Capítulo VI

1

El hombre que salió a su encuentro había rebasado la edad a partir de la cual la apariencia viene marcada por circunstancias ajenas a la cuenta de los años. No tenía un solo pelo en la cabeza, que era esférica y de color de arcilla oscura; las facciones eran diminutas y los ojos de un azul purísimo. Vestía un pantalón de rayadillo sujeto por una cuerda anudada a la cintura, un blusón de franela desvaída y alpargatas. Al andar se apoyaba en un bastón de nudos y atravesada en la cuerda que le hacía las veces de cinturón llevaba una navaja de muelles tan grande que su aspecto por contraste resultaba inofensivo. También llevaba pegado a los talones un perro pequeño, cabezudo y repulsivo, de rabo muy corto y patas endebles. El perro no apartaba los ojos de su amo y éste volvía los suyos de cuando en cuando en dirección al perro, como si buscase su aprobación a lo que hacía o decía. Ahora el hombre se había vuelto a poner la gorra y daba la espalda a Onofre Bouvila.

– Tenga la bondad de seguirme, señor -le dijo-. Es por aquí. El camino es un poco malo, creo que ya se lo advertí.

Onofre Bouvila echó a andar en pos del hombre y el perro.

El chófer que lo había traído hasta el claro del bosque hizo amago de seguirlos, pero él lo retuvo con un gesto.

– Quédate aquí -le dijo- y no te inquietes si tardo en volver.

El chófer se sentó en el estribo del automóvil, dejó a su lado la gorra de plato y se puso a liar un cigarrillo mientras los dos hombres y el perro se adentraban por un sendero del bosque que la maleza ocultó de inmediato. A pesar de sus años el hombre avanzaba con gran soltura entre las raíces, las piedras y la maleza. Onofre Bouvila, en cambio, tenía que detenerse a menudo porque la rama de una zarza se había enganchado en la tela de la chaqueta que llevaba. En estos casos el hombre retrocedía, cortaba la rama con la navaja y pedía mil disculpas a Onofre Bouvila, que ya daba su traje por perdido.

La industria cinematográfica que había creado en 1918 alcanzó su pleno desarrollo dos años más tarde, a fines de 1920: ésta fue su etapa de esplendor, su apogeo; luego las cosas habían empezado a torcerse. En medio del estupor general en 1923 traspasó a Efrén Castells, con quien había estado asociado desde el principio, la parte del negocio que le correspondía y anunció que se retiraba de éste y de todos los demás negocios igualmente. Los que le conocían bien o, a falta de alguien que pudiera decir tal cosa, los que mantenían con él un trato frecuente se sorprendieron menos de su decisión, cuyos primeros indicios creían vislumbrar retrospectivamente en el anuncio repentino de que pensaba cambiar de casa. Ahora recordaban aquel momento: no juzgaban casual que hubiera coincidido con el punto de partida de su proyecto más ambicioso; en ello veían la convicción íntima, quizá inconsciente de que sus planes grandiosos habían de acabar por fuerza en el fracaso.

– Ésta era la antigua entrada del servicio -dijo el hombre.

El señor disculpará que lo traiga por aquí, pero es el lugar más practicable, el único que nos permitirá entrar sin saltar la tapia.

En su búsqueda tenaz había visto centenares de casas, pero nada le había preparado para lo que encontró allí. Esta mansión, situada en la parte alta de la Bonanova, había pertenecido a una familia cuyo nombre parecía ser a veces Rosell y a veces Roselli. La casa había sido edificada a finales del siglo XVIII, aunque de esta primera construcción quedó poco en pie después de la ampliación a que fue sometida en 1815. De esta última fecha databa también el jardín. Este jardín, romántico en su concepción y algo disparatado en su realización, medía aproximadamente 11 hectáreas. En el costado sur del jardín, a la izquierda de la casa, había un lago artificial alimentado por un acueducto de estilo romano que traía el agua directamente del río Llobregat; a su vez el lago desaguaba por un canal que rodeaba el jardín y pasaba ante la casa y por el que era posible navegar en unos esquifes o barcas de fondo plano, a la sombra de los sauces, cerezos y limoneros que crecían en ambas orillas. Varios puentes permitían salvar el canal: el puente principal, de tres ojos, hecho enteramente de piedra, que conducía hasta la entrada misma de la casa; el puente llamado "de los nenúfares", algo más pequeño que el anterior, con pretil de mármol rosa; el de Diana, llamado así por la estatua de esta diosa, procedente de las ruinas de Ampurias, que lo presidía; el puente cubierto, de madera de teca; el puente japonés, que sumado a su reflejo en el agua simulaba una circunferencia perfecta, etcétera. El lago y el canal habían sido poblados de peces muy diversos y vistosos; también habían sido traídas de Centroamérica y el Amazonas varias especies rarísimas de mariposas, que con esfuerzo enorme y dando muestras de unos conocimientos insólitos en Cataluña en aquella época habían conseguido aclimatar a la vegetación y al clima. Luego, en 1832, de resultas de un viaje a Italia, donde estaba en boga tal cosa y de donde la familia era originaria o donde se había radicado en tiempos de la dominación catalana de Sicilia o el reino de Nápoles (cuando probablemente el apellido familiar había sufrido varias mutaciones como la ya indicada) y a donde acudían periódicamente los vástagos de la rama familiar afincada en Barcelona cada vez que a uno de ellos le llegaba la hora de contraer matrimonio (lo que no venía dictado por el capricho o la inclinación, sino por el deseo explícito o la estrategia manifiesta y reiterada de no entroncar con otras familias catalanas, lo que a sus ojos habría conducido más tarde o más temprano a la desmembración del patrimonio) fue agregada al jardín una gruta muy admirada en su tiempo; esta gruta constaba de dos partes o estancias; una primera, amplísima, con bóveda de diez metros de altura y formaciones curiosas de estalactitas y estalagmitas hechas primorosamente de yeso estucado y porcelana, y una segunda, aún más extraordinaria, reducida de tamaño y desnuda de ornamentación, pero situada junto al lago y bajo el nivel del agua, cuyo fondo se podía contemplar a través de una sección de la pared de roca, parte de la cual había sido sustituida por un cristal de 50 centímetros de espesor: allí se podían ver, cuando la luz del sol penetraba hasta el fondo del lago, las algas y los corales, las bandadas de peces y una pareja de tortugas gigantes traídas de Nueva Guinea, que sobrevivieron al cambio de habitáculo y vivieron, según su costumbre, hasta muy avanzada edad, hasta bien entrado el siglo XX, aunque no llegaron a criar.

– Mi padre -dijo el hombre había sido montero al servicio de la familia Rosell; luego, al volverse sordo, pasó a desempeñar el cargo de guardabosques. Puede decirse, señor, que yo nací ya al servicio de la familia Rosell.

Además de aquellas maravillas el jardín tenía recodos innumerables, pabellones, quioscos, templetes e invernaderos, avenidas misteriosas, de trazado deliberadamente confuso, por las que el paseante podía extraviarse sin temor y en cuyas revueltas podía toparse inopinadamente con la estatua ecuestre del emperador Augusto o con el semblante grave de Séneca o Quintiliano en sus pedestales respectivos, a través de cuyos setos conversaciones clandestinas podían ser oídas, citas amorosas sorprendidas y besos apasionados espiados a la luz de la luna. En los prados que se extendían en siete terrazas escalonadas en la falda de la montaña evolucionaban parejas de pavos reales y grullas egipcias.

– Pero el primer trabajo que recuerdo haber prestado -dijo el hombrees el de paje de la señorita Clarabella, siendo yo de seis años de edad. La señorita Clarabella debía de tener trece o catorce por aquel entonces, si la memoria no me falla.

Aunque dominaba varias lenguas la señorita Clarabella siempre se dirigía a la servidumbre en italiano; nunca entendíamos las órdenes que nos impartía. Mi función, por lo demás, no ofrecía dificultad: era el encargado de sacar a pasear los siete perros falderos que tenía. Siete perros, señor, de pura raza, todos distintos, usted tendría que haberlos visto.

La casa constaba de tres plantas, cada una de las cuales tenía una superficie de mil doscientos metros cuadrados; la fachada principal, orientada al sureste, mirando hacia Barcelona, tenía once balcones en cada una de las plantas superiores y diez ventanales y la puerta de entrada en la planta baja. Entre balcones, ventanas, tragaluces, vidrieras, claraboyas, miradores y puertas había en la casa un total de dos mil seis piezas de vidrio, lo que volvía su limpieza un trabajo constante. Ahora estos vidrios estaban rotos, el interior de la casa, devastado, y el jardín, convertido en una selva. Los puentes se habían caído, el lago se había secado, la gruta se había derrumbado, toda la fauna exótica había sido devorada por las alimañas y ratas que ahora señoreaban la finca; los esquifes y carruajes eran un montón de astillas amontonadas en los cobertizos sin puertas, y el escudo de la familia Rosell, apenas una excrecencia en el friso de la puerta principal, roída por la intemperie y cubierta de moho.

– Cuénteme qué sucedió -dijo Onofre Bouvila. Habían cruzado no sin riesgo el puente y estaban ante la puerta de entrada.

En un león de piedra al que faltaban la cabeza y la cola se sentó el hombre. El perro se tendió a sus pies. El hombre apoyó el mentón en las manos cruzadas sobre la cachava y suspiró hondamente. Onofre Bouvila supo que iba a oír una historia más, larga y extraña.


– Aunque la familia Rosell tenía, señor, la costumbre, como es sabido, de no casar jamás en Cataluña -empezó diciendo el hombre-, de no emparentar con sus compatriotas, lo que siempre concitó malquerencias como si el haber nacido sobre el mismo suelo y bajo el mismo sol diese a los unos derecho a disponer de la vida privada y aun sentimental de los otros o a juzgarla, si otra cosa no, como le venía diciendo, señor, no era desdeñosa ni retraída, antes bien todo lo contrario. Raro era pues el día en que no me cruzaba con algún visitante cuando al caer la tarde me recogía después de haber pasado las dos horas reglamentarias ejercitando los perros, como me habían encomendado hacer, aun en los meses de calor, en el prado que había allí, señor, el que primero recibía la sombra de esos álamos, hoy mucho más altos que entonces, claro está:

han pasado tantos años de aquello, señor, que hasta los árboles que entonces vieron mis paseos, los mismos que fueron testigos de mis sueños infantiles han muerto ya -hablaba con frases algo largas, como si le costase recordar o referir a un extraño lo que recordaba; por momentos se quedaba quieto, ensimismado: en esos momentos enrojecía como un colegial y su piel, de natural rojiza, adquiría una tonalidad aún más oscura, casi añil. Pasado este mal momento sacudía la cabeza y soltando una mano del pomo del bastón, al que se aferraba con fuerza, señalaba aquellos campos agrestes como si al conjuro de su memoria éstos fueran a convertirse de nuevo en los prados meticulosos de otros tiempos. Entonces el hombre creía ver en esos prados caminar aún la gente y transitar los carruajes-. En tales ocasiones, cuál no sería mi trabajo -prosiguió diciendo- para retener los perros que tiraban de sus correas juguetones y excitados. Y no era raro que por fin lograsen vencer mi resistencia y pese a ser menudos, siendo yo también pequeño y poco ducho, me arrastrasen por el césped tierno ladrando y brincando ellos y lloriqueando yo para regocijo del visitante que acertaba a percibir un instante esta escena jocosa antes de que su carruaje embocase el puente y la puerta de dos hojas se abriera de par en par para dejarle expedita la entrada en la mansión.

Dejó al hombre con su perorata y entró en el vestíbulo. La luz entraba a raudales por los ventanales sin postigos ni cortinas. El suelo estaba cubierto de hojas secas. Algunos artículos inconexos y casuales habían sobrevivido al saqueo:

una pelota de colorines, un jarrón de bronce, una silla, etcétera. La ausencia de los demás era evidente y penosa.

Pensó cuántos objetos eran precisos para hacer una casa; algunos de estos objetos constaban de muchas partes que requerían ser ensambladas cuidadosamente. Traducido esto a horas de trabajo, una mansión como aquélla suponía varias vidas enteras; su destrucción convertía estas vidas en una inversión inútil, un despilfarro, pensó con mentalidad de financiero. De esta reflexión le sacó la voz del hombre, que se le había unido silenciosamente y ahora continuaba su relato sin previo aviso.

– ¡Y las fiestas, señor!, ¡y las verbenas y kermesses! -con la contera del bastón apartó las hojas que cubrían el suelo y dejó al descubierto un pie y el arranque de una pantorrilla femenina en el mosaico. De haber continuado la limpieza habría dejado al descubierto seguramente una escena mitológica tan extensa como el área entera del vestíbulo, pero para hacer eso habría necesitado varias horas de trabajo. Desistió de ello y prosiguió describiendo morosamente aquellas galas y saraos mientras recorrían salones y más salones. Como era de suponer, dijo, a él no le dejaban participar en aquellas fiestas, por lo general nocturnas, pero él se escapaba de su habitación, en camisa, descalzo a pesar del relente, se escondía en algún sitio desde donde pudiera ver sin ser visto. Estas escapadas venían facilitadas por el revuelo que ocasionaban las fiestas:

en tales ocasiones toda la servidumbre estaba muy atareada y nadie podía ocuparse de un mocoso como él, explicó. Los vencejos habían hecho sus nidos en los artesonados del salón de los espejos y los ratones correteaban por las molduras.

Este espectáculo pareció entristecerle más aún. Calló un rato y cuando habló de nuevo lo hizo de prisa, como si quisiera concluir pronto aquella visita que le resultaba a todas luces dolorosa, quizá porque ahora la realizaba en compañía de un extraño por primera vez en mucho tiempo.

– Un día de verano, señor -dijo-, un día terrible de verano, al regresar de mi paseo vespertino con los perros encontré la casa convertida en un torbellino y a todo el mundo allí atolondrado y confuso, lo que me hizo pensar, a primera vista, que estaba siendo preparada otra gran fiesta, lo cual, empero, no era posible, pues no hacía mucho habíamos tenido dos grandes fiestas casi seguidas, a saber, la verbena de San Juan y la visita de la compañía del teatro San Carlo de Nápoles, a la que, aprovechando el descanso estival, había invitado al señor Rosell a representar aquí para su familia y algunos amigos íntimos "Le Nozze di Figaro" del señor Mozart, cosa que había supuesto un trajín considerable, habiéndose habido de alojar y atender a los cantantes, el coro y la orquesta así como al restante personal del teatro, esto es, unas cuatrocientas personas sin contar los instrumentos y el vestuario, después de lo cual parecía que ya no íbamos a meternos en líos de tanta envergadura durante una temporada larga, aunque no debía de ser así, pues allí estaba yo, sin dar crédito a mis ojos, en medio de un batallón de albañiles, carpinteros, yeseros y pintores, lo imprescindible, en fin, para empezar a preparar una fiesta de ciertas campanillas.

