SANSA

En la habitación más alta del Torreón de Maegor, Sansa se entregó a la oscuridad.

Corrió las cortinas que rodeaban su lecho, se durmió, despertó llorando y volvió a dormirse. Cuando no podía dormir, se quedaba tumbada bajo las mantas, temblando de pena. Los criados entraban y salían, le llevaban la comida, pero no soportaba ver ningún alimento. Los platos se amontonaban intactos en la mesa, junto a la ventana, hasta que los criados los retiraban.

A veces dormía con un sueño denso y sin pesadillas, y se despertaba todavía más cansada que antes de cerrar los ojos. Y eso era casi una bendición, porque cuando soñaba lo hacía con su padre. Lo veía despierta o dormida, veía cómo los capas doradas lo tiraban al suelo, veía cómo Ser Ilyn se adelantaba, veía cómo sacaba a Hielo de la vaina que llevaba a la espalda, veía el momento… el momento en que… Había intentado apartar la vista, lo había intentado con todas sus fuerzas, las piernas le habían fallado y había caído de rodillas, pero no fue capaz de volver la cabeza, todo el mundo gritaba y chillaba, y su príncipe le había dedicado una sonrisa, había sonreído, y ella se había sentido a salvo, pero sólo un breve instante, hasta que dijo aquellas palabras, y las piernas de su padre… aquello era lo que recordaba, las piernas, cómo se habían sacudido cuando Ser Ilyn… cuando la espada…

«Puede que me maten también a mí», se dijo, y la idea no le parecía tan horrible. Si se tiraba por la ventana pondría fin a sus sufrimientos, y en los años venideros los bardos escribirían canciones sobre su dolor. Su cuerpo, roto e inocente, quedaría tendido en las losas del patio, para vergüenza de todos los que la habían traicionado. Sansa llegó incluso a atravesar el dormitorio y abrir la ventana… pero le faltó valor, y volvió corriendo a la cama, sollozando.

Las criadas intentaban hablar con ella siempre que le llevaban la comida, pero no les respondía. El Gran Maestre Pycelle fue a verla, con una caja llena de frascos y botellitas, y le preguntó si estaba enferma. Le tocó la frente, la hizo desnudarse y la palpó, mientras una doncella la sujetaba. Antes de marcharse le dejó una pócima de aguamiel y hierbas, y le dijo que bebiera un trago cada noche. Sansa se la bebió de golpe, y volvió a dormirse.

Soñó con pisadas en las escaleras de la torre, el sonido ominoso del cuero contra la piedra a medida que un hombre subía despacio a su habitación, peldaño a peldaño. Lo único que podía hacer ella era acurrucarse tras la puerta, temblorosa, y escuchar los pasos que se acercaban. Sabía que era Ser Ilyn Payne, que iba a buscarla con Hielo en la mano para cortarle la cabeza. No tenía adónde huir ni dónde ocultarse, no había manera de atrancar la puerta. Finalmente las pisadas se detuvieron, y supo que estaba afuera, esperando en silencio, con los ojos muertos en el rostro marcado. Entonces se dio cuenta de que estaba desnuda, trató de cubrirse con las manos, y la puerta empezó a abrirse muy despacio, entre crujidos, y lo primero que vio fue la punta del espadón…

—Por favor, por favor, seré buena, seré buena, por favor, no… —murmuró al despertar.

Pero nadie la escuchaba.

Cuando por fin fueron a buscarla, no oyó pisadas que se acercaban. Y el que abrió la puerta no fue Ser Ilyn, sino Joffrey, el que había sido su príncipe. Sansa estaba en la cama, acurrucada, con las cortinas corridas, no habría sabido decir si era mediodía o medianoche. Lo primero que oyó fue el sonido de la puerta al cerrarse. Una mano apartó de golpe los cortinajes de la cama, y ella tuvo que alzar un brazo para protegerse de la luz repentina. Y los vio.

—Quiero que esta tarde asistas a la corte —dijo Joffrey—. Báñate y vístete como corresponde a mi prometida.

Junto a él estaba Sandor Clegane, vestido con un sencillo jubón marrón y un manto verde. El rostro quemado tenía un aspecto repugnante a la luz de la mañana. Tras ellos había dos caballeros de la Guardia Real, con sus largas capas de satén blanco.

—No —sollozó Sansa levantándose la manta hasta la barbilla para cubrirse—. Por favor… dejadme en paz.

—Si no te levantas y te vistes, mi Perro te vestirá a la fuerza.

—Os lo suplico, príncipe mío…

—Ahora soy el rey. Perro, sácala de la cama.

