Capítulo IV

1

El viajero que acude por primera vez a Barcelona advierte pronto dónde acaba la ciudad antigua y empieza la nueva. De ser sinuosas las calles se vuelven rectas y más anchas; las aceras, más holgadas; unos plátanos talludos las sombrean gratamente; las edificaciones son de más porte; no falta quien se aturde, creyendo haber sido transportado a otra ciudad mágicamente. A sabiendas de ello o no los propios barceloneses cultivan este equívoco: al pasar de un sector al otro parecen cambiar de físico, de actitud y de indumentaria. Esto no siempre fue así; esta transición tiene su explicación, su historia y su leyenda.

En sus muchos siglos de historia no hubo ocasión en que las murallas impidieran la conquista o el saqueo de Barcelona. Sí, en cambio, su crecimiento. Mientras dentro la densidad de población iba en aumento, hacía la vida insoportable, fuera se extendían huertos y baldíos. A la caída de la tarde o los días festivos los habitantes de los pueblos vecinos subían a las colinas (hoy el Putxet, Gracia, San José de la Montaña, etcétera) y miraban, a veces con catalejos de latón, a los barceloneses: febriles, ordenados y puntillosos éstos iban y venían, se saludaban, se perdían en el dédalo de callejuelas, volvían a encontrarse y se saludaban de nuevo, se interesaban mutuamente por su salud y sus negocios, se despedían hasta la próxima ocasión. Los pueblerinos se divertían con el espectáculo; no faltaba quien, en su llaneza, trataba de alcanzar a algún barcelonés de una pedrada: esto era imposible, por la distancia en primer lugar, y también por la muralla. El hacinamiento atentaba contra la higiene: cualquier enfermedad se convertía en epidemia, no había forma de aislar a los enfermos. Se cerraban las puertas de la ciudad para evitar que la plaga se extendiera y los habitantes de los pueblos formaban retenes, obligaban a regresar a los fugitivos a garrotazo limpio, lapidaban a los remisos, triplicaban el precio de los alimentos. También atentaban contra la decencia.

"Albergado en un hostal que me había sido recomendado con hiperbólico encomio, cuenta un viajero en su crónica, descubrí que tenía que compartir una pieza de seis metros cuadrados como máximo con otras tantas personas, esto es cinco y yo mismo. De aquéllos, dos resultaron ser unos recién casados en viaje de novios, quienes no bien se hubieron acostado y habiéndose apagado la luz amenizaron la noche con profusión de jadeos, alaridos y risas. Todo esto a un precio exorbitante, ¡!¡y aun gracias!¡!" Más conciso, escribe el padre Campuzano:

"Raro es el barcelonés que antes de tener uso de razón no se ha informado gráficamente del modo en que fue engendrado".

Consecuencias de lo antedicho eran la relajación de las costumbres, frecuentes epidemias de índole venérea, estupro y otros abusos y en algunos casos, como el de Jacinto o Jacinta Peus, trastornos psicológicos: "A fuerza de ver a mis padres y a mis hermanos y a mis hermanas y a mis tíos y a mis tías y a mis abuelos y a mis abuelas y a mis primos y a mis primas y a los criados de la casa en cueros llegué a no saber quiénes eran hombres y quiénes mujeres ni a cuál de ambos géneros debía yo de adscribirme". El problema de la vivienda era pavoroso; el precio astronómico del alojamiento consumía la porción principal de los ingresos familiares. Unas cifras fáciles de captar son aquí útiles. A mediados del siglo XIX la superficie de Barcelona era de 427 hectáreas. En esas mismas fechas París disponía de 7.802 hectáreas; Berlín, de 6.310, y Londres, de 31.685. Incluso una ciudad aparentemente pequeña como Florencia contaba con una extensión de 4.226 hectáreas, es decir, diez veces mayor que la de Barcelona. La densidad de habitantes por hectárea es igualmente reveladora: 291 en París, 189 en Berlín, 128 en Londres, 700 en Barcelona. ¿Por qué no se derribaban las murallas? Porque el Gobierno no daba permiso: con pretextos estratégicos insostenibles mantenía asfixiada la ciudad, impedía que Barcelona creciera en extensión y en poder. Los reyes, reinas y regentes que se sucedían en el trono de España fingían tener problemas más acuciantes y los gobiernos se mostraban remolones cuando no sarcásticos: si les falta terreno, decían, que quemen más conventos. Aludían con esto a los conventos incendiados por la turbamulta en las sangrientas algaradas de aquellas décadas turbulentas y al hecho de que los solares hubiesen sido luego utilizados como espacios comunitarios: como plazas, mercados, etcétera. Por fin las murallas fueron derribadas. Ahora parece que ya podemos respirar, se dijeron los barceloneses. Pero la realidad no había cambiado: con murallas o sin murallas la estrechez de la ciudad era la misma. La gente vivía oprimida en cuartuchos diminutos, en una promiscuidad hedionda e indecente; vivían amontonados los unos con los otros y todos con los animales domésticos. La desaparición de la muralla permitía ver a todas horas el valle que se extendía hasta la falda de la sierra de Collcerola; esto hacía el hacinamiento más patente aún. Rayos y truenos, decían los ciudadanos, tanto campo vacío y nosotros aquí, como ratas en una madriguera. ¿Es justo, se preguntaban, que vivan más holgadas las lechugas que nosotros? En esta tesitura los ojos de la población se volvían hacia el alcalde.

El alcalde de Barcelona no era el mismo que años más tarde había de llevar a cabo el plan de la Exposición Universal, sino otro. Éste era un hombre de estatura corta, tripón. Era muy religioso: todos los días asistía a la santa misa y recibía la eucaristía. En estos minutos de recogimiento procuraba no pensar en los problemas municipales; quería dedicar toda su atención al milagro de la transubstanciación.

Pero la cuestión urbanística, que le abrumaba, lo distraía.

Hay que hacer algo, se decía, pero ¿qué? Había estudiado la expansión de otras ciudades europeas: la de París, la de Londres, la de Viena, la de Roma, la de San Petersburgo. Los planes eran buenos, pero costosos. Además, ninguno tenía en cuenta las peculiaridades de Barcelona. Cuando alguien le ponderaba el plan de París, el alcalde respondía siempre que era un buen plan, "pero no tiene en cuenta las peculiaridades de Barcelona". Lo mismo decía del plan de Viena, etcétera.

Estaba convencido de que Barcelona tenía que concebir y llevar a término su propio plan, sin caer en la imitación.

Un día, cuando acababa de comulgar, tuvo esta visión:

estaba sentado en el sillón de alcalde, en su despacho y entraba un macero a anunciarle una visita. El alcalde se preguntaba si sería un vocal, un delegado. Dice ser, interrumpió el macero las conjeturas, un caballero de Olot.

Sin más entró el visitante y salió el macero. El alcalde quedó sobrecogido. El visitante despedía rayos y un halo de luz lo circundaba. El alcalde advirtió con extrañeza que la piel del visitante era plateada, como si la llevara embadurnada de tintura de plata. Los cabellos, que le llegaban hasta los hombros, eran hilos de plata. También la túnica tenía un reflejo mate, como si todo en el visitante estuviera hecho de una aleación sobrenatural. El alcalde se guardó mucho de pedir una explicación al respecto; preguntó solamente a qué se debía semejante honor. Hemos observado, dijo el visitante, que desde hace un tiempo estás distraído cuando recibes la Sagrada Forma. Es mi atención, no mi devoción lo que flaquea, se disculpó el alcalde; se trata del plan de ordenación urbana, que me trae por la calle de la amargura; no sé qué hacer.