Excitado por este espectáculo imprevisto corrí al interior de la casa, seguido de mis siete perros, en busca de alguien que pudiera informarme de lo que pasaba o estaba por pasar y di por fin con una despensera con la que tenía, creo yo, cierto grado de parentesco, no siendo raros los matrimonios entre criados y criadas de una misma casa, lo que, dicho sea de paso, llegaba a originar situaciones pintorescas, como ser mi tía segunda a la vez mi prima carnal y un hermano de mi madre mi propio sobrino, etcétera, al margen del cual, que no hace al caso, esta despensera con quien yo estaba emparentado en cierto grado y que incluso es posible, ahora que lo pienso, que fuera mi madre, ya que mi padre, en las escasas ocasiones en que salía del bosque, dormía con ella, lo cual por supuesto no demuestra nada, que a la sazón estaba desplumando un faisán cuya cabeza acababa de cercenar limpiamente con el destral que ella, mi madre acaso, aún sostenía entre las rodillas, me contó que esa misma tarde había llegado un jinete envuelto en un capote y tocado de un tricornio de fieltro, anacrónico ya entonces, y que saltando del caballo antes de que éste detuviera su carrera desenfrenada y sin molestarse en atarlo o entregar las bridas al palafrenero que alertado por el ruido de los cascos en el puente acudía ya en su ayuda, circunstancia que el caballo había aprovechado para zambullirse en el canal, había murmurado al oído del mayordomo una contraseña que le había abierto de inmediato las puertas de la casa y le había valido una entrevista precipitada con el señor Rosell, a quien habían despertado de la siesta sin miramientos por tal motivo, tras lo cual éste había dado orden de que se preparase lo necesario para dar un gran baile esa misma noche (¡esa misma noche!) en honor de un huésped ilustre cuyo nombre, sin embargo, no había sido revelado al servicio.

Al punto había partido de nuevo el emisario y pisándole los talones mensajeros encargados de cursar de viva voz las invitaciones, dijo la despensera, quizá mi madre. Pero, ¿de quién se trata?, le pregunté con la curiosidad insaciable de mi edad ternísima, a lo que respondió mamá que no podía decírmelo, que era un secreto y que aun cuando accediera a decírmelo, ello tampoco me sacaría de dudas, siendo ese nombre, que ella misma había oído escuchando detrás de las puertas y captando sílabas sueltas que traía el viento, totalmente desconocido para mí, según dijo, pero yo tanto porfié, apelando a sus sentimientos maternales, en el supuesto de que nuestra relación verdadera los justificase y ella los tuviera, que finalmente hubo de ceder e informarme de que la persona en cuyo honor se hacían los preparativos no era otra que el duque Archibaldo María, cuyas pretensiones al trono de España respaldaba desde hacía muchos años la familia Rosell.

Al primer piso habían llegado pocas hojas secas; allí la suciedad era más profunda, parecía provenir de los objetos mismos. Cuánta suciedad puede llegar a acumularse, pensó Onofre Bouvila; no sé yo qué pasaría en general si todo el mundo o casi todo el mundo no limpiase un poco cada día la parte de planeta que le ha tocado en suerte. Quizá éste sea en realidad el destino auténtico de la humanidad, quizá Dios puso al hombre en la tierra para que la mantuviera un poco limpia y presentable, quizá por esta razón todo lo demás es sólo una quimera.

– Pronunciarse a favor de tal o cual candidato al trono no era en aquellos tiempos fruto de la afición, una simple predilección comparable a la que podría sentirse hoy por un torero, pongamos por caso, sino una postura política comprometida, cuyas consecuencias, si los avatares de las guerras intestinas que había entonces por tales causas eran adversas, podían resultar irreparables -continuó diciendo el hombre-. Ahora bien -añadió al cabo de un rato-, el candidato en cuestión, aquel cuya visita nos había sido anunciada, había prometido en un documento incomprensible, mezcla de ideario, arenga y programa, llamado no sé por qué "edicto" y promulgado en Montpellier, conceder a Cataluña una independencia restringida o algo por el estilo, un régimen al parecer calcado del que vinculaba y vincula aún hoy la India a la corona británica. Por esta vaga promesa la familia Rosell había puesto vida y fortuna en el tapete. Ahora este candidato anunciaba de improviso su visita y ello creaba en la casa una disyuntiva insoluble, ya que por una parte había que agasajar al huésped como su rango real o posible exigía y por otra parte había que mantener a toda costa la clandestinidad que por fuerza rodeaba su viaje, toda vez que las autoridades constituidas y las bandas rivales de común acuerdo habían puesto precio a su cabeza, dificultades éstas que se sumaban a la premura, poniendo a prueba la imaginación, el refinamiento, el "savoir faire" de la familia.

El suelo estaba ahora cubierto de fragmentos minúsculos de porcelana que crujían bajo las pisadas de los dos hombres. Al recoger uno de los fragmentos y acercárselo a los ojos advirtió que provenía, como los restantes, de una vajilla de Sévres o Limoges de no menos de doscientos cubiertos sin contar las soperas, las salseras, las fuentes y los fruteros.

Si el comedor está en la planta baja, dijo, ¿cómo ha venido a parar aquí esta vajilla? También habría preguntado quién la había roto, si hubiera sabido a quién preguntarlo. El hombre no respondió, perdido en sus remembranzas.

– En cuanto lo vimos nos dimos cuenta de que aquel hombre sólo podía traer la desgracia a esta casa -dijo-. El duque Archibaldo María contaba a la sazón cuarenta o cuarenta y cinco años de edad y había vivido siempre en el exilio. Esta vida furtiva y trashumante había hecho de él un hombre crapuloso y amoral. Al cruzar el puente se cayó del caballo debido al estado de embriaguez en que venía. No creo que llegase ni siquiera a ver los esquifes que surcaban el canal y en los que la servidumbre sostenía en alto candelabros y palmatorias para crear un círculo de luz en movimiento. Su edecán, un individuo apodado Flitán, con aire de zíngaro, saltó de su silla con agilidad circense y ayudó al duque a incorporarse, lo condujo a rastras hasta el pretil del puente, de pechos sobre el cual vomitó Su Alteza mientras la señorita Clarabella, cumpliendo las instrucciones que le había dado su padre y con los gestos que toda la tarde le había estado enseñando el profesor de baile, hincaba la rodilla en la más grácil de las reverencias y le ofrendaba en un cojín de seda ajedrezado una reproducción de la llave de la casa en oro o en otro metal dorado y un lirio blanco… No sé si ya le he dicho, señor, que era una noche de verano calurosísima, una noche terrible. El duque no se había afeitado en varios días ni lavado en varios meses, sus ropas despedían un olor acerbo, de la nariz le colgaban mocos espesos y al reír, cosa que hacía con más fiereza que alegría, mostraba unos dientes puntiagudos y carcomidos: nunca una casa real estuvo peor representada. Sopesó con gesto apreciativo la llave de oro, que pasó luego a su edecán, arrojó al suelo el lirio y pellizcó la mejilla de la señorita Clarabella, que enrojeció al punto, repitió la venia maquinalmente y dando media vuelta corrió a ocultarse detrás de su madre.

Subieron al segundo piso por una escalera de cuya barandilla sólo permanecían unos maderos astillados que sobresalían perpendicularmente de los peldaños. Al llegar arriba el hombre, que hasta ese momento se había movido por la casa con pesadez, arrastrando los pies y remoloneando en cada estancia, hizo un quiebro y se colocó delante de Onofre Bouvila, como si quisiera cortarle el paso.

– Aquí estaban los dormitorios de la casa -explicó sin que viniera a cuento: hasta ese momento tampoco había dado ninguna explicación acerca de la antigua distribución de los aposentos-, los dormitorios, quiero decir, de los señores -añadió apresuradamente, temeroso de haber cometido una incorrección-; el servicio, por supuesto, dormía arriba, en el ático: era la parte más calurosa de la casa en verano y la más fría en invierno, pero, a cambio de estas molestias inapreciables, era la que gozaba de mejor vista sobre la finca entera. Ahí dormía yo también. Mi habitación estaba separada de las demás… No digo esto para darme pisto: en realidad yo dormía con los siete perros de la señorita Clarabella; pero lo cierto es que no compartía la habitación con otros criados, como era habitual, lo que me libraba de ser objeto de chirigotas, azotes y actos de sodomía, no del todo, claro está, pero sí la mayor parte de los días; en total creo poder decir que mientras viví aquí sólo fui objeto de chirigotas, azotes y actos de sodomía una vez por semana aproximadamente, lo que no pueden decir otros en mi condición. El resto del tiempo me dejaban tranquilo. Entonces solía sentarme en el alféizar de la ventana, con los pies colgando hacia fuera, y mirar las estrellas; otras veces miraba hacia abajo, hacia Barcelona, con la esperanza de ver algún incendio, ya que de otro modo la ciudad estaba a oscuras, siendo imposible adivinar desde mi atalaya que allá a lo lejos había una urbe populosa. Luego vino la luz eléctrica y las cosas cambiaron, pero para entonces ya no vivía nadie en esta casa. Venga, señor -dijo bruscamente, tirando a Onofre de la manga-, subamos al ático y le mostraré dónde estaba mi habitación, ésa que le digo. Dejemos por ahora estos aposentos, que no revisten el menor interés. Hágame caso.

El techo del ático había cedido en varios sitios: por allí se veía el cielo. A través de los agujeros entraban y salían zigzagueando los murciélagos que ahora vivían en el ático. Los que no andaban revoloteando dormían colgados de las vigas, cabeza abajo. Por el suelo corrían ratas grandes, de pelo tieso como púas, capaces de hacer frente a un gato e incluso de acabar con él. El hombre cogió en brazos a su perrito en previsión.

– Esa noche no podía dormir -siguió diciendo como si en ningún momento hubiera interrumpido el relato-: hasta mi habitación llegaba la música de la orquesta que amenizaba el baile. Yo miraba por la ventana, según la costumbre que ya he dicho. Abajo, al otro lado del puente, en la explanada que había allí, podía ver débilmente iluminados por las miríadas de estrellas que tachonaban el firmamento de aquella noche de verano, de aquella noche terrible, señor, los coches en que habían venido los invitados selectos, acérrimos partidarios del duque todos ellos, no hace falta que lo diga, y más allá, en las laderas de la montaña, un sinfín de lucecitas que se movían lentamente, como una bandada de luciérnagas perezosas, pero que no eran luciérnagas, ay dolor, sino las linternas con que se alumbraban las tropas del general Espartero, quien, advertido por algún traidor que mal haya de la presencia del duque, había dado orden de rodear la finca. De esta añagaza, por ironías del destino, nadie se había percatado, sino yo, pobre inocente, que a mis seis años de edad, ¿qué había de saber de las reglas de la traición y la guerra? Déjeme respirar, señor, y en seguida reanudaré esta historia -hizo lo que anunciaba y se restañó los ojos con un pañuelo de hierbas que sacó del bolsillo. Luego, sin ton ni son, restañó también los ojos del perrito, que apartó la cabeza. Acto seguido volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo y dijo-: Estuve escuchando la música hasta que vencido por el sueño me retiré a dormir. No sé qué hora sería cuando desperté sobresaltado.

Los perros que dormían conmigo se habían despertado antes que yo y paseaban inquietos por la habitación, arañaban las puertas, mordisqueaban la estera que cubría el suelo y gemían como si olfateasen peligros inciertos en el aire. Fuera era noche cerrada. Miré por la ventana y advertí que los coches se habían ido y que las lucecitas que antes me habían entretenido estaban ahora apagadas. Prendí un cabo de vela y en camisa y descalzo salí al pasillo, encerrando detrás de mí los perros en la habitación, no fueran a escaparse y corretear por la casa, que parecía dormida. Por esa misma escalera que usted ve, señor, bajé al segundo piso. No sé qué idea me llevaba allí. De pronto una mano me sujetó el brazo y otra mano me tapó la boca, impidiéndome de este modo tanto huir como pedir auxilio. Se me cayó al suelo la vela, que fue al punto recogida por alguien. Recuperado de mi estupor vi que quien me sujetaba no era otro que el duque Archibaldo María y quien había recogido la vela con la que ahora alumbraba su diabólico rostro, el bárbaro Flitán, que llevaba un puñal entre los dientes, lo que me sumió en indecible zozobra. Nada temas, oí que murmuraba el duque en mi oído, arrojándome a la cara un aliento pastoso y tan impregnado de alcohol que temí perder el conocimiento. ¿Sabes quién soy?, me preguntó; a lo que yo respondí moviendo ligeramente la cabeza. Esta respuesta le resultó satisfactoria, pues agregó entonces: Si sabes quién soy, sabrás también que has de obedecerme en todo. Y como yo volviera a asentir por señas, preguntó de nuevo si sabía dónde estaba la alcoba de la señorita Clarabella. Mi respuesta afirmativa provocó entre ambos hombres un rápido intercambio de miradas y sonrisas, cuyo sentido ni por asomo entendí. Pues llévame hasta allá sin pérdida de tiempo, dijo el duque, porque la señorita Clarabella me está esperando. Tengo que darle un recadito, añadió al cabo de un instante acompañando sus palabras de una grosera carcajada que coreó el edecán.

Naturalmente, obedecí. Ante la puerta de la alcoba me devolvieron la vela y me conminaron a regresar inmediatamente a mi cuarto. Duérmete en seguida y no cuentes a nadie lo que ha pasado, me advirtió el duque, o diré a Flitán que te corte la lengua. Volví a mi cuarto a toda prisa, sin volver una sola vez la vista atrás. Ante la puerta me detuve: el encuentro me había dejado en el ánimo una desazón que no lograba explicarme. Al fondo del pasillo del ático, donde me encontraba, dormía la despensera que podía ser mi madre o no.

De puntillas entré en su habitación, que compartía, como ya le he dicho antes, con otras criadas, me acerqué a su cama y la zarandeé. Ella entreabrió los ojos y me miró colérica. ¿Qué diablos andas haciendo aquí, condenado mequetrefe?, me dijo entre dientes, y yo temí que, después de todo, no fuera mi madre, en cuyo caso sólo me cabía esperar de ella una buena tunda. Sin embargo respondí: Tengo miedo, mamá. Está bien, dijo ella deponiendo su actitud iracunda, quédate si quieres, pero no en mi cama. ¿No ves que esta noche tengo compañía?, añadió llevándose el dedo índice a los labios y señalando luego a un hombre que roncaba a su lado y que no era, dicho sea de paso, mi padre el guardabosques, lo que tampoco demuestra nada, por supuesto, ante lo cual yo me tendí en la estera, a los pies de la cama, y me puse a contar los bacines que desde allí veía. Desperté una vez más con violencia: mi madre me sacudía. Todas las criadas y los hombres que por la razón que fuese estaban también en la pieza corrían de un lado para otro buscando sus ropas a la tenue claridad que entraba por el tragaluz del techo. Pregunté qué ocurría y mi madre me dio un papirotazo por toda explicación. No preguntes tanto y vamos de prisa, dijo. Se había echado sobre la camisa una pañoleta y así salió del cuarto llevándome a mí a rastras. Las escaleras retumbaban y se cimbreaban al paso precipitado de la servidumbre que bajaba por ellas y se congregaba en el sótano.

Allí vimos al señor y a la señora Rosell. Él levaba aún su traje de gala o se lo había vuelto a poner. En la mano derecha tenía un sable desenvainado y con el brazo izquierdo rodeaba protector los hombros de la señora Rosell, que lloraba contra su plastrón. Ella llevaba una bata larga de terciopelo azul.

Al pasar por su lado oí murmurar al señor: "Povera Catalogna¡"

Miré a todas partes por ver si en medio de la desbandada distinguía a la señorita Clarabella, cosa que mi escasa estatura dificultaba en grado sumo. Oí decir asimismo a los que me rodeaban que las tropas del general Espartero acababan de cruzar el puente y que no tardarían en derribar la puerta de entrada. Como para corroborar esta aseveración sonaron unos aldabonazos tremendos en la planta baja, justo sobre nuestras cabezas. Yo escondí la mía en el bosque de rodillas que me envolvía. El señor Rosell dijo con voz serena: Aprisa, aprisa, no entretenerse, que en ello nos va la vida. Ibamos entrando todos en una alacena donde siempre había visto que se guardaban alubias, lentejas y garbanzos en unos barriles de madera clara con flejes de hierro. Yo no salía de mi asombro:

nunca había sospechado que en un espacio tan reducido pudiera meterse tanta gente. Al acercarme más comprendí lo que pasaba:

en efecto, en el suelo de la alacena había una trampilla, generalmente oculta bajo los barriles, pero ahora abierta, por la que se iban metiendo los que entraban en la alacena.

