23 Hermano lobo

Perrin tuvo conciencia desde el principio de que el viaje hacia Caemlym iba a distar de ser cómodo, empezando con la insistencia de Egwene en que montaran a Bela por turnos. No sabía cuánto trecho habían de recorrer, decía su compañera, pero en todo caso lo consideraba demasiado prolongado para que fuese ella la única que iba a caballo. Con la mandíbula comprimida, lo miraba fijo, sin pestañear.

—Soy demasiado alto para montar a Bela —arguyó—. Estoy acostumbrado a caminar y lo prefiero a cabalgar.

—¿Y yo no estoy habituada a caminar? —espetó secamente Egwene.

—No era eso lo que…

—¿Entonces es que yo soy la única que va a quedar magullada de tanto ir sentada en la silla? Y cuando tengas los pies tan llagados como para no poder seguir, esperarás a que sea yo quien te cuide.

—Como quieras —musitó, antes de que ella volviera a la carga—. De todas maneras tú montarás primero. —El rostro de Egwene expresó una tozudez aún más acusada, pero él se negó a dejarla llevar la contraria en aquel punto—. Si no subes al caballo, te auparé yo.

Lo miró con estupor, comenzando a esbozar una tenue sonrisa.

—En ese caso… —Parecía que estaba a punto de echarse a reír, pero montó a lomos de Bela.

Egwene no cejó en su determinación y, siempre que él intentaba posponer el relevo, su insistencia lo vencía. El oficio de herrero no propiciaba una figura esbelta y Bela no tenía el tamaño de la mayoría de monturas. Cada vez que ponía el pie en el estribo, la peluda yegua lo miraba con lo que él interpretaba como un reproche. Aquéllos eran detalles insignificantes, que no dejaban, sin embargo, de irritarlo. Al poco tiempo, sentía un impulso de retroceder cada vez que Egwene le decía:

—Te toca a ti, Perrin.

En las historias, los dirigentes no se arredraban nunca ni aceptaban la tiranía de nadie. Claro que tampoco —reflexionaba Perrin— tenían que tratar con Egwene.

La otra cuestión era que las raciones de pan y queso eran muy exiguas y, además, al final de la primera jornada ya habían dado cuenta de ellos. Perrin dispuso lazos en lo que parecían senderos de conejos, que, aunque no presentaban rastros recientes, bien valía la pena tentar, mientras Egwene preparaba el fuego. Cuando hubo finalizado, se dispuso a intentar cobrar alguna pieza con la honda. No había visto ningún ser viviente en todo el camino, pero…, para su sorpresa, un flaco conejo saltó delante de él. Su asombro fue tal que, al salir de estampida de debajo de un matorral que había junto a sus pies, casi lo dejó escapar, sin bien lo alcanzó a cuarenta pasos, cuando corría a esconderse tras un árbol.

Al regresar al lugar de acampada con su presa, Egwene había dispuesto ramas en círculo para formar una fogata, pero estaba arrodillada al lado del montón de leña con los ojos cerrados.

—¿Qué estás haciendo? El fuego no puede encenderse sólo con desearlo.

Egwene se sobresaltó al oír las primeras palabras y se volvió para mirarlo, llevándose una mano a la garganta.

—Me…, me has asustado.

—Ha habido suerte —anunció, mostrando el conejo—. Saca el pedernal. Esta noche vamos a comer bien, al menos.

—No tengo pedernal —respondió lentamente Egwene—. Lo llevaba en el bolsillo y lo perdí en el río.

—¿Entonces cómo…?

—Fue tan fácil allí. De la manera como me enseñó Moraine Sedai. Sólo tuve que alargar la mano y… —Hizo un gesto, como si asiera algo, y luego dejó caer la mano con un suspiro—. Ahora no lo consigo.

Perrin se mordió los labios con embarazo.

—¿El… el Poder?

La muchacha asintió y él la observó estupefacto.

—¿Estás loca? Quiero decir… ¡el Poder Único! No puedes andar jugando con algo así.

—Fue tan fácil, Perrin. Sé cómo hacerlo. Soy capaz de canalizar el Poder.

—Lo encenderé frotando la leña, Egwene. Prométeme que no probarás a hacer… esta… cosa otra vez.

—No voy a prometerlo. —Su mandíbula se afianzó de un modo que le hizo exhalar un suspiro—. ¿Renunciarías tú a llevar esa hacha, Perrin Aybara? ¿Te avendrías a caminar con una mano atada a la espalda? ¡Yo no!

—Voy a encender el fuego —dijo, fatigado—. Por lo menos, no trates de hacerlo esta noche, por favor.

Egwene aceptó de mala gana, e, incluso cuando el conejo estaba asándose sobre las llamas, tenía la impresión de que ella sentía que podría haberlo hecho. Tampoco renunció a intentarlo, cada noche, aun cuando su resultado más logrado consistiera en un tenue hilillo de humo que se esfumaba casi de inmediato. Sus ojos lo retaban a emitir algún juicio, lo cual se guardaba muy bien de hacer él.

