BRAN

Los Karstark llegaron en una fría mañana ventosa desde su castillo en Karhold, con trescientos hombres a caballo y doscientos a pie. Las puntas de acero de sus lanzas brillaban a la escasa luz del ocaso a medida que se aproximaba la columna. Por delante iba un hombre con un tambor que era más grande que él, tocando un ritmo lento y grave, bum, bum, bum.

Bran vio cómo se aproximaban desde una torreta de vigilancia en el muro exterior, a través del catalejo de bronce del maestre Luwin, y montado sobre los hombros de Hodor. Encabezaba la marcha el propio Lord Rickard, acompañado por sus hijos Harrion, Eddard y Torrhen, todos bajo los estandartes negros con el emblema de su Casa, el sol blanco. La Vieja Tata decía que por sus venas corría sangre Stark desde hacía cientos de años, pero a los ojos de Bran no tenían ninguna similitud. Eran hombres corpulentos, de aspecto fiero, con barbas espesas y el pelo suelto que les caía sobre los hombros. Llevaban capas de pieles de oso, de foca y de lobo.

Sabía que eran los últimos. El resto de los señores ya estaba allí con sus huestes. Bran habría dado cualquier cosa por cabalgar con ellos, por ver las casas invernales llenas a rebosar, las multitudes en la plaza del mercado todas las mañanas, y las calles apisonadas y sucias por las ruedas de los carros y los cascos de los caballos.

—No podemos prescindir de ningún hombre para que te acompañe —le había explicado su hermano.

—Me llevaré a Verano —insistió Bran.

—No seas chiquillo ahora, Bran —replicó Robb—. Sabes que no puede ser. Hace tan sólo dos días, uno de los hombres de Lord Bolton apuñaló a uno de los de Lord Cerwyn en el Leño Humeante. Si permitiera que te pusieras en peligro, nuestra señora madre me despellejaría. —Lo dijo con la voz de Robb el Señor. Bran sabía que eso significaba que no había discusión posible.

La culpa de todo la tenía lo que había sucedido en el Bosque de los Lobos, estaba seguro. El recuerdo aún le provocaba pesadillas. Se había sentido indefenso como un bebé, tan incapaz de protegerse como lo habría sido Rickon en su lugar, o aún peor… porque Rickon habría dado patadas, al menos. Aquello le daba vergüenza. Sólo tenía unos pocos años menos que Robb. Si su hermano era casi un hombre, él también. Tendría que haber sido capaz de protegerse.

Hacía un año, antes, habría visitado la ciudad aunque tuviera que hacerlo trepando por los muros, él solo. Pero ya no podía bajar corriendo las escaleras, subirse a su poni ni llevar un escudo de madera con el que derribar por los suelos al príncipe Tommen. Ya no podía hacer más que mirar, otear por el catalejo del maestre Luwin. Al menos el maestre le había enseñado todos los estandartes: el puño enguantado de los Glover, blanco sobre gules; el oso negro de Lady Mormont; el repugnante hombre flagelado que precedía a Roose Bolton, de Fuerte Terror; el alce de los Hornwood; el hacha de batalla de los Cerwyn; los tres árboles centinelas de los Tallhart; y el temible emblema de la Casa Umber, un gigante rugiente con cadenas rotas.

Pronto aprendió a reconocer también los rostros, en cuanto los señores, sus hijos y sus caballeros llegaron a Invernalia para los festines. Ni siquiera el Salón Principal bastaba para acogerlos a todos sentados, de manera que Robb recibía a los vasallos principales por turnos. Bran ocupaba siempre el lugar de honor, a la derecha de su hermano. Algunos de los señores vasallos lo miraban con desconfianza, como si se preguntaran si un niño de tan corta edad, y encima tullido, tenía derecho a estar situado por encima de ellos.

—¿Cuántos van ya? —preguntó Bran al maestre Luwin después de que Lord Karstark y sus hijos cruzaran a caballo las puertas de la muralla exterior.

—Doce mil hombres, o tan cerca de doce mil que la cifra exacta no importa.

—¿Y cuántos caballeros?

—Los suficientes —respondió el maestre con cierta impaciencia—. Para ser caballero hay que velar en un sept, y ser ungido con los siete aceites, que consagran el juramento. En el norte, muy pocas de las grandes casas adoran a los Siete. El resto son fieles a los antiguos dioses, y no nombran caballeros… pero esos señores y sus hijos son espadas juramentadas, y no por ello menos valientes, leales y honorables. El valor de un hombre no se mide por un «ser» que alguien ponga delante de su nombre. Te lo he dicho muchas veces.