Sandor Clegane la cogió por la cintura y la levantó del colchón de plumas, mientras ella se debatía sin apenas fuerzas. La manta cayó al suelo. Únicamente llevaba puesto un fino camisón para cubrir su desnudez.

—Haced lo que os han dicho, niña —dijo Clegane—. Vestíos. —La empujó hacia el guardarropa con unas manos que eran casi gentiles.

—Hice lo que me pidió la reina —dijo Sansa mientras se apartaba de él—, escribí las cartas, puse lo que ella me dijo. Me prometisteis que seríais misericordioso. Por favor, dejadme volver a casa. No os traicionaré. Seré buena, lo juro, no tengo sangre de traidor, de verdad. Sólo quiero volver a mi casa. —De repente recordó sus modales—. Si os place —terminó con voz débil.

—Pues no me place —dijo Joffrey—. Mi madre dice que, pese a todo, tengo que casarme contigo, así que te quedarás aquí y harás lo que te diga.

—¡No quiero casarme contigo! —aulló Sansa—. ¡Le has cortado la cabeza a mi padre!

—Era un traidor. Y no te dije que lo fuera a perdonar, sólo que sería misericordioso, y lo fui. Si no hubiera sido tu padre, lo habría hecho descuartizar, o desollar. En cambio le proporcioné una muerte limpia.

Sansa lo miró como si lo viera por primera vez. Llevaba un jubón carmesí con dibujos de leones y capa de hilo de oro con un cuello alto que le enmarcaba el rostro. ¿Cómo era posible que alguna vez le hubiera parecido atractivo? Tenía los labios blandos y rojos, como los gusanos que salen después de la lluvia, y los ojos engreídos y crueles.

—Te odio —susurró.

—Mi madre me dice que no está bien que un rey golpee a su esposa —dijo Joffrey con el rostro tenso—. Ser Meryn.

Antes de que se diera cuenta, el caballero estaba ante ella, le apartó la mano con la que intentaba protegerse el rostro, y le dio un bofetón de revés en la oreja. Sansa no se dio cuenta de que había caído al suelo, pero de pronto se encontró tirada sobre las alfombras. La cabeza le resonaba. Ser Meryn Trant se alzaba sobre ella con los nudillos del guante de seda blanca cubiertos de sangre.

—¿Vas a obedecer, o hago que te vuelva a castigar?

—Haré… lo que decís… mi señor. —Sansa no sentía la oreja. Se llevó la mano hacia ella, y los dedos se le mancharon de rojo.

—«Alteza» —la corrigió Joffrey—. Quiero verte en la corte. —Se dio media vuelta y salió. Ser Meryn y Ser Arys lo siguieron, pero Sandor Clegane se demoró un instante para ayudarla a ponerse en pie.

—Ahorraos un poco de dolor, niña. Dadle lo que quiere.

—¿Qué… qué quiere? Decídmelo, por favor.

—Quiere que sonriáis, que oláis bien y seáis su dama —gruñó el Perro—. Quiere oíros recitar todas las palabras bonitas que os enseñó la septa. Quiere que lo améis… y que lo temáis.

Cuando salió, Sansa volvió a dejarse caer sobre las alfombras y se quedó mirando la pared hasta que dos doncellas entraron tímidamente en la habitación.

—Por favor, necesito agua caliente para el baño —les dijo—. Y perfume, y polvos para tapar esta magulladura. —Tenía el lado derecho de la cara hinchado, le empezaba a doler, pero sabía que Joffrey querría verla hermosa.

El agua caliente le hizo pensar en Invernalia, y aquello le dio fuerzas. No se había lavado desde el día de la muerte de su padre, y se sobresaltó al ver lo sucia que se ponía el agua. Las doncellas le enjuagaron la sangre de la cara, le frotaron la suciedad de la espalda, y le lavaron el pelo y se lo cepillaron hasta que volvió a ser la melena castaña y rizada de antes. Sansa no hablaba con ellas más que para darles órdenes. Eran sirvientas Lannister, no le merecían confianza. A la hora de vestirse, eligió la túnica de seda verde que había llevado durante el torneo. Recordó lo galante que había sido Joff con ella la noche del festín. Quizá él también lo recordara al ver el vestido y la tratara con más gentileza.

Mientras esperaba, bebió un vaso de suero de leche y mordisqueó unas galletitas dulces para tener algo en el estómago. Era ya mediodía cuando Ser Meryn fue a buscarla. Se había puesto la armadura blanca: coraza articulada con adornos de oro, yelmo alto con cresta dorada en forma de rayos de sol, canilleras, gorjal, guanteletes y botas brillantes, y una pesada capa de lana sujeta con un broche en forma de león. Había quitado el visor del yelmo para que se viera mejor su rostro severo. Tenía bolsas grises bajo los ojos, boca cruel, y cabello rojizo salpicado de canas.