Después de aquella primera cena caliente, subsistieron con tubérculos silvestres y alguno que otro brote tierno. Debido al retraso de la primavera, éstos eran raquíticos e insípidos. Ninguno de los dos pronunció queja alguna, pero sus comidas siempre estaban presididas por suspiros, que ambos sabían causados por la añoranza de un pedazo de queso o incluso del aroma del pan. El día que encontraron setas comestibles en una parte umbría del bosque, se regalaron con lo que les pareció un auténtico festín. Las engulleron entre risas y hablaron con locuacidad de las anécdotas acaecidas en el Campo de Emond, comenzando siempre la exposición con la fórmula: «¿Te acuerdas de aquel día en que…?». Sin embargo, las setas no duraron mucho, ni tampoco su alborozo, pues el hambre no propiciaba la alegría.

El que iba a pie llevaba la honda, dispuesta a disparar cuando apareciera un conejo o una ardilla, pero únicamente arrojaban alguna piedra para descargar su frustración. Los lazos que disponían con tanto cuidado cada atardecer estaban vacíos al alba, y no se atrevían a quedarse un día entero en un lugar para dejar allí las trampas. Ninguno de los dos sabía a qué distancia se hallaba Caemlyn y la sensación de peligro no los abandonaría hasta llegar allí. Perrin comenzó a preguntarse si no se le encogería tanto el estómago como para dibujar una oquedad bajo sus costillas.

Avanzaban a buen paso, según le parecía a él, pero, a medida que se alejaban del Arinelle sin encontrar ningún pueblo, ni siquiera una granja donde poder preguntar si iban en buen camino, aumentaban sus dudas acerca del acierto de su estrategia. Aunque Egwene continuaba mostrándose tan confiada como al principio, estaba seguro de que tarde o temprano le diría que habría sido mejor arriesgarse a tener un encuentro con los trollocs que vagar perdidos durante el resto de sus días. La muchacha no expresaba tales ideas, pero él esperaba que llegaría el día en que lo hiciera.

A dos jornadas de camino del río, el terreno se transformó en colinas cubiertas de espesos bosques, tan sumidos en las tardías garras del invierno como los paisajes precedentes, y un día después las colinas cedieron paso a nuevos llanos, cuya arboleda se abría intermitentemente en claros que abarcaban a menudo más de un kilómetro. En las zonas umbrías todavía había restos de nieve y el aire era fresco por la mañana y el soplo del viento invariablemente frío. No vieron en ninguna parte un camino, un campo labrado, el humo de una chimenea en el horizonte ni ningún indicio de poblamiento humano de moradas todavía habitadas.

En una ocasión divisaron las ruinas de una muralla que rodeaba la cima de una colina, en cuyo interior se alzaban casas de piedra con tejados abatidos. El bosque había vuelto a ganar el terreno; los árboles crecían por doquier y la urdimbre de las lianas envolvía los grandes bloques de piedra. En otra, llegaron a una torre de almenas rotas, cubierta con el color parduzco del musgo seco, inclinada sobre un descomunal roble, cuyas raíces estaban derribándola paulatinamente. Sin embargo, no hallaron ningún lugar en que hubiera rastro de personas vivas. El recuerdo de Shadar Logoth los hacía alejarse de las ruinas y los inducía a apresurar el paso hasta encontrarse de nuevo en las profundidades de la espesura que no parecía haber sido testigo de la presencia humana.

Las pesadillas torturaban a Perrin. Eran sueños en los que Ba’alzemon lo perseguía a través de laberintos, lo acosaba sin que él lo vislumbrase nunca de frente. El viaje había sido especialmente propiciatorio de malos sueños. Egwene se quejaba de sufrir pesadillas presididas por Shadar Logoth, sobre todo las dos noches posteriores al encuentro de la torre abandonada. Perrin ocultaba sus pensamientos, aun en los momentos en que se despertaba sudoroso, tembloroso en la oscuridad. Ella confiaba en que él la condujera sana y salva hasta Caemlyn y no tenía sentido hacerla partícipe de preocupaciones sobre las que no podía intervenir.

Caminaba delante de Bela, preguntándose si encontrarían algo que llevarse a la boca aquella tarde, cuando percibió por primera vez el olor. La yegua abrió las fosas nasales y un segundo después agitó la cabeza. Perrin agarró la brida antes de que se encabritara.

—Es humo —dijo excitada Egwene, que inspiró profundamente, inclinándose en la silla—. Están asando algo para cenar. Conejo.

—Tal vez —repuso Perrin con cautela.