Mañana, dijo el visitante, al primer canto del gallo, estarás en la antigua puerta de poniente. Allí verás venir al elegido, pero no le digas que yo me he manifestado. El alcalde despertó con sobresalto: estaba en la iglesia, en el reclinatorio, aún tenía en la lengua la hostia consagrada. Todo lo había soñado en un abrir y cerrar de ojos.

Al día siguiente a la hora convenida estaba el alcalde en el punto donde casualmente había de levantarse años más tarde el Arco de Triunfo que daba entrada a la Exposición.

Circulaban ya personas, bestias y carros. Para no ser reconocido el alcalde vestía un simple capote y un sombrero chambergo; en un recipiente de barro había colocado queso blanco de cabra; le iba echando encima aceite y lo iba espolvoreando con tomillo, como había visto hacer de pequeño en la masía donde vivían entonces sus abuelos. Así dejó que transcurriese toda la jornada. Los que pasaban por su lado comentaban la agitación que reinaba en la ciudad por la desaparición del alcalde, al que buscaban en vano desde que por la mañana no se había personado en la iglesia donde invariablemente oía su misa. Del erario público, decían, no faltaba un céntimo; eso era a juicio de todos lo más chocante.

Al atardecer el sol se convirtió en un círculo rojo de gran perímetro. El alcalde vio venir hacia él un ser raro. Una escaldadura sufrida de niño le había dejado la mitad izquierda de la cara tersa y lampiña; la otra mitad, en cambio, estaba surcada de arrugas y ostentaba medio bigote y media barba de notable longitud, porque venía de hacer a pie el camino de Santiago o se disponía a emprenderlo. Se llamaba o decía llamarse Abraham Schlagober, que en alemán significa "nata"; dijo no ser judío, pese a su nombre, sino cristiano viejo, peregrino en cumplimiento de una promesa cuya causa se negó a revelar y constructor de obras. El alcalde lo llevó de inmediato al Ayuntamiento, le mostró los planos de Barcelona y sus alrededores, puso a su disposición todos los medios para que trazara un proyecto. Ésta será, le dijo Abraham Schlagober, la Ciudad de Dios de que nos habla San Juan, la nueva Jerusalén. Ya que Jerusalén había sido derruida y nunca podría levantarse de nuevo, porque el Señor había dicho que no quedaría de ella piedra sobre piedra, otra ciudad estaba llamada a sustituirla como centro de la cristiandad. Barcelona tenía la misma latitud que Jerusalén, era una ciudad mediterránea, todo concurría a hacer de ella la ciudad elegida. Juntos leyeron las palabras reveladas: "Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas". El proyecto quedó acabado en menos de seis meses, tras lo cual Abraham Schlagober desapareció sin dejar rastro. Hay quien afirma que tal personaje no existió nunca y que fue el propio alcalde quien dibujó los planos. Otros, que sí existió, pero que no se llamaba como él decía ni era peregrino ni constructor, sino un aventurero que habiéndose percatado de la condición irregular del alcalde decidió sacar tajada de ello, acertó a trasladar al papel con astucia las visiones de su protector y mientras le duró el trabajo vivió a expensas del municipio, lo cual no sería insólito. Cuando el proyecto estuvo enteramente acabado el alcalde lo encontró de su agrado y lo sometió a la consideración del pleno.

Hoy el proyecto original no existe ya: o fue destruido a propósito o se encuentra sepultado sin remisión en archivos municipales insondables. Sólo nos han llegado bocetos parciales, poco fidedignos, fragmentos de la memoria justificativa. Como medidas habían sido usadas la braza y la parasanga, el codo y el estadio, lo que sin duda habría confundido mucho a los operarios de haberse procedido a la construcción; de lo que hoy llamamos el Tibidabo hasta el mar discurría un canal navegable del que partían a derecha e izquierda doce canales (uno por cada tribu de Israel) más estrechos y de menor calado, que iban a desembocar en otros tantos lagos artificiales en torno a los cuales se ordenaban barrios o agrupaciones semireligiosas, semi-administrativas, gobernadas por un teniente de alcalde y un levita. En ningún lugar aparece dicho de dónde saldría el agua que debía alimentar el canal y sus defluentes, aunque hay alusiones veladas a unos aljibes situados en lo que hoy es Vallvidrera, La Floresta, San Cugat y Las Planas. En el centro de la ciudad vieja (que según el plan debía ser arrasada, con la salvedad de la catedral, Santa María del Mar, el Pino y San Pedro de las Puellas) cinco puentes cruzaban el canal y cada puente representaba una de las cinco virtudes teologales. El Ayuntamiento, la Diputación provincial y el Gobierno civil habían de ser reemplazados por tres basílicas que correspondían a las tres potencias del alma. Había un Mercado de la Templanza y un Mercado del Temor de Dios, etcétera.

Otros aspectos del proyecto nos son desconocidos. Nunca sabremos cómo eran. El pleno del ayuntamiento se quedó patidifuso. Por fin optaron por aclamar el proyecto. Le dieron el apoyo unánime y sin reservas de la municipalidad. El consistorio, sin embargo, señalaba la necesidad de cumplir con los trámites prescritos por la ley vigente: el proyecto aprobado por el pleno debía someterse al refrendo del Ministerio del Interior, del que dependían todos los ayuntamientos de España. El alcalde montó en cólera. ¿Es posible que hasta la voluntad de Dios tenga que pasar por Madrid?, exclamó. Es la ley, respondieron los concejales aliviados. Fingían solidarizarse con la ira del alcalde, pero en el fondo confiaban en pasarle la pelota a Madrid, en que Madrid les sacara las castañas del fuego. Siempre que han podido nos han fastidiado, pensaban, pero esta vez, para variar, con su negativa nos harán un favor tremendo.

La respuesta de Madrid decía así: que S.E. el ministro del Interior acusaba recibo del llamado Plan de Ensanche de la Ciudad de Barcelona, pero que rehusaba considerarlo por no ajustarse su presentación a los requisitos contemplados por la legislación en la materia. En efecto, la ley exigía que se presentasen tres proyectos alternativos, entre los cuales el ministro se reservaba el derecho a elegir el de su preferencia. El alcalde creyó perder la cabeza. Entre todos lograron tranquilizarle: Convoquemos un concurso, enviemos a Madrid nuestro proyecto y otros dos más; el señor ministro no puede dejar de seleccionar el nuestro, por fuerza verá que es el mejor, le dijeron. A esto el alcalde no supo qué objetar; creía que su proyecto había sido inspirado por Dios y que no había ni podía haber otro superior a él, de modo que dejó que se convocase el concurso y esperó impaciente a que los proyectos fuesen presentados, cribados y preseleccionados con arreglo a los plazos fijados en las bases del concurso y aun se avino a presentar su propio proyecto junto con los demás, en el convencimiento de que saldría seleccionado, como sucedió. A lo largo de este proceso el proyecto del alcalde, que hasta entonces habían visto sólo unos pocos, circuló de mano en mano y sus características corrieron de boca en boca.

