Capítulo VII

1

Sin ser tan grande como el "Cullinam" o como el "Excelsior"

ni tan ilustre como el "Koh-i-noor" (que aparece mencionado en el "Mahabarata") o como el "Gran Mogol" (propiedad del shah de Persia) o como el "Orlof" (que adorna el cetro imperial ruso), el "Regent" estaba considerado el diamante más perfecto. Provenía de las minas legendarias de Golconda y había pertenecido al duque de Orleáns, que hubo de empeñarlo en Berlín durante la Revolución francesa. Rescatado de manos del prestamista fue montado en la empuñadura de la espada de Napoleón Bonaparte. Onofre Bouvila lo tenía en la palma de la mano la noche en que Santiago Belltall fue a verle; con ayuda de una lupa admiraba su pureza y su luminosidad. Retirado de la vida activa por la Dictadura había decidido invertir su fortuna, el dinero que Efrén Castells le había transferido a Suiza, en el mercado internacional de diamantes: ahora sus agentes se adentraban en las montañas del Dekhan y en las selvas de Borneo, merodeaban por las tabernas y lupanares de Minas Gerais y Kimberley. Sin pretenderlo se estaba convirtiendo de nuevo en uno de los hombres más ricos del mundo. Ahora habría podido derrocar fácilmente a Primo de Rivera, vengarse del agravio que le había infligido, pero no sentía ningún deseo de hacerlo: siempre había considerado la política con desprecio, una maraña de pactos que a él le parecía innecesario suscribir. En realidad le dominaba la apatía. El paso del tiempo sólo me trae nociones de muerte, pensaba mirando el diamante. A la muerte de Delfina en 1925 había seguido la de su suegro, don Humbert Figa i Morera a principios de 1927 y a ésta la de su hermano Joan, en circunstancias poco claras, a fines de ese mismo año. Cada una de estas muertes le parecía un presagio aciago. Tampoco sentía la necesidad de luchar contra una dictadura que se hundía sola. Siguiendo el ejemplo de Mussolini, Primo de Rivera había creado un partido único llamado de Unión Patriótica; al fundarlo había pensado que engrosarían sus filas personalidades de tendencias diversas, que reconciliaría en el seno de este partido a la flor y nata del país; sin embargo sólo había logrado atraer a él a las sanguijuelas del antiguo régimen y a un puñado de jóvenes trepadores; el Ejército había acabado por disociarse del dictador al que pocos años atrás había aclamado y el propio Rey buscaba desesperadamente la manera de quitárselo de en medio. Contra él se sucedían los complots dentro y fuera de España; a ellos respondía con encarcelamientos y deportaciones, pero no era sanguinario y no quiso matar a nadie. Solamente la incapacidad de la oposición, la censura férrea que imponía, la corrupción administrativa y el temor popular justificado a cualquier cambio lo mantenía en el poder, al que él se aferraba como un demente: no comprendía que debía este poder a la coincidencia efímera de su idiosincrasia peculiar con el punto de máximo desplazamiento del péndulo de la historia. No había gobernado mal, sino excéntricamente: en poco tiempo había fomentado las obras públicas; con esto último había paliado el desempleo masivo y había modernizado el país. Había sido bueno para el pueblo. El balance positivo de su actuación hacía más incomprensible a sus ojos la soledad en que se encontraba ahora. Cuando vio que había perdido también el apoyo de la Corona quiso buscar el de Onofre Bouvila: por mediación del marqués de Ut, que aún le era fiel, intentó una maniobra de acercamiento cuando ya era demasiado tarde.

Santiago Belltall, cuyo nombre habría de quedar unido al de Onofre Bouvila para siempre, contaba cuarenta y tres años de edad la noche en que fue a verle. Aunque su atuendo era de calidad ínfima iba aseado, se había bañado y afeitado ese mismo día y alguien le había cortado el pelo con mejor intención que fortuna. Este acicalamiento subrayaba su aspecto de sablista; sólo los ojos coléricos en el rostro extenuado le salvaban del ridículo. Cuando el mayordomo le informó de que el señor no recibía a nadie si él mismo no había cursado la correspondiente invitación sacó del bolsillo una tarjeta amarillenta y arrugada y se la mostró al mayordomo. Me la dio el señor Bouvila en persona, dijo, yo creo que es como si fuera una invitación en regla. El mayordomo examinó la tarjeta con expresión de perplejidad. ¿Cuándo le dio el señor esta tarjeta?, preguntó. Hace catorce años, dijo Santiago Belltall impertérrito. Para ser una invitación se hace usted de rogar, comentó el mayordomo. ¿Cuál me ha dicho que es su nombre?

Santiago Belltall dio su nombre. Aunque no creo que el señor se acuerde de mí, agregó. El mayordomo se pasó la mano por la frente dubitativo; por fin decidió informar al señor de la presencia de aquel sujeto de apariencia indeseable: por más que temía importunar al señor, conocía bien su afición por los personajes estrambóticos. En este caso sus suposiciones se vieron confirmadas. Hazlo pasar, le dijo Onofre Bouvila.

Aunque la noche era tibia en la chimenea de la biblioteca ardían unos troncos. Santiago Belltall sintió que el calor le asfixiaba.

– No creo que me recuerde -repitió apenas fue conducido allí. En su tono había un deje de adulación: un hombre tan importante como usted no puede acordarse de alguien tan insignificante como yo, parecían dar a entender sus palabras y su actitud. Onofre Bouvila sonrió con desdén. Si tuviera tan mala memoria como usted y otros pazguatos me atribuyen no sería quien soy, dijo. Al decir esto levantó el puño de la mano derecha. Por un instante Santiago Belltall temió que fuera a propinarle un puñetazo, pero el gesto no era amenazador-. Nos conocimos hace catorce años -volvió a decir para fundamentar su conjetura.

– No catorce -dijo Bouvila-, sino quince. En mil novecientos doce en Bassora, usted se llama Santiago Belltall y es inventor, tiene una hija llamada María, una niña díscola.

¿Qué viene a venderme?

Santiago Belltall se quedó mudo: con tal displicencia su interlocutor se anticipaba a lo que iba a decir, dejaba sin sentido el discurso que había preparado y ensayado a solas varias horas. Enrojeció a pesar suyo. Veo que he cometido un error viniendo, murmuró más para sí que para ser oído.

Disculpe, dijo. La sonrisa sarcástica de Onofre Bouvila hizo que su inhibición se transformara en ira: se levantó de la butaca con celeridad y se dirigió a la puerta. Usted se lo pierde, dijo en voz alta.

– ¿Qué es eso que me pierdo? -preguntó Onofre Bouvila con serenidad sardónica. El inventor volvió sobre sus pasos y encaró al financiero poderoso: ahora se hablaban los dos de igual a igual. una verdadera maravilla, dijo. Onofre Bouvila abrió el puño que había mantenido cerrado hasta entonces. Los ojos del inventor quedaron prendidos de las facetas del "Regent", cuyos destellos moteaban la bata de seda adamascada que vestía aquél-. ¿Qué maravilla se puede comparar a ésta?

– susurró.

– Volar -respondió el inventor inmediatamente.


En la segunda década del siglo XX la aviación había alcanzado sin discusión lo que la prensa de entonces denominaba su "mayoría de edad"; entonces ya nadie dudaba de la primacía de estos aparatos, más pesados que el aire, sobre cualquier otra forma de transporte aéreo. Tampoco pasaba día sin que alguna proeza nueva jalonara el progreso en este campo. Algunos problemas quedaban sin embargo aún por resolver. Por extraño que parezca hoy día el menor de estos problemas era el de la seguridad de los vuelos: se producían pocos accidentes y de éstos un número reducidísimo era grave o mortal; además de esto, buena parte de estos accidentes no se podían atribuir a causas mecánicas en justicia sino generalmente al empeño pueril de los pilotos por demostrar la estabilidad de los aparatos y su propia pericia volando cabeza abajo o describiendo circunferencias y espirales, haciendo rizos, volatines y barriletes en el aire. La rapidez de reflejos y las condiciones atléticas que debían poseer los pilotos en aquella etapa primitiva de la aviación hacía que fueran necesariamente muy jóvenes (quince años era juzgada la edad idónea para efectuar vuelos de prueba), lo que redundaba en una cierta inconsciencia por su parte. Así, podemos leer en un diario barcelonés de 1925 lo que sigue: "Como sea que en París y en Londres los que cierta prensa sensacionalista apoda ases del aire rivalizan entre sí ejecutando esta suerte: la de hacer pasar los aparatos en vuelo rasante por debajo de los puentes del Sena y el Támesis respectivamente, con la consiguiente secuela de sustos y chapuzones, y como sea que Barcelona, por carecer de río carece también de puentes, nuestros pilotos, pese a la prohibición expresa del Excmo.

Ayuntamiento de la Ciudad Condal han inventado una pirueta similar a la antedicha y aún más arriesgada: la de colocar las alas del avión en la perpendicular del suelo y hacerlo pasar así, como quién enhebra una aguja, por entre las torres del templo expiatorio de la Sagrada Familia ". En estos casos, sigue refiriendo la crónica, solía verse aparecer en lo alto de estas torres un anciano de aspecto famélico y desaliñado que agitaba el puño como tratando ingenuamente de derribar de un sopapo el avión irreverente mientras cubría de denuestos al piloto. El protagonista de esta escena pintoresca (que había de inspirar años después una escena parecida, hoy ya clásica, de la película "King Kong") no era otro que Antoni Gaudí i Cornet, a la sazón en los últimos meses de su vida, y aquel enfrentamiento desigual tenía algo alegórico: al modernismo que el arquitecto celebérrimo representaba había sucedido en aquellas fechas un movimiento de signo radicalmente distinto en Cataluña denominado "noucentisme"; el primero de estos movimientos tenía los ojos puestos en el pasado, con preferencia en la Edad Media; el segundo, en el futuro; aquél era idealista y romántico; éste, materialista y escéptico. Los devotos del "noucentisme" hacían befa de Gaudí y de su obra, la escarnecían en caricaturas y artículos mordaces. El viejo genio sufría, pero no en silencio; con los años el carácter se le había agriado y enrarecido: ahora vivía solo en la cripta de la Sagrada Familia, convertida provisionalmente en taller, rodeado de estatuas colosales, florones de piedra y ornamentos que no podían ser colocados en su lugar correspondiente por falta de fondos. Allí dormía sin quitarse la ropa de diario, que luego llevaba hecha un guiñapo; respiraba aquel aire impregnado de cemento y yeso. Por las mañanas hacía gimnasia sueca; luego oía misa y comulgaba, desayunaba un puñado de avellanas, un manojo de alfalfa o unas bayas y se sumergía en aquella obra anacrónica e imposible. Cuando veía que alguien acudía a visitarla, si veía acercarse a un grupo de curiosos saltaba del andamio con agilidad impropia de sus años y corría a su encuentro sombrero en mano: pedía limosna como un pordiosero para poder continuar la obra siquiera unos días más. En este sueño quemaba sus últimos días. Por una peseta arrojaba al aire una de aquellas avellanas que constituían su sustento principal y la recogía en la boca, dando un salto prodigioso hacia atrás, con la espalda arqueada y las rodillas flexionadas. Su rostro se transfiguraba, su entusiasmo era contagioso. A veces tenían que sacarlo de un charco de argamasa fresca. en privado, entre amigos, no podía disimular su descorazonamiento. El progreso y yo estamos en guerra, les decía, y mucho me temo que soy yo el que la va a perder.

Finalmente fue atropellado por un tranvía eléctrico en el cruce de la calle Bailén con la Gran Vía. De resultas de este accidente absurdo falleció en el hospital de la Santa Cruz.

Otro de los problemas que preocupaban a los ingenieros aeronáuticos era lo que luego se conoció como autonomía de vuelo. ¿De qué sirve volar si volando no se llega a ninguna parte?, se decían. Para solventar este problema se dotaba a los aviones de unos depósitos de combustible tan grandes que su peso lastraba los aparatos, no les permitía despegar; esto a su vez se compensaba aligerando el fuselaje: al final los pilotos volaban literalmente sentados en depósitos de material altamente inflamable. Ahora ya no temían los coscorrones y las fracturas, sino las quemaduras dolorosísimas e irreversibles.

También mejoraba a pasos agigantados la calidad del combustible: se refinaba la gasolina y se hacían mezclas que aumentaban su rendimiento. Estos experimentos no eran estériles: el 27 de mayo de 1927 Charles Lindbergh, un aviador norteamericano, hizo en solitario y sin escalas el vuelo Nueva York-París. Las posibilidades que abría esta hazaña eran ilimitadas. Poco después, el 9 de mayo de 1928, una mujer, lady Bailey, salió de Croydon, en Inglaterra, al volante de una avioneta Havilland Moth provista de un motor de 100 caballos; pasando por París, Nápoles, Malta, El Cairo, Kartum, Tabora, Livingstone y Bloemfontein, llegó a El Cabo el 30 de abril; allí descansó unos días y el 12 de mayo inició el regreso; después de tocar Bandundo, Niamey, Gao, Dakar, Casablanca, Málaga, Barcelona y otra vez París, aterrizó en Croydon, de donde había partido ocho meses antes, el 10 de enero de 1929. Tampoco en España la industria aeronáutica había quedado a la zaga: la guerra de Marruecos había impulsado su desarrollo como había hecho antes la Gran Guerra con el de la industria aeronáutica de los países beligerantes.

En 1926 Franco, Ruiz de Alda, Durán y Rada a bordo del "Plus Ultra" cubrieron el trayecto de Palos de Moguer a Buenos Aires entre el 22 de enero y el 10 de febrero; ese mismo año Lóriga y Gallarza volaban de Madrid a Manila en un sesquiplano entre el 5 de abril y el 13 de mayo, y la patrulla "Atlántida", mandada por Llorente, iba y volvía de Melilla a la Guinea Española en quince días, del 10 de diciembre al 25 del mismo mes. Cada viaje era un paso de gigante hacia un mañana preñado de promesas, pero a cada paso surgían también problemas nuevos: las brújulas enloquecían al cambiar de hemisferio sin transición, la cartografía tradicional no respondía a las necesidades de la navegación aérea; había que perfeccionar continuamente altímetros, catetómetros, barómetros, anemómetros, radiogoniómetros, etcétera; había que adaptar no sólo el instrumental, sino la vestimenta, la alimentación y otras muchas cosas a las circunstancias nuevas. También era preciso ahora poder pronosticar con exactitud las variaciones atmosféricas: un vendaval o una tolvanera podían ser fatales para un avión y sus tripulantes. Si un tren o un automóvil eran sorprendidos por estos accidentes meteorológicos podían detener su marcha, un barco podía capear el temporal, pero un avión en pleno vuelo, a centenares de leguas del aeródromo más cercano y con un volumen de combustible limitado, ¿qué podía hacer frente a una emergencia de este tipo? Igualmente, ¿qué ocurría si el motor sufría una avería en pleno trayecto? Los científicos se devanaban los sesos tratando de contrarrestar lo imponderable. Estudiaban con interés renovado la anatomía de algunos insectos voladores, cuya habilidad para posarse sin mayor complicación en la superficie mínima de un pistilo envidiaban: un avión en cambio necesitaba una superficie larga, horizontal y lisa para poder aterrizar sin estrellarse.

Esto se debía a que el aterrizaje no podía hacerse a una velocidad inferior a los 100 kilómetros por hora: en estos aviones la traslación y la sustentación no eran dos cosas independientes.


Onofre Bouvila acabó de escuchar distraídamente las explicaciones del inventor; luego pulsó el timbre. Cuando el mayordomo se personó en la biblioteca le dijo que añadiese unos troncos a los que ardían en la chimenea. Con idéntico ensimismamiento seguía los movimientos del mayordomo.

– Veo que mi propuesta no le ha convencido enteramente -dijo Santiago Belltall una vez el mayordomo volvió a dejarlos solos. Este comentario trivial pareció sacar bruscamente a Onofre Bouvila de su abstracción. Miró al inventor como si lo viera por primera vez.

