Capítulo I

1

El año en que Onofre Bouvila llegó a Barcelona la ciudad estaba en plena fiebre de renovación. Esta ciudad está situada en el valle que dejan las montañas de la cadena costera al retirarse un poco hacia el interior, entre Malgrat y Garraf, que de este modo forman una especie de anfiteatro. Allí el clima es templado y sin altibajos: los cielos suelen ser claros y luminosos; las nubes, pocas, y aun éstas blancas; la presión atmosférica es estable; la lluvia, escasa, pero traicionera y torrencial a veces. Aunque es discutida por unos y otros, la opinión dominante atribuye la fundación primera y segunda de Barcelona a los fenicios. Al menos sabemos que entra en la Historia como colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro. Está probado que los elefantes de Aníbal se detuvieron a beber y triscar en las riberas del Besós o del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados a la vista de aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué orejas, qué trompa o proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo urbano; extraviada luego, los barceloneses del siglo XIX se afanarían por recobrar esa identidad. A los fenicios siguieron los griegos y los layetanos. Los primeros dejaron de su paso residuos artesanales; a los segundos debemos dos rasgos distintivos de la raza, según los etnólogos: la tendencia de los catalanes a ladear la cabeza hacia la izquierda cuando hacen como que escuchan y la propensión de los hombres a criar pelos largos en los orificios nasales. Los layetanos, de los que sabemos poco, se alimentaban principalmente de un derivado lácteo que unas veces aparece mencionado como "suero" y otras como "limonada" y que no difería mucho del "yogur" actual. Con todo, son los romanos quienes imprimen a Barcelona su carácter de ciudad, los que la estructuran de modo definitivo; este modo, que sería ocioso pormenorizar, marcará su evolución posterior. Todo indica, sin embargo, que los romanos sentían un desdén altivo por Barcelona. No parecía interesarles ni por razones estratégicas ni por afinidades de otro tipo. En el año 63 a. de J.C. un tal Mucio Alejandrino, pretor, escribe a su suegro y valedor en Roma lamentándose de haber sido destinado a Barcelona: él había solicitado plaza en la fastuosa Bilbilis Augusta, la actual Calatayud. Ataúlfo es el reyezuelo godo que la conquista y permanece goda hasta que los sarracenos la toman sin lucha el año 717 de nuestra era. De acuerdo con sus hábitos, los moros se limitan a convertir la catedral (no la que admiramos hoy, sino otra más antigua, levantada en otro sitio, escenario de muchas conversiones y martirios) en mezquita y no hacen más. Los franceses la recuperan para la fe el 785 y dos siglos justos más tarde, el 985, de nuevo para el Islam Almanzor o Al-Mansur, el Piadoso, el Despiadado, el Que Sólo Tiene Tres Dientes. Conquistas y reconquistas influyen en el grosor y complejidad de sus murallas. Encorsetada entre baluartes y fortificaciones concéntricas, sus calles se vuelven cada vez más sinuosas; esto atrae a los hebreos cabalistas de Gerona, que fundan sucursales de su secta allí y cavan pasadizos que conducen a sanedrines secretos y a piscinas probáticas descubiertas en el siglo XX al hacer el metro. En los dinteles de piedra del barrio viejo se pueden leer aún garabatos que son contraseñas para los iniciados, fórmulas para lograr lo impensable, etcétera. Luego la ciudad conoce años de esplendor y siglos opacos.


– Aquí estará usted muy bien, ya lo verá. Las habitaciones no son amplias, pero tienen muy buena ventilación y en punto a limpieza, no se puede pedir más. La comida es sencilla, pero nutritiva -dijo el dueño de la pensión. Esta pensión, a la que Onofre Bouvila fue a parar apenas llegó a Barcelona, estaba situada en el carreró del Xup. Este carreró, cuyo nombre podría traducirse por "callejuela del aljibe", iniciaba a poco de su arranque una cuesta suave que se iba acentuando hasta formar dos peldaños, continuar en un rellano y morir escasos metros más adelante contra un muro asentado sobre los restos de una muralla antigua, quizá romana. De este muro manaba constantemente un líquido espeso y negro que a lo largo de los siglos había redondeado, pulido y abrillantado los peldaños que había en el callejón; por ello estos peldaños se habían vuelto resbaladizos. Luego el reguero discurría cuesta abajo por un surco paralelo al bordillo de la acera y se sumía con gorgoteos intermitentes en la boca de avenamiento que se abría en el cruce con la calle de la Manga (antes de la Pera), única vía que daba entrada al carreró del Xup. Esta última calle, por todos los conceptos desangelada y fea, podía ufanarse (si bien otros rincones del barrio le disputaban ese honor dudoso)

de haber sido teatro de este suceso cruel: la ejecución sobre la muralla romana de santa Leocricia. Esta santa, probablemente anterior a la otra santa Leocricia, la de Córdoba, figura en las hagiografías como santa Leocricia unas veces y otras como Leocratia o Locatis. Era oriunda de Barcelona o de sus proximidades e hija de un cardador de lana; se convirtió al cristianismo de muy niña. Su padre la casó sin quererlo ella con un Tiburcio o Tiburcino, cuestor. Movida por su fe, Leocracia repartió los bienes de su marido entre los pobres y emancipó a los esclavos. El marido, sin cuyo consentimiento había obrado, montó en cólera. Por haber hecho esto y por no abjurar de su religión fue decapitada en el punto dicho. La leyenda agrega que su cabeza rodó por la pendiente y no paró de rodar, doblando esquinas, cruzando calles y sembrando el terror entre los viandantes hasta caer al mar, donde un delfín u otro pez grande se la llevó. Su fiesta se celebra el 27 de enero. A finales del siglo pasado había una pensión en el rellano superior del callejón. Era un establecimiento de condición muy discreta, aunque no exento de pretensiones por parte de sus dueños. El vestíbulo era pequeño: sólo cabían allí un mostrador de madera clara con su escribanía de latón y su libro-registro, siempre abierto para que quien lo deseara pudiera comprobar la legalidad del negocio recorriendo con los ojos, a la luz mortecina de un velón, la lista de apodos y seudónimos que constituía la nómina del hospedaje, y el cubil de un barbero, un paragüero de loza y una efigie de san Cristóbal, patrón de los viajeros antes de serlo, como es hoy, de los automovilistas. Detrás del mostrador se sentaba a todas horas la señora Agata. Era una señora obesa, medio calva y de aspecto apagado; habría pasado por muerta si sus dolencias, que la obligaban a tener los pies sumergidos en un barreño de agua tibia, no la hubiesen hecho exclamar de cuando en cuando: Delfina, la jofaina. Cuando el agua se enfriaba revivía para decir eso. Entonces su hija vertía en el barreño el agua humeante que traía en un cazo. A fuerza de echarle cazos al barreño, el agua amenazaba con derramarse e inundar el vestíbulo. Este peligro, sin embargo, no parecía inquietar al dueño de la pensión, a quien todos llamaban el señor Braulio. Con él mantuvo Onofre Bouvila aquella primera entrevista. En realidad, si la pensión estuviera mejor situada podría pasar por un hotelito de ciertas campanillas -siguió diciendo aquél. El señor Braulio, marido de la señora Agata y padre de Delfina, era un caballero de estatura aventajada y facciones regulares, dotado de cierta distinción amanerada. En la pensión delegaba en su esposa y en su hija todas las funciones. Dedicaba la mayor parte de la jornada a leer la prensa diaria y a comentar las noticias con los huéspedes fijos de la pensión. Las novedades le encandilaban y como la época era generosa en invenciones las horas se le iban en decir ¡oh! y ¡ah! De cuando en cuando, como si alguien le instase a ello con vehemencia, arrojaba el periódico y exclamaba: Voy a ver cómo anda el tiempo. Salía a la calle y escudriñaba el cielo. Luego volvía a entrar y anunciaba: Despejado, o: nuboso, fresquito, etcétera. No se le conocía otra actividad-. Es este barrio ruin lo que nos obliga a poner unos precios muy por debajo de la categoría del establecimiento -se lamentó. Luego levantó un dedo admonitorio-: Sin embargo, tenemos mucho cuidado al seleccionar nuestra clientela.

¿Habrá en este comentario una crítica velada a mi apariencia?, pensó Onofre Bouvila al oír lo que decía el señor Braulio. Aunque la actitud cordial del fondista parecía desmentir esta suposición, la susceptibilidad de Onofre Bouvila estaba plenamente justificada: pese a su corta edad se advertía a simple vista que era bajo; en cambio era ancho de espaldas. Tenía la piel cetrina, las facciones diminutas y toscas y el pelo negro, ensortijado. Traía la ropa apedazada, hecha un rebujo y bastante sucia: todo indicaba que había estado viajando varios días con ella puesta y que no tenía otra, salvo quizá una muda en el hatillo que había dejado sobre el mostrador al entrar y al que ahora dirigía continuamente miradas furtivas. En estas ocasiones el señor Braulio experimentaba un alivio. Luego la mirada del muchacho se clavaba otra vez en él y se sentía de nuevo inquieto. Hay algo en sus ojos que me crispa los nervios, se dijo el fondista. Bah, será lo de siempre: el hambre, el desconcierto y el miedo, pensó luego. Había visto llegar a mucha gente en las mismas condiciones: la ciudad no cesaba de crecer. Uno más, pensó, una sardina diminuta que la ballena se tragará sin darse cuenta. El resquemor del señor Braulio se transformó en ternura. Es casi un niño y está desesperado, se dijo.

– ¿Y puedo preguntarle, señor Bouvila, cuál es el motivo de su presencia en Barcelona? -concluyó diciendo. Con esta fórmula enrevesada se proponía causar una gran impresión en el muchacho. Éste, efectivamente, se quedó mudo unos instantes:

ni siquiera había entendido bien la pregunta.

– Busco colocación -respondió con aire cohibido. A continuación volvió a clavar en el fondista su mirada incisiva, temeroso de que de su respuesta pudiera seguirse algo perjudicial para él. Pero el señor Braulio ya tenía la mente puesta en otra cosa y apenas si le prestaba atención.

– ¡Ah, qué bien -se limitó a decir, sacudiéndose una mota que ensuciaba la hombrera de su paletó. Onofre Bouvila le agradeció en su fuero interno esta indiferencia. Su origen le resultaba vergonzoso y por nada del mundo habría querido revelar la razón que le había impulsado a dejarlo todo, a venir a Barcelona desesperadamente.


Onofre Bouvila no había nacido, como algunos dijeron luego, en la Cataluña próspera, clara, jovial y algo cursi que baña el mar, sino en la Cataluña agreste, sombría y brutal que se extiende al sudoeste de la cordillera pirenaica, corre a ambas vertientes de la sierra del Cadí y se allana donde el Segre, que la riega en la primera parte de su recorrido y recibe allí sus afluentes principales, se une al Noguera Pallaresa y emprende la última etapa de su vida para ir a morir en el Ebro en Mequinenza. En las tierras bajas los ríos son de curso rápido y fuertes crecidas anuales, en la primavera; al retirarse las aguas las tierras inundadas se convierten en marjales insanos pero fértiles, infestados de serpientes y buenos para la caza. Son zonas éstas de nieblas cerradas y bosques densos, propicias a las supersticiones. En efecto, nadie se habría adentrado en esas nieblas tenebrosas en determinados días del año; en esas fechas precisas podían oírse tañer campanas donde no había iglesias ni ermitas y voces y risotadas entre los árboles y a veces ver vacas muertas bailar sardanas: el que veía y oía estas cosas enloquecía de fijo. Las montañas que rodeaban estos valles eran escarpadas y estaban cubiertas de nieve casi todo el año.

Allí las casas estaban construidas sobre estacas de madera, el sistema de vida era tribal y los hombres del lugar, rudos y ariscos, aún usaban pieles como parte de su indumentaria.

Estos hombres sólo bajaban a los valles con el deshielo, a buscar novia en las fiestas de la vendimia o la matanza del cerdo. En estas ocasiones tañían flautas de hueso y ejecutaban una danza que remedaba los saltos del carnero. Comían sin cesar pan con queso y bebían vino rebajado con aceite y agua.

En las cimas de las montañas vivían unos individuos aún más rudos: no bajaban jamás a los valles y su única ocupación parece haber sido la práctica de una especie de lucha grecorromana. Las gentes del valle eran más civilizadas; vivían de la viña, el olivo, el maíz (para las bestias) y algunos frutales, la ganadería y la miel. En esa zona se habían contabilizado a principios de este siglo 25.000 tipos distintos de abeja, de los que hoy sólo perduran 5 o 6.000.

Allí cazaban el gamo, el jabalí, el conejo de monte y la perdiz; también la zorra, la comadreja y el tejón, para defenderse de sus constantes incursiones. En los ríos pescaban la trucha "a la mosca"; en esto eran muy hábiles. Comían bien:

en su dieta no faltaban la carne y el pescado, los cereales, la verdura y la fruta; por consiguiente era una raza alta, fuerte y enérgica, muy resistente a la fatiga, pero de digestión pesada y de carácter abúlico. Estas características físicas habían influido en la historia de Cataluña: una de las razones que el gobierno central oponía a las pretensiones independentistas del país era que tal cosa redundaría en merma de la talla media de los españoles. En su informe a don Carlos III, recién llegado de Nápoles, R. de P. Piñuela llama a Cataluña "taburete de España". También disponían de madera en abundancia, de corcho y de unos pocos minerales. Vivían en masías dispersas por el valle, sin otra conexión entre sí que la parroquia o rectoría. Esto dio origen a una costumbre: la de dar el nombre de la parroquia o rectoría por la del lugar de origen. Así, Pere Llebre, de Sant Roc; Joaquim Colibróquil, de la Mare de Deu del Roser, etcétera. Debido a esto sobre los hombros de los rectores recaía una gran responsabilidad. Ellos mantenían la unidad espiritual, cultural y hasta idiomática de la zona. También les incumbía la misión crucial de mantener la paz en los valles y entre un valle y su vecino, evitar los estallidos de violencia y las venganzas interminables y sangrientas. Esto hizo que surgiera un tipo de rector que luego ensalzaron los poetas: unos hombres prudentes y templados, capaces de arrostrar los climas más extremos y de caminar distancias increíbles llevando en una mano el copón y en la otra el trabuco. Probablemente gracias a ellos también la zona se había mantenido casi por completo al margen de las guerras carlistas. Hacia el final de la contienda bandas carlistas habían utilizado la zona como refugio, cuartel de invierno y centro de avituallamiento. La gente los dejó hacer.

De cuando en cuando aparecía un cadáver medio enterrado en los surcos o entre los matorrales, con un tiro en el pecho o en la nuca. Todos fingían no reparar en él. A veces no se trataba de un carlista, sino de la víctima de un conflicto personal resuelto al amparo de la guerra.

A ciencia cierta sólo se sabe que Onofre Bouvila fue bautizado el día de la festividad de san Restituto y santa Leocadia (el 9 de diciembre) del año mil ochocientos setenta y cuatro o setenta y seis, que recibió las aguas bautismales de manos de dom Serafí Dalmau, Pbo., y que sus padres eran Joan Bouvila y Marina Mont. No se sabe en cambio por qué le fue impuesto el nombre de Onofre en lugar del nombre del santo del día. En la fe de bautismo, de donde provienen estos datos, consta como natural de la parroquia de san Clemente y como hijo primogénito de la familia Bouvila.


– Espléndido, espléndido, aquí estará usted como un verdadero rey -iba diciendo el señor Braulio, mientras sacaba del bolsillo una llave herrumbrosa y señalaba con gesto ampuloso el pasillo lóbrego y maloliente de la pensión-. Las habitaciones, como verá…!Huy, qué susto.

Esta exclamación se debía a que la puerta en cuya cerradura se disponía a introducir la llave había sido abierta de improviso desde el interior de la pieza. La silueta de Delfina se perfiló en el hueco de la puerta, contra la luz proveniente del balcón.

– Ésta es mi hija Delfina -dijo el señor Braulio una vez repuesto del sobresalto-; sin duda ha estado adecentando la habitación para que la encuentre usted más de su agrado.

¿Verdad, Delfina? -y como Delfina no respondía, agregó, dirigiéndose nuevamente a Onofre Bouvila-: Como su pobre madre, mi esposa, está algo delicada de salud, todo el trabajo de la pensión recaería sobre mis hombros si no fuera por la ayuda de Delfina, que es un verdadero tesoro.