La sonrisa se desvaneció en el rostro de la muchacha. Perrin sustituyó la honda por la media luna del hacha. Sus manos se cerraban y se abrían con incertidumbre sobre el mango. Era un arma, pero ni sus prácticas a hurtadillas detrás de la forja ni las enseñanzas de Lan lo habían preparado en realidad para hacer uso de ella. Incluso la batalla anterior a su llegada a Shadar Logoth permanecía demasiado confusa en su mente para conferirle un mínimo de confianza. Además, nunca llegaría a dominar el vacío de que hablaban Rand y el Guardián.

El sol inclinaba sus rayos entre la floresta, convertida en una inmóvil masa de sombras moteadas. El tenue olor a leña quemada acudía hacia ellos, mezclado con el aroma a comida puesta en el asador. «Podría ser conejo», concluyó, hambriento. Y también podría ser otra cosa, se recordó a sí mismo. Miró a Egwene: ella también lo observaba. Era una gran responsabilidad disponer del liderazgo.

—Espera aquí —dijo. Ella frunció el rostro, pero él atajó su inminente protesta—. ¡Y no hagas ruido! Aún no sabemos quién es.

Aunque de mala gana, la muchacha asintió. Perrin se preguntó por qué no funcionaría aquella estrategia cuando intentaba hacerle tomar el relevo a lomos de la yegua. Después de inspirar profundamente, se encaminó hacia el lugar de donde emanaba aquel olor.

Él no había pasado tanto tiempo en los bosques de los aledaños de Campo de Emond como Rand y Mat, pero había cazado conejos con cierta frecuencia. Se deslizó entre los árboles sin quebrar siquiera una ramita. A poco se asomó por el tronco de un alto roble cuyas largas y frondosas ramas se inclinaban para rozar la tierra y levantarse después. A corta distancia ardía una fogata, a unos pasos de la cual un delgado hombre de piel atezada se apoyaba en uno de los ramales del gran árbol.

Al menos no era un trolloc, si bien era el individuo más extraño que Perrin había visto en su vida. En primer lugar, toda su ropa parecía estar hecha con pieles de animales, con el pelaje todavía en ellas, incluso las botas y el insólito sombrero plano que llevaba en la cabeza. Su capa era una extraña mezcla de conejo y ardilla; los pantalones tenían aspecto de proceder del cuero de una cabra blanca y marrón. El pelo, recogido con un cordel en la nuca, le llegaba hasta la cintura y una poblada barba pendía hasta la mitad de su pecho. Además, tenía un largo cuchillo, casi una espada, prendido en el cinturón y un arco y un carcaj apoyados en una rama, al alcance de su mano.

El desconocido se echó atrás con los ojos cerrados, al parecer dormido, pero Perrin no abandonó su escondrijo. Sobre el fuego había seis estacas, con un conejo ensartado en cada una de ellas, con un color ya dorado, rezumando jugo de tanto en tanto sobre las llamas. Su aroma tan próximo le hacía la boca agua.

—¿Ya has terminado de babear? —El hombre abrió un ojo y lo fijó en el lugar donde se ocultaba Perrin—. Podéis venir tú y tu amiga a sentaros y tomar un bocado. No os he visto comer gran cosa estos dos últimos días.

Tras un instante de vacilación, Perrin se puso de pie; aferraba todavía el hacha.

—¿Me habéis espiado durante dos días?

El hombre rió entre dientes.

—Sí, he estado espiándote, a ti y a esa preciosa muchacha. Te domina como un gallito, ¿eh? A decir verdad, os he escuchado mayormente. El caballo es el único de vosotros que no hace ruido al caminar como para que lo oigan a cinco kilómetros a la redonda. ¿Vas a decirle que venga o piensas comerte tú todos los conejos?

Perrin se puso furioso. Estaba seguro de que no hacía tanto ruido; de lo contrario no habría podido acercarse tanto a los conejos en el Bosque del Oeste para abatirlos con una piedra. No obstante, el olor del asado le hacía recordar que Egwene también estaba hambrienta, por no mencionar la incertidumbre en que debía hallarse, sin saber si habían topado con un campamento de trollocs.

Deslizó el mango del hacha en la correa y gritó:

—¡Egwene! ¡Todo va bien! ¡Es conejo! —Tendiendo la mano, agregó en voz más baja— me llamo Perrin, Perrin Aybara.

El desconocido le observó la mano antes de estrechársela con torpeza, como si no estuviera familiarizado con aquel gesto.

—A mí me llaman Elyas —dijo, levantando la mirada—. Elyas Machera.

Perrin se quedó boquiabierto y a punto estuvo de dejar caer la mano del hombre. Tenía los ojos amarillos, como el oro bruñido. Un rastro de memoria centelleó en lo más recóndito de la mente de Perrin, para desaparecer en un instante. Lo único que acertó a pensar en aquellos momentos era que todos los trollocs que había visto tenían el iris casi negro.