En los cenáculos ilustrados de la ciudad no se hablaba de otro asunto. Por fin los tres proyectos seleccionados fueron remitidos a Madrid. Allí el ministro los entretuvo todo lo que pudo sin que mediara explicación. El alcalde no vivía. ¿Han llegado noticias de Madrid?, preguntaba a medianoche, despertando sobresaltado. Su ayuda de cámara tenía que entrar en el dormitorio y calmarlo, pues era célibe.

Finalmente contestó el ministro. La respuesta cayó como una bomba: S.E. el ministro del Interior había decidido no seleccionar ninguno de los tres proyectos presentados, dado que a su parecer, ninguno reunía méritos suficientes. En cambio, daba por bueno y sancionaba con su firma un cuarto proyecto que o bien no había concursado o bien lo había hecho, pero había sido descalificado por el jurado. Ahora reaparecía amparado por un decreto-ley. Era lo que luego habría de llamarse "el plan Cerdá". El alcalde prefirió tomar la cosa por el lado bueno: "Estoy persuadido", escribió al ministro, "de que V.E. ha querido chancearse a nuestra costa haciendo ver que aprobaba un proyecto que no sólo no integra la terna presentada en su día a V.E., sino que cuenta de antemano con la desaprobación de todos los barceloneses". Esta vez la respuesta del ministro fue fulminante. "Los barceloneses, amigo mío, se darán con un canto en los dientes si el plan Cerdá se realiza algún día tal y como yo lo he sancionado", escribió al alcalde. "Y en lo que a usted concierne, mi estimado alcalde, permítame recordarle que no entra en sus atribuciones determinar cuándo un ministro está o no está de guasa. Limítese Vd. a cumplir mis instrucciones al pie de la letra y no me obligue a recordarle de quién depende su cargo en última instancia, etcétera, etcétera".

El alcalde convocó de nuevo al pleno. Hemos recibido una bofetada, dijo. Bien empleada nos está por habernos sometido a los dictados de Madrid en lugar de obrar por cuenta propia como nuestra valía permite y nuestro honor exige. Ahora por culpa de nuestro apocamiento Barcelona ha sido ofendida: que esto nos sirva de escarmiento. Hubo una salva de aplausos. El alcalde impuso silencio y habló de nuevo. Su voz resonaba en el Salón de Ciento.

– Ahora tenemos que responder, es nuestro turno -dijo-. Lo que voy a proponer podrá pareceros una medida algo drástica, pero yo os suplico que no forméis juicios precipitados. Pensad y veréis que no nos cabe otra salida. Y lo que propongo es esto: que puesto que Madrid se niega a escuchar nuestras razones y con petulancia y desdén pretende imponernos su criterio, cada uno de nosotros, como representantes que somos del pueblo de Barcelona, desafíe al funcionario del ministerio que corresponda a su escalón jerárquico y que lo mate en duelo o muera por defender su derecho y dignidad del mismo modo que yo aquí, ahora y públicamente arrojo mi guante al suelo de este histórico recinto y reto a duelo a S.E. el señor ministro del Interior para que de una vez él y sus condenados burócratas se enteren de que a partir de ahora cuando a un catalán se le niegue la justicia en un despacho él se la tomará por su mano en el campo del honor.

Arrojó al suelo un guante de cabritilla gris que había comprado el día anterior en can Comella y velado toda la noche ante el altar de Santa Lucía. Los presentes prorrumpieron en vítores, le tributaron una ovación inacabable; los que tenían guantes imitaron su gesto; los que no, arrojaban al suelo los sombreros, los plastrones y hasta los zapatos. El pobre alcalde lloraba de emoción. No sabía que los mismos que acogían con tanto entusiasmo sus proposiciones no tenían la menor intención de seguirlas, que incluso algunos habían enviado ya cartas a Madrid en las que expresaban su adhesión al ministro y deploraban el tono improcedente del alcalde, de cuya salud mental afirmaban tener serias dudas. Ignorante de todo ello el alcalde cursó a Madrid una carta de desafío que el ministro le devolvió hecha trizas en un sobre lacrado en cuyo dorso había escrito de su puño y letra: "Bufonadas a mí, no". Los concejales sugirieron al alcalde que no insistiera, que no había nada que hacer, que se tomara unas vacaciones.

Por fin cayó en la cuenta de que lo habían dejado solo.

Renunció a la alcaldía, se instaló en Madrid y trató de suscitar el interés de las Cortes por el asunto. Algunos diputados fingieron hacerle caso por razones de estrategia política: unos creían captarse así la simpatía de los catalanes, otros esperaban una compensación de tipo económico por sus intervenciones. Cuando se percataban de que el ex alcalde sólo era un chiflado que actuaba por su cuenta, lo dejaban de lado indignados. El ex alcalde recurrió al soborno de los más venales, dilapidó en ello su fortuna personal, que era cuantiosa. A los tres años, arruinado y con el corazón roto, regresó a Barcelona, subió a Montjuich y miró hacia el llano: desde allí pudo ver ya el trazado de las nuevas calles, las zanjas por donde circularía el tren, los albañales y acueductos. ¿Cómo es posible?, se dijo, ¿cómo es posible que un simple escollo burocrático haya dado al traste con la voluntad expresa de Dios? Su desesperación era tan grande que se tiró de la montaña abajo y se mató. Su alma fue directamente al infierno, donde le explicaron que la visita que había recibido en sueños había sido realmente la del mismísimo Satanás. Ah, prevaricador aciago, exclamó el ex alcalde presa de compunción por haber sido tan necio, bien que me engañaste diciendo que eras un ángel. Eh, eh, alto ahí, replicó Satanás, yo nunca dije que lo fuera, pues has de saber que los demonios podemos adoptar la forma que más nos convenga para tentar a los mortales, pero no la de un santo ni la de un ángel ni mucho menos la de Dios Nuestro Señor ni Su Santísima Madre; por eso dije ser "un caballero de Olot", que es lo más próximo que conozco a un cuerpo celestial; el resto lo hizo tu vanidad y tu obcecación, cuyas consecuencias terribles sufriréis Barcelona y tú por toda la eternidad. Y prorrumpió en carcajadas sonoras y escalofriantes.

