JON

—¿Te encuentras bien, Nieve? —preguntó Lord Mormont con el ceño fruncido.

Bien —graznó el cuervo—. Bien.

—Sí, mi señor —mintió Jon en voz muy alta, como si así lo hiciera más cierto—. ¿Y vos?

—Ha intentado asesinarme un hombre muerto —replicó Mormont con mala cara—. ¿Cómo voy a estar bien? —Se rascó la barbilla. El fuego le había chamuscado la barba gris, y se la había afeitado. La sombra del nuevo bigote lo hacía parecer viejo, indigno, gruñón—. No tienes buen aspecto. ¿Qué tal va esa mano?

—Se me está curando. —Jon flexionó los dedos vendados para demostrárselo. Al coger las cortinas en llamas se había hecho quemaduras más graves de lo que creía, y tenía la mano derecha envuelta en sedas hasta el codo. En un primer momento no notó nada, el dolor comenzó más tarde. La piel roja empezó a supurar, y le aparecieron entre los dedos ampollas del tamaño de cucarachas—. El maestre dice que me quedarán cicatrices, pero que podré usar la mano como antes.

—Una mano con cicatrices no importa. En el Muro vas a llevar guantes casi siempre.

—Así es, mi señor. —No eran las cicatrices lo que le preocupaba, sino todo lo demás. El maestre Aemon le había dado la leche de la amapola, pero aun así el dolor había llegado a ser espantoso. Al principio le parecía que todavía le ardía la mano, día y noche. Apenas conseguía cierto alivio si la metía en un barreño de nieve y hielo picado. Gracias a los dioses, sólo Fantasma lo había visto tendido en la cama, sollozando de dolor. Y cuando conseguía dormirse, soñaba, lo que era todavía peor. En el sueño el cadáver con el que había peleado tenía los ojos azules, las manos negras y el rostro de su padre. Eso no se atrevió a contárselo a Mormont.

—Dywen y Hake volvieron anoche —dijo el Viejo Oso—. No encontraron ni rastro de tu tío. Igual que los demás.

—Lo sé. —Jon había conseguido llegar a la sala común para comer con sus amigos, y la búsqueda fallida de los exploradores era el tema de conversación.

—Lo sabes —gruñó Mormont—. ¿Cómo es que aquí todo el mundo lo sabe todo? —No parecía esperar una respuesta—. Por lo visto sólo había dos de esas… de esas criaturas, fueran lo que fueran, no pienso decir que eran hombres. Gracias a los dioses. Unas pocas más y… bueno, más vale no pensar en ello. Pero seguro que hay más. Me lo dicen mis viejos huesos, y el maestre Aemon está de acuerdo. Los vientos soplan cada vez más fríos. El verano toca a su fin, y se acerca un invierno como el mundo jamás ha visto.

«Se acerca el Invierno.» El lema de los Stark jamás le había parecido a Jon tan sombrío y ominoso.

—Mi señor —preguntó, titubeante—, se comenta que anoche llegó un pájaro…

—Sí. ¿Y qué?

—Pensaba que tal vez trajera noticias de mi padre.

Padre —se burló el viejo cuervo, que paseaba de un hombro de Mormont al otro—. Padre.

El Lord Comandante alzó la mano para cerrarle el pico, pero el cuervo saltó sobre su cabeza, sacudió las alas y voló por la sala para ir a posarse sobre la ventana.

—Ruido y dolor —gruñó Mormont—. Es lo único que traen los cuervos. No sé por qué aguanto a ese pajarraco. Si fueran noticias de Lord Eddard, ¿no crees que te habría hecho llamar? Bastardo o no, eres sangre de su sangre. El mensaje era sobre Ser Barristan Selmy. Por lo visto lo han echado de la Guardia Real. Ahora ocupa su lugar ese perro negro de Clegane, y se busca a Selmy por traición. Al parecer, los muy imbéciles enviaron a dos hombres a detenerlo, pero mató a ambos y escapó. —Mormont soltó un bufido que dejaba bien clara su opinión sobre alguien tan estúpido como para enviar a unos capas doradas contra un caballero renombrado como Barristan el Bravo—. En los bosques hay sombras blancas, los muertos recorren nuestras habitaciones, y ahora hay un niño en el Trono de Hierro —añadió, asqueado.

