CATELYN

De todas las habitaciones del Gran Torreón de Invernalia, las cámaras de Catelyn eran las más cálidas. Rara vez tenían que encender la chimenea. El castillo se alzaba sobre manantiales naturales de agua termal, y las aguas hirvientes recorrían el interior de los muros como la sangre por el cuerpo de un hombre; espantaban el frío de las salas de piedra y llenaban los invernaderos interiores de una humedad cálida que impedía que la tierra se congelara. En una docena de patios, los pozos abiertos humeaban día y noche. En verano nadie prestaba atención al tema; en invierno, suponía la diferencia entre la vida y la muerte.

El cuarto de baño de Catelyn estaba siempre caliente y lleno de vapor, y las paredes eran cálidas. Aquel ambiente le recordaba a Aguasdulces, a los días al sol con Lysa y Edmure. Pero Ned nunca había soportado el calor. Los Stark estaban hechos para el frío, le decía. Ella siempre se reía y le replicaba que, en ese caso, habían elegido el peor lugar para edificar el castillo.

De manera que, cuando terminaron, Ned se dio media vuelta y se bajó de la cama como ya había hecho mil veces. Atravesó la habitación, descorrió los pesados cortinajes y fue abriendo de una en una las ventanas altas y estrechas para que la cámara se llenara con el aire de la noche.

El viento le azotó el cuerpo desnudo cuando se asomó a la oscuridad con las manos vacías. Catelyn se subió las pieles hasta la barbilla y lo miró. Le parecía más menudo, más vulnerable, como el joven con el que se había casado en el sept de Aguasdulces hacía quince largos años. Sentía las ingles doloridas, el sexo había sido apasionado y apremiante. Era un dolor grato. Notaba la semilla de su esposo en su interior, y rezó para que diera fruto. Ya habían pasado tres años desde que naciera Rickon. No era demasiado vieja, aún podía darle otro hijo.

—Le diré que no —decidió Ned mientras se volvía hacia ella. La preocupación se reflejaba en sus ojos, tenía una sombra de duda en la voz.

—No puedes —dijo Catelyn mientras se incorporaba en la cama—. No puedes y no debes.

—Mi deber está aquí, en el norte. No quiero ser la Mano de Robert.

—No lo va a entender. Ahora es rey, y los reyes no son como los otros hombres. Si te niegas a hacer lo que te pide querrá saber por qué, y tarde o temprano empezará a pensar que estás en su contra. ¿No comprendes que eso nos pondría en peligro a todos?

—Robert jamás me haría daño ni a mí ni a mi familia. —Ned sacudió la cabeza rehusando aceptar esa posibilidad—. Estamos más unidos que si fuéramos hermanos. Si me niego, rugirá, gritará y maldecirá, y antes de una semana nos estaremos riendo del tema juntos. Lo conozco.

—¡Conocías a Robert! —replicó ella—. Al rey no lo conoces de nada. —Catelyn recordó a la hembra de huargo muerta en la nieve, con el asta clavada en la garganta. Tenía que hacérselo entender—. Para un rey el orgullo lo es todo, mi señor. Robert ha venido hasta aquí a verte, para otorgarte ese gran honor; no se lo puedes escupir a la cara.

—¿Honor? —Ned rió con amargura.

—A sus ojos, sí.

—¿Y a los tuyos?

—Sí, a los míos también. —Ahora ella también estaba enfadada. ¿Por qué su esposo no lo entendía?—. Se ofrece a casar a su hijo con nuestra hija, ¿es que eso no es un honor? Sansa podría llegar a ser reina. Sus hijos serían reyes de todo lo que hay entre el Muro y las montañas de Dorne. ¿Qué tiene eso de malo?

—Por los dioses, Catelyn, Sansa no tiene más que once años —dijo Ned—. Y Joffrey tiene… tiene…

—Tiene derecho a heredar el Trono de Hierro —terminó la frase Catelyn—. Y yo sólo tenía doce años cuando mi padre me prometió a tu hermano Brandon.

—Brandon. —Aquello hizo que Ned frunciera los labios con amargura—. Sí. Brandon sabría qué hacer. Siempre sabía qué hacer. Todo tenía que haber sido para Brandon. Tú, Invernalia… todo. Él sí nació para ser la Mano del Rey y padre de reinas. Yo no pedí ocupar su puesto.

—No —dijo Catelyn—, pero Brandon murió, tú ocupas su lugar y tienes que cumplir con tu deber, te guste o no.

Ned se apartó de ella y volvió a la noche. Clavó los ojos en la oscuridad. Quizá contemplaba la luna y las estrellas, o tal vez a los centinelas de la muralla.