Él había visto ya a Delfina un momento antes, en el vestíbulo, cuando ella acudía a rellenar de agua caliente el barreño de la señora Agata. En esa ocasión apenas había reparado en ella. Ahora la examinó con más detenimiento y la encontró verdaderamente repulsiva. Delfina tenía aproximadamente la misma edad que Onofre Bouvila; era reseca y desmañada, de dientes protuberantes, piel cuarteada y ojos huidizos; estos ojos ofrecían la peculiaridad de tener la pupila amarilla. Onofre se percató pronto de que era Delfina quien corría en realidad con todo el trabajo de la pensión.

Hosca, sucia, desgreñada, andrajosa y descalza corría a todas horas de la cocina a los cuartos y de los cuartos a la cocina y al comedor acarreando cubos, escobas y bayetas. Además de eso atendía a su madre, cuyas necesidades eran continuas, porque no se podía valer, y servía las mesas a las horas del desayuno, la comida y la cena. Por las mañanas, muy temprano, salía de compras con dos capazos de mimbre que a la vuelta arrastraba con esfuerzo. Nunca dirigía la palabra a ningún huésped; éstos, a su vez, fingían ignorar su presencia. Aparte de ser muy áspera de trato, llevaba siempre pegado a los tobillos un gato negro que sólo toleraba la cercanía de su dueña; con los demás la emprendía a mordiscos y zarpazos. Este gato se llamaba "Belcebú". Los muebles y las paredes de la pensión mostraban las huellas de su ferocidad. A Onofre Bouvila, sin embargo, todo esto le resbalaba por el momento.

Acababa de entrar en la habitación que le había sido asignada y contemplaba por primera vez aquel cubículo reducido y austero. Es mi cuarto, pensaba con un asomo de emoción, se puede decir que ya soy un hombre independiente: un verdadero barcelonés. Aún estaba bajo el influjo de la novedad; sentía como todos los recién llegados la fascinación de la gran ciudad. Siempre había vivido en el campo y sólo había visitado una vez una población importante. Ahora conservaba de aquella visita un recuerdo triste. Esa población se llamaba Bassora y distaba 18 kilómetros de San Clemente o Sant Climent, su parroquia natal. Cuando Onofre Bouvila la visitó Bassora acababa de experimentar un progreso notable. De centro agrícola y sobre todo ganadero se había convertido en una ciudad industrial. Según las estadísticas, en 1878 Bassora tenía 36 industrias; de ellas 21 pertenecían al ramo textil (algodoneras, sederas, laneras, de estampados, de alfombras, etcétera), 11 al químico (fosfatos y acetatos, cloruros, colorantes y jabones), 3 al siderúrgico y una al ramo de la madera. Una vía férrea unía Bassora a Barcelona y su puerto, de donde partían los productos que Bassora exportaba a ultramar. Aún se mantenía un servicio regular de diligencias, pero la gente prefería por lo general el ferrocarril. Había alumbrado de gas en varias calles, cuatro hoteles o fondas, cuatro escuelas, tres casinos y un teatro. Esta población y la parroquia de Sant Climent estaban unidas por un camino pedregoso y desigual que cruzaba las montañas por una garganta o desfiladero que la nieve solía obturar durante el invierno.

Por este camino iba y venía una tartana cuando las condiciones atmosféricas lo permitían. Esta tartana salvaba los 18 kilómetros que mediaban entre Sant Climent y Bassora sin ninguna periodicidad, horario ni señalamiento, trayendo a las masías aperos, suministros de todo tipo y cartas si las había; a la vuelta se llevaba los excedentes del campo que en aquel momento hubiera habido. Estos excedentes eran consignados por el rector de Sant Climent a otro cura de Bassora, amigo suyo, que a su vez se encargaba de comercializarlos, remitir las ganancias obtenidas de la venta, generalmente en especies, y rendir unas cuentas que nadie pedía, entendía ni se preocupaba de revisar. El tartanero se llamaba o era llamado el tío Tonet. Al llegar a Sant Climent pernoctaba en el suelo de una taberna adosada a uno de los muros laterales de la iglesia.

Antes de acostarse contaba lo que había visto y oído en Bassora, aunque pocos daban crédito a sus relatos: tenía fama de aficionado al vino y de fantasioso. Tampoco veía nadie de qué modo aquella suma de prodigios que contaba el tartanero podía alterar el curso de la vida en el valle.

Ahora, sin embargo, la propia Bassora le parecía algo insignificante cuando la comparaba mentalmente con aquella Barcelona a la que acababa de llegar y de la que aún no sabía nada. Esta actitud, en muchos sentidos ingenua, no estaba totalmente injustificada: conforme al censo de 1887, lo que hoy llamamos el "área metropolitana", es decir, la ciudad y sus agrupaciones limítrofes, contaba con 416.000 habitantes, y este número iba en aumento a un ritmo de 12.000 almas por año.

De la cifra que arroja el censo (y que algunos rebaten)

correspondía a Barcelona propiamente dicha, a lo que entonces era el municipio de Barcelona, la de 272.000 habitantes. El resto se distribuía entre los barrios y pueblos exteriores al perímetro antiguo de la muralla; a lo largo del siglo XIX se habían ido desarrollando en estos barrios y pueblos las actividades industriales de mayor fuste. Durante todo aquel siglo Barcelona no había dejado de estar a la vanguardia del progreso. En 1818 se había establecido entre Barcelona y Reus el primer servicio regular de diligencias que hubo en España.

En 1826 había sido realizado en el patio de la Lonja el primer experimento de alumbrado de gas. En 1836 había sido establecido el primer "vapor", el primer conato de mecanización industrial. El primer ferrocarril de España había sido el que cubría el trayecto Barcelona-Mataró y databa de 1848. También la primera central eléctrica de España había sido instalada en Barcelona el año 1873. La diferencia que había en este sentido entre Barcelona y el resto de la península era abismal y la impresión que la ciudad producía al recién llegado era fortísima. Pero el esfuerzo exigido por este desarrollo había sido inmenso. Ahora Barcelona, como la hembra de una especie rara que acaba de parir una camada numerosa, yacía exangüe y desventrada; de las grietas manaban flujos pestilentes, efluvios apestosos hacían irrespirable el aire en las calles y las viviendas. Entre la población reinaban el cansancio y el pesimismo. Sólo algunos mentecatos como el señor Braulio veían la vida color de rosa.

– En Barcelona sobran las oportunidades para quien tiene imaginación y ganas de aprovecharlas -le dijo aquella misma noche en el comedor de la pensión a Onofre Bouvilla, mientras éste sorbía la sopa incolora y agria que le había servido Delfina-, y usted parece honrado, despierto y trabajador. No me cabe duda de que pronto resolverá su situación en forma altamente satisfactoria. Piense, joven, que no ha habido en la historia de la humanidad época como ésta: la electricidad, la telefonía, el submarino…, ¿hace falta que siga enumerando portentos? Sólo Dios sabe a dónde vamos a parar. Por cierto, ¿le importaría pagar por adelantado? Mi señora, a quien ya conoce, es muy meticulosa en esto de las cuentas. Como la pobre está tan enferma, ¿verdad?

Onofre Bouvila hizo entrega de todo lo que tenía a la señora Agata. Con eso pagó una semana, pero se quedó sin un real. A la mañana siguiente, apenas despuntó el día, se lanzó a la calle en busca de empleo.

2

Aunque a finales del siglo XIX ya era un lugar común decir que Barcelona vivía "de espaldas al mar", la realidad cotidiana no corroboraba esta afirmación. Barcelona había sido siempre y era entonces aún una ciudad portuaria: había vivido del mar y para el mar; se alimentaba del mar y entregaba al mar el fruto de sus esfuerzos; las calles de Barcelona llevaban los pasos del caminante al mar y por el mar se comunicaba con el resto del mundo; del mar provenían el aire y el clima, el aroma no siempre placentero y la humedad y la sal que corroían los muros; el ruido del mar arrullaba las siestas de los barceloneses, las sirenas de los barcos marcaban el paso del tiempo y el graznido de las gaviotas, triste y avinagrado, advertía que la dulzura de la solisombra que proyectaban los árboles en las avenidas era sólo una ilusión; el mar poblaba los callejones de personajes torcidos de idioma extranjero, andar incierto y pasado oscuro, propensos a tirar de navaja, pistola y cachiporra; el mar encubría a los que hurtaban el cuerpo a la justicia, a los que huían por mar dejando a sus espaldas gritos desgarradores en la noche y crímenes impunes; el color de las casas y las plazas de Barcelona era el color blanco y cegador del mar en los días claros o el color gris y opaco de los días de borrasca. Todo esto por fuerza había de atraer a Onofre Bouvila, que era hombre de tierra adentro. Lo primero que hizo aquella mañana fue acudir al puerto a buscar trabajo como estibador.

El desarrollo económico de Barcelona se había iniciado a finales del siglo XVIII y había de continuar hasta la segunda década del siglo XX, pero este desarrollo no había sido constante. A los períodos de auge les seguían períodos de recesión. Entonces el flujo migratorio no cesaba, pero en cambio la demanda disminuía; encontrar trabajo en esas circunstancias revestía dificultades casi insuperables. A pesar de lo que el señor Braulio había dicho la noche antes, cuando Onofre Bouvila se echó a la calle en busca de un empleo que le permitiera ganarse la vida Barcelona atravesaba desde hacía varios años una de estas fases de recesión.

Un cordón de policías le cerró la entrada a los muelles.

Preguntó qué pasaba y le respondieron que entre los obreros portuarios se habían declarado varios casos de cólera morbo, sin duda traído por algún barco proveniente de costas lejanas.

Atisbando por encima del hombro de un agente pudo percibir un cuadro trágico: varios estibadores habían dejado caer los fardos que acarreaban y vomitaban en las losas de la dársena; otros evacuaban al pie de las grúas un líquido ocre y fluido.

Remitido el ataque volvían a sus faenas entre convulsiones, por no perder el jornal. Los sanos se apartaban al paso de los contaminados; los amenazaban con cadenas y bicheros si éstos pretendían aproximarse a ellos. Un puñado de mujeres trataba de romper el cordón sanitario para acudir en socorro de sus maridos o amigos; a éstas las rechazaba la policía sin miramientos.

Onofre Bouvila siguió caminando; iba bordeando el mar en dirección a la Barceloneta. En esa época la gran mayoría de los barcos era aún de vela. Las instalaciones del puerto estaban también muy atrasadas: los muelles no permitían que los barcos atracaran de costado, habían de atracar de popa.

Esto dificultaba mucho las labores de carga y descarga, que habían de ser efectuadas por medio de barcazas y chalupas. Un enjambre de estas barcazas y chalupas surcaba las aguas del puerto a todas horas trayendo y llevando mercancías. Por los muelles y las calles aledañas pululaban marinos viejos de rostro curtido; solían llevar el pantalón arremangado hasta la rodilla, blusón a rayas horizontales y gorro frigio. Fumaban pipas de caña, bebían aguardiente y comían cecina y unos bizcochos que dejaban secar durante semanas; también succionaban limón con avidez; eran lacónicos con la gente, pero hablaban a solas sin parar; rehuían el contacto humano y eran pendencieros, pero acostumbraban a ir acompañados de un perro, un loro, un galápago o algún otro animalito al que prodigaban mimos y atenciones. En realidad sufrían un trágico destino: embarcados de niños como grumetes, no habían regresado hasta la vejez a su tierra natal, a la que ya sólo les unía la memoria. El vagabundear continuo les había impedido fundar una familia o anudar amistades duraderas.

Ahora, de regreso, se sentían extraños. Pero a diferencia del auténtico extranjero, que puede amoldarse mal que bien a las costumbres del país que le acoge, ellos arrastraban la impedimenta de unos recuerdos falseados por el transcurso de tantos años, por tantas horas de ocio desperdiciadas en forjar ensueños y proyectos; ahora, enfrentados a una realidad distinta, estos recuerdos idealizados les imposibilitaban de adaptarse al presente. Algunos precisamente para evitar estos desajustes optaban por acabar sus días en algún puerto extraño, lejos de su patria. Éste era el caso de un lobo de mar casi centenario llamado Sturm, de origen desconocido, que en aquellos años se había hecho célebre en la Barceloneta, donde vivía. Hablaba una lengua incomprensible para todos, incluso para los profesores de la Facultad de Filosofía y Letras, a quienes habían llevado en vano al anciano sus vecinos. Por todo capital contaba con un fajo de billetes que ningún banco de Barcelona le quería canjear; como este fajo era abultado pasaba por rico y en las tiendas y los bares de su barrio le fiaban. De él se decía que no era cristiano, que adoraba al sol y que en su cuarto tenía metida una foca o un manatí.

La Barceloneta era un barrio de pescadores que había surgido durante el siglo XVIII fuera de las murallas de Barcelona. Posteriormente había quedado integrado en la ciudad y sometido a un proceso acelerado de industrialización. En la Barceloneta estaban ahora los grandes astilleros. Paseando por allí Onofre Bouvila encontró un grupo de mujeres campechanas y rechonchas que seleccionaban pescado entre risotadas. Alentado por estas muestras de buen talante se dirigió a ellas para recabar información. Quizá estas mujeres sepan decirme dónde puedo encontrar trabajo, pensó; las mujeres serán más afectuosas con un muchacho como yo. Pronto se percató de que el buen humor aparente de aquellas mujeres se debía en realidad a un trastorno nervioso que les hacía reír desacompasadamente, sin motivo ni control. En el fondo estaban amargadas y hervían de ira: por nada blandían cuchillos y se arrojaban bogavantes y cangrejos a la cabeza. En vista de ello salió huyendo. Tampoco tuvo más suerte cuando trató de sentar plaza de marino en uno de los bajeles que estaban fondeados allí y a los que no afectaba la cuarentena. Al acercarse a uno de estos bajeles los marineros acodados en la borda le disuadieron de enrolarse. No subas a bordo si no quieres morir, chaval, le dijeron. Le contaron que ellos mismos eran víctimas del escorbuto. Al hablar mostraban las encías ensangrentadas. En la estación de ferrocarril los mozos de cuerda, a quienes el reumatismo apenas dejaba andar, le dijeron que sólo los miembros de cierta asociación podían aspirar con éxito a aquel oficio de esclavos. Y así sucesivamente. Al anochecer regresó a la pensión exhausto.

Mientras devoraba la cena exigua el señor Braulio, que mariposeaba de mesa en mesa, se interesó por el resultado de sus gestiones. Onofre le comentó que no había tenido suerte.

El individuo que tenía la barbería instalada en el vestíbulo oyó esta conversación y no se recató de intervenir en ella. De sobra se ve que vienes del campo, le dijo a Onofre Bouvila; ve al mercado de verduras, quizá allí encuentres algo. Pasando por alto lo que había de sarcasmo en este consejo, le dio las gracias al huésped y un puntapié al gato de Delfina, que le había clavado las zarpas en la pantorrilla. La fámula le lanzó una mirada cargada de odio a la que él respondió con otra de desdén. Aunque no quería confesárselo, los contratiempos de aquel día habían hecho mella en su ánimo. No pensé que las cosas estuvieran tan requetemal, se decía. Bah, no importa, añadía luego para sus adentros, mañana volveré a intentarlo; a fuerza de paciencia algo saldrá. Lo que sea con tal de no tener que volver a casa. Esta perspectiva era lo que más le preocupaba.

Siguiendo los consejos del barbero, al día siguiente visitó el Borne: así se llamaba el mercado central de frutas y verduras. La visita, sin embargo, resultó estéril; lo mismo sucedió con las que fue haciendo luego. Así pasaron las horas y los días: siempre sin resultado tangible ni esperanza de obtenerlo. Con sol o con lluvia recorrió la ciudad a pie de punta a punta. En este peregrinaje no dejó puerta por llamar.