Niño, niño, niño, niño —graznó el cuervo.

Jon recordó que el Viejo Oso había puesto sus esperanzas en Ser Barristan. Si el anciano había caído en desgracia, ¿qué esperanza había de que se prestara atención a su carta? Apretó el puño. El dolor le azotó los dedos quemados como un latigazo.

—¿Se sabe algo de mis hermanas?

—En el mensaje no se mencionaba a Lord Eddard ni a las niñas. —Se encogió de hombros, irritado—. Puede que no recibieran mi carta. Aemon envió dos copias, con sus mejores pájaros, pero, ¿quién sabe? Lo más probable es que Pycelle no se haya molestado en contestar. No sería la primera vez, ni la última. Me temo que en Desembarco del Rey no nos conceden mucha importancia. Sólo nos dicen lo que quieren que sepamos, o sea, bien poca cosa.

«Y vos me decís sólo lo que queréis que sepa, o sea, todavía menos», pensó Jon con resentimiento. Su hermano Robb había convocado a los vasallos e iba rumbo al sur, en pie de guerra, pero nadie le había dicho ni palabra… sólo Samwell Tarly, que le leyó la carta al maestre Aemon y aquella misma noche se lo contó todo a Jon, sin dejar de protestar porque no debía hacerlo. Sin duda pensaban que lo que hiciera su hermano no era asunto suyo. Aquello lo preocupaba hasta límites indecibles. Robb marchaba hacia el sur, y él no. Por mucho que se repitiera que ahora su lugar estaba en el Muro, con sus nuevos hermanos, seguía sintiéndose un cobarde.

Maíz —graznaba el cuervo—. Maíz, maíz.

—Cállate de una vez —le dijo el Viejo Oso—. Nieve, ¿cuándo te ha dicho el maestre Aemon que podrás volver a usar la mano?

—Pronto —respondió Jon.

—Bien. —Lord Mormont puso sobre la mesa, entre ellos, una gran espada, metida en una vaina de metal negro con incrustaciones de plata—. Entonces, estarás preparado para esto. —El cuervo se posó sobre la mesa, curioso. Jon titubeó. No sabía qué significaba aquello.

—¿Mi señor?

—El fuego fundió la plata del pomo, y quemó la cruz y la empuñadura. Cuero seco y madera vieja, qué otra cosa podía pasar. En cambio, la hoja… haría falta un fuego cien veces más caliente para dañar la hoja. —Mormont empujó la vaina en dirección a Jon—. Ordené que te hicieran nuevo el resto. Cógela.

Cógela —repitió el cuervo—. Cógela, cógela.

Jon cogió la espada con la mano izquierda, la derecha la tenía envuelta en vendas, y la sentía demasiado torpe. Con cuidado, sacó el arma de la vaina, y se la puso al nivel de los ojos.

El pomo era un trozo de piedra blanca, rellena de plomo para darle equilibrio con respecto a la larga hoja. Estaba tallado en forma de cabeza de lobo con las fauces abiertas, y los ojos eran esquirlas de granate. La empuñadura era de cuero virgen, suave y negro, aún no tenía manchas de sudor ni de sangre. La hoja era un palmo más larga que la de las espadas a las que Jon estaba acostumbrado, apta tanto para las estocadas como para los tajos, con tres canales profundos para aligerarla. Hielo era un espadón auténtico, para manejarlo con las dos manos, mientras que aquélla se esgrimía con una o con dos, y algunos la llamaban «espada de bastardos». Pese a su tamaño, resultaba más ligera que las que había esgrimido en el pasado. Jon giró la hoja, vio las ondulaciones en el acero oscuro, allí donde el metal había sido plegado sobre sí mismo una y otra vez.