—De todos modos —insistió Bran—, ¿cuántos caballeros?

—Trescientos o cuatrocientos… —El maestre Luwin suspiró—. Entre tres mil lanceros que no son caballeros.

—Lord Karstark es el último —dijo Bran, pensativo—. Robb cenará con él esta noche.

—Sin duda.

—¿Falta mucho para… que se vayan?

—Tienen que partir pronto, o ya no valdrá la pena —replicó el maestre Luwin—. La ciudad invernal está llena hasta los topes, y si este ejército se queda mucho más acabará con todas las provisiones. Hay otros que se les unirán a lo largo del camino real: caballeros libres, lacustres, Lord Manderly y Lord Flint. Han comenzado los enfrentamientos en las tierras de los ríos; a tu hermano le quedan muchas leguas por delante.

—Lo sé. —Bran se sentía tan deprimido como denotaba su voz. Tendió el tubo de bronce al maestre, y se dio cuenta de que el pelo de Luwin empezaba a ralear en la coronilla. Se le veía el cuero cabelludo rosado. Le parecía extraño mirarlo así, desde arriba, cuando se había pasado la vida alzando la vista para mirarlo, pero cuando uno iba sentado en los hombros de Hodor lo veía todo abajo—. Ya no quiero mirar más. Hodor, llévame al castillo.

—Hodor —dijo Hodor.

—Bran, tu hermano no va a tener tiempo para recibirte ahora —dijo el maestre Luwin mientras se guardaba el tubo en la manga—. Tiene que recibir a Lord Karstark y a sus hijos, para darles la bienvenida.

—No molestaré a Robb. Quiero visitar el bosque de dioses. —Puso una mano en el hombro de Hodor—. Hodor.

En el granito de la pared interior de la torre había excavados varios asideros para bajar, a modo de escaleras. Hodor tarareaba una cancioncilla sin melodía, mientras Bran rebotaba en su espalda, en la silla de mimbre que le había ideado el maestre Luwin. Luwin se había inspirado en las cestas que utilizaban las mujeres para llevar leña a la espalda: sólo había que abrir agujeros para las piernas y poner unas cuantas correas más de manera que el peso de Bran se distribuyera de manera homogénea. No era tan agradable como montar a Bailarina, pero había lugares a los que Bailarina no podía ir, y aquello no le daba tanta vergüenza como cuando Hodor lo llevaba en brazos como a un bebé. A Hodor también parecía gustarle, aunque con él nadie sabía. Lo único complicado eran las puertas: a veces Hodor se olvidaba de que llevaba a Bran a la espalda, y si la puerta era baja resultaba bastante doloroso.

En las últimas dos semanas había habido tantas idas y venidas que Robb había ordenado que los dos rastrillos estuvieran alzados, y el puente levadizo bajado, incluso durante la noche. Una larga columna de lanceros con armaduras cruzaba el foso que se abría entre los muros cuando Bran salió de la torre; eran hombres de los Karstark, que seguían a sus señores al interior del castillo. Llevaban yelmos de hierro negro y capas de lana también negra, con el blasón del sol blanco. Hodor trotó junto a ellos, sonriente, con pisadas que resonaban contra la madera del puente. Los jinetes les dirigieron miradas extrañadas, y Bran alcanzó a oír una risotada. Se negó a permitir que aquello lo afectara.

—Te mirarán —le había advertido el maestre Luwin la primera vez que ataron la cesta de mimbre al pecho de Hodor—. Te mirarán, harán comentarios, y algunos incluso se burlarán.

«Que se burlen», pensó Bran. Nadie se burlaba de él cuando estaba en su habitación, pero se negaba a pasarse la vida en la cama.

Al pasar bajo la puerta del rastrillo, Bran se llevó dos dedos a la boca y silbó. Verano se acercó saltando por el patio. De repente los lanceros Karstark tuvieron que luchar por controlar sus monturas, porque los caballos relincharon y corcovearon. Un semental se encabritó, y su jinete tuvo que agarrarse desesperadamente para no caer. El olor de los lobos huargos enloquecía de pánico a los caballos que no estaban acostumbrados, pero se tranquilizarían en cuanto Verano se perdiera de vista.

—Al bosque de dioses —recordó a Hodor.

