35 Caemlyn

Rand, de rodillas, se irguió detrás del pescante. No pudo evitar prorrumpir en risas de alivio.

—¡Lo hemos conseguido, Mat! Ya te había dicho que…

Las palabras se apagaron en su boca cuando sus ojos contemplaron Caemlyn. Después de Baerlon, y sobre todo después de recorrer las ruinas de Shadar Logoth, abrigaba la convicción de que sabía cómo era una gran ciudad, pero aquélla…, aquélla era de una magnitud que no había imaginado.

En los alrededores de la imponente muralla, los edificios se arracimaban como si todas y cada una de las poblaciones que había cruzado en su camino se hubieran reunido allí, pegadas unas a otras. Los pisos superiores de las posadas destacaban entre los tejados rojizos de las casas, contra los que se desplegaban anchos y achaparrados almacenes carentes de ventanas. El ladrillo rojo, la piedra gris y los remozos blancos, se extendían en mezcolanza más allá de su campo visual. Baerlon habría podido ser engullida por aquella urbe sin que se percibiera diferencia alguna; y Puente Blanco, multiplicado por veinte, apenas habría provocado un murmullo.

Y la muralla en sí… La desnuda pared de trece metros de altura, de piedra grisácea con vetas plateadas y blancas, trazaba un enorme círculo que se curvaba hacia el norte y el sur y le hacía preguntarse hasta dónde llegaría. En todo su recorrido se alzaban redondas torres que la superaban en altura, con pendones rojiblancos que azotaban el aire desde sus cúspides. En el interior de los muros despuntaban esbeltas torres, aún más elevadas que las de la muralla, y relucientes cúpulas que lanzaban destellos dorados al reflejar los rayos de sol. Cientos de historias habían forjado en su mente imágenes de grandes ciudades de soberanos y reinas, de tronos, poder y leyenda, y Caemlyn se ajustaba a ellas como el agua amolda su forma a la de una vasija.

El carro crujía al avanzar por la espaciosa vía hacia la ciudad, hacia sus puertas flanqueadas de torres. Los carromatos de las caravanas de mercaderes trasponían un arco abovedado labrado en la piedra, bajo el que habría podido pasar un gigante, diez gigantes uno junto al otro. Ambos márgenes del camino se hallaban ocupados por puestos de mercado, con brillantes marquesinas rojas y púrpura y establos y corrales laterales. Los terneros berreaban, las vacas mugían, los gansos graznaban, las gallinas cloqueaban, las cabras y los corderos balaban y la gente regateaba a todo pulmón el precio de las mercancías. Un ruidoso cerco los acompañó hasta la entrada de Caemlyn.

—¿Qué os había dicho? —Bunt también debía elevar la voz hasta casi gritar para que pudieran oírlo—. La ciudad más grandiosa del mundo. Construida por los Ogier, ya sabéis. Al menos el casco viejo y el palacio. Mirad cuán antigua es Caemlyn. Caemlyn, donde la buena reina Morgase, que la Luz la ilumine, dicta las leyes y vela por la paz de Andor. No existe ciudad comparable a ésta.

Rand estaba dispuesto a darle la razón. Tenía la boca abierta y deseaba taparse las orejas con las manos para mitigar la algarabía. La multitud abarrotaba el camino como lo hacían sus convecinos en el Prado de Bel Tine. Al recordar el tiempo en que le costaba creer que pudiera haber tanta gente en Baerlon, casi se echó a reír. Mat se había protegido los oídos con las manos y hundía la cabeza entre los hombros como si quisiera cubrirse con ellos también.

—¿Cómo vamos a escondernos aquí dentro? —preguntó en voz alta al ver que Rand estaba mirándolo—. ¿Cómo podremos saber en quién confiar entre tantas personas? Tantísimas. ¡Luz, qué ruido!

Rand miró a Bunt antes de responder. El campesino estaba absorto en la contemplación de la ciudad; con el estrépito era posible que no lo hubiera escuchado. Con todo, Rand acercó la boca al oído de su amigo.

—¿Cómo van a encontrarnos entre tantos? ¿No te das cuenta, cabeza de chorlito? ¡Estamos a salvo, si aprendes a controlar tu endemoniada lengua! —Extendió una mano que abarcaba los mercados y las murallas que se levantaban ante ellos—. ¡Míralo, Mat! Todo es posible aquí. ¡Todo! Tal vez Moraine esté ya esperándonos, con Egwene y los demás.