—Es acero valyriano, mi señor —dijo, intrigado. Su padre le había dejado manejar a Hielo a menudo, así que reconocía el aspecto y el tacto.

—Así es —asintió el Viejo Oso—. Era la espada de mi padre, y también fue la de mi abuelo. Lleva cinco siglos en poder de los Mormont. Yo también la esgrimí en mis tiempos, y se la entregué a mi hijo cuando vestí el negro.

«Me regala la espada de su hijo», Jon apenas si se lo podía creer. El equilibrio de la hoja era exquisito. El filo tenía un brillo tenue al recibir el beso de la luz.

—Vuestro hijo…

—Mi hijo deshonró a la Casa Mormont, pero al menos tuvo la amabilidad de dejar la espada cuando se dio a la fuga. Mi hermana me la hizo llegar, pero sólo con verla recordaba el nombre de Jorah, así que la guardé, y no volví a pensar en ella hasta que la encontré entre las cenizas de mi dormitorio. El pomo original era una cabeza de oso forjada en plata, pero estaba tan usada que apenas si se distinguía ya la forma. Pensé que un lobo blanco sería más apropiado para ti. Uno de los constructores trabaja muy bien la piedra.

Cuando Jon tenía la edad de Bran, había soñado a menudo con llevar a cabo grandes hazañas, el sueño típico de todos los niños. Los detalles de las hazañas iban cambiando, pero a menudo se imaginaba que salvaba la vida de su padre. Después Lord Eddard declaraba que Jon había demostrado que era un auténtico Stark, y le ponía a Hielo en la mano. Incluso en aquellos tiempos sabía ya que era una tontería infantil, ningún bastardo podía esperar esgrimir la espada de un padre. Hasta el simple recuerdo le daba vergüenza. ¿Qué clase de hombre arrebataba a su hermano su derecho de nacimiento?

«No tengo derecho a esta espada —pensó—, igual que no tenía derecho a Hielo.» Movió los dedos quemados, y sintió un latido de dolor bajo la piel.

—Me honráis, mi señor, pero…

—Déjate de peros, chico —lo interrumpió Lord Mormont—. De no ser por ti y por esa bestia que te acompaña, no estaría aquí sentado. Luchaste como un valiente… y, lo que es más importante, pensaste con rapidez. ¡Fuego! Claro, maldita sea. Teníamos que haberlo imaginado. Teníamos que haberlo recordado. No es la primera vez que llega la Larga Noche. Sí, ocho mil años es mucho tiempo, claro… pero, si la Guardia de la Noche no recuerda, ¿quién lo hará?

¿Quién? —repitió el cuervo—. ¿Quién? ¿Quién?

Sin duda los dioses habían escuchado las plegarias de Jon aquella noche; el fuego había prendido las ropas del hombre muerto, y lo habían consumido como si tuviera cera en vez de carne, como si sus huesos fueran de madera vieja y seca. A Jon le bastaba con cerrar los ojos para volver a ver a aquella cosa tambaleándose por la habitación, chocando contra los muebles y tratando de sacudirse las llamas. Lo que más lo obsesionaba era el rostro, rodeado por un halo de fuego, con el pelo en llamas como si fuera de paja, mientras la carne muerta se derretía y dejaba el cráneo al descubierto.

Fuera cual fuera la fuerza demoníaca que movía a Othor, las llamas habían acabado con ella; la cosa retorcida que encontraron entre las cenizas no era más que carne asada y huesos chamuscados. Pero, en sus pesadillas, volvía a enfrentarse a aquello… y el cadáver ardiente tenía el rostro de Lord Eddard. Era la piel de su padre la que ardía y se chamuscaba, los ojos de su padre los que corrían líquidos por las mejillas como lágrimas de gelatina. Jon no entendía qué era aquello, ni qué significaba, pero el sueño lo aterrorizaba.

—Una espada es un pago escaso a cambio de una vida —concluyó Mormont—. Cógela, no quiero oír nada más al respecto, ¿entendido?