– Simplemente no me interesa -dijo fríamente; su soliloquio interior le había llevado muy lejos; ahora sólo deseaba desembarazarse de la presencia del inventor-; no digo que la idea no sea interesante -añadió al leer el desconcierto en el rostro de aquél: su aparente atención inicial le había hecho concebir expectativas falsas-; es posible incluso que en un futuro yo mismo… -agregó mecánicamente, sin molestarse siquiera en terminar la frase.

Durante las semanas que siguieron a esta entrevista tuvo noticias de Santiago Belltall en varias ocasiones. El inventor había ofrecido su proyecto a otras personas; también había acudido a empresas y entidades estatales. En ninguna parte obtuvo más que palabras de aliento y promesas inconcretas.

Estudiaremos el asunto con el interés que sin duda merece, le decían. Por medio de sus hombres supo que los dos Belltall, el padre y la hija, vivían realquilados en un piso de la calle Sepúlveda. De ambos se decía en el vecindario que no estaban en sus cabales, que no servían para nada y que no tenían un real. Sabiendo que algo sucedería más tarde o más temprano decidió esperar. Finalmente el mayordomo le anunció una visita una tarde plomiza; a lo lejos retumbaba el eco de los truenos.

Es una señorita y dice que desea hablar con el señor en privado, dijo el mayordomo en tono neutro. Este tono no impidió que un escalofrío le recorriera el espinazo. Hazla pasar y dispón que nadie me moleste, dijo volviendo la espalda a la puerta, como si quisiera ocultar su turbación. Espera, añadió cuando el mayordomo se retiraba a cumplir sus instrucciones, dile también al chófer que no se acueste hasta que yo no se lo autorice y que me tenga listo un coche por si lo necesito a cualquier hora. Viendo que no iban a serle dadas más órdenes el mayordomo salió de la biblioteca, cerró la puerta a sus espaldas y se dirigió al vestíbulo.

– Sírvase acompañarme -dijo allí-, el señor la recibirá ahora mismo.

Tampoco ella pudo evitar un estremecimiento. Ya sé lo que va a pasar, pensó mientras seguía al mayordomo; quiera Dios que no pase nada más.

Él la reconoció en el momento mismo en que la vio entrar en la biblioteca precedida del mayordomo, la recordó con una precisión alarmante, como si por virtud de su presencia los años que separaban aquel primer encuentro fugacísimo y este reencuentro de hoy aquí se hubieran comprimido telescópicamente, como si hubieran transcurrido solamente unos minutos, los instantes necesarios para que haya habido ahora esta noción retroactiva de ausencia dolorosa, apenas algo más que un sueño ligero, lo que en este momento parece haber sido ahora mi vida entera, pensó. Ella dijo: Soy María Belltall.

– Sé muy bien quién es usted -dijo él-. Hace calor en esta habitación -añadió para combatir el silencio-, siempre tengo la chimenea encendida; estuve enfermo hace unos meses y los médicos me obligan a cuidarme excesivamente. Siéntese y dígame a qué se debe su visita.

Ella eligió una silla tras una vacilación breve: como llevaba una falda muy corta la postura que habría tenido que adoptar en uno de los butacones de la biblioteca habría sido forzada y hasta ridícula. Por esas fechas el ruedo de la falda, que se había despegado del empeine del zapato en 1916 para ir ascendiendo por la pantorrilla con la constancia de un caracol, llegaba a la rodilla; ahí había de quedar estacionado hasta la década de los sesenta. Esta disminución de la longitud de la falda había producido un cierto pánico en la industria textil, la espina dorsal de Cataluña. Los temores sin embargo resultaron infundados: si ahora los vestidos requerían menos tela para su confección, el guardarropa femenino se había ampliado desmesuradamente de resultas de la creciente participación de la mujer en la vida pública, en el trabajo, en el deporte, etcétera. Todo en la moda había cambiado: los bolsos, los guantes, el calzado, los sombreros, las medias y el peinado. Las joyas se llevaban poco, los abanicos habían sido proscritos momentáneamente. Cuando ella cruzó las piernas él no pudo dejar de reparar en las medias de gasa transparente ni de interrogarse sobre el significado de aquel gesto.

– No crea usted -empezó diciendo María Belltall- que ando siguiendo los pasos a mi padre; no formamos un tándem, como se suele decir de las personas que actúan de este modo. Sé que él vino a verle, sencillamente, supongo que a ofrecerle su último invento. Yo sólo vengo a decirle esto: que mi padre no es un estafador ni un charlatán ni un botarate como su apariencia pudiera haberle inducido a pensar. En realidad es un científico auténtico, con una formación autodidacta pero sólida y verdadera, un trabajador infatigable y honrado y un hombre de talento. Sus inventos no son fantasías ni exageraciones. Ya sé que una cosa es decir esto y otra cosa demostrarlo; tampoco lo que digo le parecerá de fiar viniendo de mí, que soy su hija. En realidad estoy aquí contra toda lógica, sencillamente porque las cosas no nos van bien; nunca nos han ido bien, pero en los últimos tiempos nuestra situación es casi desesperada. No tenemos con qué pagar el alojamiento ni la comida, con qué subsistir, sencillamente. No voy a disimular: he venido a suplicarle. Mi padre se está haciendo mayor; en realidad no es esto lo que me preocupa: yo puedo trabajar, de hecho he trabajado a veces; puedo procurar el sustento de ambos. Pero creo que ya es hora de que él tenga una oportunidad en la vida, de que no tenga que afrontar la vejez sabiendo que su vida ha sido inútil. No me mire con sarcasmo: sé de sobra que éste es el destino de todos, pero ¿no me permitirá que me rebele en nombre de mi padre? -al decir esto se levantó de la silla y dio unos paseos cortos por la alfombra; desde la butaca él veía arder los troncos en la chimenea a través de sus pantorrillas. Por fin se sentó y siguió hablando en tono más pausado-. He acudido a usted porque sé que es la única persona que en estos momentos puede sacar a mi padre del hoyo en que está metido desde hace demasiado tiempo. No digo esto con ánimo de adularle:

sencillamente, sé que no rehuye usted los riesgos; el hecho de que hace unos años usted mismo le diera su tarjeta demuestra lo que digo: que no le retrae lo desconocido ni lo nuevo.

Desde aquel día -agregó enrojeciendo ligeramente- he recordado siempre su gesto. En realidad no le estoy pidiendo nada: sólo que reconsidere su decisión. No rechace de entrada lo que mi padre pueda haberle ofrecido: tómelo en consideración, haga que algún experto examine los planos, consulte con varios técnicos en la materia, pídales un dictamen pericial; que ellos digan si la cosa merece la pena o no.

Se calló de repente y se quedó inmóvil, envarada, con la respiración agitada. Esta agitación se debía a la ansiedad que le producía prefigurar la reacción posible de su interlocutor:

temía que la echara de allí con cajas destempladas, pero más aún que le propusiera sin transición una entrega humillante.

En realidad no ignoraba el riesgo que entrañaba esta visita; lo había asumido deliberadamente. Lo que le asustaba era la forma en que habían de producirse los hechos. Aunque desde hacía años estaba convencida de haber sido predestinada por las circunstancias a este fin, no sabía cómo había de actuar llegado el caso ni de qué modo intervendrían sus sentimientos en esa tesitura. En realidad pugnaba por apartar de la mente una imagen obsesiva: su madre había abandonado el hogar hacía mucho, no guardaba de ella ningún recuerdo. Desde entonces esa madre inexistente había sido una presencia continua en su imaginación; toda su vida se había desarrollado en compañía de una persona inexistente. Pero ahora él sólo la miraba fijamente. Ella recordaba haber visto esta mirada siendo aún niña; en esa ocasión se había sentido avergonzada por todo:

por el físico desgarbado, por la indumentaria harapienta, por las condiciones patéticas en que vivían. Con todo, se había fijado en aquella mirada. Ahora él pensaba también esto: Yo recordaba estos ojos de color de caramelo y ahora veo que son grises, se decía.

2

Una leyenda reciente dice así: que en los primeros años de este siglo el diablo arrebató un buen día a un financiero barcelonés de su despacho y lo llevó en volandas al promontorio de Montjuich; como el día era claro desde allí veía todo Barcelona, del puerto a la sierra de Collcerola y del Prat al Besós; la mayor parte de los 13.989.942 metros cuadrados de que constaba el Plan Cerdá habían sido construidos ya: ahora el Ensanche lamía los lindes de los pueblos vecinos (aquellos pueblos cuyos habitantes se divertían antaño viendo a los barceloneses hormiguear por las callejuelas de su ciudad minúscula, atrapados por las murallas y vigilados por la mole lúgubre de la Ciudadela); el humo de las fábricas formaba una cortina de tul que movía la brisa: a través de esta cortina podían entreverse los campos del Maresme, de color esmeralda, las playas doradas y el mar azul y manso, punteado por las barcas de pesca. El diablo empezó a decir: Todo esto te daré si postrándote a mis pies… El financiero no le dejó acabar: acostumbrado a las transacciones que hacía diariamente en la Lonja este trato le pareció muy ventajoso y no vaciló en concluirlo al punto. Aquel financiero debía ser obtuso, miope o sordo, porque no entendió bien lo que le ofrecía el diablo a cambio de su alma; creyó que el objeto del trueque era precisamente el promontorio sobre el que se encontraban; tan pronto cesó la visión o despertó de su sueño empezó a pensar en la forma de sacarle provecho a la colina. Ésta era y es aún algo abrupta de laderas, pero en general amable y frondosa; allí crecían entonces el naranjo, el laurel y el jazmín; cuando del castillo infame que la coronaba no brotaban fuego, metralla y bombas sobre la ciudad por una razón u otra los barceloneses acudían en tropel a la montaña: en sus fuentes y manantiales hacían meriendas campestres las familias menestrales, las criadas y los soldados. A fuerza de pensar el financiero tuvo al fin una idea que juzgó genial: Hagamos en Montjuich una Exposición Universal, pensó. Una Exposición Universal que tenga tanto éxito y reporte tantos beneficios como la de 1888, se dijo.

Para entonces el déficit dejado por este certamen acababa de ser enjugado a costa de sacrificios y la ciudad sólo guardaba memoria del esplendor y las fiestas. El alcalde acogió la iniciativa con un entusiasmo no exento de envidia. Caramba, qué idea más buena, ¿por qué no se me habrá ocurrido a mí primero?, pensaba mientras el financiero le exponía su plan.

Un subsidio fue votado al punto. La montaña de Montjuich quedó cerrada al público; los bosques fueron talados, las fuentes, canalizadas o cegadas con dinamita; se hicieron allí taludes y se echaron los cimientos de lo que habrían de ser los palacios y pabellones. Como la vez anterior los escollos no se hicieron esperar: el estallido de la Gran Guerra primero y la reticencia del Gobierno de Madrid siempre paralizaron las obras. En trance de muerte y por la intercesión de san Antonio M.a Claret el financiero pudo rescatar su alma de las garras del maligno, pero la Exposición no revivió. Fue preciso que transcurrieran veinte años para que la política de obras públicas del general Primo de Rivera insuflara nuevo aliento a la idea. Ahora no sólo Montjuich sino la ciudad entera sería escenario de sus proyectos colosales: muchos edificios fueron derribados y el pavimento de las calles fue levantado para tender allí las vías del metro. El aspecto de Barcelona recordaba las trincheras de aquella Gran Guerra que había dado al traste con la Exposición. En estas obras y en las de la Exposición trabajaban muchos millares de obreros; peones y albañiles venidos de todas partes de la península, sobre todo del sur. Llegaban en trenes abarrotados a los andenes de la estación de Francia, recientemente ampliada y renovada. Como siempre la ciudad no tenía capacidad para absorber este aluvión. Los inmigrantes se alojaban en chamizos, por falta de casa. A estos chamizos se les llamó "barracas". Los barrios de barracas brotaban de la noche a la mañana en las afueras de la ciudad, en las laderas de Montjuich, en la ribera del Besós, barrios infames llamados " La Mina ", el "Campo de la Bota " y "Pekín". Lo inquietante de este fenómeno, lo peor del barraquismo, era su carácter de permanencia: de sobra se veía la voluntad de permanencia de los barraquistas, su sedentariedad. En las ventanas de las barracas más miserables había cortinas hechas de harapos; con piedras encaladas delimitaban jardines ante las barracas, en estos jardines plantaban tomates, con latas de petróleo vacías hacían tiestos en los que crecían geranios rojos y blancos, perejil y albahaca. Para remediar esta situación las autoridades fomentaban y subvencionaban la construcción de grandes bloques de viviendas llamadas "casas baratas". En este tipo de casa no sólo era barato el alquiler: los materiales empleados en su construcción eran de calidad ínfima, el cemento era mezclado con arena o detritus, las vigas eran a veces traviesas podridas desechadas por los ferrocarriles, los tabiques eran de cartón o papel prensado. Estas viviendas formaban ciudades satélites a las que no llegaba el agua corriente, la electricidad, el teléfono ni el gas; tampoco había allí escuelas, centros asistenciales ni recreativos ni vegetación de ningún tipo. Como también carecían de transportes públicos sus habitantes se desplazaban en bicicleta. La pendiente pronunciada de las calles de Barcelona resultaba extenuante para los ciclistas, que ya llegaban cansados al trabajo, en el cual a veces fallecían. Las mujeres y los enanos preferían el triciclo, más cómodo y seguro, aunque menos ligero y práctico.

En las casas baratas las instalaciones eran tan deficientes que los incendios y las inundaciones eran cosa de todos los días. La prensa diaria de la época abunda en noticias reveladoras, como ésta: "En la tarde del día de ayer martes, Pantagruel Criado y Chopo, natural de Mula, provincia de Murcia, de 23 años de edad, peón albañil actualmente empleado en las obras del pabellón de Alemania de la Exposición Universal exasperado de resultas de una discusión habida con su mujer y su madre política, propinó un puñetazo a la pared del comedor-living de su casa, que se vino abajo, encontrándose el tal Pantagruel Criado en el dormitorio de sus vecinos, Juan de la Cruz Marqués y López y Nicéfora García de Marqués, a quienes dirigió frases subidas de tono. En el curso de la reyerta que siguió fueron cayendo sucesivamente todos los tabiques de la planta, intervinieron los demás vecinos de ésta ¡y allí fue Troya!" Más escuetamente el encabezamiento de una crónica de sucesos aparecida en 1926 reza así: "Niño muerto al tirar de la cadena del water el vecino del piso de arriba". A quienes habitaban en barracas y en casas baratas en condiciones deplorables falta agregar los llamados "realquilados". Éstos eran personas a quienes los inquilinos legales de una vivienda permitían ocupar una pieza de ésta (siempre la peor) y hacer un uso restringido del baño y la cocina mediante el pago de un subalquiler. Los realquilados, que sumaban más de cien mil el año 1927 en Barcelona, eran probablemente de todos los que vivían en mejores condiciones, pero también eran los que, salvo excepciones contadas, sufrían más humillaciones y vergüenza. Sobre este entramado de agonía, depauperación y rencor Barcelona levantaba la Exposición que había de sorprender al mundo. Lejos de Montjuich, en su capilla ennegrecida por el humo de los cirios santa Eulalia contemplaba el panorama y pensaba: Qué ciudad ésta, Dios mío.

En efecto, no se podía decir que Barcelona hubiese sido generosa con santa Eulalia. En el siglo IV de nuestra era, contando ella sólo doce años de edad y por negarse a reverenciar dioses paganos, fue torturada primero y quemada luego. Prudencio nos refiere que al morir la santa salió volando de su boca una paloma blanca y una nevada densa cubrió súbitamente su cuerpo. Por esta razón durante muchos años fue la patrona de la ciudad; después hubo de ceder este título a la virgen de la Merced, que aún lo ostenta. Por si esta degradación no bastara, más tarde se determinó que en realidad la santa Eulalia virgen y mártir, bajo cuya advocación había estado Barcelona varios siglos, no había existido: era sólo una copia, una falsificación de otra santa Eulalia nacida en Mérida el año 304 y quemada junto con otros cristianos durante la persecución decretada por Maximiano. Los santos nos hacen figa, se dijeron los barceloneses; así nos va. Finalmente hasta la existencia de la santa Eulalia de Mérida, la auténtica, cuya fiesta celebramos el 10 de diciembre, fue puesta en tela de juicio. Ahora la estatua de la santa desacreditada ocupaba una capilla lateral de la catedral de Barcelona, desde donde meditaba sobre lo que ocurría a su alrededor. Esto no puede seguir así, se dijo un día; como me llamo Eulalia que he de hacer algo. Pidió a santa Lucía y al Cristo de Lepanto que cubrieran milagrosamente su ausencia, bajó del pedestal, salió a la calle y se dirigió decididamente al Ayuntamiento, donde el alcalde la recibió con sentimientos encontrados: por una parte se alegraba de ver que podía contar con la solidaridad de la santa, pero por otra parte temía el juicio que pudiera merecerle su gestión. ¡Ay, Darius, ya haréis de bestiezas entre todos!, le espetó santa Eulalia.