—Si están vivos. Si quieres saber mi opinión, están muertos como el juglar.

La sonrisa se desvaneció de los labios de Rand, al tiempo que se volvía para observar las puertas. Todo podía acaecer en una ciudad como Caemlyn. Se aferró con obstinación a aquella convicción.

Por más que Bunt agitara las riendas el caballo no podía avanzar más deprisa; cuanto más se acercaban a las puertas, más numerosa era la multitud. A Rand lo animó constatar que la mayoría de los caminantes eran jóvenes con ropajes polvorientos y escaso equipaje. Al margen de las edades, gran parte de la muchedumbre que se apelotonaba allí tenía aspecto de haber recorrido muchos kilómetros; los carros estaban desvencijados y los caballos exhaustos, las ropas arrugadas delataban las noches que habían dormido al raso y su paso cansino y los ojos fatigados, la dureza del viaje. Pero fatigados o no, aquellos ojos estaban clavados en las puertas como si el hecho de trasponer las murallas fuera a despojarlos de todo el cansancio acumulado.

Junto a la entrada estaban media docena de guardias de la reina, cuyos pulcros tabardos rojiblancos y bruñida armadura ofrecían un marcado contraste con el desaliño de la gente que pasaba por riadas bajo el arco de la piedra. Con espaldas rígidas y cabeza enhiestas, observaban a los recién llegados con un recelo desdeñoso que evidenciaba que, si les hubieran dado a escoger, habrían cerrado el paso a la mayoría de ellos. No obstante, aparte de dejar espacio libre suficiente para el tráfico procedente de la ciudad y contener a quienes pretendían entrar a empellones, no ponían trabas a nadie.

—Manteneos en vuestro lugar. No empujéis. ¡No empujéis, así os ciegue la Luz! Hay espacio suficiente para todos, con la ayuda de la Luz. Manteneos en vuestro lugar.

El carro de Bunt franqueó las puertas de Caemlyn con la lenta marea del gentío.

La ciudad se asentaba en suaves colinas, distribuidas como escalones que ascendían hacia el centro, el cual se hallaba rodeado por un segundo muro de un blanco resplandeciente, en su interior había aún más torres y cúpulas, albas, doradas y purpúreas, cuya posición en la cima de los altozanos las elevaba por encima del resto de Caemlyn. Rand dedujo que aquél debía de ser el casco viejo que había mencionado Bunt.

El camino de Caemlyn cambió de aspecto tan pronto como se encontraron al otro lado de las murallas, para convertirse en una amplia avenida, dividida por anchas franjas de hierbas y árboles. El césped estaba seco y los árboles desprovistos de follaje, pero la gente, que caminaba con paso apresurado junto a ellos, y reía, charlaba y discutía, parecía no percibir nada extraordinario, pues nadie acusaba el hecho de que aquel año no había llegado la primavera y tal vez no fuera a hacerlo. Rand advirtió que, consciente o inconscientemente, no lo veían. Sus ojos se desviaban de las desnudas ramas mientras hollaban la hierba muerta sin bajar la vista hacia ella. Podían hacer caso omiso de lo que no veían, creer en su inexistencia.

Mientras miraba boquiabierto la urbe y su habitantes, lo sorprendió que el vehículo se adentrara en una calle lateral, más estrecha que la anterior; aunque a pesar de ello tan amplia como cualquiera de las de Campo de Emond. La circulación no era tan intensa allí; la multitud se dividía en dos al paso del carro, sin aminorar la marcha.

—Lo que escondes debajo de la capa, ¿es realmente lo que Holdwin dice?

Rand, en el acto de cargarse las alforjas al hombro, ni siquiera pestañeó.

—¿A qué os referís? —inquirió con voz firme, a pesar del nudo que se había formado en su estómago.

Mat contuvo un bostezo con una mano, pero introdujo la otra bajo la capa —Rand sabía que era para aferrar la daga de Shadar Logoth—y sus ojos adquirieron una dura mirada de animal acorralado. Bunt evitó mirar a Mat, como si estuviera al corriente de que empuñaba un arma oculta.

—A nada, supongo. Vamos a ver, si oísteis que me dirigía a Caemlyn, os quedasteis suficiente rato como para escuchar el resto. Si me interesara cobrar la recompensa, habría encontrado alguna excusa para entrar en la posada y hablar con Holdwin. Lo que ocurre es que Holdwin no me cae simpático y tampoco me gustó nada aquel amigo suyo, nada de nada. Da la impresión de que está más interesado en vosotros dos que en… otra cosa.

