48 La Llaga

El viento agitaba la capa de Lan, tornándolo en ocasiones invisible incluso con la luz del sol, e Ingtar y el centenar de lanceros que lord Agelmar había enviado para escoltarlos hasta la frontera, en previsión de posibles ataques de trollocs, componían un magnífico emblema de bravura, cabalgando en dos columnas con sus armaduras, pendones rojos y caballos con arneses de acero, capitaneados por el estandarte con la Lechuza Gris de Ingtar. Su fasto no desmerecía en nada al de los guardias de la reina, pero eran las torres que se encontraban más adelante lo que retenía la atención de Rand. Tendría toda la mañana para contemplar a los lanceros de Shienar.

Cada una de las torres se erguía, alta e imponente, Sobre una colina, a medio kilómetro de distancia de la contigua. Por el este y el oeste se alzaban otras y también por detrás. Una ancha rampa protegida por muros ascendía en espiral en torno a las pétreas saetas, girando hasta desembocar en las macizas puertas ubicadas a medio camino de las almenas. Una salida de la guarnición quedaría resguardada por el muro hasta llegar al suelo, pero los enemigos que procuraran llegar a la puerta, subirían bajo una lluvia de flechas, piedras y aceite ardiente, derramado desde las grandes ollas dispuestas en las murallas que ensanchaban su perímetro hacia afuera. Un enorme espejo de acero, cuidadosamente girado, que no reflejaba el sol ahora, relucía en la cima de cada torre debajo del elevado cuenco de hierro destinado a encender fuego para expandir señales cuando el sol no alumbrase. La señal se transmitiría a los torreones más alejados de la frontera y de éstos a los siguientes, reproducida hasta alcanzar las fortalezas de tierra adentro, desde donde saldrían los lanceros a contener las hordas. En tiempos normales, así habría sucedido.

Algunos hombres miraban cómo se acercaban, asomados cautelosamente entre las almenas de las torres más próximas. En épocas mejores aquellas edificaciones únicamente estaban guarnecidas con fines defensivos, y la supervivencia de sus moradores dependía más de los muros de piedra que de la fortaleza de sus brazos, pero entonces casi todos los hombres habían sido llamados a cabalgar hacia el desfiladero de Tarwin. La caída de las atalayas carecería de importancia si los lanceros salían derrotados del desfiladero.

Rand sintió escalofríos al pasar entre los torreones. Era como si hubiera atravesado una corriente de aire frío. Aquello era la frontera. La tierra que se extendía más allá no parecía distinta de la de Shienar, pero en esa dirección, en algún punto oculto por los esqueletos de los árboles, se encontraba la Llaga.

Ingtar alzó un puño acorazado de acero para detener a los lanceros junto a un poste de piedra que se avistaba desde las torres. Era una marca fronteriza, que delimitaba Shienar y lo que en otro tiempo fuera Malkier.

—Excusad, Moraine Aes Sedai. Excusad, Dai Shan. Excusad, constructor. Lord Agelmar me ha ordenado que no entrara más allá. —Aquello parecía contrariar sus deseos.

—Así lo habíamos determinado lord Agelmar y yo —confirmó Moraine. Ingtar gruñó agriamente.

—Perdonadme, Aes Sedai —se disculpó, sin poner su corazón en ello—. Al haberos escoltado hasta aquí, hemos perdido la ocasión de llegar al desfiladero antes de que se libre el combate. Me veo privado de la posibilidad de pelear con el resto y al mismo tiempo se me ordena que no cabalgue ni un paso más allá de la frontera, como si nunca hubiera penetrado en la Llaga. Y mi señor Agelmar no se ha dignado explicarme por qué razón. —Tras las barras de su visera, sus ojos formularon una pregunta a la Aes Sedai. Se negó a desviar la mirada hacia Rand y los demás; se había enterado de que acompañarían a Lan hasta la Llaga.