Catelyn se enterneció al ver su dolor. Eddard Stark se había desposado con ella para ocupar el lugar de Brandon, según mandaba la costumbre, pero la sombra de su hermano muerto aún se interponía entre ellos, igual que la otra, la sombra de la mujer cuyo nombre él no pronunciaría jamás, la mujer que había concebido a su hijo bastardo.

Estaba a punto de acudir junto a él cuando sonó, estrepitoso e inesperado, un golpe en la puerta. Ned se dio la vuelta con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa?

La voz de Desmond les llegó del otro lado.

—Mi señor, está aquí el maestre Luwin. Ruega que lo recibáis, dice que es urgente.

—¿Le has dicho que había dado orden de que no se me molestara?

—Sí, mi señor, pero ha insistido.

—Muy bien. Hazlo pasar.

Ned se acercó al guardarropa y se puso una gruesa túnica. Catelyn advirtió de pronto que hacía mucho frío. Se sentó en la cama y se volvió a cubrir hasta la barbilla con las pieles.

—Sería mejor que cerraras las ventanas —sugirió.

Ned asintió con gesto ausente. El maestre Luwin entró en la habitación.

Era un hombre menudo y gris. Tenía unos ojos grises y perspicaces que veían muchas cosas. El cabello, el poco que le quedaba a su edad, también era gris. Vestía una túnica de lana gris ribeteada de piel blanca, los colores de los Stark. En las grandes mangas sueltas llevaba bolsillos secretos. Luwin siempre se guardaba unas cosas y sacaba otras de aquellos bolsillos: libros, mensajes, artefactos extraños, juguetes para los niños… A Catelyn le extrañaba que pudiera levantar los brazos con todo el peso que cargaban las mangas.

El maestre esperó a que la puerta se cerrara tras él para empezar a hablar.

—Mi señor —dijo a Ned—, perdonad que os moleste mientras descansáis. Me han dejado un mensaje.

—¿Que te han dejado un mensaje? —Ned lo miró irritado—. ¿Quién? ¿Ha llegado un jinete? No me han informado.

—No ha venido ningún jinete, mi señor. Se trata de una caja de madera tallada, la pusieron en la mesa de mi observatorio mientras dormitaba. Los criados dicen que no vieron a nadie, pero sin duda quien la trajo venía en el grupo del rey. No hemos recibido más visitas del sur.

—¿Una caja de madera? —se interesó Catelyn.

—Dentro había una lente nueva para el observatorio, magnífica, por cierto. Parece de Myr. Los fabricantes de lentes de Myr no tienen rival.

—Una lente —gruñó Ned con el ceño fruncido. Aquellas cosas le colmaban la paciencia, y Catelyn lo sabía—. ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—Lo mismo me pregunté yo —dijo el maestre Luwin—. Obviamente, aquello no era sólo lo que parecía.

—Una lente es un instrumento para ayudarnos a ver. —Catelyn se estremeció pese a las gruesas pieles.

—Cierto, mi señora. —Rozó con los dedos el collar de su orden, que llevaba bajo la túnica; era una cadena pesada, muy ajustada al cuello, cada eslabón forjado con un metal diferente.

—¿Y qué querrán que veamos con mayor claridad? —Catelyn volvió a sentir en las entrañas los aguijonazos del miedo.

—También eso me lo pregunté. —El maestre Luwin se sacó un rollo de papel de la manga—. El verdadero mensaje estaba en un fondo falso que encontré al desmontar la caja de la lente, pero no es para mí.

—Bien, dámelo. —Ned tendió la mano.

—Lo siento, mi señor —dijo Luwin sin moverse—. El mensaje no es para vos tampoco. Pone que es privado para Lady Catelyn. ¿Puedo? —Catelyn asintió, no se atrevía a hablar. El maestre puso el papel en la mesita junto a la cama. Estaba sellado con una gota de cera azul. Luwin hizo una reverencia y se volvió para retirarse.

—Quédate —le ordenó Ned. El tono de su voz era serio. Miró a Catelyn—. ¿Qué te pasa, mi señora? Estás temblando.

—Tengo miedo —admitió. Cogió la carta con manos vacilantes. Las pieles se deslizaron y dejaron al descubierto su desnudez sin que a ella le importara. La cera azul mostraba el sello de la Casa Arryn, la luna y el halcón—. Es de Lysa. —Catelyn miró a su esposo—. No nos va a gustar lo que diga. Este mensaje está lleno de dolor, Ned. Lo presiento.