Egwene se acercó, llevando prudentemente a Bela de las riendas. Después de atarla a una de las ramas bajas del roble, pronunció unas frases de cortesía al ser presentada a Elyas, sin apartar apenas la mirada de los conejos. Cuando Elyas les señaló la comida, la muchacha se dirigió a ella sin tardanza y Perrin sólo titubeó un minuto antes de imitar su ejemplo.

Elyas aguardó en silencio mientras comían. Perrin tenía tanta hambre que desgajaba pedazos de carne tan caliente que había de hacerlos saltar de una mano a otra para poder llevárselos a la boca. Incluso Egwene mostraba escasas huellas de su pulcritud habitual y dejaba que el grasiento jugo le corriera por la barbilla. El día dio paso al crepúsculo cuando todavía masticaban con avidez. La oscuridad de una noche sin luna iba estrechando su cerco en torno al fuego cuando Elyas tomó de nuevo la palabra.

—¿Qué estáis haciendo por aquí? No hay ninguna casa a cincuenta kilómetros a la redonda.

—Vamos a Caemlyn —respondió Egwene—. Tal vez vos…

Sus cejas se arquearon airadamente al ver que Elyas echaba la cabeza hacia atrás y prorrumpía en carcajadas. Perrin se quedó mirándolo, con una pata de conejo a medio camino de la boca.

—¿Caemlyn? —repitió resollando Elyas cuando pudo volver a hablar—. Por la senda que vais siguiendo y la dirección que habéis mantenido estos dos días, saldréis a más de doscientos kilómetros al norte de Caemlyn.

—Íbamos a preguntar a alguien —replicó Egwene a la defensiva—. Lo que ocurre es que no hemos encontrado ningún pueblo ni granja todavía.

—Ni los vais a encontrar —afirmó Elyas, riendo entre dientes—. Por el camino que vais, podríais viajar hasta la Columna Vertebral del Mundo sin encontrar un alma viviente. Claro que, si consiguierais franquear la Columna, lo cual es factible en algunos, puntos, hallaríais gente en el Yermo de Aiel, pero no os gustaría nada esa región. Os asaríais de día y os helaríais de noche, si no moríais antes de sed. Para detectar agua en el Yermo, hay que pertenecer al pueblo Aiel, y no les gustan mucho los forasteros. Nada, diría yo. —Sufrió un nuevo acceso de risa, más violento esta vez, que lo hizo revolcarse en el suelo—. Nada de nada.

Perrin se revolvió, incómodo. «¿Estaremos comiendo con un loco?»

Egwene frunció el entrecejo, pero esperó a que Elyas retornara a la calma.

—Quizá vos podríais indicarnos el camino —dijo entonces—. Según parece, conocéis más mundo que nosotros.

Elyas dejó de reír y, después de levantar la cabeza, se puso su sombrero redondo de piel, que había caído, y los observó con cejas abatidas.

—No tengo en gran aprecio a las personas —anunció con voz neutra—. Las ciudades están llenas de gente. No me acerco a los pueblos, ni siquiera a las granjas, con frecuencia. No os habría ayudado si no hubierais estado dando tumbos por ahí, tan inocentes e indefensos como cachorros recién nacidos.

—Pero como mínimo podréis decirnos qué dirección hemos de tomar —insistió Egwene—. Si nos indicáis dónde está el próximo pueblo, aunque se encuentre a cincuenta kilómetros de distancia, allí podrán informarnos sobre cómo llegar a Caemlyn.

—No os mováis —ordenó Elyas—. Ahora vienen mis amigos.

Bela comenzó a relinchar empavorecida, forcejeando para librarse de las riendas. Perrin se incorporó mientras aparecían en torno a ellos unas sombras procedentes del bosque en penumbra. Bela se encabritó.

—Calmad a la yegua —recomendó Elyas—. No le harán nada. Ni a vosotros tampoco, si os quedáis quietos.

Cuatro lobos de pelo enmarañado penetraron en el círculo iluminado. Eran unas formas cuya talla alcanzaba el pecho de un hombre y cuya dentadura era capaz de quebrarle una pierna a cualquiera. Entonces se acercaron al fuego, sin hacer caso de la presencia humana, y se echaron junto a él. La luz de la fogata reflejaba, en la oscuridad de la arboleda, los ojos de innumerables lobos que los rodeaban.

«Ojos amarillos», pensó Perrin. Como los de Elyas. Aquello era lo que había estado tratando de recordar. Mirando cauteloso los lobos que yacían a su lado, alargó la mano hacia el hacha.

—Yo no haría eso —le aconsejó Elyas—. Si creen que vas a hacerles daño, dejarán de mostrarse amistosos.