Los años se encargaron de probar que de todos los protagonistas de esta leyenda, con la excepción del diablo, que siempre va a la suya, el alcalde era el único que tenía razón. El plan impuesto por el ministerio, con todos sus aciertos, era excesivamente funcional, adolecía de un racionalismo exagerado: no preveía espacios donde pudieran tener lugar acontecimientos colectivos, ni monumentos que simbolizasen las grandezas que todos los pueblos gustan de atribuirse con razón o sin ella, ni jardines ni arboledas que incitasen al romance y al crimen, ni avenidas de estatuas, ni puentes ni viaductos. Era una cuadrícula indiferenciada que desconcertaba a forasteros y nativos por igual, pensada para la relativa fluidez del tráfico rodado y el correcto desempeño de las actividades más prosaicas. De haberse realizado tal y como en principio se concibió, habría resultado al menos en una ciudad agradable a la vista, confortable e higiénica; tal y como acabó siendo, ni siquiera tuvo esas virtudes. Tampoco podía ser de otro modo: los barceloneses no desaprobaron el plan en la forma tajante que el ex alcalde visionario había vaticinado, pero tampoco lo consideraron cosa suya; no captó su imaginación ni despertó ningún sentimiento ancestral. Se mostraron reacios a comprar, fríos y deslucidos a la hora de edificar y remisos a ocupar aquel espacio que durante siglos habían anhelado y reclamado; lo fueron poblando gradualmente, impelidos por la presión demográfica, no por la fantasía. Ante la indiferencia general y con la connivencia de quienes tal vez podrían haberlo impedido (aquellos mismos que a espaldas del ex alcalde loco enviaban cartas al ministro para salvaguardar sus prebendas) los especuladores acabaron por adueñarse del terreno, por tergiversar el plan original y por hacer de aquel barrio gentil y saludable una urbe ruidosa y pestilente, tan aglomerada como aquella Barcelona antigua que el plan trataba precisamente de superar. Por falta de ideología (aquella ideología que el amor de Dios y las asechanzas del diablo habían inspirado al ex alcalde maldito)

Barcelona se quedó sin centro neurálgico (con la posible salvedad del paseo de Gracia, burgués y pretencioso, pero eficaz aún hoy día para fines estrictamente comerciales) donde pudieran producirse fiestas y algaradas, mítines, coronaciones y linchamientos. Las sucesivas expansiones de la ciudad se hicieron sin orden ni criterio, de cualquier modo, con el único propósito de meter en algún sitio a los que ya no cabían en los sectores construidos hasta entonces y sacar el máximo beneficio de la operación. Los barrios acabaron de segregar para siempre las clases sociales y las generaciones entre sí y el deterioro de lo antiguo se convirtió en el único indicio cualitativo del progreso.

2

El tío Tonet había envejecido, veía mal, porque se había ido volviendo présbita, pero seguía conduciendo a diario o casi a diario su tartana de Sant Climent a Bassora y de Bassora a Sant Climent. Un día, cumplidos ya los dieciocho años, la yegua que usaba apareció muerta en el establo; nunca había doblado las patas para recostarse y descansar: ahora fue encontrada patas arriba, con los remos muy tiesos, como si anduviera paseando por las antípodas. El tío Tonet compró otra yegua, en lugar de jubilarse, que era lo que debía haber hecho. La nueva yegua no conocía el camino: una yegua por lista que sea tarda varios años en aprender un camino tan largo y tan complicado como aquél. Entre los despistes de la yegua y la mala vista del tartanero, se perdieron varias veces, una de ellas seriamente: en esta ocasión les cayó la noche encima y él no podía ni siquiera barruntar dónde habían ido a parar. Antes conocía las estrellas, pero ahora andaba siempre surcando una niebla cada día más espesa. Aullaban los lobos y la yegua, amilanada, sólo se avenía a avanzar a fuerza de trallazos. Por fin avistaron unas fogatas y se aproximaron.

El tío Tonet confiaba en que fueran pastores, aunque el paraje sumamente agreste no era propio para ningún tipo de ganado. En realidad era un campamento de bandoleros, el de Cornet y su cuadrilla. Estos bandoleros eran supervivientes de la última guerra carlista; en vez de deponer las armas, rendirse al vencedor y confiar en una amnistía habían optado por echarse al monte. Si nos entregamos nos pasarán por el filo de la espada, dijo Cornet a sus hombres, cuya confianza y aun devoción había sabido granjearse a lo largo de aquella campaña sangrienta; yo os propongo que nos hagamos bandoleros; como nos toca morir, todo lo que vivamos lo habremos vivido de prestado; podemos permitirnos el lujo de arriesgar la vida por una nonada. Convencidos por este razonamiento hicieron gala de una temeridad inverosímil. Burlaron todos los contingentes armados que fueron enviados en su busca y adquirieron fama en toda la región: eran bandoleros románticos. Los campesinos y pastores los toleraban. No los protegían, porque ya estaban cansados de varios siglos de escaramuzas constantes a la puerta de sus casas, pero tampoco los denunciaban ni los cazaban a tiros cuando tenían ocasión de hacerlo. Los bandoleros, que contaban con vivir poco tiempo y morir dignamente con las armas en la mano, acabaron envejeciendo en el monte, olvidados ya de las autoridades. Cuando el tío Tonet fue a parar al campamento encontró sólo un grupo de ancianos achacosos que apenas podían llevarse el trabuco a la cara. Yo creía que habíais desaparecido hace años, les dijo, que sólo erais una leyenda. Le dieron de cenar y le permitieron pasar la noche en su compañía. Casi no le dijeron nada: no estaban acostumbrados a hablar con extraños y entre sí hacía tiempo que se lo tenían todo dicho. Al tío Tonet lo conocían de vista: habían espiado miles de veces el ir y venir de la tartana, pero nunca la habían asaltado, porque sabían que llevaba y traía cosas indispensables para los payeses. A la mañana siguiente le pusieron en el buen camino y le dieron un trozo de pan y un fuet. Antes de partir le llevaron a que viese el pequeño cementerio donde reposaban los restos de los bandoleros que habían muerto de enfermedad en la montaña: eran casi tantos los muertos como los vivos. Sobre las tumbas había siempre flores silvestres y profusión de cruces, porque eran todos muy creyentes. Esto había sucedido algún tiempo atrás.

Ahora la yegua ya conocía casi todo el camino y el tío Tonet estaba casi ciego.

– Sin embargo -dijo al terminar de relatar esta historia al viajero que había contratado sus servicios en Bassora aquella tarde-, sin embargo, digo, tu voz no me resulta desconocida.

No la voz, realmente, sino el timbre de la voz -aclaró. El viajero guardó silencio. Por fin el tío Tonet lanzó una carcajada-. ¡Pues claro! ¡Tú eres Onofre Bouvila! No digas que no -Onofre no dijo ni que sí ni que no y el tío Tonet volvió a reírse de buena gana-. No puede ser de otro modo. Tu timbre de voz me resultaba familiar, pero este silencio colérico ya no me deja lugar a dudas: eres igual que el loco de tu padre, a quien he conocido bien. Cuando se fue a Cuba yo lo llevé en esta misma tartana a Bassora. No sé qué edad tendría él entonces, pero no sería mucho mayor de lo que tú eres ahora, sí, y ya se daba estos mismos aires de altivez, como si a los demás nos saliera por la nariz puré de lentejas, como si nos saliera el puré de lentejas a borbotones por las fosas nasales. Cuando volvió de Cuba yo le traje de vuelta a casa.

Todo el mundo estaba congregado delante de la iglesia, es como si lo estuviera viendo aún con mis pobres ojos inútiles: tu padre iba sentado ahí mismo, donde vas tú ahora, con la espalda muy envarada; llevaba un traje blanco de dril y un sombrero de paja trenzada, de esos que llaman Panamá, como el país. En todo el viaje no pronunció palabra. Se las daba de rico, aunque no tenía un real, pero de esto, ¿qué te voy a contar? En vez de dinero, ¿sabes tú lo que traía?

– Un mono -respondió Onofre.

