —jadeó él—. Tal como dijiste. No tardarán en aparecer más enanos, que querrán saber cómo quedó su bendito valle después del terremoto. Ya habrá tiempo para curaciones más tarde, Riki… siempre y cuando consigamos salir vivos de aquí.

El suelo volvió a temblar. Maldred se había apuntalado, pero la semielfa no reaccionó con tanta rapidez, y cayó al suelo aunque consiguió agarrarse a una aguja de roca. El terreno se estremeció unos instantes y luego se apaciguó.

¿Vienes? articuló el hombretón en silencio, mientras la mujer se incorporaba; luego dio media vuelta y volvió a iniciar la ascensión por la ladera.

Recuperaron dos abultados sacos de piedras preciosas durante el ascenso, que Rikali transportó cuando Maldred insistió en que podía ocuparse él solo de Dhamon. Aun así, el hombretón dio media docena de traspiés durante la marcha. La montaña retumbó otras dos veces mientras ascendían; sacudidas secundarias del primer temblor o precursoras de uno nuevo. El temor los hizo avanzar más deprisa.

—Sigue ahí —anunció Rikali cuando distinguió el carro—. ¡Cerdos, creí que los caballos habrían marchado ya, llevándose todas nuestras joyas con ellos!

Instantes después descubrió el motivo de que los caballos no se hubieran desbocado; una roca había rodado hasta allí y había cerrado el paso a los animales. Se habían quedado sin un lugar al que huir.

Maldred instaló a Dhamon encima de los sacos en el fondo del carro, usando las ropas robadas a modo de almohadones para que no se moviera. Por suerte, el carromato no había sufrido demasiados daños. Y el ladrón se desplomó de rodillas y cerró los ojos, luego se reclinó hacia atrás, abrió la boca para decir algo, pero se desmayó y cayó de espaldas.

—¡Mal!

Rikali se esforzó por incorporarlo, pero era un peso muerto y demasiado para ella.

Trajín depositó el saco de gemas que de algún modo había conseguido mantener agarrado, luego corrió junto al hombretón y empezó a tirar de su camisa en un intento por ayudar.

—Inútil —escupió la semielfa al kobold—. Ya te costó bastante acarrear los sacos de piedras preciosas. No puedes levantar a Mal.

Impertérrito, el kobold concentró sus esfuerzos en pellizcar la tirante carne del rostro de Dhamon y lanzarle grititos en su curiosa lengua materna, cosa que sabía que el humano hallaba muy irritante.

—Qué… —los ojos del herido parpadearon al tiempo que éste gemía en voz baja, y el otro señaló con la cabeza en dirección a la parte posterior del carro.

—Ayúdame —lo instó Rikali—. Vamos, puedes hacerlo.

Dhamon se sacudió la sensación de mareo y estiró los brazos por encima de la parte posterior del carromato para rodear con ellos el pecho de Maldred. Sus músculos se hincharon y la mandíbula se crispó con fuerza mientras arrastraba al hombretón al interior del carro.

—Es más pesado de lo que parece —resopló, con los brazos momentáneamente entumecidos por el esfuerzo—. Mucho más pesado. —Se desplomó junto a su compañero y sus dedos palparon su propia frente, localizando la herida y presionándola vacilante.

—Sácanos de aquí, Trajín —espetó Dhamon—. Antes de que tengamos más compañía.

El kobold corrió a la parte delantera del carromato y apoyó el hombro contra la roca que impedía el paso. Gimió y maldijo, tensando los músculos; Rikali se le unió y empujó con fuerza. La tierra ayudó a ambos en sus esfuerzos retumbando ligeramente con otra réplica, lo que facilitó el impulso necesario para mover la piedra, que rodó despacio por la falda de la montaña, chocando contra columnas naturales y proyectando fragmentos de cristal por los aires hasta hacerse añicos en su loca carrera.

Sin aliento, el kobold trepó al carro, con los pies colgando. Rikali le pasó las riendas, luego se encaramó también ella y desgarró la camisa de Mal, arrancando la manga para convertirla en un torniquete para el brazo herido.