Aquellas cuatro fieras estaban mirándolo a él, observó Perrin. Tenía la sensación de que todos los animales apostados entre los árboles fijaban sus miradas en él. Se le erizó la piel. Apartó prudentemente las manos del hacha. Imaginó que sentía cómo disminuía la tensión entre los lobos. Volvió a sentarse lentamente; se aferró las rodillas para detener el temblor de sus manos. Egwene estaba completamente rígida. Un lobo, de color casi negro con una mancha gris en la cara, se hallaba recostado junto a ella, casi a punto de tocarla.

Bela había dejado de relinchar y debatirse y, en su lugar, permanecía de pie y temblaba y se volvía sin cesar como si no quisiera perder de vista a ninguna de las fieras, dando coces, en ocasiones, para mostrarles que estaba dispuesta a vender cara su vida. Los lobos parecían no hacer caso de su presencia, al igual que de las de los demás. Sus lenguas colgaban mientras aguardaban tranquilamente.

—Eso es —aprobó Elyas—. Así está mejor.

—¿Son mansos? —preguntó Egwene, con un asomo de esperanza—. ¿Están… domesticados?

—Los lobos no se domestican, muchacha, ni siquiera como los hombres. Son mis amigos. Nos hacemos compañía, cazamos juntos, conversamos. Como hacen los amigos, ¿no es cierto, Moteado?

Un lobo, cuyo pelaje cubría todo el espectro del gris, volvió la cabeza hacia él.

—¿Habláis con ellos? —preguntó, maravillado, Perrin.

—No es hablar, exactamente —repuso Elyas—. Las palabras no cuentan, y además tampoco son exactas. Éste se llama Moteado. Su nombre tiene que ver con la manera como juegan las sombras en una charca del bosque en un crepúsculo invernal, con la superficie agitada por la brisa, el sabor del hielo cuando el agua roza la lengua, y un augurio de nevada en el aire que precede a la llegada de la noche. Todo eso no se puede expresar con palabras. Está relacionado con una sensación. Ésa es la manera que tienen de hablar los lobos. Los otros son Quemado, Saltador y Viento.

Quemado tenía una vieja cicatriz en la espalda que tal vez había dado origen a su nombre, pero en sus otros dos compañero no se advertía ningún indicio que explicara los suyos.

A pesar de la brusquedad de Elyas, Perrin tenía la impresión de que le complacía disponer de la ocasión de hablar con otros seres humanos. Al menos mostraba buena disposición a hacerlo. Perrin miró de soslayo los dientes de los animales que relucían con la luz del fuego y concluyó que era aconsejable inducirlo a mantener la conversación.

—¿Cómo…, cómo aprendisteis a hablar con los lobos, Elyas?

—Ellos lo descubrieron —respondió Elyas—. No fui yo al principio. Siempre sucede así, según tengo entendido. Las fieras inician el contacto con el hombre y no a la inversa. Algunas personas pensaban que tenían, tratos con el Oscuro porque empezaron a aparecer lobos dondequiera que fuese. Admito que en ocasiones yo también llegué a creerlo. La mayoría de la gente de bien comenzó a evitarme y los que venían a mí no eran el tipo de individuos cuya compañía me interesase. Después advertí que a veces los animales parecían captar mis pensamientos y dar respuesta a ellos. Aquello fue el verdadero inicio. Sentían curiosidad por mí. Normalmente los lobos pueden detectar las actitudes de los humanos, pero no de este modo. Fue una alegría para ellos conocerme. Dicen que ha transcurrido mucho tiempo desde que cazaban con los hombres, y cuando dicen mucho tiempo lo que yo percibo es un gélido viento que ha venido aullando desde el Primer Día.

—Nunca había oído hablar de que los hombres cazaban con los lobos —comentó Egwene, con voz algo insegura.

—Estos animales recuerdan las cosas de manera distinta a la nuestra —continuó explicando Elyas, sin acusar, al parecer, la objeción de Egwene. Sus extraños ojos se centraron en la lejanía, como si estuvieran vagando en el propio flujo de la memoria—. Cada lobo recuerda la historia de todos sus congéneres, o al menos los rasgos esenciales. Como ya os he dicho, es difícil expresarlo en palabras. Recuerdan haber abatido presas codo a codo con los hombres, pero aquello fue en un tiempo tan remoto que ahora es más bien la sombra de una sombra que una parte tangible de la memoria.

—Es muy interesante —apreció Egwene. Elyas la miró con dureza—. No, de veras, es una opinión sincera. —Se mojó los labios—. ¿Podríais… ah podríais enseñarnos a hablar con ellos?

Elyas emitió un bufido.

—No es algo que pueda enseñarse. Hay personas que poseen esa capacidad y otras que no. Ellos dicen que él puede hacerlo —afirmó, señalando a Perrin.

Perrin miró el dedo de Elyas como si se tratara de un puñal. «Realmente está loco». Los lobos estaban mirándolo. Se sentía muy incómodo.

—Habéis dicho que ibais a Caemlyn —cambió de tema Elyas—. Pero eso no explica el hecho de que os encontréis en estos parajes, a varias jornadas de camino de la civilización.