Trató de desempeñar oficios cuya existencia había ignorado hasta entonces: cigarrero, quesero, buzo, marmolista, pocero, etcétera. En la mayoría de sitios donde probó no había trabajo; en otros exigían experiencia. En una confitería le preguntaron si sabía hacer barquillos; en unos astilleros, si sabía calafatear. A todas estas preguntas se veía obligado a responder que no. Pronto descubrió cosas que nunca había sospechado antes: de todos los trabajos, el servicio doméstico era el más descansado. A él se dedicaban por esas fechas 16.186 personas en Barcelona. Los restantes trabajos se desarrollaban en condiciones terribles: las jornadas laborales eran muy dilatadas; los trabajadores tenían que levantarse diariamente a las cuatro o cinco de la mañana para acudir a sus puestos puntualmente. Los sueldos eran muy bajos. Los niños trabajaban a partir de los cinco años en la construcción, en el transporte, incluso en los camposantos, ayudando a los sepultureros. En algunos lugares le trataron con amabilidad; en otros, con hostilidad abierta. Una vaca estuvo a punto de cornearle en una lechería y unos carboneros le azuzaron un mastín. Por todas partes vio miseria y enfermedades. Había barrios enteros aquejados de tifus, viruela, erisipela o escarlatina. Encontró casos de clorosis, cianosis, gota serena, necrosis, tétanos, perlesía, aflujo, epilepsia y garrotillo. La desnutrición y el raquitismo se cebaban en los niños; la tuberculosis en los adultos; la sífilis en todos. Como todas las ciudades, Barcelona había sido visitada periódicamente por las plagas más terribles. En 1834 el cólera había dejado a su paso 3.521 muertos; veinte años más tarde, en 1854, 5.640 personas habían caído víctimas de esa misma enfermedad. En 1870 la fiebre amarilla proveniente de las Antillas españolas se había extendido por la Barceloneta. El barrio entero había sido evacuado, el muelle de la Riba había sido quemado. En estas ocasiones cundía el pánico primero y el desaliento después. Se organizaban procesiones y actos públicos de desagravio a Dios.

A estas rogativas acudían todos, incluso quienes meses antes habían participado en la quema de conventos ocurrida a raíz de una algarada o habían promovido estos actos de barbarie. Los más contritos eran precisamente los que poco tiempo atrás habían aplicado con más saña la tea a la casulla de un pobre sacerdote, habían jugado al bilboquete con las imágenes sagradas y habían hecho, según se decía, escudella y carn d.olla con los huesos de los santos. Luego las epidemias decrecían y se alejaban, pero nunca del todo: siempre quedaban reductos donde la enfermedad parecía hallarse a gusto, haber echado raíces. Así a una epidemia seguía otra sin que hubiera desaparecido por completo la anterior, se solapaban. Los médicos tenían que abandonar los últimos casos de una afección para atender los primeros de la siguiente y su trabajo no tenía fin. Esto hacía que proliferasen charlatanes y curanderos, herbolarios y saludadores. En todas las plazas había hombres o mujeres que predicaban doctrinas confusas, anunciando la venida del Anticristo, el día del Juicio, de algún Mesías extravagante y sospechosamente interesado en el peculio ajeno. Algunos, sin mala fe, ofrecían medios de curación o prevención inútiles, cuando no contraproducentes, como eran el proferir gritos en las noches de luna llena, el atarse cascabeles a los tobillos o el grabarse en la piel del tórax signos zodiacales o ruedas de Santa Catalina. La gente, atemorizada e indefensa ante los estragos de la enfermedad, compraba los talismanes que le ofrecían y se tomaba sin chistar los bebedizos y filtros o se los hacían tomar a sus hijos, creyendo con eso hacerles un bien. El Ayuntamiento sellaba la casa de los infectados que fallecían, pero la escasez de vivienda era tal que a poco alguien que prefería el riesgo de contagio a vivir a la intemperie la ocupaba de nuevo, contraía la enfermedad de inmediato y moría sin remisión. A veces, sin embargo, las cosas no sucedían así.

Tampoco faltaban casos de abnegación, como siempre sucede en estas circunstancias extremas. Así contaban, por ejemplo, este concreto: el de una monja ya entrada en años, llamada Társila, algo bigotuda, la cual, apenas se enteraba de que tal o cual persona había caído en cama aquejada de un mal incurable, corría junto a esa persona llevando consigo un acordeón. Y esto lo hizo durante décadas sin contraer ella nunca dolencia alguna, por más que le tosían encima.


La noche en que vencía el plazo fijado, el señor Braulio llamó a Onofre a capítulo: Los pagos, como usted sabe, se efectúan por adelantado, le dijo. Debe usted abonarnos la semanada. Onofre suspiró. Todavía no he conseguido trabajo, señor Braulio, dijo; deme una semana de gracia y yo le pagaré todo lo que le debo en cuanto cobre mi primer jornal.

– No crea que no me hago cargo de su situación, señor Bouvila -respondió el fondista-, pero tiene usted que hacerse cargo de la nuestra: no sólo nos cuesta mucho dinero darle de comer a diario, sino que perdemos lo que nos pagaría otro huésped si usted dejase su habitación libre. Es penoso, ya lo sé, pero no voy a tener más remedio que rogarle que se vaya mañana a primera hora. Créame que siento tener que proceder así, porque le he tomado afecto.

Aquella noche casi no cenó. El cansancio acumulado durante el día hizo que se durmiera apenas se hubo acostado, pero al cabo de una hora se despertó bruscamente. Entonces empezaron a acosarle las ideas más aciagas. Para librarse de ellas se levantó y salió al balcón; allí respiró agitadamente el aire húmedo y salobre que traía del puerto olor a pescado y a brea.

De allí provenía también un resplandor fantasmagórico: eran las farolas de gas que reflejaban su luz en la neblina. El resto de la ciudad estaba sumido en la oscuridad absoluta. Al cabo de un rato el frío le había calado los huesos y decidió volver a la cama. Una vez allí encendió el cabo de vela que había en la mesilla de noche y sacó de debajo de la almohada una hoja de papel amarillento, cuidadosamente plegada. La desdobló con cautela y leyó lo que había escrito en aquel papel a la luz temblorosa de la vela. A medida que iba leyendo lo que sin duda conocía de memoria, se le iban crispando los labios, arrugaba el entrecejo y sus ojos adquirían una expresión equívoca, mezcla de rencor y tristeza.


En la primavera de 1876 o 1877 su padre había emigrado a Cuba. Onofre Douvila tenía en esa ocasión un año y medio; el matrimonio no había tenido más hijos todavía. Su padre era hombre parlanchín, festivo, buen cazador y algo alunado, al decir de los que le habían conocido antes de que emprendiese aquella aventura. Su madre procedía de las montañas y había bajado al valle para contraer matrimonio con Joan Bouvila; era espigada, enjuta, silenciosa, de gestos nerviosos y modales algo bruscos, aunque contenidos; antes de encanecer tenía el pelo castaño; también tenía los ojos de color gris azulado, como los de Onofre, que por lo demás se parecía físicamente a su padre. Antes del siglo XVIII los catalanes habían ido a América muy raramente, siempre como funcionarios de la corona; a partir del siglo XVIII, sin embargo, muchos catalanes emigraron a Cuba. El dinero que estos emigrantes remitían desde la colonia había producido una acumulación de capital inesperada. Con este capital se pudo iniciar el proceso de industrialización, imprimir impulso a la economía de Cataluña, que languidecía desde los tiempos de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel. Algunos, además de enviar dinero, acababan regresando; eran los indianos enriquecidos, que edificaban mansiones extravagantes en sus aldeas. Los más pintorescos traían consigo esclavas negras o mestizas con las que obviamente mantenían relaciones íntimas. Esto causaba un gran revuelo y ellos, presionados por parientes y vecinos, acababan casando aquellas esclavas con masoveros turulatos. De estas uniones salían hijos retintos, desplazados, que solían acabar entrando en religión. Entonces eran enviados a misiones al otro confín del mundo: a las islas Marianas o a las Carolinas, que aún dependían de la silla arzobispal de Cádiz o de Sevilla. Luego este flujo migratorio había menguado. No faltaban quienes siguieran cruzando el océano en busca de fortuna, pero eran casos individuales: un hijo segundón reducido a la penuria por un sistema hereditario conforme al cual todo el patrimonio familiar era legado a un solo hijo, llamado el "hereu", un terrateniente arruinado por la filoxera, etcétera. Joan Bouvila no se encontraba en ninguno de estos casos: nadie había sabido entonces ni supo luego la razón que le impulsó a emigrar. Unos dijeron que había obrado por ambición; otros, que por desavenencias conyugales. Alguien se inventó esta historia: que Joan Bouvila había descubierto poco después de casarse un secreto horrible concerniente a su mujer, que en la casa se oían gritos y golpes tremendos por las noches, que este griterío tenía despierto al niño toda la noche, que se le oía llorar hasta la madrugada, cuando remitía la algazara. Al parecer nada de esto era verdad. Cuando Joan Bouvila hubo partido, el rector de Sant Climent siguió recibiendo en la iglesia a su esposa, a Marina Mont; le administraba los sacramentos como a los demás feligreses y la trataba con deferencia especial. Con esto acalló los rumores maliciosos.

A poco de haber partido Joan Bouvila escribió una carta a su mujer.

Aquella carta, expedida en las Azores, donde el barco había hecho escala, fue llevada a la parroquia por el tío Tonet en su tartana. El rector tuvo que leerla, porque ella no sabía leer. Para silenciar definitivamente las malas lenguas la leyó un domingo desde el púlpito, antes del sermón. "Cuando tenga trabajo y casa y un poco de pempis mandaré por vosotros", decía la carta. "La travesía es buena, hoy hemos visto tiburones, siguen peligrosamente al barco en bandadas, a la espera de que algún pasajero se caiga al agua, entonces lo devoran de un bocado: todo lo trituran con su triple fila de dientes; del que consiguen hacer presa y devorar no devuelven nada al mar". A partir de aquel momento ya no había vuelto a escribir más.


Onofre Bouvila dobló de nuevo la carta con mucho cuidado, la metió bajo la almohada, apagó la vela y cerró los ojos.

Esta vez se durmió profundamente, insensible a la dureza del colchón y a los ataques encarnizados de las chinches y las pulgas. Poco antes de rayar el alba, sin embargo, le despertaron un peso en el abdomen, un gruñido y la desagradable sensación de que alguien le estaba observando. La habitación estaba iluminada por una vela, no la que había apagado unas horas antes, sino otra que sostenía alguien a quien no pudo identificar por el momento, porque otra cosa monopolizaba su atención. Sobre el cobertor estaba "Belcebú", el gato salvaje de Delfina. Tenía el lomo arqueado y el rabo enhiesto y había sacado las uñas. Onofre, en cambio, tenía los brazos atrapados por las sábanas y no se atrevía a sacarlos para protegerse la cara: temía excitar a la fiera con sus movimientos. Permaneció inmóvil; de la frente y del labio le brotaban gotas de sudor. No tengas miedo, no te atacará, susurró una voz, pero si intentas hacerme algo te arrancará los ojos. Onofre reconoció la voz de Delfina, pero no apartó la mirada del gato ni pronunció palabra.

– Sé que no has encontrado trabajo -siguió diciendo Delfina; en su voz había un deje de complacencia, bien porque el fracaso de Onofre hubiese venido a corroborar sus predicciones, bien porque encontrase placer en los apuros del prójimo-. Todos creen que no me entero de nada, pero lo oigo todo. Me tratan como si fuera un mueble, un trasto inútil, ni siquiera me saludan cuando se cruzan conmigo en el pasillo.

Mejor: todos son unos desgraciados. Estoy segura de que su máxima ilusión sería llevarme a la cama… ya sabes a lo que me refiero. Ah, pero si lo intentaran "Belcebú" les arrancaría la piel a tiras. Por eso prefieren aparentar que no me ven.

Al oír su nombre, el gato lanzó un bufido pérfido. Delfina dejó escapar una risa jactanciosa y Onofre comprendió que la fámula estaba chiflada. Lo que me faltaba, pensó. ¿En qué parará todo esto?, se preguntaba. Ay, Dios, con tal de que no acabe ciego…

– Tú no pareces como ellos -continuó diciendo la fámula entre dientes, pasando sin transición de la risa a la gravedad-, quizá porque aún eres un crío. Bah, ya te estropearás. Mañana dormirás en la calle. Tendrás que dormir con un ojo abierto siempre. Luego te despertarás helado y hambriento y no tendrás qué comer; te pelearás por rebuscar en las basuras. Rezarás para que no llueva y para que venga pronto el verano. Así irás cambiando: te irás volviendo un canalla, como todos. Qué, ¿no dices nada? Puedes hablar sin levantar la voz. Pero no hagas ningún gesto.

– ¿A qué has venido? -se atrevió a preguntar Onofre, aspirando las palabras-, ¿qué quieres de mí?

– Se creen que sólo sirvo para fregar suelos y lavar platos -repitió Delfina recobrando la sonrisa desdeñosa-, pero tengo recursos. Puedo ayudarte si quiero.

– ¿Qué he de hacer? -dijo Onofre sintiendo que el sudor le resbalaba por la espalda.

Delfina dio un paso hacia la cama. Onofre se puso rígido, pero ella se detuvo allí. Al cabo de un rato dijo: Escucha lo que te voy a decir. Tengo un novio. Esto no lo sabe nadie, ni siquiera mis padres. Nunca se lo diré y un día, el día menos pensado, me escaparé con él. Me buscarán por todas partes, pero ya estaremos lejos. No nos casaremos nunca, pero viviremos siempre juntos y aquí no me volverán a ver. Si revelas mi secreto le diré a "Belcebú" que te destroce la cara, ¿lo has entendido?, acabó diciendo la fámula. Onofre juró por Dios y por la memoria de su madre que guardaría aquel secreto. Esto satisfizo a Delfina, que agregó acto seguido:

Escucha, mi novio pertenece a un grupo; este grupo está formado por hombres generosos y valientes, decididos a terminar con la injusticia y la miseria que nos rodea. Hizo una pausa para ver el efecto que sus palabras habían hecho en Onofre Bouvila y viendo que éste no reaccionaba, agregó: ¿Has oído hablar del anarquismo? Onofre dijo que no con la cabeza.

Y Bakunin, ¿sabes quién es? Onofre volvió a decir que no y ella, en lugar de enfurecerse, como él temía que sucediera, se encogió de hombros. Es natural, dijo al fin: son ideas nuevas; muy poca gente las conoce. Pero no te apures, pronto las conocerá todo el mundo: las cosas van a cambiar.


En la década de 1860 los grupos ácratas italianos, que habían florecido durante los años de lucha por la unificación de Italia, decidieron enviar a otros países personas que propagasen sus doctrinas e hicieran prosélitos. El hombre que fue enviado a España, donde las ideas anarquistas eran ya conocidas y gozaban de gran predicamento, se llamaba Foscarini. A unos kilómetros de Niza, sin embargo, la policía española, en connivencia con la policía francesa, detuvo el tren en que viajaba Foscarini y subió. Arriba las manos, dijeron los policías encañonando a los pasajeros del tren con sus carabinas, ¿quién de vosotros es Foscarini? Todos los pasajeros levantaron el brazo al unísono. Yo soy Foscarini, yo soy Foscarini, decían: para ellos no cabía honor más grande que ser confundidos con el apóstol. El único que no decía nada era el propio Foscarini. Años interminables de clandestinidad le habían enseñado a disimular en casos semejantes; ahora miraba por la ventanilla y silbaba alegremente, como si aquel asalto no rezara con él. Así pudieron identificarlo los policías sin dificultad. Lo bajaron a rastras del tren, lo dejaron en paños menores, lo ataron con una soga y lo tendieron en la vía, con la cabeza apoyada en un riel y los pies sobre el otro. Cuando venga el expreso de las nueve te hará rodajas, le dijeron. Acabarás tu vida como un salchichón, Foscarini, le decían con sorna diabólica. Uno de los policías se vistió con la ropa que le habían quitado y subió al tren.

Al verlo entrar en el vagón los pasajeros creyeron que era Foscarini, que había burlado a sus secuestradores, y prorrumpieron en vítores. El falso Foscarini sonreía y anotaba los nombres de los que le vitoreaban con más ardor. Llegado a España se dedicó a incitar a la violencia sin ton ni son para crear mal ambiente, predisponer a la gente en contra de los trabajadores y justificar las medidas represivas terribles que tomaba el Gobierno. En realidad era un "agent provocateur", dijo Delfina.