—No sé lo que quiere —comentó Rand—. Nunca lo habíamos visto. —Era factible incluso que aquello fuera la pura verdad, dado que era incapaz de distinguir un Fado de otro.

—Ya, ya. Bueno, como digo, yo no sé nada y creo que tampoco quiero saberlo. Ya hay suficientes problemas como para que vaya a buscar más.

Mat se demoró en recoger sus cosas; Rand ya se encontraba en la calle antes de que él se dispusiera a salir del vehículo y lo aguardaba con impaciencia. Cuando Mat se apeó del carro con el arco, el carcaj y la manta doblada apresados contra su pecho, murmuraba entre dientes. Sus ojos estaban marcados por profundas ojeras.

A Rand le rugió el estómago. El hambre combinado con el agrio ardor de tripa le hizo temer que fuera a vomitar. Mat lo observaba ahora en actitud expectante. «¿Qué iban a hacer ahora? ¿Adónde debían encaminarse?»

Bunt asomó el cuerpo y le indicó que se acercara. Lo hizo, con la esperanza de que le diera consejos para moverse en aquella ciudad.

—Yo que tu escondería eso… —El viejo campesino se detuvo para mirar cauteloso en torno a sí. La muchedumbre circulaba a ambos lados del carro, pero, a excepción de algunos viandantes que protestaban porque obstruían el paso, nadie reparaba en ellos—. Deja de llevarla —le avisó—, ocúltala, véndela o regálala. Eso es lo que haría yo. Una cosa así llamará por fuerza la atención y supongo que no es eso lo que te conviene.

De pronto se enderezó, azuzó al caballo y se alejó lentamente por la transitada calle sin añadir palabra alguna ni mirar atrás. Un carromato cargado de toneles avanzaba hacia ellos. Rand se apartó de un salto, se tambaleó y, cuando volvió a mirar, Bunt se había perdido de vista.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Mat, que se humedecía los labios mientras observaba con ojos muy abiertos a las personas que no cesaban de recorrer la calle y los edificios que se elevaban hasta seis pisos por encima del nivel del suelo—. Estamos en Caemlyn, pero ¿qué vamos a hacer? —Se había destapado las orejas, aunque movía las manos como si deseara volver a cubrírselas. En la ciudad reinaba un constante murmullo, del que participaban los numerosos comercios abiertos y las conversaciones de centenares de personas. A Rand le parecía hallarse dentro de una gigantesca colmena, habitada por un incesante zumbido.

—Aun cuando estén aquí, Rand, ¿cómo podremos encontrarlos entre todo esto?

—Moraine nos localizará —repuso Rand.

La inmensidad de la ciudad era una pesada carga sobre sus hombros; deseaba irse, buscar un lugar al amparo del gentío y el ruido. El vacío lo rehuía a pesar de las enseñanzas de Tam, a causa de sus ojos, que no paraban de retener imágenes. En su lugar se concentró en lo que lo rodeaba inmediatamente, dejando de lado lo que se extendía más allá. Si observaba sólo una calle, ésta semejaba a cualquier otra de Baerlon. Baerlon, el último lugar donde todos se habían considerado a salvo. «Nadie se encuentra a buen recaudo ya. Quizá todos hayan perecido. ¿Qué vas a hacer entonces?»

—¡Están vivos! ¡Egwene está viva! —afirmó con violencia. Algunos peatones lo miraron de reojo.

—Tal vez —concedió Mat—. Tal vez. ¿Y qué pasará si Moraine no nos encuentra? ¿Y qué si el único que detecta nuestro paradero es el… el…? —Se estremeció, incapaz de concluir la frase.

—Pensaremos en ello cuando se produzca —dijo con firmeza Rand—. Si es que se produce. Como última alternativa, solicitaría la asistencia de Elaida, la Aes Sedai que vivía en palacio. Primero iría a Tar Valon. Ignoraba si Mat recordaba lo que había explicado Thom acerca del Ajah Rojo… y del Negro…, pero él lo guardaba en la memoria. Volvió a sentir espasmos en el estómago.

Thom dijo que fuéramos a una posada llamada la Bendición de la Reina. Miraremos allí en primer lugar.

—¿Cómo? No podemos pagarnos ni una comida entre los dos.

—Al menos es una manera de empezar. Thom creía que allí nos prestarían ayuda.