Darius Rumeu i Freixa, barón de Viver, ocupaba la alcaldía desde 1924. Cuando tomé posesión del cargo ya estaba el tinglado en marcha, dijo a modo de disculpa; por mi gusto la Exposición no se habría celebrado. Este alcalde no era ni podía ser un hombre impetuoso como había sido Rius y Taulet, su predecesor ilustre: ahora Barcelona era una ciudad ingente y compleja. Ha sido Primo y su manía de fomentar las obras públicas, siguió diciendo, una política popular que luego hemos de pagar entre todos nos guste o no. Por su culpa se me está llenando la ciudad de inmigrantes, infestando de gente del sur. De pronto recordó que según los entendidos la propia santa provenía del sur y agregó precipitadamente: No me entiendas mal, Eulalia, yo no tengo nada contra nadie; para mí todos somos iguales a los ojos de Dios; es que se me parte al alma cuando veo las condiciones paupérrimas en que viven estos desventurados, pero, ¿qué puedo hacer? Santa Eulalia movió lentamente la cabeza con aire de descorazonamiento. no sé, dijo al fin, no sé. Suspiró hondamente y añadió: ¡Si al menos pudiéramos contar con Onofre Bouvila! Pero con él no se podía contar por el momento.

– Quizá sería conveniente que acompañase al señor -le sugirió el chófer.

La calle Sepúlveda desembocaba en la plaza de España, convertida ahora en un cráter pavoroso: allí empezaban las obras de la Exposición Universal; de allí partía la avenida de la Reina María Cristina, flanqueada de palacios y pabellones a medio edificar; en el centro de la plaza estaba siendo construida una fuente monumental y junto a la fuente la nueva estación del Metro. En estas obras trabajaban muchos miles de obreros. Por la noche regresaban a sus barracas, a sus casas baratas, a los pisos lóbregos donde vivían realquilados.

Algunos de ellos, los que no tenían hogar, pernoctaban en las calles próximas a la plaza, a la intemperie, envueltos en mantas los más afortunados, los menos en hojas de periódico; los niños dormían abrazados a sus padres o sus hermanos; los enfermos habían sido recostados contra los muros de las casas a la espera del alivio incierto que pudiera traer consigo el nuevo día. A lo lejos se distinguía el resplandor de una hoguera, las sombras de los reunidos alrededor de ésta. Una humareda baja traía olor de fritanga, impregnaba de este olor la ropa y los cabellos; en algún rincón sonaba una guitarra.

Onofre Bouvila le dijo al chófer que permaneciera junto al coche. No me ocurrirá nada, dijo. Sabía que aquellos parias no eran violentos. Embozado en un abrigo negro con cuello de piel, chistera y guantes de cabritilla deambulaba tranquilamente por el centro de la calle. Los parias lo observaban con más sorpresa que hostilidad, como si se tratara de un espectáculo. Al fin se detuvo un instante frente a una casa de la calle, una casa vulgar desprovista totalmente de ornamentación; luego golpeó la puerta con la aldaba repetidas veces. Mostrando una moneda a la persona que escudriñaba a través de la mirilla consiguió que ésta le abriera sin tardanza. Una vez en el portal cuchicheó unos instantes con la anciana que le había dejado entrar. Esta anciana no tenía un solo diente en las encías, que mostraba al reír silenciosamente. Él inició el ascenso mientras la anciana agradecida se deshacía en reverencias y sostenía en alto un candil que le permitiera distinguir los escalones. A partir del primer recodo tuvo que seguir subiendo a tientas, pero eso no le hizo aminorar la marcha ni perder la orientación:

conservaba todavía las mañas antiguas de merodeador nocturno.

Por fin se detuvo en un rellano y encendió una cerilla; a la luz urgente de la llamita leyó un número y tocó a una puerta que no tardó en abrir un hombre enclenque y mal afeitado que vestía un batín raído sobre un pijama sucio y arrugado. Vengo a ver a don Santiago Belltall, dijo antes de que el hombre pudiera interrogarle acerca de la razón de su presencia allí.

Estas no son horas de visita, replicó el hombre. Empezaba a cerrar la puerta, pero Onofre Bouvila la abrió de un puntapié enérgico; con la contera del bastón golpeó al hombre en las costillas, lo lanzó contra el paragüero de loza, que se hizo añicos al volcarse. no he pedido su opinión ni quiero oírla, dijo sin levantar la voz. Vaya a decirle a don Santiago Belltall que salga y luego váyase a donde yo no le vea. El hombre escuchimizado se levantó con dificultad; al mismo tiempo buscaba a su espalda los cabos sueltos del cinturón de la bata, que se había desanudado en la caída; luego desapareció sin decir nada detrás de una cortina que separaba aquel recibidor del resto de la vivienda. Por allí mismo apareció al cabo de muy poco Santiago Belltall, que se deshizo en excusas: no esperaba ninguna visita y menos aún una visita de tal importancia, dijo. Las condiciones en que vivía…, añadió dejando la frase sin terminar. Onofre Bouvila siguió al inventor a través de un pasillo tenebroso hasta una habitación de dimensiones reducidas. Esta habitación sólo se ventilaba a través de un ventanuco que daba a un patio interior cubierto:

la atmósfera era densa. Allí había dos camastros de metal, una mesita con dos sillas y una lámpara de pie; en varias cajas de cartón adosadas a las paredes los realquilados guardaban su ropa y sus pertenencias. Esas paredes estaban cubiertas de planos que el inventor había prendido allí con unas chinches.

María Belltall estaba sentada a la mesa; a la luz exigua de la lámpara zurcía un calcetín con ayuda de un huevo de madera.

Para defenderse del frío y la humedad que reinaban en toda la casa se había echado una toquilla sobre un vestido de lana ordinario y anticuado; unas medias de punto y unas zapatillas de fieltro completaban su indumentaria misérrima. Así vestida resaltaba la delgadez de su complexión, el color cerúleo de la piel, que había disimulado el maquillaje en la entrevista que ambos habían mantenido pocos días antes. Con esta palidez contrastaba el enrojecimiento de la nariz, debido a un resfriado, el resfriado crónico de los barceloneses. Al entrar él en la pieza levantó un instante la mirada de la costura y la volvió a bajar; esta vez sus ojos tenían nuevamente el color de caramelo que él creía recordar de su primer encuentro.

– Perdone este desorden tremendo -dijo el inventor paseando nerviosamente entre el mobiliario, contribuyendo con sus ademanes vehementes y su agitación a incrementar la sensación general de caos que se respiraba allí-, si hubiésemos sabido de antemano que pensaba usted hacernos este honor por lo menos habríamos quitado estos papelotes de las paredes; ¡oh!, pero qué despiste el mío: no le he presentado aún a mi hija, a la que no conoce. Mi hija María, señor. María, este caballero es don Onofre Bouvila, de quien ya te he hablado; hace unos días fui a su casa a hacerle unas ofertas que él tuvo la bondad de considerar con benevolencia.

Ambos cruzaron una mirada furtiva que habría despertado las sospechas de cualquier persona, pero que pasó desapercibida al inventor. Éste, ajeno a todo, recogía el sombrero, el bastón, los guantes y el gabán de su visitante y los colocaba cuidadosamente sobre uno de los camastros. Luego arrimó una de las cajas a la mesa, ofreció a Onofre Bouvila la silla libre, se sentó acto seguido en la caja y entrecruzó los dedos, dispuesto a escuchar lo que aquél hubiera venido a decirles.

Él, como era su costumbre, fue directamente al asunto, sin circunloquios.

– He decidido -empezó diciendoaceptar esta oferta de la que usted acaba de hablar -con un gesto atajó las expresiones de reconocimiento y entusiasmo que el inventor se disponía a proferir pasado el estupor del primer momento-; con esto quiero decir simplemente que considero por ahora un riesgo razonable poner a su disposición una determinada suma para que pueda usted llevar a cabo esos experimentos de los que me habló. Por descontado, este trato no está exento de condiciones. De estas condiciones precisamente he venido a hablarle.

– Soy todo oídos -dijo el inventor.


Si al barón de Viver, que era monárquico, le visitaba santa Eulalia, al general Primo de Rivera, que había dejado de serlo por despecho, se le aparecía de cuando en cuando un cangrejo con sombrero tirolés. Abandonado de todos, pero remiso a dejar el poder en manos ajenas, el dictador cifraba ahora sus esperanzas en la Exposición Universal de Barcelona. Cuando me hice cargo del gobierno España era una olla de grillos, un país de terroristas y mangantes; en pocos años la he transformado en una nación próspera y respetable; hay trabajo y paz, y esto se verá de manera irrecusable en la Exposición Universal, ahí los que hoy me critican tendrán que humillar la frente, dijo. El ministro de Fomento se permitió hacer una observación: Este plan de Vuestra Excelencia, que es magnífico, exige por desgracia unos desembolsos que rebasarían nuestras posibilidades, dijo. Esto era cierto: la economía nacional había sufrido un deterioro pavoroso en los últimos años, las reservas estaban exhaustas y la cotización de la peseta en los mercados exteriores era ya cosa de risa. El dictador se rascó la nariz. Diantre, masculló, yo creía que los gastos de la Exposición corrían a cargo de los catalanes.

¡Raza de avaros!, agregó entre dientes, como para sí. Con tacto exquisito el ministro de Fomento le hizo ver que los catalanes, al margen de sus virtudes o defectos, se negaban a gastar un duro a mayor gloria de quien los estaba maltratando sin tregua. ¡Voto a bríos!, exclamó Primo de Rivera, ¡pues sí que tiene pelos el asunto! ¿Y si deportásemos a los desafectos? Son varios millones, mi general, dijo el ministro del Interior. El ministro de Fomento se alegró de que el peso de la conversación recayese ahora sobre los hombros de su colega de gabinete. Primo de Rivera golpeó la mesa con los puños. ¡Me cago encima de todas las carteras ministeriales!, dijo. Pero no estaba enojado, porque acababa de tener una idea salvadora. Está bien, dijo, esto es lo que vamos a hacer:

subvencionaremos otra Exposición Universal en otra ciudad de España: Burgos, Pamplona, la que sea, da igual. Viendo que los ministros le miraban con estupor sonrió ladinamente y agregó:

No hará falta que gastemos mucho en esto; cuando los catalanes se enteren del plan echarán la casa por la ventana, gastarán sin tasa para que la Exposición de Barcelona sea la mejor de las dos. Los ministros tuvieron que convenir en que la idea era buena. Sólo el ministro de Agricultura se atrevió a objetar algo: Alguien habrá que nos desenmascare, que ponga en evidencia esta maniobra, dijo. A éste lo deportaremos, bramó el dictador. Ahora las obras de la Exposición Universal de Barcelona avanzaban a todo gas; una vez más la deuda roía el patrimonio municipal. Montjuich era la herida por la que se desangraba la economía de la ciudad. El alcalde y cuantos se mostraron reacios a la idea, cuantos se opusieron al despilfarro fueron marginados sin contemplaciones y sus atribuciones fueron confiadas a personas fieles a Primo de Rivera. Entre estas personas había algunos especuladores que aprovecharon el descontrol para hacer su agosto. Los periódicos sólo podían publicar noticias halagüeñas y comentarios aprobatorios de lo que se estaba haciendo; si no, eran censurados, eran secuestrados de los quioscos, sus directores eran multados severamente. Gracias a esto Montjuich se iba transformando en una montaña mágica. Ahora se levantaba allí el Palacio de la Electricidad y de la Fuerza Motriz, el del Vestido y del Arte Textil, el de las Artes Industriales y Aplicadas, el de Proyecciones, el de Artes Gráficas, el de la Industria de la Construcción (llamado Palacio de Alfonso XIII), el del Trabajo, el de Comunicaciones y Transportes, etcétera. Estos palacios habían empezado a ser construidos varias décadas antes, en los tiempos del modernismo; ahora su aspecto era chocante a los ojos de los entendidos, resultaban empalagosos, rebuscados y de mal gusto. A su lado, por contraste, iban apareciendo los pabellones extranjeros; estos pabellones habían sido concebidos hacía poco y reflejaban las tendencias actuales de la arquitectura y la estética. "Si otras Exposiciones han estado dedicadas a un asunto determinado, como la Industria, la Energía Eléctrica o los Transportes, ésta bien podría estar dedicada íntegramente a la Vulgaridad ", escribe un periodista en 1927, poco antes de ser deportado a la Gomera. "Encima de arruinarnos vamos a quedar como unos cavernícolas chabacanos ante la opinión mundial", termina diciendo. Estas estridencias sin embargo no amedrentaban a los promotores del certamen.


Mientras ocurrían estas cosas en torno a la Exposición Universal, en otra colina, separada de Montjuich por la ciudad entera, Onofre Bouvila se enfrentaba a sí mismo en el jardín de su mansión. ¿Cómo?, decía, ¿enamorado yo?, ¡y a mi edad!

No, no, no es posible… y no obstante, sí, es posible y el hecho mismo de que sea posible me llena de euforia. ¡Ah, quién me lo habría de decir! al pensar esto se reía por lo bajo; por primera vez en su vida se veía a sí mismo con cariño: esto le permitía reírse de sus propias tribulaciones. Luego la sonrisa se borraba de sus labios y arrugaba el entrecejo: no comprendía cómo había podido ocurrirle aquello, el milagro que parecía haberse producido en su alma lo sumía en la perplejidad. ¿Qué influjo irresistible ha podido ejercer sobre mí esa mujer insignificante?, se preguntaba. No es que físicamente no sea atractiva, seguía argumentando con un interlocutor invisible, pero sí debo confesar abiertamente que tampoco se trata de una mujer de bandera. Y aun cuando lo fuese, ¿por qué habría de ir a encandilarme yo de este modo?

En mi vida no han faltado mujeres despampanantes, reales hembras a cuyo paso se paraba la circulación; con mi dinero nunca me fue difícil comprar la belleza, conseguir lo mejor de lo mejor. Sin embargo en el fondo nunca sentí por ellas otra cosa que desprecio. Ésta, por el contrario, me infunde un sentimiento de humildad que a mí mismo me sorprende, que no me explico: cuando me habla, me sonríe o me mira soy tan dichoso que lo que siento hacia ella es gratitud más que otra cosa.

Cuando se hacía estas consideraciones creía que esta humildad le redimía de todo su egoísmo. Es cierto, decía pasando revista a su vida, que en ocasiones he obrado de modo heterodoxo; sabe Dios que hay páginas en mi historial de las que habré de dar cumplida cuenta y si bien nadie puede decir que yo haya matado a un ser humano con mis propias manos, algunas personas han muerto directa o indirectamente por mi causa. Otras han sido infelices y quizá podrían achacarme su infelicidad. ¡Oh, qué terrible es caer ahora en la cuenta de estas cosas, cuando ya es demasiado tarde para el arrepentimiento y la reconciliación! Al cobrar súbitamente conciencia de ello cayó al suelo como fulminado por un rayo.