Casi simultáneamente desembarcó en Barcelona un personaje diametralmente opuesto a los dos Foscarinis, el auténtico y el ficticio. Se llamaba Conrad de Weerd y en los Estados Unidos, de donde procedía, había sido un cronista deportivo de cierto renombre. Descendía de una familia hacendada y con ribetes aristocráticos de Carolina de Sur, que había perdido en la Guerra Civil o de secesión toda su fortuna, incluidas las tierras y los esclavos negros. En Baltimore, Nueva York, Boston y Filadelfia De Weerd había probado ejercer el periodismo, al que se sentía inclinado, pero por ser sureño había encontrado vedados todos los terrenos, salvo el de los deportes. Había conocido personalmente a las figuras más importantes de su tiempo, como Jake Kilrain y John L.

Sullivan, pero en general su vida de cronista había discurrido por cauces misérrimos. A mediados del siglo pasado el deporte era poco más que un pretexto para cruzar apuestas y dar rienda suelta a los instintos más bajos. De Weerd cubrió peleas de gallos, de perros y de ratas y peleas mixtas de toros contra perros, perros contra ratas, ratas contra cerdos, etcétera.

También hubo de presenciar combates de boxeo extenuantes y sanguinarios, que duraban hasta ochenta y cinco asaltos y acababan normalmente a tiros. Al final llegó a la conclusión de que la naturaleza humana era brutal y despiadada por esencia, de que sólo la educación cívica podía transformar al individuo en un ser mínimamente tolerable. Movido por esta convicción abandonó el mundo de los deportes y se dedicó a fundar asociaciones obreras con el dinero que le dieron algunos prestamistas judíos de tendencias liberales. La finalidad de estas asociaciones era la enseñanza mutua y el cultivo de las artes, en especial de la música; quería agrupar a los obreros en grandes corales. Así dejarán de interesarse por las peleas de ratas, pensaba. De Weerd vivió siempre pobremente; todo lo que ganó lo destinó a mantener los coros que iba fundando. Poco a poco los gangsters se infiltraron en los coros y los convirtieron en grupos de presión. Para quitarse de enmedio a De Weerd lo enviaron a Europa, a hacer allí proselitismo. Enterado de la existencia de los Coros de Clavé desembarcó en Barcelona el día de la Ascensión del año 1876. Allí se encontró con los seguidores enloquecidos del Foscarini espurio, que propugnaban la matanza indiscriminada de los niños a la salida de las escuelas. Esto le produjo un efecto pésimo.

Dentro de esta misma línea, siguió contando Delfina, otra personalidad interesante es la de Remedios Ortega Lombrices, alias " la Tagarnina ". Esta sindicalista intrépida trabajaba casualmente en la fábrica de tabacos de Sevilla. Huérfana de padre y madre, había tenido que hacerse cargo de sus ocho hermanos menores a la edad de diez años. Dos habían muerto de enfermedad, a los otros los sacó adelante con su esfuerzo, y aún le sobraron arrestos para criar once hijos habidos de siete padres distintos. Mientras torcía y liaba cigarros adquirió asimismo conocimientos sólidos de teoría económica y social por el método siguiente: como cada cigarrera debía liar un número determinado de unidades por jornada, decidieron cubrir entre todas la cuota de una compañera a la que liberaban del trabajo para que pudiera leerles libros en voz alta. Así sabían de Marx, de Adam Smith, de Bakunin, de Zola y de muchos otros. Su postura era más militante que la de De Weerd, menos individualista que la de los italianos. No predicaba la destrucción de las fábricas, lo que a su juicio habría sumido al país en la miseria más absoluta, sino su ocupación y colectivización. Por supuesto, cada líder tenía sus seguidores, pero había que advertir que las distintas facciones siempre se habían respetado entre sí, por profundas que fueran sus divergencias teóricas. En todo momento habían estado dispuestas a cooperar y a prestarse ayuda y nunca se habían enfrentado entre sí. Desde el principio su enemigo acérrimo había sido el socialismo en todas sus vertientes, aunque a veces no era fácil distinguir una doctrina de otra, acabó diciendo Delfina. A medida que hablaba, según iba desarrollando esta exposición ingenua y plagada de contradicciones e incongruencias, sus pupilas amarillas brillaban con un fulgor demente que a Onofre le resultaba si no atractivo, sí fascinante, sin que supiera decirse por qué.

La fámula sostenía la vela en alto como un faro, sin reparar en los goterones de cera que caían al suelo. Esta luz mísera y la camisa de paño burdo que cubría sus formas escuálidas le daban una apariencia de Minerva proletaria. Al final el gato dio muestras de impaciencia y Delfina interrumpió la perorata.

– Del resto, si haces lo que yo te diga, te irás enterando más adelante -le dijo. Onofre le preguntó qué era eso que había de hacer. Lo principal, dijo ella, era dar a conocer la idea, hacer sonar el clarín que despertara las masas dormidas.

Tú eres nuevo en Barcelona, acabó diciendo la fámula, nadie te conoce, eres muy joven y pareces inocente. Puedes contribuir a la causa y de paso ganar algún dinero; no mucho, somos muy pobres: lo justo para que puedas ir pagando la pensión. Ya ves que no somos tan soñadores como algunos pretenden:

comprendemos que la gente ha de vivir. Bueno, ¿qué contestas?

– ¿Cuándo empiezo? -dijo Onofre. Aunque no veía las cosas con excesivo entusiasmo, la intervención de Delfina le proporcionaba ciertamente un respiro en sus tribulaciones.

– Mañana por la mañana te presentarás en el número cuatro de la calle del Musgo -dijo Delfina, bajando mucho la voz-.

Allí preguntarás por Pablo. Él no es mi novio, pero ya sabe de ti. Te está esperando. Él te dirá lo que has de hacer. Sé muy prudente y asegúrate de que no te sigue nadie; recuerda que la policía vigila. En cuanto a mi padre y la semanada, no te preocupes. Yo lo arreglaré. "Belcebú", vámonos.

Sin añadir nada más sopló la vela y la habitación quedó a oscuras. Onofre sintió que el peso del gato desaparecía, oyó el choque blando de las cuatro patas contra las baldosas.

Luego vio brillar junto a la puerta los ojos de aquel animal temible. Finalmente la puerta se cerró sigilosamente.

3

Preguntando a unos y a otros averiguó que la dirección que Delfina le había dado estaba en el Pueblo Nuevo, relativamente cerca de Barcelona. Un tranvía de mulas hacía el trayecto, pero costaba 20 céntimos y como Onofre Bouvila no los tenía hubo de caminar siguiendo los rieles. La calle del Musgo era una vía tétrica y solitaria, adosada a la tapia de un cementerio civil destinado a los suicidas. La calle estaba llena de perros huidizos de pelaje ralo y hocico afilado que por la noche escarbaban entre las tumbas del cementerio en busca de alimento. Había llovido la noche anterior y el cielo estaba encapotado; la presión era baja y el aire, húmedo y pegajoso. Esto no afectó a Onofre Bouvila, que estaba de buen humor: aquella misma mañana, a la hora del desayuno, se le había acercado el señor Braulio y le había dicho: Anoche mi señora y yo estuvimos hablando y de común acuerdo, como lo hacemos todo, decidimos concederle a usted una semana de crédito. El señor Braulio se había rascado la oreja que presentaba un color encendido de clavellina. Las cosas están difíciles y usted es muy joven para andar desamparado por estos mundos de Dios, había añadido. Confiamos asimismo en que pronto encuentre ese empleo que con tanto ahínco busca y estamos persuadidos de que con su honradez y dedicación conseguirá a la larga labrarse un porvenir decoroso, acabó diciendo enfáticamente. Él le había dado las gracias y mirado de reojo a Delfina; en aquel momento la fámula cruzaba el comedor con un balde lleno de agua sucia, pero aparentaba no verlo o no lo veía. Llamó a la puerta del número cuatro y le abrió sin dilación un individuo de constitución enclenque, frente abombada y labios finos, reticentes.

– Soy Onofre Bouvila y busco a un tal Pablo -le dijo.

– Yo soy Pablo -dijo el individuo-. Pasa.

Entró en un almacén aparentemente abandonado. En las paredes había moho y salitre y en el suelo, manchurrones de petróleo, algunas cajas y rollos de cuerda. De una de aquellas cajas Pablo sacó un paquete. Éstos son los panfletos que tienes que repartir, dijo tendiendo el paquete a Onofre.

¿Estás familiarizado con la idea? Onofre advirtió que tanto Pablo como Delfina decían "la idea", como si no hubiera otra:

esto le hizo gracia. También intuyó que con personas como Pablo la sinceridad era la mejor estrategia y dijo que no.

Pablo hizo una mueca colérica. Lee atentamente uno de los panfletos, dijo; yo no tengo tiempo de adoctrinarte y los panfletos lo explican todo con mucha claridad. Conviene que vayas enterado por si alguien te pidiera una aclaración, ¿entiendes? Onofre dijo que sí. ¿Te han dicho ya dónde tienes que hacer el reparto?, preguntó el apóstol. Onofre dijo otra vez que no. Ah, ¿tampoco eso?, suspiró Pablo, dando a entender con este suspiro que todo el trabajo de hacer la revolución recaía sobre sus hombros. Está bien, yo te lo diré, añadió.

¿Sabes dónde están construyendo la Exposición Universal?

Onofre volvió a decir que no. Pero, muchacho, dijo el apóstol escandalizado, ¿de qué planeta vienes? Sin dejar de refunfuñar le indicó el modo de llegar allí y lo puso en la calle. Antes de que pudiese cerrar la puerta Onofre le preguntó:

– Cuando se me acaben los panfletos, ¿qué he de hacer?

El apóstol sonrió por primera vez. Venir a por más, respondió en un tono casi suave. Le dijo que debía acudir al almacén por las mañanas, entre las cinco y las seis; nunca a otra hora. Si nos encontrásemos en alguna parte, harás como si no nos conociéramos, dijo acto seguido. No des a nadie esta dirección ni hables jamás de mí ni de la persona que te ha enviado, aunque te maten, agregó con solemnidad. Si alguien te pregunta cómo te llamas, di que Gastón: éste será tu apodo. Y ahora vete: cuanto más breves sean nuestros encuentros, tanto mejor. Onofre se alejó de aquel lugar macabro. Al llegar a una plazoleta se sentó en un banco, deshizo el paquete y se puso a leer uno de los panfletos. Unos niños corrían por la plaza y de un taller de cerrajería invisible pero cercano a la plaza llegaba un repique machacón. Por esta razón no pudo concentrarse bien. Apenas sabía leer: necesitaba silencio y tiempo para entender lo que leía. Además la mitad de las palabras que leía le resultaba incomprensible. La prosa era tan enrevesada que ni siquiera repasando el texto varias veces conseguía discernir de qué hablaba. ¿Y por este galimatías voy a jugarme yo la vida?, se dijo. Volvió a atar el paquete y se dirigió al lugar que Pablo le había indicado. Al andar contemplaba con ojos de campesino aquellas hectáreas que unos años antes habían sido huertos: ahora, atrapadas por el avance del progreso industrial, aguardaban un destino incierto yermas, negras y apestosas, envenenadas por los riachuelos pútridos que vertían las fábricas de las inmediaciones. Estos riachuelos al ser absorbidos por la tierra sedienta formaban un légamo que se adhería a las alpargatas del caminante y dificultaba su marcha.

En un momento dado debió de confundir la vía del ferrocarril con la del tranvía y se perdió. Como no veía ningún ser viviente a quien preguntar, escaló un montículo; desde allí contaba con avistar su meta o, cuando menos, determinar su propio paradero. La posición del sol, un cálculo somero de la hora y sus conocimientos le permitieron situar los cuatro puntos cardinales. Ahora ya sé dónde estoy, pensó.

Las nubes se habían abierto hacia el Este y por allí el sol filtraba sus rayos; al recibirlos el mar lanzaba destellos; tenía un centelleo de plata. Volviendo la espalda al mar avistó la silueta de la ciudad difusa a través de la atmósfera cargada; avistó los campanarios y las torres de las iglesias y los conventos y las chimeneas de las fábricas. Una locomotora sin vagones maniobraba cerca de allí, en dirección a una vía muerta. La columna de humo que despedía detenía el ascenso a pocos metros de altura; allí el aire húmedo y denso empujaba el humo hacia el suelo. El ruido de la locomotora era lo único que rompía el silencio. Siguió caminando. Cuando veía un montículo subía a él y oteaba el horizonte. Por fin descubrió, más allá de la vía férrea por donde momentos antes había visto maniobrar la locomotora, una explanada por la que hormigueaban hombres, bestias y carretas. Allí había edificios en construcción. Onofre Bouvila pensó que aquél había de ser el lugar que buscaba. O allí me sabrán dar razón, se dijo. Bajó del promontorio al que se había subido y se dirigió a la obra con el paquete de panfletos bajo el brazo.


La Ciudadela, cuyo recuerdo vergonzoso aún perdura, cuyo nombre es sinónimo todavía de opresión, surgió y desapareció del modo siguiente: En 1701 Cataluña, celosa de sus libertades, que veía amenazadas, abrazó la causa del archiduque de Austria en la Guerra de Sucesión. Derrotado este bando y entronizada en España la casa de Borbón, Cataluña fue castigada severamente. La guerra había sido larga y encarnizada, pero sus secuelas fueron peores aún. Los ejércitos borbónicos saquearon Cataluña; contaban con la connivencia de los mandos y no escatimaron la inquina. Luego vino la represión oficial: los catalanes fueron ejecutados a centenares; para escarnio y lección sus cabezas fueron ensartadas en picas y expuestas en los puntos más concurridos del Principado. Millares de prisioneros fueron destinados a trabajos forzosos en lugares remotos de la península e incluso en América; todos ellos murieron con los grilletes puestos, sin haber vuelto a ver su patria querida. Las mujeres jóvenes fueron usadas para solaz de la tropa; esto provocó una carestía de mujeres casaderas que aún perdura en Cataluña.

Muchos campos de cultivo fueron arrasados y sembrados de sal para volver la tierra estéril; los frutales fueron arrancados de raíz. Se intentó exterminar el ganado y en especial la vaca pirenaica, tan apreciada; este exterminio no pudo llevarse a término porque algunas reses huyeron a las montañas donde sobrevivieron en estado salvaje hasta bien entrado el siglo XIX; sólo así lograron salvarse de las cargas feroces de la caballería, de las descargas de la artillería y de las bayonetas de la infantería. Los castillos fueron derruidos y sus sillares utilizados para cercar de murallas algunas poblaciones: de este modo las convertían virtualmente en presidios. Los monumentos y estatuas que adornaban los paseos y las plazas fueron triturados, reducidos a polvo. Los muros de los palacios y edificios públicos fueron recubiertos de cal y sobre este revestimiento fueron pintadas figuras obscenas y fueron grabadas frases procaces u ofensivas. Las escuelas fueron convertidas en establos y viceversa; la Universidad de Barcelona, donde se habían educado y donde habían enseñado figuras preclaras, fue clausurada; el edificio que la albergaba fue desmontado piedra a piedra; con estas piedras fueron cegados los acueductos, los canales y las acequias que abastecían de agua la ciudad y los huertos colindantes. El puerto de Barcelona fue sembrado de escollos; fueron arrojados al mar tiburones traídos especialmente de las Antillas en cisternas para que infestaran las aguas del Mediterráneo. Por fortuna este medio les fue adverso: los que no murieron por causa del clima o de la ingestión de moluscos emigraron a otras latitudes por el estrecho de Gibraltar, a la sazón ya en poder de los ingleses. De todas estas medidas dieron cuenta al rey. Tal vez, dijo éste, a los catalanes no les baste este escarmiento. Felipe V, duque de Anjou, era un monarca ilustrado. Un escritor francés lo ha calificado de "roi fou, brave et dévot". Se casó con una italiana, Isabel de Farnesio, y murió demente. No era sanguinario, pero consejeros malintencionados le habían hablado pestes de los catalanes, al igual que de los sicilianos y napolitanos, de los criollos de ultramar, de los canarios, de los filipinos y de los indochinos, todos ellos súbditos de la Corona de España. Por ello hizo construir en Barcelona una fortificación gigantesca, donde albergó un ejército de ocupación presto a salir a sofocar cualquier levantamiento. A esta fortificación se la llamó desde el principio " la Ciudadela ". En ella vivía el gobernador, aislado por completo de la población: en todo había sido imitado el sistema colonial más rígido. En la explanada de la Ciudadela eran ahorcados los reos de sedición; allí los cuerpos sin vida de los patriotas ejecutados eran dejados para pasto de los buitres. A la sombra de los bastiones los barceloneses llevaban una vida servil, lloraban de nostalgia y de rabia. Una o dos veces trataron de tomar la fortificación por asalto, pero fueron rechazados sin dificultad; tuvieron que abandonar el campo, que quedó sembrado de bajas. Los defensores se burlaban de los asaltantes: asomados a las troneras orinaban sobre los muertos y los heridos. A cambio de este placer inicuo no podían abandonar el recinto ni mezclarse con la población civil, que los odiaba; toda diversión les estaba vedada: eran prisioneros de la situación. Los soldados, privados de la compañía de las mujeres, se daban a la sodomía y descuidaban la higiene personal: la Ciudadela se convirtió en un foco de enfermedades de todo tipo. Unos y otros mirando las cosas con serenidad pedían a los sucesivos monarcas que pusieran fin a aquel símbolo de hostilidad e infamia. Sólo algunos fanáticos defendían la necesidad de su permanencia. Los reyes decían a todo que sí, pero luego daban largas al asunto; así suelen proceder los que ostentan el poder absoluto. A mediados del siglo XIX la Ciudadela había perdido gran parte de su eficacia; los adelantos bélicos habían hecho inútil su función: ya no tenía razón de ser. En 1848, con motivo de un alzamiento popular, el general Espartero había estimado más expeditivo bombardear Barcelona desde la colina de Montjuich.