Después echó hacia atrás su capa de pieles y se recostó de lado, apoyado en un codo, con actitud expectante.

Perrin dirigió una mirada a Egwene. Hacía días que habían ideado una historia para contarla a quienes encontrasen, informándoles del lugar adonde iban sin levantar sospechas. Y sin dejar entrever de dónde venían ni cuál era su destino final. ¿Quién podía tener la certeza de que una declaración inocente no iba a llegar a oídos de un Fado? Habían ido elaborando día a día su versión; habían articulado sus partes y tratado de darle verosimilitud. Y habían acordado que fuera Egwene la encargada de referirla, dado que ella era más hábil con las palabras y, además, pretendía que siempre detectaba cuándo Perrin contaba una mentira.

Egwene comenzó enseguida su exposición. Procedían del norte, de Saldaea, de unas granjas colindantes a un pequeño pueblo. Ninguno de los dos se había alejado más de dos kilómetros de su hogar antes de aquello. Sin embargo, habían escuchado las historias de los juglares y los relatos de los mercaderes, y tenían deseos de ver mundo, Caemlyn e Illian, el Mar de las Tormentas y tal vez incluso las fabulosas islas de los Marinos.

Perrin escuchaba con satisfacción. Ni siquiera Thom Merrilin habría sido capaz de inventar una historia mejor, teniendo en cuenta lo poco que conocían ellos de las regiones que se extendían más allá de Dos Ríos, ni más apropiada a sus necesidades.

—¿De Saldaea, eh? —inquirió Elyas cuando la muchacha hubo finalizado.

Perrin asintió con la cabeza.

—En efecto. Primero pensábamos ir a Maradon. Me gustaría mucho ver al rey. Pero la capital sería el primer sitio adonde irían a buscarnos nuestros padres.

Él había ya representado su parte, que consistía en dejar bien claro que no había visitado nunca Maradon. De aquel modo nadie supondría que debían de conocer la ciudad, por si acaso topaban con alguien que hubiera estado allí. Todo aquello se encontraba muy lejos de Campo de Emond y de lo sucedido la Noche de Invierno. A nadie que escuchara aquella invención, se le ocurriría relacionarlos con Tal Valon ni con las Aes Sedai.

—Toda una historia —asintió Elyas—. Contiene algunos detalles inconexos, pero lo principal es que Moteado dice que es una sarta de mentiras.

—¡Mentiras! —exclamó Egwene—. ¿Por qué habríamos de mentiros?

Los cuatro lobos no se habían movido, pero ya no daban la impresión de yacer apacibles junto al fuego; se habían agazapado y sus ojos amarillos observaban a los dos muchachos sin pestañear.

Perrin no dijo nada, pero su mano se dirigió hacia el hacha. Al ponerse los cuatro animales en pie con velocidad vertiginosa, su ademán quedó paralizado. A pesar de que no emitían ningún sonido intimidatorio, la espesa pelambre de sus cuellos estaba erizada. Uno de sus compañeros apostados en el bosque exhaló un amenazador gruñido, que fue respondido rápidamente por una veintena de aullidos que restallaron en la oscuridad. De pronto, todo retornó a la calma. Perrin tenía el rostro empapado de sudor frío.

—Si creéis… —Egwene se detuvo para tragar saliva. A pesar del frío, su cara también estaba bañada en sudor—. Si creéis que mentimos, quizá prefiráis que acampemos por nuestra cuenta esta noche, en otro sitio.

—Normalmente ése sería mi deseo, muchacha. Pero ahora quiero saber más detalles sobre los trollocs. Y los Semihombres, —Perrin se esforzó por mostrar un semblante impasible, confiando obtener mejores logros que Egwene. Elyas continuó, con aire conversador—. Moteado dice que ha olido Semihombres y trollocs en vuestras mentes mientras contabais esa alocada historia. Todos han captado lo mismo, y, entremezclado con los trollocs, también estaba el de Cuencas Vacías. Los lobos odian a los trollocs y los Semihombres con más violencia que un incendio en el bosque, más que a nada, al igual que yo mismo.

»Quemado quiere acabar con vosotros. Fueron los trollocs quienes le dejaron esa marca cuando era un cachorro. Su argumento es que la caza es escasa y que estáis más cebado que cualquiera de los venados que ha visto en los últimos meses, por lo cual deberíamos dar cuenta de vosotros. Pero Quemado siempre se muestra impaciente. ¿Por qué no os, sinceráis conmigo? Espero que no seáis Amigos Siniestros. Detesto matar a la gente a quien he dado de comer. Habéis de recordar, no obstante, que detectarán cualquier embuste y que incluso Moteado está casi tan molesto como Quemado.

Sus ojos, tan amarillos como los de las fieras, no parpadeaban tampoco. «Son ojos de lobo», pensó Perrin.