Hasta la propia Invernalia estaba abarrotada. En el patio resonaban los ruidos de espadas y hachas, el crujido de los carromatos y los ladridos de los perros. Las puertas de la armería estaban abiertas, y Bran vio a Mikken en la forja, golpeando con el martillo al tiempo que el sudor le corría por el pecho desnudo. Bran jamás había visto a tantos desconocidos juntos, ni siquiera cuando el rey Robert fue a visitar a su padre.

Trató de no estremecerse cuando Hodor se agachó para pasar por una puerta baja. Recorrieron un pasadizo largo, en penumbra, con Verano a su lado. De cuando en cuando el lobo miraba hacia arriba, con unos ojos que brillaban como el oro líquido. A Bran le habría gustado tocarlo, pero estaba demasiado alto, no llegaba con la mano.

El bosque de dioses era una isla de paz en el mar de caos en que se había convertido Invernalia. Hodor pasó entre los robles, los centinelas y los palos santos, y llegó al estanque junto al que crecía el árbol corazón. Se detuvo bajo las ramas retorcidas del arciano, siempre canturreando. Bran alzó las manos y se izó para sacar el peso muerto de sus piernas de los agujeros de la cesta de mimbre. Se quedó allí colgado un instante, mientras las hojas color rojo oscuro le acariciaban el rostro, hasta que Hodor lo cogió y lo sentó en la piedra suave, junto al agua.

—Quiero estar a solas un rato —le dijo—. Ve a bañarte. Ve a los estanques.

—Hodor. —Hodor se alejó a zancadas entre los árboles y desapareció. Al otro lado del bosque de dioses, bajo las ventanas de la Casa de Invitados, un manantial subterráneo de aguas termales alimentaba tres pequeños estanques. El vapor ascendía de ellos día y noche, y el muro más cercano estaba cubierto de musgo. Hodor detestaba el agua fría, y si lo amenazaban con el jabón se defendía como un gato salvaje, pero en cambio le encantaba meterse en el estanque más caliente y quedarse allí horas, lanzando de cuando en cuando sonoros eructos que imitaban el sonido de las burbujas que ascendían de las profundidades verdosas y se rompían al llegar a la superficie.

Verano bebió un poco de agua a lametones y se tendió al lado de Bran. Rascó al lobo bajo la mandíbula, y por un momento el niño y la bestia se sintieron en paz. A Bran siempre le había gustado el bosque de dioses, aun antes, pero en los últimos tiempos se sentía atraído hacia aquel lugar cada vez más a menudo. El árbol corazón ya no lo asustaba como en el pasado. Los profundos ojos rojos tallados en el tronco de madera blanca lo seguían vigilando, pero de alguna manera, aquello lo reconfortaba. Se decía que los dioses velaban por él. Los antiguos dioses, los dioses de los Stark y de los primeros hombres, los dioses de los niños del bosque, los dioses de su padre. Bajo su mirada se sentía seguro, y el silencio absoluto de los árboles le ayudaba a pensar. Bran había pasado mucho tiempo pensando desde el día de la caída; pensando, soñando y hablando con los dioses.

—Por favor, haced que Robb no se vaya —rezó en voz baja. Agitó las aguas frías con la mano, de manera que las ondas concéntricas se dispersaron por el estanque—. Que se quede. O si se tiene que ir, haced que vuelva sano y salvo, con mi madre, con mi padre y con las chicas. Y haced… haced que Rickon lo entienda.

Su hermano pequeño había estado incontrolable como una tormenta invernal desde que supo que Robb se iba a la guerra, a ratos lloraba inconsolable, a ratos se mostraba furioso. Se había negado a comer, se pasó una noche entera llorando y gritando, hasta le dio un puñetazo a la Vieja Tata cuando la mujer intentó cantarle para que se durmiera, y al día siguiente desapareció. Robb puso a medio castillo a buscarlo, y cuando al final lo encontraron, en las criptas, Rickon los amenazó con una espada de hierro oxidado que le había quitado a uno de los reyes muertos, y Peludo babeaba en la oscuridad como un demonio de ojos verdes. El lobo estaba casi tan incontrolable como Rickon; había mordido a Gage en el brazo, y le había arrancado un bocado de carne a Mikken del muslo. Sólo Robb y Viento Gris juntos pudieron controlarlo. Farlen había encadenado al lobo negro en las perreras, y eso hizo que Rickon llorase todavía más.

El maestre Luwin aconsejó a Robb que permaneciera en Invernalia, y Bran también se lo suplicó, por su seguridad y por el bien de Rickon, pero su hermano se limitó a sacudir la cabeza con testarudez.