—Mi señora —dijo con una reverencia, como si no la hubiera golpeado con saña hacía apenas tres horas—. Su Alteza me ha ordenado que os escolte hasta el salón del trono.

—¿Os ha ordenado también que me golpeéis si me niego a ir?

—¿Os negáis, mi señora?

La mirada que clavaba en ella carecía por completo de expresión. Ni siquiera miró el moretón que le había hecho en la cara. Sansa se dio cuenta de que no la odiaba. Tampoco la apreciaba. No sentía nada hacia ella. Para el caballero, ella no era más que una… una cosa.

—No —dijo al tiempo que se levantaba. Hubiera querido gritarle, golpearlo, hacerle tanto daño como le había hecho a ella, advertirle que si se atrevía a abofetearla de nuevo ordenaría que lo exiliaran cuando fuera reina… pero recordó lo que le había dicho el Perro—. Haré lo que ordene Su Alteza.

—Igual que yo —replicó él.

—Sí… pero vos no sois un auténtico caballero, Ser Meryn.

Sansa sabía que Sandor Clegane se habría reído. Otros hombres la habrían insultado, o amenazado, o suplicado perdón. Ser Meryn Trant, no. A Ser Meryn Trant no le importaba en absoluto.

En la galería no había nadie aparte de Sansa. Se quedó allí de pie, con la cabeza inclinada, tratando de contener las lágrimas mientras Joffrey, sentado en el Trono de Hierro, dispensaba lo que él consideraba justicia. Nueve de cada diez casos lo aburrían, se los pasaba al Consejo, y se movía inquieto mientras Lord Baelish, el Gran Maestre Pycelle o la reina Cersei resolvían el asunto. Pero, cuando decidía fallar respecto a algo, ni la reina madre podía hacerlo cambiar de opinión.

Llevaron a su presencia a un ladrón, e hizo que Ser Ilyn le cortara la mano allí mismo, en la corte. Dos caballeros le presentaron una disputa por unas tierras, y decretó que se batieran en duelo al amanecer. «A muerte», añadió. Una mujer cayó de rodillas para suplicarle que le entregara la cabeza de un hombre ejecutado por traición. Dijo que lo había amado, y que quería darle un entierro digno.

—Si amabas a un traidor, seguro que tú también eres una traidora —dijo Joffrey. Dos capas doradas se la llevaron a rastras a las mazmorras.

Lord Slynt estaba sentado a la cabeza de la mesa del Consejo, con su cara de sapo; llevaba un jubón de terciopelo negro y una deslumbrante capa de hilo de oro, y asentía con aprobación cada vez que el rey pronunciaba una sentencia. Sansa miró con odio aquel rostro tan poco agraciado, recordando cómo había tirado al suelo a su padre para que Ser Ilyn lo decapitara. Deseaba con todas sus fuerzas hacerle daño, deseaba que algún héroe lo tirase a él al suelo y le cortara la cabeza.

«Ya no quedan héroes», susurró una vocecita en su interior, y recordó lo que Lord Petyr le había dicho en aquel mismo lugar: «La vida no es una canción, querida. Algún día lo descubrirás, y será doloroso».

«En la vida real, los monstruos vencen», se dijo, y volvió a oír la voz del Perro, un sonido frío de metal contra piedra: «Ahorraos un poco de dolor, niña. Dadle lo que quiere».

El último caso fue el de un bardo de taberna, un hombre rechoncho acusado de cantar una canción en la que se ridiculizaba al difunto rey Robert. Joff hizo que le entregaran su lira, y le ordenó que cantara la canción allí mismo. El bardo se echó a llorar, y juró que no volvería a cantar aquella canción, pero el rey insistió. Era una canción graciosa, sobre Robert luchando con un cerdo. El cerdo era el jabalí que lo había matado, pero Sansa se dio cuenta de que en algunos versos casi parecía como si hablara de la reina. Cuando terminó, Joffrey anunció que había decidido mostrarse misericordioso: el bardo conservaría los dedos o la lengua. Disponía de un día entero para tomar la decisión. Janos Slynt asintió.

Fue el último asunto de la tarde, para alivio de Sansa, pero su tortura personal no había concluido. Cuando la voz del heraldo despidió a la corte, salió corriendo de la galería, sólo para encontrarse con Joffrey, que la esperaba al pie de las escaleras. El Perro y Ser Meryn iban con él. El joven rey la examinó de pies a cabeza con ojo crítico.