Advirtió que Egwene lo miraba, aguardando a que él decidiera el curso de los acontecimientos. «Luz, otra vez soy yo el responsable». Habían decidido de entrada que no veía posibilidades de escapar de allí, ni aun cuando pudiera empuñar nuevamente el hacha…

Moteado emitió un profundo gruñido gutural, que repitieron sus tres compañeros situados junto a la hoguera, y después los que estaban sumidos en la oscuridad. Aquel amenazador ruido sordo poblaba la noche.

—De acuerdo —se apresuró a acceder Perrin—. ¡De acuerdo! —Los gruñidos quedaron atajados súbitamente y Egwene asintió mudamente—. Todo comenzó unos días antes de la Noche de Invierno —inició su explicación Perrin—, cuando nuestro amigo Mat vio a un hombre vestido con una capa negra.

Elyas no mudó de expresión, pero allí, tendido en el suelo, su forma de ladear la cabeza recordaba la manera como erguían los animales las orejas. Las cuatro fieras se recostaron mientras Perrin hablaba; tenía la sensación de que ellas también le prestaban oídos. Su exposición fue larga y prolija. No obstante, omitió el sueño que él y sus amigos habían tenido en Baerlon. Esperaba que los lobos dieran indicios de haber percibido la omisión, pero éstos se limitaron a observarlo. Moteado se mostraba amistoso, Quemado, furioso. Cuando terminó de hablar, su voz había enronquecido.

—…y, si no nos encuentra en Caemlyn, iremos a Tar Valon. No tenemos más remedio que aceptar la ayuda de las Aes Sedai.

—Trollocs y Semihombres en tierras tan al sur —musitó Elyas—. En verdad es algo sorprendente. —Tanteó tras de sí y tendió una cantimplora de cuero a Perrin, sin mirarlo. Parecía sumido en cavilaciones. Aguardó a que Perrin hubiera bebido y tapó el odre antes de seguir hablando—. No les tengo simpatía a las Aes Sedai. Las del Ajah Rojo, esas que se complacen en perseguir a los hombres que se inmiscuyen en el uso del Poder Único, intentaron amaestrarme en una ocasión. Yo les dije a la cara que eran del Ajah Negro, que servían al Oscuro, y aquello no les hizo ninguna gracia. Pero no pudieron darme caza una vez que me hube adentrado en los bosques, aunque lo intentaron. Por supuesto que sí. Por cierto que dudo mucho que cualquier Aes Sedai se comporte amablemente conmigo después de aquello. El Ajah Rojo perdió un par de Guardianes. Mala cosa, matar Guardianes. Detesto hacerlo.

—Esto de hablar con los lobos —dijo, titubeando, Perrin—, ¿Guarda…, guarda relación con el Poder?

—Desde luego que no —gruñó Elyas—. No habrían logrado apaciguarme, pero me enfureció el hecho de que lo intentaran. Éste es un fenómeno muy antiguo, muchacho, anterior a las Aes Sedai, a cualquier poseedor del Poder Único, que se remonta al tiempo de la aparición de la especie humana, y de los lobos. A las Aes Sedai no les hace ninguna gracia, tampoco, que las viejas conexiones surjan de nuevo. Yo no soy el único. Hay otros fenómenos, otras personas. Eso enfurece a las Aes Sedai, las hace murmurar acerca de la debilitación de antiguas barreras. Las cosas están desmoronándose, opinan. Lo que pasa es que tienen miedo de que el Oscuro escape de su prisión.

»Cualquiera pensaría que yo tengo algo que reprocharme, según me enjuiciaron ellas. Las del Ajah Rojo, en todo caso; pero algunas otras también compartían su punto de vista. La Sede Amyrlin… ¡Ahhh! Yo me mantengo casi siempre al margen de ellos, y de los amigos de las Aes Sedai. Y tú harás lo mismo, si eres inteligente.

—Nada anhelo con más fuerza que permanecer al margen de las Aes Sedai —contestó Perrin.

Egwene lo miró con dureza. Temió que, en su impulso, declarase que ella quería ser una Aes Sedai; pero guardó silencio, con los labios fruncidos, mientras Perrin proseguía.

—La realidad es que no podemos elegir. Hemos aguantado la persecución de trollocs, Fados y Draghkar. De toda suerte de criaturas, con excepción de los Amigos Siniestros. No podemos escondernos ni enfrentarnos a ellos por nuestra cuenta. Entonces, ¿quién va a ayudarnos? ¿Quién tiene más fortaleza que las Aes Sedai?

Elyas permaneció callado un momento; miraba a los animales, en particular a Moteado y a Quemado. Al observarlos, a Perrin se le antojó que casi podía oír las palabras que intercambiaban Elyas y los lobos. Aun cuando no tuviera nada que ver con el Poder, no quería participar de aquello. «Seguro que bromeaba. Yo no puedo hablar con los lobos». Uno de ellos, Saltador, lo miraba con lo que le pareció una sonrisa. Se preguntó cómo había recordado su nombre.