– Un mono enfermo, sí señor: veo que tienes buena memoria -dijo el tío Tonet fustigando a la yegua, que se había detenido a comer yerbas al margen del camino-. Ohé, "Persa", no comas ahora, que te sienta mal -hizo restallar el látigo en el aire. "Persa" -explicó- es su nombre; ya lo era cuando la compré. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, de la fatuidad de tu padre: un cretino, si quieres saber mi opinión. ¡Eh, muchacho!, ¿te atreverás a golpear a un viejo casi ciego?

Vaya, de sobra se ve que sí; bien, bien, mediré mis palabras, aunque esto no modifique en nada mi manera de pensar. Ya sé que las personas sois así: no queréis que se os diga lo que os desagrada oír; sólo queréis oír lo que os gusta, aun sabiendo que eso que oís no es lo que piensa la gente. Bah, qué falta de inteligencia. Pero no creas tú que me escandalizo ni que me extraño siquiera: hace muchos años que he aprendido a calibrar la vanidad humana; he tratado a mucha gente y luego he tenido tiempo para reflexionar. Siempre que he hecho este mismo viaje de vacío he aprovechado el tiempo para reflexionar. Ahora ya sé cómo son las cosas. También sé que yo no las voy a cambiar, por más que haga; ni puedo ni tengo tiempo de cambiar las cosas; ni estoy seguro de que quisiera hacerlo aunque dispusiera de ese poder y de ese tiempo. Hay personas que tienen los ojos llenos de sopas de ajo; abren los ojos y sólo ven sopas de ajo. Yo no. Podría haber sido así, pero no lo soy.

De este modo divagaba el tartanero, con la incoherencia que en las personas viejas y lelas pasa a veces por sabiduría.

Onofre Bouvila no le escuchaba: se había resignado a oír la voz del tartanero y no le prestaba atención. Iba contemplando aquel camino que había recorrido en dirección opuesta ocho años atrás. Había partido de allí una mañana de primavera, apenas despuntado el sol. El día anterior había anunciado a sus padres el proyecto de ir a Bassora; allí pensaba entrevistarse con los señores Baldrich, Vilagrán y Tapera, les dijo; con toda certeza le darían un trabajo en alguna de sus empresas; de este modo contribuiría a devolver las deudas contraídas por el americano. Éste quiso expresar su disconformidad: él era el responsable de la situación apurada en que se hallaban y no toleraría que su hijo se sacrificara… Onofre le hizo callar. El americano había perdido toda su autoridad y guardó silencio; a su madre le dijo que se quedaría en Bassora el tiempo necesario para reunir el dinero que necesitaban. Serán unos meses, le dijo, a lo sumo un año. Les escribiré en seguida, prometió. Por el tío Tonet les mantendré al corriente de lo que suceda. En realidad tenía pensado ya irse a Barcelona y no regresar jamás.

Entonces pensaba que no volvería a ver nunca a sus padres ni a pisar la casa en que había nacido y vivido hasta ese día. Al subir a la tartana su padre le había alcanzado el hatillo que contenía sus prendas personales; había depositado cuidadosamente este hatillo en el fondo de la tartana. Su madre le había anudado la bufanda al cuello. Como nadie decía nada el tío Tonet había subido al pescante y había dicho: Si estás listo nos vamos. Él había respondido que sí con la cabeza, para que no le saliera una voz rara y los demás notaran su emoción. El tío Tonet había hecho restallar el látigo y la yegua se había puesto en marcha hundiendo las pezuñas en el barro del deshielo. El viaje va a ser malo, había dicho el tío Tonet. El americano había agitado el panamá, su madre había dicho algo que él no pudo oír. Luego se puso a mirar el camino y no vio alejarse a sus padres. La tartana cruzó el camino del río, el camino de la gruta encantada, el de ir a cazar pájaros, el de ir a pescar, que no era el mismo que el camino del río, el de ir a buscar setas en otoño; él nunca había pensado que hubiera habido tantos caminos. Cuando desapareció el valle bajo la niebla matutina siguió viendo todavía la torre de la iglesia. Aún se cruzaron con un par de rebaños de ovejas. Los pastores le habían dicho adiós: habían levantado el cayado y se habían reído. Llevaban el mentón envuelto en la bufanda, zamarra de lana y barretina.

Estos pastores le conocían desde el día en que había nacido.

Ahora ya no volveré a encontrar a nadie que me conozca así, había pensado. En el resto del trayecto fueron viendo masías abandonadas. Por el frío y la lluvia las puertas y los postigos de las ventanas habían saltado de los goznes; por allí se veía el interior de aquellas casas sin muebles, lleno de hojarasca; de algunas salían pájaros volando: eran las casas de los que se habían ido a Bassora a buscar trabajo en las fábricas; habían dejado que se extinguiera el fuego en sus hogares, como se decía entonces. Ahora habían transcurrido ocho años y en el transcurso de estos años Onofre Bouvila había hecho muchas cosas; había conocido a muchas personas, la mayoría raras, casi todas malas; a algunas las había liquidado sin saber muy bien por qué; con otras había formado alianzas más o menos estables. Los árboles, el color del cielo visto a través del follaje, el susurro del viento en el bosque, el olor del campo le resultaban ahora cosas familiares. Le parecía que nunca había salido de aquel valle, que todo lo demás lo había soñado. Hasta la hija de don Humbert Figa i Morera, por la que sentía un amor tan vehemente, se le antojaba ahora algo fugaz, el destello de un relámpago en su imaginación. Tenía que hacer un esfuerzo por recordar sus rasgos tal y como eran, no como algo indiferenciado. A ratos estos rasgos se confundían en su memoria con otros: los de la desventurada Delfina, que seguía en la cárcel después de tanto tiempo, o los de una niña con la que había tenido un contacto pasajero y trivial una semana antes; no había cruzado más de cuatro frases con ella; esta niña formaba parte de una "troupe" de titiriteros a cuya actuación había asistido por pura casualidad; le había hecho gracia porque sin ser fea tenía cara de perro; era tan joven que había tenido que negociar previamente con sus padres, pagarles a ellos por adelantado: esto había obviado el diálogo entre ambos una vez quedó ultimado el trato. Lo único que le dijo él fue una frase amable al despedirse por la mañana; también le dio una propina espléndida. Ya había adquirido la costumbre de dar propinas exageradas cuando advertía buena voluntad por parte de quienes le servían; en este caso había quedado satisfecho y lo había demostrado con liberalidad. La niña había tomado el dinero con gesto distraído, demasiado joven para percatarse de la desproporción, como si en realidad esta remuneración y el modo en que la había merecido no fueran con ella. Sólo lo había mirado de un modo extraño que ahora recordaba con incomodo.

– ¿De qué me estoy quejando? -decía en aquel momento el tío Tonet-. ¿Me quejo de la niebla que nos va envolviendo? No, señor. ¿Me quejo entonces del clima? No, señor. ¿Me quejo del mal estado del terreno? No, señor, tampoco me quejo del mal estado del terreno. Entonces, ¿de qué me quejo? Me quejo de la estupidez humana, de la cual, como veníamos diciendo, tu padre es un ejemplo insigne. ¿Por qué me meto con él con tanta saña?

¿Acaso me meto con él con tanta saña por envidia? Sí, señor:

me meto con él con tanta saña por pura envidia.