—No quiero ir —dijo—. Tengo que ir.

Era una verdad a medias. Alguien tenía que ir, para defender el Cuello y ayudar a los Tully contra los Lannister, eso Bran lo comprendía, pero no tenía por qué ser Robb. Su hermano podría haber enviado a Hal Mollen, o a Theon Greyjoy, o a alguno de sus señores vasallos. Es lo que le decía el maestre Luwin que hiciera, pero Robb no atendía a razones.

—Mi señor padre jamás habría enviado a otros hombres a morir mientras él se quedaba como un cobarde, protegido tras los muros de Invernalia —había replicado, todo Robb el Señor.

Robb era casi un desconocido para Bran. Se había transformado en un auténtico señor, aunque ni siquiera había llegado su decimosexto día del nombre. Hasta los vasallos de su padre se daban cuenta. Muchos intentaron ponerlo a prueba, cada uno a su manera. Tanto Roose Bolton como Robett Glover le exigieron el honor del mando en el combate, el primero de manera brusca, el segundo con una sonrisa y una broma. La recia y canosa Maege Mormont, que vestía cota de mallas como cualquier hombre, le dijo directamente que tenía edad para ser su nieto, y que no le iba a dar órdenes… pero que ella tenía una nieta que podría casarse con él. Lord Cerwyn acudió directamente con su hija, una doncella gruesa y fea de unos treinta años, que se sentaba a la izquierda de su padre y jamás levantaba la vista del plato. El jovial Lord Hornwood no tenía hijas, pero llegaba con regalos, un día era un caballo, otro una pierna de venado, al siguiente un cuerno de caza con adornos de plata, y no pedía nada a cambio… nada excepto cierta aldea que le había sido arrebatada a su abuelo, y derechos de caza al norte de cierto río, y permiso para represar el Cuchillo Blanco, si al señor le parecía bien.

Robb respondía a todos con cortesía fría, de la misma forma que habría hecho su padre, y de alguna manera se las arregló para que se plegaran a su voluntad.

Y cuando Lord Umber, al que sus hombres llamaban el Gran Jon, que era tan alto como Hodor y el doble de ancho, lo amenazó con llevarse a sus huestes si durante la marcha lo situaban detrás de los Hornwood y los Cerwyn, Robb le dijo que podía hacerlo cuando gustara.

—Y cuando acabemos con los Lannister —siguió al tiempo que rascaba a Viento Gris detrás de la oreja—, volveremos al norte, os sacaremos a rastras de vuestro castillo y os colgaremos por romper vuestro juramento.

El Gran Jon maldijo a gritos, tiró una jarra de cerveza al fuego y aulló que Robb estaba tan verde que seguramente meaba hierba. Hallis Mollen fue a contenerlo, pero él lo derribó por tierra, saltó sobre una mesa, y desenvainó el espadón más grande y amenazador que Bran había visto en su vida. En los bancos sus hijos, sus hermanos y sus espadas juramentadas se pusieron en pie, con las manos sobre las empuñaduras de las espadas.

Robb se limitó a decir una palabra en voz baja, y en un abrir y cerrar de ojos se oyó un gruñido y Lord Umber se encontró tumbado de espaldas, con la espada girando en el suelo a un metro de él y la mano chorreando sangre, porque Viento Gris le había arrancado dos dedos de un mordisco.

—Mi señor padre me enseñó que desenfundar el arma contra el señor de uno significaba la muerte —dijo Robb—. Pero creo que sólo queríais ayudarme a cortar la carne.

A Bran se le hicieron agua las entrañas al ver que el Gran Jon se ponía en pie lamiéndose los muñones ensangrentados… pero entonces, para su sorpresa, el hombretón se echó a reír.

—Vuestra carne —rugió— es jodidamente dura.

Después de aquello el Gran Jon se convirtió en la mano derecha de Robb, en su defensor más acérrimo, proclamaba a gritos que el muchacho era un verdadero Stark, y que más valía que doblaran la rodilla ante él si no querían que se la arrancaran de un bocado.

Pero aquella misma noche su hermano fue a verlo al dormitorio, después de que los fuegos del Salón Principal se hubieran apagado. Estaba pálido y tembloroso.