—Por mí puede quedarse en mi lugar —murmuró Mat a Rand.

Lan les asestó una dura mirada que hizo volver hacia el suelo el súbitamente sonrojado rostro de Mat.

—Cada uno de nosotros tiene una misión que cumplir en el Entramado, Ingtar —afirmó, tajante, Moraine—. A partir de aquí hemos de trenzar nuestros hilos a solas.

—Como deseéis, Aes Sedai. —La reverencia de Ingtar tuvo una rigidez que no sólo se debía a su armadura—. Debo dejaros ahora y galopar velozmente para llegar al desfiladero de Tarwin. Al menos allí se me… permitirá enfrentarme a los trollocs.

—¿De veras estáis tan ansioso? —inquirió Nynaeve—. ¿Por pelear con los trollocs?

Ingtar le dirigió una perpleja mirada y luego lanzó una ojeada a Lan, como si éste, pudiera explicarle el significado de aquella pregunta.

—Ese es mi oficio, señora —repuso lentamente—. Ése es el sentido de mi existencia. —Tendió una mano abierta, revestida con guantelete, al Guardián—. Suravye ninto manshima taishite, Dai Shan. Que la Paz propicie el uso de tu espada. —Tras volver grupas, Ingtar tomó rumbo este con sus portaestandartes y sus cien lanceros. Marchaban a un paso regular, el más rápido que podían sostener los caballos con armaduras, que aún habían de recorrer un largo trecho.

—Qué cosa más rara dicen —comentó Egwene—. ¿Por qué utilizan de ese modo esa palabra? Paz.

—Cuando uno no ha conocido una cosa más que en sueños —replicó Lan, incitando a emprender la marcha a Mandarb—, ésta se convierte en algo más preciado que un talismán.

Mientras trasponía la frontera en pos del Guardián, Rand se volvió para contemplar a Ingtar y a sus hombres, que desaparecían detrás de la desnuda arboleda, y más tarde divisó el poste delimitador y las torres, que poco a poco se perdieron en la lejanía. En su prematura soledad, seguían cabalgando hacia el norte bajo el desnudo dosel del bosque. Rand se sumió en un tenso silencio y por una vez Mat no dijo nada.

Aquella mañana las puertas de Fal Dara se habían abierto con el alba. Lord Agelmar, vestido con armadura y tocado con yelmo al igual que sus hombres, había salido con el estandarte del Halcón Negro y los Tres Zorros de la puerta este al encuentro del sol, todavía una delgada franja rojiza que asomaba entre los árboles. Como una serpiente de acero ondulándose al compás de los tambores, la columna se había puesto en camino en fila de a cuatro, encabezada por Agelmar, cuya figura ocultó la espesura antes de que los últimos hombres hubieran abandonado la fortaleza de Fal Dara.

No sonaron vítores en las calles para animarlos; sólo se oían sus propios tambores y el crujido de los pendones azotados por el viento, pero sus ojos miraban resueltamente al sol naciente. Más adelante se reunirían con otras serpientes aceradas: de Fal Moran, capitaneadas por el rey Easar en persona, flanqueado por sus hijos; de Ankor Dail, que vigilaba los pasos orientales y preservaba la Columna Vertebral del Mundo; de Mos Shirare, de Fal Sion y Camron Caan y de las restantes fortalezas de Shienar, grandes y pequeñas. Juntos conformarían un gran ofidio que se desviaría hacia el desfiladero de Tarwin.

Otro éxodo se había iniciado de forma simultánea por la puerta real, que desembocaba en el camino de Fal Moran. Carros y carromatos, personas a caballo y a pie, conducían su ganado y cargaban a sus hijos a hombros con caras tan alargadas como las nieblas matinales. Reacios a abandonar sus hogares, tal vez para siempre, aminoraban el paso, acuciados, al mismo tiempo, por el miedo a lo que podía suceder en un futuro próximo. El conflicto entre ambas emociones imprimía altibajos a su avance, que tan pronto era un paulatino arrastrarse de pies como una carrera que sólo duraba diez pasos, tras los cuales volvían a hollar cansinamente el polvo. Algunos se habían parado fuera de la ciudad para contemplar a los soldados que se adentraban en el bosque. Otros reflejaban un destello de esperanza en sus ojos mientras musitaban plegarias dedicadas a los soldados, y ellos mismos, antes de girar hacia el sur, arrastraban de nuevo los pies.