Era de noche cuando se detuvieron a la puerta de la iglesia. El tartanero le preguntó si sus padres estaban avisados de la visita. No, dijo Onofre. Ah, quieres darles una sorpresa, dijo el tío Tonet. No, respondió Onofre:

sencillamente, no les avisé. Dales muchos recuerdos de mi parte, dijo el tío Tonet. Hace años que no sé de ellos, y eso que en una época tu padre y yo fuimos buenos amigos; yo le llevé a Cuba cuando le dio la chaladura de emigrar, ¿te lo he contado ya? Dejó al tartanero en la plaza, buscando a tientas la tasca, y emprendió el camino a casa.

Su madre estaba en la puerta: ella fue la primera que lo vio llegar. Había salido casualmente a ver la noche, cosa que no hacía en los últimos años. Cuando Onofre desapareció adquirió sin proponérselo la costumbre de apostarse todos los días a la puerta de la casa a la caída del sol, porque a esa hora llegaba la tartana, si llegaba. Luego, sin hablarlo con su marido, se retiró de la puerta: comprendió que Onofre no volvería y no quería interferir en la vida de su hijo con aquel hábito absurdo. Iré a calentar la cena, dijo al verlo llegar. ¿Y el padre?, preguntó él. Ella le indicó que su padre estaba dentro. A primera vista lo encontró muy avejentado.

También para su madre habían pasado los años, pero él era demasiado joven todavía para entender que su madre era mudable.

Seguía llevando el traje de dril, ya raído y deshilachado, amarillento por las lavadas, deformado por zurcidos y remiendos innumerables. Al levantar los ojos de la mesa, donde tenía clavada la mirada, se le inundaron de lágrimas. No cambió de expresión, como si por la puerta no hubiera entrado nada insólito. Esperó a que su hijo rompiera el silencio, ya que era evidente que había venido por alguna razón poderosa, pero como no decía nada, hizo un comentario socorrido: ¿Qué tal el viaje?

Onofre contestó: Bueno. Volvió a reinar el silencio bajo la mirada atenta de la madre.

– Vas muy bien trajeado -dijo el americano.

– No pienso darle dinero -atajó Onofre. El americano palideció. No tenía la menor intención de pedírtelo, chico, dijo entre dientes. Hablaba por hablar-. Entonces cállese -dijo Onofre secamente. El americano comprendió que a los ojos de su hijo se había vuelto ya algo ridículo sin remedio. Se levantó con ligereza y dijo: Voy al corral a buscar huevos.

Salió de la casa llevándose un taburete bajo. No dijo para qué necesitaba aquel taburete en el corral. Cuando se quedó solo con su madre recorrió la casa con la mirada: ya sabía que había de parecerle más pequeña de lo que la recordaba, pero le sorprendió verla tan pobre y tan endeble en apariencia. Vio su antigua cama, junto a la de sus padres, todavía dispuesta, como si hubiese sido usada la noche anterior. La madre se adelantó a su pregunta: Cuando te fuiste nos sentimos muy solos, dijo en tono de disculpa. Onofre se dejó caer en una silla, cansado del traqueteo de la tartana; al sentarse se hizo daño con la madera lisa de la silla. De modo que tengo un hermano, dijo. La madre bajó los ojos: Si hubiéramos sabido a dónde escribirte…, dijo al fin, evasivamente. ¿Dónde está?, preguntó Onofre. Parecía querer decir: acabemos de una vez con esta farsa. La madre dijo que no tardaría en volver.

– Es una gran ayuda -dijo al cabo de un rato-; tú ya sabes cómo es el trabajo del campo. Y tu padre para esto no sirve:

nunca ha servido para trabajar el campo, ni siquiera de joven.

Supongo que por eso se fue a Cuba. Ha sufrido mucho -siguió diciendo sin hacer ninguna pausa, como si hablase consigo misma-: cree que la culpa de que tú te fueras es enteramente suya. Al ver que pasaban los meses y no volvías hizo averiguaciones: le dijeron que no estabas en Bassora, que te hacían en Barcelona. Entonces pidió de nuevo dinero prestado y se fue allí a buscarte. Hasta entonces no había vuelto a pedir prestado. Estuvo en Barcelona cerca de un mes, buscándote por todas partes y preguntando a todo el mundo por ti. Al final tuvo que regresar. Me dio pena. Por primera vez vi lo que era para él el fracaso. Entonces tuvimos el hijo: en seguida lo verás. No se parece a ti: también es muy callado, pero no tiene tu carácter. En eso ha salido más al padre.

– ¿Qué hace ahora? -preguntó Onofre Bouvila.

– Las cosas podían haber ido peor de lo que fueron -dijo ella: sabía que se refería al padre; hacía rato que se había desinteresado de la otra historia-. Aquellos señores de Bassora que estuvieron a punto de meterlo en la cárcel, ¿te acuerdas?, le dieron un trabajo para que se fuera ganando la vida: yo creo que en esto se portaron bien, después de todo.

Le dieron una maleta y lo enviaron por los pueblos y las masías a vender seguros: una cosa nueva. Como su caso ha corrido de boca en boca por toda la zona, en todas partes lo conocen. La gente acude cuando lo ve llegar con el traje blanco. Algunos le toman el pelo, pero de vez en cuando vende un seguro. Entre esto y lo que sacamos de la tierra y de las aves vamos tirando más bien que mal -se acercó a la puerta y escudriñó la oscuridad con los ojos-. Me extraña que no vuelva -dijo sin aclarar a quién se refería. La niebla se había roto y a la luz de la luna se veía revolotear a los murciélagos-.

Lo que me tiene preocupada ahora es su salud. Va teniendo años y esta vida no le sienta bien. Ha de caminar muchos kilómetros con frío y con calor, se cansa, bebe demasiado y come poco y mal. Para colmo un día, hará cuatro o cinco años, perdió el sombrero: se lo llevó una ráfaga de viento y lo metió en un trigal; estuvo buscándolo hasta que se hizo de noche. He intentado convencerle de que se compre una gorra, pero no hay manera… Ah, ya vuelve.

– He ido a que me dieran unas cebollas y un poco de hierbabuena -dijo el americano entrando. Ya no llevaba consigo el taburete.

– Le contaba a Onofre lo del sombrero -dijo ella. Él depositó lo que traía sobre la mesa. Se sentó, contento de tener un tema de conversación-: Una pérdida irreparable -dijo-. Aquí no se puede encontrar nada parecido: ni en Bassora ni en Barcelona. Un panamá auténtico.

– También le he dicho lo de Joan -dijo la madre. El americano enrojeció hasta la raíz del cabello.

– ¿Te acuerdas -dijo- de cuando fuimos tú y yo a Bassora a disecar el mono? Tú no habías estado nunca en una ciudad y todo te parecía…

Onofre se quedó mirando al niño que estaba en la puerta. No se atrevía a entrar. Él mismo le dijo: pasa y acércate a la luz, que yo te vea. ¿Cómo te llamas?

– Joan Bouvila i Mont, para servir a Dios y a usted -dijo el niño.

– No me trates de usted -le dijo-. Soy tu hermano Onofre.

Ya lo sabías, ¿verdad? -el niño dijo que sí con la cabeza-.

Nunca me mientas -le dijo Onofre.