—Pensé que me iba a matar —le confesó Robb—. ¿Viste cómo tiró a Hal a un lado, como si fuera tan pequeño como Rickon? Dioses, qué miedo tuve. Y el Gran Jon no es el peor, únicamente el más escandaloso. Lord Roose nunca dice ni una palabra, solamente me mira, y yo en lo único en lo que puedo pensar es en aquella habitación que tienen en Fuerte Terror, donde los Bolton cuelgan los pellejos de sus enemigos.

—Eso no es más que uno de los cuentos de la Vieja Tata —dijo Bran. Pero había un toque de duda en su voz—. ¿Verdad?

—No lo sé. —Sacudió la cabeza, agotado—. Lord Cerwyn pretende que su hija viaje con nosotros al sur. Dice que para que le prepare las comidas. Theon está seguro de que la noche menos pensada me la encontraré bajo las mantas. Ojalá… ojalá estuviera padre aquí.

En eso estaban de acuerdo todos, Bran, Rickon y Robb el Señor; todos habrían deseado que su padre estuviera con ellos. Pero Lord Eddard se encontraba a mil leguas, cautivo en alguna mazmorra, o huyendo para salvar su vida, o tal vez muerto. Nadie lo sabía a ciencia cierta, cada viajero contaba una historia diferente, y cada una más aterradora que la anterior. Las cabezas de los guardias de su padre se pudrían empaladas en estacas, en los muros de la Fortaleza Roja. El rey Robert había muerto a manos de su padre. Los Baratheon asediaban Desembarco del Rey. Lord Eddard había huido hacia el sur con Renly, el malvado hermano del rey. El Perro había asesinado a Arya y a Sansa. Su madre había asesinado a Tyrion el Gnomo, y tenía su cadáver colgado de las murallas de Aguasdulces. Lord Tywin Lannister marchaba contra el Nido de Águilas, quemando aldeas enteras a su paso y asesinando a sus habitantes. Un cuentacuentos, ebrio como una cuba, había llegado a decir que Rhaegar Targaryen estaba de regreso de entre los muertos, al mando de una vasta horda de antiguos héroes, reunidos en Rocadragón, desde donde iba a recuperar el trono de su padre.

Cuando llegó el cuervo con una carta que tenía el sello de su padre, escrita del puño y letra de Sansa, la cruel verdad no fue menos increíble. Bran jamás olvidaría la expresión en el rostro de Robb al leer las palabras de su hermana.

—Dice que padre conspiró con los hermanos del rey para cometer traición —leyó—. El rey Robert ha muerto, y madre y yo debemos ir a la Fortaleza Roja para jurar lealtad a Joffrey. Dice que debemos ser leales, y que cuando se case con Joffrey le suplicará que perdone la vida a nuestro señor padre. —Cerró el puño, arrugando la carta de Sansa—. Y no dice nada de Arya, nada, ¡ni una palabra! ¡Maldita sea! ¿Esa chica es idiota o qué?

Bran sintió que se helaba por dentro.

—Perdió a su loba —dijo en tono débil, recordando el día en que cuatro guardias de su padre volvieron del sur con los huesos de Dama.

Verano, Viento Gris y Peludo habían empezado a aullar aun antes de que cruzaran el puente levadizo, y su aullido era triste, desolador. A la sombra del Primer Torreón había un pequeño cementerio donde los antiguos Reyes del Invierno habían enterrado a sus sirvientes más fieles. Allí enterraron ellos a Dama, mientras sus hermanos de camada caminaban entre las tumbas como sombras inquietas. Se había ido al sur, y sólo habían regresado sus huesos.

Su abuelo, el viejo Lord Rickard, también había ido al sur con su hijo Brandon, que era el hermano de su padre, y doscientos de sus mejores hombres. Ninguno de ellos regresó. Y su padre se había ido al sur, con Arya y Sansa, y también con Jory, Hullen, Tom el Gordo y los demás; y luego se habían ido su madre y Ser Rodrik, y ellos tampoco habían regresado. Y Robb quería irse. No a Desembarco del Rey, ni a jurar lealtad, sino a Aguasdulces, con una espada en la mano. Y si su padre estaba prisionero, aquello significaría sin duda la muerte para él. Bran tenía mucho, mucho miedo.

—Si Robb tiene que irse, velad por el —suplicó Bran a los antiguos dioses que lo vigilaban con los ojos rojos del árbol corazón—, y velad también por sus hombres, por Hal, y Quent, y los demás, y por Lord Umber y Lady Mormont y los otros señores. Y bueno, por Theon también. Velad por ellos y protegedlos, si es vuestra voluntad, dioses. Ayudadlos a detener a los Lannister y a salvad a padre, y que vuelvan todos sanos y salvos a casa.