—No puedo…, Rand, están por doquier. —Mat bajó la mirada hacia las losas del pavimento y se replegó sobre sí, tratando te esquivar a la muchedumbre que caminaba en derredor—. Dondequiera que vayamos, acuden allí o están ya aguardándonos. Estarán en la Bendición de la Reina también. No puedo… Yo… Nada es capaz de contener a un Fado.

Rand agarró a Mat por el cuello te la camisa con un puño cuyo temblor intentaba dominar. Necesitaba a Mat. Tal vez los demás estuvieran con vida, pero, en aquellos momentos, no había nadie más que ellos dos. La idea de proseguir solo… Tragó saliva y notó el sabor de la bilis.

Miró rápidamente en torno a sí: nadie acusaba haber escuchado la mención del Fado; la multitud se apresuraba, sumida en sus propias cavilaciones. Aproximó el rostro de Mat.

—Hemos llegado hasta aquí, ¿no es cierto? —preguntó en un ronco susurro—. Todavía no nos han atrapado. Podemos zafarnos de ellos si no nos damos por vencidos. No pienso quedarme de brazos cruzados como un cordero que aguarda a ser sacrificado. ¡De ninguna manera! ¿Y bien, vas a permanecer ahí parado hasta que te caigas muerto de hambre? ¿O hasta que vengan a recogerte en un saco?

Soltó a Mat y dio media vuelta. A pesar de tener las uñas clavadas en las palmas, todavía le temblaban las manos. De pronto Mat comenzó a caminar junto a él, con la mirada aún fija en el suelo, y Rand dejó escapar una larga espiración.

—Perdona, Rand —murmuró Mat.

—Olvídalo —respondió éste.

Mat apenas alzaba la vista para no chocar con los viandantes.

—No paro de pensar en que nunca volveré a ver mi casa. Quiero ir a casa. Ríete si quieres, no me importa. ¡Qué no daría por que mi madre me estuviera regañando por algo en este mismo momento! Es como si tuviera una maza presionándome el cerebro. Extraños por todas partes y sin saber en quién confiar, si es que puedo confiar en alguien. Luz, Dos Ríos está tan lejos que podría encontrarse en el otro extremo del mundo. Vamos a acabar muertos, Rand.

—Todavía no —replicó Rand—. Todo el mundo muere un día u otro. La Rueda gira. Sin embargo, no voy a tumbarme a esperar que eso ocurra.

—Hablas como maese al’Vere —gruñó Mat, con el ánimo ligeramente mejorado, no obstante.

—Bien —dijo Rand.—Bien.

«Luz, haz que los otros estén bien. Por favor, no dejes que nos quedemos solos».

Comenzó a preguntar la dirección de la Bendición de la Reina. Las respuestas variaban sensiblemente, desde imprecaciones contra «los incapaces de permanecer en sus lugares de origen», pasando por gestos de indiferencia, a miradas inexpresivas, que eran las más comunes. Algunos continuaban caminando sin dignarse desviar la vista hacia ellos.

Un hombre de cara ancha, casi tan fornido como Perrin, ladeó la cabeza y contestó:

—¿La Bendición de la Reina, eh? ¿Sois fieles a la reina también, los muchachos campesinos? —llevaba una escarapela blanca en su sombrero de ala ancha y una cinta blanca en la manga de la chaqueta—. Bien, habéis llegado demasiado tarde.

Luego siguió andando entre risas, y los dejó perplejos. Rand se encogió de hombros; había mucha gente rara en Caemlyn, especímenes como no los había visto antes.

Algunos destacaban sobre la muchedumbre, por tener la piel demasiado oscura o demasiado pálida, llevar chaquetas de extraños cortes y llamativos colores o sombreros puntiagudos con largas plumas. Había mujeres que ocultaban el rostro con velo, mujeres embutidas en tiesos vestidos extraordinariamente amplios, damas cuyos ropajes de seda dejaban más piel al descubierto que cualquiera de las camareras de posada que habían conocido. De vez en cuanto un carruaje, recubierto de pintura de vivos colores y oropeles, se abría camino entre las abarrotadas calles tirado por cuatro o seis caballos adornados con plumas. Y las sillas de mano eran omnipresentes, acarreadas por lacayos que no tenían escrúpulos en empujar a cuantos hallaban a su paso.

