24 El descenso por el Arinelle

El agua fluía en la lejanía y producía un murmullo de salpicaduras que resonaba sin cesar hasta anular su origen. Había puentes de piedra y rampas sin pasamanos por doquier, los cuales cubrían la distancia entre espirales de piedra con remates aplanados, indefectiblemente pulidos y suaves, adornados de rojo y oro. En todos los niveles, el laberinto ascendía y descendía entre tinieblas, sin principio ni fin aparentes. Cada puente llevaba a una aguja, cada rampa a otra aguja, a otros puentes.

En cualquier dirección adonde dirigiera la vista, cubriendo el espacio distinguible en la penumbra, Rand veía una interminable repetición. La luz no era suficiente para ver con claridad y casi se alegraba de que ello fuera así. Algunas de las pasarelas conducían a plataformas que debían de hallarse por fuerza encima de las del nivel inferior. Sin embargo, no acertaba a percibir la base de ninguna de ellas. Se apresuró, en pos de la libertad, consciente de que aquello era ilusorio. Todo era ilusorio.

Conocía a la perfección aquella engañosa irrealidad; lo había seducido ya demasiadas veces para ignorarla. Por más que caminase hacia arriba, hacia abajo o en cualquier sentido, no encontraba más que la piedra reluciente. Piedra, pero la humedad de la tierra recién oreada impregnaba el aire, al igual que la vertiginosa dulzura de la decadencia. El hedor de una sepultura destapó su olor a destiempo. Intentó contener la respiración, pero la pestilencia invadió su nariz y se prendió a su piel como si de aceite se tratara.

Al captar su ojo un amago de movimiento, quedó paralizado, medio agazapado contra el pulcro pasamanos del remate de una de las agujas. Aquél no era un buen lugar para esconderse. Cualquiera habría podido descubrirlo desde cien puntos distintos. El aire estaba preñado de sombras, pero ninguna de ellas bastaba para ocultarlo. La luz no procedía de linternas, lámparas ni antorchas; estaba simplemente allí, como surgida del aire. Era suficiente para ver, después de un acomodamiento, y para ser visto. Pero la inmovilidad no otorgaba ninguna clase de protección.

El movimiento se produjo de nuevo, perceptiblemente esta vez. Un hombre caminaba por una rampa distante, haciendo caso omiso de la ausencia de pasamanos y del vacío que se abría a sus pies. Su capa ondeaba al compás de sus majestuosos pasos y su cabeza giraba de modo incesante, escrutando. Rand se encontraba demasiado lejos para distinguir algo más que la silueta en la oscuridad, pero no necesitaba más datos para saber que la capa tenía el color rojo de la sangre fresca y que aquellos ojos escudriñadores llameaban como la boca de un horno.

Trató de recorrer el laberinto con la mirada, para calcular las conexiones que debía franquear Ba’alzemon antes de llegar hasta él y luego desistió, considerándolo inútil. Otra de las cosas que había aprendido era que las distancias eran engañosas allí. Lo que parecía alejado podía alcanzarse con doblar una esquina y lo que parecía próximo podía ser a un tiempo inasequible. Lo único que podía hacer, tal como había sido desde un principio, era continuar su avance. Avanzar sin pensar. Sabía que pensar entrañaba peligro.

No obstante, cuando volvía la espalda a la horrorosa figura de Ba’alzemon, no pudo evitar acordarse de Mat. ¿Se encontraba él también en algún lugar de aquel dédalo? «¿O existirán dos laberintos, dos Ba’alzemon?» Su mente abandonó a toda prisa aquella idea; era demasiado arriesgado albergarla. «¿Es esto similar a lo de Baerlon? Entonces, ¿por qué no me ha alcanzado?» Aquel sueño era levemente mejor. Era un pequeño consuelo. «¿Consuelo? Rayos y truenos, ¿dónde ves el consuelo?»

Había experimentado dos o tres inminencias de encuentro, y, a pesar de que no lograba recordarlas con claridad, había estado corriendo durante largo, largo tiempo —¿cuánto habría durado?—mientras Ba’alzemon lo perseguía en vano. ¿Era aquello como lo de Baerlon, o sólo era una pesadilla, un mero sueño semejante al de los otros hombres?