—No siento el brazo, Dhamon —dijo Mal, con una voz tan ronca y apagada que el otro tuvo que inclinar el rostro para oírlo—. No puedo moverlo.

Rikali le ofreció palabras de consuelo mientras Dhamon registraba bajo los sacos de lona y hallaba una jarra de sidra amarga. Vertió un poco en la herida, y Maldred se estremeció por el escozor.

—Ves, puedes sentir algo —dijo la mujer—. Eso es una buena señal. —En voz más baja, añadió—: ¿No es una buena señal, Dhamon?

Éste no respondió. Mientras se sujetaba la frente, examinaba con atención a su grandullón amigo, con los ojos insólitamente abiertos y compasivos, aunque mantenía el entrecejo fruncido.

—Eso espero —musitó por fin.

Rikali contempló a su compañero unos instantes.

—Tal vez debería ser yo quien yaciera aquí en lugar de Mal —dijo en voz demasiado baja para que él la oyera.

Luego dedicó toda su atención al hombretón e intentó secar un poco la sangre con un trozo de su propia túnica.

—¿Adonde podemos ir? Algún lugar donde consigamos ayuda para él. A algún lugar. Dhamon, no sé que… —empezó a decir.

—Hemos de salir de aquí —replicó él, haciendo una leve mueca mientras vertía un poco más de sidra sobre el brazo de Maldred—. En dirección a Bloten. Trajín conoce el camino.


* * *


Cuatro noches más tarde estaban sentados alrededor de una fogata asando un enorme conejo. No obstante lo avanzado de la hora, el aire seguía siendo abrasador, y el suelo estaba tan necesitado de agua que se había tornado polvoriento como las cenizas. Trajín aventuró unos cuantos sorbos de su último odre de agua y refunfuñó que serían aún más ricos si pudieran hallar un modo de hacer llover en aquellas montañas.

Muchas de las ropas que habían cogido de la caravana de los comerciantes se habían convertido en vendas para Maldred, que se reemplazaban a medida que era necesario.

Dhamon rechazó los intentos de Rikali para vendarlo, diciendo que quería guardar toda la tela disponible para Mal, y convenció a la semielfa de que tenía peor aspecto de lo que en realidad se sentía; no obstante, estaba seguro de que se había magullado algunas costillas o se las había roto. Se movía con cuidado y respiraba de modo superficial. Su cabello grasiento estaba cubierto de sangre, totalmente enmarañado y veteado de gris y marrón por el polvo y la tierra. La incipiente barba de su rostro se iba transformando en una barba desigual y antiestética, y sus ropas estaban sucias y desgarradas. Había conseguido guardar una camisa del botín obtenido de los mercaderes, ocultándola bajo un saco de piedras preciosas de modo que los otros no la encontraran y desgarraran para convertirla en vendas. Pero no había motivo para lucirla ahora; era para más adelante, decidió, cuando llegaran a Bloten y necesitara mostrar un mejor aspecto.

Las prendas de todos ellos estaban oscurecidas por las manchas de sudor y sangre reseca, y era Trajín el que había salido mejor parado, escapando con sólo unos pocos arañazos, aunque sus ropas estaban acribilladas de agujeros. El kobold se dedicaba a hacer de enfermero del resto, inspeccionando los cortes y magulladuras que habían recibido en su viaje montaña abajo, y actuaba también como centinela.

En esos momentos, Maldred trazaba dibujos en el polvo, con la mano sana, en tanto que su brazo herido permanecía vendado muy pegado al pecho para mantenerlo inmóvil. El kobold observaba con atención al hombretón, pensando que los símbolos eran algo místico y parte de algún conjuro. Intentó copiar los dibujos, luego se aburrió de ello al no poder desentrañarlos y en su lugar se dedicó a repartir bandejas de madera.

Una vez que Trajín acabó de servirles, y tras haber devorado su propia exigua parte del conejo asado, la criatura recuperó la última jarra de alcohol destilado del carromato y la depositó junto a Dhamon. A continuación, haciendo un gran alarde sacó la pipa del anciano de su bolsa, introdujo tabaco en la cazoleta y la encendió con el dedo en un esfuerzo por demostrar a todos que realmente había perfeccionado el hechizo de fuego.