– Sentaos a la mesa dijo la madre. Vamos a cenar. Onofre, bendice tú la mesa.

Cenaron los cuatro en silencio. Acabada la cena dijo Onofre: No pensarán que he venido a quedarme. Nadie le contestó: en realidad nadie lo había pensado. Bastaba verlo para saber que las cosas no podían ser así.

– He venido a que me firme usted unos papeles -dijo dirigiéndose a su padre. Del bolsillo de la chaqueta sacó un documento, que dejó doblado sobre la mesa. El americano alargó la mano, pero no llegó a coger el documento. Se detuvo y bajó los ojos-. Es la hipoteca de esta casa y las tierras -dijo Onofre-. Necesito dinero para invertir y no veo de dónde sacarlo si no es de aquí. No tengan miedo. Podrán seguir viviendo en la casa y trabajando las tierras. Sólo si las cosas me fueran mal les echarían, pero no me irán mal.

– No te preocupes -dijo la madre-, tu padre firmará, ¿verdad, Joan?

El padre firmó sin leer siquiera el contrato que le presentaba Onofre. En cuanto lo hubo firmado se levantó de la silla y salió de la habitación. Onofre lo siguió con la mirada; luego miró a su madre. Ella le hizo una señal afirmativa con la cabeza. Onofre salió al campo, anduvo buscando al americano. Lo encontró por fin sentado debajo de una higuera, en un taburete de tres patas, de los que se usan para ordeñar. Era el taburete que se había llevado antes. Sin decirle nada se apoyó en el tronco de la higuera: desde allí veía la espalda del americano y la nuca, los hombros abatidos de su padre. Éste empezó a hablar sin que él le instara:

– Toda la vida había pensado -dijo, y señalaba un punto impreciso a lo lejos; en realidad quería abarcar con un gesto hasta el horizonte, todo lo iluminado por la luna- que esto que vemos siempre había sido así, como ahora lo vemos precisamente, que todo esto era el resultado de unos ciclos naturales inalterables y unos cambios de estación que vienen de año en año regularmente. He tardado muchos años en darme cuenta de lo equivocado que iba: ahora ya sé que hasta el último palmo de estos campos y de estos bosques ha sido trabajado a pico y pala hora tras hora y mes tras mes; que mis padres y antes mis abuelos y mis bisabuelos, a quienes no llegué a conocer, y otros y otros incluso antes de que ellos nacieran estuvieron peleando con la Naturaleza para que nosotros ahora y ellos antes pudiéramos vivir aquí. La Naturaleza no es sabia como dicen, sino estúpida y torpe y sobre todo cruel. Pero las generaciones han ido cambiando estas cosas de la Naturaleza: el curso de los ríos, la composición de las aguas, el régimen de lluvias y la colocación de las montañas; han domesticado a los animales y han cambiado el sistema de los árboles y de los cereales y las plantas en general: todo lo que antes era destructivo lo han hecho productivo. El resultado de este gran esfuerzo de muchas generaciones es esto que ahora tenemos delante. Yo antes esto nunca lo supe ver: yo creía que las ciudades eran lo importante y que el campo en cambio no era nada, pero hoy pienso que más bien es todo lo contrario. Lo que ocurre es que el trabajo del campo lleva muchísimo tiempo, ha de hacerse poco a poco, por sus pasos contados, exactamente cuando toca, ni antes ni después, y así parece como si en realidad no hubiera habido un gran cambio, cosa que en cualquier ciudad del mundo no nos pasa; allí todo lo contrario es lo normal:

apenas verlas ya nos damos cuenta de la extensión y la altura y el número infinito de ladrillos que ha hecho falta para levantarla del suelo, pero también en esto nos equivocamos:

cualquier ciudad puede edificarse en unos años totalmente. Por esto la gente del campo es tan distinta: más callada y más conforme. Si yo hubiese entendido estas cosas antes, quizá la vida me hubiese ido de otra manera, pero estaba escrito que no fuera así: estas cosas se llevan en la sangre desde que se nace o hay que aprenderlas a fuerza de muchos años y equivocaciones.

– No se preocupe usted ahora, padre -dijo Onofre-. Todo saldrá como les he dicho y les devolveré el dinero en muy poco tiempo.

– No creas que estoy preocupado por lo de la hipoteca, hijo -respondió el americano-. Hasta hoy en realidad no sabía que estas tierras se pudieran hipotecar. Si lo hubiera sabido es probable que yo mismo las hubiera hipotecado hace unos años para embarcarme en negocios. En este caso ya no las tendríamos; pero contigo todo será distinto, de eso estoy seguro.

– No puede fallar -dijo Onofre.

– No le des más vueltas y ve a acostarte -dijo el americano-, que mañana te espera un viaje largo. ¿No sería mejor que te quedaras un día o dos?

– Ya está decidido -dijo Onofre. Al día siguiente salió para Barcelona de nuevo. A su paso por Bassora hizo notarizar el contrato. Había pasado la noche en su antigua cama; el pequeño Joan durmió con sus padres. Al marcharse, más tranquilo, iba contemplando el paisaje. La vez anterior, se iba diciendo, pensé que veía estos campos por última vez; ahora en cambio sé que nunca me libraré de seguirlos viendo.

De todas maneras, lo mismo da. Pero si he de verlos a menudo, que sea para sacar provecho de ellos. Ésta era toda su filosofía por el momento: comprar y vender, comprar y vender.