Entonces, por espacio de un instante, el tiempo en que dura una exhalación, tuvo conciencia de cuál era el peligro que entrañaba pensar. Al igual que había sucedido antes, cada vez que se tomaba la libertad de considerar como un sueño todo cuanto lo rodeaba, el aire brillaba, nublándole la vista, y se convertía en una gelatina que lo apresaba. Sólo por espacio de un instante.

El arenoso calor le producía una picazón en la piel y su garganta se había resecado hacia largo rato, mientras descendía al trote por el laberinto de seto espinoso. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Su sudor se evaporaba sin llegar a gotear y le escocían los ojos. Por encima de su cabeza, a no mucha distancia, rebullían con furia unas nubes aceradas, con estrías negras, pero en aquel lugar no corría ni un soplo de aire. Por un momento creyó que antes era distinto, pero aquel pensamiento se evaporó con el calor. Había permanecido mucho tiempo en ese lugar. Pensar era arriesgado, sin duda.

Unas piedras lisas, pálidas y redondeadas componían un pavimento irregular, medio enterrado por el polvo reseco que levantaban incluso sus más etéreos pasos. Aquella sustancia le producía un picor en la nariz, lo amenazaba con provocar un estornudo que podía hacerlo saltar por los aires. Cuando procuraba respirar por la boca, el polvillo se aferraba a su garganta hasta hacerlo toser.

Aquél era un sitio peligroso; también lo sabía. Ante él el elevado muro de espinas presentaba tres aberturas y más allá el camino trazaba una curva tras la cual se tornaba invisible. Ba’alzemon podía aproximarse de un momento a otro por cualquiera de aquellos recodos. Había topado con él dos o tres veces, si bien no lograba recordar apenas nada aparte de que había escapado de él… de algún modo. No debía correr el riesgo de pensar demasiado.

Jadeante entre el calor, se detuvo para examinar la pared del laberinto. Estaba formada por espinos espesamente entrelazados, resecos y mortecinos, con afiladas espinas negras como ganchos de casi tres centímetros de longitud. Era demasiado alta para asomarse por arriba y demasiado densa para percibir algo a través de ella. Tocó con cautela el muro y se le cortó la respiración. A pesar de su prudencia, una espina se le había clavado en el dedo. Quemaba como una aguja candente. Retrocedió a trompicones, arañándose los talones en las piedras mientras sacudía la mano, que dejaba un reguero de sangre. La quemazón comenzó a remitir, pero sentía punzadas en toda la mano.

Bruscamente olvidó el dolor. En su carrera, había levantado con el pie una de aquellas piedras pulidas, que había dejado al descubierto la sequedad del suelo. Al observarla, sintió la mirada de unas cuencas vacías fijas en él. Era una calavera, una calavera humana. Recorrió con la vista el sendero pavimentado con aquellas formas lisas y pálidas, iguales unas a otras. Apartó deprisa los pies, pero era imposible moverse sin pisarlas. Lo asaltó el vago pensamiento de que las cosas no eran tal vez lo que aparentaban. Sin embargo lo desechó sin miramientos y se atuvo a la noción de peligro asociada a la actividad mental.

Retomó, tembloroso, conciencia de la situación. También era aventurado permanecer en un mismo sitio. Aquélla era una de las cosas que sabía de un modo confuso, aunque con convencimiento. El flujo de la sangre del dedo había dejado paso a un lento goteo y las punzadas casi habían desaparecido. Tras chuparse la herida, emprendió camino por el sendero en la dirección hacia la que estaba encarado. Ningún objetivo era preferible a otro en aquel lugar.

Entonces recordó haber oído decir que la forma de salir de un laberinto era girar siempre en el mismo sentido. En la primera abertura del muro de espinos, dobló hacia la derecha y también en la siguiente. Y se encontró frente a Ba’alzemon.

La sorpresa cruzó el semblante de Ba’alzemon mientras se posaban los pliegues de su capa de color sanguinolento ante su brusca detención. Sus ojos despedían terribles llamaradas, cuyo ardor no percibía Rand entre el calor del dédalo.

—¿Durante cuánto tiempo crees que podrás volver la espalda a tu destino? ¡Eres mío!

Rand retrocedió con paso inseguro; se preguntó por qué estaba tentándose el cinturón, como si buscara una espada.

—Que la Luz me sostenga —murmuró—. ¡Que la Luz me sostenga!