El aire estaba quieto, en la superficie inmóvil del lago artificial el sol centelleaba y este resplandor daba al plumaje blanco de los cisnes una luminosidad cegadora. Con el ánimo conturbado estaba dispuesto a ver en aquellos cisnes fluorescentes emisarios del Altísimo enviados por Éste para que le trajeran un mensaje de misericordia y esperanza. Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión, parecían venir a recordarle. Conmovido por esta noción hundió la frente en el césped y musitó: Perdón, perdón; he sido estúpido y cruel y no tengo excusa, no hay atenuante para mi culpabilidad. Ante los ojos de su conciencia, como si hojeara un álbum de retratos, iban desfilando los rostros acusadores de Odón Mostaza, de don Alexandre Canals i Formiga y de su hijo, el pobre Nicolau Canals i Rataplán, de Joan Sicart y de Arnau Puncella, del general Osorio, el ex gobernador de Luzón, y también los de su mujer y sus hijas, los de Delfina y el señor Braulio y los de su padre y su madre y hasta el de su hermano Joan: a todas estas personas y a muchísimas más cuyos rostros no había visto ni vería jamás había sacrificado a su ambición y a su vesania, todas ellas habían sido víctimas de su sed injustificada de venganza, habían sufrido sin necesidad para proporcionarle momentáneamente el sabor agridulce de la victoria. ¿Habrá en el cielo entero magnanimidad bastante para perdonar a un engendro como he sido yo todos estos años?, pensó sintiendo que las lágrimas pugnaban por manar a raudales entre sus párpados apretados. Apenas acababa de formular este pensamiento cuando notó unos golpecitos en el hombro. Sabiendo que estaba solo en el jardín aquel contacto le sobresaltó:

ahora no se atrevía a despegar los párpados, temía encontrarse en presencia de un ángel majestuoso si lo hacia, un ángel provisto de una espada de fuego. Cuando por fin abrió los ojos vio que en realidad aquellos golpecitos se los daba un cisne con el pico; extrañado por la presencia de aquel individuo desconocido que yacía acurrucado y quieto a la orilla del lago el cisne había salido del agua y se había aproximado, quizá delegado por los demás, a ver de qué se trataba aquello.

Onofre Bouvila se incorporó bruscamente y el cisne, asustado, emprendió la retirada. Visto desde atrás sus andares no podían ser más grotescos; los graznidos que lanzaba también eran desabridos y feos. Indignado por haberse dejado impresionar por un animal tan poco airoso alcanzó al cisne antes de que éste pudiera ponerse a salvo en su elemento y le propinó un puntapié con todas sus fuerzas. El cisne describió una parábola en el aire y cayó al agua, donde se quedó con la cabeza y el cuello hundidos y la cola a flote mientras el agua, alterada por el impacto, recobraba poco a poco su inmovilidad y sobre la superficie se posaban las plumas blancas que había perdido el cisne de resultas del golpe en el trayecto. Onofre Bouvila sacudió las briznas de hierba que se habían adherido a la ropa y sin detenerse a comprobar si el cisne revivía o si había sucumbido continuó el paseo. El incidente le había hecho volver a la realidad; había cesado la visión penosa de sus culpas y en su lugar imperaba ahora de nuevo la lógica implacable y partidista que siempre había aplicado a todas las cosas. Bah, se dijo, ¿de que me responsabilizo? Si alguien pudiera oírme pensaría que en el mundo no hay otra causa de aflicción que yo. Quiá, nada más falso, respondió a su contendiente imaginario, la gente era infeliz antes de que yo naciera y lo seguirá siendo cuando yo haya muerto. Verdad es que he causado la desgracia de algunos pero ¿he sido yo el verdadero causante de esa desgracia o un mero agente de la fatalidad? Si yo no me hubiese cruzado en el camino de Odón Mostaza, ¿habría tenido un final menos trágico ese chulo asesino?, ¿no era él ya acaso cuando nació carne de patíbulo? Y a Delfina, ¿qué le habría deparado el destino de no haber aparecido yo un buen día en la pensión de sus padres?

Sin duda habría sido una fregona todos los días de su vida, se habría casado en el mejor de los casos con un haragán brutal y alcoholizado que la habría pegado continuamente y le habría hecho reventar a fuerza de trabajo y partos. ¡Diantre!, al menos conmigo todas estas ratas de alcantarilla tuvieron su oportunidad a mis expensas pudieron gozar de un momento de gloria. Una explosión amortiguada pero cercana interrumpió el curso de sus pensamientos. A esta explosión siguieron otras encadenadas. Los pájaros que anidaban en los árboles del bosque levantaron el vuelo: mezclados en una bandada heterogénea describían círculos a gran altura armando gran alboroto. Onofre Bouvila sonrió nuevamente: como ese pobre desgraciado, sin ir más lejos, añadió a media voz. Ahora esta sonrisa había perdido la beatitud que la caracterizaba un rato antes.


Dejando el lago a su espalda anduvo en dirección al lugar de donde procedían las explosiones. Deliberadamente abandonó el prado ameno y bien cuidado y se adentró en el bosque: allí los árboles le permitían avanzar a hurtadillas. Al llegar al linde del bosque se detuvo a observar sin ser visto la actividad que se desarrollaba a escasa distancia de aquel escondite: allí había una carpa de circo de la que entraban y salían continuamente individuos con atuendo y apariencia de mecánicos. En la boca del túnel de lona que daba acceso a la carpa y en la cual aún podían verse restos de banderolas y gallardetes, dos guardias armados supervisaban la entrada y la salida de aquellos mecánicos. Aunque la propia carpa se lo ocultaba él sabía que al otro lado de aquélla se levantaban unos cobertizos en cuyo interior había una maquinaria complicadísima. Esta maquinaria no tenía otro objeto que suministrar energía motriz al utillaje eléctrico que ahora zumbaba y chirriaba dentro de la carpa. Naturalmente habría sido más sencillo y mucho menos gravoso obtener esta energía de la compañía proveedora de fluido eléctrico, pero tal cosa habría imposibilitado mantener en secreto las actividades que se llevaban a cabo allí. Por eso habían sido construidos los cobertizos, que ahora protegían de la curiosidad ajena estos generadores que, a su vez, habían sido adquiridos en países distintos por mediación de sociedades anónimas constituidas con este solo fin, introducidos en Cataluña de contrabando y llevados hasta su destino pieza a pieza furtivamente. Del mismo modo había sido transportado en partidas pequeñas el carbón que los alimentaba y cuyas reservas estaban ahora almacenadas en silos perforados bajo el prado, el bosque y el lago. Así habían sido reunidos también la maquinaria y los materiales necesarios para el proyecto. Más delicada había sido la contratación del personal que ahora trabajaba en aquél. Si el aluvión de inmigrantes había permitido seleccionar y reclutar a los obreros en la forma más encubierta y discreta, los especialistas, los técnicos e ingenieros, cuya desaparición repentina de sus trabajos, de la vida pública en general habría resultado muy difícil de explicar, plantearon obstáculos que hubo que ir salvando en cada caso concreto específicamente. Unos fueron contratados en el extranjero; otros, sacados del retiro al que circunstancias diversas los habían forzado; a otros, por último, habían sido cursadas ofertas falsas de universidades americanas. Los que aceptaban estas ofertas recibían poco después un pasaje de primera clase en un barco de línea. Cuando el barco en que viajaban rebasaba los límites de las aguas territoriales españolas estos ingenieros prestigiosos eran sacados de sus camarotes a punta de pistola y embarcados en una lancha rápida que los conducía de nuevo a tierra. Allí un automóvil los llevaba a la mansión, donde eran informados del motivo del engaño y el secuestro, de la naturaleza del trabajo a que se les había destinado, de la transitoriedad de aquella situación anómala y de los emolumentos cuantiosos con que serían compensadas su colaboración y las molestias sufridas. Ante este desenlace feliz de la aventura todos se mostraban encantados. El método, sin embargo, resultaba lento, complicado y caro. Pero para llevar a cabo el proyecto no se había reparado en gastos. Unicamente la carpa, cuyas dimensiones la hacían idónea, había podido ser adquirida a buen precio a un circo cuyos miembros habían sido diezmados en el sur de Italia por una epidemia de cólera. Esta hecatombe había obligado a los únicos supervivientes, una mujer barbuda, una "ecuyére" y un sansón, a disolver la compañía y malvender el equipo. Ahora estos tres personajes fantásticos, a quienes había sido preciso contratar y traer para que indicasen el modo de armar y asegurar la carpa, vagaban también por la mansión, ataviados con malla, taparrabos y lentejuelas, ejercitando como podían sus habilidades y sembrando entre todos el desconcierto cuando no el espanto.

Ahora él iba recordando este anecdotario pintoresco cuando la vio salir de la carpa. Llevaba una falda de color de rosa, holgada y tan corta que al andar dejaba al descubierto las rodillas; los pliegues de la tela dibujaban más arriba el perfil de los muslos. Esto atraía las miradas de los mecánicos y ponía frenético a Onofre Bouvila. El resto del vestuario era sencillo y modoso. Debería hacerle alguna indicación a este respecto, pensó con el corazón acelerado, espiándola ora a ella ora a los mecánicos. Deslumbrada por la luz del sol se detuvo unos instantes en la boca de la carpa con los ojos entrecerrados; con los dedos ordenaba la cabellera, se colocó un sombrero de alas anchas. Luego se encaminó hacia el bosque donde él se encontraba sin motivo aparente. Cielos, pensó ocultándose enteramente detrás del tronco de una encina, que no me vea. En los meses que llevaban instalados en la mansión María Belltall y su padre no había cruzado con ella más de dos o tres frases protocolarias. Con esto pretendía demostrar claramente que todo su interés giraba en torno al proyecto del inventor, de acuerdo con cuyas instrucciones había ido creciendo aquel complejo industrial peculiarísimo y con quien mantenía en cambio charlas interminables. Desde el principio Santiago Belltall y su hija habían ocupado uno de los pabellones de caza construidos de antiguo en el jardín, separados enteramente de la casa. Allí había sido acondicionada para ellos una vivienda independiente, dotada de comodidades, pero no de lujos, lo que habría podido hacer patentes los móviles ocultos de Onofre Bouvila, la razón verdadera de que hubiese decidido embarcarse a esas alturas en un proyecto descabellado. En esa vivienda, cuyo mobiliario y decoración había elegido él mismo con la máxima minuciosidad, no había puesto los pies desde que fue ocupada por Santiago y María Belltall: un propio convocaba el inventor a la biblioteca cuando ambos debían verse. La índole secreta del proyecto impedía que abandonasen la mansión los que trabajaban en él: gracias a esto sabía que ella estaba siempre allí, que por más que su relación fuera inexistente ella no pertenecía a nadie más; los dos compartían un terreno común, cohabitaban en un predio que era de su propiedad. Esto bastaba para hacerle sentir que ella también era suya, con esto era feliz por el momento. A escondidas, como ahora, espiaba todos sus movimientos. ¡Qué extraño!, pensaba agazapado detrás de la encina, admirando su forma graciosa de andar, su esbeltez y su garbo, cuando era joven tenía la vida entera por delante; entonces todo me parecía urgente. Ahora en cambio, cuando el tiempo se me va volando, no tengo prisa. He aprendido a esperar, pensó, ya sólo encuentro sentido a la espera. Y sin embargo es ahora cuando las cosas se precipitan. Miró el cielo y lo vio paradójicamente azul, sin nubes. Recordó que el día anterior había visitado las obras de la Exposición Universal.

Allí había coincidido casualmente con el marqués de Ut, a quien no había visto desde hacía mucho. El marqués era vocal de la Junta de la Exposición y el hombre de confianza de Primo de Rivera en Barcelona. Él era quien recibía instrucciones de Madrid y las llevaba a término a espaldas del alcalde. A cambio de esta lealtad hacía negocios poco limpios en la impunidad más absoluta.

Cuando el marqués vio aparecer a Onofre Bouvila en el recinto del certamen torció el gesto: la amistad que había existido en otros tiempos entre Onofre Bouvila y el marqués se había transformado en resentimiento por parte del primero y en desconfianza recíproca. Ambos sin embargo guardaban las formas externamente.

– ¡Chico, qué buen aspecto tienes! -exclamó el marqués abrazando al recién llegado-. He sabido que tuviste un arrechucho, pero me alegra verte repuesto por completo. ¡Y tan joven como siempre!

– Tú también tienes muy buena pinta -dijo Onofre Bouvila.

– No creas, no creas… -dijo el marqués.

Ambos caminaban ahora cogidos del brazo, sorteando los fosos y las pilas de cascotes y cruzando las hondonadas por tablones que se combaban bajo su peso. Durante el paseo el marqués iba señalando a su acompañante las características más sobresalientes de todo aquello: los palacios, los pabellones, los restaurantes y servicios, etc. Sin disimular su orgullo le mostró también las obras del estadio. Esta edificación, agregada al plan general del certamen con posterioridad, tenía una superficie de 46.225 metros cuadrados y estaba destinada a las exhibiciones deportivas, explicó el marqués. Desde que la ideología fascista se había difundido por Europa todos los gobiernos fomentaban la práctica del deporte y la asistencia masiva a las competiciones deportivas. Con esta moda las naciones trataban de imitar el imperio romano, cuyos usos tomaban por modelo anacrónico. Ahora eran las victorias deportivas lo que simbolizaba la grandeza de los pueblos. El deporte ya no era una actividad de las clases ociosas ni un privilegio de los ricos, sino la forma natural de esparcimiento de la población urbana; con esto los políticos y pensadores contaban con mejorar la raza. El atleta es el ídolo de nuestro tiempo, el espejo en que se mira la juventud, dijo el marqués. Onofre Bouvila se mostró de acuerdo con esta teoría: Estoy convencido de ello, dijo suavemente. Luego visitaron el Teatro Griego, el Pueblo Español y la trama complicadísima de tubos y cables, dínamos y toberas que habían de alimentar y mover el surtidor luminoso. Este surtidor había de ser la atracción principal, lo más vistoso y comentado de la Exposición, como la fuente mágica lo había sido de la Exposición anterior. Estaba situado sobre un repecho de la montaña, de modo que podía ser visto desde cualquier parte del recinto; constaba de un estanque de 50 metros de diámetro y 3.200 metros cúbicos de capacidad y varios surtidores propiamente dichos. Los surtidores eran en realidad c.jjj litros de agua accionados por cinco bombas de 1.175 caballos y alumbrados por 1.300 kilovatios de energía eléctrica: ello hacía posible que el conjunto cambiase continuamente de forma y de color. El surtidor y las fuentes alineadas a ambos lados del paseo central de la Exposición usaban cada dos horas tanta agua como la que se consumía en toda Barcelona en un día entero, dijo el marqués. ¿Cuándo y dónde se ha visto cosa tan grande?, preguntó. Onofre Bouvila también estuvo de acuerdo con el marqués de Ut sin la menor reserva. Tanta aquiescencia incondicional y tanto interés despertaron las sospechas de este último. ¿Qué habrá venido a hacer en realidad este zorro?, decía para sus adentros. ¿Y a qué se debe este entusiasmo repentino verdaderamente? Pero por más que pensaba no daba con la clave de aquel misterio. no podía saber que dos semanas antes una extraña delegación se había personado en una de las oficinas de la organización del certamen. Esta delegación estaba compuesta por un caballero y una dama que vestían con elegancia discreta, actuaban con circunspección y hablaban con acento extranjero. Al empleado que les atendió le dijeron que representaban a una empresa manufacturera de gran envergadura, un consorcio internacional cuyo nombre el empleado no había oído nunca, pero de cuya legitimidad no le permitían dudar los documentos que le fueron presentados sin esperar a que él los pidiera. Esto no le impidió advertir con extrañeza que por debajo del velo con que la dama había mantenido su rostro cubierto durante toda la entrevista asomaba una barba poblada. Naturalmente se abstuvo de comentar el hecho. Por su parte, el caballero, que apenas había despegado los labios, no había cesado en cambio de observar los movimientos y reacciones del empleado con expresión de fiereza. Éste había de recordar luego que el caballero era de una complexión robusta, que daba testimonio de su fuerza extraordinaria. Esta suma de detalles no provocó en el empleado recelo alguno: desde que había sido destinado a aquel cargo había tratado con muchos extranjeros y se había habituado ya a las fisonomías nunca vistas y a las conductas raras. Cumpliendo estrictamente sus funciones les preguntó en qué podía servirles; ellos respondieron que venían a solicitar los permisos necesarios para instalar un pabellón en el recinto de la Exposición Universal. En ese pabellón nuestra empresa se propone exhibir su maquinaria y sus manufacturas, dijo la dama. También habrá unos paneles de madera o puertas correderas en los que se mostrará al público el organigrama de la empresa, añadió. El empleado les indicó que las empresas extranjeras sólo podían participar en el certamen en los pabellones de sus países respectivos. Si concediésemos permiso a una empresa, dijo el empleado, habría que concedérselo también a todas las que lo solicitasen; la organización de una Exposición Universal reviste una complejidad extrema y no permite excepciones ni privilegios, terminó diciendo. Para que vieran que no hablaba por hablar señaló un libro que había sobre la mesa; era el catálogo de exhibidores y tenía 984 páginas. El caballero tomó el libro entre las manos y lo partió en dos mitades sin esfuerzo aparente. Estoy segura de que finalmente podremos allanar todas las dificultades, dijo la dama al mismo tiempo. Con una mano se mesaba la barba y con la otra abrió y cerró el bolso negro que llevaba. El empleado vio que el bolso iba repleto de billetes de banco y comprendió que haría bien callándose. Ahora el pabellón de aquella empresa desconocida levantaba su armazón a un costado del recinto, inicialmente asignado al pabellón de las Misiones, al que había habido que desplazar. Este nuevo pabellón, cuya forma iba pareciéndose a una carpa de circo a medida que avanzaban las obras, estaba situado en la plaza del Universo, precisamente junto a la avenida de Rius y Taulet. El lugar era excelente, porque permitía entrar y salir del pabellón por la parte trasera, desde un desmonte (que hoy es la calle Lérida)