Aquella trampilla conducía a un pasadizo secreto, de cuya existencia sólo los dueños de la casa tenían noticia y por el que se podía huir cuando la casa se encontraba sitiada impenetrablemente, como era el caso en que nos hallábamos. Mi madre me hizo señas con la mano: No te quedes rezagado, vamos, corre, parecía darme a entender con ese gesto. Yo la habría seguido, señor, de no haberme acordado repentinamente de que había dejado los siete perritos encerrados en mi habitación horas antes, cuando salí a efectuar aquella primera incursión que acabó en el encuentro con el duque. Tenía que ir a buscarlos, me dije, solindes pena de incurrir en el descontento de la señorita Clarabella. Sin pensarlo dos veces giré sobre mis talones y subí a la carrera los cuatro pisos que separaban el sótano del ático.

Onofre Bouvila se asomó a la ventana y miró hacia abajo.

Los matorrales y arbustos habían borrado los lindes de la finca: ahora una masa verde se extendía a sus pies hasta el borde de la ciudad. Allí se veían claramente delimitados los pueblos que la ciudad había ido devorando; luego venía el Ensanche con sus árboles y avenidas y sus casas suntuarias; más abajo, la ciudad vieja, con la que aún, después de tantos años, seguía sintiéndose identificado. Por último vio el mar.

A los costados de la ciudad las chimeneas de las zonas industriales humeaban contra el cielo oscuro del atardecer. En las calles iban encendiéndose las farolas al ritmo tranquilo de los faroleros.

– No me interesa el resto de la historia dijo secamente dirigiendo al hombre una mirada autoritaria por encima del hombro-. Me quedo con la casa.

2

Por pura casualidad o por deliberada armonía el hundimiento del imperio cinematográfico de Onofre Bouvila coincidió con el fin de la reconstrucción de la mansión que había adquirido.

Con tesón inagotable, sin reparar en tiempo, energía ni gastos hizo demoler el interior de la casa y luego volver a colocarlo todo donde había o donde debía de haber estado. Para eso no disponía de descripción ni plano ni de otra guía que los dictados de la lógica y la memoria incierta del hombre del perrito. Con paciencia infinita escuchaba las opiniones de los arquitectos, historiadores, decoradores, ebanistas, artistas, diletantes y charlatanes que acudían con ánimo de resolver los problemas concretos que se presentaban sin cesar: sobre cada cuestión emitían dictámenes contradictorios. Después de escuchar estos dictámenes, que retribuía con esplendidez, él tomaba la decisión que estimaba óptima, sin dejarse llevar nunca por sus preferencias. Así iba viendo resucitar paulatinamente la casa y el jardín, las cuadras y los cobertizos, el lago y el canal, los puentes y los pabellones, los macizos de flores y el huerto. Dentro de la casa los techos y los suelos eran restaurados si lo que aún quedaba de ellos lo permitía o inventados donde el tiempo se había cebado en el trabajo del hombre hasta dejarlo irreconocible.

Distribuyó entre sus agentes los añicos de porcelana y cristal y los envió por todos los rincones del mundo en busca de objetos gemelos de aquéllos; estos agentes, que pocos años antes habían andado por esas mismas ciudades ofreciendo al mejor postor obuses y morteros, hacían tintinear ahora las campanillas colgadas en los dinteles de los sótanos húmedos donde vivían orfebres y anticuarios. Hizo venir a Barcelona pintores y escultores de todos los talleres y mansardas y restauradores de las pinacotecas y museos de todo el mundo. Un pedazo de jarrón no mayor que la palma de la mano viajó dos veces a Shanghai. Se hizo traer caballos de Andalucía y de Devonshire y los enjaezó y unció a réplicas de carruajes construidos especialmente para él en Alemania. Todos pensaban por esto que estaba loco, que había perdido el juicio: nadie entendió la razón que le impulsaba a sumergirse en aquel rompecabezas sin solución. En este punto nadie podía llevarle la contraria; ni la conveniencia ni la comodidad ni la economía eran argumentos que estuviese dispuesto a considerar:

cada cosa tenía que ser exactamente como había sido antes, en tiempos de la familia Rosell, cuyo rastro, por otra parte, no se había preocupado nunca por encontrar. Cuando alguien manifestaba sorpresa, le preguntaba cómo él, que trataba de reemplazar la religión ancestral por el cinematógrafo, se empeñaba ahora en recrear algo reñido con el progreso, algo que el progreso mismo había dejado atrás irremisiblemente, se limitaba a sonreír y respondía: Precisamente. No había forma de sacarlo de ahí. Esta obra colosal duró varios años.

Un día, mientras visitaba la mansión, trabó conversación con un decorador. Este decorador le dijo que había estado buscando en vano una figurita de mayólica de escaso valor; en el curso de sus pesquisas, sin embargo, había oído decir que tal vez en París, en determinado establecimiento, podría dar con ella, pero había preferido renunciar antes de seguir dedicando a la figurita un dinero y un esfuerzo a su juicio desproporcionados. Onofre Bouvila se hizo dar la dirección de ese establecimiento en París, hizo despedir al decorador, subió al automóvil que le esperaba en el puente y dijo al chófer: A París. Nunca había salido de Cataluña. Ni siquiera a Madrid, donde tantos asuntos llevaba entre manos, había ido.

Durante el viaje dormitó en el asiento del automóvil. Al cruzar la frontera, como hacía fresquito, quiso comprar una manta de viaje para taparse las piernas, pero no se la quisieron vender: no llevaba encima dinero francés. Siguió sin la manta hasta Perpiñán: allí un banco le prestó lo que necesitaba y le entregó una carta que le permitía ir retirando sumas sin límite por dondequiera que pasara. Al salir de Perpiñán empezó a llover; no cesó de llover en todo el viaje.

Durmieron en una población que les salió al paso al ponerse el sol. A la mañana siguiente reemprendieron la marcha. Cuando llegaron a París fueron directamente a la dirección que le había dado el decorador incompetente: allí encontró en efecto la figurita de mayólica y la compró por un precio irrisorio.

Con la figurita en su poder se hizo conducir al hotel de lujo más próximo y se hospedó en la "suite royale". Estaba en la bañera cuando entró el gerente vestido de chaqué. En la solapa llevaba una gardenia. Venía a preguntar a "monsieur" Bouvila si deseaba algo en especial. Ordenó que le sirvieran la cena en la "suite" y que proporcionasen al chófer, que ocupaba otra habitación en otro piso, compañía femenina. Mañana le espera un día muy duro, comentó. El gerente del hotel hizo un gesto comprensivo. ¿Y "monsieur"?, dijo luego, ¿no necesitaba también un poco de compañía? Discreta y servicial, dijo Onofre tratando de imaginar lo que habría hecho en aquella situación su amigo el marqués de Ut. El gerente levantó las manos hacia el techo. "C.est l.especialité de la maison!", exclamó. "Elle s.appelle Ninette". Cuando Ninette llegó más tarde a la "suite" lo encontró echado en la cama, vestido y dormido profundamente. Le quitó los zapatos, le desabotonó el chaleco y el cuello de la camisa y lo tapó con el cobertor. Al ir a apagar la luz vio en la mesilla de noche un sobre en el que había escrito: "Pour vous". Dentro del sobre había un fajo de billetes. Ninette volvió a dejar el sobre y los billetes en la mesilla de noche, apagó la luz y salió de la "suite" sin hacer ruido.


Viajar es aburrido y además no instruye como dicen, pensó al día siguiente. El gerente del hotel le sugirió que abreviase el regreso volando a Barcelona en aeroplano: aún no existía servicio regular entre ambas ciudades, pero si el dinero no era obstáculo, indicó el gerente, todo en este mundo tenía arreglo. Se hizo conducir al aeródromo y negoció con un piloto belga el alquiler de un biplano. El chófer partió hacia Barcelona por carretera y Onofre y el piloto subieron al avión. Vientos contrarios los llevaron a Grenoble. De allí consiguieron llegar a Lyon, donde repostaron combustible y bebieron varios coñacs en la cantina del aeródromo para entrar en calor. Al cruzar los Pirineos estuvieron en un tris de sufrir un accidente serio. Finalmente aterrizaron en el aeródromo de Sabadell sanos y salvos. Con gran sorpresa advirtió que en la pista de aterrizaje le estaban esperando Efrén Castells y el marqués de Ut.

– Caramba, cuánto os agradezco que hayáis venido -dijo.

Ellos le gritaban algo, pero no oía nada: tantas horas de vuelo le habían dejado temporalmente sordo. También andaba a tumbos; el gigante de Calella lo llevaba casi en volandas-. Lo que no entiendo es cómo supisteis que llegaba hoy aquí -agregó.

Lo habían estado buscando por todas partes. A través de los bancos habían seguido su pista hasta París; desde allí el gerente del hotel les había informado telegráficamente de sus andanzas: "Bibelot acheté monsieur baigné Ninette deçue monsieur volé", había escrito. Ahora los tres iban en el automóvil de Efrén Castells camino de Barcelona. Sentado en el trasportín aquél metía prisa al chófer. Preguntó a qué se debía tanta prisa. ¿Qué ha pasado?, quiso saber. Algo importante, dijo Efrén Castells; por culpa de tu estúpida escapada hemos perdido ya un tiempo precioso. Decía estas cosas con una gravedad impropia de su temperamento.

– Pongámonos los capirotes -dijo el marqués. De debajo del asiento sacó una caja rectangular de madera taraceada y de ésta tres capirotes negros adornados con la cruz de Malta.

Ahora tenían que ir agachados para que los cucuruchos no se aplastaran contra el techo del automóvil. Éste detuvo al fin su carrera alocada en la falda del Tibidabo, frente a un caserón de ladrillo rojo rematado por torreones falsos, almenas y gárgolas. Dos hombres que llevaban fusiles en bandolera abrieron la verja y la volvieron a cerrar cuando el automóvil la hubo franqueado. Frente a la puerta principal del edificio se apearon, subieron de dos en dos la escalinata y entraron en un vestíbulo circular de techo alto en el que resonaban sus pasos precipitados. Al andar se iban abriendo y cerrando las puertas; criados vestidos de calzón corto y cubiertos de antifaces de satén blanco les hacían reverencias y les señalaban el camino que debían seguir. Así desembocaron en una sala cuyo centro ocupaba una mesa larga y estrecha. A esta mesa se sentaban también varios encapuchados. En tres sillones fraileros vacantes se sentaron Onofre Bouvila, el marqués de Ut y Efrén Castells. El que presidía preguntó con voz cascada: ¿Estamos todos? Un murmullo afirmativo respondió a esta pregunta. Empecemos, pues, dijo el presidente santiguándose. Todos los presentes imitaron este gesto, tras lo cual dijo el presidente:

– A este capítulo extraordinario han venido representantes de nuestros hermanos de Madrid y Bilbao, a quienes me cabe el honor y el placer de dar la bienvenida a Barcelona -un ronroneo siguió a esta formalidad. Luego el presidente golpeó la mesa con un mazo diminuto y continuó diciendo-: Os supongo a todos al corriente de la situación.


En 1923 la situación social se había deteriorado hasta llegar a un punto del cual, decían algunos, "ya no se podía regresar". Sólo Onofre Bouvila estaba en desacuerdo con este diagnóstico pesimista. Siempre hemos vivido en una situación social crítica, decía; el país es así y no hay que darle más vueltas. Opinaba que pese a todo, en el fondo no pasaba nada grave. Dejemos que las cosas sigan su curso, decía, ellas solas se arreglarán naturalmente, sin más violencia que la estrictamente necesaria. A él las cosas como estaban, las cosas confusas y enrevesadas le parecían bien, no en vano había escalado la posición que ocupaba ahora prevaliéndose de ello. El marqués de Ut y sus cofrades, en cambio, opinaban lo contrario: habían heredado la posición de que gozaban y vivían en el temor continuo de perderla; cualquier medida extrema les parecía justificada si tenía por objeto garantizar su estabilidad. El fantasma del bolchevismo les quitaba el sueño.

Ah, pensaba Onofre Bouvila cuando por mor de la discusión se enfrentaba a semejante eventualidad, si aquí triunfara el bolchevismo como en Rusia, yo sería Lenin. Tenía una confianza sin límites en su capacidad de sobreponerse a cualquier contrariedad y de sacar provecho de cualquier obstáculo. Esto, sin embargo, no se lo podía decir al marqués de Ut ni a sus cofrades, con los que ahora estaba reunido.

– Hay que ser muy bruto para dejar que las cosas lleguen a estos extremos irreversibles -se limitó a decir.

– La situación actual es como la fábula de la cigarra y la hormiga -replicó el marqués levantando mucho la voz-. Las clases bajas piden una cosa y nosotros se la damos; al día siguiente van y piden otra cosa y nosotros también se la damos. Así hasta que el populacho acaba pensando: vaya por Dios. Ese día se levanta en armas, nos pasa a cuchillo, pone nuestras cabezas en la punta de una caña y encima todo huele a sardinas.

Este análisis de la situación fue coreado por murmullos de asentimiento. El encapuchado que se sentaba a la derecha de Efrén Castells agregó que el obrero se había salido de sus casillas y ya no se conformaba con pedir el oro y el moro. Lo que ahora quiere es cortarnos la cabeza, dijo. Cortarnos la cabeza, violar a nuestras hijas, quemar las iglesias y fumarse nuestros puros, especificó. Todos los encapuchados golpearon la mesa con los puños. Este ruido duró un rato; cuando cesó Onofre Bouvila volvió a tomar la palabra.

– Yo sé lo que quieren los obreros -dijo con suavidad-. Lo que quieren es convertirse en burgueses. ¿Y eso qué tiene de malo? Los burgueses siempre han sido nuestros mejores clientes -hubo un murmullo de desaprobación. La suerte de la clase obrera le traía sin cuidado, pero no le gustaba que le contradijesen: decidió presentar batalla aunque sabía que la decisión última estaba tomada irremisiblemente de antemano-.

Mirad -dijo-, vosotros pensáis que el obrero es un tigre sediento de sangre, agazapado en espera del momento de saltaros al cuello; una bestia a la que hay que mantener a distancia por todos los medios. Yo os digo, en cambio, que la realidad no es así: en el fondo son personas como nosotros. Si tuvieran un poco de dinero correrían a comprarse lo que ellos mismos fabrican, la producción aumentaría en espiral tremendamente -uno de los encapuchados le interrumpió en este punto para decir que ya había oído en otra ocasión esta teoría económica. No la entendí, dijo, pero me pareció nefasta; luego supe que venía de Inglaterra, con esto está todo dicho.

Alguien señaló que no era momento de enzarzarse en una discusión académica. Cada uno puede sustentar la teoría económica que más le plazca, dijo, pero lo que hay que hacer es lo que hay que hacer. El marqués de Ut añadió que la situación era similar a la fábula de la cigarra y la hormiga.

O quizás, añadió al cabo de un rato, cuando ya no le escuchaba nadie, como la del burro flautista. Onofre Bouvila intervino de nuevo-. La situación está en nuestras manos enteramente -dijo-; si atendemos las reivindicaciones del obrero dentro de los límites de lo razonable, el obrero nos comerá en la mano; en cambio si nos mostramos inflexibles, ¿qué garantía tenemos de que su reacción no será violenta y desmedida?

– La garantía del Ejército -dijo otro de los encapuchados que hasta ese momento no había intervenido en el debate.

Hablaba con una voz pastosa que a Onofre Bouvila no le resultaba desconocida-. El Ejército está precisamente para intervenir en los momentos más necesarios. Cuando la patria está en peligro, por ejemplo. -Onofre Bouvila dejó caer al suelo el lapicero con que había estado jugueteando y al agacharse a recogerlo aprovechó para mirar por debajo de la mesa. Así vio que el que hablaba llevaba botas de caña alta.