Ni siguiera recordaba qué significaban aquellas palabras.

—La Luz no te ayudará, muchacho, y el Ojo del Mundo no servirá a tus propósitos. ¡Eres mi presa y, si no te sometes a mis órdenes, te estrangularé con el cadáver de la Gran Serpiente!

Ba’alzemon alargó la mano y, de improviso, Rand recobró la difusa conciencia de la manera de huir: recurrió a un recuerdo informe que le avisaba del peligro, el peligro incomparable de sentir el contacto del Oscuro.

—¡Un sueño! —gritó—. ¡Es un sueño!

Ba’alzemon abrió desmesuradamente los ojos, asaltado por la sorpresa o el enojo, y después el aire comenzó a vibrar y sus facciones se difuminaron hasta disiparse.

Rand se volvió para observar y vio su imagen reflejada en cien puntos distintos, en mil lugares. Encima sólo existía el negro vacío y lo mismo sucedía a sus pies, pero a su alrededor había espejos, situados en cada ángulo, espejos que ocupaban todo su campo visual y proyectaban su propia figura agazapada que no cesaba de girar, con la mirada desorbitada y empavorecida.

Una mancha rojiza cruzó las superficies acristaladas. Se volvió, tratando de fijar los ojos en ella, pero en cada uno de los espejos pasó rauda tras su propia imagen para luego desvanecerse. Luego regresó, no ya como algo impreciso. Ba’alzemon caminaba por los espejos, una silueta multiplicada por mil, que iba en su búsqueda, cruzando una y otra vez las argentinas superficies.

Se vio contemplando el reflejo de su rostro, pálido y trémulo a causa del frío hiriente. La imagen de Ba’alzemon aumentaba de tamaño tras su propia imagen; lo miraba; lo miraba sin verlo. En todos los espejos, las llamas de la faz de Ba’alzemon rugían a sus espaldas, arrolladoras y extenuantes. Quiso gritar, pero tenía la garganta cerrada. Sólo había un rostro en el infinito juego de espejos. El suyo propio y el de Ba’alzemon, fundidos en un único semblante.


Rand abrió los ojos, sobresaltado. La oscuridad lo envolvía, cercenada sólo levemente por una pálida luz. Casi sin resuello, movió apenas la mirada. Una tosca manta lo cubría hasta los hombros y tenía la cabeza acurrucada entre sus brazos. Sintió los listones de madera bajo sus manos. Era el entarimado de una cubierta. La jarcia crujió en la noche. Dejó escapar una exhalación de alivio. Estaba en el Spray. La pesadilla había concluido. Al menos por aquella noche…

Se llevó de modo inconsciente el dedo a la boca. El sabor de la sangre lo hizo contener la respiración. Lentamente se acercó la mano a la cara para observarla a la mortecina luz de la luna, para mirar la sangre que manaba de la punta de su dedo. Vio el pinchazo producido por una espina.


El Spray descendía despacio por el cauce del Arinelle. El fuerte viento soplaba en una dirección que impedía hacer uso de las velas. A pesar de las exigencias de velocidad expresadas por el capitán Domon, el bajel se deslizaba cansinamente. Por la noche, el hombre apostado en la proa escrutaba el lecho con una linterna e informaba de la profundidad al timonel, mientras la corriente empujaba al navío río abajo sin la ayuda de los remos. Si bien no había que temer la presencia de rocas en el Arinelle, eran frecuentes los bajíos, los cuales podían hacer embarrancar un barco e inmovilizarlo hasta que alguien viniera a tirar de él. Durante el día, los remos batían del alba al crepúsculo, luchando contra el viento, que parecía querer hacerlos remontar el cauce.

No atracaron en la orilla ni una sola vez. Bayle Domon dirigía con mano firme el barco y la tripulación por igual, denostando los vientos contrarios y maldiciendo la lentitud del avance. Censuraba la holgazanería de los remeros y despellejaba verbalmente a cualquiera que cometiera el más mínimo error para pintar a continuación con voz queda escenas en que unos trollocs de proporciones descomunales abordaban la embarcación y los degollaban a todos. Cuando la conmoción ocasionada por el ataque de los trollocs comenzó a disiparse, la tripulación empezó a murmurar acerca de la necesidad de ir a estirar las piernas en tierra y de lo arriesgado que era navegar de noche.