—Podríais quedaros conmigo —propuso por fin Elyas—, con nosotros. —Egwene arqueó desmesuradamente las cejas y Perrin se quedó boquiabierto—. Bien, ¿qué otra cosa podría ofreceros mayor seguridad? —los retó Elyas—. Los trollocs no pierden ocasión de procurar dar muerte a un lobo cuando lo encuentran solo, pero siempre se desvían varios kilómetros para evitar a una manada. Y tampoco tendríais que preocuparos por las Aes Sedai. No vienen a menudo a estos bosques.

—No sé. —Perrin esquivó las miradas de los animales que lo flanqueaban. Uno de ellos eran Moteado y tenía los ojos clavados en él—. Los trollocs no son el único problema.

Elyas rió entre dientes.

—He visto cómo una manada abatía a uno de los de Cuencas Vacías. La mitad de ellos pereció, pero no cejaron una vez que hubieron percibido su olor. Los trollocs y los Myrddraal son una misma cosa para los lobos. Es a ti a quien quieren, muchacho. Habían oído hablar de hombres capaces de comunicarse con ellos, pero tú eres el primero que conocen después de mí. Sin embargo, también aceptarán a tu amiga y aquí estaréis más protegidos que en cualquier ciudad. En las poblaciones hay Amigos Siniestros.

—Escuchad —dijo Perrin con urgencia—. Desearía que paraseis de decir eso. Yo no puedo… hacer lo que vos hacéis.

—Como prefieras, muchacho. Niega la evidencia, si quieres. ¿No deseas sentirte a salvo?

—No estoy engañándome. No hay nada que tenga que ocultarme a mí mismo. Lo que queremos…

—Es ir a Caemlyn —intervino Egwene con firmeza—. Y luego a Tar Valon.

Perrin cerró la boca y respondió a la airada mirada de la muchacha con una de cosecha propia. Sabía muy bien que ella le permitía tomar el mando únicamente cuando ella quería, pero al menos habría podido dejarlo contestar por sí mismo.

—¿Y qué opina Perrin? —preguntó sin esperar respuesta—. ¿Yo? Bien, deja que lo piense. Sí. Sí, creo que continuaré el viaje. —Dedicó una sonrisa a Egwene—. Bueno, en eso estamos de acuerdo. Supongo que iré contigo. Está bien hablar de estas cosas antes de tomar una decisión, ¿no?

La muchacha se ruborizó, sin suavizar, no obstante, su expresión resuelta.

—Moteado ha dicho que decidirías esto. A su juicio, la muchacha está integrada por completo en el mundo humano, mientras que tú permaneces a medio camino. Teniendo en cuenta las circunstancias, opino que será mejor que os acompañemos hacia el sur. De lo contrario, probablemente moriríais de hambre u os perderíais o…

Quemado se levantó de pronto y Elyas volvió a la cabeza para mirar al enorme lobo. Un momento después Moteado se puso asimismo en pie y se acercó a Elyas para hacer frente también a la mirada de Quemado. Todos permanecieron inmóviles por espacio de unos minutos, tras los cuales Quemado giró sobre sí y se desvaneció en la noche. Moteado sacudió el cuerpo y después retomó su lugar, echándose como si nada hubiera ocurrido.

—Moteado es el jefe de esta manada —aclaró Elyas al advertir su desconcierto—Algunos de los machos podrían vencerlo en combate, pero él es más inteligente y todos lo saben. Ha salvado a la manada en más de una ocasión. Quemado piensa que están desperdiciando demasiado tiempo con vosotros. El está obsesionado en su odio contra los trollocs y, ya que éstos merodean en parajes tan al sur, lo único que desea es partir para darles caza.

—Es comprensible —convino Egwene, denotando alivio—. De veras podemos proseguir nuestro camino… con algunas instrucciones, desde luego, si sois tan amable de dárnoslas.

Elyas hizo ondear la mano.

—Os he dicho que Moteado era el jefe de la manada, ¿no? Por la mañana, os acompañaré hacia el sur, y ellos lo harán también.

La expresión de Egwene indicaba que aquélla no era la noticia más agradable que pudieran haberle dado.

Perrin estaba sentado, sumido en su propio silencio. Sentía cómo se alejaba Quemado. Y el macho con la cicatriz en la cara no era el único; tras él andaban con paso largo doce jóvenes machos. Deseaba creer que era Elyas quien manipulaba su imaginación, pero no lo conseguía. Un segundo después de que los animales que se habían marchado desaparecieran de su mente, albergó un pensamiento del que sabía con certeza la procedencia: Quemado. Aquel pensamiento era tan intenso y claro como si se tratara de uno propio y se resumía en odio, odio y sabor a sangre.

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