10 La Partida

Un solitario farol, con los postigos a medio cerrar, pendía de una viga del establo, difundiendo una luz mortecina. Los pesebres quedaban diluidos en profundas sombras. Al entrar Rand por el portal del patio, pisando los talones a Mat y al Guardián, Perrin se puso en pie de un salto, dejando oír el roce de la paja sobre la que había permanecido sentado con la espalda apoyada contra la entrada de uno de los pesebres. Iba envuelto con una pesada capa.

—¿Has revisado lo que te he dicho, herrero? —preguntó Lan sin margen de dilación.

—Lo he mirado —repuso Perrin—. Aquí no hay nadie aparte de nosotros. ¿Por qué iba a esconderse alguien?

—La cautela es el umbral de una larga vida, herrero. —El Guardián recorrió con los ojos el establo en penumbra y la oscuridad del pajar situado arriba para sacudir después la cabeza—. No hay tiempo —murmuró, medio para sí—. Ella dice que nos apresuremos.

Actuando acorde a sus palabras, avanzó a grandes zancadas en dirección a los cinco caballos, embridados y ensillados, atados al final del círculo de luz. Dos de ellos eran el semental negro y la yegua blanca que Rand había visto el día antes. El resto, si bien no tan altos y esbeltos, parecían encontrarse entre los mejores ejemplares existentes en Dos Ríos. Lan examinó rápidamente las cinchas y las correas de cuero de donde colgaban las alforjas, odres para el agua y mantas enrolladas detrás de las sillas.

Rand intercambió tímidas sonrisas con sus amigos; trataba por todos los medios de dar la impresión de que se sentía impaciente por emprender camino.

Mat reparó en la espada prendida en el cinto de Rand y señaló hacia ella.

—¿Vas a convertirte en un Guardián? —rió. Después tragó lo dicho, dirigiendo una breve mirada a Lan, quien no dio señal de haberlo escuchado —O como mínimo un guarda de mercader —prosiguió Mat, con una sonrisa que parecía sólo un poco forzada—. Ahora ya no se conforma con el arma de un hombre honesto.

Rand tuvo deseos de esgrimir la espada, pero lo contuvo la presencia de Lan. Éste no miraba siquiera hacia él, pero estaba seguro de que el Guardián era consciente de todo cuanto sucedía a su alrededor.

—Podría ser útil —dijo en cambio, con excesivo desinterés, como si llevar una espada fuera lo más normal del mundo.

Perrin se revolvió, intentando ocultar algo debajo de la capa. Rand percibió una ancha tira de cuero que rodeaba la cintura del aprendiz de herrero, con el mango de un hacha prendida en ella.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó.

—Un guarda de mercader, en efecto —se carcajeó Mat.

El joven de pelo enmarañado enseñó a Mat un rostro ceñudo que sugería que ya había soportado demasiadas dosis de bromas; luego suspiró y abrió la capa para mostrar el hacha. No era ésta como las herramientas habituales de los leñadores. La hoja en forma de media luna en un lado y la punta recurvada en el otro la hacían un utensilio tan exótico en Dos Ríos como la espada de Rand. Sin embargo, la mano de Perrin reposaba en ella con aire de familiaridad.

—Maese Luhhan la forjó hace un par de años, para el guarda de un mercader de lana, pero cuando la había terminado el hombre no quiso pagar lo acordado y maese Luhhan no se avino a recibir menos. —Se aclaró la garganta y dedicó a Rand el mismo entrecejo fruncido de señal de aviso que había enseñado a Mat—. Me la dio cuando me vio practicar con ella. Dijo que podía quedármela, ya que él no le encontraba ningún uso.

—Practicar —rió con disimulo Mat, quien, no obstante, levantó las manos en son de paz cuando Perrin irguió la cabeza—. Como tú digas. Como si alguno de nosotros supiera cómo utilizar un arma de verdad.

—Ese arco es un arma de verdad —puntualizó, de improviso, Lan antes de apoyar un brazo sobre la silla de su caballo negro y observarlos con mirada grave—. Como también lo son las hondas que he visto en manos de los chiquillos del pueblo. El hecho de que nunca las hayáis usado más que para cazar conejos o espantar a un lobo que merodeaba cerca de las ovejas no modifica nada. Todo puede servir como arma, si el hombre o la mujer que la esgrime tiene el coraje y la voluntad de dar en el blanco. Dejando a un lado los trollocs, es mejor que tengáis esto bien claro antes de partir de Dos Ríos, antes de abandonar el Campo de Emond, si queréis llegar con vida a Tar Valon.