Los hombres se guardaban de expresar directamente sus quejas al capitán Domon, mirando de reojo para cerciorarse de que éste no se hallaba cerca para oírlas, pero él parecía percibir todo cuanto sucedía en su barco. Cada vez que daban alguna muestra de descontento, él llevaba a su presencia la larga espada con forma de cimitarra y el hacha terminada en un horrible gancho que habían hallado a bordo después del ataque. Entonces las dejaba colgadas por espacio de una hora en el mástil, y los heridos señalaban sus vendajes y los murmullos disminuían… durante un día aproximadamente, hasta que uno de los tripulantes volvía a opinar que por aquel entonces ya habían dejado atrás a los trollocs, con lo cual se reiniciaba el ciclo.

Rand advirtió que Thom Merrilin se alejaba de los marineros siempre que éstos comenzaban a susurrar con caras ceñudas, a pesar de que habitualmente palmeaba hombros, contaba chistes y bromeaba con todos de un modo que conseguía hacer esbozar una sonrisa hasta al más rudo de ellos. Thom observaba aquellos conciliábulos secretos con ojo atento, aunque cuando lo hacía simulaba hallarse absorto en encender la pipa, en afinar el arpa o en cualquier otra actividad. Rand no comprendía qué lo inducía obrar de aquel modo, ya que los recelos de la tripulación no se centraban en ellos, que habían embarcado huyendo de los trollocs, sino en Floran Gelb.

A lo largo de los dos primeros días, el huesudo Gelb se dedicó a abordar a todo aquel que podía arrinconar, para explicarle su versión de lo acaecido la noche en que habían subido ellos a bordo. Sus ademanes alternaban la bravuconería y la queja y sus labios siempre se fruncían cuando señalaba hacia Thom, Mat o, en particular, hacia Rand, tratando de hacerlos responsables del suceso.

—Son extranjeros —argumentaba en voz queda Gelb, vigilando que no hiciese aparición el capitán—. ¿Qué sabemos de ellos? Lo único que sabemos es que los trollocs vinieron tras ellos. Son sus aliados.

—¡Por la Fortuna, Gelb, cierra el pico! —gruñó un hombre con el cabello recogido en una cola y una pequeña estrella azul tatuada en la mejilla que no había dirigido ni una sola vez la mirada a Gelb mientras enroscaba una cuerda, ayudándose con sus pies desnudos. Todos los marineros iban descalzos a pesar del frío, ya que las botas podían resbalar en una cubierta mojada—. Serías capaz de acusar de Amigo Siniestro a tu propia madre con tal de no trabajar. ¡Lárgate de aquí! —Escupió con desprecio a los pies de Gelb antes de retomar sus tareas.

Toda la tripulación recordaba que Gelb no se había mantenido en guardia aquella noche, y la respuesta del hombre de la cola fue una de las más suaves que recibió. Nadie quería ni siquiera trabajar con él. El hombre se vio relegado a trabajos que había de realizar a solas, en su totalidad desagradables, como rascar la grasa de las cazuelas o arrastrarse en el interior de las sentinas para detectar vías de agua entre el lodo que los años habían depositado. Al poco tiempo dejó de hablar con sus compañeros; sus hombros estaban encogidos en ademán defensivo de forma permanente y nada le hacía abandonar su silenciosa actitud de agravio, pese a que los demás apenas reaccionaban ante ella con un gruñido. Cuando posaba sus ojos en Rand, Mat o Thom, sin embargo, un ansia asesina iluminaba su semblante.

Cuando Rand comentó a Mat que Gelb les causaría problemas tarde o temprano, éste miró en torno a sí antes de responder.

—¿Acaso podemos fiamos de alguno? ¿De uno de ellos siquiera?

Después se alejó en busca de un lugar donde pudiera estar solo, en la medida en que ello era factible en un barco que medía menos de treinta pasos de proa a popa. Mat se había mostrado excesivamente solitario desde la noche en que huyeron de Shadar Logoth y parecía rumiar algo siempre.

—Los problemas no vendrán por parte de Gelb —opinó Thom—en caso de que debamos afrontar alguno. Al menos, no por ahora. Ninguno de los marinos lo apoyaría y él carece del coraje para iniciar una acción por su cuenta.