Rand presenció una pelea iniciada de aquel modo, con un grupo de hombres embravecidos que alzaban los puños contra un individuo de tez pálida, vestido con una chaqueta de rayas rojas, que descendía de la silla depositada en el pavimento. Dos individuos vestidos con toscos ropajes, que al parecer no habían intervenido en el altercado hasta entonces, se abalanzaron sobre él antes de que hubiera descendido. La multitud que se había detenido a observar comenzó a oscilar, murmurando y sacudiendo los puños. Rand tiró a Mat de la manga, apresurándose, y éste no necesitó un segundo aviso. El bramido de una escaramuza los siguió durante un trecho.

En ocasiones, en cambio, eran ellos los abordados. Sus polvorientas ropas delataban su condición de recién llegados, y parecían tener efectos magnéticos sobre algunos tipos. Eran individuos furtivos que ofrecían reliquias de Logain con ojos inquietos y pies dispuestos a echar a correr en cualquier momento. Rand calculó que habían pretendido venderle suficientes retazos de la capa del Dragón y fragmentos de su espada como para construir dos espadas y media docena de capas.

Mat, por su parte, expresaba un vivo interés, al menos la primera vez, pero Rand les respondía con una escueta negativa, que ellos recibían con una inclinación de cabeza, al tiempo que murmuraban apresuradamente la acostumbrada fórmula: «Que la Luz ilumine a la reina, buen señor», antes de esfumarse. La mayoría de las tiendas exponían platos y tazas pintadas con imaginarias escenas en que el falso Dragón aparecía encadenado en presencia de la reina. Y también había Capas Blancas en las calles que, al igual que en Baerlon, avanzaban siempre por un espacio holgado que iba reproduciéndose a su paso.

Rand intentaba por todos los medios pasar inadvertido. Mantenía la espada escondida bajo la capa, pero aquella estrategia no le serviría durante mucho tiempo. Tarde o temprano alguien intuiría que ocultaba algo. No podía, renunciar —ni estaba dispuesto a hacerlo—al vínculo que lo unía a Tam, pese a los consejos de Bunt.

Muchos otros componentes de la multitud llevaban espadas, pero en ninguna de ellas había grabada la marca te la garza. Sin embargo, todos los hombres de Caemlyn llevaban la empuñadura y la hoja envuelta en tela roja atada con un cordel blanco o bien blanca atada con cordel rojo. Cientos de marcas de garza podían circular ocultas bajo aquellos envoltorios sin que nadie lo advirtiera. Además, el hecho de seguir las costumbres locales disminuiría su aspecto de forasteros.

Rand se paró ante una de las numerosas tiendas que mostraban aquellas telas y cordeles. La roja era más barata que la blanca, si bien no percibió ninguna diferencia entre ambas aparte del color, con lo cual compró la roja, a pesar de las protestas de Mat, que le recordaba el poco dinero de que disponían. El comerciante los miró de arriba abajo con los labios fruncidos mientras tomaba las monedas de cobre de Rand y murmuró una protesta cuando éste le preguntó si podía envolver su espada en la trastienda.

—No hemos venido a ver a Logain —explicó Rand pacientemente—. Sólo hemos venido a visitar Caemlyn. —Recordó a Bunt y añadió— La más grande ciudad del mundo. —El tendero no abandonó la mueca de disgusto—. La Luz ilumine a la buena reina Morgase —agregó, esperanzado, Rand.

—Como intentéis algo —advirtió con acritud el hombre—, un centenar de hombres acudirán a encargarse de vosotros sólo al oírme, aunque no venga la guardia. —Calló para escupir, a unos milímetros de la bota de Rand —. Largaos y seguid con vuestras despreciables ocupaciones.

Rand asintió como si el comerciante lo hubiera despedido con un cumplido y salió arrastrando a Mat. Éste no paraba de mirar atrás, en dirección a la tienda, gruñendo para sus adentros, hasta que Rand tiró de él hacia un callejón solitario. De espaldas a la calle ningún viandante sería capaz de ver lo que hacían. Rand se dispuso a envolver la espada.

—Apuesto a que nos han cobrado el doble por ese maldito trapo —se indignó Mat—. El triple.

No era tan sencillo como parecía, ajustar la tela al cordel de manera que aguantara,

—Todos intentarán estafarnos, Rand —prosiguió Mat—. Creen que hemos venido a ver al falso Dragón, como todo el mundo. Será una suerte si nadie nos da un garrotazo en la cabeza mientras dormimos. Éste no es lugar recomendable para quedarnos. Hay demasiada gente. Partamos hacia Tar Valon ahora, o al sur, a Illian. No me importaría ver los preparativos de la Cacería del Cuerno. Y, si es posible, regresemos a casa.