—Ábrelo. —Ned tenía el ceño fruncido y el rostro cargado de preocupación.

Catelyn rompió el sello. Recorrió las líneas con la mirada. Al principio no les encontró sentido. De pronto se acordó.

—Lysa no ha querido correr ningún riesgo. Cuando éramos niñas, teníamos un lenguaje secreto.

—¿Aún lo entiendes?

—Sí —reconoció Catelyn.

—Entonces dinos qué pone.

—Será mejor que me retire —sugirió el maestre Luwin.

—No —pidió Catelyn—. Vamos a necesitar tu consejo.

Salió de entre las mantas y se bajó de la cama. El aire nocturno envolvía su piel desnuda con la frialdad de una mortaja. Cruzó la habitación.

El maestre Luwin apartó la vista. Incluso Ned parecía algo escandalizado.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Encender la chimenea —replicó Catelyn. Se puso una túnica y se arrodilló ante la chimenea fría.

—El maestre Luwin… —empezó Ned.

—El maestre Luwin me ha atendido en todos y cada uno de mis partos. No es momento para falsos recatos.

Deslizó el papel entre la leña y puso los troncos más gruesos encima.

Ned cruzó la habitación en dos zancadas, la agarró por el brazo y la hizo ponerse en pie. Acercó el rostro a escasos centímetros del de su esposa.

—¡Dímelo, mi señora! ¿Qué decía ese mensaje?

—Era una advertencia —dijo Catelyn, rígida ante su brusquedad—. Si tenemos el sentido común de escucharla.

—Sigue —dijo Ned clavando los ojos en los suyos.

—Lysa dice que Jon Arryn fue asesinado. —Los dedos que le sujetaban el brazo presionaron aún más.

—¿Quién lo hizo?

—Los Lannister. La reina.

—Dioses —susurró Ned con voz ronca y la soltó. Le había dejado marcas rojas en la piel—. Tu hermana ha enloquecido de dolor. No sabe lo que dice.

—Lo sabe muy bien —replicó Catelyn—. Lysa es impulsiva, no lo niego, pero este mensaje lo escribió con mucho cuidado y lo ocultó para que sólo lo viera yo. Sabía que, si caía en malas manos, supondría su sentencia de muerte. Si decidió correr semejante riesgo es que tiene algo más que simples sospechas. —Miró a su esposo—. Ahora sí que ya no podemos elegir. Tienes que ser la Mano de Robert. Tienes que ir con él al sur y descubrir la verdad.

Se dio cuenta al momento de que Ned había llegado a una conclusión muy diferente.

—Las únicas verdades que entiendo están aquí. El sur es un nido de víboras. Lo mejor es que ni me acerque.

—La Mano del Rey tiene mucho poder, mi señor. —Luwin se tiró del collar en el punto donde le estaba rozando la delicada piel del cuello—. Poder para descubrir la verdad acerca de la muerte de Lord Arryn, y para llevar a los asesinos ante la justicia del rey. Poder para proteger a Lady Arryn y a su hijo si todo esto es cierto.

Ned miró a su alrededor, desesperado. Catelyn deseaba con toda su alma correr a abrazarlo, pero sabía que no debía hacerlo. Primero debía obtener la victoria, por el bien de sus hijos.

—Dices que quieres a Robert como si fuera tu hermano. ¿Abandonarías a un hermano en medio de los Lannister?

—Los Otros se os lleven a los dos —masculló Ned, sombrío.

Se apartó de ellos y volvió junto a la ventana. Catelyn no dijo nada, el maestre tampoco. Aguardaron en silencio mientras Eddard Stark se despedía interiormente del hogar que amaba. Cuando por fin se alejó de la ventana tenía la voz cansada y llena de melancolía, y un brillo húmedo en el rabillo de los ojos.

—Mi padre fue al sur una vez para responder a la llamada de un rey. Jamás volvió a casa.

—Era otra época —dijo el maestre Luwin—. Era otro rey.

—Sí —aceptó Ned con voz átona. Se sentó en una silla junto a la chimenea—. Catelyn, tú te quedarás aquí, en Invernalia. —Aquellas palabras azotaron como un viento helado el corazón de su esposa.

—No —dijo, temerosa de repente. ¿Acaso era aquél su castigo? ¿No volver a ver su rostro, no volver a estar entre sus brazos?

—Sí —replicó Ned con un tono que no admitía disputa—. Tendrás que gobernar el norte en mi lugar mientras yo le hago los recados a Robert. Siempre tiene que haber un Stark en Invernalia. Robb ha cumplido ya catorce años, pronto será un hombre adulto. Tiene que aprender a gobernar, y yo no estaré aquí para enseñarle. Que tome parte en los consejos cuando los celebres. Debe estar preparado cuando llegue su momento.