La comitiva menos numerosa partió de la puerta de Malkier. Tras ellos quedaron las pocas personas que permanecerían en la ciudad, guerreros y unos cuantos hombres de edad avanzada, cuyas mujeres habían fallecido y cuyos hijos marchaban a refugiarse a Fal Moran. Era la última guarnición para que, fuese cual fuese el desenlace de la batalla del desfiladero de Tarwin, Fal Dara no cayera sin tener a nadie que la defendiera. La Lechuza Gris de Ingtar iba en cabeza, pero era Moraine quien conducía hacia el norte la postrera expedición, la que iba a acometer la empresa más desesperada.

Durante al menos una hora, después de haber dejado atrás la marca fronteriza, no hubo ningún cambio en el paisaje. El Guardián infundía un ritmo rápido a su marcha, el más veloz que podían mantener los caballos, pero Rand no dejaba de preguntarse cuándo llegarían a la Llaga. Las colinas se volvieron algo más abruptas, pero los árboles, las lianas y los matorrales, grisáceos y casi pelados, no diferían de los que había visto en Shienar. Comenzó a sentir un poco de calor y se quitó la capa.

—Éste es el tiempo más cálido de que he disfrutado en todo el año —afirmó Egwene, quien se desprendió asimismo de la capa.

Nynaeve ladeó la cabeza con el rostro ceñudo como si escuchara el viento. —Tiene algo maligno —dijo.

Rand asintió. Él también lo captaba, aunque no pudiera determinar con exactitud qué era. La sensación superaba la mera constatación de un aire más caldeado del que había notado a la intemperie durante aquel año; era más que el simple hecho de que en aquellas latitudes no debería hacer tanto calor. Debía de ser la Llaga, pero el terreno seguía inmutable.

El sol, una bola roja que no podía despedir tanto calor a pesar del cielo despejado de nubes, alcanzó su cenit. Momentos después se desabotonó la chaqueta. El sudor resbalaba por su rostro.

Los demás también sudaban. Mat se quitó la chaqueta, dejando al descubierto la daga adornada con oro y rubí, y se enjugó la cara con la punta de la bufanda. Pestañeando, volvió a enrollársela en la frente para protegerse los ojos. Nynaeve y Egwene se abanicaban; cabalgaban con los hombros hundidos, como si estuvieran languideciendo. Loial se desabrochó de arriba abajo la túnica de cuello alto y la chaqueta. El Ogier tenía una estrecha franja de pelo en el medio del pecho, tan espesa como el pelambre de un animal. Murmuró disculpas a todos.

—Debéis excusarme. El stedding Shangtai está en las montañas y allí hace frío. —Las amplias ventanas de su nariz se ensancharon para inspirar un aire que se volvía más caluroso con cada minuto—. No me gusta este calor, esta humedad.

Rand cayó en la cuenta de que, en efecto, había un elevado grado de humedad. Era como la atmósfera de la Ciénaga en los días más rigurosos de verano en Dos Ríos. En aquel terreno pantanoso el aire entraba en los pulmones como filtrado por una manta empapada de agua caliente. Allí no había fangales, sólo algunas balsas y arroyos que parecían hilillos de agua a alguien habituado a caminar por el Bosque de las Aguas, pero el aire era similar al de la Ciénaga. Únicamente Perrin, que aún conservaba puesta la chaqueta, respiraba sin dificultad. Perrin y el Guardián.