—Sí, mi señor. —El cuero blando cedió bajo los dedos de Jon, como si la espada empezara ya a amoldarse a su mano. Sabía que era un honor, se sentía honrado, pero…

«No es mi padre. —El pensamiento brotó de súbito en la mente de Jon—. Lord Eddard Stark es mi padre. No lo olvidaré. No importa cuántas espadas me den, no lo olvidaré.» Pero no podía decirle a Lord Mormont que soñaba con la espada de otro hombre…

—Y nada de frases corteses —siguió Mormont—. Así que ahórrate los cumplidos. Honra este acero con hechos, no con palabras.

Jon asintió.

—¿Tiene nombre, mi señor?

—Lo tuvo. La llamábamos Garra.

Garra —repitió el cuervo—. Garra.

Garra es un buen nombre. —Jon tiró una estocada tentativa. Se sentía muy torpe e incómodo con la mano izquierda, pero el acero parecía fluir por el aire como si tuviera voluntad propia—. Los lobos también tienen garras, igual que los osos.

—Me imagino que sí. —El Viejo Oso pareció complacido—. Supongo que querrás ponerte la vaina al hombro; es demasiado larga para llevarla a la cintura, al menos hasta que no crezcas unos centímetros más. Y tendrás que practicar los golpes a dos manos. Ser Endrew te podrá enseñar unos cuantos cuando se te curen las manos.

—¿Ser Endrew? —Jon no conocía de nada aquel nombre.

—Ser Endrew Tarth, es un buen hombre. Está de camino, viene de la Torre Sombría para ocupar su lugar como maestro de armas. Ser Alliser Thorne partió ayer hacia Guardiaoriente del Mar.

—¿Por qué? —preguntó Jon como un idiota mientras bajaba la espada.

—Porque lo he enviado yo —contestó Mormont con un bufido—, ¿qué te pensabas? Lleva con él la mano que tu Fantasma le arrancó al cadáver de Jafer Flores. Le he ordenado que la lleve a Desembarco del Rey y la ponga delante de ese niño rey. Si con eso no conseguimos captar la atención del joven Joffrey… Y Ser Alliser es un caballero ungido, de noble cuna, tiene viejos amigos en la corte. No pasarán por alto lo que diga, como si fuera un vulgar cuervo.

¡Cuervo! —graznó la mascota. A Jon le pareció que había una nota de indignación en la voz del pájaro.

—Además —siguió el Lord Comandante, haciendo caso omiso de la protesta de su mascota—, así consigo poner mil leguas entre vosotros dos, sin que parezca un castigo para él. —Señaló a Jon con un dedo—. No pienses ni por un momento que esto significa que apruebo aquella tontería de la sala común. El valor compensa la estupidez hasta cierto punto, pero ya no eres ningún niño, tengas los años que tengas. Ahora tienes una espada de hombre, y para esgrimirla tendrás que ser un hombre. De ahora en adelante espero que te comportes como tal.

—Sí, mi señor. —Jon volvió a guardar la espada en la vaina con adornos de plata. No era la hoja que hubiera preferido, pero era un regalo noble, y librarlo de la malevolencia de Alliser Thorne era más noble todavía.

—Ya se me había olvidado lo que pica la barba al salir —dijo el Viejo Oso rascándose debajo de la barbilla—. En fin, es inevitable. ¿Tienes la mano suficientemente bien para retomar tus obligaciones?

—Sí, mi señor.

—Bien. La noche va a ser fría, querré vino especiado. Búscame una jarra de tinto, que no sea demasiado agrio, y no escatimes con las especias. Y dile a Hobb que si me vuelve a mandar carne hervida de carnero, lo herviré yo a él. La última vez era de color gris, no la quiso ni el cuervo. —Acarició la cabeza del pájaro con el pulgar, y éste arrulló, satisfecho—. Venga, lárgate. Tengo trabajo.

Los guardias le sonrieron desde sus nichos cuando descendió por las escaleras de la torre, con la espada en la mano sana.