Su rostro y su voz, fríos como la muerte y duros como la losa de una tumba, petrificaron sus sonrisas y sus lenguas. Esbozando una mueca, Perrin volvió a cubrir el hacha con la capa. Mat removía con la cabeza gacha la paja del suelo. Con un gruñido, el Guardián prosiguió con su inspección, pero el silencio se prolongó unos instantes.

—No se parece mucho a las historias —dijo Mat.

—No sé —respondió con acritud Perrin—. Trollocs, un Guardián, una Aes Sedai. ¿Qué más se puede pedir?

—Aes Sedai —susurró Mat, dando la impresión de que, de pronto, tenía frío.

—¿Tú crees lo que dice ella, Rand? —preguntó Perrin—. ¿Que los trollocs quieren cogernos a nosotros?

Los tres dirigieron a la vez la mirada hacia el Guardián. Lan parecía absorto en la cincha de la silla de la yegua blanca, pero todos se apartaron en dirección al fondo del establo, lo más lejos posible de él. Aun así, se apretaron unos contra otros, hablando en voz queda.

—No lo sé —contestó Rand—, pero decía la verdad sobre las granjas que fueron atacadas. Y, aquí en el pueblo, prendieron fuego primero a la casa y la herrería de maese Luhhan. Se lo pregunté al alcalde. Tan fácil es creer que vienen en nuestra busca como cualquier otra posibilidad que se me ocurra. —De pronto, advirtió que ambos lo miraban fijo.

—¿Le has preguntado al alcalde? —dijo incrédulo Mat—. Ella insistió en que no debíamos contárselo a nadie.

—No le he dicho por qué se lo preguntaba —protestó Rand—. ¿Queréis decir que no se lo habéis contado a nadie? ¿No habéis avisado a nadie de que os ibais?

Perrin se encogió de hombros, a la defensiva.

—Moraine Sedai dijo que no había que informar a nadie.

—Dejamos notas —dijo Mat—, para nuestras familias. Las encontrarán por la mañana. Rand, mi madre piensa que Tar Valon es lo más parecido a Shayol Ghul. —Soltó una risita para demostrar que no compartía la misma opinión, pero ésta no sonó de manera muy convincente—. Trataría de encerrarme en la bodega sólo de enterarse de que se me había ocurrido la idea de ir allí.

—Maese Luhhan es más testarudo que una mula —agregó Perrin—y la señora Luhhan es aún peor. Si la hubieras visto escarbar entre los restos de la casa, diciendo que confiaba en que los trollocs no volvieran por allí porque si les ponía las manos encima…

—¡Demonios, Rand! —exclamó Mat—. Ya sé que ella es una Aes Sedai y todo eso, pero los trollocs estuvieron realmente aquí. Dijo que no se lo dijéramos a nadie. Si una Aes Sedai no sabe lo que hay que hacer en un caso así, ¿quién lo va a saber?

—No lo sé. —Rand se frotó la frente. Le dolía la cabeza; no lograba apartar aquel sueño de su mente—. Mi padre piensa que tiene razón. Al menos se mostró conforme con que me marchara.

Moraine apareció de pronto en la puerta.

—¿Has hablado con tu padre respecto a este viaje?

Iba vestida de color gris oscuro de pies a cabeza, con una falda dividida para montar a horcajadas; el anillo con la serpiente era la única joya que lucía. Rand posó los ojos en su bastón; a pesar de las llamas que había presenciado, no había en él ninguna huella de chamuscadura, ni siquiera de hollín.

—No podía irme sin que él lo supiera.

Lo miró un instante con los labios fruncidos antes de volverse hacia los otros.

—¿También vosotros decidisteis que no bastaba con una nota?

Mat y Perrin contestaron al unísono, asegurándole que sólo habían dejado notas, tal como había indicado ella. Les hizo señal de callar con la cabeza y asestó una fría mirada a Rand.

—Lo que se ha hecho ya está tejido en el Entramado. ¿Lan?

—Los caballos están a punto —informó el Guardián—y disponemos de suficientes provisiones para llegar a Baerlon. Podemos marcharnos cuando digáis. Yo sugeriría que fuera ahora.

—No os iréis sin mí.

Egwene se deslizó en el establo, con un hatillo en los brazos. Rand estuvo a punto de caer de la sorpresa.