Mal asunto, pensó; ahora ya sé quién es-. Cuando reina el caos es cuando el Ejército ha de imponer el orden y la disciplina, porque el caos es un peligro auténtico para la patria y la misión sacrosanta del Ejército es correr en auxilio de la patria cuando la patria lo necesita -siguió diciendo este encapuchado: había cierto tono de convencimiento en su voz; también había cierta testarudez etílica que hacía sus razones irrecusables-. Sea nuestro lema contra el caos disciplina, contra el desorden orden, contra el desgobierno orden y disciplina -con esta proclama dio por terminada su intervención a la que siguió un silencio respetuoso.

– Supongo -dijo finalmente Onofre Bouvila- que habrá que rascarse el bolsillo.


Desde el estribo del vagón el general se volvió a saludar a los encapuchados que habían ido a despedirle a la estación. Al ver el andén lleno de encapuchados el general se frotó los ojos e hizo un gesto de incredulidad. No puede ser el "delirium tremens", pensó, todavía no. Luego recordó lo que estaba haciendo allí y el motivo de la presencia de los encapuchados. Enderezó la espalda, pitó el tren al mismo tiempo.

– Caballeros, harán albóndigas conmigo o mañana mandaré en España -dijo con voz solemne. Debajo de sus capirotes los encapuchados sonreían: habían telegrafiado a sus bancos y dudaban de que el golpe de Estado pudiera fracasar. En el andén no había viajeros ni maleteros: la estación había sido acordonada por fuerzas de infantería; tropas de a caballo patrullaban la ciudad. En los barrios obreros y los centros neurálgicos habían sido emplazadas las ametralladoras y las piezas de artillería ligera. Ahora reinaba el silencio en Barcelona. Al salir de la estación le pidió a Efrén Castells que le llevara a su casa, porque no disponía de automóvil. El gigante de Calella vaciló antes de responder.

– Por supuesto -dijo al final-, no faltaría más: sube.

Onofre Bouvila suspiró aliviado: no le habría gustado que lo mataran en las escaleras de la estación a tiro limpio. Ya en el automóvil se sintió relativamente seguro. Por un instante pensé que me ibas a dejar en tierra, le confesó a Efrén Castells. Somos amigos, le respondió el gigante. Se quitaron los capirotes y se miraron a la cara. Sintió una punzada de pena en el pecho: recordaba al oso barbado que había conocido en la Exposición Universal y veía ahora las facciones descolgadas del financiero calvo, envejecido prematuramente. Habrá que ver la pinta que tengo yo, pensó alisándose las guedejas con los dedos. Efrén Castells, ajeno a estas remembranzas, le indicó la conveniencia de que se escondiese durante unos días. ¿Tú también crees que corro peligro?, le preguntó. Efrén ƒ Castells ƒ movió la cabeza afirmativamente. Él no era muy listo, dijo, pero a su modo de ver no había que excluir aquella posibilidad.

– Primo no es sanguinario -añadió-; por su gusto no habrá derramamiento de sangre. Lo más probable es que todo salga bien y que ni siquiera se note el cambio. Pero puede suceder -dijo el gigante con el rostro ensombrecido no tanto por la preocupación como por el esfuerzo que le costaba dar una explicación tan larga-, puede suceder muy bien que al llegar a Madrid encuentre resistencia; no por parte de los civiles, sino de otros militares que aspiren como él al poder. Hasta una guerra civil es posible. Tú eres muy poderoso y Primo sabe que no puede contar con tu lealtad sin reservas. Esta noche te has mostrado poco prudente -le reconvino-; no sé por qué tenías que decir aquellas tonterías.

– Porque las pienso -dijo Onofre Bouvila mirando a su amigo con ternura- y porque ya estoy viejo para seguir disimulando.

Pero sea como sea, tú tienes razón esta vez: me iré a Francia.

Acabo de conocer París: me ha parecido un sitio horroroso, pero me adaptaré si hace falta.

– No te dejarán cruzar la frontera -dijo Efrén Castells.

– El avión en que he venido no partirá hasta la madrugada -dijo él-. Si después de pasar por mi casa me llevas a Sabadell y no dices nada a nadie de eso me habrás hecho un favor inmenso.

– Está bien -dijo el gigante-, pero te llevaré a Sabadell directamente: no conviene perder tiempo. A estas horas Primo u otro pueden estarte buscando ya.

– Quizá -replicó-, pero primero pasaremos por mi despacho:

hemos de ultimar unos asuntos tú y yo -como Efrén Castells le dijera que aquél no era el momento oportuno, replicó nuevamente-: No hay otro -en la puerta de su casa se apeó y retuvo con la mano al gigante para impedir que bajara del automóvil-. Ve a buscar a mi suegro; sácalo de la cama y tráelo a rastras si es preciso -le dijo-. Está que no se aguanta, pero necesitamos un abogado.

Entró en la casa con sumo cuidado: no quería despertar a su mujer ni a sus hijas; la perspectiva de una despedida lacrimosa le crispaba los nervios por anticipado. Peor sería que se empeñaran en seguirme al destierro, pensó mientras buscaba a tientas el cordón. Tirando de él hizo comparecer al mayordomo en camisa y gorro de dormir. No hace falta que te vistas, le dijo. Enciende la chimenea del despacho. El mayordomo se rascó la nuca. ¿La chimenea, señor? ¡Pero si estamos a primeros de septiembre! Mientras el mayordomo colocaba unas teas en la chimenea y les aplicaba una cerilla se quitó la americana, se arremangó la camisa, sacó un revólver del cajón y comprobó que estaba cargado. Luego lo dejó sobre la mesa y despidió al mayordomo. Prepárame un café, pero procura que no se despierte nadie: no quiero interrupciones. Ah, dijo reteniéndolo cuando el mayordomo ya se iba, dentro de un ratito llegarán don Efrén Castells y don Humbert Figa i Morera. Hazlos pasar directamente a mi despacho. Una vez a solas fue abriendo sistemáticamente cajones y archivadores. Sacaba papeles, los hojeaba y según el caso los arrojaba al fuego. De cuando en cuando removía las cenizas con el atizador. Un reloj de péndulo dio las doce en un salón de la casa. El mayordomo entró para anunciarle la llegada de Efrén Castells y de don Humbert Figa i Morera.

– Que pasen -dijo.

Su suegro venía deshecho en llanto. Llevaba un abrigo oscuro por debajo del cual asomaba un pijama listado. Desde la muerte de su mujer se le había reblandecido el seso: ya no entendía nada de lo que sucedía a su alrededor. Lo que Efrén Castells había tratado de explicarle no había calado en su entendimiento: sólo había oído que su yerno tenía que salir huyendo del país y lloraba pensando en la suerte que podían correr su hija y sus nietas.

– Onofre, Onofre, ¿es verdad lo que me cuenta este animalote?: ¿que cae el gobierno García Prieto y que tú tienes que irte a Francia para que no te peguen un tiro? -entraba preguntando en el despacho-. Ay, Dios del cielo, Dios del cielo, y de mi pobre hija y de mis nietecitas, ¿qué va a ser ahora? Ya le decía yo a mi mujer, que en paz descanse, que no hacíamos bien casando la nena contigo, que mucho mejor boda habría hecho casándose con aquel jorobadito, ¿te acuerdas de quién digo, Onofre? Aquel chico tan educado y tan tímido, que vivía en París, ¿cómo se llamaba?

Onofre tranquilizó a su suegro: no pasaba nada, le dijo. El capitán general de Cataluña había salido rumbo a Madrid hacía unas horas. Las guarniciones de Cataluña y Aragón le respaldan, le contó a su suegro: está por ver qué pasa en Madrid. Si encuentra oposición puede haber guerra, pero yo pienso que en realidad la cosa está hecha: ni el Estado Mayor ni el Rey se le van a enfrentar. La flor y nata del país le apoya, afirmó sin ironía. Yo estoy con ellos y ellos deberían saberlo, añadió con tristeza, pero no se fían de mí. En realidad me temen más que a la clase obrera; yo soy lo que más odian. Encendió un puro mientras reflexionaba y dijo: Esto que está pasando tendría que haberlo previsto con antelación. El 30 de octubre de 1922 los camisas negras habían hecho su entrada famosa en Roma. Ahora, un año más tarde, el 13 de septiembre de 1923, don Miguel Primo de Rivera y Orbaneja se proponía seguir los pasos de Mussolini. Para ello no contaba con millones de seguidores; por eso tenía que recurrir al Ejército. Ésa es la diferencia entre los dos, dijo Onofre.

Primo no es mal hombre, pero es un poco tonto y como todos los tontos, suspicaz y timorato. No durará. Pero mientras dure he de ponerme a salvo, concluyó diciendo. Don Humbert, siéntese a la mesa, coja papel y pluma y redacte un contrato de cesión:

quiero traspasar mis negocios a Efrén Castells aquí presente.

– ¿Qué disparate estás diciendo? -exclamó don Humbert Figa i Morera. El mayordomo llamó a la puerta: traía el servicio de café que Onofre le había encargado, pero se había permitido agregar dos tazas por si don ƒ Efrén ƒ y don Humbert también gustaban. Parece que la noche va a ser larga, musitó. A sus oídos ya habían llegado rumores. La atmósfera de tensión se esparcía por las calles como una niebla baja; palomas mensajeras surcaban el cielo; los cabecillas de los movimientos subversivos corrían por el alcantarillado en busca de amparo: en las intersecciones de dos conductos pestilentes se cruzaban anarquistas, socialistas y catalanistas, se reconocían a la luz verdosa de sus linternas respectivas, se saludaban lacónicamente y continuaban la marcha.

– Es la única forma de evitar la posible incautación -dijo Onofre Bouvila.

– Pero esto que me pides es imposible, ¿cómo vamos a valorar todos tus bienes? -protestó don Humbert Figa i Morera.

– Déles un valor cualquiera: un precio simbólico, ¿qué más da? -dijo Onofre-. Lo importante es que todo quede en buenas manos.

Después de hacer cálculos y de discutir un rato fijaron de común acuerdo una suma en libras esterlinas que el gigante de Calella se comprometió a transferir ese mismo día a una de las cuentas bancarias de que Onofre Bouvila disponía en Suiza. Don Humbert Figa i Morera sollozaba a medida que daba forma jurídica a este acuerdo. Varias veces hubo de interrumpir la labor para decir que le parecía estar asistiendo al desmembramiento del imperio otomano, suceso reciente que le había llenado de pesadumbre. Aclaró que siempre había sentido una adhesión profunda por este imperio; este sentimiento era inexplicable, porque no sabía dónde estaba el imperio otomano e ignoraba todo lo concerniente a él, pero el nombre tenía para él resonancias de fasto y magnificencia, dijo. Onofre le instó a proseguir el trabajo sin divagar más. Pronto romperá el día, dijo. Para entonces tenía que estar lejos ya. Usted se encargará de llevar el contrato al notario y de hacerlo legalizar, le dijo a su suegro. A los dos les encomiendo el cuidado y la salvaguarda de mi familia, añadió en un tono neutro que no impidió que don Humbert rompiera a llorar de nuevo. Por fin los documentos de cesión fueron firmados por las partes contratantes y por don Humbert y el mayordomo como testigos del acto. Hecho esto Efrén Castells acompañó a Onofre a Sabadell. A don Humbert lo dejaron en la casa: cuando se despertara su hija él se encargaría de justificar la ausencia de Onofre y de mitigar los temores que pudieran asaltarla. El automóvil corría ahora por las calles vacías: clareaba, pero los faroleros no se atrevían a salir a hacer sus rondas y las farolas seguían alumbrando como si fuera noche cerrada. En el camino sólo encontraron a un chiquillo cargado de periódicos:

le había sido ordenado que efectuara el reparto como todos los días; de este modo el país tendría noticias de lo sucedido pocas horas antes en Madrid. Allí los militares habían aclamado a Primo de Rivera, el gobierno había presentado su dimisión al Rey y éste había encargado a Primo de Rivera la formación del nuevo gabinete. El periódico reproducía en primera plana la lista de generales que integraban el gabinete y anunciaba que todas las garantías constitucionales quedaban suspendidas por el momento. Las restantes páginas del periódico aparecían censuradas en buena parte.

Al llegar al aeródromo tuvieron que esperar un rato hasta que apareció el piloto, que venía un tanto perplejo: del hotel donde había pernoctado hasta el aeródromo había sido detenido ocho veces por otras tantas patrullas; al final la Guardia Civil lo había escoltado hasta el avión mismo. "Parbleu, on aime pas les belges ici", exclamó irritado al encontrarse con Onofre Bouvila. Éste le dijo que deseaba volver a París con él, lo que satisfizo mucho al piloto, que ya se había resignado a hacer el viaje en solitario. Efrén Castells y Onofre se abrazaron y éste se encaramó al aparato, que despegó sin más dilación. Llevaban media hora de vuelo cuando Onofre le dijo al piloto que virase un poco hacia la izquierda. El piloto le dijo que no se iba a París por esa ruta.

– Ya lo sé -respondió-, pero no vamos a París: haga lo que le ordeno y le pagaré el doble.

Este razonamiento convenció al piloto: ahora el aeroplano describía círculos entre las montañas, sobre un valle cubierto de neblina. A medida que descendían Onofre Bouvila iba dando instrucciones al piloto: Cuidado con aquella ladera, que allí hay unas encinas muy altas; tuerza más bien hacia allí, a ver si podemos seguir el curso del río, etcétera, le decía. Por fin avistaron entre los jirones de niebla una era recién trillada. Al tomar tierra el avión, levantó el vuelo una bandada de pájaros negros que andaban picoteando las gavillas amontonadas en la era. Estos pájaros eran tantos que oscurecieron el sol por un instante. Onofre Bouvila entregó al piloto un pagaré que éste podía hacer efectivo contra cualquier banco francés, saltó del avión al suelo y desde allí indicó al piloto cómo proseguir viaje sin perderse. Sin detener el motor, el piloto hizo dar media vuelta al aparato, corrió un rato por la era y despegó dejando detrás un remolino de polvo y pajas. Una hora más tarde Onofre Bouvila llegaba a la puerta de la casa en que había nacido; ahora vivía allí un campesino con su mujer y sus ocho hijos. A sus preguntas respondieron que el señor alcalde vivía en una casa nueva, junto a la iglesia. Onofre creyó reconocer al campesino y a su mujer, pero éstos no lo reconocieron a él.

3

A la llamada acudió una mujer que aparentaba tener unos treinta años, de facciones inteligentes, algo toscas, pero no carentes de atractivo. En la cabeza llevaba un pañuelo anudado para preservar el cabello del polvo y en la mano izquierda sostenía unos zorros con los que había estado trajinando.

Onofre pensó que su hermano se habría casado tal vez sin comunicárselo a él. La mujer lo miraba con más extrañeza que prevención: Esto indica que no le ha hablado nunca de mí, pensó. En voz alta dijo: Soy Onofre Bouvila. La mujer pestañeó. Hermano de Joan, agregó él. La mujer mudó de expresión. El señor Joan está durmiendo, le dijo, pero ahora mismo le avisaré de que está usted aquí. Por su tono se veía que no era la esposa de Joan. Quizá sea su querida, una barragana, pensó Onofre: no parece soltera tampoco; posiblemente una joven viuda que necesitaba un hombre desesperadamente; protección, seguridad económica y todo eso.