—Yo me quedo —dijo Rand—. Si todavía no han llegado, vendrán a buscarnos aquí, tarde o temprano.

No estaba seguro de si había dispuesto los pliegues igual que los demás, pero las garzas de la funda y la empuñadura quedaban ocultas. Cuando salió a la calle, tenía la certeza de que se había librado de una preocupación. Mat lo siguió tan de mala gana como si lo arrastraran con un ronzal.

Poco a poco Rand fue recibiendo las indicaciones deseadas. Al principio eran tan vagas como la expresión «por allí». No obstante, cuanto más se aproximaban, más precisas eran las instrucciones, hasta que al fin se hallaron delante de un amplio edificio de piedra con un letrero colgado sobre la puerta. Éste representaba un hombre arrodillado ante una mujer de cabellos rojizos, tocada con una corona, que apoyaba una mano en su cabeza inclinada: la Bendición de la Reina.

—¿Estás seguro de que debemos entrar? —inquirió Mat.

—Desde luego —respondió Rand. Respiró hondo y empujó la puerta.

La espaciosa sala principal estaba revestida con paneles de madera oscura y caldeada por dos hogueras encendidas en sendas chimeneas. Una criada barría el suelo, a pesar de que aún se veía limpio, y otra daba brillo a unos candelabros. Las dos sonrieron a los recién llegados antes de volver a concentrarse en sus tareas.

Había escasas mesas ocupadas, pero una docena de hombres representaban una auténtica multitud a aquella hora de la mañana, y, si bien ninguno de ellos dio señales de alegrarse de verlos, al menos lucían un aspecto aseado y sobrio. La cocina despedía unos aromas a vaca asada y a pan horneado que les hicieron la boca agua.

El posadero era un hombre obeso de rostro sonrosado que vestía un delantal blanco y llevaba los canosos cabellos peinados hacia atrás, tratando de cubrir una calvicie con escaso éxito. Su mirada los abarcó de pies a cabeza, incluyendo sus polvorientas ropas y bultos y sus botas desgastadas, pese a lo cual no les regateó una radiante sonrisa. Se llamaba Basel Gill.

—Maese Gill —comenzó a hablar Rand—, un amigo vuestro nos indicó que viniéramos aquí: Thom Merrilin. Él… —La sonrisa se esfumó de los labios del posadero. Rand miró a Mat, pero éste se encontraba demasiado ocupado husmeando los aromas procedentes de la cocina para percibir algo más—. ¿Ocurre algo malo? ¿Lo conocéis?

—Lo conozco —repuso con sequedad Gill. En aquellos momentos parecía centrar toda su atención en la funda de la flauta que colgaba del hombro de Rand—. Acompañadme. —Señaló la parte trasera con la cabeza; Rand zarandeó a Mat para hacerlo reaccionar y luego siguió al hombre, preguntándose qué iba a suceder.

En la cocina, maese Gill habló primero con la cocinera, una mujer regordeta con el pelo recogido en un moño, que no dejó de remover las ollas. El olor era tan agradable —dos días de ayuno tornaban apetitoso cualquier manjar, pero aquello olía tan bien como la cocina de la señora al’Vere, que a Mat comenzó a rugirle el estómago. Se inclinó hacia las cazuelas, con la nariz en primer plano. Rand le dio un codazo y Mat se enjugó deprisa la baba que comenzaba a deslizarse por la barbilla.

Después el posadero los condujo al establo, donde miró en torno a sí para cerciorarse de que no había nadie antes de plantarse ante ellos. Ante Rand.

—¿Qué hay en esa caja, muchacho?

—La flauta de Thom —repuso lentamente Rand.

Abrió la funda, como si el hecho de enseñar la flauta incrustada en oro y plata fuera a servirle de algo. Mat deslizó la mano bajo la capa. Maese Gill no apartó la vista de Rand.

—Sí, la reconozco. Lo vi tocarla a menudo y no es probable que haya dos como ésta fuera de la corte real. —Sus sonrisas se habían desvanecido y sus ojos eran ahora tan acerados como cuchillos—. ¿Cómo llegó a vuestras manos? Thom se desprendería antes de un brazo que de esa flauta.

—Me la dio. —Rand depositó en el suelo el bulto con la capa de Thom, desatándolo lo suficiente para mostrar sus manchas de colores y un trozo de la funda del arpa—. Thom ha fallecido, maese Gill. Os presento mi condolencia si era amigo vuestro. También era amigo mío.