—Hermoso acero —le dijo uno de los hombres.

—Te lo has ganado, Nieve —comentó otro.

Jon se forzó a devolverles las sonrisas, pero no le puso sentimiento. Le dolía la mano, y tenía en la boca un extraño sabor a rabia, aunque no habría sabido decir con quién estaba enfadado, ni por qué.

Al salir de la Torre del Rey, que era la nueva residencia del Lord Comandante Mormont, se encontró con una docena de sus amigos al acecho. Habían colgado un blanco en las puertas del granero para fingir que estaban practicando el tiro con arco, pero sabía que era la curiosidad lo que los había llevado allí. Nada más salir, oyó la voz de Pyp.

—Venga, trae acá, vamos a echarle un vistazo.

—¿A qué? —preguntó Jon.

—A tu culo rosado —contestó Sapo mientras se acercaba—, ¿a ti qué te parece?

—A la espada —dijo Grenn—. Queremos ver la espada.

—Lo sabíais. —Jon los miró con gesto acusador.

—No todos somos tan estúpidos como Grenn —dijo Pyp sonriendo.

—Tú sí —replicó Grenn—. Tú eres aún más estúpido.

—Ayudé a Pate a tallar la piedra para el pomo —dijo Halder el constructor, encogiéndose de hombros en gesto de disculpa—, y tu amigo Sam compró los granates en Villa Topo.

—Y nosotros lo supimos antes aún —dijo Grenn—. Rudge estaba ayudando a Donal Noye en la forja cuando el Viejo Oso le llevó la espada quemada.

—¡La espada! —insistió Matt. Los otros corearon la petición—. ¡La espada, la espada, la espada!

Jon desenvainó a Garra y se la mostró, girando la hoja para que la admirasen en todo su esplendor. La espada bastarda brillaba a la escasa luz del sol, oscura y mortífera.

—Acero valyriano —declaró con solemnidad, tratando de que su voz sonara tan satisfecha y orgullosa como debería haberse sentido él.

—Una vez me contaron la historia de un hombre que tenía una navaja de acero valyriano —declaró Sapo—. Se cortó la cabeza al afeitarse.

—La Guardia de la Noche existe desde hace miles de años —dijo Pyp con una sonrisa—, pero me juego lo que sea a que Lord Nieve es el primer hermano al que colman de honores por quemar la Torre del Lord Comandante.

Los demás se echaron a reír, y hasta Jon tuvo que esbozar una sonrisa. En realidad, el incendio que había provocado no había acabado con la formidable torre de piedra, pero sí con el interior de los dos pisos más altos, donde estaban las habitaciones del Viejo Oso. Pero nadie parecía preocupado, porque el mismo fuego destruyó también el cadáver asesino de Othor.

El otro espectro, la cosa de una mano que antes fuera el explorador llamado Jafer Flores, también había sido destruido, despedazado por una docena de espadas… pero al precio de la vida de Ser Jaremy Rykker y otros cuatro hombres. Ser Jaremy había cortado la cabeza al ser, pero el cadáver decapitado consiguió arrebatarle su daga y se la clavó en las entrañas. La fuerza y el valor servían de bien poco contra un enemigo que no podía morir, porque ya estaba muerto. Las armas y las armaduras tampoco eran protección suficiente.

—Tengo que hablar con Hobb sobre la comida del Viejo Oso —anunció Jon bruscamente al tiempo que envainaba a Garra. Tan sombríos pensamientos habían amargado el humor frágil de Jon.

Sus amigos tenían buenas intenciones, pero no podían comprenderlo. No era culpa suya, ellos no habían tenido que enfrentarse a Othor, no habían visto el brillo claro de aquellos ojos azules muertos, ni habían sentido el roce frío de los dedos negros muertos. Tampoco sabían nada de la batalla junto a los ríos. ¿Cómo iban a comprenderlo? Se dio media vuelta con gesto hosco y se alejó. Pyp gritó su nombre, pero Jon no le hizo caso.