—Tienes mucho mejor aspecto que antes.

—Gracias, Alteza —dijo Sansa. Eran palabras vacías, pero lo hicieron asentir y sonreír.

—Pasea conmigo —ordenó Joffrey al tiempo que le ofrecía el brazo. Sansa no tuvo más remedio que aceptar. El roce de su mano, que otrora la hubiera emocionado, ahora le provocaba escalofríos—. Pronto será mi día del nombre —añadió Joffrey mientras se dirigían hacia el fondo del salón del trono—. Habrá un gran festín, y regalos. ¿Qué me vas a regalar tú?

—Eh… aún no lo he pensado, mi señor.

—«Alteza» —la corrigió bruscamente—. Eres estúpida, ¿no? Mi madre dice que sí.

—¿De veras? —Con todo lo que había pasado, ya no debería tener el poder de hacerle daño con unas simples palabras, pero le seguían resultando dolorosas. La reina había sido siempre tan amable con ella…

—Sí. Tiene miedo de que nuestros hijos sean tan estúpidos como tú, pero le he dicho que no debe preocuparse. —El rey hizo un gesto, y Ser Meryn les abrió la puerta.

—Gracias, Alteza —murmuró.

«El Perro tenía razón —pensó—. No soy más que un pajarito que repite las palabras que me han enseñado.» El sol se había puesto tras el muro oeste, y las piedras de la Fortaleza Roja tenían un brillo oscuro como la sangre.

—En cuanto sea posible, te dejaré preñada —dijo Joffrey mientras caminaban por el patio de entrenamientos—. Si el primero sale estúpido, te cortaré la cabeza y me buscaré una esposa más lista. ¿Cuándo crees que podrás tener hijos?

—La septa Mordane dice que la mayoría… —Sansa estaba tan avergonzada que no podía mirarlo a la cara—. La mayoría de las niñas de noble cuna tienen el florecimiento a los doce o trece años.

Joffrey asintió.

—Por aquí. —La llevó hacia la caseta de guardia, en la base de las escaleras que llevaban a las almenas.

—No —dijo Sansa con voz teñida de miedo, mientras se apartaba de él, temblorosa. Había comprendido adónde se dirigían—. No, por favor, no me obliguéis, os lo suplico…

—Quiero enseñarte lo que les pasa a los traidores. —Joffrey apretó los labios.

—No quiero subir. —Sansa agitaba la cabeza, enloquecida—. No quiero subir.

—Le diré a Ser Meryn que te suba a rastras —replicó él—. Y será peor. Más te vale obedecer.

Joffrey fue a agarrarla por el brazo, y Sansa se apartó, retrocedió y chocó contra el Perro.

—Subid, niña —dijo Sandor Clegane al tiempo que la empujaba hacia el rey. Tenía la boca torcida hacia el lado quemado de la cara, y Sansa casi pudo oír el resto de la frase: «Te hará subir sea como sea, así que dale lo que quiere».

Se obligó a tomar la mano tendida de Joffrey. El ascenso fue una pesadilla, cada peldaño le suponía un esfuerzo, como si los peldaños fueran de barro y se hundiera hasta los tobillos. ¡Y cuántos peldaños había! Eran miles, miles de miles, siempre en dirección al horror que aguardaba en el baluarte.

Desde lo más alto de las almenas se divisaba el mundo entero. Sansa alcanzó a ver el Gran Sept de Baelor en la colina de Visenya, donde había muerto su padre. Al otro extremo de la calle de las Hermanas estaban las ruinas ennegrecidas por el fuego de Pozo Dragón. En el oeste, el sol rojizo estaba ya medio oculto tras la Puerta de los Dioses. El mar salado quedaba a su espalda, y al sur estaban el mercado del pescado, los muelles y las corrientes agitadas del río Aguasnegras. Y al norte…

Se volvió en aquella dirección, y sólo vio la ciudad, las calles, los callejones, las colinas y las hondonadas, y más calles, y más callejones, y a lo lejos los muros de piedra. Pero sabía que al otro lado estaba el campo, granjas, prados, bosques, y aún más allá, al norte, muy al norte, se alzaba Invernalia.

—¿Qué miras? —preguntó Joffrey—. Esto es lo que quiero que veas. Ahí.

Un grueso parapeto de piedra protegía el extremo exterior del baluarte, era tan alto que le llegaba a Sansa a la barbilla, y cada metro y medio había aspilleras para los arqueros. Las cabezas estaban entre las aspilleras, a todo lo largo del muro, clavadas en picas de hierro de manera que parecieran contemplar la ciudad. Sansa las había visto nada más salir al adarve, pero el río, las calles bulliciosas y el sol poniente eran un espectáculo mucho más hermoso.