y en el mayor de los secretos. Unos individuos de catadura torva rondaban a todas horas por las inmediaciones del pabellón; su función consistía en impedir que nadie se acercase al pabellón; con su aspecto amenazador alejaban a los curiosos y disuadían a los propios supervisores de la Exposición de cumplir su cometido. Estos datos sin embargo escapaban al marqués de Ut, que los ignoraba o los conocía pero no los relacionaba con Onofre Bouvila ni con su visita a la Exposición. Ahora él meditaba estas cosas escondido detrás de una encina. Sí, todo ha de salir como he dispuesto que salga, se decía; es imposible que un fallo eche a perder mis planes perfectos: es demasiado bella y yo demasiado listo y poderoso, todo ha de salir bien por fuerza. ¡Ay, y con qué gracia se mueve, qué arrogancia espontánea! De sobra se ve que ha nacido para ser una reina. Sí, sí, todo saldrá a pedir de boca, no puede ser de otro modo. Mientras decía esto miraba supersticiosamente al cielo: a pesar de su optimismo creía ver en aquella bóveda azul que no manchaba ni una nube un comentario sarcástico a la insensatez de sus expectativas.

En efecto, todo parecía destinado a tener un mal fin. En enero de 1929 el déficit ocasionado por la Exposición Universal de Barcelona ascendía a 140.000.000 de pesetas; el barón de Viver veía abrirse un abismo insondable ante sus pies. Esta situación exigía una solución desesperada, exclamó.

Había rociado de gasolina su despacho y se disponía a encender una cerilla cuando se abrieron las puertas de par en par e irrumpieron allí santa Eulalia, santa Inés, santa Margarita y santa Catalina. Esta vez las cuatro habían salido de un retablo románico que aún puede verse en el museo diocesano de Solsona; las cuatro habían muerto de modo violento y sabían de estas cosas: arrebataron al alcalde atribulado las cerillas y le obligaron a entrar en razón. Santa Inés iba acompañada de un cordero y santa Margarita de un dragón portátil. Le quitaron de la cabeza las ideas absurdas que había estado alimentando en su desazón: además del suicidio había contemplado la posibilidad de promover una revuelta popular sin parar mientes en que ambas cosas eran incompatibles. Primo de Rivera tiene los días contados, le dijeron. Este boato era el último estertor de la fiera, le hicieron ver. Le recordaron la fábula del sapo que se hinchó hasta reventar. Por lo demás, las revueltas populares tienen esto: que se sabe cómo empiezan, pero no cómo acaban, dijo santa Margarita, cuya fiesta se celebra el 20 de julio. Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo, dijo santa Inés, cuya fiesta se celebra el 21 de enero. El alcalde les prometió esperar y no cometer más desatinos. Esta actitud era la más indicada en ese momento: ya nadie creía en el estado corporativo que había querido implantar el dictador, ni quería la dictadura, que amenazaba con engendrar el caos, con desembocar en una revolución. Las obras públicas habían acabado provocando una inflación insostenible y la peseta se devaluaba sin cesar. Sólo la inexistencia de un general con ambición impedía que se produjera un pronunciamiento. Además de esto, el 6 de febrero, cuando faltaban tres meses para que la Exposición Universal abriera sus puertas, la reina María Cristina murió de una angina de pecho. Era ella la que había inaugurado, siendo Regente, la Exposición del 88, que ahora todos recordaban con nostalgia; su muerte fue considerada un mal presagio. También se decía en Madrid que la reina había aconsejado a su hijo en el lecho de muerte que se desembarazara pronto de Primo de Rivera. Esto no podía menos que impresionar al monarca. En este ambiente enrarecido llegó la fecha de la inauguración.

3

– Debería usted irse a dormir, padre. Mañana nos espera un día agitadísimo: necesitará usted todas sus energías -dijo María Belltall.

El inventor se levantó de la butaca. Allí había estado fumando en pipa después de cenar. En lugar de dirigirse al dormitorio, como su hija le sugería que hiciera, se encaminaba a la puerta. Padre, ¿a dónde va?, le preguntó. Sin responder Santiago Belltall salió del pabellón de caza. Aunque era lógico que se mostrase abstraído esa noche precisamente decidió acompañarle: a lo largo de muchos años había adquirido la costumbre de no perderlo de vista. Antes de salir fue a buscar un chal con que protegerse del relente. En el jardín el viento racheado traía aires de lluvia. Eso no, pensó, cualquier cosa menos lluvia. Lo vio caminar maquinalmente hacia la carpa; todas las noches había hecho ese mismo camino, nunca se había ido a dormir sin haber visitado la carpa antes.

Luego había que insistirle para que regresara al pabellón de caza, reprenderle para que no se pasara allí la noche en blanco. En esta ocasión, sin embargo, la visita era puramente simbólica, porque las máquinas y el combustible habían sido trasladados ya al pabellón de Montjuich y el aparato reconstruido allí en su totalidad. El hombre que por inercia o por exceso de precaución seguía montando guardia en la boca de la carpa le saludó afablemente al verlo aparecer: Buenas noches, profesor Santiago. El inventor le devolvió el saludo sin percatarse de lo que hacía. El guardia añadió: Mañana es el gran día, ¿eh, profesor? Al oír esto el inventor sacudió la cabeza, ¿cómo dice?, preguntó. El guardia apoyó la culata del mosquetón en el césped y sonrió: El gran día, repitió con entusiasmo. Quiera Dios que todo salga bien, agregó a media voz. El inventor asintió con la cabeza. Qué curioso, pensó mientras entraba en la carpa, todos están excitados en vísperas del acontecimiento, todos se sienten partícipes, incluso ese matón, cuya participación no podría haber sido menos científica, más ajena al sentido mismo de nuestra empresa; con todo, ahora se diría que su felicidad depende del éxito de la empresa. Por su parte el guardia pensaba: Tiene un carácter difícil, pero no hay duda de que es un sabio auténtico; es natural que esta noche esté abrumado por las preocupaciones; y su hija, ¡qué buena está! Dentro de la carpa sólo quedaban residuos, herramientas desperdigadas aquí y allá, restos del maderamen utilizado en el embalaje, cajas vacías y el sobrante de las noventa y dos toneladas de virutas con que habían sido protegidas de los golpes las piezas delicadísimas. El aspecto de desolación que inspiraba aquel desorden, aquel espacio enorme vacío no podía ser más deprimente. Y yo, en cambio, que he logrado realizar el sueño de mi vida, no siento más que nostalgia y desazón, pensó Santiago Belltall. El vacío que le rodeaba en la carpa le parecía el trasunto exacto de su estado de ánimo. En cambio los años interminables de lucha se le antojaban ahora años felices: entonces vivía de ilusiones, pensó un instante. Luego comprendió que esta idea no podía ser más falsa. A esas ilusiones he sacrificado mi vida entera, se dijo. Y se preguntaba si en realidad ese sacrificio había valido la pena.

La voz del guardia interrumpió esta reflexión. Buenas noches, señorita, le oyó decir. Es María, que viene a buscarme, pensó.

Ella ha sido la víctima principal de mi locura, siempre he antepuesto mis delirios de grandeza a su bienestar; en vez de darle lo que ella tenía derecho a esperar de mí ha sido ella quien ha tenido que prodigarme sus cuidados. Por mi culpa su vida ha sido una renuncia continua y una humillación sin fin.

De soslayo percibió la sombra de su hija a la luz mortecina de las lámparas de petróleo que alumbraban el interior de la carpa. Incluso ahora, en este mismo momento está aquí por mí, ha venido a buscarme porque cree que debo descansar, pensó.

Quizá ésta sea la ocasión adecuada para decirle estas cosas; con eso no arreglaremos nada, ni repararé el mal que le he hecho ni recuperaremos el tiempo perdido, pero tal vez le sirva de consuelo el saber que su miseria no me ha pasado desapercibida.

– Padre, debería usted irse a dormir. Es tarde y aquí ya no podemos hacer nada -dijo María Belltall-. Vea, todo está en Montjuich. Hasta los ingenieros se han ido. Todos están de vuelta en sus casas.

Lo que ella decía era cierto: a medida que concluía su trabajo los obreros y los técnicos iban siendo licenciados; a los expertos en aerodinámica moderna Onofre Bouvila los enviaba de nuevo a sus lugares de origen con la promesa de una gratificación cuantiosa si guardaban el secreto de lo que habían hecho allí y de lo que habían visto hacer a otros.

Ahora sólo quedaban adscritos al proyecto Santiago Belltall y un ingeniero militar prusiano, un experto en balística con quien Onofre Bouvila había tenido trato frecuente durante la Gran Guerra y cuya presencia resultaba imprescindible para poder llevar a cabo el proyecto.

– Hija, hay una cosa que querría decirte -dijo Santiago Belltall.

– Ahora es tarde, padre. Ya me la dirá usted mañana dijo ella.

– No, mañana será verdaderamente tarde -dijo el inventor.

Este diálogo fue interrumpido por la entrada de un hombre en la carpa. Este hombre era el mayordomo de la mansión: por orden de Onofre Bouvila había ido al pabellón de caza y lo había encontrado vacío. Entonces se le había ocurrido asomarse a la carpa.

– El señor aguarda en la biblioteca -dijo.

Santiago Belltall suspiró. No debo hacer esperar a nuestro benefactor, le dijo a su hija.

– En un instante me reuniré con usted dijo al mayordomo.

El mayordomo movió la cabeza. Perdone, pero no es a usted, sino a la señorita a quien aguarda el señor, dijo secamente.

El inventor y su hija se miraron sorprendidos. Ve, hija, dijo por fin Santiago Belltall, yo me iré ahora mismo a dormir, pierde cuidado. Quizá debería pasar un momento por el pabellón de caza y cambiarme de ropa, pensó María Belltall.


No dijo nada ni levantó siquiera la mirada de la mesa cuando el mayordomo le anunció la presencia de María Belltall.

Hazla pasar, cierra luego la puerta y retírate, dijo a media voz, no te necesitaré más esta noche. A solas con él y sin saber qué cosa se esperaba de ella se acercó a la mesa. Cuando Onofre Bouvila la tuvo cerca dijo: Mira, ¿sabes qué es esto?

Nunca la había tuteado antes y este detalle no escapó a su percepción. El viento golpeaba los cristales. ¿Lloverá mañana?, pensó. Él dijo: Es el "Regent", el diamante más perfecto que existe. Es mío; con él podría comprar países enteros. Sin embargo cabe en la palma de la mano, fíjate. Puso el diamante en la mano de María Belltall y le obligó a cerrar los dedos. Por un instante ella vio el resplandor que lanzaban las facetas del diamante; era como si el diamante llevara en su interior un filamento incandescente. Todo tiene un precio, dijo él. Ella abrió la mano; él cogió el diamante, lo envolvió en un pañuelo blanco y guardó el envoltorio en el bolsillo del batín que llevaba. El temblor ligero que podía percibirse en sus labios cesó repentinamente. Quisiera saber la naturaleza de tus sentimientos, dijo sin transición. Si sólo te inspiro gratitud o temor no digas nada, agregó. María Belltall cerró los ojos. Hace veinte años que vivo sólo para este momento, dijo con un hilo de voz. Él se puso de pie bruscamente. No tengas miedo, dijo, todo saldrá bien.


Santiago Belltall se despertó bañado en sudor. Había soñado que perdía a su hija para siempre, que nunca más la volvería a ver. Esto es absurdo, pensó mientras encendía la luz de la mesilla de noche, por fuerza tiene que haber otra razón que justifique mi desasosiego. Consultó el reloj y vio que eran las cuatro de la mañana. El viento había cesado y el cielo estaba despejado; aún era noche cerrada, pero en el horizonte empezaba a perfilarse una línea gris que hacía palidecer gradualmente a las estrellas. Hará buen día, gracias a Dios, pensó, pero esta perspectiva no bastó para disipar enteramente su malestar. Hay algo que no anda bien, repitió para sus adentros. Se levantó y salió en pijama y descalzo de la habitación. El pabellón de caza estaba en silencio. Vio entornada la puerta del dormitorio de su hija y se asomó con sigilo. Cuando los ojos se hubieron hecho a la oscuridad reparó en que la cama estaba sin deshacer y María ausente.

¿Cómo es posible?, se dijo, ¿no ha vuelto aún de la entrevista con Bouvila? ¿De qué estarán hablando? Se acercó a la ventana y miró en dirección a la casa; allí no vio brillar ninguna luz. ¿Qué estará ocurriendo en esa casa ahora mismo?, pensó.

Sin perder unos segundos en calzarse o abrigarse salió del pabellón de caza. En el jardín le cerraron el paso tres hombres: uno de estos hombres era el guardia que unas horas antes le había saludado en la boca de la carpa; otro era el forzudo de circo que había venido con la carpa propiamente dicha; el tercero, a quien no recordaba haber visto antes, era un anciano de piel rojiza y ojos azules a quien acompañaba un perro pequeño y torpe de movimientos. Este anciano era el que parecía llevar la voz cantante.

– Tenga la bondad de seguirnos, señor Belltall -le dijo- y por favor no levante la voz: es preciso que procedamos de modo discreto y con celeridad.

– ¿Eh? -exclamó el inventor-, ¿quién diablos es usted, que se atreve a darme órdenes? Y este asalto, ¿qué significa?

– No se sulfure, señor Belltall -replicó el hombre del perrito-; sólo hacemos lo que nos ha dicho el señor Bouvila.

Su hija no ha sufrido daño alguno.

– ¡Mi hija! -masculló el inventor apretando los dientes y mostrando amenazadoramente los puños al anciano del perrito-, ¿qué dice usted?, ¿por qué habría de sufrir mi hija ningún daño, vejestorio mal parido? -al decir esto trataba de agredir al anciano, pero el hércules, anticipándose a los hechos, se había colocado a espaldas del inventor y lo sujetaba firmemente por los brazos. Ahora éste gritaba a pleno pulmón-:

¡A mí, policía!, ¡socorro, que me secuestran!

– Aquí no puede oírle nadie -dijo el anciano del perrito-, pero en la casa deberá callar si no quiere despertar a todo el mundo. No nos obligue a recurrir al cloroformo.