Tras el incendio, habían vuelto a trasladarlo a su antigua celda, en la semiderruida Torre de Hardin. Fantasma estaba dormido junto a la puerta, pero alzó la cabeza al oír las pisadas de Jon. Los ojos rojos del huargo eran más oscuros que los granates, y más inteligentes que los de un hombre. Jon se arrodilló, le rascó la oreja, y le mostró el pomo de la espada.

—Mira. Eres tú. —Fantasma olisqueó su imagen tallada en piedra, y trató de lamerlo. Jon sonrió—. Tú eres el que se merece todos los honores —dijo al lobo…

… y, de pronto, recordó el momento en que lo había encontrado, sobre las nieves de las postrimerías del verano. Se alejaban ya con los otros cachorros, pero Jon oyó un ruido y dio media vuelta, y allí estaba el animalito, su pelaje blanco lo hacía casi invisible en los ventisqueros.

«Estaba solo —pensó—, lejos del resto de la camada. Era diferente, así que lo echaron.»

—¿Jon?

Alzó la vista. Samwell Tarly se mecía sobre los talones, nervioso. Tenía las mejillas enrojecidas, e iba envuelto en una gruesa capa. Parecía a punto de entrar en hibernación.

—¿Qué pasa, Sam? —Jon se levantó—. ¿Quieres ver la espada? —Si los demás se habían enterado, Sam también, sin duda. Pero el chico gordo hizo un gesto de negación.

—Fui el heredero de la de mi padre —dijo con tristeza—. Veneno de Corazón. Lord Randyll me la dejó coger unas cuantas veces, pero a mí me daba miedo. Era de acero valyriano, muy bonito, pero tan afilado que me daba miedo cortar a alguna de mis hermanas. Supongo que ya la tendrá Dickon. —Se secó en la capa las manos sudorosas—. Yo… eh… el maestre Aemon quiere verte.

—¿Por qué? —preguntó bruscamente. Todavía no era hora de que le cambiaran los vendajes. Jon frunció el ceño con desconfianza. Sam bajó la vista, avergonzado. Aquello era respuesta más que suficiente—. Tú se lo dijiste, ¿verdad? —se enfadó Jon—. Le dijiste que me lo habías contado.

—Es que… Jon… no quería, pero… me preguntó… o sea… creo que lo sabía, a veces ve cosas que nadie más ve…

—¡Por los dioses, pero si es ciego! —replicó Jon, airado—. No hace falta que me acompañes, ya me sé el camino. —Se alejó, dejando a Sam allí de pie, boquiabierto y tembloroso.

El maestre Aemon estaba en las pajareras, dando de comer a los cuervos. Clydas iba tras él, de jaula en jaula, cargando con un cubo de carne picada.

—Sam me ha dicho que queríais verme.

—Así es —asintió el maestre—. ¿Tienes la bondad de ayudarme? Clydas, dale el cubo a Jon. —El hermano jorobado de los ojos rojizos entregó el cubo a Jon, y se dirigió hacia las escaleras—. Ve echando la carne a las jaulas —le indicó Aemon—. Los pájaros se encargarán del resto.

Jon se pasó el cubo a la mano derecha y metió la izquierda entre los pedazos sanguinolentos. Los cuervos empezaron a graznar y a volar hacia los barrotes, golpeando el metal con alas negras como la noche. La carne estaba cortada en trozos no más grandes que la yema de un dedo. Metió el puño y echó a la jaula los bocados crudos, y los graznidos y picotazos se incrementaron. Dos de los pájaros más grandes empezaron a pelearse por un trozo, y las plumas volaron por los aires. Jon se apresuró a coger un segundo puñado y echarlo en la jaula.

—Al cuervo de Lord Mormont le gusta la fruta y el maíz.

—Es un pájaro extraño —dijo el maestre—. Los cuervos comen grano, pero prefieren la carne. Los hace más fuertes, y mucho me temo que les gusta el sabor de la sangre. En eso se parecen a los hombres… y, al igual que sucede con los hombres, no todos los cuervos son iguales.