En aquellos parajes los árboles presentaban algún follaje. Rand alargó la mano para tocar una rama y detuvo la mano a escasos centímetros de sus hojas. Una plaga amarillenta y negra moteaba la tonalidad rojiza de los nuevos brotes.

—Os he dicho que no tocarais nada. —La voz de Lan sonó inexpresiva.

El Guardián todavía llevaba la capa de colores cambiantes, como si el calor no le produjera mayor impresión que el frío; la casi total invisibilidad de la prenda daba la sensación de que su cabeza flotaba sin ningún sostén por encima del lomo de Mandarb.

—Las flores pueden matar en la Llaga y las hojas son capaces de lisiar —prosiguió—. Hay una cosa de pequeño tamaño llamada la Estaca que suele ocultarse donde las hojas son más espesas y aparentan cierta lozanía, a la espera de que algo la toque. Cuando ello ocurre, muerde. No inocula veneno, pero el jugo comienza a digerir la presa de la Estaca en su lugar. Lo único que puede salvar a su víctima es la amputación del brazo o pierna mordido. Sin embargo, una Estaca no muerde a menos que se la toque, a diferencia de otros seres que moran en la Llaga.

Rand retiró enseguida la mano y, pese a no haber rozado las hojas, se la restregó en los pantalones.

—¿Ya estamos, pues, en la Llaga? —inquirió Perrin, que curiosamente no parecía asustado.

—Justo en el linde —respondió lúgubremente Lan. Su semental continuó avanzando y él siguió hablando por encima del hombro—. La verdadera Llaga se encuentra más adelante. Hay entes en la Llaga que cazan por medio del sonido y es posible que algunos se hayan aventurado hasta aquí. A veces atraviesan las Montañas Funestas. Son mucho peores que la Estaca. Guardad silencio y no os detengáis, si queréis permanecer con vida. —Prosiguió con paso rápido, sin detenerse a escuchar posibles respuestas.

La corrupción de la Llaga fue haciéndose más evidente con cada kilómetro recorrido. Las hojas cubrían los árboles con profusión aún mayor, pero manchadas de amarillo y negro, con venas de un rojo ceniciento como de sangre envenenada. El follaje y los tallos aparecían hinchados, dispuestos a estallar al menor contacto. Las flores pendían de árboles y matas, parodiando la primavera con su pulposa palidez enfermiza y sus formas cerosas que semejaban descomponerse mientras Rand las miraba. Cuando respiraba por la nariz, el hedor dulzón de la decadencia, pesado y viscoso, lo empalagaba; cuando trataba de aspirar bocanadas por la boca, casi sentía náuseas. El aire tenía el sabor de la carne estropeada. Los cascos de los caballos provocaban pastosos chasquidos al abrirse bajo ellos plantas y frutos maduros o podridos.

Mat se inclinó lateralmente y vomito hasta vaciar el estómago. Rand invocó el vacío, pero la calma apenas le servía para neutralizar la ardiente bilis que remontaba a su garganta. Con el estómago vacío, Mat volvió a vomitar un kilómetro más adelante, sin arrojar nada, al igual que la vez siguiente. Egwene, que tragaba saliva sin cesar, parecía a punto de vomitar también, y el rostro de Nynaeve era una blanca máscara de obstinación, con las mandíbulas comprimidas y los ojos fijos en la espalda de Moraine. La Zahorí no admitiría sentirse mareada a menos que lo hiciera primero la Aes Sedai, pero Rand no creía que hubiera de aguardar mucho. Moraine tenía los ojos entornados y los labios descoloridos.

A pesar del calor y la humedad, Loial se ató una bufanda para taparse la boca y la nariz. Cuando cruzó una mirada con Rand, la aversión y el asco eran patentes en sus ojos.