Esta advertencia le devolvió la cordura; optó por guardar silencio. ¿Será posible que todo haya sido una ilusión?, se iba preguntando, ¿que mi hija y yo hayamos sido meros peones en un juego cuyas reglas ignoramos de todo punto? Las respuestas más terribles se agolpaban en su cabeza, pero su ánimo las rechazaba con la desesperación de quien rechaza la realidad brutal al despertar de un sueño maravilloso. No, no, ¿qué razón habría para que todo sea una mentira despiadada?, se decía. Entretanto el cielo se había vuelto iridiscente; sobre la ciudad aparecían franjas carmesí, con un fulgor de incendio. ¿Qué es esto?, se preguntó, ¿Barcelona arde por los cuatro costados? Al mismo tiempo este amanecer llamativo y grandioso era contemplado también por María Belltall. Se diría que el horizonte está en llamas, susurró. El infierno ha venido a visitarnos. Estaba de pie junto al ventanal de la biblioteca; se había envuelto en la cortina de terciopelo granate. Al volver la vista hacia el interior vio de nuevo la ropa esparcida por la alfombra; con un escalofrío fijó otra vez la mirada en aquel cielo ominoso. ¿Qué será de mí ahora?, pensó. Un grito vino a sacarla de esta reflexión de improviso.

¿Qué ha sido esto?, preguntó. Onofre Bouvila había acabado de vestirse y encendía un cigarro con calma deliberada. Antes de responder sopló la cerilla, la depositó nuevamente en el cenicero y dio varias chupadas al cigarro. No sé, dijo, un criado, un carretero que fustiga las mulas, ¿qué más da? El grito se oyó otra vez y María Belltall volvió a estremecerse.

– Es mi padre -dijo sin alzar la voz.

– Bah, ¿qué dices? -replicó él-. Figuraciones tuyas; estás nerviosa.

Ella no atendía a sus palabras.

– Por favor, alcánzame la ropa: he de ir a ver qué pasa -suplicó.

Él no se movía de su sitio. A través del humo que despedía el cigarro la miraba con los ojos entornados; se enternecía a la vista de los hombros y el cuello que la cortina dejaba al descubierto, de su fragilidad aparente, la cabellera revuelta y el jadeo que agitaba los pliegues del terciopelo.

– Nunca te dejaré ir -dijo al fin. No permitiré que me abandones, pensó. Te quiero, María, desde el primer momento te he querido locamente. Hace veinte años que sufro sin saberlo por tu amor.

– ¿Y mi padre? -oyó que preguntaba-, ¿qué harás con él?

– Nada malo -dijo.

– ¿Dónde está ahora?, ¿qué le están haciendo tus secuaces?

– insistió María Belltall.

– Lo llevan a lugar seguro, pierde cuidado. ¿Me crees capaz de hacer algo que pueda contrariarte? -dijo él con el rostro distendido por una sonrisa tranquila. En aquel instante sonaron unos golpes en la puerta-. Cúbrete bien -le dijo-, no quiero que te vean – y levantando la voz ordenó-: Adelante -la puerta se entreabrió y por esa abertura asomó la cabeza el anciano del perrito-. ¿Todo en orden? -le preguntó. El anciano del perrito asintió sin proferir ningún sonido-. Está bien -dijo Onofre Bouvila-, ahora mismo vamos.

Cuando el anciano hubo desaparecido y la puerta estuvo cerrada se dirigió a grandes zancadas a la mesa. Ya puedes salir, le dijo; vamos, vístete, no tenemos tiempo que perder.

Luego, advirtiendo que ella daba muestras de vacilación, añadió con reticencia: Oh, está bien, está bien, no miraré. ¿A qué vendrán a estas alturas estos escrúpulos? Mientras ella iba recogiendo del suelo la ropa dispersa le volvió la espalda; no por eso dejaba de observar sus movimientos de soslayo: temía que aprovechando una distracción tratase de huir o de agredirle con algún objeto, pero ella no hizo nada de eso. Mientras tanto había sacado de un cajón de

la mesa una carta manuscrita que firmó, plegó y metió en un sobre. A continuación garrapateó algo en el sobre, lo cerró lamiendo los bordes engomados, lo dejó en la mesa, donde su presencia resultara conspicua, y se volvió hacia ella, que estaba acabando de sujetar las presillas de las ligas que le ceñían los muslos. ¿Lista?, dijo. Ella movió la cabeza afirmativamente. Pues, ¡en marcha!, exclamó Onofre Bouvila.

Cogidos de la mano salieron al pasillo. Al iniciar el descenso por la escalera que conducía a los pisos inferiores él se llevó el dedo a los labios y dijo quedamente: ¡Chitón!, no conviene que mi mujer se despierte. De puntillas llegaron a la puerta principal de la casa. Allí el mayordomo les aguardaba con una chaqueta colgada al brazo. Onofre Bouvila se despojó del batín y se puso la chaqueta que le tendía el mayordomo. Luego metió la mano en el bolsillo del batín y sacó el pañuelo que envolvía el diamante, colocó este envoltorio en el bolsillo de la chaqueta y palmeó el hombro del mayordomo.

Ya sabes lo que tienes que hacer, le dijo. El mayordomo dijo que sí. Tenga cuidado, señor, agregó luego con su voz neutra, que no dejaba traslucir ninguna emoción. Sin responder Onofre Bouvila volvió a tomar de la mano a María Belltall. Ambos salieron al jardín; la hierba estaba húmeda de rocío. Al otro lado del puente, contra el telón rojo del amanecer se veía un automóvil. A él subieron Onofre Bouvila y María Belltall. Ya sabes a dónde has de ir, le dijo él al chófer. Perforando la niebla con los faros el automóvil se puso en marcha.


Por más que las autoridades locales le prodigaban halagos, que los prohombres de la ciudad extremaban las chocarrerías, aunque estaba decretado que la ocasión fuera festiva Su Majestad don Alfonso XIII se resistía a deponer su aire taciturno. Instalado en el palacio de Pedralbes recordaba vivamente aquel suceso terrible ocurrido veintitrés años antes. Él era entonces muy joven y acababa de contraer matrimonio con la princesa Victoria Eugenia de Battenberg. A pesar de la llovizna la muchedumbre se agolpaba en las calles de Madrid para ver pasar el cortejo; la augusta pareja había salido de la iglesia de San Jerónimo, donde había tenido lugar la ceremonia nupcial, ahora se dirigía en la carroza real al palacio de Oriente. Al pasar por la calle Mayor una bomba fue arrojada desde un piso, cayó delante de la carroza: allí mismo hizo explosión. Pese al susto morrocotudo no resultaron heridos; sabiéndose ileso se volvió hacia su esposa. ¿Estás bien?, le dijo. El vestido de novia había quedado teñido de rojo, salpicado por la sangre de los espectadores y de los soldados de la escolta. La princesa Victoria Eugenia movió la cabeza con serenidad. Yes, dijo simplemente. Entre veinte y treinta personas habían muerto de resultas del atentado. Al llegar a palacio los monarcas corrieron a cambiarse de ropa.

Entre los pliegues de la capa Alfonso XIII encontró un dedo; con gesto rápido se lo metió en el bolsillo del pantalón para que ella no lo viera. Luego, durante la recepción, se lo pasó disimuladamente al conde de Romanones. Toma, le dijo, tira esto al retrete. Majestad, exclamó el conde, son los restos mortales de un cristiano. Pues que los entierren en la Almudena, pero que yo no los vuelva a ver, replicó el rey.

Mientras la nobleza y el cuerpo diplomático bailaban varios miles de policías buscaban al magnicida por los rincones de Madrid. Al cabo de unos días localizaron su cadáver en Torrejón de Ardoz. Había sido detenido por el vigilante de una finca; viéndose perdido el fugitivo había matado al vigilante primero y se había suicidado luego. Esta versión adolecía de algunas incongruencias, pero todo el mundo quería olvidar el suceso y fue aceptada sin discusión. El magnicida fue identificado pronto: se llamaba Mateo Morral, era hijo de un fabricante de Sabadell y había sido profesor o encargado en la Escuela Moderna de Ferrer Guardia. Desde entonces Alfonso XIII consideraba a los catalanes gente hostil, de conducta arrebatada e imprevisible. Ahora en el palacio de Pedralbes había colocado a la cabecera del lecho regio sus escopetas de caza. Por si las moscas, le dijo a su esposa. Con estas escopetas no tenía rival. Cuando iba de caza, cosa que hacía con mucha frecuencia, siempre llevaba tres escopetas cargadas.

Con estas escopetas podía matar al vuelo dos perdices al frente, dos sobre su cabeza y dos más a su espalda. Sólo Jorge V podía competir con él en este campo. A pesar de todo esa noche había dormido mal. Antes de que vinieran a despertarlo ya se había levantado y contemplaba el amanecer desde la ventana: el cielo parecía una hoguera. Un espectáculo magnífico, pensó el Rey, pero ¿un buen presagio? ¡Sabe Dios!

En otro lugar de la misma ciudad el general Primo de Rivera también escrutaba el cielo en busca de señales. No hay duda, se decía, es una aurora boreal: se avecinan calamidades. Y yo aquí, como un fantoche, pensó. Tampoco había dormido bien y tenía las ideas poco claras. Llamó a su asistente y le ordenó que fuera por café. Cuando el asistente regresó encontró al dictador forcejeando con las botas de caña alta. Permítame, mí general, dijo el asistente arrodillándose. Primo de Rivera se sirvió una taza de café y se la acercó a los labios. Una tarde, dijo, hace ya tiempo, en Tánger, entro yo en una taberna… por nada, ya sabes, para echar un trago, y al entrar, ¿a quién dirías tú que me encuentro?; a ver, ¿a quién dirías? El asistente se encogió de hombros. Ni idea, mi general. Hombre, di alguien, dijo el dictador. El asistente se rascó la cabeza. Por más que pienso no caigo, mi general, dijo al fin. Tú di alguien, el primero que se te ocurra, insistió el dictador. Por más que digas no acertarás, añadió con una sonrisa. Bebió un sorbo de café y suspiró ruidosamente. ¡No hay como un café bien cargado para empezar el día!, exclamó. A lo lejos sonó una corneta desafinada, luego un redoble de tambores, por último una banda militar que ensayaba una marcha. Ay, rezongó el dictador, siempre tocan lo mismo y siempre mal. ¿Dónde están mis medallas? El asistente le presentó una caja de madera oscura; esta caja, que llevaba labrada en la tapa una corona, había pertenecido a su tío, el primer marqués de Estella. Primo de Rivera abrió la caja y examinó las medallas con una mezcla de orgullo y nostalgia.

Bien, ¿no dices a quién me encontré en esa taberna de Tánger?, preguntó al asistente. El asistente se cuadró antes de hablar.

A Búfalo Bill, mi general, dijo. Primo de Rivera se lo quedó mirando de hito en hito. ¡Coño!, ¿cómo lo has adivinado?

Perdone, mi general, se disculpó el asistente enrojeciendo, ha sido pura chiripa, se lo juro por mi madre. No tienes por qué disculparte, hijo, le tranquilizó el dictador, no has hecho nada malo.

También el barón de Viver se disponía a esas horas a cumplir con sus obligaciones, aunque por dentro hervía de cólera: el día anterior había recibido en su despacho del Ayuntamiento al jefe de Protocolo de la Casa Real, el cual le había mostrado unos planos incomprensibles y le había dado instrucciones tajantes con el mayor desparpajo. ¡Qué desfachatez!, bramaba ahora a solas en su casa el alcalde.

Decirme a mí lo que he de hacer y dónde, cuándo y cómo.

¿Habráse visto? Pues, ¿dónde se creen ésos que están? ¡Ésta es mi ciudad, señoritos! Y al decir esto alzaba la voz, gesticulaba levantando y agitando las manos por encima de la chistera y andaba en círculos por el vestidor. Y esta organización, ¿a quién se le ha ocurrido?, preguntaba al aire:

Primero Su Majestad, luego la familia real, luego Primo de Rivera y sus ministros, detrás el comisario regio de la Exposición, el señor obispo, los señores embajadores y legados… y a mí, ¿dónde córcholis me toca ir?, ¿en el furgón de cola? Se precipitaba hacia la puerta, ponía la mano en el pomo, como si se dispusiera a salir de allí, se inmovilizaba en esta postura, soltaba el pomo y volvía a recorrer la pieza en dirección opuesta. No, se decía súbitamente serenado, una cosa tan manifiesta no puede ser casual ni achacarse a ignorancia o a incompetencia. Esto es por fuerza un insulto premeditado a mi persona y a mi cargo; y a través de mi cargo, a Barcelona entera. Con esta reflexión se acaloraba de nuevo y su soliloquio adquiría ribetes de desvarío. Me vengaré, por Dios Todopoderoso que me vengaré, decía a media voz, con los dientes apretados; en pleno acto inaugural me bajaré los pantalones, me mearé en sus botas, ¡y que me haga fusilar allí mismo si se atreve! Estos arrebatos le duraban poco; en seguida caía en un estado de postración y lo veía todo oscuro y confuso. ¿Serán realmente las cosas como yo las veo?, pensaba entonces, ¿o será todo fruto de mi megalomanía? ¿Con qué derecho puedo afirmar que en mi persona está representada la ciudad?, ¿no soy yo más bien el último de sus servidores, el más humilde de los funcionarios? Ni oposición he hecho; fue el propio Primo de Rivera quien me nombró. Y ahora, con esta actitud, ¿no estaré atentando contra el bien común? Ay, no sé qué pensar; todo me da vueltas; al final el sol se ha abierto paso entre las nubes, el amanecer grandioso ha concluido:

ahora los arreboles se disuelven en la atmósfera y en su lugar resplandece el azul limpio y sereno de una mañana de primavera; ¿qué es la vida?, se preguntaba con un suspiro amargo.

Su Majestad don Alfonso XIII se iba poniendo los guantes por, los salones y corredores del palacio de Pedralbes, hacia cuya salida le conducía un chambelán. ¡Qué barbaridad!, pensaba, un palacio tan grande para que durmamos un par de noches. Las zancadas que daba obligaban al séquito a adoptar un trote corto; sólo la reina, que era inglesa, podía sostener su paso sin esfuerzo aparente, incluso ir hablando con él mientras andaban. ¿Te das cuenta?, le decía sin aminorar la marcha, ésta es la segunda Exposición Universal que inauguro en Barcelona. En la anterior era un mocoso de apenas dos añitos; por supuesto no recuerdo nada de nada, pero mi madre me solía contar estas cosas. Los recuerdos de su infancia eran siempre recuerdos oficiales: su padre, don Alfonso XII, había muerto antes incluso de que él naciera. Ya nací siendo Rey de España, solía decir. En el momento del parto las comadronas y las enfermeras que asistían a su madre habían hecho la venia antes de azotarle las nalgas para provocarle el primer llanto.

Esto había hecho que estuviera muy unido a su madre desde el principio. Ahora ella acababa de morir. A los cuarenta y cuatro años todas las cosas pasan ya por segunda vez como mínimo, dijo subiendo a la berlina blindada que había de conducirle a Montjuich.

Pues tú podrás cantar misa, opinaba Primo de Rivera, pero yo te aseguro que el que tú viste era un farsante y el espectáculo, un engañabobos. Si usted lo dice, así será, mi general, dijo el asistente, pero el cartel bien claro que lo decía. Aún me parece estarlo viendo: Búfalo Bill, el único y verdadero. ¡Pamplinas!, replicó el dictador. Búfalo Bill se murió el diecisiete, esto te lo aseguro yo. Vamos a ver, agregó con sorna, en ese espectáculo que viste, ¿había indios?

El automóvil en que se desplazaban cruzaba Barcelona a toda velocidad. Se había hecho tarde y tenían que apresurarse para llegar al recinto de la Exposición antes de que lo hicieran los reyes. Si éstos hubieran tenido que esperar al dictador se habría podido alterar el equilibrio delicadísimo en que se encontraban las piezas del rompecabezas político de la nación, las consecuencias de ese incidente banal habrían podido ser inconmensurables. El rostro del asistente se iluminó.

– ¿Indios? ¡Ya lo creo, mi general! ¡Y cómo chillaban, los hijos de puta!

– Vaya, ¿y "cowboys"?

– También, mi general.

– ¿Estás seguro?, ¿"cowboys" que echaban el lazo?

– Como Dios, mi general.