Jon no encontró nada que decir. Siguió echando carne a las jaulas, preguntándose para qué lo había llamado. Sin duda el anciano se lo diría a su debido tiempo. El maestre Aemon no era de los que se apresuraban.

—También se puede entrenar a las palomas para que lleven mensajes —siguió el maestre—. Pero el cuervo es más fuerte, más grande, más atrevido, mucho más listo, está más capacitado para defenderse de los halcones… Por desgracia, los cuervos son negros, y comen carroña, así que hay hombres temerosos de los dioses que los aborrecen. Baelor el Santo intentó sustituir todos los cuervos por palomas, ¿a que no lo sabías? —El maestre sonrió y clavó en Jon sus ojos blancos—. La Guardia de la Noche prefiere a los cuervos.

—Dywen dice que los salvajes nos llaman cuervos —dijo Jon, inseguro. Tenía la mano metida en el cubo, la sangre le llegaba a la muñeca.

—El cuervo es el pariente pobre del grajo. Ambos son mendigos negros, odiados e incomprendidos.

Jon no entendía de qué estaban hablando, ni por qué. ¿Qué le importaban a él los cuervos y las palomas? Si el anciano quería decirle algo, ¿por qué no lo hacía de una vez?

—Jon, ¿te has preguntado alguna vez por qué los hombres de la Guardia de la Noche no toman esposa, ni engendran hijos? —inquirió el maestre Aemon.

—No —contestó el muchacho encogiéndose de hombros. Echó más carne a los pájaros. Tenía los dedos de la mano izquierda pegajosos de sangre, y la derecha le dolía por el peso del cubo.

—Para que no amen —respondió el anciano—. Porque el amor es veneno para el honor, es la muerte para el deber.

A Jon no le parecía bien, pero no dijo nada. El maestre tenía cien años Y era un oficial superior de la Guardia de la Noche; no le correspondía a él llevarle la contraria. Pero el anciano pareció percibir sus dudas.

—Dime una cosa, Jon: si llegara un día en que tu padre tuviera que elegir entre su honor por un lado, y sus seres amados por otro, ¿qué haría?

Jon titubeó. Le habría gustado decir que Lord Eddard jamás se deshonraría, ni siquiera por amor, pero una vocecita dentro de él le susurraba: «Engendró un bastardo, ¿eso es honorable? Y tu madre, ¿qué pasa con su deber para con ella? Ni siquiera menciona su nombre».

—Haría lo correcto —dijo… muy alto, como para compensar la vacilación—. Pasara lo que pasara.

—Entonces Lord Eddard es un hombre entre diez mil. La mayoría no somos tan fuertes. ¿Qué es el honor, comparado con el amor de una mujer? ¿Qué es el deber, comparado con el calor de un hijo recién nacido entre los brazos, o el recuerdo de la sonrisa de un hermano? Aire y palabras. Aire y palabras. Sólo somos humanos, y los dioses nos hicieron para el amor. Es nuestra mayor gloria, y nuestra peor tragedia.

»Los hombres que crearon la Guardia de la Noche sabían que su valor era lo único que se interponía entre el reino y la oscuridad del norte. Sabían que no debían tener lealtades repartidas que minaran su resolución. De manera que juraron no tener esposas ni hijos.

»Pero sí tenían hermanos y hermanas. Madres que los dieron a luz, padres que les pusieron sus nombres. Procedían de un centenar de reinos enfrentados, y sabían que los tiempos cambian, pero los hombres no. Así que juraron también que la Guardia de la Noche no tomaría parte en las disputas entre los reinos que defendía.

