CATELYN

Ya habían transcurrido ocho días desde que Ned y las niñas se fueron de Invernalia cuando el maestre Luwin fue a verla de noche al cuarto de Bran, llevando con él una lamparilla y los libros de contabilidad.

—Ya es hora de que repaséis las cuentas, mi señora —dijo—. Tenéis que saber cuánto nos ha costado esta visita regia.

Catelyn contempló a Bran en el lecho y le apartó el cabello de la frente. Se dio cuenta de que le había crecido mucho. Pronto tendría que cortárselo.

—No me hace falta ver las cifras, maestre Luwin —replicó sin apartar los ojos del niño—. Ya sé lo que nos ha costado la visita. Llévate esos libros fuera de mi vista.

—Mi señora, el séquito real gozaba de un apetito muy saludable. Tenemos que reabastecer las despensas antes de…

—He dicho que os llevéis esos libros —lo interrumpió—. El mayordomo se encargará de eso.

—No tenemos mayordomo —le recordó el maestre Luwin. Catelyn pensó que era como una rata gris; no la iba a dejar escapar—. Poole se ha ido al sur para ocuparse de la casa de Lord Eddard en Desembarco del Rey.

—Ah, sí, ya lo recuerdo —asintió Catelyn, distraída.

Bran estaba muy pálido. Pensó que debería acercar más la cama a la ventana, para que le diera el sol de la mañana.

El maestre Luwin puso la lamparilla en un nicho junto a la puerta y jugueteó con el pábilo, inquieto.

—Tenéis que prestar atención de inmediato al tema de los nombramientos, mi señora. Además del mayordomo, necesitamos un capitán de los guardias para ocupar el puesto de Jory, un caballerizo…

Catelyn volvió la mirada con brusquedad y la fijó en él.

—¿Un caballerizo? —su voz restalló como un latigazo.

—Sí, mi señora. —El maestre estaba aturdido—. Hullen se marchó al sur con Lord Eddard, así que…

—Mi hijo yace en una cama, Luwin, está destrozado, se muere, ¿y quieres que me dedique a pensar en un nuevo caballerizo? ¿Crees que me importa lo que pasa en los establos? ¿Crees que me preocupa lo más mínimo? De buena gana mataría hasta el último caballo de Invernalia con mis manos si eso sirviera para que Bran abriera los ojos, ¿lo entiendes? ¿Lo entiendes?

—Sí, mi señora. —El hombre inclinó la cabeza—. Pero los nombramientos…

—Yo me encargaré de los nombramientos —dijo Robb.

Catelyn no lo había oído llegar, pero estaba en la puerta, mirándola. Con un repentino ramalazo de vergüenza se dio cuenta de que había estado gritando. ¿Qué le pasaba? Estaba agotada, y le dolía la cabeza constantemente.

El maestre Luwin miró a Catelyn, luego a su hijo.

—He preparado una lista con todas las personas que deberíamos tener en cuenta para ocupar las vacantes —dijo al tiempo que tendía a Robb el papel que se había sacado de la manga.

El muchacho repasó los nombres. Catelyn advirtió que venía del exterior; tenía las mejillas enrojecidas por el frío y el viento le había revuelto el pelo.

—Excelentes hombres —dijo—. Mañana hablaremos de ellos. —Le devolvió la lista. El maestre Luwin la hizo desaparecer rápidamente en la manga.

—Como digáis, mi señor.

—Ahora, déjanos solos —indicó Robb.

El hombre hizo una reverencia y salió de la estancia. Robb cerró la puerta y se volvió hacia su madre. Catelyn vio que llevaba una espada.

—¿Qué haces, madre?

Catelyn había pensado siempre que Robb se parecía a ella. Tenía la complexión de los Tully, el mismo pelo castaño, los mismos ojos azules, igual que Bran, Rickon y Sansa. Pero también en más de una ocasión había visto algo de Eddard Stark en su rostro, algo tan severo y duro como el norte.

—¿Que qué hago? —repitió asombrada—. ¿Cómo puedes preguntarme eso? ¿Tú qué crees? Estoy cuidando de tu hermano. De Bran.

—¿De verdad? No has salido de esta habitación desde que resultó herido. Ni siquiera fuiste a la entrada del castillo cuando mi padre y las chicas se fueron al sur.