Por fin, al cabo de un siglo y medio de existencia, fueron demolidos los murallones de la Ciudadela. El terreno que ocupaba y los edificios que había allí fueron donados a la ciudad, como para borrar tanto dolor acumulado. Algunos de aquellos edificios fueron arrasados justificadamente; otros permanecen aún en pie. Del recinto se decidió hacer un parque público, para solaz de todos. Era un contraste conmovedor ver cómo ahora arraigaban los árboles y brotaban las flores en aquella explanada donde se habían cometido tantas atrocidades, donde poco antes se había levantado el cadalso. También fue construido allí un lago y una fuente colosal que llevaba por nombre " la Cascada ". A este parque se llamó y aún se sigue llamando "el parque de la Ciudadela ". En 1887, cuando Onofre Bouvila puso los pies en él, se estaba levantando allí lo que había de ser el recinto de la Exposición Universal. Eso ocurrió a principios o a mediados de mayo de ese año. Para entonces las obras estaban muy avanzadas. El contingente de obreros empleado en ella había alcanzado su máxima dotación, es decir, cuatro mil quinientos hombres. Este número era exorbitante, no tenía precedente en la época. A él hay que agregar otro número indeterminado pero igualmente grande de mulas y borricos. También funcionaban allí entonces grúas, máquinas de vapor, ingenios y carromatos. El polvo lo cubría todo, el ruido era ensordecedor y la confusión, absoluta.

Don Francisco de Paula Rius y Taulet ocupaba la alcaldía de Barcelona por segunda vez. Frisaba la cincuentena, era ceñudo, ostentaba una calva imaginativa y unas patillas tan largas que le cubrían las solapas de la levita. Los cronistas decían que tenía aire patricio. Era muy sensible al prestigio de su ciudad y de su propia gestión. En aquellos días estivales, bochornosos, de 1886 se enfrentaba a un dilema arduo. Unos meses antes había recibido la visita de un caballero llamado Eugenio Serrano de Casanova. Tengo que comunicar a vuecencia algo grave, le había dicho éste. Don Eugenio Serrano de Casanova era un gallego afincado en Cataluña; allí le había conducido de joven su militancia ferviente en la causa carlista. Luego los años habían mitigado su fervor, pero no su energía: era hombre emprendedor y viajero. En el curso de sus viajes había tenido ocasión de asistir a las Exposiciones Universales de Amberes, París y Viena; estos certámenes le parecieron cosa de maravilla. Como no era hombre que dejara agostarse las ideas trazó sus planes y pidió permiso al Ayuntamiento de Barcelona para hacer allí lo que había visto en aquellas otras ciudades. El Ayuntamiento le cedió el parque de la Ciudadela. Si quiere meterse en semejante lío, que se meta, allá él, pensaron las autoridades competentes: una actitud tan negligente como peligrosa. en rigor, nadie calibraba lo que suponía organizar una Exposición Universal.

Estas Exposiciones eran un fenómeno nuevo, del que sólo se tenía noticia a través de la prensa. Aunque la noción de exposición Universal, la idea misma del certamen había nacido en Francia, la primera de ellas la celebró Londres en 1851; París la suya en el 55. En París la organización dejó mucho que desear: el recinto abrió sus puertas con quince días de retraso sobre la fecha prevista y muchas de las piezas que se exhibían allí no habían sido desembaladas todavía el día de la inauguración. Entre las ilustres personalidades que la visitaron estaban la propia reina Victoria, entonces en pleno apogeo. "Pas mal pas mal", iba murmurando esta reina con un leve mohín, sin duda complacida por las muestras de incompetencia que daban los franceses. Iba seguida de un cipayo que media más de dos metros, sin contar el turbante, y que llevaba en un cojín de seda carmesí el "Koh-inoor", hasta entonces el diamante más grande del mundo; era como si con aquel gesto la reina Victoria quisiera decir: uno sólo de los objetos que me pertenecen vale más que todo lo que hay expuesto aquí; en esto no llevaba razón, porque de lo que se trataba en realidad era de rivalizar en ideas y en progreso.

Luego también se celebraron certámenes en Amberes, en Viena, en Filadelfia y en Liverpool. Londres había organizado su segunda Exposición en el 62 y París la suya en el 67 cuando Serrano de Casanova lanzó en Barcelona su propuesta. Lo que le sobraba de empuje le faltaba de capital. Barcelona atravesaba una crisis financiera de consideración y los reiterados llamamientos del promotor denodado no encontraron eco. El dinero inicial se acabó y el proyecto hubo de ser abandonado.

Serrano de Casanova acudió a ver al alcalde Rius y Taulet. En tono suave, como si se tratara de un secreto, le dijo: Debo notificar a vuecencia algo de particular gravedad; he decidido capitular, no sin profundo desconsuelo. Las obras de habilitación del parque ya habían comenzado; el suceso, entre unas cosas y otras, había recibido amplia publicidad. ¡Rayos y centellas!, exclamó Rius y Taulet; hizo repicar con insistencia una campanilla de oro y cristal que había sobre la mesa de su despacho en la alcaldía y al primero que compareció (un ordenanza) le dijo sin mirarle a la cara que tomara todas las disposiciones necesarias para convocar las personalidades barcelonesas a consejo de inmediato: al obispo, al gobernador, al capitán general, al presidente de la Diputación, al rector de la Universidad, al presidente del Ateneo, etcétera. El ordenanza se desvaneció en el despacho, el propio alcalde hubo de reanimarlo abanicándolo con su pañuelo. Reunidos por fin los prohombres hubo más palabrería que voluntad de hacer algo; todos estaban dispuestos a opinar, pero ninguno a comprometerse ni a comprometer a la institución que representaba; mucho menos lo estaba a ofrecer apoyo financiero a la empresa descabellada de Serrano de Casanova. Al final Rius y Taulet dio un golpazo en la mesa con una carpeta de cuero y cortó en seco tanta garrulería. "Hóstia, la Mare de déu¡", gritó a pleno pulmón. El vibrante exordio se oyó en la plaza de San Jaime, pasó a ser de dominio público y figura hoy, con otros dichos célebres, labrado en un costado del monumento al alcalde infatigable. El obispo no pudo menos que persignarse. Un alcalde no es cosa de tomar a risa. En menos de una hora obtuvo de todos los presentes su aquiescencia y la promesa de colaboración que precisaba para seguir adelante con el proyecto. Abandonar ahora sería un desdoro para Barcelona, les dijo, una confesión de impotencia. Acordaron seguir adelante con el proyecto bajo el patrocinio de una Junta Directiva. También se creó una Junta del Patronato integrada por autoridades civiles y militares, presidentes de asociaciones, banqueros y figuras del mundo empresarial. Con ello se involucraba a todos en aquella tarea, que tenía que ser colectiva para ser posible. Se estableció una Junta Técnica formada por arquitectos e ingenieros. Con el tiempo proliferaron las juntas y los comités (comités de enlace con empresas nacionales, comités de enlace con potenciales expositores extranjeros, comités encargados de fallar concursos y otorgar premios, etcétera), lo cual engendraba confusión y no pocos roces. Todos coincidían en calificar esta organización de "muy moderna". Otra cosa es que la opinión pública fuera unánime respecto de la viabilidad del proyecto.

"Por lo demás", apunta un diario de la época, "la población no ofrece bastantes atractivos para hacer grata la estancia al forastero en ella por algunos días". Todos pensaban que Barcelona haría un triste papel si trataba de equipararse a París o a Londres. Nadie pensaba en lo que ofrecían en aquellos años ciudades como Amberes o Liverpool, que habían montado sus respectivos certámenes sin tanto "mea culpa". O se lo planteaban, pero decían: Que otros hagan el ridículo si les viene de gusto; nosotros, no. "En Barcelona, fuera de la benignidad de su clima, de lo excelente de su situación, de sus antiguos monumentos y de algo, muy poco, debido a la iniciativa de los particulares, no estamos al nivel de las demás poblaciones de Europa de igual importancia", dice una carta aparecida en un diario de esas fechas. "Todo lo que tiene carácter administrativo", sigue diciendo la carta, "es de orden inferior. La policía urbana es en general detestable, la seguridad deja mucho, muchísimo que desear, faltan o están mal organizados gran número de servicios necesarios en una población de 250.000 habitantes, la estrechez de las calles del casco antiguo y la falta de grandes plazas en él y en el nuevo, dificultan la circulación y el desahogo, no tenemos buenos y variados paseos y carecemos de museos, bibliotecas, hospitales, hospicios, cárceles, etc., dignos de ser visitados". esta carta, que se prolongaba a lo largo de muchas páginas, decía, entre otras cosas: "Hemos gastado mucho en el Parque de la Ciudadela, pero sus dimensiones son mezquinas; falta en él un vasto bosque y un extenso paseo, y algo como el lago es eminentemente ridículo". Al decir esto el autor de la carta pensaba seguramente en los parques célebres de la época:

el "bois de Boulogne" y "Hyde park". A estas invectivas agrega la carta: "Raquitismo de concepción y ahuecamiento de la vanidad es lo que caracteriza a menudo los actos de nuestra administración local. Barcelona, de algunos años a esta parte, va volviéndose una ciudad sucia. Las fachadas de las casas algo antiguas!cuán repugnantes se presentan de ordinario¡"

Cartas similares eran frecuentes en la prensa local de entonces. Otros expresaban sus reservas de modo más conciso, como un diario del 22 de septiembre de 1866, que encabezaba su editorial con este epígrafe: "Comercialmente hablando, ¿constituye la Exposición un beneficio o una plaga?" Con todo, la oposición al certamen en general fue tenue. La mayoría de los ciudadanos estaba dispuesta aparentemente a arrostrar los riesgos de la aventura; los demás sabían por experiencia que lo que las autoridades decidían siempre se llevaba a cabo; varios siglos de absolutismo habían enseñado a la gente a no malgastar tinta y talento. También influía en la opinión pública un factor importantísimo: que la primera Exposición Universal que se celebraba en España se celebraría en Barcelona y no en Madrid. Este hecho había sido ya comentado en los periódicos de la capital. Estos mismos periódicos habían llegado a la conclusión penosa pero incuestionable de que así había de ser. "Las comunicaciones entre Barcelona y el resto del mundo, tanto por mar como por tierra, la hacen más apta que ninguna otra ciudad de la Península para la atracción de forasteros", dijeron. Con esto se quedaron contentos, como si la elección de Barcelona como sede del certamen la hubieran hecho ellos. Estos argumentos, sin embargo, no conmovieron al Gobierno. Ustedes se lo montan, ustedes se lo pagan, vinieron a decir. En esa época la economía del país estaba tan centralizada como todo lo demás; la riqueza de Cataluña, como la de cualquier otra parte del reino, iba a engrosar directamente las arcas de Madrid. Los ayuntamientos atendían a sus necesidades mediante la recaudación de contribuciones locales, pero para cualquier gasto extraordinario debían acudir al Gobierno en busca de una subvención, de un crédito o, como en el caso presente, de un chasco. Esto suscitaba entre los catalanes un sentimiento de solidaridad que acallaba las críticas. Por este lado, comentó Rius y Taulet, nos hacen un favor; por todos los demás, la puñeta. En eso no había desacuerdo. Con Madrid acabaremos a palos, pero sin Madrid no iremos a ninguna parte, dijo Manuel Girona. Era un financiero de renombre; a la sazón desempeñaba además la presidencia del Ateneo. Tenía fama de no perder jamás la compostura: Dejemos para mejor ocasión los desahogos temperamentales y hagamos frente a la realidad, propuso: hay que pactar con Madrid; será una humillación, pero la causa bien lo merece. Con estas palabras quedó zanjada la discusión y se dio por concluida la sesión, que se había celebrado un miércoles en el restaurante "Las siete puertas". El domingo siguiente, después de oír misa cantada, salieron hacia la capital dos delegados de la Junta.

Viajaban en un carruaje que el propio Ayuntamiento había puesto a su disposición; este carruaje llevaba en cada portezuela unas molduras con el emblema de la Ciudad Condal.

En unos cartapacios enormes de piel de cocodrilo llevaban la documentación relativa al proyecto y en varios baúles asegurados con cuerdas a la parte posterior del carruaje llevaban muchas mudas, porque preveían una ausencia larga. Y así fue: apenas llegados a Madrid se instalaron en un hotel. A la mañana siguiente acudieron al Ministerio de Fomento. Su llegada causó gran revuelo: de Barcelona habían traído y ahora llevaban puestos los vestidos y capas que en su día habían pertenecido a Joan Fiveller, aquel valedor legendario de la ciudad. En el transcurso de los siglos la lana de estas ropas se había ido convirtiendo en borra y las sedas en una especie de telaraña. Al paso de los delegados, que portaban los cartapacios con ambas manos, como si fueran ofrendas, las alfombras del Ministerio iban quedando cubiertas de un polvo pardo. Estos dos delegados se llamaban respectivamente Guitarrí y Guitarró, dos nombres que de no ser reales parecerían inventados para la ocasión. Fueron conducidos a un salón de techo altísimo, artesonado, donde sólo había dos sillas de estilo renacimiento, bastante incómodas, y un cuadro de tres metros de alto por nueve de largo, del taller de Zurbarán, que representaba un viejo ermitaño de piel cerúlea, cubierto de escrófulas y rodeado de tibias y calaveras. Allí se les hizo esperar más de tres horas, al término de las cuales se abrió una puerta lateral, semisecreta, y apareció un individuo de rostro abotargado y patillas de boca de hacha que llevaba una casaca cubierta de entorchados. Al punto los dos delegados se pusieron en pie. Uno de ellos acertó a murmurar al oído de su compañero:!Santa Quiteria, su sola mirada ya infunde espanto¡; la larga espera había debilitado su sistema nervioso. Los dos hicieron una profunda reverencia. El recién llegado, que no era el ministro, sino un ujier, les comunicó con sequedad que el señor ministro no podía recibirlos ese día, que tuvieran la bondad de acudir de nuevo al Ministerio al día siguiente a la misma hora. La confusión provocada por el vistoso uniforme del ujier fue la primera de una larga serie: los delegados de la Junta se movían en un medio que les era ajeno; no sabían qué actitud adoptar en aquella ciudad de tabernas y conventos, vendedores ambulantes, chulapones, alcahuetas, llagados y mendigos, en mitad de la cual existía un mundo aún más extraño, hecho de oropeles y ceremonias, amenazas y prebendas, poblado por generales intrigantes, duques chanchulleros, curas milagreros, validos, toreros, enanos y papamoscas de corte que se burlaban de ellos, de su acento catalán y de su sintaxis peculiar. En idas y venidas del hotel al Ministerio gastaron en vano tres meses y sus correspondientes dietas, acabadas las cuales escribieron a Barcelona dando cuenta de lo sucedido y recabando instrucciones. A vuelta de correo les llegó un paquete remitido por el propio Rius y Taulet en el que había dinero, una reproducción en yeso de la Virgen de Montserrat y un mensaje que decía: "Valor, uno de los dos tendrá que ceder y por Dios bendito que no vamos a ser nosotros". Los pobres delegados apenas salían de su hotel, donde el servicio, familiarizado ya con su presencia y convencido de que no cabía esperar de ellos muestras exageradas de liberalidad, no se preocupaba de cambiarles las toallas ni las sábanas ni de pasar el plumero por el mobiliario escaso y desvencijado. Para ahorrar los dos compartían con grandes estrecheces el mismo cuarto y se hacían el desayuno y la cena allí mismo, con el agua caliente de la bañera. Lo que más les hacía sufrir, con todo, eran las visitas matutinas al Ministerio. El enjambre de zánganos y sablistas que parecía habitar en sus corredores y antesalas les había compuesto unas coplillas hirientes que oían tararear por doquier a su paso. Los más allegados al Ministerio les gastaban bromas aún más vejatorias, como colocar cubos llenos de agua en los dinteles de las puertas que habían de cruzar, tender cables en el suelo para hacerles tropezar y acercarles velas encendidas a los faldones del traje para chamuscarlos. Algunos días al entrar en la sala de espera encontraban las dos sillas ocupadas por otros peticionarios más madrugadores quienes, avezados a este tipo de situaciones y endurecidos por toda una vida de plantones, lisonjas, suplicatorios, gestiones y desengaños fingían no reparar en su presencia y en las tres horas rituales que duraba la espera no les cedían el asiento ni un minuto. El ministro seguía sin recibirlos. Todos los días, tras esperar en aquella sala cuyos mínimos detalles conocían ya al dedillo, se abría la puerta semisecreta, entraba el ujier de las patillas y les tendía en una bandeja una nota apresurada en la que el ministro les notificaba que aquel día no les podía atender como habría sido su deseo. El desparpajo con que usaba aquí y allá expresiones y vocablos de germanía hacía a menudo ininteligible estas notas, lo que aún angustiaba más a los delegados, que se iban con la duda de si habían o no habían entendido bien las indicaciones del ministro, los cambios de cuyo humor trataban de vislumbrar en los más leves indicios.