—Quieran los dioses que sea dentro de muchos años —murmuró el maestre Luwin.

—Confío en ti como si fueras de mi propia sangre, maestre Luwin. Quiero que aconsejes a mi esposa en todo, en lo importante y en lo trivial. Enseña a mi hijo lo que necesita saber. Se acerca el invierno.

El maestre Luwin asintió con gesto grave. Se hizo el silencio, hasta que Catelyn reunió valor suficiente para plantear la pregunta cuya respuesta más temía.

—¿Y los demás niños?

Ned se levantó, la abrazó y le alzó la barbilla para mirarla a los ojos.

—Rickon es muy pequeño —dijo con voz dulce—. Se quedará con Robb y contigo. Los demás vendrán conmigo.

—No lo soportaré —dijo Catelyn temblorosa.

—Tendrás que soportarlo. Sansa tiene que casarse con Joffrey, ahora está claro, no podemos darles el menor motivo para que duden de nuestra devoción. Y ya va siendo hora de que Arya aprenda las costumbres de una corte sureña. Dentro de pocos años ella también estará en edad de casarse.

Sansa brillaría con luz propia en la corte, se dijo Catelyn para sus adentros, y bien sabían los dioses que a Arya le hacía falta refinarse un poco. De mala gana, las dejó partir en su corazón. Pero a Bran, no. A Bran, imposible.

—Sí —dijo—. Pero por favor, Ned, por el amor que me profesas, deja que Bran se quede aquí, en Invernalia. No tiene más que siete años.

—Yo tenía ocho cuando mi padre me envió como pupilo al Nido de Águilas —respondió Ned—. Ser Rodrik me ha contado que Robb y el príncipe Joffrey no simpatizan. Eso no es bueno. Bran puede tender un puente entre ellos. Es un niño dulce, con la risa fácil, se hace querer. Que crezca con los pequeños príncipes, que se haga amigo de ellos igual que Robert y yo nos hicimos amigos. Así nuestra Casa estará a salvo.

Tenía razón. Catelyn lo sabía. Pero eso no lo hacía menos doloroso. Los iba a perder a los cuatro, a Ned, a las dos niñas y a su querido Bran. Sólo le quedarían Robb y el pequeño Rickon. Ya sentía el peso de la soledad. Invernalia era un lugar tan, tan vasto…

—Pero que no se acerque a los muros —dijo con valor—. Ya sabes cuánto le gusta trepar a Bran.

—Gracias, mi señora —susurró Ned, secándole a besos las lágrimas de los ojos antes de que se derramaran—. Es muy duro, lo sé.

—¿Qué pasa con Jon Nieve, mi señor? —preguntó el maestre Luwin.

Catelyn se puso tensa al oír aquel nombre. Ned percibió su rabia y se apartó de ella.

Muchos hombres tenían bastardos. Catelyn lo había sabido toda su vida. No le sorprendió descubrir que, en el primer año de su matrimonio, Ned había tenido un hijo con alguna chica a la que conoció estando en campaña. Al fin y al cabo tenía necesidades de hombre, y aquel año lo habían pasado separados, Ned guerreaba en el sur mientras ella permanecía a salvo en el castillo de su familia en Aguasdulces. Pensaba más en Robb, el bebé que mamaba de su pecho, que en aquel marido al que apenas conocía. Si entre batalla y batalla encontraba alguna diversión, mejor que mejor. Y si su semilla daba fruto, debía ocuparse del niño, era lo que se esperaba de él.

Pero hizo más que eso. Los Stark no se parecían a los demás hombres. Ned se llevó al bastardo a casa con él, y lo llamó «hijo» ante todo el norte. Cuando las guerras terminaron por fin y Catelyn se trasladó a Invernalia, Jon y su ama de cría ya estaban instalados allí.

Aquello le dolió. Ned no hablaba de la madre del niño, no decía ni una palabra de ella, pero en el castillo no había secretos y Catelyn oía a las doncellas contar las historias que a ellas les habían relatado los soldados de su esposo. Hablaban en susurros de Ser Arthur Dayne, la Espada del Amanecer, el más mortífero de los siete caballeros de la Guardia Real de Aerys, y de cómo el joven señor de Invernalia lo había matado en combate singular. Y contaban cómo luego Ned llevó la espada de Ser Arthur a la hermosa y joven hermana de éste, que lo aguardaba en un castillo llamado Campoestrella, a orillas del mar del Verano. Lady Ashara Dayne, alta, rubia, con ojos hechiceros color violeta. Catelyn había tardado quince días en reunir valor suficiente, pero al fin, una noche en la cama, preguntó directamente a su esposo qué había de verdad en aquello.