—Los despedí aquí, y los vi partir por la ventana.

Había suplicado a Ned que no se fuera, no en aquel momento, y menos con lo que había pasado; la situación era completamente diferente, ¿no se daba cuenta? Fue inútil. Él le dijo que no tenía elección y decidió marcharse.

—No puedo dejarlo solo ni un momento, porque ese momento podría ser el último. Tengo que estar con él por si… por si…

Tomó la mano inerte de su hijo y entrelazó los dedos con los suyos. Era una mano tan frágil y enflaquecida, tan débil… pero, pese a todo, aún se notaba el calor de la vida a través de la piel.

—No se va a morir, madre. —El tono de Robb se había suavizado—. El maestre Luwin dice que el peligro de muerte ha pasado.

—¿Y si el maestre Luwin está equivocado? ¿Y si Bran me necesita y yo no estoy aquí?

—Rickon te necesita —replicó Robb bruscamente—. Sólo tiene tres años, no entiende qué está pasando. Cree que todos lo han abandonado y me sigue todo el día, se me agarra a la pierna y no para de llorar. No sé qué hacer con él. —Hizo una pausa y se mordisqueó el labio inferior, un gesto que le había visto cuando era pequeño—. Y yo también te necesito, madre. Lo intento, pero no puedo… no puedo hacerlo todo yo solo.

El repentino arrebato de emoción le quebró la voz, y Catelyn recordó que sólo tenía catorce años. Quiso levantarse, correr a él y abrazarlo, pero Bran la tenía agarrada por la mano y no pudo moverse.

En el exterior de la torre un lobo empezó a aullar. Catelyn se estremeció.

—Es el de Bran. —Robb abrió la ventana para que el aire de la noche entrara en la habitación de la torre, tan mal ventilada. El aullido se oyó con más fuerza. Era un sonido frío y solitario, lleno de melancolía y desesperación.

—No, no —dijo ella—. Bran necesita calor.

—Lo que necesita es oírlos cantar —dijo Robb. En algún lugar de Invernalia un segundo lobo empezó a aullar a coro con el primero, y luego un tercero, más cerca—. Peludo y Viento Gris —añadió Robb mientras sus voces subían y bajaban al unísono—. Si prestas atención se nota la diferencia.

Catelyn estaba temblando. Era la pena, era el dolor, era el aullido de los lobos huargo. Noche tras noche, los aullidos, el viento gélido y el castillo tan gris y tan vacío, siempre igual, siempre igual, y su niño tendido allí destrozado, el más dulce y cariñoso de sus hijos, el más encantador, Bran, que adoraba reír y trepar y soñaba con ser caballero, ahora todo eso se había acabado, nunca volvería a oír su risa. Sollozó, soltó la mano del niño y se tapó los oídos para protegerse de aquellos aullidos espantosos.

—¡Haz que se callen! —gritó—. No lo soporto, que se callen, que se callen, que se callen… ¡Mátalos, lo que sea, pero haz que se callen!

No recordó cómo cayó al suelo, pero Robb la tuvo que levantar y sostenerla con brazos fuertes.

—No tengas miedo, madre. Jamás le harían daño. —La ayudó a llegar hasta el catre que estaba en un rincón de la habitación—. Cierra los ojos —le dijo con cariño—. Descansa. El maestre Luwin dice que apenas has dormido desde la caída de Bran.

—No puedo —sollozó ella—. Que los dioses me perdonen, Robb, no puedo, ¿y si se muere mientras duermo, y si se muere, y si se muere…? —Los lobos seguían aullando. Catelyn gritó y volvió a taparse los oídos—. ¡Por los dioses, cierra la ventana!

—Sólo si me prometes que vas a dormir. —Robb se dirigió hacia la ventana, pero cuando iba a cerrar los postigos se oyó otro sonido por encima del aullido lastimero de los lobos huargo—. Son los perros —dijo, prestando atención—. Todos los perros están ladrando a la vez. Eso sí que es raro… —Catelyn oyó claramente cómo su hijo tragaba saliva. Alzó la vista, y lo vio muy pálido a la luz de la lamparilla—. Fuego —susurró el muchacho.