»Mantuvieron su promesa. Cuando Aegon asesinó a Harren el Negro, el hermano de Harren era Lord Comandante en el Muro, tenía a su disposición diez mil espadas. Pero no se puso en marcha. En los tiempos en que los Siete Reinos eran siete reinos, no pasaba ni una generación sin que tres o cuatro de ellos se declarasen la guerra. La Guardia nunca tomó parte. Cuando los ándalos cruzaron el mar Angosto y barrieron los reinos de los primeros hombres, los hijos de los reyes caídos se mantuvieron fieles a sus votos y permanecieron en sus puestos. Así ha sido siempre, desde mucho antes de lo que puedas imaginar. Es el precio del honor.

»Si no tiene nada que temer, un cobarde no se distingue en nada de un valiente. Y todos cumplimos con nuestro deber cuando no nos cuesta nada. En esos momentos, seguir el sendero del honor nos parece muy sencillo. Pero en la vida de todo hombre, tarde o temprano, llega un día en que no es sencillo, en que hay que elegir.

Algunos de los cuervos seguían comiendo y de los picos les colgaban trocitos de carne ensangrentada. El resto parecían observarlo. Jon casi sentía el peso de tantos ojillos negros.

—Y mi día ha llegado… ¿es eso lo que me queréis decir?

El maestre Aemon giró la cabeza, y lo miró con sus ojos blancos, muertos. Fue como si le viera directamente el corazón. Jon se sintió desnudo, vulnerable. Cogió el cubo con ambas manos y tiró el resto de la carne entre los barrotes. Los trozos de carne y la sangre espantaron a los cuervos. Alzaron el vuelo entre graznidos. Los más rápidos atraparon en el aire algunos pedazos y los engulleron a toda prisa. Jon soltó el cubo vacío en el suelo.

—Duele, hijo —dijo el anciano con voz amable poniéndole en el hombro una mano arrugada y llena de manchas—. Oh, sí. Elegir… siempre ha dolido. Y siempre dolerá. Yo lo entiendo.

—No, no lo entendéis —replicó Jon con amargura—. Aunque yo sea un bastardo, se trata de mi padre…

—¿No has oído nada de lo que te he dicho, Jon? ¿Crees que eres el primero? —El maestre Aemon dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza con un gesto de cansancio infinito—. Los dioses creyeron oportuno poner a prueba mis votos tres veces. La primera cuando era un muchacho, la segunda en la flor de la vida y la tercera cuando ya era un anciano. Para entonces ya no tenía fuerzas, y mi vista era escasa, pero la última elección fue tan cruel como la primera. Mis cuervos me traían noticias del sur, palabras más negras que sus alas, la ruina de mi Casa, la muerte de los de mi sangre, la deshonra, la desolación… ¿Qué podría haber hecho yo, viejo, ciego y frágil? Estaba impotente como un bebé de pecho, pero sufrí al seguir aquí mientras ellos asesinaban al pobre nieto de mi hermano, y a su hijo, incluso a los bebés…

—¿Quién sois? —preguntó en voz baja, casi con miedo. Jon se quedó boquiabierto al ver el brillo de las lágrimas en los ojos del anciano.

—Un simple maestre de la Ciudadela, al servicio del Castillo Negro y de la Guardia de la Noche. —Una sonrisa desdentada tembló en los viejos labios—. Los de mi orden dejamos a un lado los nombres de nuestras casas al hacer los juramentos y ponernos el collar. —El anciano se acarició la cadena de maestre que llevaba en torno al flaco cuello—. Mi padre fue Maekar, el Primero de su Nombre, y tras él reinó mi hermano Aegon. Mi abuelo me puso el nombre en honor al príncipe Aemon, el Caballero Dragón, que fue su tío, o su padre, depende de a qué leyenda prefieras dar crédito. Aemon, me llamó…

—¿Aemon… Targaryen? —Jon apenas si daba crédito a lo que oía.

—Así me llamaba —dijo el anciano—. En el pasado. Así que ya lo ves, Jon, sí lo entiendo. Pero, aunque lo entiendo, no te voy a decir que te quedes, ni que te vayas. Deberás decidirlo tú mismo, y vivir el resto de tus días con esa decisión. Como he hecho yo. —Su voz se convirtió en un susurro—. Como he hecho yo.

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