Como ella le había dejado solo en la puerta entró en el zaguán. Sobre la arcada que daba al pasillo había una pieza de azulejo enmarcada en la que se podía leer: Ave María. El zaguán olía a polvo, sin duda el que la mujer había levantado sacudiendo algo con los zorros. Una lámpara y un paragüero de hierro forjado y cuatro sillas de respaldo recto era todo el mobiliario del zaguán. En el pasillo se abrían cuatro puertas:

dos a cada lado. A una de ellas estaba llamando en ese momento la mujer; cuando acabó de llamar dijo: Señor Joan, su hermano está aquí. Hablaba a media voz, pero no trataba de que Onofre no la oyera. Al cabo de un rato respondió una voz cavernosa desde dentro del cuarto. La mujer escuchó atentamente, pegando la oreja a la puerta y luego se volvió a Onofre: Dice que se levanta en seguida, que espere usted, le dijo. Con la mano con que sostenía los zorros hizo un gesto mínimo; con él señalaba el comedor, visible al otro extremo del pasillo. Siguiendo aquel gesto Onofre atravesó el pasillo. la mujer se hizo a un lado. En el comedor había una mesa cuadrada y sobre la mesa una lámpara de cristal esmerilado. Las sillas estaban adosadas a la pared. También había un aparador oscuro, un trinchante cubierto de mármol blanco y una salamandra; esta salamandra era de hierro, pero tenía partes de loza esmaltada: esto daba al comedor un aire de holgura económica. Sobre el trinchante, en la pared, había colgada una santa cena de madera tallada.

Frente a la arcada una puerta doble de vidrio daba a un patio rectangular, al fondo del cual se levantaba un retrete minúsculo. En el patio crecían un magnolio y una azalea. A la derecha del comedor estaba la cocina. Todo tenía aspecto de limpio, de ordenado y de frío. Cuando Onofre estaba mirando estas cosas sonó tan cerca la campana de la iglesia que se sobresaltó visiblemente. La mujer, que había estado observándolo desde el pasillo, se rió por lo bajo.

– Supongo que es cuestión de acostumbrarse -dijo él. Ella se encogió de hombros-. ¿Vives en esta casa? -preguntó. Ella señaló una de las puertas. No era la misma puerta a la que acababa de tocar, pero eso no excluía ni probaba nada, pensó.

En ese momento su hermano apareció en el pasillo. Iba descalzo y llevaba un pantalón de pana gastada y un blusón azul marino a medio abotonar. Con las dos manos se rascaba la cabeza. Cruzó el comedor sin decir nada, como si no hubiera visto ni a su hermano ni a la mujer; salió al patio y se encerró en el retrete. La mujer se había metido en la cocina.

Ahora llenaba un cubo de metal con el agua que brotaba del grifo. Aunque la noche anterior había dormido en uno de los hoteles más elegantes de París, el que hubiera agua corriente en su pueblo le produjo una sensación embriagadora de bienestar material. Cuando el cubo estuvo lleno la mujer lo levantó por el asa y lo sacó al pasillo; luego regresó a la cocina y empezó a encender el fuego con astillas y carbón, cerillas y un abanico de paja trenzada. Qué lento es todo aquí, siguió pensando Onofre. En la mitad del tiempo que llevaba en aquella casa había hecho a veces transacciones importantísimas. Aquí en cambio el tiempo no tiene ningún valor, se dijo. Su hermano salió del retrete abrochándose el pantalón. En el agua del cubo se lavó las manos y la cara; luego cogió el cubo y echó el agua en el retrete. Hecho esto dejó caer el cubo en el suelo del patio y entró en el comedor, mientras la mujer abandonaba la cocina para salir al patio y retirar el cubo.

– ¿Has venido en automóvil? -preguntó Joan a su hermano.

– En aeroplano -respondió Onofre con una sonrisa.

Joan lo miró unos segundos con los labios fruncidos.

– Si tú lo dices, será verdad -suspiró-. ¿Has desayunado?

– Onofre movió la cabeza en sentido negativo-. Yo tampoco dijo Joan-. Ya ves que me acabo de levantar; anoche me acosté tarde -parecía que iba a contar por qué había trasnochado, pero se quedó con la boca abierta y no dijo nada. De la cocina llegaba olor a pan tostado. La mujer puso sobre la mesa del comedor una tabla en la que había embutidos de varios tipos y un cuchillo de monte clavado en la madera. A la vista de los embutidos sintió un vacío doloroso de estómago y reparó en que no había comido nada desde hacía muchas horas-. Ataca sin miedo -le dijo Joan interpretando correctamente su expresión-, estás en tu casa. -Onofre se preguntaba si esto último sería cierto. Ahora deseaba más que ninguna otra cosa que lo fuera.

Después de tantos años de lucha creía haber vuelto al punto de partida; así se lo comunicó a su hermano. La mujer había sacado de la cocina una fuente repleta de tostadas. En un plato de barro sacó una aceitera, un cuenco de sal y varios dientes de ajo para aderezar las tostadas. Por último sacó una botella de vino tinto y dos vasos. Aquel vino tuvo la propiedad de animar a Joan, de infundirle una locuacidad que su hermano no le conocía. Al concluir el desayuno era casi mediodía. Los ojos se le cerraban de sueño. Su hermano le indicó que podía ocupar una de las habitaciones; aunque no habían hablado de ello los tres sabían que había ido allí a quedarse indefinidamente. La habitación que le había asignado era la misma que la mujer había señalado antes, cuando él le había preguntado si ella vivía en la casa; esta coincidencia hizo que se durmiera dándole vueltas al asunto en la cabeza.

En la habitación había una cómoda rústica y vieja que reconoció de inmediato: era la cómoda en que su madre guardaba la ropa. Pensó abrir uno de los cajones, pero no se atrevió a hacerlo en ese momento, por si le oían desde el comedor. Las sábanas olían a jabón.

En los días que siguieron a su llegada se dedicó a vivir a su antojo: comía y dormía cuando le venía en gana, daba largos paseos por el campo, hablaba con la gente o la eludía; nadie se metía con él. Su presencia en el pueblo había dejado de ser un secreto en seguida. Todos habían oído hablar de él; sabían que se había ido mucho años atrás a vivir a Barcelona; se decía de él que allí se había hecho rico, pero ni siquiera esto excitaba la curiosidad popular; quien más quien menos, todos habían oído contar o recordaban personalmente la historia de Joan Bouvila, el padre de los dos hermanos: si aquél se había ido a Cuba y había vuelto fingiendo ser dueño de una fortuna que luego resultó inexistente, no había motivo para pensar que su hijo no estaba haciendo ahora lo mismo, se decían. Esta incertidumbre era del agrado de Onofre, que la cultivaba. Por lo demás, no estaba seguro de que no tuvieran razón los que le suponían impecune: en su fuero interno creía que Efrén Castells y su suegro habrían aprovechado su ausencia para desposeerlo de todo; probablemente don Humbert Figa i Morera habría amañado los contratos como había hecho por instigación suya tiempo atrás con las propiedades de Osorio, el ex gobernador de Luzón. Entonces le tocó a él; ahora me toca a mí, decía filosóficamente. Su hermano le miraba con sorna cuando le oía expresarse de este modo. toda una vida de trabajo para esto, le decía. Bah, solía responder él, el mismo trabajo me habría costado ser barrendero o mendigo. Sólo ahora empezaba a vislumbrar el carácter verdadero de la sociedad brutal en la que se movía con tanta autoridad y tanta soltura aparente. El cinismo cándido de los años mozos era ahora reemplazado por el pesimismo horrorizado de la madurez.

– Siempre has sido un imbécil -le decía su hermano en estos momentos de desasosiego-: ahora te lo puedo decir por fin a la cara.

Estas salidas extemporáneas le dejaban indiferente, por lo general; sólo los detalles aparentemente nimios acaparaban ahora su atención: la estufa apagada en un rincón de la estancia, los cambios de luz debidos al paso de una nube por el rectángulo de cielo que enmarcaba el patio, el ruido de unos pasos en la calle, el olor a leña quemada, el ladrido lejano de un perro, etcétera. En otras ocasiones la indiferencia filosófica de que hacía gala cedía el paso a una indignación súbita: entonces insultaba a su hermano. De estos arranques Joan se enteraba sólo a medias: era alcohólico y sólo pasaba dos o tres horas al día en estado de relativa lucidez; en este lapso despachaba los asuntos de la alcaldía con astucia deshonestidad. A este estado de cosas se había resignado la gente del pueblo: consideraban que esto era el progreso y procuraban que les afectase lo menos posible. Joan Bouvila nunca había intentado hacer de su cargo otra cosa que un medio de vivir sin trabajar, pero incluso en una comunidad tan pequeña la realidad política había acabado sobrepasando sus modestas pretensiones: ahora se encontraba a la cabeza de las fuerzas vivas de la localidad. Estas fuerzas vivas eran más numerosas de lo que Onofre pensó al principio: el rector, el médico, el veterinario, el farmacéutico, el maestro y los dueños del colmado y de la taberna. Desde que Onofre se había ido el pueblo había crecido considerablemente. Estos prohombres sí sabían quién era él y cada uno a su manera trataba de granjearse su confianza; lo adulaban abyectamente y permitían que él mostrase a las claras el desprecio en que los tenía. No había noche en que no recibiera en la casa la visita de uno u otro de estos pillos de vuelo corto. Estas visitas ocasionaban sufrimientos indecibles al rector, un curita joven, lerdo, codicioso e hipócrita, que había fustigado a la mujer que vivía con Joan desde el púlpito. Ahora, debido a la presencia de Onofre en esa misma casa se veía obligado no sólo a ir como los demás, sino a extremar con ella las muestras de cortesía. Onofre y su hermano se divertían a su costa.

– Mire, mosén -le decía Onofre-, he leído varias veces el Evangelio con detenimiento y en ningún sitio he visto dicho que Jesucristo tuviera que trabajar para comer, ¿qué clase de enseñanza es ésta? -ante estas blasfemias el curita se mordía los labios, bajaba los ojos y planeaba una venganza despiadada. Onofre, que podía leer sus pensamientos sin dificultad, apenas lograba contener la risa. Los otros se mostraban más hábiles. El farmacéutico y el veterinario eran aficionados a la caza: entre ambos poseían varios lebreles y otros perros de raza y media docena de escopetas. Algunas veces invitaban a Onofre y a Joan a que les acompañaran en sus salidas. Como Joan iba siempre embriagado su compañía resultaba muy peligrosa. Por su parte, el dueño del colmado recibía semanalmente algunos periódicos que le traía la camioneta que ahora hacía el trayecto entre el pueblo y Bassora. Por este medio Onofre Bouvila seguía el curso de los acontecimientos políticos que habían provocado su exilio; aquellos periódicos que a su vez obtenían información de otros periódicos daban siempre noticias atrasadas y a menudo falsas.

Esto no parecía incomodar a los lectores; además las noticias políticas ocupaban un lugar secundario en aquellos periódicos, que concedían preeminencia a los sucesos locales y a otra información más banal. Esta trasposición de valores irritaba a Onofre; al cabo de un tiempo, sin embargo, empezó a pensar que tal vez aquel orden de prioridades no fuera tan desatinado como le parecía al principio. Ahora, en cambio, era él quien consideraba fútil todo lo que hasta hacía poco le había parecido importantísimo. Estas reflexiones se las hacía en los momentos de tranquilidad, cuando lograba eludir a los parásitos obsequiosos que le asediaban y se refugiaba en los escondites de su niñez. Muchos de estos escondites habían dejado de existir; otros quizá seguían existiendo, pero no supo dar con ellos; otros, por último, estaban en lugares que a su edad le resultaban impracticables. Aun los que encontró eran pequeños y miserables; su imaginación infantil era la que había hecho de ellos lugares encantados, preñados de peligros y maravillas. Ahora, en cambio, los veía tal como eran; esto, en vez de conmoverle, le exasperaba y deprimía. Sólo el riachuelo conservaba a sus ojos todo el misterio de sus recuerdos. Allí había ido casi a diario con su padre, cuando éste regresó de Cuba; ahora tampoco pasaba día sin que acudiese al riachuelo: se sentaba en una piedra y miraba discurrir el agua y saltar las truchas y escuchaba aquellos ruidos claros, que siempre parecían estar a punto de ser palabras. Sobre los arbustos que crecían en la otra orilla había muchas mañanas sábanas extendidas; allí se secaban al sol, que resaltaba su blancura sobre el fondo oscuro de los arbustos y hería la vista. También los olores del campo le embriagaban. En la ciudad los olores, como las personas, le parecían individualistas y agresivos; allí el más penetrante se imponía a los demás: las emanaciones de una fábrica, el perfume de una dama, etcétera. En el campo, por el contrario, los olores más diversos se mezclaban para formar un solo olor del que a su vez estaba imbuido el aire: aquí oler y respirar eran una misma cosa. El camino que llevaba el riachuelo estaba ya cubierto de hojas secas y al pie de los árboles crecían setas de muchos colores y formas: era el otoño. Onofre se dejaba invadir por estas sensaciones que le traían recuerdos muy distantes e imprecisos; estos recuerdos cruzaban fugazmente su memoria, como sombras de pájaros en vuelo.

Cuando quería seguir la pista de uno cualquiera de estos recuerdos se encontraba perdido en una niebla densa; entonces tenía una especie de ensoñación recurrente: creía reconocer la mano de su madre o de su padre que se esforzaban por guiarlo hacia un punto más luminoso y seguro. Pero estas manos nunca llegaban a asir la suya. En un cajón de la cómoda del cuarto que le había sido adjudicado en la casa de su hermano había encontrado una pieza de lana burda que había pertenecido a su madre: Ella había usado esta pieza a modo de chal, precisamente en los días traicioneros del otoño. Ahora la lana se había vuelto dura y áspera y olía a humedad y a polvo.

Onofre, cuando era presa de los recuerdos y las ensoñaciones, sacaba de la cómoda el chal que había pertenecido a su madre y se sentaba con el chal extendido sobre las rodillas. Así permanecía durante varias horas, acariciando distraídamente el chal. En estos momentos pensaba que tal vez si no hubiera optado en su día por la vida aventurera que había llevado habría podido disfrutar de una vida rica en afectos y ternura.

No le remordía el mal que había hecho, sino el haber subordinado a otros objetivos lo que ahora serían recuerdos entrañables. Este dolor, además de tardío, era muy egoísta.