En ocasiones y tras mucho vacilar y discutir entre ellos respondían a estas notas con otras. Para eso se habían hecho imprimir en un establecimiento especializado de la calle Mayor unos saludas en cuyo encabezamiento, por error o a sabiendas, salió impreso el escudo de Valencia en vez del de Barcelona, como ellos habían pedido. Corregirlo habría supuesto un mes de demora, por lo que hubieron de resignarse. En estos impresos escribieron: "Nos hacemos perfecto cargo de que V.E., cuya vida guarde Dios muchos años, anda en extremo ocupado, pero nos permitimos porfiar, con el debido respeto, habida cuenta de la trascendencia de la misión que nos ha sido encomendada", etcétera. A lo que respondía el ministro al día siguiente con expresiones como "ir con la hora pegada al culo" (por ir justo de tiempo), "ir de pijo sacado" (por estar abrumado de trabajo), "ir echando o cagando leches" (por ir a toda velocidad), "sanjoderse cayó en lunes" (con lo que se invita a tener paciencia), "bajarse las bragas a pedos" (de dudoso sentido), etcétera; y se despedía diciendo: "!hasta la siega del pepino¡", o cosa parecida. "Tal vez dispondría V.E. de más tiempo", acabaron por replicar los delegados, "si no malgastara V.E. tanto en hacer donaires". Por las noches escribían a sus familias, en Barcelona, cartas preñadas de desazón y añoranza. La tinta presentaba a veces borrones causados por alguna lágrima incontenible.

Mientras tanto en Barcelona la Junta Directiva de la Exposición Universal, presidida por Rius y Taulet, no dormía.

Enfrentemos a Madrid con los hechos consumados, parecía ser la consigna. Los proyectos de los edificios, monumentos, instalaciones y dependencias que debían integrar el recinto de la Exposición fueron encargados, presentados y aprobados y las obras dieron comienzo a un ritmo que los fondos disponibles no permitían sostener por mucho tiempo. Cuando todo el parque de la Ciudadela estuvo patas arriba el Ayuntamiento invitó a los corresponsales de prensa a que lo visitaran. Como acicate a su interés fueron obsequiados con un banquete cuyo menú da testimonio de la vocación cosmopolita de los anfitriones:

"Potage: Bisque d.écrevises á l.américaine. Reléves: Loup á la genevoise. Entrées: Poulardes de Mans á la Toulouse, tronches de filet á la Godard. – Legumes: Petit pois au berre. – R4ts:

Perdreaux jeunes sur crustades, galantines de dindes trufées.

– Entremets: Bisquits Martin decorés. – Ananas et Goteauv. -

Dessert assorti. Vinos: Oporto, Ch1teau Iquem, Bordeaux y Champagne Ch. Mumm". En los discursos que cerraron el banquete se dio por cierta la fecha de inauguración (primavera de 1887); reseñas elogiosas del acto aparecieron en numerosas publicaciones. También se hicieron unos carteles de propaganda que fueron colocados en las estaciones de ferrocarril de toda Europa; se cursaron invitaciones a corporaciones y empresas españolas y extranjeras animándolas a participar en el certamen y se convocaron, como era costumbre de la época, varios concursos literarios. La respuesta de los futuros participantes fue tibia, pero no nula. A fines de 1886 aparecen consignadas ya en la prensa las primeras concesiones de servicios. "El servicio de water-closets y lavabos se ha adjudicado, sujeto en un todo a las condiciones que ya se conocen, al Sr. Fraxedas y Florit. Este inteligente concesionario se propone tener en dichos establecimientos un servicio completo de toilette, dotándolos de salones provistos de todos los accesorios convenientes, ropa blanca, jabones y objetos de perfumería. Habrá también en todos ellos una sala especial para la limpieza del calzado, y un número prudente de mandaderos a disposición del público y de los expositores, para llevar recados y transportar a domicilio los efectos comprados en la Exposición. Felicitamos al Sr. Fraxedas y Florit porque comprendiendo lo productivo del negocio ha tenido el buen acierto de evitar que fuera explotado por extranjeros". El ministro de Fomento acabó por ceder. Era un hombre corpulento, de aspecto feroz, casi inhumano. A sus espaldas le llamaban "el Africano". No había estado nunca en Africa ni tenía con ese continente relación alguna, el epíteto se lo había ganado con su porte y su talante. Al enterarse del mote no se ofendió. Lejos de incomodarse adquirió la costumbre de llevar un aro colgando de la nariz. Recibió a los dos delegados de la Junta con extrema frialdad, pero el tiempo había jugado sin ellos saberlo a favor de éstos; el ministro quedó desarmado en su presencia. Las innumerables horas de espera, las angustias y los vejámenes padecidos los habían avejentado; a fuerza de convivir día y noche habían acabado por parecerse el uno al otro como dos gotas de agua y ambos al santo ermitaño del cuadro del taller de Zurbarán en cuya contemplación llevaban meses. En su presencia el ministro se sintió súbitamente cansado, todo el peso del poder inmenso que ostentaba se vino sobre sus hombros. Lo que debía haber sido un enfrentamiento titánico se convirtió en una plática fatigada, cargada de melancolía.

4

El recinto del parque de la Ciudadela había sido rodeado de una empalizada que preservaba las obras de la Exposición de la injerencia de los curiosos. Este cercado, sin embargo, presentaba muchos boquetes; también el trasiego continuo y tumultuario por las puertas de la empalizada, la gente que salía y entraba sin organización ni control de ningún tipo permitían sortear ese obstáculo sin problema. Onofre Bouvila se metió cinco panfletos entre la blusa y el pecho, escondió los demás entre dos lápidas de granito, junto al muro contiguo a la vía férrea, y se coló en el recinto. Sólo entonces, a la vista de aquel pandemónium, percibió claramente la dificultad extraordinaria de su tarea. Salvo ayudar a su madre en las labores del campo no había desempeñado ningún oficio, no tenía idea de lo complicado que puede llegar a ser el trato directo con sus semejantes. Vaya, pensó, he pasado de echar maíz a las gallinas a propagar la revolución clandestinamente. Bueno, tanto da, el que vale para lo uno ha de valer igualmente para lo otro, se dijo luego. Animado por esta noción se llegó hasta un grupo de carpinteros que claveteaban tablones en la armadura de lo que había de ser un pabellón. Para hacerse notar de ellos profirió varias exclamaciones.!Eh¡,!eh¡,!ahí, hola¡,!buenos días nos dé Dios¡, etcétera. Por fin, uno de los carpinteros advirtió su presencia con el rabillo del ojo; con un movimiento leve de las cejas vino a preguntarle qué quería.

– !Traigo unos panfletos muy interesantes¡ -gritó Onofre, sacando uno de aquellos panfletos y mostrándoselo al carpintero.

– ¿Cómo dices? -gritó a su vez el carpintero; el ruido de los martillazos que daba él mismo no le permitía oír nada en aquel momento o lo había vuelto sordo perpetuamente. Onofre quiso repetir la frase, pero no pudo: un carromato tirado por tres mulas le obligó a retroceder con presteza. El mulero hizo restallar el látigo en el aire mientras tironeaba de las bridas hincando los talones en el suelo y echando el cuerpo hacia atrás.!Paso¡,!paso¡, iba aullando. Sobre la plataforma del carromato se apilaban escombros que desprendían nubes blanquecinas con el traqueteo. Las ruedas del carromato brincaban por piedras y surcos produciendo sonidos metálicos hondos como aldabonazos.!Riá¡,!riá, mula, oh¡, gritó el mulero. Onofre Bouvila optó por irse. Por unos instantes ponderó la idea de tirar los panfletos a un vertedero y decirle luego a Pablo que ya los había repartido todos, pero la desestimó pronto: temía que los anarquistas le anduviesen vigilando, al menos los primeros días.

– ¿Qué traes aquí, chaval? -le preguntó un albañil al que se había dirigido; este albañil formaba parte de un corrillo de varios albañiles que hacían una pausa en el trabajo. Uno de ellos vigilaba. Si veía venir al capataz lanzaba un silbido.

Al oír este silbido los albañiles se reintegraban al trabajo apresuradamente. Esta costumbre había dado origen a una canción popular.

– Es por si quieren ustedes hacer la revolución -respondió Onofre, entregándole un panfleto. El albañil hizo una bola con el panfleto y la arrojó a donde había un montón de cascotes.

Pero, chaval, si aquí no sabemos ni leer ni nada, le dijo a Onofre. Además, ¿qué dices tú de la revolución? Eso es una cosa muy seria. Mira, añadió, más vale que te vayas antes de que el capataz venga y te vea.

Alertado por el albañil se dedicó un rato a explorar el terreno con minuciosidad. Pronto aprendió a distinguir a los capataces. También comprobó que los capataces estaban más dedicados a impartir órdenes y a cerciorarse de que éstas eran cumplidas que a vigilar eventuales desviaciones ideológicas por parte de sus subordinados. Con todo, habrá que andarse con tiento, se dijo. Cada capataz se ocupaba de un sector o de una parte de una obra; había muchos y cada uno tenía su forma propia de ser y de actuar. Por el recinto iban y venían unos personajes cubiertos de guardapolvo; llevaban gorra y anteojos e inspeccionaban la marcha de los trabajos, tomaban medidas con varas y teodolitos, consultaban planos y daban instrucciones a los capataces, quienes las escuchaban con atención y daban de inmediato muestras de haberlo entendido todo. Pierda usted cuidado, que así se hará, parecían querer decir con sus reverencias, exactamente como usted ha dicho, hasta el detalle más mínimo. Estos señores tan importantes eran los arquitectos, sus ayudantes y sus colaboradores. Con sus idas y venidas trataban de coordinar lo que se estaba haciendo allí. Salvo esta conexión esporádica cada grupo de obreros parecía actuar por cuenta propia, insensible a la presencia de los demás. Unos levantaban andamios y otros los desmontaban; unos abrían zanjas y otros las rellenaban; unos apilaban ladrillos y otros derribaban paredes; todo ello entre órdenes y contraórdenes, gritos, pitidos, relinchos, rebuznos, ronquido de calderas, estrépito de ruedas, rechinar de hierros, retumbar de piedras, repicar de tablas y entrechocar de herramientas, como si en aquel punto se hubieran dado cita todos los locos del país para dar rienda suelta a su vesania.

Las obras de la exposición habían adquirido por esas fechas un ritmo propio que no podía detener nada ni nadie. Los medios técnicos para llevarlas a cabo no faltaban: por aquellas fechas Barcelona contaba con 50 arquitectos y 146 maestros de obras a cuya disposición estaban varios centenares de hornos de obra, fundiciones, serrerías y talleres mecánico-metalúrgicos. La mano de obra también era numerosa, gracias al desempleo creciente provocado por la recesión económica. Lo único que no sobraba era el dinero para pagar a tanta gente ni a los proveedores de materias primas. Madrid, según frase acuñada por un periódico satírico de la época, tenía "sujetos los cordones de la bolsa con los dientes"; este epigrama, característico del humor de entonces, daba fe de la parquedad obstinada del Gobierno. Mala suerte, dijo Rius y Taulet encogiéndose de hombros, soslayaremos el problema no pagando. El municipio contraía deudas gigantescas en aplicación de este principio. Sólo dos cosas me hacen sentir alcalde, decía él: gastar sin freno y hacer el bandarra. Sus sucesores en el cargo adoptaron este lema. Pero de todo esto Onofre Bouvila estaba aún muy ajeno. Vagando por el recinto, con cuyas dimensiones trataba de familiarizarse poco a poco, se llevó varios sobresaltos. El mayor de éstos fue la aparición súbita de la Guardia Civil. Sin embargo, pasado el susto, se dijo que en medio de aquel barullo colosal la Guardia Civil sólo debía de ocuparse de los altercados, los motines y otros disturbios graves y que probablemente su presencia pasaría desapercibida a los guardias a poco que fuera cauteloso. Más tranquilo volvió a la carga, pero al término de la jornada no había conseguido colocar ni un solo panfleto. Extenuado, polvoriento y sin haber comido nada desde el desayuno, recuperó el fardo que había escondido antes de entrar en el recinto y regresó a la pensión a pie. ¿Será posible que una cosa tan sencilla como entregar un papel a otra persona esté fuera de mi alcance?, se iba diciendo mientras caminaba. Quiá, eso no lo puedo admitir, respondía para sus adentros; aunque está visto que todo es más complicado de lo que parece ser al principio. Antes de emprender cualquier acción hay que estudiar bien las circunstancias, el terreno que uno pisa, pensó. No hay duda de que todavía me queda mucho por aprender. Pero es preciso que aprenda aprisa, agregaba de inmediato y con vehemencia, porque no sobra el tiempo. Es verdad que aún soy joven, pero es ahora cuando debo abrirme camino si quiero llegar a ser rico. Luego ya será tarde, se decía. Ser rico era el objetivo que se había fijado en la vida. Cuando su padre hubo emigrado a Cuba, su madre y él habían sobrevivido con grandes estrecheces. A menudo pasaban hambre y todos los inviernos sufrían la tortura del frío. Desde que tuvo uso de razón, sin embargo, sobrellevó estas penurias en el convencimiento de que algún día su padre había de regresar cargado de dinero. Entonces todo será bienestar, pensaba, y ese bienestar ya no se acabará nunca. Su madre no había hecho ni dicho nada que hubiera podido fomentar estas fantasías; pero tampoco disuadirle de ellas: nunca hablaba del tema. Así él había fantaseado a su antojo. Nunca se había preguntado por qué su padre no les enviaba alguna remesa de dinero de cuando en cuando si verdaderamente se había enriquecido como él imaginaba, por qué permitía que su mujer y su hijo vivieran sumidos en la miseria mientras él nadaba en la abundancia. Cuando inocentemente había dado a conocer a otros estas fantasías la reacción de sus oyentes le había resultado penosa; por este motivo dejó de hablar del tema él también. Ahora su madre y él compartían este silencio obstinado. Así habían vivido año tras año hasta el día en que el tío Tonet trajo la noticia de que Joan Bouvila regresaba de Cuba efectivamente enriquecido. Nadie sabía por qué conducto esta noticia había llegado a oídos del tartanero. Muchos dudaban de su veracidad, pero tuvieron que rectificar cuando al cabo de unos días trajo en su tartana al propio Joan Bouvila. Diez años antes él mismo lo había llevado a Bassora, a la estación de ferrocarril, de donde había partido para Barcelona, a embarcar. Ahora lo traía de vuelta. Toda la gente de los alrededores se había congregado delante de la iglesia para verlos llegar; desde allí escrutaban la colina, el camino que bajaba a través del encinar. Un monaguillo aguardaba la señal del rector para echar al vuelo la campana de la iglesia.