A continuación, el kobold se dedicó a pasear ante ellos, haciendo tintinear los afilados dientes sobre el tubo mientras golpeaba con suavidad su jupak contra el suelo aguardando una solicitud mágica. Al no recibir ninguna, aspiró con fuerza su pipa, lanzó un anillo de humo al aire y rompió el silencio.

—Al menos no perdí mi arma en ese terremoto, como hicieron Maldred y Riki. No tuve que coger una de las hachas de los enanos como Mal —afirmó—. Al menos la hermosa espada de Dhamon permaneció en su vaina. De modo que tuvimos algo de buena suerte, al final. Mi anciano no recibió ni un rasguño. Y tenemos todas esas piedras en bruto… —Frunció el entrecejo al ver que Maldred lo miraba airado—. ¡Uf! Bueno, estoy seguro de que encontrarás otra espada igual de grande, pesada y afilada —añadió rápidamente—. Y conseguiremos dagas para Riki. En Bloten.

Cuando comprendió que nadie se sentía aplacado, el kobold terminó su pipa, volvió a guardarla con sumo cuidado en la bolsa y luego se excusó diciendo que iba a patrullar el terreno alrededor del campamento… para asegurarse de que no los seguía ningún enano.

—Todavía me siento un poco dolorido —admitió Maldred en voz baja a Dhamon tras un largo silencio—. Y un poco débil. Pero supongo que debería alegrarme de estar vivo.

—Ah, Mal —dijo Riki, y se acercó más, encogiéndose cuando Dhamon la miró arrugando el entrecejo—. Mal, no te preocupes. Mala hierba nunca muere.

Maldred frotó los músculos del brazo herido y apenas si consiguió cerrar el puño.

—Nunca había resultado herido así al entrar en el valle en otras ocasiones. —Arrugó la frente—. Pero en esas ocasiones nunca permanecí tanto tiempo allí, ni tuve que vérmelas con un terremoto además de con los enanos. Tampoco salí nunca con tanto botín.

—¿Vamos a regresar? —Había un dejo de esperanza en la voz de la semielfa—. Quiero decir, si necesitamos todas esas gemas para comprarle a Dhamon su espada, cosa que no deberíamos hacer porque nada en el mundo debiera ser tan caro, tal vez podríamos sacar un gran carromato de ellas sólo para nosotros y…

—No durante un tiempo, Riki —repuso él, meneando la cabeza—. Los enanos doblarán las patrullas. Quizá dentro de unos cuantos meses, tal vez justo antes de que llegue el invierno. O quizás esperaremos hasta después de las primeras nevadas. No esperarán nada entonces.

Los ojos de la mujer brillaron alegremente.

—Al menos estoy mejorando —continuó—. Y agradecido por sentir como mínimo algo en los dedos. Conozco un buen sanador en Bloten que acabará la tarea. Haré que os dé una buena mirada a los dos también.

—Dudo que vayas a necesitarlo, Mal. Riki tiene razón, eres demasiado ruin para estar inactivo mucho tiempo —bromeó Dhamon; sus palabras surgieron farfulladas, espesas por culpa del alcohol que había bebido. Una jarra vacía yacía junto a él a sus pies, y él trasladó torpemente la nueva jarra entre los muslos, paseando un dedo por el borde—. Además, ser herido así es una buena excusa para tomar las cosas con calma durante un tiempo.

Rikali se colocó entre ambos, se hizo con la jarra de Dhamon y tomó un buen trago de ella; casi al instante empezó a toser y a farfullar. La devolvió y estudió sus uñas. Con un suspiro, estiró los brazos hacia arriba y los pasó por encima de los hombros de sus dos compañeros.

—Imagino que estamos a dos días de Bloten, tal vez menos. Me pregunto si habrá magníficas tiendas que visitar. Quizá Dhamon podrá comprar su espada con todo eso del carro. Y, si no puede, entonces nos lo quedamos para nosotros, ¿de acuerdo?