—Había oído decir… —comenzó a contar, con la voz amortiguada por la lana, pero se detuvo para aclararse la garganta, dibujando una mueca de disgusto—. ¡Pufff! Sabe a… ¡Pufff! Había escuchado y leído información sobre la Llaga, pero nada es capaz de describir… —Su gesto abarcó de algún modo la pestilencia y la repelente vegetación—. ¡Que el Oscuro tenga que hacer esto incluso a los árboles! ¡Pufff!

Lan, por supuesto, no se veía afectado por el entorno, al menos por lo que alcanzaba a percibir Rand, pero lo que más le sorprendía es que Perrin tampoco acusaba nada. En todo caso, no a la manera de los demás. El fornido joven miraba el obsceno bosque que atravesaban como se observaría a un enemigo, o el estandarte de un enemigo. Acariciaba el hacha que pendía de su cinturón como si fuera inconsciente de ello y murmuraba para sí, medio gruñendo de tal suerte que a Rand se le erizaban los pelos de la nuca al escucharlo. Aun a plena luz del sol sus ojos relucían con fieros destellos amarillos.

El calor no remitió cuando el sanguinolento sol se escondió en el horizonte. En la lejanía se erguían unas cúspides más elevadas que las Montañas de la Niebla, recortando su negra silueta en el cielo. De vez en cuando un gélido viento procedente de los escarpados picos transportaba hasta ellos sus rachas. La tórrida humedad engullía la mayor parte del frescor de las montañas, pero lo que restaba de él era un rigor invernal comparado al bochorno que, aun cuando sólo fuera momentáneamente, sustituía. El sudor de la faz de Rand parecía solidificarse en cuentas de hielo; cuando el viento amainaba, las cuentas se fundían de nuevo y mojaban sus mejillas, y el sofocante calor volvía a sentirse con más fuerza a causa del contraste. Durante el instante en que la ventolera los azotaba, se llevaba consigo la fetidez, pero Rand habría preferido prescindir de ella. El frío que emanaba de ella era la gelidez de la tumba y el olor que transportaba era el del polvoriento moho de un antiguo sepulcro recién abierto.

—No podemos llegar a las montañas antes del crepúsculo —señaló Lan—y es peligroso caminar de noche, incluso para un Guardián solo.

—Hay un lugar no lejos de aquí —informó Moraine—, que constituiría un punto de buen agüero para acampar.

El Guardián le dedicó una mirada impasible y luego asintió de mala gana.

—Sí. Debemos acampar en algún sitio. Tanto da que sea allí.

—El Ojo del Mundo se encontraba al otro lado de los puertos cuando yo lo hallé —explicó Moraine—. Será mejor cruzar las Montañas Funestas a pleno mediodía, cuando los poderes del Oscuro están más debilitados.

—Habláis como si el Ojo no estuviera siempre en el mismo lugar. —Egwene habló a la Aes Sedai, pero fue Loial quien le respondió:

—No hay dos Ogier que lo hayan encontrado en la misma ubicación. Por lo visto, el Hombre Verde se localiza cuando se lo necesita. Pero siempre lo han visto al otro lado de los puertos más elevados. Éstos son traicioneros y están habitados por criaturas del Oscuro.

—Hemos de llegar a ellos antes de que debamos preocuparnos por su naturaleza aconsejó Lan—. Mañana habremos penetrado en el corazón de la Llaga.

Rand contempló la arboleda circundante, donde todas las hojas y flores estaban consumidas por la enfermedad y todas las plantas trepadoras se deterioraban mientras crecían, y no pudo reprimir un escalofrío. «Si esto no es la verdadera Llaga, ¿qué es?»

Lan los guió hacia poniente. El Guardián mantuvo el mismo paso vivo, pero el hundimiento de sus hombros delataba su ánimo reacio a tomar aquel rumbo.