La espada de Lan estaba casi fuera de su vaina; cuando vio quién era volvió a envainar la hoja con rostro inexpresivo. Perrin y Mat comenzaron a borbotear para convencer a Moraine de que no le habían dicho nada a Egwene acerca de su partida. La Aes Sedai no les prestó ninguna atención, centrando la mirada en Egwene con gesto pensativo. La joven llevaba puesta la capucha de su capa marrón, pero ésta no ocultaba el desafío con que se encaraba a Moraine.

—Tengo cuanto necesito aquí, comida inclusive. Y no permitiré que me dejéis atrás. Probablemente no volveré a tener una ocasión como ésta para ver el mundo que se extiende más allá de Dos Ríos.

—Esto no es una excursión campestre al Bosque de las Aguas —gruñó Mat, que dio un paso atrás, sin embargo, cuando la muchacha lo miró con la frente arrugada.

—Gracias, Mat. No lo hubiera sabido de no ser por ti. ¿Qué os creéis vosotros tres? ¿Que sois los únicos que ansían ver lo que hay más allá? Yo he soñado con ello durante tanto tiempo como vosotros y no estoy dispuesta a perder esta oportunidad.

—¿Cómo te has enterado de que nos íbamos? —preguntó Rand—. De todas maneras, no puedes venir con nosotros. No nos marchamos por mero placer. Los trollocs nos persiguen. Enrojeció, irguiéndose indignado, ante la mirada condescendiente de la muchacha.

—Primero —le explicó pacientemente— he visto cómo Mat se escabulló, tratando de pasar inadvertido. Después he visto que Perrin intentaba esconder esa absurda y enorme hacha debajo de la capa. Sabía que Lan había comprado un caballo y, de pronto, se me ocurrió pensar para qué necesitaba otro. Y, si podía comprar uno, también podía comprar más. Relacioné esto con la imagen de Mat y Perrin escurriéndose como bueyes, como si pretendieran alcanzar el sigilo de un zorro… Bien, sólo había una respuesta posible. No sé si me sorprende o no verte aquí, Rand, después de todo tu parloteo sobre sueños irreales. Dado que Mat y Perrin se habían decidido, debí suponer que tú también estarías.

—Yo tengo que irme, Egwene —dijo Rand—. Los tres debemos hacerlo o, de lo contrario, volverán los trollocs.

—¡Los trollocs! —exclamó con una carcajada Egwene—. Rand, si pretendes ver un poco de mundo, me parece muy bien, pero no me vengas con esos cuentos descabellados.

—Es verdad —apoyó Perrin, al tiempo que Mat comenzaba a decir:

—Los trollocs…

—Basta ya —indicó plácidamente Moraine, interrumpiendo, no obstante, la conversación de manera tan cortante como el filo de un cuchillo—. ¿Ha reparado alguien más en todo eso?

Su voz era dulce, pero Egwene tragó saliva y se recompuso antes de contestar:

—Después de lo de anoche, no piensan más que en la reconstrucción y en lo que van a hacer si ocurre otra vez. No acertarían a ver otra cosa a menos que se la acercaran hasta debajo de las narices. Y yo no he hecho partícipe a nadie de mis sospechas. A nadie.

—Muy bien —decidió Moraine tras un momento—. Puedes venir con nosotros.

Una expresión de perplejidad atravesó el semblante de Lan. En un instante ya se había desvanecido, sustituida por una calma aparente, pero sus palabras brotaron con furia.

—¡No, Moraine!

—Ahora forma parte del Entramado, Lan.

—¡Es ridículo! —replicó—. No hay ningún motivo por el que deba venir y sí muchos para que se quede donde está.

—Sí hay un motivo —aseveró con tranquilidad Moraine—. Una parte del Entramado.

El pétreo semblante del Guardián no reflejó nada, pero asintió con la cabeza.

—Pero, Egwene —objetó Rand—, los trollocs van a perseguirnos. No estaremos a salvo hasta que lleguemos a Tar Valon.

—No intentes atemorizarme —respondió la joven—. Voy a ir.

Rand conocía ese tono de voz. No lo había escuchado desde que ella decidió que encaramarse en los árboles más altos era cosa de niños, pero lo recordaba perfectamente.

—Si crees que el acoso de los trollocs va a ser una cosa divertida —comenzó a decir, pero Moraine lo interrumpió.

—No disponemos de tiempo. Debemos encontrarnos lo más lejos posible al romper el alba. Si permanece aquí, Rand, podría alertar a todo el pueblo antes de que hubiéramos recorrido un kilómetro, y ello pondría sin duda sobre aviso al Myrddraal.