Fue la única vez en todos sus años de matrimonio en que Ned le dio miedo.

—No vuelvas a preguntarme nunca acerca de Jon —dijo con voz fría como el hielo—. Es sangre de mi sangre, no tienes por qué saber más. Y ahora, quiero que me digas dónde has oído ese nombre, mi señora.

Ella le había jurado obediencia. Se lo dijo. Y desde aquel día los rumores habían cesado, y el nombre de Ashara Dayne no se volvió a pronunciar entre los muros de Invernalia.

Fuera quien fuera la madre de Jon, Ned debía de haberla amado con locura, porque nada de lo que Catelyn le dijera pudo convencerlo de que alejara de allí al muchacho. Era la única cosa que jamás perdonaría a su esposo. Había llegado a querer a Ned con todo su corazón, pero nunca había sentido cariño hacia Jon. Por Ned habría soportado la existencia de una docena de bastardos, mientras no tuviera que verlos. Pero Jon era una presencia constante, y a medida que crecía se parecía más a Ned que ninguno de los hijos legítimos que ella le había dado. Aquello empeoraba aún más la situación.

—Jon no se puede quedar —dijo.

—Robb y él están muy unidos —señaló Ned—. Había pensado…

—No se puede quedar aquí —lo interrumpió Catelyn—. Es hijo tuyo, no mío. No lo quiero a mi lado.

Sabía que estaba siendo dura, pero era lo que sentía. Y Ned no haría ningún favor al chico dejándolo en Invernalia.

—Sabes que no me lo puedo llevar al sur conmigo —le dijo su marido con una mirada llena de angustia—. En la corte no hay lugar para él. No admitirán a un chico con apellido de bastardo, se burlarán, lo rechazarán.

—Por lo que se cuenta —replicó Catelyn blindando su corazón contra la súplica muda en los ojos de Ned—, tu amigo Robert también ha tenido una docena de bastardos.

—¡Pero ninguno ha entrado en la corte! —exclamó él—. Ya se ha cuidado bien de eso la Lannister. ¿Cómo puedes ser tan cruel, Catelyn? No es más que un niño. No… —Estaba dominado por la ira. Habría dicho más cosas, y peores, pero el maestre Luwin lo interrumpió.

—Hay otra solución —dijo con voz tranquila—. Vuestro hermano Benjen vino a verme hace unos días, quería hablarme de Jon. Por lo visto el muchacho aspira a vestir el negro.

—¿Quiere unirse a la Guardia de la Noche? —Ned lo miró, conmocionado.

Catelyn no dijo nada. Que Ned meditara sobre la idea; en aquel momento una intervención suya sólo lo pondría en contra. Pero de buena gana habría besado al maestre. Era la solución perfecta. Benjen Stark era un Hermano Juramentado. Jon sería como un hijo para él, el hijo que nunca tendría. Y el chico también prestaría el juramento cuando llegara su turno. No tendría descendientes que pudieran disputar Invernalia a los nietos de Catelyn.

—Servir en el Muro es un gran honor, mi señor —dijo el maestre Luwin.

—Y hasta un bastardo puede llegar muy alto en la Guardia de la Noche —reflexionó Ned. Pero todavía había un atisbo de duda en su voz—. Jon es demasiado joven. Si un hombre maduro quiere prestar el juramento es una cosa, pero un niño de catorce años…

—Es un gran sacrificio —asintió el maestre Luwin—. Pero corren tiempos difíciles, mi señor. Su camino no es más cruel que el que os aguarda a vos, o a vuestra señora.

Catelyn pensó en los tres hijos que iba a perder. No le fue fácil seguir guardando silencio.

Ned se apartó de ellos y volvió a mirar por la ventana, callado, con semblante pensativo. Por fin, suspiró y se dio media vuelta.

—Muy bien —dijo al maestre Luwin—. Supongo que es lo mejor. Hablaré con Ben.

—¿Cuándo se lo diremos a Jon? —preguntó el maestre.

—Cuando sea el momento. Hay que hacer preparativos. Pasarán al menos dos semanas antes de que lo tengamos todo a punto para la partida. Que Jon disfrute estos últimos días. Pronto terminará el verano, y también su infancia. A su debido tiempo, yo mismo se lo diré.

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