El sol era una lúgubre bola roja que rozaba las copas de los árboles cuando coronaron un altozano y el Guardián refrenó su montura. Más allá se extendía una red de lagos en cuya superficie reverberaban sombríamente los haces de luz que la sesgaban, tomando la apariencia de cuentas de diversos tamaños unidas en una collar de varias vueltas. En la lejanía, rodeadas por las aguas, se alzaban varias colinas de bordes recortados entre las crecientes sombras del crepúsculo. Por un instante, los rayos del sol se posaron en sus cumbres escarpadas y Rand retuvo el aliento. No eran colinas, sino los resquebrajados restos de las siete torres. No tenía la certeza de que alguien más las hubiera percibido, habida cuenta de la rapidez con que se había desvanecido la visión. El Guardián estaba desmontando, con el semblante tan inescrutable como una piedra.

—¿No podríamos acampar abajo, junto a los lagos? —preguntó Nynaeve, enjugándose el rostro con un pañuelo—. Debe de hacer más fresco al lado del agua.

—¡Luz! —exclamó Mat—. Hundiría la cabeza en uno de ellos y quizá no volviera a sacarla de allí.

En aquel preciso instante un enorme cuerpo rebulló bajo la superficie de la laguna más próxima, agitando sus fosforescentes y oscuras aguas. Las ondas se expandieron, girando y girando hasta que al fin emergió una cola, sacudiendo una punta, similar al aguijón de una avispa en el atardecer, la cual se remontó a más de cinco palmos de altura. En todo su contorno se retorcían gruesos tentáculos semejantes a monstruosos gusanos, en un número equiparable al de las patas de un ciempiés. Entonces se deslizó lentamente en la gran charca y desapareció, dejando las ondulaciones como único testigo de su presencia.

Rand cerró la boca e intercambió una mirada con Perrin, cuyos amarillentos ojos expresaban la misma incredulidad que debían de reflejar los suyos. Aquel lago no podía albergar ningún ser de tamañas dimensiones. «No es posible que aquello que asomaba en los tentáculos fueran manos. No es posible».

—Pensándolo bien —dijo Mat en voz baja—. Aquí arriba estaremos perfectamente.

—Voy a disponer salvaguardas en torno a esta colina —anunció Moraine, que ya había desmontado—. Una verdadera barrera llamaría la atención de igual forma que atrae la miel a las moscas, pero, si cualquier engendro del Oscuro o ser que sirva a la Sombra se aproxima a nosotros en un radio de un kilómetro, yo tendré constancia de ello.

—Me gustaría más la barrera —afirmó Mat— mientras ésta mantuviera a raya a ese, esa… cosa.

—Oh, calla ya, Mat —lo atajó Egwene.

—¿Y que luego estuvieran esperándonos por la mañana? —espetó Nynaeve—. Eres un necio, Matrim Cauthon. —Mat miró airadamente a las dos mujeres, pero se abstuvo de añadir más comentarios.

Mientras tomaba las riendas de Bela, Rand intercambió una sonrisa con Perrin. Por un momento era casi como si estuvieran en casa, con Mat diciendo las mismas inconveniencias de siempre. Después la sonrisa se esfumó de la cara de Perrin; en el crepúsculo sus ojos realmente relucían como si tuviera un foco de luz en las cuencas. Rand también adoptó una expresión seria. «No se parece en nada a cuando estábamos en el pueblo».

Rand, Mat y Perrin ayudaron al Guardián a desensillar y trabar los caballos, mientras los demás realizaban los preparativos de acampada. Loial murmuraba entre dientes al montar el diminuto fogón del Guardián, pero sus dedos se movían con destreza. Egwene canturreaba mientras llenaba el hervidor para el té con un odre repleto de agua. Rand ya no se extrañaba de que el Guardián hubiera insistido en acarrear tanta agua.

Después de depositar su silla junto a las otras, deshizo las correas que sujetaban sus alforjas y la manta, se volvió y se detuvo, alarmado. El Ogier y las mujeres habían desaparecido, al igual que el fogón y los cestos de mimbre. En la cima de la colina no quedaban más que las sombras del anochecer.