Una tarde, cuando regresaba del riachuelo, vio a un hombre recostado contra el tronco de un árbol al margen del sendero que seguía; con la cabeza vencida sobre el pecho parecía dormido, pero su postura tenía algo de anómalo que le impulsó a dejar el sendero y acercarse al hombre. Por la sotana se veía que era el rector, aquel curita joven contra quien gustaba de lanzar diatribas impías. Antes de llegar a su lado ya sabía que estaba muerto; un examen algo más atento le reveló que esta muerte no se debía a causas naturales: alguien le había descerrajado un tiro en el pecho con un arma de calibre grueso, probablemente una escopeta de caza; allí donde le había alcanzado el disparo la tela de la sotana se había apelmazado por efecto de la sangre coagulada. También tenía sangre en la mano derecha y en la frente y la mejilla, aunque allí no presentaba heridas: sin duda al recibir el disparo se había llevado la mano al pecho y luego a la cara; entonces habría muerto de fijo. Aunque la violencia no le cogía de nuevas el descubrimiento de este crimen le alteró mucho; el hecho de que hubiera sido él precisamente quien descubriera el cadáver se le antojaba una advertencia del destino o el fruto de una maquinación malvada que le unía macabramente al curita asesinado. Ahora aquella paz interior que había creído encontrar en el pueblo había sido rota sin remedio. Abandonó el lugar del crimen a la carrera y no se detuvo hasta que llegó a la puerta de la casa de su hermano. Éste estaba sentado en el comedor bebiendo vino mientras la mujer preparaba la cena en la cocina. cuando hubo recobrado el aliento e informado a su hermano de lo ocurrido advirtió que la mujer había abandonado sus quehaceres y escuchaba con atención el relato apoyada en la jamba de la puerta de la cocina. Entre su hermano y ella hubo un cruce de miradas que no le pasó por alto. Desde el día de su llegada había tenido ocasión de tratar a la mujer y había descubierto sin asombro que era ella en realidad la que ejercía el poder en aquella casa. Casi todas las noches, después de que ella hubiera acostado a Joan, a quien el alcohol rara vez permitía atravesar consciente el umbral de la medianoche, y como sea que a él por el contrario la bebida lo sumía en un estado de ansiedad incompatible con el sueño, ambos, Onofre y la mujer, que parecía no necesitar descanso o al menos ese descanso metódico que la mayoría de las personas, especialmente los hombres, necesita en todas las etapas de su vida, se sentaban en el comedor o, si la noche era cálida y menos húmeda de lo habitual, en el patio, invadido a esa hora del aroma tupido de las azaleas, y departían allí pausadamente, a veces hasta altas horas. Sin ser una persona inteligente la mujer poseía la facultad femenina de saber sin habérselo propuesto cosas que los hombres siempre ignoran por más que se hayan afanado por desentrañar; a través de las apariencias era capaz de ver una realidad descarnada de la que ahora hacía partícipe a Onofre. Gracias a ella había ido averiguando que bajo la armonía ficticia que imperaba en el pueblo hervían pasiones bajas y odios arraigados de antiguo, envidias y traiciones; según ella los campesinos de aquel valle eran seres degradados por enfermedades congénitas, seres fríos y desalmados que dejaban morir de inanición a los ancianos, practicaban el infanticidio y torturaban por puro placer a los animales domésticos. Él se negaba por principio a creer estas cosas, que suponía inspiradas por el resentimiento general que se evidenciaba en ella; tampoco excluía la posibilidad de que aquellas revelaciones sombrías respondieran a un plan más o menos deliberado por su parte. De todos modos, lo que ella le decía producía en él una desazón que agravaba su estado general de desasosiego. A veces, siguiendo el ejemplo de su hermano, buscaba en la bebida el reposo que la conciencia parecía empeñada en negarle al cuerpo. En una de estas ocasiones despertó en su cama al canto del gallo y descubrió con espanto que la mujer dormía apaciblemente a su lado: no recordaba lo que había ocurrido la noche anterior. Cuando despertó a la mujer para preguntárselo ella hizo un mohín, pero no respondió. La hizo salir de la cama primero y de la habitación luego con cajas destempladas y se quedó pensando en las posibles consecuencias de aquel suceso inesperado: tanto si él había cometido una imprudencia como si había sido víctima de un engaño lo cierto era que las cosas habían tomado un sesgo indeseable. Con todo, no podía menos que admirar el valor de la mujer, por la que empezaba a sentir una atracción más peligrosa a la larga que los disparates ocasionales que pudiera inducirle a cometer el alcohol. Por supuesto, no había la menor espontaneidad en el comportamiento de la mujer; este comportamiento no respondía a ningún tipo de inocencia natural: ella sabía bien cuál era su situación en aquella casa y cuál era la reacción que esta situación provocaba en el pueblo; pero tampoco era una persona calculadora e intrigante:

se limitaba a usar las ventajas escasísimas de que gozaba, a jugar sus pobres bazas con la frialdad aparente del jugador profesional que sabe que su supervivencia depende por partes iguales del azar y de su habilidad. Durante todo ese tiempo y a pesar de la confianza que se habían otorgado recíprocamente Onofre no había logrado aclarar la naturaleza verdadera de las relaciones de la mujer con su hermano. Sabía que ella era viuda, como había supuesto en un principio, y que había entrado al servicio de Joan movida por la necesidad; el resto permanecía sumido en el misterio. Todo parecía indicar que el etilismo de su hermano excluía de esa relación el elemento carnal, pero, en tal caso, ¿qué razón había para mantener frente al pueblo un equívoco que redundaba en perjuicio de ella, pero en el que ella parecía consentir? Probablemente ella está esperando pacientemente la oportunidad de cazarlo, pensaba Onofre; sabe que tarde o temprano caerá; entonces ella será la alcaldesa y se resarcirá de todos estos años de humillación y amargura. Cuando pensaba estas cosas le invadía el pesimismo más negro. Los pobres sólo tenemos una alternativa, se decía, la honradez y la humillación o la maldad y el remordimiento. Esto lo pensaba el hombre más rico de España. Más adelante averiguó que el marido de aquella mujer había muerto también violentamente; por más que insistió en ello, la mujer se negó a proporcionarle más detalles al respecto. Esta revelación parcial desencadenó en su cabeza todo tipo de fantasías: quizá ella no era del todo ajena a esa muerte violenta, por más que no pareciera haber sacado de ella ningún provecho material; tal vez su propio hermano estaba comprometido en un crimen que ahora lo encadenaba a aquella mujer de manera indisoluble. La vida en la casa se le hacía cada vez más incómoda. Luego se produjo el incidente ya relatado y se sintió más inseguro que antes; se decía que ella, al iniciar una relación con él que sabía de antemano inviable y efímera por necesidad sólo trataba de forzar a Joan a resolver la ambigüedad de su situación respectiva, pero esta explicación lógica no disipaba el temor creciente de ser víctima de una conspiración. Ahora la mirada que se habían cruzado Joan y la mujer después de oír lo que le había sucedido escapaba por completo a su alcance. Cuando le señaló a su hermano que el rector había muerto de resultas de un disparo de escopeta, lo que circunscribía la lista de posibles asesinos al farmacéutico y al veterinario, que poseían licencia de armas de caza, su hermano le respondió con una carcajada: no había casa en el valle que no contase con un pequeño arsenal ilícito, le dijo. Esta ampliación súbita del número de sospechosos le inquietó: ahora empezarían los rumores y las conjeturas, en las que no dejaría de verse involucrado. Sus disputas con el rector eran de conocimiento público; estas disputas no habían revestido nunca seriedad, habían sido un mero pasatiempo por su parte, pero era muy posible que las malas lenguas desvirtuaran su sentido; de resultas de las habladurías se les atribuiría una enemistad recíproca. Las sospechas que recayeran sobre él podían venir acentuadas también por la inquina notoria que siempre había habido entre el rector y la mujer: esta eventual ramificación del caso establecía otro vínculo entre él y ella. La situación era muy complicada. En realidad no le preocupaba el riesgo de verse inculpado de un crimen que no había cometido; estaba demasiado acostumbrado a eludir la inculpación de crímenes que sí había cometido para que ahora la muerte de un curita rural viniese a quitarle el apetito. Lo que le trastornaba era esto:

pensar que este crimen no se habría producido nunca sin su presencia; era él quien había proporcionado al culpable la ilusión de una coartada y un estímulo. Buscando la paz había llevado al valle la discordia y la violencia; había envenenado la atmósfera. No podía escapar a su destino: una vez iniciada aquella vía no le quedaba otro remedio que recorrerla hasta el final. Al día siguiente abandonó el pueblo en la camioneta que venía de Bassora. El cuerpo sin vida del rector había sido descubierto nuevamente esa mañana, pero a nadie se le había pasado por la cabeza retenerle en el pueblo o cuestionar su derecho a marcharse; esto a sus ojos era la prueba palpable de que todos creían en su culpabilidad. Su hermano se despidió de él con la misma despreocupación con que había acogido su llegada; en aquella inexpresividad Onofre leyó el desvalimiento más absoluto. Tampoco la mujer manifestó ningún sentimiento ante su marcha, pero sus ojos tenían la sequedad que deja el llanto copioso, que produce la desesperanza más honda. ¿Será posible que después de todo lo único que motivara sus actos fuera sólo un amor incipiente sin futuro y todo lo demás fruto de mi imaginación atormentada?, iba pensando en la camioneta.

4

Al volver a casa encontró a su familia presa de gran agitación. Desde hacía varios días lo buscaban desesperadamente; creyéndolo en París habían telefoneado al consulado y a la embajada española en esa ciudad y a todos los hoteles de cierta categoría y se habían puesto en contacto también con las autoridades francesas. El revuelo ocasionado por estas medidas drásticas eclipsaba ahora la sorpresa provocada por su propio regreso: nadie parecía reparar en él.

Por fin logró que alguien le explicara la razón de aquella solicitud inusual: un joven bien parecido y de muy buena familia había pedido sin previo aviso la mano de su hija menor, que a la sazón contaba dieciocho años recién cumplidos.

Ya empieza la lucha por mis despojos, pensó. No valoraba en mucho a sus hijas: supuso que tendría que vérselas con un cazadotes, pero a esta eventualidad ya se había resignado. No podía tomar la cosa a la ligera, sin embargo, por lo que dio instrucciones para que convocaran el pretendiente esa misma tarde a su despacho. Luego se retiró a descansar. El mayordomo lo despertó para anunciarle la visita de Efrén Castells. El gigante irrumpió en el despacho con una cartera repleta de papeles: venía a hablar de negocios. Esta perspectiva lo descorazonó.

– Hiciste bien en desaparecer -empezó diciendo-; realmente iban por tu cabeza -el gigante de Calella hizo un gesto de desconcierto y exhaló un suspiro. Por fortuna aquel primer momento de exaltación había pasado ya-. Como vino se fue -dijo. Durante unos días ni él mismo se había sentido seguro.

Automóviles misteriosos recorrían las calles a altas horas de la noche; otras veces en las horas de mayor bullicio la ciudad quedaba súbitamente silenciosa y quieta; la gente hablaba en voz baja. Luego todo había vuelto a la normalidad. El gigante abrió la cartera y empezó a sacar legajos de ella-. Vengo a rendirte cuentas… -empezó a decir. Onofre Bouvila le interrumpió con un gesto: Hay tiempo, dijo. Efrén Castells insistió en ponerle al corriente de la situación económica peculiar en que se encontraban ambos-. Al principio querían quitártelo todo -dijo el gigante-; luego vieron los contratos que habíamos firmado y ya no supieron qué hacer: se les podía leer el estupor y la indignación pintados en la cara -aquellas mismas personas que no habrían vacilado en enviarlo a la muerte se habían quedado paralizadas ante unos documentos legalizados; esta contradicción aparente no le sorprendió-.

Llamaron todos sus abogados a consejo y estuvieron discutiendo el asunto varios días con sus noches; no veían forma de hincarle el diente. Recabaron desesperadamente mi colaboración. Yo me mantuve firme. Al final llegamos a un acuerdo: yo les prometí que seguiría haciéndome cargo de tus negocios; ellos a cambio prometieron respetar mi independencia; también tuve que prometerles que obtendría tu consentimiento a este acuerdo: de esto depende todo ahora -dijo el gigante. Luego guardó un silencio respetuoso.

– He sido jubilado, ¿verdad? -dijo Onofre Bouvila.

– Esto pasará -dijo Efrén ƒ Castells. ƒ

A las ocho el pretendiente de su hija compareció muy azarado en el despacho. Tenía aspecto quebradizo y poco inteligente y le costaba esfuerzo articular dos frases con coherencia; no parecía un sinvergüenza ni tampoco un hombre honrado. Onofre empezó tratándolo con cordialidad; esta cordialidad que no esperaba desconcertó al pretendiente; su padre le había dicho: pase lo que pase tú no pierdas la compostura, si te insulta o habla mal de la familia, no te des por enterado. Ahora ante tanta amabilidad no sabía qué hacer ni qué decir. Onofre también iba a la deriva. Poco después de la marcha de Efrén Castells había recibido la visita de su suegro. Don Humbert Figa i Morera había repetido los mismos argumentos que ya había esgrimido el gigante de Calella. Lo mejor es armarse de paciencia, le había recomendado; considera este paréntesis como unas vacaciones bien merecidas, dedícate a la vida de familia y a los placeres del hogar y de la buena mesa. Onofre Bouvila le había prometido tener en cuenta sus consejos. Luego habían entrado su hija y su mujer. Mi padre me ha puesto al corriente de la situación, le había dicho su mujer, me alegro de que hayas decidido tomarte la cosa con calma. En su voz había percibido un deje de satisfacción: Si estos reveses sirven para que yo y mis hijas te recuperemos, bienvenidos sean, parecía dar a entender con su expresión. Su hija había ido directamente al grano: Sé benévolo con él, papá, le había rogado, le quiero con toda mi alma; ahora mi felicidad depende enteramente de ti. Viendo al pretendiente recordaba estas palabras. Será un pelele en manos de mi hija, pensaba, un perro faldero, quizá sea esto lo que ella quiera, estas cosas ya se tienen muy claras a su edad; bien, le daré mi consentimiento y me ganaré el reconocimiento de toda mi familia, dentro de poco la casa estará invadida de nietos, quizá tenga razón mi suegro y haya llegado la hora de disfrutar del hogar, se dijo. Luego en voz alta dijo: No sólo me opongo terminantemente a este matrimonio absurdo sino que le prohíbo a usted que vuelva a ver a mi hija; si por cualquier medio trata de ponerse en contacto con ella o con otro miembro cualquiera de esta casa, familiar o criado, haré que mis hombres le sigan y le rompan todos los huesos en un callejón oscuro. La suerte le deparaba una víctima sobre la que descargar la ira acumulada durante todo el día; nunca desperdiciaba estas oportunidades. Que Dios confunda a mi familia, pensó. Luego, dirigiéndose al pretendiente, que no daba crédito a sus oídos, prosiguió diciendo: Esta prohibición que ahora expreso es irrevocable; no espere usted que con el tiempo cambie de opinión: esto es algo que nunca he hecho y nunca haré. Si a pesar de todas mis advertencias usted insistiese en ver a mi hija o en hacerle llegar algún mensaje, me veré en la penosa obligación de hacer que le peguen un tiro en la nuca. Me parece que he hablado con la suficiente claridad. El mayordomo le acompañará a la puerta. Esta entrevista le hizo recuperar parte del humor perdido; incluso tuvo un gesto de condescendencia más tarde con su mujer: No te inquietes, le dijo, si se quieren de verdad y él la merece realmente, vendrá por ella a pesar de todas mis amenazas; en tal caso, yo no cumpliría lo que he dicho; al contrario, habría una gran boda y yo procuraría que nunca les faltara nada; pero yo creo que de este muchacho no volveremos a oír hablar: créeme, mujer, es un zángano, no habría hecho feliz a la niña. Ya vendrán otros. Anda, deja de llorar y ve a consolarla; ya verás qué aprisa se le pasa el disgusto. Pero al margen de estos entretenimientos ocasionales la vida de familia no tenía ningún aliciente para él.

Ahora dedicaba todo su tiempo a proseguir la reconstrucción de la mansión, que había dejado interrumpida con su marcha.

Por casualidad esta obra ingente quedó finalizada a mediados de diciembre de 1924, pocos días después de que Onofre Bouvila cumpliera los cincuenta años de edad. Ahora el jardín había perdido su aspecto selvático y había recuperado su antigua armonía; los esquifes recién barnizados se mecían en el canal, varias parejas de cisnes reflejaban sus formas gráciles en el agua cristalina del lago; dentro de la casa las puertas se abrían y cerraban con suavidad, las lámparas centelleaban en los espejos, en los techos se podían ver querubines y ninfas recién pintados, las alfombras amortiguaban el ruido de los pasos y los muebles absorbían en la superficie reluciente la luz tamizada que filtraban los visillos. Había llegado el momento de hacer el traslado. Sus hijas intentaron oponer a ello resistencia: se negaban a abandonar la ciudad. ¿Quién vendrá a vernos a este lugar dejado de la mano de Dios?, objetaban. Mientras yo sea rico vendrán a vernos al infierno si es preciso, respondía él. En realidad tanto a su mujer como a sus hijas les daba miedo verse aisladas con aquel hombre que las tiranizaba y parecía divertirse haciéndolas sufrir.