Maldred no respondió a sus palabras, y echó una ojeada a un hacha de armas que descansaba al alcance de su mano, con la luz de la fogata danzando sobre su hoja, lo que atrajo su atención. Por fin, desvió la mirada hacia la oscuridad y dijo:

—Riki, nos lo pasaremos en grande en Bloten celebrando nuestra buena suerte. Y te conseguiremos cuchillos nuevos. Y también le conseguiremos a Dhamon su espada.

—Quiero comprar algunas ropas más. Y perfume. Y…, Mal, ¿te hablé alguna vez de esa casa imponente que quiero construir? En una isla lejos de… ¿Oísteis algo?

Veloz como un gato, se apartó de los hombres y atisbo en la oscuridad del otro extremo del campamento. El fuego proyectaba zarcillos de luz hacia las rocas y matorrales, y la hierba se movía perezosamente mecida por una brisa casi imperceptible.

Dhamon se incorporó con un esfuerzo, luchando por mantener el equilibrio, y su mano buscó a tientas la espada colgada al cinto, con los dedos torpes por culpa de la bebida. Tenía problemas con el lado derecho, y extendió la mano para coger un bastón que el kobold había labrado a partir de una rama de árbol. Maldred fue un poco más lento en levantarse, empuñando el hacha de armas en la mano sana.

—¿Habéis oído? ¿Dhamon? ¿Mal? Es Trajín. Está…

Se oyó un estrépito en los resecos matorrales, el sonido de un juramento, y la voz aguda del kobold. Al cabo de un instante, un desaliñado hombre de color apareció en el claro, con la criatura aferrada a su pierna. El hombre estaba empapado de sudor y, además de la mochila que colgaba a su espalda y de varios odres de agua que se balanceaban de ella, llevaba una espada enorme sujeta a la cintura y más de una docena de dagas en fundas que entrecruzaban su pecho. Intentaba golpear a Trajín con una vara de dos manos al tiempo que intentaba quitarse de encima a aquel ser que no cesaba de gruñir. Pero la vara era demasiado larga y difícil de manejar, y no había forma de desalojar al kobold. Se oyeron más crujidos, el tintineo del metal y el siseo de una espada al ser desenvainada.

—¡Rig! —gritó Dhamon, notando la lengua hinchada por los efectos del alcohol—. ¡Déjalo en paz!

El hombre negro rugió y dio una patada, en un nuevo intento de deshacerse del kobold que lo mordió a través de la tela hasta alcanzar la pantorrilla. El agredido aulló al tiempo que Fiona penetraba a la carrera en el claro. Bajó el arma rápidamente en cuanto vio a Dhamon, aunque no la envainó, y mantuvo los hombros erguidos, preparada para cualquier contratiempo.

—Llama a ese pequeño bastardo —indicó Fiona a Dhamon, mirándolo con expresión furiosa mientras sus dedos se cerraban con más fuerza alrededor del pomo de la espada—. Llámalo ahora, o lo haré trocitos y lo arrojaré a tu hoguera. —Alzó la punta de la espada para enfatizar sus palabras y entrecerró los ojos, clavándolos en los de Dhamon.

—Trajín —dijo éste casi con suavidad—. Suelta a ese hombre.

—Intruso. Espía —refunfuñó el kobold mientras soltaba a Rig, lo golpeaba por despecho y corría junto a Dhamon. La criatura hinchó el pecho y mostró los amarillentos dientes en un siseo—: Menos mal que yo patrullaba, Dhamon. De lo contrario estos dos defensores de la justicia se habrían introducido aquí y robado todas nuestras…

—¡Qué alegría conocer por fin a alguno de los viejos amigos de Dhamon! —intervino Rikali, ofreciendo una sonrisa forzada y extendiendo la mano, al tiempo que se deslizaba hacia la dama solámnica—. Tú debes de ser Fee-ohn-a —dijo, en un tono casi educado—. Dhamon me ha hablado tanto de ti. Y tú eres…

—Alguien muy enojado —declaró Rig, y apoyó la punta de su alabarda en la reseca tierra. Sus ojos, como dagas, estaban clavados en Dhamon.

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