Una tenue brisa susurró a través del bosque de dioses, y las hojas rojas se agitaron y murmuraron. Verano enseñó los dientes.

—¿Los has oído, chico? —preguntó una voz.

Bran alzó la cabeza. Osha estaba al otro lado del estanque, bajo un roble viejo, con el rostro casi oculto entre las hojas. Pese a los grilletes, la salvaje se movía silenciosa como un gato. Verano rodeó el estanque y la olfateó. La mujer alta retrocedió, atemorizada.

—Ven aquí, Verano —llamó Bran. El lobo huargo la olfateó por última vez, se dio media vuelta y regresó con él. Bran le echó los brazos al cuello—. ¿Qué haces aquí? —No había vuelto a ver a Osha desde que la cogieron prisionera en el Bosque de los Lobos, aunque sabía que la habían puesto a trabajar en las cocinas.

—También son mis dioses —dijo Osha—. Más allá del Muro no hay otros. —Le estaba creciendo el pelo, castaño y desgreñado. Ya parecía algo más femenina, gracias a eso y al sencillo vestido de tejido basto que le habían dado para sustituir la cota de mallas y las prendas de cuero—. Gage me permite venir a rezar de cuando en cuando, siempre que lo necesito, y yo le dejo hacer lo que quiera debajo de mi falda, siempre que lo necesita. A mí no me importa. Me gustan sus manos, huelen a harina, y es más amable que Stiv. —Hizo una torpe reverencia—. Te dejo solo. Me faltan muchas ollas por fregar.

—No, quédate —ordenó Bran—. Dime qué querías decir con eso de oír a los dioses.

—Tú les hablaste, y ellos respondieron —dijo Osha mirándolo detenidamente—. Abre las orejas, escucha, y los oirás.

Bran prestó atención.

—No es más que el viento —dijo, inseguro—. El viento entre las hojas.

—¿Y quién crees que envía el viento? Los dioses. —Se sentó frente a él, al otro lado del estanque, con un suave tintineo. Mikken le había puesto grilletes de hierro en los tobillos, unidos por una pesada cadena. Podía caminar, siempre que diera pasos cortos, pero no tenía manera de correr, trepar o montar a caballo—. Los dioses te ven, chico. Te han oído. Ese susurro entre las hojas es su respuesta.

—¿Y qué decían?

—Están tristes. No pueden ayudar a tu señor hermano allí donde va. Los antiguos dioses no tienen poder en el sur, talaron los arcianos hace miles de años. ¿Cómo van a velar por tu hermano, si no tienen ojos?

Bran no había calculado aquello. Le daba miedo. Si ni siquiera los dioses podían ayudar a su hermano, todo estaba perdido. Aunque quizá Osha no hubiera entendido bien. Inclinó la cabeza a un lado y escuchó de nuevo. Le pareció percibir la tristeza, sí, pero nada más.

El susurro entre las hojas se hizo más audible. Bran escuchó unas pisadas amortiguadas y un canturreo, y Hodor salió de entre los árboles, desnudo y sonriente.

—¡Hodor!

—Nos ha debido de oír hablar —dijo Bran—. Hodor, se te ha olvidado la ropa.

—Hodor —asintió Hodor. Estaba chorreando del cuello para abajo, la piel le desprendía vapor en el aire gélido. Tenía el cuerpo cubierto de un espeso vello castaño, y la virilidad entre las piernas le colgaba larga, pesada.

—Esto sí que es un hombre —dijo Osha mirándolo con una sonrisa amarga—. Si no tiene sangre de gigante, yo soy la reina.

—El maestre Luwin dice que los gigantes ya no existen. Dice que están todos muertos, igual que los niños del bosque. Ya sólo quedan los huesos en la tierra; a veces los campesinos los encuentran al arar.

—Pues dile al maestre Luwin que cabalgue más allá del Muro —dijo Osha—. Encontrará a los gigantes, o los gigantes lo encontrarán a él. Mi hermano mató a una. Medía más de tres metros, y era de las pequeñas. Los hay de casi cuatro metros. Dicen que son seres temibles, todo pelo y dientes, y que las mujeres tienen barba igual que los varones, así que no hay manera de diferenciarlos. Las hembras se acuestan con humanos, y así nacen los mestizos. A las humanas que capturan no les va tan bien. Los hombres son tan grandes que las destrozan antes de poder dejarlas preñadas. —Le sonrió—. Seguro que no sabes de lo que te hablo, ¿verdad, chico?