¿Pero los otros? Según parece, Domon cree que los trollocs lo persiguen a él en particular, pero los demás consideran que ya ha pasado el peligro y tal vez lleguen a un punto de exasperación que, en mi opinión, no tardará en producirse. —Se palpó su capa multicolor y Rand tuvo la impresión de que estaba tentando los cuchillos que llevaba debajo: su segunda colección de primera calidad—. Si se amotinan, hijo, no dejarán pasajeros con vida para contarlo. Las leyes reales no deben de tener mucho peso a esta distancia de Caemlyn, pero cualquier alcalde tomaría medidas de represalia contra un acto de este tipo.

A partir de aquel momento Rand también comenzó a procurar pasar inadvertido entre la tripulación.

Thom, por su parte, se esforzaba en disipar, mediante la diversión, las tentaciones de amotinamiento. Cada mañana y cada noche relataba historias con su mejor estilo interpretativo y se avenía a cantar cuantas canciones le eran solicitadas a lo largo de la jornada. Para dar verosimilitud a la pretensión de que Rand y Mat querían ser aprendices de juglar, dispuso un espacio diario para impartirles sus conocimientos, lo cual se convirtió en un entretenimiento adicional para los marinos. No los dejaba tocar el arpa, por supuesto, y sus sesiones con la flauta producían muecas de dolor, en especial en los comienzos, y un torrente de risas entre la tripulación, incluso cuando los observaban con las orejas tapadas.

También enseñó a los muchachos algunos relatos sencillos, un poco de acrobacia y, desde luego, juegos malabares. Mat se quejaba de lo mucho que les exigía Thom, pero éste se mesaba los bigotes y le asestaba una mirada feroz.

—No sé cómo jugar a enseñar, chico. O enseño una cosa o no la enseño. ¡Vamos! Hasta un patán de pueblo debería ser capaz de hacer el pino. Ala, sube.

Los marineros, que no siempre trabajaban, componían un círculo en torno a ellos tres. Algunos incluso probaban seguir las enseñanzas de Thom y se reían de su propia torpeza. Gelb permanecía a solas; los miraba sombrío con un odio que abarcaba a todos por igual.

Rand pasaba una parte el tiempo acodado en la barandilla, observando las riberas. No abrigaba expectativas de ver aparecer de repente a Egwene o alguno de los demás en la orilla, pero el barco navegaba con tanta lentitud que en ocasiones creía que dicha posibilidad no era descabellada. Podrían darles alcance aun sin cabalgar a rienda suelta. En el supuesto de que no los hubieran hecho prisioneros, o de que todavía estuvieran vivos.

El río fluía sin que se avistaran desde él señales de vida, ni de cualquier embarcación a excepción del Spray. Sin embargo, aquello no significaba que no pasaran parajes dignos de ver y de admirar. A mediodía del primer día, el Arinelle discurría entre altos acantilados que se extendían a lo largo de medio kilómetro en ambas orillas y en todo aquel trecho la roca estaba labrada en tallas que representaban figuras de hombres y mujeres de descomunales proporciones, con coronas que proclamaban su condición de soberanos.

No había dos formas iguales en aquella procesión real, encabezada por esculturas creadas en épocas muy distantes de las últimas. El viento y la lluvia habían gastado las del extremo norte, suavizando sus rasgos, mientras que los rostros y los detalles se tornaban más precisos a medida que avanzaban hacia el sur. El río lamía los pies de las estatuas, convertidos en muñones en su mayoría, cuando no disueltos del todo. «¿Durante cuánto tiempo se habrán erguido aquí?», se preguntaba Rand. «¿Cuánto tardará el río en desgastar tal cantidad de piedra?» Ningún miembro de la tripulación levantó siquiera la cabeza hacia aquellas antiguas esculturas, de tantas veces como las habían visto ya.

En otra ocasión, cuando la ribera oriental era otra vez tierra llana de pastos, interrumpidos a veces por algún bosquecillo, el sol reflejó algo en el horizonte.

—¿Qué será eso? —preguntó Rand en voz alta—. Parece metal.

El capitán Domon, que pasaba por allí, se detuvo para observar el destello.

—Y es metal —Confirmó, con su misma pronunciación precipitada que Rand había aprendido a interpretar instantáneamente—. Una torre de metal. La he visto de cerca y por eso lo sé. Los navegantes de río la utilizan como una marca indicativa. Ahora nos encontramos a diez días de Puente Blanco, a la velocidad que vamos.