—No haría eso —protestó Egwene.

—Puedes montar el caballo del juglar —propuso el Guardián—. Le dejaré dinero para que pueda comprar otro.

—Eso no va a ser factible —objetó la resonante voz de Thom Merrilin desde el altillo del pajar.

La espada de Lan abandonó la vaina esta vez, y no volvió a su funda cuando su dueño vio al juglar.

Thom lanzó una manta abajo; después se colgó la flauta y el arpa a la espalda y se llevó al hombro unas abultadas alforjas.

—Este pueblo ya no me necesita para nada ahora, y, por otra parte, no he dado nunca ninguna representación en Tar Valon. Aunque por lo general viajo solo, después de lo de anoche no tengo ningún inconveniente en hacerlo acompañado.

El Guardián clavó los ojos en Perrin, quien se revolvió incómodo.

—No se me ocurrió mirar en el pajar —murmuró.

Mientras el enjuto juglar bajaba la escalera del altillo, Lan habló con rígida solemnidad.

—¿Esto también forma parte del Entramado, Moraine Sedai?

—Todo está relacionado con el Entramado, mi viejo amigo —repuso con suavidad Moraine—. No podemos elegir a nuestro gusto. Pero ya veremos. Thom puso pie en el suelo de la caballeriza y se volvió, cepillando la paja prendida a su capa.

—De hecho —agregó, con tono más normal—, podría decirse que insisto en viajar en vuestra compañía. He dedicado muchas horas, inclinado sobre muchas jarras de cerveza, a pensar de qué manera iban a concluir mis días. Y nunca consideré la posibilidad de acabar en el puchero de un trolloc. —Miró oblicuamente la espada del Guardián—. No hay necesidad de empuñar la espada. No soy un queso que haya que repartir.

—Maese Merrilin —advirtió Moraine—, debemos partir de inmediato y, casi con certeza, bajo amenaza de grandes peligros. Los trollocs todavía merodean por ahí, y cabalgaremos de noche. ¿Estáis seguro de que queréis venir con nosotros?

Thom posó los ojos sobre el grupo con una sonrisa burlona.

—Si no es demasiado peligroso para la muchacha, tampoco lo es para mí. Además, ¿qué juglar no correría algún albur por dar una representación en Tar Valon?

Moraine realizó un gesto afirmativo y Lan envainó la espada. Rand se preguntó de improviso qué habría ocurrido si Thom hubiera cambiado de idea o si Moraine no hubiera asentido. El juglar comenzó a ensillar su montura como si tales elucubraciones no hubieran cruzado su mente, pero Rand advirtió cómo, en más de una ocasión, miró de reojo el arma del Guardián.

—Bien —dijo Moraine—. ¿Qué caballo montará Egwene?

—Los del buhonero no son más apropiados que los sementales del posadero —replicó con acritud Lan—. Resistentes, pero lentos.

—Bela —propuso Rand, lo que provocó una mirada del Guardián que indicaba a las claras que mejor hubiera sido callarse. Sin embargo, sabía que no podía disuadir a Egwene, con lo cual no quedaba más remedio que colaborar—. Puede que Bela no sea tan veloz como los otros, pero es fuerte. A veces la he montado. Puede mantener el ritmo.

Lan miró hacia el pesebre de Bela, murmurando entre dientes.

—Tal vez sea algo mejor que el resto —sentenció por fin—Supongo que no tenemos otra alternativa.

—En ese caso habrá de ser de ese modo —concluyó Moraine—. Rand, ensilla a Bela. ¡Deprisa! Ya nos hemos demorado bastante.

Rand se apresuró a elegir una silla y una manta y luego hizo salir a Bela del pesebre. La yegua lo miró con soñolienta sorpresa mientras la ensillaba. Él la montaba a pelo y por tanto no estaba habituada a la silla. Pero aceptó la rareza de la correa de la cincha, sin más protesta que una sacudida de crin.

Después de tomar el atillo de Egwene, lo ató detrás de la silla mientras ella montaba y se ajustaba la falda. Ésta no estaba dividida para montar a horcajadas y, al hacerlo, sus medias de lana quedaron al descubierto hasta la altura de la rodilla. Llevaba las mismas botas de piel suave que las demás muchachas del pueblo, un material nada indicado para viajar hasta la Colina del Vigía, y mucho menos hasta Tar Valon.

—Todavía creo que no deberías venir —opinó—. Lo de los trollocs no eran invenciones mías. De todos modos, prometo que cuidaré de ti.