—Sí que lo sé —insistió Bran. Sabía todo lo de la cópula, había visto a los perros en el patio, y una vez vio a un semental montando a una yegua. Pero hablar de aquello lo incomodaba. Miró a Hodor y le dijo—: Ve a buscar tus ropas, Hodor. Vístete.

—Hodor. —El hombretón se alejó por donde había llegado, pero tuvo que agacharse para esquivar una rama baja. Bran se lo quedó mirando. Era increíblemente grande, pensó.

—¿De verdad hay gigantes más allá del Muro? —preguntó a Osha, inseguro.

—Gigantes y cosas peores, joven señor. Intenté decírselo a tu hermano cuando me interrogó, y también al maestre, y a ese chico, Greyjoy, que no hace más que sonreír. Se están levantando vientos fríos, los hombres que se alejan de sus fuegos ya no vuelven… o si vuelven ya no son hombres, sino espectros, con ojos azules y manos frías y negras. ¿Por qué crees que vine al sur con Stiv, Hali y el resto de aquellos idiotas? Mance cree que puede luchar, es un encanto, pero tan testarudo… como si los caminantes blancos no fueran más que exploradores. ¿Qué sabrá él? Se llena la boca diciendo que es el Rey-más-allá-del-Muro, pero no es más que otro cuervo viejo que huyó de la Torre Sombría. Nunca ha probado el invierno. Yo nací allí arriba, chico, igual que mi madre, y la madre de mi madre, y también su madre. Nací del Pueblo Libre. Nosotros recordamos. —Osha se levantó, sus cadenas tintinearon—. Intenté decírselo a tu señor hermano. Ayer mismo, cuando lo vi en el patio. Lo llamé «Mi señor Stark», toda respetuosa. Pero él me miró como si no me viera, y ese gordo sudoroso, Gran Jon Umber, me apartó a un lado de un manotazo. Pues como quiera. Llevaré grilletes y cerraré la boca. El hombre que no quiere escuchar no puede oír.

—Cuéntamelo a mí. Robb me escuchará, estoy seguro.

—¿De verdad? Ya veremos. Pues dile esto, mi señor: dile que va a marchar en la dirección que no debe. Tendría que llevar sus espadas hacia el norte, no hacia el sur. ¿Me entiendes?

Bran asintió.

—Se lo diré.

Pero aquella noche, durante el banquete del Salón Principal, Robb no estuvo presente. Hizo que le llevaran la cena a sus habitaciones para tomarla con Lord Rickard, el Gran Jon y otros señores vasallos, con intención de ultimar los planes para la larga marcha que los esperaba. A Bran le correspondía ocupar su puesto en la cabecera de la mesa, y actuar como anfitrión para los hijos de Lord Karstark y sus honorables amigos. Ya estaban todos en sus sitios cuando Hodor entró con Bran en la espalda y se arrodilló ante el asiento más elevado. Dos criados lo sacaron de la cesta. Bran sentía los ojos de todos los desconocidos clavados en él. Se había hecho un gran silencio.

—Mis señores —anunció Hallis Mollen—, Brandon Stark, de Invernalia.

—Os doy la bienvenida junto a nuestros hogares encendidos —dijo Bran, con rigidez—, y os ofrezco pan y aguamiel en nombre de nuestra amistad.

Harrion Karstark, el mayor de los hijos de Lord Rickard, hizo una reverencia, y sus hermanos lo imitaron. Pero, a medida que se iban sentando, oyó por encima del estrépito de las copas que los dos más jóvenes hacían comentarios. «… antes la muerte que vivir así», dijo uno, el que se llamaba igual que su padre, Eddard. Y su hermano Torrhen le respondió que probablemente el chico estaba tan roto por dentro como por fuera, y tenía miedo de quitarse la vida.

«Roto», pensó Bran con amargura. Agarró el cuchillo por fuerza. ¿Eso era? ¿Bran el Roto?

—No quiero estar roto —susurró furioso al maestre Luwin, sentado a su derecha—. Quiero ser caballero.

—A veces a los de nuestra orden nos llaman caballeros del pensamiento —replicó Luwin—. Eres un muchacho muy inteligente cuando quieres, Bran. ¿Has pensado alguna vez que podrías lucir una cadena de maestre? Aprenderías infinidad de cosas.