También la mansión les infundía temor y desagrado. Aunque la reconstrucción podía considerarse perfecta había algo inquietante en aquella copia fidelísima, algo pomposo en aquel ornato excesivo, algo demente en aquel afán por calcar una existencia anacrónica y ajena, algo grosero en aquellos cuadros, jarrones, relojes y figuras de imitación que no eran regalos ni legados, cuya presencia no era fruto de sucesivos hallazgos o caprichos, que no atesoraban la memoria del momento en que fueron adquiridos, de la ocasión en que pasaron a formar parte de la casa: allí todo respondía a una voluntad rigurosa, todo era falso y opresivo. Acallados los ruidos de la obra y desaparecidos los albañiles, peones, yeseros y pintores, restablecido el orden y la limpieza la mansión adquirió una solemnidad funeraria. Hasta los cisnes del lago tenían un aire de idiocia que les era propio. El alba amanecía para arrojar una luz siniestra y distinta sobre la mansión.

Estas características eran del agrado de Onofre Bouvila. Allí podía vivir a su antojo, sin ver ni oír a su mujer ni a sus hijas durante semanas enteras. Jamás paseaba por el jardín y salía raramente durante el día de los aposentos que había reservado para su uso exclusivo. No recibía visitas y en contra de sus predicciones nadie iba a visitarles por propia iniciativa. Al cabo de unos meses de efectuado el traslado sus dos hijas abandonaron el hogar definitivamente. La menor fue la primera en marcharse. Con la ayuda de su abuelo, don Humbert Figa i Morera, que la adoraba hasta el punto de atreverse, a pesar de su edad y sus achaques, a incurrir en la ira posible de su yerno, se estableció en París; allí contrajo matrimonio al cabo de un tiempo con un pianista húngaro de reputación escasa y futuro incierto que le doblaba la edad; ambos vagaron de ciudad en ciudad a partir de entonces, acosados por los acreedores. La hija mayor no tardó en seguir el ejemplo de su hermana. Aunque reconocía abiertamente no sentir por ello ninguna inclinación ingresó en una congregación de misioneras laicas que ejercían la docencia y la medicina en lugares remotos y atrasados. Después de pasar varios años en el Amazonas, cerca de Iquitos, tratando mal que bien de compaginar la práctica de la obstetricia con el consumo inmoderado de whisky fue repatriada por las autoridades peruanas; para ello fue necesario sobornar a varios funcionarios gubernamentales e indemnizar a las víctimas de su negligencia, su vicio y su ignorancia. Luego vivió apaciblemente envuelta en los vahos del alcohol en una "suite" del hotel Ritz de Madrid hasta su muerte en 1981.

Onofre Bouvila vio disolverse su familia con la misma indiferencia con que la había visto formarse después de la muerte de su segundo hijo: una familia hecha de residuos y desencantos. Su esposa pasaba el día entero y parte de la noche en la capilla del primer piso: allí se hacía llevar las cajas de trufas heladas y de bombones de licor que consumía compulsivamente a todas horas mientras trataba de orientarse en el laberinto de novenas, triduos, viacrucis, adoraciones, cuarenta horas, infraoctavas y velas en que vivía sumida.

Ahora la casa parecía verdaderamente desierta. Si al principio los muebles y los objetos carecían de vida afectiva, pronto adquirieron otra vida fantasmagórica: por las noches se oían ruidos en las estancias vacías y a la mañana siguiente los armarios aparecían desplazados y las alfombras arrolladas, como si todas aquellas piezas colosales y pesadísimas hubieran estado deambulando por los salones al amparo de la oscuridad.

En realidad no había nada sobrenatural en aquello: eran los criados, que manifestaban de este modo su descontento y su hastío. Vamos a ver si acabamos de volver tarumba a la señora, se decían; sin más se dedicaban a golpear cacerolas y arrastrar muebles y golpear las paredes con cadenas. De todo esto Onofre Bouvila no se daba por enterado: para librarse del ambiente lúgubre que reinaba en la casa había adquirido el hábito de salir todas las noches. En compañía de su chófer y guardaespaldas frecuentaba los antros más infames; huyendo de la elegancia y la limpieza buscaba la camaradería de rufianes, maleantes y putas: así creía haber reencontrado aquella Barcelona de la que había logrado elevarse pero en la que ahora creía haber sido bastante feliz. En realidad era la juventud perdida lo que añoraba. Con este objeto trataba de convencerse a sí mismo de que en aquellos ambientes que rezumaban ignominia y miseria se sentía como en su propia casa; en el fondo sabía que le repugnaban aquellos cuchitriles inmundos, mal ventilados, aquellos catres sudados y pestilentes en los que despertaba sobresaltado. El vino peleón, el champaña adulterado y la cocaína que consumía para mantenerse alegre durante toda la noche le sentaban mal: a menudo vomitaba en la calle o dentro del coche cuando regresaba a casa al despuntar el día. También sabía que aquellos charlatanes, contrabandistas y mujerzuelas iban desesperadamente detrás de su dinero. Cuando el chófer lo sacaba casi en brazos de algún burdel las putas que le habían recibido con muestras descocadas de simpatía cambiaban de talante en un abrir y cerrar de ojos, sus chulos les arrebataban a golpes el dinero que él les había dado sin tasa, la euforia y la lujuria se desvanecían: ahora imperaban allí la codicia, la violencia y el rencor. Todo esto lo sabía pero se dejaba engañar; no con el dinero que despilfarraba, sino con este engaño creía pagar el derecho a respirar nuevamente el aire del puerto, el olor a salitre y petróleo y a frutas maduras que se echaban a perder en las sentinas de los barcos como si aún perteneciera a este mundo, que había perdido para siempre muchos años atrás.

Una noche se despertó en una habitación minúscula; las paredes estaban recubiertas de un papel sucio que originalmente había sido de color naranja; colgada de un hilo eléctrico parpadeaba una bombilla de filamentos. Tenía los pies y las manos helados y un hormigueo desagradable le recorría el costado izquierdo. Supo que se moría y le extrañó la precisión con que aún podía registrar detalles nimios. A su lado oyó gritar a una furcia cuyo rostro no recordaba haber visto nunca antes de entonces. Haciendo un gran esfuerzo consiguió asirle la muñeca: sabía que si ella lograba zafarse le quitaría todo lo que llevaba y huiría sin decir nada a nadie. Lo dejaría morir allí. Le prometeré el oro y el moro si me ayuda, pensó, pero las palabras le ahogaban, no le dejaban respirar. No es mal sitio para morir, pensó, menudo escándalo.

Pero ¿qué estoy diciendo? Yo no quiero morir aquí ni en ningún otro sitio. La furcia se había soltado de un tirón: recogía la ropa desperdigada por el suelo de la habitación y salía al pasillo con la ropa en los brazos. Al verse solo luchó por no dejarse vencer por el pánico. Es el fin, pensó. Oyó gritos y carreras en el pasillo antes de perder el conocimiento.

En realidad todos obraron con acierto. La furcia corrió a buscar al chófer apenas se hubo vestido y éste, temeroso de la responsabilidad en que podría incurrir si el suceso terminaba mal, fue a su vez en busca de Efrén Castells. Cuando ambos se personaron en la casa de tolerancia las pupilas y sus chulos habían conseguido ponerle mal que bien la ropa que traía; no habían conseguido en cambio hacerle beber un trago de coñac por más que habían forcejeado con el mango de una cuchara.

Efrén Castells repartió gratificaciones; incluso el sereno y el vigilante, que estaban presentes, recibieron su parte; todos quedaron contentos y juraron guardar silencio. Daban las cuatro cuando lo metieron en la cama y avisaron a su esposa.

Ella estuvo a la altura de las circunstancias, se comportó como una dama: aceptó secamente las explicaciones improvisadas e inverosímiles que ƒ Efrén Castells ƒ le daba torpemente y puso en movimiento a todo el servicio. De resultas de ello al cabo de unas horas la mansión era un hervidero: allí habían acudido médicos especialistas y enfermeras y también en previsión de un desenlace fatal abogados y notarios con sus pasantes y agentes de cambio y bolsa y registradores de la propiedad y funcionarios de la delegación de Hacienda, cónsules y agregados comerciales, hampones y políticos (que trataban de pasar inadvertidos), periodistas y corresponsales y muchos sacerdotes provistos de lo necesario para administrar los sacramentos del caso: la confesión, la eucaristía y la extremaunción. Esta muchedumbre vagaba ahora por el jardín y por la casa, entraba en todas las dependencias, fisgaba en los armarios, abría los cajones, revolvía los enseres, manoseaba las obras de arte y dañaba algunos objetos sin querer o queriendo; los reporteros gráficos instalaban los trípodes y las cámaras en mitad de los salones, herían los ojos de todos con los fogonazos de las lámparas de magnesio y malgastaban las placas en hacer unos retratos cuyo significado se perdía al revelarlas. Los criados se dejaban sobornar y revelaban secretos reales o imaginarios al mejor postor. No faltaban embaucadores que se hacían pasar por amigos de la familia o por colaboradores estrechos del enfermo; de estas personas los periodistas y negociantes bisoños obtenían mediante pago la información más distorsionada y confusa. De resultas de ello la bolsa bajó en casi todos los mercados. De estas cosas él no se enteraba o se enteraba vagamente: a consecuencia de la medicación recibida parecía estar suspendido en el aire: no le dolía nada ni sentía su propio cuerpo, salvo por el frío persistente en las extremidades. Si no fuera por este frío estaría mejor que nunca, pensaba. Algo de este bienestar le devolvía a una infancia anterior a sus recuerdos más antiguos.

Había perdido la noción del tiempo: a pesar de su inmovilidad absoluta las horas no se le hacían largas ni le pesaba la inactividad. Las personas que entraban y salían de la habitación, los médicos que lo examinaban sin cesar, las enfermeras que le administraban medicamentos, alimento y calmantes, que le ponían inyecciones y le sacaban sangre y atendían sus necesidades que ya no controlaba y lo lavaban y perfumaban, las visitas periódicas de su esposa, que pasaba llorando junto al lecho los momentos escasos que le dejaban a solas con él, la irrupción de quienes por medio de algún artificio habían conseguido penetrar hasta su alcoba para pedirle un favor póstumo, para instarle a que pusiera su alma en paz con Dios, para preguntarle un dato esencial sobre una empresa o una operación comercial de cierta envergadura o quizá para oír de sus labios a modo de testamento la clave de su éxito le parecían figuras ficticias, personajes escapados de un grabado infantil, que ahora se movían en unos pocos planos fijos del espacio que le rodeaba con los cuales se confundían. Los murmullos y susurros y el ronroneo de voces y pasos que le llegaba a través de los tabiques, que aumentaba cuando se abría una puerta y se acallaba al cerrarse esa misma puerta también le desconcertaban: no podía establecer una distinción clara entre sonidos, olores, formas y sensaciones:

unos y otras se prestaban a interpretaciones complicadas y no siempre inequívocas o coherentes. El tacto de la mano de un médico o una enfermera, el olor a quina, la blancura de una bata, un rostro inquisitivo cerca del suyo podían formar un todo cuyo sentido le costaba desentrañar. ¿Qué significa esto?, se decía, ¿qué hacen estas cosas heterogéneas a mi lado?, ¿por qué están aquí? Y su fantasía desencadenada al contacto con estos estímulos le transportaba un rato vertiginosamente por un espacio sin límites y lo depositaba luego en la orilla de algún momento perdido de su pasado, que en aquel punto revivía con una precisión tal que su visión le resultaba turbadora y dolorosa. Luego todo esto se desvanecía lentamente como el humo de los cigarrillos en el aire caldeado de un salón y sólo quedaba en su conciencia el terror que le inspiraba la certeza de la muerte. En estas ocasiones quería ofrecer lo que fuera a cambio de seguir viviendo un poco más y de cualquier modo; sabía que en aquel trance no valía ninguna transacción y esto le desesperaba. ¿Cómo es posible que no pueda hacer absolutamente nada para evitar una cosa tan horrible?, se decía. Convencido de que su vida estaba a punto de extinguirse como se extingue una luz al pulsar un interruptor y de que él iba a desaparecer en cualquier momento para siempre y sin remedio rompía a llorar con la desesperación de un recién nacido; de esto nadie se daba cuenta, porque su fisonomía permanecía inalterable, sólo expresaba serenidad y entereza.

Tampoco faltaban ocasiones en que estos vértigos, remembranzas y terrores dejaban paso a visiones irreales y placenteras. En una de estas visiones creyó encontrarse en un lugar incierto alumbrado por una claridad monótona, como de mediodía nublado. Estando allí sin saber con qué fin vio venir hacia él un individuo que ya de lejos creyó reconocer. Cuando lo tuvo más cerca celebró la circunstancia que había hecho posible este reencuentro. Padre, dijo, cuánto tiempo sin vernos. El americano sonrió: físicamente había cambiado poco desde el día aquel en que regresó de Cuba con el traje de dril, el panamá y la jaula del mono, salvo que ahora llevaba una barba larga y bien cuidada. Y esa barba, padre, ¿a qué se debe?, le preguntó. El americano se encogió de hombros. No sé, hijo, parecía querer indicar con este gesto. Luego abrió la boca, movió los labios lentamente, como si fuera a decir algo, pero se quedó así, sin proferir ningún sonido. Onofre contenía la respiración; esperaba que su padre le revelara en cualquier momento algo trascendental. Pero su padre seguía mudo; al final cerró la boca y volvió a sonreír: ahora su sonrisa estaba teñida de melancolía. Quizá sea esto en realidad estar muerto, pensó Onofre con un estremecimiento, esta inmutabilidad; cuando se está muerto ya no se va a ninguna parte verdaderamente, pensó, todo es permanecer; donde no hay cambio no hay dolor, pero tampoco alegría, si algo tiene la muerte es la ausencia completa de alegría, sólo esta ignorancia embarazosa que ahora veo escrita en el rostro de mi padre. Él está realmente muerto, eso se ve sin ningún género de dudas, siguió pensando, por eso su compañía, que al principio me pareció tan agradable ahora sólo sirve para llenarme de tristeza; todo esto indica que yo no estoy muerto, se dijo luego, o no pensaría como lo estoy haciendo. Pero tampoco debo de estar vivo, o no habría tenido esta visión. No hay duda, estoy en un estado transitorio, con un pie a cada lado de la línea divisoria, como se dice en el mundo que estoy a punto de dejar. Qué no daría yo por volver a vivir, pensaba; no pido empezar de nuevo: eso es imposible y por otra parte es seguro que volvería a vivir como he vivido. No, yo sólo pido seguir viviendo, con eso ya me conformo. Ay, si volviera a vivir lo vería todo con ojos distintos.

5

– No sé si es acertado dejar que usted la vea -dijo la monja-. Quiero decir dejar que ella lo vea a usted.

– Entonces, ¿usted sabe quién soy? -preguntó.

La monja frunció los labios; no disminuyó por esta razón la frialdad con que estudiaba a su interlocutor. En esta frialdad no había trazas de animadversión: sólo curiosidad y cautela por partes iguales.

– Todo el mundo sabe quién es usted, señor Bouvila -dijo en voz muy baja, casi con coquetería. Cada una de sus facciones revelaba una cualidad de su carácter: desprendimiento, dulzura, paciencia, fortaleza, etcétera; su cara entera era un emblema-. La pobre ha sufrido mucho -añadió cambiando de tono-. Ahora pasa la mayor parte del tiempo tranquila; sólo recae de cuando en cuando y aun eso por pocos días. En estas ocasiones vuelve a creerse una reina y una santa. Onofre Bouvila movió la cabeza en señal de asentimiento: Estoy al corriente de la situación, dijo. En realidad se había enterado hacía muy poco. Durante los meses inacabables de convalecencia, durante el período en que su vida arrancada "in extremis" de las garras de la muerte parecía sustentada precariamente por una tela de araña le habían ocultado la verdad: cualquier trastorno puede serle fatal, habían dicho los médicos. Pero no pudieron evitar que acabara enterándose indirectamente. Un día de otoño en que combatía el tedio hojeando revistas en un extremo del salón, junto al ventanal cerrado, con las piernas cubiertas por una manta de alpaca, leyó la noticia de la boda. Al principio le pasó por alto su significado: casi todo le pasaba por alto desde hacía tiempo.