—¿Una torre de metal? —repitió Rand con extrañeza.

Mat, sentado con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en una barrica, abandonó por un momento sus cavilaciones y se levantó para escuchar.

—Sí —asintió el capitán—, de reluciente acero, por su aspecto; no tiene ni una mancha de herrumbre. De cincuenta metros de altura y con un perímetro como el de una casa, sin ninguna inscripción ni un agujero de acceso al interior.

—Apuesto a que hay un tesoro ahí adentro —apuntó Mat, que se había acercado a observar la lejana torre—. Una cosa así tiene que haber sido construida para esconder algo de valor.

—A lo mejor, muchacho —dijo con voz cavernosa el capitán—. Pero en el mundo hay fenómenos más extraños que éste. En Tremalking, una de las islas de los Marinos, hay una piedra con forma de mano, de un metro de altura, que sobresale de la cima de una colina, sosteniendo una esfera de cristal tan grande como este barco. Tiene que haber un tesoro debajo de esa colina, si lo hay en algún sitio, pero la gente de la isla no permite excavar allí y los Marinos no se ocupan de nada más que de navegar en busca de Coramoor, su mesías.

—Yo excavaría —afirmó Mat—. ¿Dónde está esa… Tremalking? —Un grupo de árboles ocultaba ahora la torre resplandeciente, pero él miraba como si aún la viera.

—No, chico —respondió el capitán Domon, sacudiendo la cabeza—, no hay ningún tesoro equiparable a ver mundo. Encontrar un puñado de oro o las joyas de un rey muerto, no está mal, pero es lo exótico lo que te arrastra hacia nuevos horizontes. En Tanchico, que es un puerto en el Océano Aricio, parte del palacio de Panarch fue construido en la Era de Leyenda, según dice la gente. Hay una pared con un friso en el que las pinturas muestran animales que no conoce ningún hombre vivo.

—Cualquier niño puede dibujar animales que nadie ha visto —restó importancia Rand.

—Sí, chico, claro que sí. ¿Pero es capaz un niño de componer los huesos de estos animales? En Tanchico los tienen, unidos entre sí como los tenía el animal. Están en una sala del palacio de Panarch, donde todo del mundo puede contemplarlos. El Desmembramiento dejó tras de sí grandes maravillas, y desde entonces se han formado más de doce imperios, algunos tan portentosos como el de Artur Hawkwing, de los cuales han quedado muchas cosas por ver y descubrir. Varas luminosas, navajas en forma de lazo, corazones de piedra, un enrejado de cristal que cubre una isla y que produce un zumbido al salir la luna, una montaña vaciada como un cuenco en cuyo centro se alza una pica de plata de cien palmos de altura y, si cualquiera se acerca a más de un kilómetro, muere. Ruinas oxidadas, pedazos rotos y objetos encontrados en el fondo del mar, que no describen ni los libros más antiguos. Yo he reunido unos cuantos, que nunca habéis ni soñado, en más lugares de los que podríais recorrer en diez vidas. Eso es lo insólito, lo que induce a viajar.

—Nosotros desenterramos a veces huesos en las Colinas de Arena —comentó lentamente Rand—, unos huesos extraños. Había un pedazo de un pez, me parece que era un pez, tan grande como esta embarcación. Algunos decían que traía mala suerte excavar en las colinas.

—¿Ya estás pensando en el hogar, muchacho, y sólo acabas de salir a ver el mundo? inquirió el capitán mirándolo con astucia—. El mundo te clavará su anzuelo en la lengua. Saldrás a cazar las puestas del sol, ya lo verás… y, si alguna vez regresas, tu pueblo será demasiado pequeño para tus ansias.

—¡No! —protestó, sobrecogido, preguntándose cuánto tiempo llevaba sin acordarse de Campo de Emond ni de Tam. Tenía la sensación de que habían pasado meses desde la última vez que lo hizo—. Volveré a casa algún día, cuando pueda. Y criaré corderos, como…, como mi padre, y, si vuelvo a marcharme, será mucho tiempo después. ¿No es cierto, Mat? Cuando podamos volveremos al pueblo y olvidaremos que existe todo esto.

Con visible esfuerzo, Mat apartó la vista del horizonte que dejaba atrás, donde se había desvanecido la torre de metal.