«Fuego —pensó ella—, ¡Bran!»

—Ayúdame —dijo apremiante mientras se incorporaba en el catre—. Ayúdame con Bran.

—La torre de la biblioteca se ha incendiado —dijo Robb; no dio señal de haberla oído.

Catelyn alcanzaba a ver la luz rojiza y parpadeante por la ventana abierta. Se relajó, aliviada. Bran estaba a salvo. La biblioteca se encontraba al otro lado del patio, el fuego no llegaría hasta allí.

—Gracias a los dioses —susurró.

—No te muevas de aquí, madre —dijo Robb mirándola como si se hubiera vuelto loca—. Volveré en cuanto apaguemos el fuego.

Salió corriendo, y lo oyó gritar a los guardias y descender a toda prisa, saltando los escalones de dos en dos.

En el exterior, en el patio, se oían gritos de «¡Fuego!», pasos apresurados, relinchos de caballos asustados y ladridos frenéticos de los perros del castillo. Mientras escuchaba aquel caos, se dio cuenta de que los aullidos habían cesado. Los lobos huargo estaban en silencio.

Catelyn se acercó a la ventana, murmurando una oración silenciosa de agradecimiento a los siete rostros de Dios. Al otro lado del patio, en la biblioteca, las llamaradas brotaban de las ventanas. Se quedó observando cómo la columna de humo se alzaba hacia el cielo y recordó con tristeza los libros que los Stark habían acumulado a lo largo de los siglos. Luego cerró los postigos.

Al darse la vuelta vio al hombre.

—No teníais que estar aquí —murmuró con voz ronca—. Aquí no tenía que haber nadie.

Era un hombrecillo menudo, sucio, con ropas marrones mugrientas y hedor a caballerizas. Catelyn conocía a todos los hombres que trabajaban en los establos y no era uno de ellos. Estaba flaco, tenía el pelo rubio y lacio, y los ojos claros muy hundidos en el rostro huesudo. Y llevaba una daga en la mano.

—No —dijo Catelyn mirando el cuchillo y a Bran. La palabra se le quedó trabada en la garganta, fue apenas un susurro. El hombre alcanzó a oírla.

—Es un acto de misericordia —dijo—. Ya está muerto.

—No —repitió Catelyn más alto, había recuperado la voz—. No, no.

Corrió hacia la ventana para pedir ayuda a gritos, pero aquel hombre era más veloz de lo que había supuesto. Le tapó la boca con una mano, le echó la cabeza hacia atrás y le puso la daga en la garganta. El hedor que despedía era insoportable.

Catelyn agarró la hoja con las dos manos y tiró con todas sus fuerzas para apartársela de la garganta. Lo oyó maldecir junto a la oreja. Tenía los dedos resbaladizos por la sangre, pero no soltó la daga. La mano que le cubría la boca presionó con más fuerza, impidiéndole la respiración. Ella giró la cabeza hacia un lado y sus dientes encontraron carne. Se los clavó con fuerza en la palma de la mano. El hombre rugió de dolor. Catelyn le hincó aún más los dientes y dio un tirón desgarrador, y de pronto él la soltó. El sabor de la sangre le llenó la boca. Respiró una bocanada de aire y gritó, él la agarró del pelo y la empujó, Catelyn tropezó y cayó al suelo. Lo vio sobre ella, jadeante, tembloroso. Él todavía aferraba la daga con la mano derecha, llena de sangre.

—Aquí no tenía que haber nadie —repitió como un idiota.

Catelyn vio la sombra que se deslizaba por la puerta abierta tras él. Se oyó un ruido sordo que no llegaba a ser un gruñido, apenas un susurro amenazante, pero él también lo debió de oír porque empezó a darse la vuelta justo cuando el lobo saltaba. Hombre y bestia cayeron juntos, en parte sobre Catelyn. El lobo mordió. El grito del hombre duró menos de un segundo, lo que tardó el animal en arrancarle media garganta.

La sangre cayó como una lluvia cálida sobre el rostro de Catelyn.

El lobo la miraba. Tenía las fauces enrojecidas y empapadas, y los ojos le brillaban con destellos dorados en la oscuridad de la habitación. Se dio cuenta de que era el lobo de Bran.