Aferró el puño de la espada con una mano agarrotada, escuchando vagamente las maldiciones proferidas por Mat. Perrin empuñaba el hacha, agitando su crespo cabello mientras miraba a su alrededor para detectar el peligro.

—Pastores —murmuró Lan. Sin inmutarse, caminó por la cima del altozano para desvanecerse a la tercera zancada.

Rand y sus amigos se precipitaron con ojos desorbitados tras el Guardián.

Rand se paró de pronto y dio un nuevo paso cuando Mat chocó de bruces contra su espalda. Egwene levantó la cabeza del hervidor dispuesto sobre el pequeño fogón. Nynaeve estaba cerrando la camisa exterior de una linterna recién encendida. Estaban todos allí, Moraine sentada con las piernas cruzadas, Lan recostado en el suelo y Loial sacando un libro de su bolsa.

Rand miró con cautela a su espalda. La ladera de la colina permanecía inalterable, así como los árboles en penumbra y los lagos que engullían las sombras. Temía retroceder, por miedo a que todos se esfumaran y no reaparecieran aquella vez. Rodeándolo prudentemente. Perrin exhaló una larga bocanada de aire.

Moraine reparó en ellos, pasmados allí de pie. Perrin, visiblemente avergonzado, deslizó nuevamente su hacha en el bucle de la correa con la esperanza de que nadie lo advirtiera.

—Es algo muy simple —aclaró la Aes Sedai, esbozando una sonrisa—, una desviación, de manera que cualquiera que nos mire, verá únicamente lo que nos rodea. No podemos permitirnos que los seres que merodean por el entorno perciban las luces esta noche, y la Llaga no es un lugar para permanecer a oscuras.

—Moraine Sedai dice que yo seré capaz de hacerlo —exclamó Egwene con ojos brillantes—. Dice que ahora ya puedo canalizar la cantidad de Poder Único que se precisa.

—No sin haberlo practicado, hija —le advirtió Moraine—. El acto más sencillo que involucre el Poder Único puede resultar peligroso para los aprendices y para quienes se encuentran a su lado. —Perrin soltó un bufido y Egwene pareció tan azorada que Rand se preguntó si no habría hecho ya uso de él.

Nynaeve depositó el candil en el suelo. Junto con la exigua llama del fogón, las dos linternas despedían una generosa luz.

—Cuando vayas a Tar Valon, Egwene —dijo cautelosamente—, tal vez te acompañe. —La mirada que dirigió a Moraine era extrañamente recelosa—. Será bueno para ella ver un rostro familiar entre tantos desconocidos. Necesitará a alguien que la aconseje aparte de las Aes Sedai.

—Quizás eso sea lo mejor, Zahorí —replicó tranquilamente Moraine.

—Oh, será maravilloso —se alborozó Egwene, batiendo palmas—. Y tú, Rand. Tú vendrás también, ¿verdad? —Se detuvo en el acto de sentarse frente a ella, al otro lado del fogón, y luego descendió lentamente. No recordaba haber visto sus ojos tan grandes, tan brillantes, tan parecidos a estanques en los que podía perder su propia conciencia. Con las mejillas coloreadas, la muchacha emitió una carcajada—. Perrin, Mat, vosotros también vendréis, ¿no es cierto? —Mat respondió con un gruñido que hubiera podido tener cualquier significado y Perrin se limitó a encogerse de hombros, pero Egwene lo interpretó como un asentimiento—. ¿Ves, Rand? Iremos todos juntos.

«Luz, un hombre podría ahogarse en esos ojos y sentirse dichoso de hacerlo». Incómodo, se aclaró la garganta antes de hablar.

—¿Tienen corderos en Tar Valon? Eso es lo único que sé hacer, criar corderos y cultivar tabaco.

—Creo —intervino Moraine— que os proporcionaré alguna actividad en Tar Valon. Tal vez no sea criar corderos, pero será algo de interés.