—¿Qué? Oh, sí. Claro. Volveremos a casa. Desde luego.

Mientras se volvía para alejarse, Rand lo oyó murmurar algo entre dientes.

—Apuesto a que no quiere que nadie más vaya en busca del tesoro.

Al parecer, no advirtió que había hablado en voz alta.

Cuatro días después, mientras el barco discurría río abajo, Rand se encontraba en lo alto del mástil, sentado en la punta con las piernas enroscadas en las traversas. El Spray se mecía suavemente sobre el agua, pero a catorce metros de la superficie el balanceo hacía oscilar el mástil de forma notable. Echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada al viento que acariciaba su rostro.

Con los remos en acción, el navío tenía desde allí la apariencia de una espada gigante que se deslizaba por el Arinelle. Había estado suspendido a tal altura en otras ocasiones, en los árboles de Dos Ríos, pero ahora no había ramas que le taparan la vista. Todo lo que se movía en cubierta —los hombres que frotaban de rodillas las planchas, los que arreglaban cabos y escotillas—tenían un aspecto tan raro visto desde arriba, achaparrado y empequeñecido, que había pasado una hora absorto en su contemplación, mientras reía para sí.

Reía cada vez que miraba a las personas que se afanaban allá abajo, pero ahora se dedicaba a contemplar las riberas que se sucedían ante él. Aquélla era la impresión que le producían: como si él, con excepción del vaivén del palo, claro estaba, estuviera inmóvil, y el terreno, con sus árboles y colinas, avanzara con lentitud a ambos lados. Él permanecía quieto y la totalidad del mundo discurría ante su vista.

Con un impulso repentino separó las piernas de las traversas que sostenían el mástil y las extendió a ambos lados; luego hizo lo mismo con los brazos, equilibrando con ellos el balanceo. Durante tres vaivenes completos, mantuvo la estabilidad de aquel modo, pero luego la perdió de golpe. Entonces, agitando las extremidades, cayó hacia adelante y se aferró al estay del trinquete. Con las piernas extendidas a ambos costados del mástil, sin nada que lo sostuviera aparte de las manos agarradas al cabo, echó a reír. Inspiraba con avidez las ráfagas de aire fresco y reía exultante.

—Muchacho —lo llamó la voz de Thom—. Muchacho, si intentas romperte la crisma, por lo menos no caigas encima de mí.

Rand miró hacia abajo. Thom asía el flechaste justo debajo de él y observaba inseguro los centímetros que los separaban.

—Thom —respondió, encantado—. Thom, ¿cuándo has subido?

—Cuando no te has dignado escuchar a los que gritábamos desde abajo. Demonios, chico, todos han llegado a la conclusión de que te has vuelto loco.

Al dirigir la vista a cubierta, advirtió con sorpresa que todos lo miraban. El único que no le prestaba atención era Mat, que estaba sentado en proa de espaldas al mástil. Incluso los remeros levantaban la cabeza hacia él, bogando con ritmo desacompasado. Y, curiosamente, nadie los reprendía por ello. Rand agachó la cabeza para mirar la proa por debajo del brazo. El capitán Domon estaba de pie, en jarras, junto al remo de dirección, también con la vista fija en él. Se volvió y dedicó una sonrisa a Thom.

—¿Queréis que baje, entonces?

—Me alegraría sobremanera —respondió Thom, asintiendo vigorosamente con la cabeza.

—De acuerdo.

Se alejó de la cumbre del mástil, cambiando de asidero en el estay del trinquete. Oyó una imprecación de Thom cuando se colgó de nuevo de la traversa con las manos y puso así freno a su caída. El juglar lo miró ceñudo con una mano tendida para cogerlo.

—Allá voy.

Levantó las piernas, flexionó una rodilla sobre el grueso cabo que iba del palo a la popa, que rodeó después con el pliegue del codo y soltó las manos. Despacio primero y luego a velocidad creciente, se deslizó hacia abajo. A pocos centímetros de popa se dejó caer de pie justo enfrente de Mat, dio un paso para recomponer el equilibrio y se volvió para encararse a la tripulación con los brazos extendidos, a la manera como lo hacía Thom después de un ejercicio de acrobacia.