—Tal vez sea yo quien cuide de ti —replicó Egwene, quien, al advertir su mirada exasperada, le sonrió, inclinándose para acariciarle el cabello—. Ya sé que harás cuanto esté en tu mano por mí. Yo también lo haré por ti. Pero ahora será mejor que montes en tu caballo.

Advirtió que los demás ya estaban listos, aguardándolo. La única montura que había quedado libre era Nube, un alto caballo gris de crin y cola negras que había pertenecido a Jon Thane. Subió a su lomo, si bien no sin cierta dificultad ya que el animal, cuando Rand puso el pie sobre el estribo y se le enredó la funda de la espada entre las piernas, sacudió la cabeza, encabritado. No era un hecho fortuito que sus amigos no hubieran escogido a Nube. Maese Thane solía jugar carreras con él contra los caballos de los mercaderes y Rand no tenía conciencia de que hubiera perdido una sola vez, como tampoco la tenía de que Nube se hubiese comportado en alguna ocasión como un animal sumiso. Lan debía de haber ofrecido un alto precio para que el molinero accediese a vendérselo. Rand cogió las riendas con fuerza y procuró convencerse de que todo saldría bien. Tal vez así podría transmitir su convicción al caballo.

Una lechuza ululó en la noche y los muchachos se sobresaltaron. Al caer en la cuenta de la procedencia del sonido, rieron nerviosos e intercambiaron miradas avergonzadas.

—A este paso, un ratoncillo nos hará trepar a un árbol del susto —bromeó Egwene con una risita intranquila.

Lan sacudió la cabeza.

—Sería mejor que fueran lobos.

—¡Lobos! —exclamó Perrin.

—Los lobos detestan a los trollocs, herrero —explicó con mirada tajante el Guardián—, y los trollocs detestan a los lobos, y también a los perros. Si hubiese oído lobos, estaría seguro de que no hay trollocs que nos esperen ahí afuera. —Se adentró en la noche, cabalgando lentamente sobre su imponente caballo negro.

Moraine avanzó tras él, sin un instante de vacilación, y Egwene se colocó al lado de la Aes Sedai. Rand y el juglar salieron a la zaga, detrás de Mat y Perrin.

La parte posterior de la posada se hallaba oscura y silenciosa y el patio estaba moteado de sombras contrastadas a la luz de la luna. Los amortiguados repiqueteos de los cascos se desvanecieron rápidamente, engullidos por la noche. En la oscuridad, la capa del Guardián lo convertía en una sombra más. Únicamente la necesidad de seguir su guía impedía a los otros arracimarse en torno a él. No sería tarea fácil salir inadvertidamente del pueblo, reflexionó Rand mientras se acercaba al portal. Al menos, sin que los vieran sus habitantes. Muchas de las ventanas emitían una pálida luz amarillenta y, aunque su brillo aparecía muy atenuado, a menudo se veían siluetas en su interior, las figuras de los parroquianos que se asomaban para indagar qué podía suceder aquella noche. Nadie quería quedar otra vez a merced de la sorpresa.

En las densas sombras proyectadas por la posada, cuando se disponían a salir del patio del establo, Lan se detuvo de improviso, ordenándoles por señas que guardaran silencio.

Unas botas martilleaban sobre el Puente de los Carros, en el cual se percibía de tanto en tanto un destello del metal arrancado por la luna. Las botas taconearon sobre el puente, crujieron en la gravilla, y se aproximaron a la posada. Ni el más leve sonido brotó de entre el grupo apostado en la sombra. Rand sospechó que sus amigos, al menos, estaban demasiado atemorizados para hacer ruido. Al igual que él.

Los pasos se detuvieron ante la posada, en la penumbra próxima a la débil luz procedente de la sala principal. Hasta que Jon Thane se adelantó, con una lanza apoyada sobre su membrudo hombro y un viejo jubón con discos de acero cosidos en torno a su pecho, Rand no había caído en la cuenta de quiénes eran. Una docena de hombres del pueblo y de las granjas aledañas, algunos protegidos con yelmos o fragmentos de armadura que habían permanecido arrinconados en los desvanes durante generaciones, armados con una lanza, un hacha o un herrumbroso pico.

El molinero miró por una de las ventanas de la sala y luego se volvió y dijo de forma escueta:

—Todo parece estar en orden aquí.

Los demás formaron dos irregulares filas tras él y la patrulla se alejó en la noche, como si marcharan al paso de tres tambores distintos.