—Gracias —susurró Catelyn con un hilo de voz.

Alzó la mano, temblorosa. El lobo se acercó con suavidad, le olfateó los dedos y lamió la sangre con una lengua húmeda y áspera. Cuando se la hubo limpiado se dio media vuelta sin hacer el menor ruido, se subió de un salto a la cama de Bran y se tendió junto a él. Catelyn se echó a reír, histérica.

Así fue cómo la encontraron Robb, el maestre Luwin y Ser Rodrik cuando irrumpieron con la mitad de los guardias de Invernalia. Tuvieron que esperar a que se calmara antes de abrigarla con mantas y llevarla al Gran Torreón, a sus habitaciones. La Vieja Tata la desnudó, la ayudó a entrar en la bañera llena de agua humeante y le limpió la sangre con un paño suave.

Después llegó el maestre Luwin a vendarle las heridas. Los cortes en los dedos eran profundos, llegaban casi hasta el hueso, y tenía el cuero cabelludo en carne viva en los puntos donde el hombre le había arrancado mechones enteros. El maestre le dijo que el dolor no había hecho más que empezar y le dio la leche de la amapola para ayudarla a dormir.

Por fin, Catelyn cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos le dijeron que había dormido durante cuatro días. Catelyn asintió y se incorporó en la cama. Todo lo sucedido tras la caída de Bran le parecía una pesadilla, un sueño espantoso de sangre y pena, pero el dolor en las manos le recordaba que era muy real. Se sentía débil y aturdida, pero también decidida, como si le hubieran quitado un gran peso de encima.

—Traedme un trozo de pan con miel —dijo a sus sirvientas—, y avisad al maestre Luwin, tiene que cambiarme los vendajes.

La miraron sorprendidas y se apresuraron a cumplir sus órdenes.

Catelyn recordó cómo se había comportado y se sintió avergonzada. Les había fallado a todos: a sus hijos, a su esposo, a su Casa… No se repetiría jamás. Demostraría a aquellos norteños cuán fuerte podía ser una Tully de Aguasdulces.

Robb llegó antes que la comida que había pedido. Luego entraron Rodrik Cassel y el pupilo de Ned, Theon Greyjoy, y por último Hallis Mollen, un guardia fornido de barba castaña cuadrada. Robb le dijo que era el nuevo capitán. Su hijo vestía ropas de cuero tratado y cota de mallas, y llevaba una espada a la cintura.

—¿Quién era? —les preguntó Catelyn.

—Nadie lo sabe —respondió Hallis Mollen—. No era de Invernalia, mi señora. Algunos dicen que lo han visto aquí y por los alrededores del castillo en las últimas semanas.

—Entonces vino con el grupo del rey —dijo—, o con alguno de los Lannister. Debió de quedarse atrás cuando se fueron todos.

—Es posible —asintió Hal—. Últimamente ha habido tanto forastero en Invernalia que no había manera de decir con quién estaba cada uno.

—Se había escondido en los establos —dijo Greyjoy—. Se le notaba en el olor.

—¿Cómo pudo pasar desapercibido? —preguntó con brusquedad.

—Entre los caballos que Lord Eddard se ha llevado al sur y los que enviamos al norte para la Guardia de la Noche —dijo Hallis Mollen con la vista baja, avergonzado—, los establos están casi vacíos. Cualquiera podría esconderse de los mozos de cuadras. Quizá Hodor lo viera, se dice que últimamente se porta de manera muy rara, pero con lo bobalicón que es…

—Hemos descubierto dónde ha dormido estos días —intervino Robb—. Tenía noventa venados de plata en una bolsa de piel, escondida entre la paja.

—Menos mal que la vida de mi hijo no se vendió barata —dijo Catelyn con amargura.

—Perdonadme, mi señora. —Hallis Mollen la miró, confuso—. Pero, ¿cómo sabéis que quería matar al chico?

—Es una locura —dijo Greyjoy que también parecía dudarlo.

—Su objetivo era Bran —insistió Catelyn—. No dejaba de murmurar que yo no tenía que estar allí. Prendió fuego a la biblioteca, pensando que iría a apagarlo y que los guardias me acompañarían. Si no hubiera estado loca de pena quizá se habría salido con la suya.