—Quiero aprender magia —dijo Bran—. El cuervo me prometió que volaría.

—Puedo enseñarte historia —dijo el maestre Luwin con un suspiro—, curación, las propiedades de las hierbas… Puedo enseñarte el lenguaje de los pájaros, y a construir un castillo, y a guiarte por las estrellas como hacen los marineros con sus barcos. Puedo enseñarte a medir los días y a marcar las estaciones, y en la Ciudadela de Antigua aprenderías mil cosas más. Pero no, Bran. Nadie te puede enseñar magia.

—Los niños sí podrían —replicó Bran—. Los niños del bosque. —Entonces recordó la promesa que había hecho a Osha en el bosque de dioses, y se lo contó todo a Luwin.

—Me parece que esa salvaje cuenta cuentos mejor que la Vieja Tata —dijo el maestre cuando Bran hubo terminado, después de escucharlo con educación—. Si quieres volveré a hablar con ella, pero será mejor que no molestes a tu hermano con esas tonterías. Tiene muchas preocupaciones, no le hace ninguna falta pensar en gigantes y hombres muertos que rondan por ahí. Los que tienen a tu padre son los Lannister, Bran, no los niños del bosque. —Le puso una mano en el brazo con gesto amable—. Piensa en lo que te he dicho, muchacho.

Y dos días más tarde, bajo la luz rojiza del amanecer, Bran estaba en el patio, en la puerta de la muralla, sujeto con correas a Bailarina, para despedir a su hermano.

—Ahora eres el señor de Invernalia —le dijo Robb. Iba a lomos de un semental gris de crines hirsutas. De la silla del caballo colgaba su escudo, de madera con refuerzos de hierro, blanco y gris, con el blasón del lobo huargo. Vestía una cota de mallas color gris sobre las prendas de cuero, de la cintura le colgaban una espada y una daga, y se cubría los hombros con una capa ribeteada en piel—. Tendrás que ocupar mi lugar, igual que yo ocupé el de mi padre, hasta que volvamos a casa.

—Lo sé —dijo Bran con tristeza. Jamás se había sentido tan solo y tan asustado. No sabía qué hacer para ser un señor.

—Atiende los consejos del maestre Luwin, y cuida bien de Rickon. Dile que volveré en cuanto acabe la batalla.

Rickon se había negado a bajar. Estaba en su habitación, con los ojos enrojecidos, desafiante.

«¡No! —había gritado cuando Bran le preguntó si no quería ir a decir adiós a Robb—. ¡No adiós!»

—Ya se lo he dicho —suspiró Bran—. Dice que nadie vuelve.

—No puede comportarse como un crío eternamente. Es un Stark, y tiene casi cuatro años. —Robb suspiró—. En fin, madre no tardará en volver. Y yo traeré a padre, te lo prometo.

Espoleó el caballo y se alejó al trote seguido por Viento Gris, delgado y veloz. Hallis Mollen los precedió a través de la puerta, con el estandarte blanco de la Casa Stark ondeando al viento. Theon Greyjoy y el Gran Jon iban cada uno a un lado de Robb, y sus caballeros formaron una doble columna tras ellos, mientras el sol arrancaba reflejos de las puntas de acero de las lanzas.

Recordó, inquieto, las palabras de Osha: «Va a marchar en la dirección que no debe». Por un momento sintió deseos de galopar en pos de él y avisarle, pero entonces Robb desapareció bajo el rastrillo, y la ocasión se esfumó.

Al otro lado de los muros del castillo resonó un clamor. Los soldados de a pie y los habitantes de la ciudad aclamaban a Robb cuando pasaba junto a ellos. Aclamaban a Lord Stark, al señor de Invernalia, a lomos de su gran corcel, con la capa ondeando al viento y Viento Gris corriendo a su lado. Bran, dolido, comprendió que a él nunca lo aclamarían así. La ausencia de su padre y de su hermano lo convertía en el señor de Invernalia, pero seguía siendo Bran el Roto. Ni siquiera podía bajarse solo del caballo.

Cuando los gritos y aclamaciones se fueron acallando, y el patio quedó al fin desierto, Invernalia le pareció un lugar abandonado y muerto. Bran examinó los rostros de los que quedaban allí, mujeres, niños y ancianos… y Hodor. El enorme mozo de cuadras tenía una expresión asustada en el rostro.

—¿Hodor? —dijo con tristeza.

—Hodor —asintió Bran, preguntándose qué significaría aquello.

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