Una doncella retiró las revistas que había dejado caer al suelo y corrió las cortinas para que el sol de tarde que empezaba a entrar a través de los cristales no le diera en la cara. Cuando la doncella se hubo ido apoyó la mejilla en el antimacasar: estaba recién planchado y aún conservaba el olor a albahaca fresca. Así se dejó invadir por la somnolencia. Por primera vez en su vida ahora dormía muchas horas; cualquier actividad sencilla le fatigaba; por fortuna estos sueños eran siempre placenteros. Esta vez, sin embargo, se despertó sobresaltado. No sabía cuánto rato había dormido, pero a juzgar por la posición de la línea que dibujaba el sol en las losas de mármol, poco. Durante unos minutos estuvo tratando de identificar la razón de su inquietud: ¿Es algo que he leído en las revistas?, se preguntaba. Hizo sonar la campanilla que siempre tenía al lado: la doncella y la enfermera acudieron con expresión asustada. No me pasa nada, coño, les dijo irritado ante esta muestra oficiosa de solicitud; sólo quiero que me traigan las revistas que estaba leyendo hace un rato.

Mientras la doncella iba en busca de las revistas la enfermera le tomó el pulso: era una mujer enjuta y avinagrada. Con estos viragos me castiga mi mujer, le decía a Efrén Castells cuando éste iba a visitarle. ¿Qué quieres?, replicaba el gigante con severidad, ¿un pimpollo y que te vuelva a dar un síncope?

Miraba a todas partes para cerciorarse de que nadie les oía y agregaba: Si te hubieras visto como te vi yo cuando fui a recogerte al prostíbulo no dirías estas cosas. Bah, deje de mirar si estoy vivo o muerto y límpieme las gafas con esa gasa que le asoma por el bolsillo, rezongó retirando la mano. La enfermera y él se miraron un instante con aire de desafío. A esto he llegado, pensó: a pelearme con solteronas. Luego ordenó que descorrieran las cortinas y le dejaran en paz.

Febrilmente buscó la noticia de la boda. Soy muy feliz, había declarado la estrella al corresponsal de la revista. James y yo viviremos la mayor parte del año en Escocia; allí James tenía un castillo. James era un aristócrata inglés apuesto y adinerado. Se habían conocido a bordo de un transatlántico de lujo; sí, había sido amor a primera vista, confesaron ambos luego; durante unos meses prefirieron mantener el noviazgo en secreto para eludir el acoso de la prensa; durante estos meses él le enviaba todos los días una orquídea a su habitación:

esto era lo primero que ella veía al abrir los ojos. La boda tendría lugar antes del invierno en un lugar que no querían revelar; luego nos espera una larga luna de miel por países exóticos, puntualizaba. Soy muy feliz, repetía. Con tal motivo anunciaba su retirada definitiva del cine.

– ¿Dónde está? -le preguntó a bocajarro aquella misma tarde a Efrén Castells. El gigante se quedó desconcertado.

– Está todo lo bien que se puede estar, créeme -le dijo-.

El sitio es muy agradable; no parece un sanatorio -luego, sintiéndose acusado implícitamente por el silencio hosco de su amigo, se defendió montando en cólera-. No me mires con esta cara, Onofre, por lo que más quieras: tú habrías hecho lo mismo, ¿qué otra salida nos quedaba? Desde el principio sabías tú mejor que nadie que esta aventura tenía que acabar así, la cosa viene de antiguo -le contó cómo las cosas habían ido de mal en peor desde el traspaso de los estudios cinematográficos. Pronto comprendieron que Honesta Labroux no estaba dispuesta a acatar órdenes de nadie, salvo de él; pero él se había ido para no volver. Ahora una película que antes se rodaba en cuatro o cinco días exigía varias semanas de rodaje: los problemas se multiplicaban. Al final había intentado matar a Zuckermann. Un día en que él la había tratado con más crueldad que de ordinario ella sacó una pistola del bolso y disparó contra el director. La pistola era una antigualla, sabe Dios de dónde la habría sacado; le había estallado en la mano: de puro milagro no le voló su propia cabeza. Después de este incidente todos convinieron en que no había más remedio que encerrarla. Onofre asintió sombríamente.

Desaparecida Honesta Labroux la industria cinematográfica que él había creado empezó a declinar. Probaron otras actrices, pero todas fracasaron; ahora las películas resultaban difíciles de amortizar donde antes habían rendido beneficios enormes. El público prefería sin lugar a dudas las películas que llegaban de los estados Unidos; el propio Efrén Castells hablaba con entusiasmo de Mary Pickford y de Charles Chaplin.

Ya habían decidido cerrar los estudios, liquidar la sociedad y dedicarse a la importación de películas extranjeras. Deja que ellos se rompan la mollera y arriesguen el dinero, dijo Efrén Castells. Onofre Bouvila se subió la manta de alpaca hasta el pecho y se encogió de hombros: todo le daba igual.

– Venga -dijo la monja súbitamente. Había estado cavilando y esta decisión era el resultado de sus cavilaciones: de su forma de hablar se desprendía que estaba acostumbrada a tratar con personas cuya comprensión no precisaba. Siguiendo a la monja desembocó en una sala de regulares dimensiones; estaba amueblada con sencillez y parecía limpia y confortable, pero rezumaba olor a enfermedad y decadencia. Por la ventana entraba la claridad delicada de un mediodía de invierno. En la sala hacía bastante frío. Tres hombres de edad indefinida jugaban a las cartas en torno a una mesa camilla; dos de estos hombres llevaban boina y los tres llevaban bufandas arrolladas al cuello. En otra mesa adosada a la pared y cubierta de un mantel azul que colgaba hasta tocar el suelo había un nacimiento: las montañas eran de corcho; el río era de papel de estaño; la vegetación eran unas placas de musgo; las figuritas de barro no guardaban mucha proporción entre sí. Al lado de la mesa había un piano vertical cubierto por una funda de lona.

– Los propios pacientes han hecho este belén -dijo la monja. Al oír esto los tres hombres suspendieron el juego y sonrieron en dirección a Onofre Bouvila-. En la nochebuena, después de la misa del gallo hay una cena comunitaria; quiero decir que pueden asistir a ella también los familiares y allegados que lo deseen. Ya me figuro que éste no es su caso, pero se lo digo igualmente.

Onofre advirtió que todas las ventanas tenían rejas.

Salieron de allí por una puerta distinta; esta puerta llevaba a otro pasillo. Al llegar al final de este segundo pasillo la monja se detuvo.

– Ahora tendrá que esperar aquí un momento -dijo-. Los hombres no pueden entrar en el ala de las mujeres y viceversa:

nunca se sabe en qué estado los vamos a encontrar.

La monja lo dejó allí solo. Rebuscó en todos los bolsillos, aun sabiendo la inutilidad de este gesto; los médicos le habían prohibido fumar y no llevaba nunca cigarrillos encima.

Pensó volver a la sala y pedir un cigarrillo a los jugadores.

Algo tendrán y no parecían peligrosos, se dijo. Después de todo, ¿qué pueden hacerme? Al hacerse esta reflexión escrudiñó críticamente el reflejo de su figura en el cristal de la ventana del pasillo. Allí vio un anciano diminuto, encorvado y pálido, cubierto por un gabán negro con cuello de astracán y apoyado en un bastón con empuñadura de marfil. En la mano que no tenía en la empuñadura del bastón sostenía el sombrero flexible y los guantes. Todo ello le daba un aire de filigrana no exento de comicidad. La llegada de la monja interrumpió esta contemplación desconsoladora. Ya puede venir, le dijo.

Delfina también había envejecido mucho; además de esto había enflaquecido de una manera alarmante: había recuperado la escualidez propia de su naturaleza; nadie habría reconocido en ella la actriz famosa que encandilaba al mundo, ahora sólo él podía reconocer en aquel vestigio la fámula arisca de otros tiempos. Llevaba una bata de lana gruesa sobre el camisón de franela, unos calcetines también de lana y unas pantuflas forradas de pelo de conejo. Mire quién ha venido a verla, señora Delfina, dijo la monja. Ella no reaccionó ante estas palabras ni ante su presencia; miraba un punto lejano, más allá de las paredes del pasillo: esto provocó un silencio incómodo para él. La monja sugirió que fueran a dar un paseo los dos solos. El día está fresquito, pero al sol no se estará mal, dijo; salgan al jardín: el ejercicio les hará bien a los dos. A los ojos de la monja una actriz cinematográfica debía de ser poco más que una prostituta si no su equivalente; si los dejaba salir solos al jardín era porque la decrepitud de ambos les confería una inocencia renovada, pensó Onofre mientras conducía a Delfina por el pasillo hacia el jardín.

Esta operación resultó muy ardua y prolongada; ella andaba muy envarada y con lentitud extrema; cada movimiento suyo parecía ser el fruto de un cálculo complicadísimo y una decisión ponderada y no carente de riesgo. Ya he dado medio paso, parecía ir diciendo cada vez, bueno, ahora daré otro medio.

Gracias a esta parsimonia el jardín, que no era muy extenso, parecía enorme. No le falta razón, pensaba Onofre; si no va a pasar jamás de la tapia del jardín, ¿a qué apurarse? Era él quien se fatigaba de resultas de aquella lentitud exasperante.

Ven, Delfina, acabó diciendo, vamos a sentarnos un poquito en aquel banco.

– Aquí estaremos muy bien -dijo él cuando se hubieron sentado lado a lado en el banco de piedra; ahora la necesidad de mantener una conversación se hacía imperiosa. Los árboles habían perdido las hojas y junto al muro del sanatorio crecían unas algalias. Le preguntó cómo se encontraba, ¿le dolía algo?, en el sanatorio, ¿la trataban bien?, ¿necesitaba alguna cosa que él pudiera proporcionarle? Ella no respondía, seguía mirando hacia delante con la misma expresión impertérrita; ni siquiera parecía darse cuenta de dónde estaba o con quién.

Este silencio oprimió a Onofre más de lo que él habría podido imaginar. Cuántas cosas han pasado, dijo a media voz; y sin embargo nada ha cambiado; los dos seguimos siendo los mismos, ¿no crees?; sólo que ahora la vida ha echado a perder lo poco que teníamos. Un pájaro negro se posó en la grava del jardín, allí se detuvo un rato y emprendió luego el vuelo. Onofre siguió hablando cuando el pájaro se hubo ido. ¿Recuerdas cuando nos conocimos, Delfina? No digo el momento en que nos conocimos, sino la época. Era el año 1887, otro siglo, ahí es nada: Barcelona era un pueblo, no había luz eléctrica ni tranvías ni teléfonos; era la época de la Exposición Universal. ¿Sabes que ya se habla de hacer otra? Quizá sea ésta la ocasión de volver a las andadas, ¿qué me dices? Ay, entonces yo me sentía muy solo, estaba asustadísimo; en esto, ya ves, no he cambiado. Entonces sin embargo te tenía a ti; nunca nos llevamos bien pero yo sabía que tú estabas allí y con esto tenía suficiente aunque no lo sabía aún entonces.

Como ella permanecía inmóvil temió que se hubiese congelado, aunque el aire era tibio y el sol contrarrestaba la humedad.

Una estatua de hielo, pensó; siempre fue una estatua de hielo salvo la noche aquella en que la tuve en mis brazos. Le cogió una mano y vio que la tenía fría, pero no helada como había temido-. Te vas a enfriar -le dijo-, toma, ponte mis guantes -se quitó los guantes y se los puso a Delfina sin que ella cooperase ni opusiese resistencia. Con sorpresa advirtió que los guantes le venían bien a ella: entonces recordó que siempre había tenido las manos muy grandes. Con estas manos se aferraba a mis hombros desesperadamente, pensó-. Puedes quedarte con los guantes dijo en voz alta-, ya ves que te vienen que ni pintados -al levantar la cabeza vio a los tres hombres que un rato antes jugaban a las cartas asomados ahora a la ventana de la sala; desde allí espiaban sin ningún disimulo a la pareja del banco con aire de concentración y seriedad. Aunque estaban lejos y eran sólo tres enfermos Onofre soltó la mano de Delfina que había retenido entre las suyas. Ella juntó esta mano con la otra y posó las dos sobre las rodillas-. Ya es bien inútil sin embargo pensar en esto -siguió diciendo-. Si hablo de estas cosas es porque he estado al borde de la muerte y tengo miedo. A ti no me importa decírtelo: siempre he sabido que tú eres la única persona que me ha comprendido. Tú siempre has entendido el porqué de mis actos. Los demás no me entienden, ni siquiera los que me odian. Ellos tienen su ideología y sus prerrogativas: con estas dos cosas lo explican todo; gracias a esto justifican cualquier cosa, el éxito como el fracaso; yo soy un fallo en el sistema, la conjunción fortuita y rarísima de muchos imponderables. No son mis actos lo que me reprochan, no mi ambición o los medios de que me he valido para satisfacerla, para trepar y enriquecerme: eso es lo que todos queremos; ellos habrían obrado igual si les hubiera impelido la necesidad o no les hubiera disuadido el miedo. En realidad soy yo quien ha perdido. Yo creía que siendo malo tendría el mundo en mis manos y sin embargo me equivocaba: el mundo es peor que yo.


Muy entrada la primavera recibió una carta; la firmaba una religiosa, quizá la misma que le había atendido el día que fue al sanatorio. En esta carta la religiosa le comunicaba el fallecimiento de Delfina; "la muerte le sobrevino mientras dormía", decía la carta. Ahora le informaban de este suceso luctuoso aun sabiendo que no era su pariente ni allegado "dada la especial relación afectiva que le había unido a la difunta". Aunque desde el día en que él había ido a visitarla Delfina no había recobrado ni la voz ni la conciencia, no era aventurado afirmar que "murió, por así decir, con su nombre en los labios", decía la carta. En el cuarto de la difunta habían sido encontradas unas hojas manuscritas, probablemente una misiva dirigida a él, junto con "otros escritos de contenido íntimo y escabroso que hemos estimado oportuno destruir", acababa diciendo la carta. La misiva de Delfina decía así: "La realidad que nos envuelve es sólo una cortina pintada, al otro lado de esta cortina no hay otra vida, es la misma vida, el más allá sólo es aquel lado de la cortina, al detener la vista en la cortina no vemos el otro lado, que es lo mismo, cuando comprendamos que la realidad es sólo un fenómeno óptico podremos cruzar esta cortina pintada, al cruzar esta cortina pintada nos encontraremos en otro mundo que es igual que éste, en aquel mundo están también los que han muerto y los que todavía no han nacido, pero ahora no los vemos porque los separa esta cortina pintada que confundimos con la realidad, una vez traspasada la cortina en un sentido ya es fácil siempre trasponerla en ese mismo sentido y en el sentido opuesto también, se puede vivir al mismo tiempo en este lado y en el otro lado no al mismo tiempo, el momento indicado para atravesar la cortina pintada es la hora del crepúsculo hacia allí, la del amanecer hacia aquí así se consigue mejor todo el efecto, lo demás no sirve, no sirve hacer invocaciones ni pagar, al otro lado de la cortina pintada no existe la ridícula división de la materia en tres dimensiones, en este lado cada dimensión tiene algo de ridículo a nuestros propios ojos, los que están al otro lado de la cortina lo saben y se ríen, los que todavía no han nacido se creen que los muertos son sus papás". Luego la letra se volvía ininteligible.

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