Sonaron algunos aplausos, pero él se detuvo a mirar a Mat con asombro, y a lo que éste tenía en las manos y ocultaba con su cuerpo a las miradas ajenas. Era una daga curvada con una funda de oro labrada con extraños símbolos, empuñadura de oro fino, rematada con un rubí de un tamaño superior a la uña del pulgar de Rand, y adornada con serpientes que descubrían unos grandes colmillos.

Rand se puso de cuclillas y abrazó sus rodillas con las manos.

—¿De dónde la has sacado?

Mat guardó silencio y desvió deprisa la mirada para cerciorarse de que no había nadie cerca. Estaban solos por completo.

—¿No la cogerías en Shadar Logoth?

—Fue por tu culpa, y la de Perrin. Los dos me hicisteis salir a rastras de la cámara del tesoro cuando la tenía en la mano. Mordeth no me la dio, yo la cogí, de modo que el aviso de Moraine sobre los presentes no tiene efecto. No se lo cuentes a nadie, Rand. Intentarían robármela.

—No se lo diré a nadie —prometió Rand—. Creo que el capitán Domon es una persona honesta, pero no me atrevería a decir lo mismo de los demás, en particular de Gelb.

—A nadie —insistió Mat—. Ni a Domon, ni a Thom, ni a nadie. Somos los únicos que quedamos de Campo de Emond. No podemos permitirnos depositar la confianza en otra gente.

—Egwene y Perrin están vivos, Mat. Sé que lo están. —Mat pareció avergonzarse—. Guardaré tu secreto, no obstante. Ahora no tendremos que preocupamos por el dinero al menos. Podemos venderla y viajar hasta Tar Valon tratados a cuerpo de rey.

—Por supuesto —aprobó Mat un minuto después—. Si tenemos necesidad de hacerlo. Pero no se lo cuentes a nadie hasta que yo te lo diga.

—Ya te he asegurado que no lo haré. Escucha, ¿has tenido más sueños desde que embarcamos? Ésta es la primera ocasión que he tenido de preguntártelo sin que hubiera seis personas alrededor.

Mat volvió la cabeza hacia otro lado y lo miró de soslayo.

—Quizá.

—¿Qué significa eso? ¿Los has tenido o no los has tenido?

—De acuerdo, de acuerdo. Sí. No quiero hablar de eso, ni siquiera pensar en ello. No sirve de nada.

Antes de que pudieran añadir palabra, Thom se aproximó a grandes zancadas, con el blanco cabello alborotado por el viento y el bigote casi erizado.

—He logrado convencer el capitán de que no has perdido los cabales —anunció—, de que aquello formaba parte de tu aprendizaje. —Agarró el estay y lo zarandeó—. Esa alocada pirueta final, al bajar por la cuerda, ha contribuido a hacérselo creer, pero tienes suerte de no haberte roto la crisma.

Rand posó los ojos en la traversa del trinquete y la recorrió en toda su longitud hasta el mástil, con la boca abierta. Él se había deslizado por ella. Y había estado sentado en lo alto de…

De pronto se vio allá arriba, con los brazos y piernas extendidos y a duras penas logró mantener la postura en que se hallaba. Thom lo miraba con aire pensativo.

—No sabía que tuvieras tanto coraje para la acrobacia. Podríamos sacar partido de ello en Illian o Ebou Dar, e incluso en Tear. A la gente de las ciudades sureñas le entusiasman los equilibristas.

—Vamos a ir a…

En el último minuto, Rand recobró la cautela para mirar a su alrededor. Algunos marineros los observaban, incluso Gelb, con su mala catadura habitual, pero ninguno se encontraba lo bastante cerca para oírlo.

—A Tar Valon —finalizó.

Mat se encogió de hombros, como si le fuera indiferente el rumbo a tomar.

—Por ahora, muchacho —puntualizó Thom mientras tomaba asiento a su lado—; pero mañana… ¿quién sabe? Ése es el modo de vida de un juglar. —Sacó un puñado de bolas coloreadas de una de sus holgadas mangas—. Ya que has descendido de los aires, practicaremos el paso triple.

Rand dejó vagar la mirada hasta la cumbre del mástil y sintió un escalofrío. «¿Qué es lo que me ocurre? Luz, ¿qué me pasa?» Debía averiguarlo. Debía llegar a Tar Valon antes de que enloqueciera de veras.

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