Onofre fue el único que no lo reconoció de inmediato apenas la tartana apareció en una revuelta del camino. Los demás supieron en seguida que era él a pesar de que había cambiado físicamente en aquellos diez años de clima extremo y vicisitudes. Ahora llevaba un traje de lino blanco que casi centelleaba bajo el sol otoñal y un panamá de ala ancha.

También traía sobre las rodillas un paquete cuadrado envuelto en un pañuelo de hierbas. Tú debes de ser Onofre, había sido lo primero que dijo al saltar de la tartana a tierra. Sí, señor, había contestado él. Joan Bouvila había hincado las rodillas en tierra y había besado el polvo. No había querido levantarse hasta que el rector le hubo dado la bendición.

Miraba a su hijo con los ojos vidriosos, con la mirada empañada por la emoción. Estás muy crecido, había dicho, ¿y a quién dicen que te pareces? A usted, padre, había respondido él sin vacilar. En aquel momento era consciente de la curiosidad con que los demás los estaban observando, de las conjeturas que se estarían haciendo. Joan Bouvila trajo de la tartana el paquete cuadrado. Mira lo que te he traído, había dicho, quitando el pañuelo de hierbas que envolvía el paquete.

Había dejado al descubierto una jaula de alambre en cuyo interior había un mono algo mayor que un conejo, delgado y con la cola muy larga. Aquel mono parecía muy enfadado y enseñaba los dientes con una ferocidad que no guardaba relación con su tamaño. Joan Bouvila había abierto la puerta de la jaula y metido la mano por ella; el mono se había aferrado a sus dedos. Luego había sacado la mano y había acercado el mono a la cara de Onofre, que lo estudiaba con recelo. Cógelo sin miedo, hijo, le había dicho su padre, no te hará ningún daño:

es tuyo. Onofre lo había cogido, pero el mono se le había encaramado por el brazo, se le había aposentado en el hombro y le había golpeado la cara con la cola. He organizado unas oraciones para dar gracias a Dios Nuestro Señor por tu regreso, había dicho el rector interrumpiendo esta escena.

Joan Bouvila hizo una leve reverencia; luego recorrió la fachada de la iglesia con los ojos de arriba abajo. Era una construcción tosca, de piedra, de una sola nave rectangular; el campanario era de planta cuadrada. Esta iglesia necesita una buena restauración, había dicho Joan Bouvila en voz alta.

A partir de entonces todos habían empezado a llamarle "el americano"; ahora esperaban que introdujera grandes cambios en el valle. Él se había quitado el sombrero y había ofrecido el brazo a su mujer; juntos habían entrado en la iglesia. Allí refulgían los cirios ante el altar. Nadie había visto nunca antes semejante protocolo. Ahora Onofre recordaba nítidamente aquellos momentos mágicos mientras regresaba hambriento y fatigado a la pensión. Cuando se cruzaba con algún carruaje procuraba atisbar en su interior, por si allí había algún personaje cuya visión fugaz pudiera alimentar luego sus ensoñaciones. Estos carruajes, sin embargo, iban escaseando cada vez más a medida que sus pasos lo acercaban al barrio lóbrego de la pensión. Esto no bastó para desalentarlo. La primera luz del día siguiente lo encontró ya en el recinto de la Exposición. Había dejado los panfletos en la pensión; ahora sólo husmeaba aquí y allá, decidido a conocer palmo a palmo lo que había de ser su campo de operaciones en lo sucesivo. Así aprendió pronto que no todos los empleados que trabajaban en las obras eran de igual categoría. Había operarios y manobres y entre ambos existía una diferencia fundamental para él. Los operarios eran hombres con oficio, organizados con arreglo a las jerarquías y los usos de los gremios antiguos; contaban con el respeto de los amos y se hablaban casi de igual a igual con los capataces; sentían un orgullo comparable al de los artistas, se sabían imprescindibles y eran reacios en general a los postulados del sindicalismo porque recibían una remuneración decorosa. Los manobres o peones de mano provenían del campo y no sabían hacer nada; habían acudido a la ciudad a la desesperada, expulsados de su tierra por la sequía, la desolación causada por las guerras y las plagas, o simplemente porque la riqueza local era insuficiente para asegurarles la manutención. Arrastraban a sus familias y a veces a parientes lejanos, a allegados inválidos que no habían podido dejar atrás, de quienes se hacían cargo con la lealtad heroica de los pobres; ahora vivían en chozas de hojalata, madera y cartón en la playa que se extendía desde el embarcadero de la Exposición hasta la fábrica de gas. Las mujeres y los niños pululaban a centenares por este campamento surgido a la sombra de los entablados y armazones que dibujaban ya las siluetas de lo que pronto serían palacios y pabellones. Algunas de estas mujeres estaban casadas con los manobres; otras, sólo amistanzadas con algunos de ellos; otras eran madres, hermanas solteras, suegras o cuñadas de aquéllos. La mayoría de ellas estaban en un estado de gravidez avanzado. Se pasaban el día tendiendo ropa húmeda en unas cuerdas tensadas entre dos cañas clavadas en la arena para que allí la brisa tibia del mar y el sol radiante la oreasen. También cocinaban en unos braseros colocados a la puerta de las chozas a los que atizaban enérgicamente con unos abanicos de paja, o remendaban y zurcían. Todo esto lo hacían mientras atendían a los niños.

Estos iban tan sucios que era difícil precisar sus rasgos faciales; tenían las tripas hinchadas, andaban desnudos y la emprendían a pedradas con todo el mundo. Si se acercaban a las mujeres que cocinaban corrían el riesgo de recibir un bofetón o un sartenazo. Con esto los alejaban, pero pronto volvían atraídos por el olor de la comida. Entre las mujeres menudeaban las trifulcas, los gritos y los insultos; con frecuencia llegaban a las manos. La Guardia Civil se apostaba a prudencial distancia en estas ocasiones y no intervenía si no salían a relucir cuchillos o navajas. En averiguar estas cosas pasaba Onofre Bouvila los días. Prevaliéndose de su aspecto inofensivo y de la ventaja de no estar sujeto a ningún horario ni adscrito a ningún sector iba de un lado a otro para que la gente se acostumbrara a su presencia. Nunca molestaba a los que estaban trabajando; a los que descansaban les hacía preguntas relacionadas con su oficio. Si encontraba la manera de ayudar en algo, lo hacía. Poco a poco se iba granjeando la tolerancia de todos y el aprecio de algunos.

Transcurrida la primera semana y aunque no había colocado un solo panfleto, encontró sobre la almohada de su cama el dinero que Delfina le había prometido y que seguramente ella misma había colocado allí. Interiormente se felicitó de la comprensión y de la honradez de sus empleadores. No les defraudaré, pensaba; y no porque esta revolución que ando pregonando me interese nada, sino porque quiero demostrar que puedo hacer esto tan bien como el mejor. Pronto podré empezar a repartir los panfletos dichosos: mi asiduidad y mi discreción están dando sus primeros frutos; ya he vencido la desconfianza inicial que puede haber inspirado con mi torpeza; además ya nadie me vigila: todos están absortos en esta Exposición disparatada. En efecto, ya en 1886, cuando aún faltaban dos años para la inauguración, un periódico había advertido de que "acudirán constantemente a Barcelona forasteros dispuestos a formar concepto de su belleza y adelantos", por lo cual, añade, "el ornato públicos lo propio de la comodidad y seguridad personal, son las cuestiones que en el caso presente han de llamar con toda preferencia la preciosa atención de nuestras autoridades". No pasaba día últimamente sin que los periódicos hicieran sugerencias:

"construir el alcantarillado de la parte nueva", proponía uno; "hacer desaparecer los barracones que afean la plaza Cataluña", proponía otro; "dotar al paseo de Colón de bancos de piedra, mejorar los barrios extremos como el del Poble Sech, que habrán de recorrer quienes aprovechen su estancia en Barcelona para llegarse a Montjuich atraídos por los deliciosos manantiales de que está salpicada esta montaña", etcétera. Algunos se mostraban preocupados por la actitud de los propietarios de fondas, restaurantes, posadas, cafés, casas de pupilos, etcétera, a quienes exhortaban a comprender que "el deseo de excesiva ganancia es por lo general contraproducente, redundando en perjuicio propio, pues lleva consigo el retraimiento del viajero". A este sector de la prensa le preocupaba menos la impresión que pudiera causar la ciudad que la que pudieran causar sus habitantes, de cuya honradez, competencia y modales desconfiaba a todas luces.


– Dame más panfletos, Pablo -dijo Onofre. El apóstol refunfuñó. Has tardado más de tres semanas en repartir el primer paquete, le dijo, tienes que esforzarte más. Eran las cinco de la mañana; el sol había rebasado el horizonte y se colaba por las grietas de los postigos del cubil. A la luz incisiva de aquel amanecer de verano el cubil parecía más pequeño, destartalado y polvoriento-. al principio no fue fácil, pero ya verás cómo a partir de hoy la cosa cambia dijo Onofre. El segundo paquete lo distribuyó en sólo seis días.

Pablo le dijo: Chico, perdona lo que dije la vez anterior. Ya sé que los principios son duros; a veces me domina la impaciencia, ¿sabes? Es el calor, este calor y este encierro, que me están matando. El calor hacía sentir sus efectos también en el recinto de la Exposición. Los nervios allí se crispaban con facilidad e hicieron pronto su aparición las diarreas estivales, muy temidas porque mataban a los niños por docenas.

– Peor será -decían los más tranquilos- cuando se terminen estas obras y nos quedemos sin trabajo.

Los más confiados creían que una vez inaugurada la Exposición Barcelona se convertiría en una gran ciudad; en esta ciudad habría trabajo para todos, los servicios públicos mejorarían a ojos vistas, todo el mundo recibiría la asistencia necesaria. De estos badulaques se reían los demás de buena gana. Onofre aprovechaba la ocasión para hablar de Bakunin y siempre acababa distribuyendo algunos panfletos.

Mientras hacía esto no podía dejar de decir para sus adentros:

Válgame Dios, no sé cómo he venido a convertirme en propagandista del anarquismo; hace unas semanas no había oído hablar siquiera de semejantes disparates y hoy parezco un convencido de toda la vida; sería cosa de reírse si con esto no me estuviera jugando el pellejo. En fin, acababa siempre repitiéndose, trataré de hacerlo lo mejor que pueda; al fin y al cabo, tan peligroso es hacerlo bien como hacerlo mal, y haciéndolo bien me gano la confianza de los unos y los otros.

La idea de ganarse la confianza ajena sin dar a cambio la suya le parecía el colmo de la sabiduría.

5

– De modo, joven, que trabaja usted en las obras de la Exposición Universal, ¿eh? Eso está muy bien, muy bien -le había dicho el señor Braulio cuando Onofre Bouvila le hizo entrega de la primera semanada-. Estoy convencido, y así se lo dije a mi esposa, que no me dejará mentir, de que la Exposición, salvo que Dios disponga lo contrario, ha de servir para poner a Barcelona en el lugar que le corresponde -añadió el fondista.

– Eso mismo pienso yo, señor Braulio -había respondido.

Además del señor Braulio y su esposa, la señora Agata, de Delfina y de "Belcebú", había ido conociendo con el tiempo a otros personajes de aquel mundillo. Los huéspedes de la pensión eran ocho, nueve o diez, según los días. De éstos, sólo cuatro eran fijos: Onofre, un sacerdote retirado llamado mosén Bizancio, una echadora de cartas de nombre Micaela Castro y el barbero que trabajaba en el vestíbulo y a quien todos llamaban sencillamente Mariano. Éste era un hombre obeso y sanguíneo, de mal fondo, pero muy afable de trato. También era un charlatán empedernido y tal vez por eso fue el primer huésped de la pensión con quien Onofre Bouvila trabó relación.

El barbero le contó que había aprendido el oficio en el servicio militar; luego había trabajado a sueldo en varias peluquerías de Barcelona hasta que, deseoso de medrar en puertas de contraer matrimonio con una manicura, se había establecido por su cuenta. La boda nunca se llevó a término, le dijo. Faltaban pocos días para que se celebrasen nuestros desposorios cuando ella, de repente, se puso a llorar, le contó Mariano. Él le había preguntado qué le pasaba. Ella le confesó que hacía tiempo que estaba liada con un señor que se había encaprichado de ella; le hacía muchos regalos, le había prometido ponerle piso, ella no había sabido resistirse a tanta insistencia y a tantos halagos; ahora, sin embargo, no podía casarse con él sin ponerle al corriente de la situación.

Mariano se había quedado perplejo. Pero, ¿cuánto tiempo hace que dura eso?, fue lo único que acertó a preguntarle. Quería saber si eran unos días, unos meses o unos años; este detalle le parecía lo más importante. Ella no despejó esta incógnita.

Estaba tan turbada que no sabía lo que le preguntaban; repetía lo mismo una y otra vez: soy muy desgraciada, soy muy desgraciada. Posteriormente el barbero había porfiado por recuperar el anillo que le había regalado a ella con motivo de los esponsales. Ella se había negado a devolvérselo y el abogado al que acudió le aconsejó que no llevase el asunto ante los tribunales. Perderá usted, le dijo. Ahora, a tantos años vista, se alegraba de que las cosas hubieran sucedido de aquel modo. Las mujeres son una fuente inagotable de gastos, afirmaba. De su vida profesional, en cambio, siempre hablaba con entusiasmo:

– Un día estaba yo en una peluquería del Raval -le contó a Onofre en otra ocasión- cuando oigo un gran estruendo en la calle. Me asomo diciendo: ¿qué pasará?, ¿a qué vendrá tanto ruido?, y me veo un batallón de soldados de a caballo formado a la puerta de la peluquería. De pronto un ayudante de campo se apea del caballo y entra en la peluquería; aún me parece estar oyendo el taconeo de las botas y el ruido que hacían las espuelas en las baldosas. Bueno, pues me mira y me dice: ¿Está el dueño? Y yo: Ha salido no hace nada. Y él: ¿Y no hay nadie aquí que corte el pelo? Y yo: Un servidor; siéntese Vuestra Gracia. No es para mí, me dice él, sino para mi general, Costa y Gassol. ¿Tú te imaginas? No, claro, eres muy joven y no te puedes acordar de él. Entonces no habías nacido. Bueno, era un general carlista célebre por su valentía y su fiereza. Con un puñado de hombres solamente tomó Tortosa y pasó por las armas a media población. Luego lo fusiló Espartero, que también era un gran hombre; los dos eran de la misma talla, si quieres saber mi opinión, política aparte, que en eso yo no me meto.

¿Qué iba contando? Ah, sí, que me veo entrar al mismísimo Costa y Gassol, cubierto de medallas de los pies a la cabeza; se sienta en el sillón, me mira y me dice: El pelo y afeitar.

Y yo, cagándome, le digo: A las órdenes de usía, mi general.

Total, que hago lo que me dice y al acabar me pregunta: ¿Qué se debe? Y yo: Para usía es gratis, mi general. Y él coge y se va.

Estas anécdotas podían durar varias horas, hasta que algo o alguien cortaba el flujo de su garrulería. También, como todos los barberos de su tiempo, Mariano sacaba muelas, hacía untaduras, ponía sinapismos y cataplasmas y provocaba abortos.

A los escasos clientes que tenía trataba de venderles ungüentos salutíferos. Era muy aprensivo, padecía de la vesícula y del hígado, iba siempre muy abrigado y huía como de la peste de Micaela Castro, que le había vaticinado una muerte dolorosa a muy corto plazo. La vidente era una mujer de edad avanzada; tenía un párpado entrecerrado. Era muy retraída, sólo hablaba para predecir desgracias. Creía a pies juntillas en sus dotes proféticas; el que luego no sucediera lo que ella predecía no hacía mella en su fe, no la disuadía de seguir anunciando catástrofes. Un incendio devastador arrasará Barcelona, nadie saldrá indemne de esta hórrida pira, decía al entrar en la pieza que hacía las veces de comedor. Nadie le prestaba atención, aunque casi todos procuraban tocar madera con disimulo o hacer con los dedos algún conjuro. Nadie sabía cómo le venían a la imaginación tantos horrores, ni por qué.