—¿Por qué querría alguien matar a Bran? —dijo Robb—. Dioses, si no es más que un niñito indefenso, está dormido…

—Vas a tener que aprender a encontrar esas respuestas si quieres gobernar el norte, Robb. —Catelyn dirigió una mirada desafiante a su primogénito—. Dímelo tú. ¿Por qué querría nadie matar a un niño dormido?

Antes de que pudiera responder, las sirvientas volvieron de la cocina con una bandeja de comida. Había mucho más de lo que había pedido: pan recién hecho, mantequilla, miel, mermelada de zarzamoras, panceta, un huevo pasado por agua, un trozo de queso y una jarra de té de menta. Y junto con la comida llegó el maestre Luwin. Catelyn descubrió de repente que ya no tenía apetito.

—¿Cómo se encuentra mi hijo, maestre? —preguntó.

—Sin cambios, mi señora —contestó el hombre con la vista baja.

Era la respuesta que esperaba, ni más ni menos. Sentía un dolor punzante en las manos, como si la hoja de la daga estuviera todavía cortando la carne. Hizo salir a las sirvientas y clavó la mirada en Robb.

—¿No sabes aún la respuesta?

—Alguien tiene miedo de que Bran despierte —dijo el muchacho—. Tiene miedo de lo que pueda contar, de algo que sabe.

—Muy bien. —Catelyn se sintió orgullosa de él. Se volvió hacia el nuevo capitán de la guardia—. Hay que mantener a salvo a Bran. Hemos acabado con un asesino, pero puede que haya más.

—¿Cuántos guardias queréis que ponga, mi señora? —preguntó Hal.

—En ausencia de Lord Eddard, mi hijo es el señor de Invernalia —respondió ella.

—Quiero un hombre dentro de la habitación, día y noche, otro en la puerta, y dos al pie de las escaleras. —Robb se irguió un poco más—. Nadie puede entrar a ver a Bran si mi madre o yo no damos antes permiso.

—A vuestras órdenes, mi señor.

—De inmediato —sugirió Catelyn.

—Y que el lobo esté con él en la habitación —añadió Robb.

—Sí… Sí —asintió Catelyn.

—Lady Stark —dijo Ser Rodrik mientras el guardia salía de la habitación—, ¿os fijasteis por casualidad en la daga que llevaba el asesino?

—Dadas las circunstancias no pude examinarla con detalle, pero te aseguro que estaba bien afilada —replicó Catelyn con una sonrisa seca—. ¿Por qué lo preguntas?

—Encontramos el cuchillo, ese rufián lo tenía todavía en la mano. Me pareció un arma de demasiado valor para un hombre así, de modo que la estudié a fondo. La hoja es de acero valyriano, y la empuñadura de huesodragón. Es imposible que le perteneciera. Se la tuvo que dar alguien.

—Cierra la puerta, Robb —dijo Catelyn después de asentir, pensativa. El muchacho la miró extrañado, pero obedeció—. Lo que voy a deciros no debe salir de esta habitación —siguió Catelyn—. Quiero que me lo juréis. Si mis sospechas son ciertas, aunque sea sólo en una mínima parte, Ned y mis hijas corren un peligro terrible, y la menor indiscreción que cometamos les podría costar la vida.

—Lord Eddard es como un segundo padre para mí —dijo Theon Greyjoy—. Lo juro.

—Tenéis mi palabra —dijo el maestre Luwin.

—Y la mía, señora —dijo Ser Rodrik.

—¿Y tú, Robb? —preguntó mirando a su hijo. El muchacho asintió—. Mi hermana Lysa cree que los Lannister asesinaron a su esposo, Lord Arryn, la Mano del Rey —continuó Catelyn—. He caído en la cuenta de que Jaime Lannister no participó en la cacería el día de la caída de Bran. Estuvo todo el tiempo aquí, en el castillo. —Se hizo un silencio de muerte en la habitación—. No creo que Bran se cayera de aquella torre —dijo rompiendo el silencio—. Creo que lo tiraron.

La conmoción se reflejó en los rostros.

—La sola idea es monstruosa, mi señora —dijo Rodrik Cassel—. Hasta el Matarreyes tendría escrúpulos a la hora de asesinar a un niño inocente.