«Puede obligarme a mirar las cabezas —se dijo—, pero no puede obligarme a verlas.»

—Éste es tu padre —dijo—. Éste de aquí. Perro, dale la vuelta para que lo vea.

Sandor Clegane cogió la cabeza por el pelo y la giró. La habían bañado en brea para que se conservara más tiempo. Sansa la miró con tranquilidad, sin verla. En realidad no parecía su padre. Ni siquiera parecía real.

—¿Cuánto tiempo he de mirarla?

—¿Quieres ver el resto? —Joffrey pareció decepcionado. Había muchas.

—Si a Su Alteza le place…

Joffrey la precedió por el adarve, pasaron junto a una docena de cabezas y también ante dos picas vacías.

—Estas dos las guardo para mis tíos Stannis y Renly —explicó.

El resto de las cabezas llevaban clavadas mucho más tiempo que la de su padre. A pesar de la brea, la mayoría ya no eran reconocibles. El rey le señaló una.

—Ésa de ahí es la de tu septa.

Sansa ni siquiera habría sabido que se trataba de una mujer. La mandíbula podrida se había desprendido, y los pájaros le habían comido una oreja y casi toda una mejilla. Se había preguntado a menudo qué había sido de la septa Mordane, aunque se dio cuenta de que, en realidad, lo había sabido desde el principio.

—¿Por qué la matasteis a ella? —preguntó—. Había hecho votos a los dioses…

—Era una traidora. —Joffrey estaba de mal humor. La reacción de Sansa no era la que había esperado—. Aún no me has dicho qué me vas a regalar por mi día del nombre. ¿Quieres que yo te haga un regalo a ti?

—Si mi señor lo desea… —respondió.

—Tu hermano también es un traidor, ¿lo sabías? —Joffrey sonrió, y Sansa supo que se estaba burlando de ella. Giró en la pica la cabeza de la septa Mordane—. Me acuerdo de él, de cuando lo vi en Invernalia. Mi perro decía que era el señor de la espada de madera. ¿Verdad, Perro?

—¿Sí? —replicó el Perro—. No lo recuerdo.

—Tu hermano derrotó a mi tío Jaime. —Joffrey se encogió de hombros, con gesto petulante—. Mi madre dice que fue una traición y una trampa vil. Cuando se enteró lloró mucho. Todas las mujeres son débiles, hasta ella, aunque finja que no. Dice que nos tenemos que quedar en Desembarco del Rey por si atacan mis otros tíos, pero a mí no me importa. Después del festín del día de mi nombre, reuniré un ejército y mataré a tu hermano yo mismo. Eso es lo que te regalaré. La cabeza de tu hermano.

—Puede que mi hermano me regale tu cabeza —se oyó decir Sansa, embargada por la furia.

—No te burles de mí. —Joffrey frunció el ceño—. Una buena esposa no se burla de su señor. Meryn, dale una lección.

En aquella ocasión el caballero la agarró por la barbilla y le mantuvo la cabeza inmóvil mientras la golpeaba. Le dio dos bofetadas, de izquierda a derecha la primera, de derecha a izquierda la segunda, más fuerte. Le partió el labio, y la sangre le corrió por la barbilla y se le mezcló con la sal de las lágrimas.

—Te pasas la vida llorando —le reprochó Joffrey—. Estás más bonita cuando sonríes. —Sansa se obligó a sonreír por miedo a que le dijera a Ser Meryn que la golpeara de nuevo si no lo hacía, pero no sirvió de nada, el rey sacudió la cabeza—. Límpiate la sangre, estás hecha un asco.

El parapeto exterior le llegaba a la mandíbula, pero en el lado interior del adarve no había nada, nada excepto una caída libre hasta el patio, veinte o veinticinco metros más abajo. Se dijo que sólo tenía que darle un empujón. Estaba justo allí, justo allí, sonriendo con aquellos labios gordos como gusanos.

«Puedes hacerlo —se dijo—. Puedes hacerlo. Ahora.» Ni siquiera le importaba caer con él. No le importaba lo más mínimo.

—Miradme, niña. —Sandor Clegane se había arrodillado ante ella, ¡entre ella y Joffrey! Con una delicadeza sorprendente en un hombre tan corpulento, le secó la sangre que manaba del labio roto.

—Os lo agradezco —dijo Sansa con la vista baja. Había perdido la ocasión. Era una niña buena, y siempre cuidaba sus modales.

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