A lo largo del recorrido había una fila ininterrumpida pero no muy densa de curiosos. Algunos viandantes se sumaban a la fila en el último momento, atraídos por las sirenas de los motociclistas que abrían paso al cortejo del dictador. Sin embargo nadie aplaudía ni agitaba pañuelos y muchos, que habían creído erróneamente que quien había de pasar por allí era el rey, sólo se abstenían de manifestar su decepción por la presencia ubicua de la policía.

– ¿Y una diligencia?

En el rostro del asistente se pintó el estupor.

– ¿Una diligencia?, ¿qué diligencia, mi general?

– Ajá, ya te decía yo… -exclamó el dictador. Un frenazo estuvo a punto de dar con él en la alfombrilla del automóvil-.

Hola, ¿qué ocurre? -miró por la ventanilla y la vio cubierta de rostros sonrientes-. Va, ya hemos llegado. Gracias a Dios Su Majestad aún está en camino. Venga, bájate ya, ¿a qué esperas? -increpó a su asistente.

Al apearse del automóvil fue recibido con reverencias y aplausos. Sonaban cornetas y tambores. Perdido entra la masa de personalidades que se arremolinaban a su alrededor, empinándose y estirando el cuello, el barón de Viver clavaba los ojos enrojecidos por la vigilia y la ira en su enemigo mortal. Tiene mal aspecto, observó, yo juraría que está enfermo. Esta idea hizo que se disolviera al instante toda su animadversión hacia el dictador. En aquel mismo momento retumbó un cañonazo. A este cañonazo siguió otro y otro y otro, hasta completar las salvas de rigor. De este modo las baterías del castillo saludaban la presencia del rey en Montjuich. El barón de Viver se vio arrastrado por la masa hacia el Palacio Nacional, en cuyo salón de fiestas había de celebrarse la ceremonia inaugural. Una muchedumbre incontable llenaba el recinto. Desde el palacio se podía ver aquel mar de cabezas que lo inundaba todo. Acabado el acto los reyes se asomaron al balcón y la muchedumbre los vitoreó un buen rato.

Algunos, creyéndose amparados por el anonimato que les confería el número, abucheaban a Primo de Rivera. El marqués de Ut, previendo por estos síntomas la caída inminente de su protector, había conseguido colocarse junto al rey, cuyo favor pretendía granjearse de nuevo. Con un gesto teatral barrió el panorama magnífico que se ofrecía a los ojos de los ocupantes del balcón.

– Mirad, Majestad, lo que puede ofreceros Cataluña: sus hombres, su ingenio y su trabajo -dijo con voz engolada.

– Y sus bombas -respondió el rey, que acababa de recordar a Mateo Morral. El marqués quiso responder a esto, pero no acertó a encontrar palabras. Por lo demás, un fenómeno inesperado acaparaba en aquel momento la atención del monarca y de todos los presentes. A la derecha del balcón, al fondo de la plaza del Universo, junto a la avenida de Rius y Taulet, había un pabellón de forma circular que recordaba extrañamente la carpa de un circo. A diferencia de los demás pabellones sobre éste no ondeaba bandera insignia alguna. Este detalle y las peculiaridades que habían rodeado su instalación habían pasado desapercibidos hasta entonces. Ahora procedía de allí un ronroneo persistente, un ruido como de motor de avión que iba en aumento. Pronto este ruido se convirtió en un fragor, acalló los murmullos de la muchedumbre. Los responsables del certamen no sabían a qué atenerse: eran tantos que ninguno sabía cuáles eran sus funciones y mucho menos cuál era el ámbito de su responsabilidad. Entre sí se interrogaban nerviosamente con la mirada y los más procuraban escurrir el bulto. Por fin, en vista de que el estruendo no cesaba y de que nadie tomaba ninguna disposición al respecto, el propio Primo de Rivera empezó a impartir órdenes perentorias a los militares que le rodeaban; éstos, a su vez, las transmitían a los oficiales de sus respectivas unidades. Al cabo de un rato salieron hacia el pabellón las fuerzas siguientes: un destacamento de la Guardia Urbana al mando del teniente don Alvaro Planas Gasulla, un pelotón del regimiento de infantería de Badajoz al mando del capitán don Agustín Merino del Cordoncillo, una compañía de la Guardia Civil al mando del capitán don Angel del Olmo Méndez, un escuadrón de caballería de las fuerzas de seguridad al mando del capitán don Antonio Juliá Cubells, una compañía de servicios locales de seguridad al mando del teniente don José María Perales Faura, un escuadrón del regimiento de caballería de Montesa al mando del comandante don Manuel Jiménez Santamaría, un destacamento de mozos de escuadra al mando del sargento don Tomás Piñol i Mallofré y un número indeterminado de policías de paisano. En total eran más de dos mil hombres los que ahora trataban de abrirse paso a través de la muchedumbre, entre la cual empezaba a cundir el pánico; muchos recordaban los atentados sangrientos de los años precedentes, las bombas de la procesión del Corpus, creían encontrarse en circunstancias similares y trataban de ponerse a salvo por todos los medios.

En algunos puntos se producían avalanchas, más peligrosas que las propias bombas. Por alguna razón inexplicable sonó un disparo al que siguió el griterío infernal que suele preceder los desastres célebres. En los balcones del Palacio Nacional, donde se agolpaban las autoridades, todos los ojos permanecían prendidos de aquel pabellón, cuyas paredes habían empezado a vibrar como si todo el edificio fuese en realidad un artefacto explosivo de gran tamaño. Las tropas que avanzaban hacia allí veían la marcha imposibilitada por la muchedumbre que se movía en dirección opuesta a la que llevaban los policías, los guardias y los soldados tratando de alejarse frenéticamente del pabellón. ¡Qué escándalo!, exclamaban al unísono los responsables del certamen, ¡y qué descrédito para la ciudad!

En su fuero interno imaginaban ya lo que dirían los periódicos del mundo entero a la mañana siguiente, o incluso ese mismo día, en una edición extra: "Barcelona se vistió de luto", leían con los ojos de la fantasía. Y más abajo: "La tragedia fue debida a un fallo en las medidas de seguridad: este fallo es atribuible a don…", y ahí leía cada cual su nombre en letras de molde. Pero los acontecimientos se precipitaban y no les permitían entretenerse en estas consideraciones: ahora el techo del pabellón, accionado por un mecanismo hidráulico, se abría como si estuviera formado por dos puertas correderas cuyos bordes encajaban en sendas muescas practicadas en las paredes laterales del pabellón. De aquella abertura salía un vendaval caliente que formaba una columna visible en el aire por la reverberación; esta columna ascendía hasta donde alcanzaba la vista. Por fin las dos mitades del techo quedaron subsumidas completamente en las paredes y el pabellón quedó así transformado en un cilindro abierto por uno de sus extremos, lo que le daba aspecto de bombarda. Ya nadie dudaba de que de allí saldría en cualquier momento una máquina nunca vista. Esta máquina empezó a salir efectivamente al cabo de unos segundos; pronto estuvo enteramente fuera del pabellón, sustentándose por sí sola en el espacio, como si fuera un planeta. Ahora podía ser vista desde todos los puntos del recinto y aun más allá. La muchedumbre, que había enmudecido después del pánico, prorrumpió luego en exclamaciones de asombro y maravilla. No era para menos: la máquina tenía forma ovalada; su longitud debía de ser de unos diez metros y su anchura máxima, de cuatro. Estas dimensiones fueron calculadas allí mismo, a ojo, y aún hoy son objeto de controversia: en realidad nunca pudieron ser verificadas, porque ni la máquina ni los planos sobre los que había sido construida volvieron a ser vistos por nadie. La mitad trasera de la máquina era de metal liso, brillante; la delantera, de vidrio, protegida por unas nervaduras de acero o madera flexible. Ambas mitades venían unidas aparentemente por un fleje de medio metro de anchura, como los usados en la fabricación de barriles. En este fleje había varios centenares de bombillas encendidas que envolvían la máquina de un halo de luz. Era evidente que la mitad posterior de aquélla contenía el motor que la impulsaba y sostenía y que la otra mitad estaba destinada a los pasajeros, cuyas siluetas podían distinguirse confusamente entre la nube de polvo que acompañaba a la máquina en su ascensión. La muchedumbre estaba encandilada a la vista de este ingenio portentoso y hasta Su Majestad el rey, abandonando la actitud de desdén y somnolencia que había adoptado ese día, emitió un silbido de admiración y murmuró por lo bajo: ¡Pardiez! Todos se preguntaban qué sería aquello y algunos no reprimían su inventiva a la hora de buscar respuesta a esta pregunta. No hay duda, se decían; son los marcianos, que han elegido precisamente Barcelona para mostrar al mundo los adelantos de su técnica sin par. Esta elección de fijo haría rechinar los dientes de París, Berlín, Nueva York y otras ciudades presuntuosas, pensaban con alegría maliciosa.

En esos años la existencia de seres de otros planetas no era puesta en entredicho por nadie. Al respecto circulaban las fabulaciones más inusitadas, a las que los científicos no parecían interesados en poner coto. Estos seres o extraterrestres, como había de denominárseles luego, cuya versión gráfica parecía haber sido confiada en exclusiva a los ilustradores de historietas, eran representados invariablemente con cuerpo de hombre y cara de pez. Las más de las veces iban desnudos, lo que no atentaba contra el pudor, pues no se distinguían en ellos órganos reproductivos y su epidermis, para postre, era escamosa; si vestían algo, era jubón y calzas. El detalle de la nariz en forma de trompetilla no fue incorporado a la iconografía al uso hasta la década de los cuarenta, cuando el cinematógrafo, aliado con el microscopio, permitió mostrar imágenes ampliadas de mosquitos y otros insectos. Respecto de los visitantes de otros mundos, a quienes el vulgo llamaba entonces genéricamente "marcianos", se daba por sentado que su inteligencia era muy superior a la de los terrícolas; sus intenciones se presuponían pacíficas y su carácter, más bien pánfilo. Todas estas conjeturas sin embargo duraron un minuto escaso, porque la máquina, después de haberse elevado por encima de las cúpulas del Palacio Nacional, describió un semicírculo y empezó a descender lentamente sobre el estanque de la fuente mágica. Entonces se vio que quienes tripulaban la máquina eran personas de carne y hueso y aquélla una variante de lo que a la sazón se conocía por helicoplano, ortóptero, ornitóptero o helicóptero, esto es, aviones de despegue y aterrizaje vertical. Con ellos se había venido experimentando en los últimos años, bien que con resultados poco alentadores hasta el momento. El ah de abril de 1924 el marqués de Pescara había conseguido despegar y aterrizar verticalmente en Issy-lesMoulineaux, pero la distancia recorrida había sido escasa: tan sólo 136 metros.

Por su parte, el ingeniero español Juan de la Cierva había inventado el año anterior, es decir en 1923, un aparato menos ambicioso, pero más eficaz. Fue denominado autogiro y era un avión convencional en todo (alas, cola, alerones y fuselaje general) al que había sido agregada una hélice libre de varias palas; esta hélice giraba en torno a un eje colocado en la parte superior del avión y era movida por el viento que desplazaba el avión en vuelo; luego, cuando el avión paraba el motor y caía a plomo, la masa de aire desplazada ahora por la caída engendraba además una turbulencia que hacía girar con mayor fuerza las aspas de esta hélice libre; al girar éstas frenaban la velocidad de descenso del aparato. Una vez resueltos algunos problemas adicionales, como el del rozamiento, el de la estabilidad y otros, el autogiro resultó un invento seguro y viable: en la década de los treinta hacía periódicamente el vuelo Madrid-Lisboa sin escalas. Pero de eso al despegue vertical y a la posibilidad de inmovilizar el aparato en el aire mediaba un abismo. Este abismo había sido salvado sin dificultad por la máquina que ahora sobrevolaba el recinto de la Exposición Universal. Esta máquina subía y bajaba a voluntad de su tripulante, se quedaba suspendida a cualquier altura como si se tratara de una lámpara de techo y se desplazaba horizontalmente sin traquetear ni zarandearse.

Esto era un prodigio, pero más todavía el que efectuara estas maniobras y otras más sin hélices que la propulsaran.

4

En los baldíos contiguos al recinto de la Exposición había crecido una población entera de barracas; en este villorrio malvivían millares de inmigrantes. Nadie sabía quién había dispuesto las barracas de tal modo que formaran calles ni quién había alineado estas calles para que se cruzaran perpendicularmente entre sí. A la puerta de algunas barracas había unos cajones de madera en cuyo interior se criaban conejos o pollos; la tapa de los cajones había sido reemplazada por un trozo de tela metálica; así se podían ver los animales hacinados. A la puerta de otras barracas dormitaban perros famélicos de mirada turbia. Ante una de estas puertas se detuvo el automóvil y de él se apearon Onofre Bouvila y María Belltall. El perro emitió un gruñido cuando pasaron por su lado y siguió durmiendo. Desde el interior de la barraca, avisada de su presencia por el ruido del automóvil, una mujer desgreñada, cubierta de harapos, separó la cortina de arpillera que colgaba del dintel de la barraca.

Ésta eran sólo cuatro paneles de madera claveteada, plantados en la tierra; un techo de cañas y palmas secas dejaba colar la luz del alba por sus intersticios. Cuando ambos hubieron entrado la mujer desgreñada dejó caer nuevamente la cortina.

Luego se quedó mirando a Onofre Bouvila con expresión idiotizada. Se notaba que acababa de despertar de un sueño tranquilo. ¿Y tu marido?, dijo él, ¿por qué no está aquí? La mujer puso los brazos en jarras y echó la cabeza hacia atrás, pero no había agresividad ni desplante en esta pose. Se fue ayer por la tarde y aún no ha vuelto, respondió; parecía que iba a soltar una carcajada desdeñosa. El dinero que tú le das se lo gasta en aguardiente y putarrancas, añadió mirando de reojo a María Belltall. Eso es asunto suyo, dijo Onofre Bouvila sin reparar en esta mirada; yo no tengo por qué administrarle la paga. La cortina de arpillera se movió cuando el perro entró en la barraca. Con el hocico húmedo husmeaba las pantorrillas de María Belltall y de cuando en cuando estornudaba ruidosamente. Bueno, ¿a qué estamos esperando?, dijo él dirigiéndose sin motivo a María Belltall, cuya mano seguía reteniendo entre las suyas. La mujer se puso de rodillas; con el canto de las manos removió la tierra del suelo hasta dejar al descubierto una trampilla. Azuzó al perro, que ahora olisqueaba la trampilla, y la levantó tironeando de una argolla. Del agujero que dejó expedito partían unos peldaños labrados en la tierra misma. Onofre Bouvila sacó del bolsillo unas monedas y se las tendió a la mujer. Escóndelas donde tu marido no las encuentre, le aconsejó. La mujer sonrió con media boca: ¿Y dónde es eso?, preguntó abarcando con la mirada el cubículo en que se hallaban. Él ya no prestaba atención a sus palabras: había empezado a bajar aquella escalera llevando a rastras a María Belltall. Con una linterna sorda alumbraba el pasadizo por el que anduvieron un centenar de metros hasta topar con una escalera análoga a la anterior. Al final de esta escalera había también una trampilla que se abrió cuando él dio tres golpes en ella con el mango de la linterna. Ahora estaban dentro del pabellón. Era una construcción de hormigón armado igual en todo a la carpa en que habían estado trabajando hasta unos días antes, la carpa que aún se levantaba, vacía, en el jardín de la mansión. A diferencia de aquélla sin embargo el pabellón carecía de puertas o ventanas: sólo se podía entrar y salir de allí por la trampilla. El hombre que la había abierto era de avanzada edad y tez sonrosada; sobre el traje de calle llevaba una bata blanca de cirujano. Al ver a Onofre Bouvila frunció el ceño y señaló con el dedo índice el reloj de pulsera, como diciendo: ¿éstas son horas? Onofre Bouvila lo había conocido en los años de la Gran Guerra; entonces era un ingeniero militar de prestigio, un experto en balística. La derrota de los imperios centrales le había dejado sin trabajo; durante diez años había sobrevivido dando clases de física y geometría en Tubinga, en un colegio de los hermanos Maristas.