—Ya está —dijo Egwene, como si fuera un asunto zanjado—. Ya lo sé: te nombraré mi Guardián cuando yo sea una Aes Sedai. ¿No te gustaría ser un Guardián? ¿Mi Guardián? —Su voz denotaba seguridad, pero su mirada era inquisitiva. Pedía una respuesta que necesitaba.

—Me gustaría ser tu Guardián —repuso. «Ella no es para ti, ni tú para ella, no de la manera que ambos desearíais».

La oscuridad los había cercado rápidamente y todos estaban fatigados. Loial fue el primero en acostarse, pero los demás siguieron pronto su ejemplo. Nadie dio más uso a las mantas que el de cojín. Moraine había mezclado con el aceite de las lámparas una sustancia que disipaba la fetidez de la Llaga, pero nada mitigaba el calor. La luna despedía una vacilante luz acuosa, pero la atmósfera era tan sofocante como si fuera pleno mediodía.

Rand no lograba dormirse por más que tuviese a la Aes Sedai a un palmo de distancia para proteger sus sueños. Era la viscosidad del aire lo que se lo impedía. Los suaves ronquidos de Loial eran un estruendo en comparación a los de Perrin. El Guardián estaba todavía despierto, sentado no muy lejos de él con la espada entre las piernas, contemplando la noche. Y, curiosamente, también lo estaba Nynaeve.

La Zahorí observó a Lan en silencio largo rato; luego sirvió una taza de té y se la acercó. Cuando él alargó la mano y musitó las gracias, la joven la retuvo.

—Debí haber adivinado que erais un rey —dijo en voz baja. Sus ojos miraban con firmeza el rostro del Guardián, pero su voz temblaba ligeramente.

Lan la miró con la misma intensidad. Rand tuvo la impresión de que las facciones del Guardián se habían suavizado realmente.

—No soy un rey, Nynaeve. Sólo un hombre. Un hombre que ni siquiera tiene para añadir a su nombre lo que el más miserable campesino.

—Algunas mujeres no exigen tierras ni riquezas —replicó Nynaeve con mayor determinación en la voz—. Se conforman con tener al hombre.

—Y el hombre que le pidiera que aceptase tan poca cosa sería indigno de ella. Sois una mujer extraordinaria, hermosa como el amanecer, aguerrida como un guerrero. Ostentáis la fiereza de un león, Zahorí.

—Las Zahoríes no suelen casarse. —Se detuvo para aspirar profundamente, haciendo acopio de entereza—. Pero, si voy a Tar Valon, es posible que me convierta en algo distinto de una Zahorí.

—Las Aes Sedai tampoco suelen desposarse. Son pocos los hombres que pueden convivir con una mujer que posee tanto poder, el cual los relega a un segundo plano, lo quieran ellas o no.

—Algunos hombres disponen de suficiente fortaleza. Yo conozco a uno que sí la tiene. —Su mirada no dejaba margen de duda respecto a quién se refería.

—Todo de cuanto dispongo es de una espada y una guerra que no podré vencer, pero que no me será permitido abandonar nunca.

—Ya os he dicho que eso no me importa. Luz, ya me habéis obligado a decir más de lo conveniente. ¿Me haréis rebajar hasta el punto de formularos yo la pregunta?

—Nunca habréis de avergonzaros por mí. —Su tono suave, acariciador, sonó extraño en los oídos de Rand, pero a la Zahorí se le iluminaron los ojos—. Odiaré al hombre que elijáis porque no seré yo y lo amaré si alumbra con una sonrisa vuestros labios. Ninguna mujer merece la certeza de llevar el luto de la viudedad como presente de bodas, y vos menos que nadie. Dejó la taza intacta en el suelo y se levantó—. Debo ir a vigilar los caballos.

Nynaeve permaneció allí, de hinojos, después de alejarse él.

A pesar de no tener sueño, Rand cerró los ojos. No creía que a la Zahorí le agradara la idea de que la viera llorar.

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