—¿Muerto dices? ¿Cómo?

—Un hombre intentó matarnos. Thom me entregó esto y nos dijo que echáramos a correr. —Los parches flotaron en el viento como mariposas. Con un nudo en la garganta, Rand volvió a doblar con cuidado la capa—. Nos habría dado muerte de no ser por él. Viajábamos juntos a Caemlyn. Nos recomendó que viniéramos a vuestra posada.

—Creeré que ha muerto —anunció lentamente el posadero—cuando vea su cadáver. Después de rozar la capa con la punta del pie, se aclaró bruscamente la garganta—. No, no, doy crédito a lo que visteis, pero no creo que esté muerto. Es un hombre duro de pelar ese viejo Thom Merrilin.

Rand puso una mano sobre el hombro de Mat.

—Todo va bien, Mat. Es un amigo.

Maese Gill miró brevemente a Mat y exhaló un suspiro. —Supongo que sí, ya que lo dices.

Mat se enderezó y cruzó los brazos por encima del pecho. Sin embargo, todavía miraba con recelo al posadero y se le movía espasmódicamente un músculo de la mejilla.

—¿De modo que viajabais juntos a Caemlyn? —El hombre sacudió la cabeza—. Éste es el último lugar del mundo en el que esperaría ver aparecer a Thom, exceptuando tal vez Tar Valon. —Aguardó a que pasara un mozo de cuadra e incluso después bajó la voz—. Tenéis problemas con las Aes Sedai, me temo.

—Sí —gruñó Mat, al tiempo que Rand inquiría:

—¿Qué os hace suponerlo?

—Porque lo conozco bien —respondió maese Gill con una risa seca—. Se precipitaría a inmiscuirse en este tipo de cuestiones, especialmente para ayudar a un par de muchachos de vuestra edad… —Sus ojos sumidos momentáneamente en los recuerdos, adoptaron entonces un aire cauteloso—. Bien… eh… No estoy acusándoos de nada, tenedlo en cuenta, pero… eh… Supongo que ninguno de vosotros dos puede… eh…, lo que quiero decir es… ¿cuál es exactamente el tipo de problema que tenéis relacionado con Tar Valon, si no os molesta que os haga la pregunta?

A Rand se le erizó el vello cuando cayó en la cuenta de lo que insinuaba el hombre: el Poder Único.

—No, no, no tiene que ver con eso, os lo juro. Incluso había una Aes Sedai que nos protegía. Moraine era… —Se mordió la lengua, pero el posadero no mudó de expresión.

—Me alegra oírlo. No es que tenga especial simpatía por las Aes Sedai, pero son mejores ellas que… lo otro. —Sacudió la cabeza con parsimonia—. Demasiadas conversaciones versan sobre estos temas, ahora que han traído a Logain aquí. No era mi intención ofenderos, comprendedlo, pero… bueno, tenía que saberlo, ¿no?

—No nos habéis ofendido —aseguró Rand. El murmullo de Mat hubiera podido dar pie a cualquier interpretación, pero el posadero pareció aceptarlo en el mismo sentido que la afirmación de Rand.

—Vosotros parecéis honrados y estoy dispuesto a creer que erais, que sois amigos de Thom, pero corren malos tiempos. Supongo que no tenéis dinero. No, ya me parecía. Los alimentos escasean y lo que venden cuesta un ojo de la cara, por lo cual os daré una cama a cada uno, no las mejores, pero secas y cálidas, y algo de comer, y no puedo prometeros más, a pesar de que me gustaría hacerlo.

—Gracias —contestó Rand, dirigiendo una mirada a Mat—. Es más de lo que esperaba.

—Bien, Thom es un buen amigo, un viejo amigo. Impetuoso y con una irreprimible tendencia a decir las más inoportunas palabras a la persona menos adecuada, pero un buen amigo de todos modos. Si no aparece por aquí… Bueno, entonces sacaremos nuestras propias conclusiones. Será mejor que no habléis más de la ayuda que os han prestado las Aes Sedai. Soy un buen súbdito de la reina, pero hay muchos en Caemlyn que en estos momentos no verían eso con buenos ojos, y no me refiero sólo a los Capas Blancas.

—¡Por lo que a mí respecta, los cuervos pueden llevarse a todas las Aes Sedai a Shayol Ghul! —espetó Mat.