—Dos trollocs Dha’vol bastarían para desayunárselos a todos —murmuró Lan cuando se hubo amortiguado el sonido de sus botas—, pero tienen ojos y oídos. —Hizo girar a su negro semental—. Vamos.

Lenta y calladamente, el Guardián los condujo entre los sauces hacia la orilla del manantial. Las frías y veloces aguas del arroyo, que formaban brillantes torbellinos en torno a las patas de las monturas, casi rozaban las suelas de los jinetes.

Llegada a la otra ribera, la hilera de caballos se desvió bajo la cautelosa dirección del Guardián, apartándose de las casas. De vez en cuando, Lan se paraba y pedía silencio con un gesto, aun cuando nadie más había visto ni oído nada. En cada una de aquellas ocasiones, no obstante, pronto aparecía una nueva patrulla de campesinos. Prosiguieron pausadamente en dirección al extremo norte del pueblo.

Rand contempló fijamente en la oscuridad las casas de empinados tejados y trató de grabarlas en su memoria. «Menudo aventurero soy», pensó. Aún no había abandonado el pueblo y ya sentía añoranza. Sin embargo, no apartó la mirada.

Dejaron atrás las últimas edificaciones de las afueras y continuaron a campo traviesa, en paralelo al camino del norte que conducía al Embarcadero de Taren. Rand cavilaba que, sin duda, ningún cielo nocturno podía ser tan hermoso como el de Dos Ríos. Se diría que aquel negro puro se extendía hasta el infinito y las miríadas de estrellas titilaban como puntos luminosos esparcidos sobre un cristal. La luna creciente, casi llena, parecía estar al alcance de su mano, si la alargara, y…

Una forma negra atravesó lentamente el círculo plateado de la luna. Rand tiró involuntariamente de las riendas e hizo detener el caballo. Un murciélago, pensó sin convicción. Sin embargo, sabía que no lo era. Los murciélagos eran animales que se veían con frecuencia abalanzándose sobre las moscas que revoloteaban en el crepúsculo. Las alas que batía aquella criatura tenían el mismo contorno, pero se movían con la lenta y vigorosa cadencia de un ave de presa. Y estaba cazando. La manera como se cernía, avanzando y retrocediendo en largas elipses, no dejaba margen de duda. Lo peor era su tamaño. Para que un murciélago pareciese tan grande, con su figura recortada contra la luna, debería hallarse a menos de un metro de distancia. Trató de calcular mentalmente el espacio que lo separaba de él y las dimensiones que podía tener. Su cuerpo había de ser por fuerza tan grande como el de un hombre y las alas… Atravesó otra vez el rostro de la luna y viró de pronto hacia abajo, engullido por la noche.

No había advertido que Lan había retrocedido hasta donde se encontraba él hasta sentir la mano del Guardián en su brazo.

—¿Qué miras aquí parado, muchacho? Debemos proseguir.

Los demás aguardaban detrás de Lan.

Rand explicó lo que había visto, con la aprensión de ser acusado después de haber perdido el juicio a causa del terror que los trollocs habían provocado en él. Preveía que Lan concluiría que no era más que un murciélago o algo que le había parecido ver.

El Guardián pronunció la palabra como un gruñido que le dejara mal sabor en la boca:

—Draghkar.

Egwene y sus amigos escrutaron nerviosos el cielo, pero el juglar exhaló un débil gemido.

—Sí —convino Moraine—. No podía ser de otro modo. Y, si el Myrddraal dispone de un Draghkar a sus órdenes, pronto sabrá dónde estamos, si no lo sabe ya. Debemos avanzar más deprisa de lo que somos capaces a campo traviesa. Todavía podemos llegar al Embarcadero de Taren antes que el Myrddraal, y él y sus trollocs no cruzarán tan rápido como nosotros.

—¿Un Draghkar? —inquirió Egwene—. ¿Qué es eso?

Fue Thom Merrilin quien respondió, con voz ronca.

—Durante la guerra que puso fin a la Era de Leyenda, se crearon criaturas más espantosas que los trollocs y los Semihombres. Moraine dio un respingo al oírlo, y ni siquiera la oscuridad veló la intensidad de su mirada. Lan comenzó a impartir instrucciones, sin dar lugar a más preguntas. —Ahora tomaremos el Camino del Norte. Por vuestra vida, seguidme, mantened el paso y no os separéis. Dio la vuelta al caballo y el resto galopó en silencio tras él.

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