Habrá inundaciones, epidemias, guerras, faltará el pan, decía sin ton ni son. Su clientela, a la que recibía en la propia pensión, en su habitación, por concesión especial del señor Braulio, que era magnánimo y la quería bien, estaba formada por personas de todas las edades, de ambos sexos y de condición muy humilde. Todos salían siempre de estas consultas cariacontecidos. Al cabo de poco volvían, sin embargo, a recibir otra dosis de pesimismo y desesperanza. Aquellas revelaciones agoreras daban cierta grandeza a su existencia monótona, quizá por eso acudían. Quizá también porque la inminencia de una tragedia hacía más llevadero el presente misérrimo en que vivían. De todas formas luego no pasaba nunca nada de lo anunciado o pasaba otra cosa igualmente mala, pero distinta. Mosén Bizancio la exorcizaba desde la otra punta del comedor, con la vista fija en el mantel, cuchicheando por lo bajo. Nunca se sentaban juntos. Como ambos vivían inmersos en el mundo del espíritu se respetaban, aunque militasen en campos distintos. Para mosén Bizancio Micaela Castro era un enemigo digno de su ministerio: la encarnación de Satanás.

Para ella mosén Bizancio era una fuente continua de seguridad, porque creía en sus dotes, aunque las atribuyera al diablo.

Mosén Bizancio, que estaba ya muy viejo y tronado, no quería morir sin ir a Roma, a postrarse, decía él, a los pies de San Pedro. También tenía muchas ganas de ver con sus propios ojos el botafumeiro, que por error creía en el Vaticano. Micaela Castro le había predicho que pronto emprendería aquel viaje a Roma, pero que moriría en el trayecto, sin avistar la Ciudad Santa. A mosén Bizancio recurrían las parroquias cercanas (la de la Presentación, la de San Ezequiel, la de Nuestra Señora del Recuerdo, etcétera) cuando alguna ceremonia solemne requería personal supernumerario o refuerzo en el coro o en el convento; también le llamaban para que hiciera de cantollanista, antifonero, versiculero, evangelistero e incluso de seise, cosas éstas hoy casi perdidas, pero en las cuales estaba versado mosén Bizancio, aunque no le sobraban facultades para ninguna de ellas. Con esto y alguna suplencia ganaba algo de dinero, lo justo para vivir sin agobios. El clérigo, el barbero, la pitonisa y el propio Onofre Bouvila ocupaban las habitaciones del segundo piso. Estas habitaciones, si no más espaciosas ni mejores que las otras, tenían la ventaja impagable de contar con balcón a la calle.

Esto las hacía alegres a pesar de las grietas del techo, los desniveles del suelo, los manchurrones de humedad de las paredes y el mobiliario fúnebre y desencuadernado. Los balcones daban al callejón, la vista que ofrecían era lóbrega, pero a ratos luminosa; a las barandas de hierro forjado de estos balcones venían diariamente a posarse unas tórtolas de plumaje blanquísimo que debían de haberse perdido o escapado y anidaban en las inmediaciones. Mosén Bizancio les daba a menudo pan ázimo que recortaba de las hostias sin consagrar.

Por esta razón seguían viniendo todos los días allí. En las otras habitaciones, las del primer piso, sin ventana ni balcón al exterior, iban a parar los huéspedes de paso.

En el tercer piso, bajo el tejado, dormían el señor Braulio, la señora Agata y Delfina. La señora Agata padecía una mezcla de gota artrítica y podagra que la tenía clavada en su silla, en un estado perpetuo de duermevela. Sólo se animaba cuando podía comer golosinas y pasteles; como el médico le había prohibido esto terminantemente, su esposo y su hija sólo le permitían probar unas migajas de dulce en fiestas muy señaladas. Aunque padecía dolores continuamente jamás se quejaba de ellos, no por entereza, sino por debilidad. A veces se le humedecían los ojos y le resbalaban las lágrimas por los carrillos tersos y rechonchos, pero su rostro permanecía impertérrito, sin expresión. Esta desgracia familiar no parecía afectar al señor Braulio. Siempre estaba de buen humor, dispuesto a enzarzarse en polémica sobre cualquier asunto; le gustaba contar chistes y también oírlos contar; por malos que fueran los celebraba con una risa contenida pero prolongada; pasaba una hora y aún se estaba riendo del chiste que le habían contado; no había público más halagador que él.

Iba muy limpio y acicalado a todas horas. Mariano le afeitaba por las mañanas y en ciertas ocasiones por la tarde de nuevo.

Fuera de las horas de comida, en las que vestía impecablemente, andaba por la pensión en calzoncillos, para no arrugar los pantalones que su hija de muy mal talante le planchaba a diario. Tenía buena amistad con el barbero, se llevaba bien con el cura y trataba con deferencia a la vidente, a cuya mesa se sentaba poco, porque cuando ella entraba en trance perdía el control de sus movimientos y ponía en peligro la pulcritud del señor Braulio. Aparte del atildamiento, su característica más notable era su propensión a lastimarse: un día aparecía con un ojo amoratado; otro, con un corte aparatoso en la barbilla; otro, con un hematoma en el pómulo; otro, con una luxación en la mano. Nunca iba sin vendas, esparadrapos o apósitos. En una persona tan celosa de su apariencia, esto no dejaba de ser raro. O es el hombre más torpe que yo he conocido o aquí pasa algo que no es normal, se decía Onofre cuando se paraba a pensar en ello. Pero era Delfina, con mucho, el miembro más enigmático de la familia, el que más inquietaba a Onofre, que sentía por ella una atracción inexplicable, pero creciente, casi obsesiva.


El éxito de Onofre en el reparto de panfletos era tal que había de acudir con frecuencia a la calle del Musgo a buscar nuevo material, a reponer existencias; allí se encontraba siempre con Pablo; de la asiduidad de estos encuentros nació un amago de camaradería entre el curtido apóstol y el voluntarioso neófito. Aquél se lamentaba sin cesar del encono con que la policía iba tras él desde hacía varios años; esto le obligaba a llevar aquella vida de ostracismo; él era un hombre de acción, para él la inactividad era la peor de las torturas, o así lo creía entonces; estaba desquiciado, envidiaba a Onofre la posibilidad de estar en contacto diario con las masas trabajadoras, le parecía que éste no aprovechaba con plenitud este inapreciable don, le regañaba y fustigaba por cualquier motivo real o imaginario. Onofre, que lo iba conociendo poco a poco, le dejaba hablar; sabía que en el fondo era un pobre hombre, carne de cañón. Pablo se ofendía con facilidad, le llevaba la contraria por sistema y se empeñaba en tener siempre la razón, tres síntomas inequívocos de debilidad de carácter. También necesitaba de su compañía y sobre todo de su aquiescencia para no perder el juicio.

Dependía de Onofre para su supervivencia en el mundo de los cuerdos. Pese a estos defectos, tuvo un triste final que no se merecía. En 1896, cuando estaba preso desde hacía varios años en las mazmorras del castillo de Montjuich, sus carceleros se cebaron en él a raíz de la bomba del Corpus Christi. Una mañana lo sacaron del calabozo amarrado con correas de cuero que le segaban la carne hasta el hueso y los ojos vendados. No les costaba nada llevarlo en volandas: las amarguras y los malos tratos lo habían reducido a la insignificancia, no pesaba más de treinta kilogramos. Cuando le quitaron la venda de los ojos se vio a pocos pasos del precipicio, las olas rompían contra las rocas del acantilado, al retirarse el agua reaparecían los escollos negros, afilados como el canto de un hacha. Lo habían dejado maniatado al borde de una almena del castillo, con los talones en el vacío. Una ráfaga de viento habría bastado para hacerle perder el equilibrio y acabar con él. Estuvo tentado de dejarse caer hacia atrás y poner fin a tanto suplicio, pero no quiso o no se atrevió a hacerlo. No será por mi voluntad, pensó apretando los dientes. Un teniente de rostro enjuto y tez cerúlea, cadavérico, le apoyó en el pecho la punta del sable. Vas a firmar una confesión, le dijo, o te mato ahora mismo. Si firmas, a lo mejor sales libre uno de estos días. Le mostró una declaración supuestamente prestada por él y transcrita al dictado: decía ser él uno de los responsables de la tragedia del Corpus Christi, llamarse Giacomo Pimentelli y ser italiano. Todo ello era absurdo: si llevaba varios años en prisión no podía haber participado en un acto como el que se le imputaba, cometido en la calle escasos días atrás. Tampoco era italiano, ni remotamente, aunque hasta ese momento nadie había logrado averiguar su verdadero nombre ni su origen: repetía en los interrogatorios que su nombre era sólo Pablo y que era ciudadano del mundo, hermano de toda la humanidad explotada. Lo devolvieron a su celda sin haber podido arrancarle la confesión. Allí lo colgaron por las muñecas de la puerta y lo tuvieron así ocho horas. De vez en cuando un carcelero se le acercaba, le escupía en la cara y le retorcía los genitales salvajemente.

Casi a diario repetían con él el simulacro de ejecución: unas veces anudándole una soga al cuello, otras haciéndole colocar la cabeza sobre un tronco y fingiendo que lo iban a decapitar, otras poniéndolo frente al pelotón. Por fin le flaqueó el ánimo y firmó la declaración, admitió una culpabilidad que hasta cierto punto era suya, porque a esas alturas odiaba a todo ser humano y habría matado indiscriminadamente si hubiera tenido la oportunidad de hacerlo. Entonces lo fusilaron de veras en el foso del castillo, como a tantos otros, por orden expresa venida de Madrid. El hombre que había dado esta orden brutal era don Antonio Cánovas del Castillo, a la sazón presidente del Consejo de Ministros por quinta vez. Unos meses más tarde, cuando Cánovas del Castillo estaba tomando las aguas en el balneario de Santa Agueda, comentó con su mujer que se había cruzado con un individuo extraño, cliente como ellos del establecimiento termal, y que aquél le había saludado con gran deferencia. Me gustaría saber de quién se trata, dijo el presidente del Consejo de Ministros. Sus ojos se habían ensombrecido con la nube de un presentimiento fúnebre del que no quiso hacer partícipe a su esposa para no causar su alarma. Cánovas vestía siempre de negro, coleccionaba pinturas, porcelanas, bastones de paseo y monedas antiguas, era muy comedido en sus palabras y detestaba cuanto pudiera parecer ostentación, como el oro y las alhajas.

Preocupado por los problemas internos y externos a que se enfrentaba el país, había dispuesto que se reprimiese a los anarquistas con mano de hierro. Nos sobran quebraderos de cabeza para que ahora venga a sumarse a ellos semejante jauría de perros rabiosos, pensaba. La dureza le parecía el único medio de soslayar el caos que veía cernirse en el horizonte de España. El individuo que le había inquietado aquel verano de 1897 era, esta vez sí, un italiano de nombre Angiollilo; se había inscrito en el libro registro del balneario como corresponsal de "Il Popolo"; era joven, de cabellera rubio ceniza, de aspecto algo decadente, muy fino de modales. Un día en que Cánovas estaba leyendo el periódico en un sillón de mimbre, en el jardín del balneario, a la sombra de un árbol, se le acercó Angiollilo. Muere, Cánovas, le dijo, muere, verdugo, hombre sanguinario y disparatado. Sacó un revólver del bolsillo y le descargó tres pistoletazos a bocajarro, matándolo en el acto. La esposa de Cánovas, enfurecida, agredió al magnicida con el abanico de nácar y encaje que llevaba colgado de la muñeca.!Asesino¡, le gritó,!asesino¡

Angiollilo se defendía de esta acusación diciendo que él no era un asesino, sino el vengador de sus camaradas anarquistas.

Yo con usted, señora, no tengo nada que ver, agregó. Los hombres rara vez se explican y cuando lo hacen, lo hacen mal.


Era tal la cantidad de material empleado diariamente en las obras de la Exposición, refiere un periódico de esas fechas, "que están casi agotados todos los hornos de ladrillería, sucediendo lo propio con el cemento que en grandes cantidades viene de varios puntos del Principado y del extranjero. Sólo en el gran palacio de la Industria se consumen cada día 800 quintales de este material. También los vastos talleres de hierro la Marítima y casa Girona trabajan con actividad en lo que tienen contratado de armaduras y jácenas, lo propio que varios talleres de carpintería donde se hacen ya algunas instalaciones de verdadera importancia". El recinto constaba de 380.000 metros cuadrados. Aunque inconclusos, se levantaban ya los primeros edificios construidos expresamente para la Exposición. Los de la antigua Ciudadela que aún quedaban en pie fueron embellecidos. La parte de las murallas que subsistía había sido derribada y se construían cuarteles nuevos en la calle de Sicilia para trasladar a ellos los últimos vestigios de carácter militar. Esto no quiere decir que las obras estuvieran muy adelantadas. En realidad, la fecha inicialmente prevista para la inauguración ya había quedado atrás. Se fijó otra fecha, "esta vez impostergable", la del 8 de abril de 1888. Pese a la contundencia de la decisión, hubo un segundo intento de aplazamiento que no prosperó: París preparaba una Exposición para el 89 y coincidir con París habría equivalido a un suicidio. En la prensa barcelonesa el entusiasmo inicial se había enfriado; ahora menudeaban los ataques. "Tal vez, decimos, convendría que tanto esfuerzo y tanto dinero se aplicasen a cosas más necesarias y apremiantes, y que no se despilfarrasen en aparatosas obras públicas de efecto inmediato y utilidad efímera, si alguna", argüían unos. Otros lo hacían en términos aún más duros: "Per qualsevol que coneixi la matéria, és clar i evident com la llum del dia que l.Exposicio Universal de Barcelona tal i como la projecten els que s'han collocat al front d.ella, o no arribará a realitzar-se o es fará en tals condicions, que posará en ridícul a Barcelona en particular i a Catalunya en general produint la rüina completa del nostre Municipi". Etcétera. En estas condiciones visitó Rius y Taulet las obras. Iba acompañado de numerosas personalidades; todos hacían lo que podían: saltaban de tablón en tablón, salvaban zanjas, sorteaban cables y hurtaban el cuerpo a las mulas, que lanzaban bocados a los faldones de sus chaqués. Se protegían la boca del polvo con las chisteras. El espectáculo fue del agrado del enérgico alcalde. "No estaré content", dijo, "fins arribar al vertigen".


Onofre Bouvila también hacía progresos. A fuerza de explicar el contenido de los panfletos que repartía había llegado a entenderlo él mismo; pudo percatarse de hasta qué punto los revolucionarios tenían razón en sus reivindicaciones. Cualquier chispa habría bastado para provocar un incendio. De todo esto hablaba él usando unas veces la lógica y otras la demagogia. Algunos de sus oyentes, convencidos, le ayudaron a propagar la idea. Las tormentas que a principios de septiembre convirtieron el parque en un lodazal, unos brotes leves de fiebre tifoidea y ciertos atrasos en el pago de los jornales debidos a la lentitud con que Madrid hacía efectivo el magro subsidio que finalmente el Gobierno había otorgado a la Exposición contribuyeron a imprimir ímpetu a esta difusión. El propio Onofre estaba sorprendido de su éxito. Al fin y al cabo, pensaba, sólo tengo trece años. Pablo se permitió una de sus contadas sonrisas. En los primeros tiempos del cristianismo, dijo, los impúberes lograban más conversiones que los adultos; santa Inés tenía tu misma edad, 13 años, cuando murió al filo de la espada; san Vito fue mártir a los 12 años. Más sorprendente aún, agregó, es el caso de san Quirze, hijo de santa Julita: con sólo tres años de edad dejó anonadado al prefecto Alejandro con su elocuencia, de resultas de lo cual éste arrojó al pequeño contra la escalinata del estrado con tal fuerza que le rompió la cabeza, cuyos sesos saltaron del cráneo y quedaron esparcidos por el suelo y sobre la mesa del tribunal.

– ¿De dónde sabes tú estas cosas? -le preguntó Onofre.

– Las leo. ¿Qué voy a hacer metido en esta jaula, si no leer? En leer y pensar mato las horas y los días. A veces mis pensamientos adquieren tanta fuerza que yo mismo me asusto.

Otras veces me posee una angustia sin causa, me parece estar metido en un sueño, del que despierto sumido en la zozobra.

Otras veces me pongo a llorar sin ton ni son y este llanto puede durarme varias horas, sin que acierte a contenerlo -dijo el apóstol. Pero Onofre no le escuchaba, porque a su vez era presa de un gran desasosiego.

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