—Vigila esa lengua —lo reprendió maese Gill—. He dicho que no les tengo especial simpatía y no que era uno de esos necios que piensan que ellas son las causantes de todos los desaguisados. La reina protege a Elaida y los guardias a la reina. Quiera la Luz que las cosas no empeoren hasta modificar este orden de cosas. Sea como sea, últimamente algunos guardias se han desmandado un poco tratando rudamente a quienes han oído hablar mal de las Aes Sedai. No en horas de servicio, gracias a la Luz, pero de todos modos ha ocurrido. No me gustaría tener que aguantar irrupciones de guardias fuera de servicio que vengan a mi posada a darme un escarmiento, ni que los Capas Blancas induzcan a alguien a pintar el Colmillo del Dragón en mi puerta, de manera que, si vais a aceptar mi asistencia, no expreséis en voz alta vuestra opinión sobre las Aes Sedai, ya sean buenas o malas. —Hizo una pausa para reflexionar y luego agregó— quizá sea preferible que tampoco mencionéis el nombre de Thom cuando pueda oíros alguien más aparte de mí. Algunos miembros de la guardia tienen buena memoria, al igual que la reina. No hay necesidad de correr riesgos.

—¿Thom tuvo dificultades con la reina? —preguntó Rand con incredulidad, provocando una carcajada al posadero.

—De modo que no os lo contó todo. Tampoco veo por qué debía hacerlo. Por otra parte, no veo inconveniente en que lo sepáis. No es que se trate de un secreto, exactamente. ¿Os parece que los juglares poseen un concepto tan elevado de su propia persona como Thom? Bueno, si uno se para a pensar en ello, tal vez sí, pero siempre he tenido la impresión de que Thom tenía algunas dosis suplementarias de autoestima. No siempre fue un juglar de esos que vagan de un pueblo a otro sin disponer a menudo de un techo bajo el que dormir. Hubo un tiempo en que Thom Merrilin fue un bardo de la corte de Caemlyn y gozó de gran renombre en todas las cortes reales de Tear a Maradon.

—¿Thom? —inquirió Mat con incredulidad.

Rand asintió lentamente. No le era difícil imaginar a Thom en la corte de la reina con su majestuoso porte y sus grandilocuentes gestos.

—En efecto —corroboró maese Gill—. Fue poco después de la muerte de Taringail Damodred cuando surgió el…, el contratiempo que afectó a su sobrino. Había algunos que opinaban que Thom había, digamos, intimado demasiado con la reina. Por entonces Morgase era una joven viuda y Thom se encontraba en la flor de la juventud y, además, la reina puede obrar como le plazca, según mi manera de ver. El inconveniente es que nuestra buena reina Morgase siempre ha tenido un tremendo genio y él se marchó sin dar ninguna explicación cuando se enteró del tipo de problemas en que estaba atrapado su sobrino. A la reina no le hizo gracia eso ni tampoco que se inmiscuyera en los asuntos de las Aes Sedai. Yo tampoco voy a decir que estuviera bien, por más que se tratara de su sobrino. El caso es que, cuando regresó, dijo algunas cosas, bien, cosas que no se dicen a una reina ni a ninguna mujer del carácter de Morgase. Elaida estaba molesta con él por haber tratado de intervenir en el caso de su sobrino y, entre el genio de la reina y la animosidad de Eladia, Thom abandonó precipitadamente Caemlyn a riesgo de pasar una temporada en la cárcel o ir al patíbulo. Que yo sepa, la orden de captura todavía sigue vigente.

—Si ocurrió hace mucho tiempo —observó Rand—, quizá nadie lo recuerde.

Maese Gill negó con la cabeza.

—Gareth Bryne es el capitán general de la guardia de la reina. Él encabezó personalmente la comitiva de soldados que envió la reina para que trajeran encadenado a Thom y dudo mucho que haya olvidado que, cuando regresó con las manos vacías, Thom ya había visitado el palacio y se había ido de nuevo. Y la reina Morgase nunca olvida nada. ¿Habéis conocido a alguna mujer que lo hiciera? Por cierto, la reina Morgase estaba enfurecida. Os juro que la ciudad entera caminó quedamente y habló en susurros durante todo un mes. Hay muchos otros miembros de la guardia lo bastante viejos como para recordarlo. No, es mejor que hagáis un secreto de la persona de Thom al igual que esa Aes Sedai vuestra. Venid, haré que os den algo que comer. Me parece que tenéis el vientre pegado a los huesos de la espalda.

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