—¿Tú crees? —dijo Theon Greyjoy—. Tengo mis dudas.

—La ambición de los Lannister es tan infinita como su orgullo —dijo Catelyn.

—El niño no había resbalado jamás —señaló el maestre Luwin, pensativo—. Conocía hasta la última piedra de Invernalia.

—Dioses —maldijo Robb; tenía el joven rostro ensombrecido por la ira—. Si es cierto, lo pagará muy caro. —Desenvainó la espada y la blandió en el aire—. ¡Lo voy a matar!

—¡Guarda eso! —le gritó Ser Rodrik hecho una furia—. Los Lannister están a cientos de leguas. Nunca desenvaines la espada si no tienes intención de utilizarla. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir, chiquillo idiota?

Robb guardó la espada, avergonzado. De repente volvía a sentirse muy niño.

—Veo que el arma de mi hijo es ya de acero —dijo Catelyn a Ser Rodrik.

—Me pareció que era el momento adecuado —replicó el viejo maestro de armas.

—Desde luego —dijo mientras Robb la miraba con ansiedad—. Puede que Invernalia necesite pronto de todas sus espadas, y más vale que no sean de madera.

—Si llega la ocasión, señora —dijo Theon Greyjoy con la mano en la empuñadura de su arma—, recordad que mi Casa está en deuda con la vuestra.

—Lo único que tenemos son conjeturas. —El maestre Luwin jugueteó con los eslabones de su collar—. Estamos hablando de acusar al amado hermano de la reina. A ella no le va a hacer gracia. Si no conseguimos pruebas, más nos valdrá guardar silencio.

—¿Qué más pruebas quieres que la daga? —dijo Ser Rodrik—. La desaparición de un arma así no puede haber pasado desapercibida.

—Alguien tiene que ir a Desembarco del Rey —dijo Catelyn; había comprendido que sólo existía un lugar para dar con la verdad.

—Yo mismo —se ofreció Robb.

—No. Tú debes permanecer aquí. Siempre tiene que haber un Stark en Invernalia. —Miró a ser Rodrik, con sus bigotes blancos, al maestre Luwin vestido con la túnica gris, al joven Greyjoy, tan esbelto, tan moreno, tan impetuoso. ¿A quién enviar? ¿Cuál de ellos inspiraría mayor confianza? De pronto, supo la respuesta. Apartó a un lado las mantas. Tenía los dedos vendados tan rígidos e inútiles como si fueran de piedra. Bajó de la cama—. Tengo que ir yo —añadió.

—¿Os parece que es una idea sensata, mi señora? —dijo el maestre Luwin—. No cabe duda de que vuestra llegada despertará las sospechas de los Lannister.

—¿Y qué pasa con Bran? —preguntó Robb; el pobre muchacho parecía muy confuso—. No irás a decirme que piensas dejarlo solo.

—Ya he hecho por Bran todo lo que he podido —dijo Catelyn poniéndole una mano vendada en el hombro—. Ahora su vida está en manos de los dioses, y en las del maestre Luwin. Tú mismo me lo has dicho, Robb, tengo que pensar en el resto de mis hijos.

—Necesitaréis una buena escolta, mi señora —dijo Theon.

—Enviaré a Hal con un pelotón de guardias —señaló Robb.

—No —replicó Catelyn—. Un grupo numeroso llamaría la atención, y es lo que menos nos interesa. No quiero que los Lannister sepan que me dirijo hacia allí.

—Mi señora, al menos permitid que os acompañe yo —suplicó Ser Rodrik—. Una mujer no debe viajar sola por el camino real, es peligroso.

—No pienso ir por el camino real. —Meditó un instante y asintió—. Dos jinetes pueden ir tan deprisa como uno, y sin duda más que una columna larga que además tenga que mantenerse al ritmo de los carromatos. Agradeceré vuestra compañía, Ser Rodrik. Seguiremos el Cuchillo Blanco hasta el mar, y allí alquilaremos un barco en Puerto Blanco. Con un poco de suerte, caballos descansados y vientos favorables, llegaremos a Desembarco del Rey mucho antes que Ned y los Lannister.

«Y entonces —pensó—, que sea lo que los dioses quieran».

Загрузка...