Allí había recibido a principios de 1928 una carta de Onofre Bouvila en la que éste le invitaba a trasladarse a Barcelona "para participar en un proyecto relacionado con su especialidad". En un banco de Tubinga le proporcionarían el dinero necesario para sufragar los gastos del viaje. "Lamento no poder ser más específico debido a la naturaleza misma del proyecto y a otras razones de peso", concluía diciendo la carta en cuestión. Este lenguaje recordó al ingeniero prusiano los buenos tiempos. Tomó el tren en Tubinga y llegó a Barcelona al cabo de cuatro días y cinco noches de viaje ininterrumpido. A lo largo del trayecto se había ido exacerbando su mal humor habitual. Cuando Onofre Bouvila le expuso al fin el asunto, le mostró los planos y le anunció lo que esperaba de él arrojó sus propias gafas al suelo de la biblioteca, donde tenía lugar la entrevista, y las pisoteó. El proyecto es estúpido, dijo, el que lo ha concebido es un estúpido y usted más estúpido aún; usted es realmente el hombre más estúpido que he conocido. Onofre Bouvila sonrió y dejó que se desahogara. Sabía que su vida en el colegio de Tubinga era un calvario continuo: los alumnos le apodaban "el general Bum-Bum" y le hacían blanco de las bromas más sangrientas. Ahora gracias a él las ideas disparatadas de Santiago Belltall habían evolucionado hasta convertirse en algo científico. Él había transformado una chapuza genial en una máquina capaz de volar. Onofre Bouvila por su parte había tenido que recurrir a toda su paciencia y autoridad para dirimir las disputas encarnizadas que surgían a todas horas entre el inventor catalán y el ingeniero prusiano; sólo él había hecho posible que la colaboración entre ambos hubiese sido fructífera. Ahora la máquina ocupaba el centro del pabellón, sostenida por un andamiaje enrevesado como una mantilla de encaje. Una pieza única, exclamó, ¡espléndido! El ingeniero suspiró: le dolía que se hubiese dedicado tanto talento, tanto esfuerzo y tanto dinero a un aparato meramente recreativo. Onofre Bouvila, que conocía sobradamente la razón de esta congoja, se desentendió de él: no era momento de enzarzarse en discusiones académicas. Fuera sonaban los cañonazos que anunciaban la llegada de los reyes al recinto de la Exposición. En marcha, dijo. Por el pabellón pululaban varios hombres cubiertos de monos azules, embadurnados de grasa; cada uno cumplía su cometido sin prestar atención a lo que hacían los demás; nadie hablaba ni interrumpía sus quehaceres para fumar un pitillo o echar un trago: el ingeniero prusiano había conseguido inculcar su disciplina en aquel equipo; eran la elite de los mecánicos, los que no apartaban los ojos de sus herramientas ni siquiera cuando María Belltall pasaba por su lado. Ahora ella comprendía para qué la había traído aquí e hizo amago de escapar. Él la retuvo con fuerza, pero sin violencia. En los ojos de ella leyó el terror. No se fía del invento de su padre, pensó, y a mí me toma por loco. Quizá no va desencaminada, se dijo. Ahora veía a sus pies todo el recinto de la Exposición Universal. Qué raro, iba pensando, visto desde aquí todo parece irreal; quizá la pobre Delfina tenía razón en esto: el mundo en realidad es como el cinematógrafo. Vaya, bajaré un poco más para ver la cara de la gente, pensó luego. Accionando las palancas del cuadro de mandos hizo que la máquina perdiera altitud. La muchedumbre había recobrado la calma y seguía estas evoluciones sin perder detalle. Mira, mira, ¡es Onofre Bouvila!, se decían los unos a los otros apenas la distancia que mediaba entre la muchedumbre y la máquina permitía reconocer a los tripulantes de ésta. Sí, es él, es él; y esa chica que le acompaña, ¿quién será?; parece joven y guapa; huy, lleva la falda muy corta, ¡qué fresca! Estos comentarios y otros similares eran hechos con un cariño rayano en la devoción. Las historias que circulaban acerca de su riqueza fabulosa y los medios de que se había valido para obtenerla lo habían convertido en un personaje popular: cuando iba por la calle la gente se paraba para observarlo con disimulo, pero insistente e intensamente; trataba de leer en su fisonomía la confirmación o la negación de los rumores que había oído.

todos se preguntaban al ver su figura discreta, ligeramente vulgar, ¿será verdad que de joven fue anarquista, ladrón y pistolero?, ¿que durante la guerra traficaba en armas?, ¿que tuvo a sueldo a varios políticos de renombre, a varios gabinetes ministeriales enteros?, ¿y que todo esto lo consiguió solo y sin ayuda, partiendo de cero, a base de coraje y voluntad? En el fondo todos estaban dispuestos a creer que así era: en él se realizaban los sueños de todos, por su mediación se cumplía una venganza colectiva. Y si efectivamente ha sido un malhechor, ¿qué más da?, decían, ¿acaso le cabe a un hombre hoy en este país otra salida? Por eso al reconocerle le jaleaban; la ovación que antes habían tributado al Rey la transferían ahora a él. Mira, mira cómo me vitorean, dijo dirigiéndose a María Belltall, que apenas osaba abrir los ojos. La gente es muy buena, ¿sabes?, añadió levantando mucho la voz para dominar el ruido de los motores, muy buena, ¡hay que ver la de cosas que se deja hacer sin protestar! Diciendo esto pulsó un botón y al hacerlo se abrió automáticamente una compuerta situada en la parte trasera de la máquina; de allí salieron volando varias docenas de palomas. Al verse libres de su encierro y asustadas por la vecindad de la máquina las palomas se alejaron en formación cerrada. Al ver este espectáculo nadie pudo reprimir una exclamación de regocijo, ni siquiera el propio Rey. Satisfecho del efecto logrado Onofre Bouvila hizo que la máquina avanzara con lentitud hasta situarla a escasos metros de los balcones del Palacio Nacional, que amenazaban con hundirse bajo el peso de las personalidades reunidas allí. Ahora podía ver la cara de todos con precisión, como ellos podían ver la suya. Mira, mira, dijo, es el Rey. ¡Viva el Rey!, ¡viva la Reina!, ¡viva don Alfonso XIII!, gritó aunque sabía que nadie podía oírle, salvo María Belltall. ¡Oh, ahí está Primo de Rivera!, continuó diciendo. ¡Hala, que te frían un paraguas, borracho! Así iba identificando rostros conocidos, que mostraba a su acompañante con ilusión. ¿Ves aquel individuo tan alto que asoma por encima de las cabezas de los demás?, dijo finalmente. Es Efrén Castells: el único amigo sincero que he tenido en mi vida.

Bueno, quizá tuve más de uno, pero ahora todos los demás han desaparecido ya. Bah, agregó cambiando de tono, no nos pongamos tristes, venga, vámonos de aquí, que esto ya está visto. Desplazó una de las palancas hasta donde el mango daba de sí y la máquina salió disparada hacia arriba y hacia atrás.

Ahora veían a sus pies la ciudad entera, la sierra de Collcerola, el Llobregat y el Besós y el mar inmenso y luminoso. Ay, Barcelona, dijo con la voz rota por la emoción, ¡qué bonita es! ¡Y pensar que cuando yo la vi por primera vez de todo esto que vemos ahora no había casi nada! Ahí mismo empezaba el campo, las casas eran enanas y estos barrios populosos eran pueblos, iba diciendo con volubilidad, por el Ensanche pastaban las vacas; te parecerá mentira. Yo vivía allá, en un callejón que aún sigue como estaba, en una pensión que cerró hace siglos. Allí vivía también gente pintoresca.

Recuerdo que había entonces una pitonisa que una noche me leyó el futuro. De todo lo que me dijo ya no recuerdo nada, naturalmente. Y aunque lo recordara, pensó, ¿qué importancia tendría? Ahora aquel futuro ya es el pasado.

Los que seguían las evoluciones de la máquina desde Montjuich y los que alertados por el ruido de los motores habían salido a los balcones o habían subido a los terrados vieron cómo la máquina voladora desviaba su rumbo hacia el mar, como si la empujara un viento repentino de poniente.

Lejos de la costa perdió altura, luego se remontó unos instantes y por último se desplomó en el mar. Los pescadores que se encontraban faenando en las inmediaciones a esa hora contaron que habían visto venir la máquina sobre ellos con espanto. No sabían de qué podía tratarse aquello. Algunos pensaron que era un meteorito, una bola de fuego lo que se les echaba encima; éstos sin embargo no pudieron asegurar si efectivamente la máquina iba envuelta en llamas o si lo que producía esta impresión era el reflejo del sol en la superficie de metal y vidrio. Todos convinieron en cambio en que al llegar al punto en que había caído los motores habían dejado de funcionar súbitamente. El ruido había cesado y el murmullo de las olas había restablecido en el mar la sensación de eternidad, dijeron. Todo parecía inmutable; era como si el tiempo se hubiera detenido, declararon a la prensa. Luego la máquina se había precipitado al agua como un obús lanzado por un cañón, relataron. Los que acudieron al lugar en que creían haberla visto caer no encontraron ni rastro de la máquina. Ni siquiera una mancha de aceite o de petróleo flotando sobre el agua, dijeron. Discrepaban entre sí respecto al punto exacto en que se había producido el impacto: ninguno llevaba en sus barcas rudimentarias instrumentos de medición. La comandancia de marina envió varios buques de inmediato. Algunos países ofrecieron su ayuda, querían participar en las operaciones de salvamento. En realidad todos tenían interés en recuperar la máquina voladora a fin de apropiarse del secreto de su funcionamiento, pero los esfuerzos conjuntos no arrojaron resultado alguno. Los buzos bajaban y subían con las manos vacías, las sondas extraían del fondo arena y algas. Por fin un temporal obligó a interrumpir los trabajos, que ya no se volvieron a reanudar cuando reinó de nuevo la calma. Como los cadáveres de los tripulantes de la máquina no aparecieron, hubo que rezarles un responso en la catedral. Después fueron arrojadas coronas de flores al agua oscura del puerto; de allí la corriente se llevó las coronas mar adentro. Los periódicos publicaron las necrológicas habituales en estos casos, textos hinchados de retórica. También aparecieron semblanzas biográficas de Onofre Bouvila convenientemente expurgadas, pensadas para la edificación de los lectores. Todos coincidían en que había desaparecido un gran hombre. "Con él la ciudad tiene contraída una deuda de gratitud perenne, dijo un periódico en esas fechas. Simbolizó mejor que nadie el espíritu de una época que hoy ha muerto un poco con él dijo otro. Su vida activa se inició con la Exposición Universal de 1888 y se ha eclipsado con ésta del veintinueve", observó un tercero; ¿"Cómo debemos interpretar esta coincidencia"?, concluía diciendo con malicia evidente. En efecto, el certamen cuya inauguración Onofre Bouvila había animado con sus extravagancias llevaba trazas de convertirse en un fracaso estrepitoso. El mes de octubre de ese mismo año, a los cuatro meses de la inauguración, se produjo el hundimiento de la bolsa de Nueva York. De la noche a la mañana, sin decir agua va el sistema capitalista se tambaleaba. A este fenómeno siguió la quiebra de millares de empresas. Sus representantes acudían alocadamente a los pabellones y palacios de la Exposición y se llevaban el material expuesto antes de que comparecieran los agentes judiciales con mandamientos de embargo. Muchos exhibidores se habían suicidado: para eludir la deshonra y el dolor de la ruina saltaban por las ventanas de sus oficinas, situadas en los pisos más altos de los rascacielos de Wall Street. Para que los pabellones no quedaran vacíos de repente, lo que habría causado una impresión pésima a los visitantes, el Gobierno español iba sustituyendo los artículos retirados con lo primero que le venía a las manos. Pronto hubo pabellones en los que sólo se exhibían cosas absurdas. Estas circunstancias patéticas relegaron a segundo término los rumores infundados que por aquel entonces circulaban por Barcelona, a saber, que en realidad Onofre Bouvila no había muerto, que el accidente había sido simulado y que ahora vivía confortablemente instalado en algún lugar remoto en compañía de María Belltall, a cuyo lado había encontrado por fin el amor verdadero y a cuya adoración dedicaba todas las horas del día y la noche. En apoyo de esta tesis romántica se aducían varios datos. En efecto, con anterioridad al accidente el propio Bouvila había dispuesto las cosas de tal manera que no sólo fuera imposible localizar la máquina, como luego se vio, sino incluso dar con los planos de aquélla o con los técnicos que habían participado en su construcción. Cuando por fin los zapadores del Ejército lograron entrar en el pabellón de la Exposición abriendo un boquete en el muro sólo encontraron allí los tablones que habían formado el andamiaje de sustentación de la máquina en tierra. Eventualmente la trampilla fue descubierta, pero el pasadizo a que daba acceso sólo condujo a una barraca abandonada. No era menos sospechoso que lo que antecede el que Onofre Bouvila llevase encima el "Regent", el diamante pulquérrimo, cuando se produjo el siniestro. Esto unido a los sucesos de ese año hizo aventurar a algunos la teoría de que Onofre Bouvila estaba detrás del colapso mundial de la economía, aunque nadie supo apuntar qué motivos podían haberle inducido a proceder así. Hacia su viuda se volvieron todos los ojos entonces, pero de ella no fue posible obtener aclaración alguna. La mansión fue vendida a la Diputación Provincial de Barcelona, que se desentendió de ella, por desidia permitió que se fuera deteriorando hasta convertirse de nuevo en la ruina que había sido. La viuda mientras tanto se había retirado a un chalet situado en Llavaneras y que antaño había pertenecido al ex gobernador de Luzón, el general Osorio y Clemente. Allí permaneció en el mayor retraimiento hasta su muerte, ocurrida el 4 de agosto de 1940. Al morir dejó algunos papeles, entre los cuales no figuraba la carta que Onofre Bouvila había dejado sobre la mesa de su despacho antes de salir hacia Montjuich once años antes. Poco a poco estos rumores y otros parecidos se fueron acallando a medida que transcurría el tiempo sin que ningún hecho viniera a sustentarlos, a medida que otros problemas más acuciantes acaparaban la atención de los barceloneses. Mientras tanto la Exposición Universal languidecía. La opinión pública se burlaba abiertamente de los organizadores e indirectamente, a través de ellos, del gobierno de Primo de Rivera. Con este pretexto ponían de manifiesto su repulsa al dictador. A pesar de la censura nadie se recataba de comparar la Exposición del 29 con la del 88: sobre aquélla recaían las críticas más acerbas; de ésta en cambio todo el mundo se hacía lenguas; nadie quería recordar los problemas que había suscitado en su día, las disputas y animosidades de entonces, el déficit con que había gravado la ciudad. Ahora el barón de Viver se arrepentía de no haberse mostrado más intransigente. Para acabar en esta charlotada, cuya ridiculez nos salpicará a todos, hemos hipotecado nuestra ciudad, solía decir en tono plañidero. No tardó en cesar en su cargo. También Primo de Rivera, que había sido el instigador principal de la Exposición, en cuyo éxito había cifrado tantas esperanzas, se vio obligado a admitir lo insostenible de su posición, a darse por enterado de su impopularidad. En enero de 1930 presentó su renuncia al Rey, que la aceptó sin disimular su beneplácito.

El dictador depuesto se exilió inmediatamente a París, donde vivió unos meses solamente: allí murió el 16 de mayo de 1930, cuando faltaban unos días para que se cumpliera el primer aniversario de la inauguración de la Exposición Universal de Barcelona. Cuatro años más tarde el propio Alfonso XIII abdicaba la Corona de España y partía al exilio. A estos acontecimientos siguieron otros igualmente importantes. De ellos algunos fueron jubilosos y otros aciagos; luego éstos y aquéllos fueron amalgamados por la memoria colectiva, acabaron formando en esa memoria una sola cosa, una cadena o pendiente que llevaba ineluctablemente a la guerra y a la hecatombe.

Después la gente al hacer historia opinaba que en realidad el año en que Onofre Bouvila desapareció de Barcelona la ciudad había entrado en franca decadencia.

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