3

El crecimiento del Ensanche de Barcelona, aquel disputado Ensanche que un buen día el Ministerio del Interior parecía haberse sacado de la manga, siguió al principio cauces más o menos lógicos: primero se fueron poblando aquellas zonas del valle, previamente parcelado, que por su situación disponían naturalmente de mejor abastecimiento de agua, por ejemplo, las situadas junto al lecho de un arroyo, acequia o ribera (como la actual calle Bruch, navegable no hace mucho hasta su confluencia con la calle Aragón) o junto a pozos o minas de agua potable; las situadas cerca de canteras, lo que abarataba considerablemente el costo de la construcción; una zona también era buena si allí llegaba alguna línea de tranvía o si por ella pasaba el tren, etcétera. Allí donde por estos motivos se empezaban a levantar algunos edificios el precio de los terrenos subía mucho de inmediato, porque no hay en Occidente pueblo más gregario que el catalán a la hora de elegir su residencia: a donde uno va a vivir, allí quieren ir los demás. Donde sea, era el lema, pero todos juntos. De esta forma la especulación seguía siempre el mismo patrón: alguien compraba el mayor número posible de parcelas en una zona que consideraba propicia y construía en una de esas parcelas un edificio de viviendas, dos a lo sumo; luego esperaba a que todas esas viviendas estuvieran vendidas y ocupadas por sus nuevos dueños; entonces ponía en venta el resto de las parcelas a un precio muy superior al que había tenido que pagar por ellas. Los nuevos propietarios de estas parcelas, como habían satisfecho por ellas un precio muy superior al valor original, se resarcían de la pérdida por medio de un sistema que consistía en lo siguiente: dividían cada parcela en dos mitades, edificaban en una de las mitades y vendían la otra mitad al precio que habían pagado por las dos mitades juntas. Como es natural, el que compraba esta segunda mitad procedía del mismo modo, esto es, dividiéndola por la mitad; y así sucesivamente. Por esta razón el primero de los edificios construidos en una zona tenía una superficie bastante considerable; el siguiente, menos, y así hasta llegar a unos edificios tan estrechos que sólo admitían una vivienda por planta, y aun ésta sumamente raquítica y oscura, hecha de materiales de calidad ínfima y carente de ventilación, comodidades y servicios. Estas ratoneras (que aún hoy día pueden verse) valían, naturalmente, veinticinco, treinta y hasta treinta y cinco veces más de lo que en su día habían costado las viviendas amplias, soleadas e higiénicas construidas al inicio del proceso. Se podía decir, como alguien dijo, que "cuanto más pequeña y asquerosa la casa, más cara resulta". Tal afirmación, por supuesto, era falsa. Lo que sucedía en realidad era esto: que los propietarios de estas viviendas privilegiadas, de estas viviendas de primera hornada, como se las llamaba a veces, se apresuraban a venderlas apenas cerrado el círculo, de tal modo que, establecido el precio mínimo de una vivienda a partir del más alto, esto es, el de la vivienda más pequeña y mala, el precio de la más grande y buena pasaba a ser de cuarenta, cuarenta y cinco y hasta cincuenta veces el de aquélla. Una vez vendidas todas las viviendas de la primera hornada salían a la venta las de la segunda, las edificadas sobre medias parcelas; luego las siguientes, hasta terminar con todas. A veces este proceso no se detenía al haberse vendido ya todas las viviendas de la zona, sino que empezaba entonces una segunda ronda de reventas y hasta una tercera y una cuarta. Siempre que hubiera alguien dispuesto a comprar había alguien dispuesto a vender. Y viceversa. Para entender este fenómeno, esta fiebre, hay que recordar que los barceloneses eran una raza eminentemente mercantil y que estaban acostumbrados desde hacía siglos a vivir hacinados como piojos: a ellos la vivienda en sí les importaba un bledo, por todo el confort de un harén no habrían dado un solo paso; en cambio la perspectiva de ganar dinero en poco tiempo les excitaba, era su canto de sirenas. A esta especulación sin freno no se dedicaban únicamente quienes tenían la vida asegurada y aun cierto superávit que "poner a trabajar", como se decía entonces, sino también muchas personas menos afortunadas; estas últimas arriesgaban lo esencial y necesario tratando de enriquecerse. Los primeros compraban y vendían solares, edificios y viviendas (también compraban y vendían opciones de compra, de tanteo y de retracto, establecían censos y enfiteusis y se transmitían, permutaban y pignoraban derechos y acciones, cánones y laudemios), pero habitaban indefectiblemente en casas o pisos de alquiler, ya que entonces se tenía por muy tonto al que vivía "sentado sobre su propio capital". Que inmovilice otro su dinero, se decía, yo pago de mes en mes y a mi dinero "lo pongo a trabajar". En cambio los segundos, los de medio pelo, se veían a veces en trances terribles: habían de vender su propio hogar cuando peor les venía, echarse a la calle con familia, sirvientes y enseres y empezar a buscar, llamando de puerta en puerta, dónde pernoctar, dónde dejar provisionalmente al pariente enfermo o al niño de pecho y su nodriza. Hacía llorar verlos recorrer las calles de Barcelona en las noches de invierno o bajo la lluvia, con el mobiliario y ajuar apilado en carros de mano, con los niños ateridos a cuestas y aun contando por lo bajo: tanto he invertido, tanto salgo ganando, tanto puedo reinvertir, etcétera. Los más sensatos procuraban no vender si la ocasión no les era propicia por motivos personales; preferían perder la oportunidad y conservar en cambio la salud o el decoro familiar, pero no se les permitía obrar así, porque con ello habrían interrumpido la rueda de la especulación, a la que estaba uncida toda la ciudad. Por consiguiente había familias que en el plazo de un año cambiaban de casa siete u ocho veces.

De lo antedicho no debe inferirse que quienes invertían dinero en este juego se enriquecían por igual o de manera segura. Como toda inversión lucrativa, ésta también entrañaba riesgos. Para que las cosas salieran como era de desear era preciso que el primer edificio construido en la zona se vendiese bien y sobre todo que sus nuevos dueños o los inquilinos que los habitasen imprimieran a la zona un cierto tono de distinción que la hiciese atrayente con su presencia.

Hubo familias celebérrimas, cuya mera aparición bastaba para valorizar o por el contrario depreciar un barrio entero, como una familia llamada o apodada Gatúnez, al parecer manchega de origen. Nunca quedó claro qué hacía o dejaba de hacer esta familia, bastante numerosa, pero sí que a poco de su llegada a una vivienda menguaba y se extinguía la demanda de las adyacentes. Como los dueños de éstas, los interesados en venderlas, no podían impedir al que vendió a los Gatúnez que lo hiciese ni anular luego la operación, tenían que recurrir al método oneroso de indemnizar a los Gatúnez para que se fueran o recomprarles la casa que acababan de adquirir por la suma que a los Gatúnez se les antojase fijar. Lo opuesto sucedía con algunas parejas ancianas de nombre extranjero, especialmente con los ex cónsules de alguna gran potencia en Barcelona. También podía suceder que uno de los motivos que había impulsado el crecimiento de un enclave con preferencia a otro desapareciera súbitamente: que un yacimiento de agua dejase de manar o que la compañía de ferrocarriles que había anunciado la próxima construcción de un ramal de vía hasta tal o cual punto cambiase luego de parecer y dejase ese punto, ya poblado, en el aislamiento más penoso. Así se perdían fortunas. Como algunos de estos factores eran fortuitos y otros no, la importancia que tenía el disponer de información rápida y fidedigna acerca de estos últimos era enorme. Con los otros, los fortuitos, no había nada que hacer, aunque no faltase quien cegado por la codicia tratara de penetrar en los arcanos de la naturaleza; estas personas solían acabar entre las garras de falsos zahoríes y otros desaprensivos que las embaucaban y llevaban al desastre financiero. Tampoco faltaban estafadores que aseguraban tener un amigo o familiar en tal o cual empresa de servicios públicos o en el Ayuntamiento o en la Diputación; a estos estafadores se les pagaban cantidades extraordinarias de dinero a cambio de invenciones y patrañas.

En este mercado confuso y sembrado de añagazas penetró Onofre Bouvila con cautela hacia el mes de septiembre de 1897.

Con el dinero obtenido de la hipoteca de las tierras sólo pudo comprar un solar de dimensiones regulares en un lugar que no ofrecía en apariencia ningún aliciente ni perspectiva de desarrollo. En cuanto lo tuvo en sus manos lo puso en venta.

– No sé quién va a comprarte semejante birria -le dijo don Humbert Figa i Morera, a quien había tenido la cortesía de pedir consejo. Él le había dado varios y Onofre no había seguido ninguno. Ya veremos, respondió. Pasaron seis semanas y sólo acudió un posible comprador; le ofreció por el terreno lo mismo que había tenido que pagar por él para adquirirlo.

Onofre Bouvila torció el gesto.

– Señor -le dijo al posible comprador-, usted se quiere burlar de mí sin duda. Este terreno en la actualidad cuesta cuatro veces su valor inicial y el precio sube de día en día.

Si no tiene una oferta más interesante que hacerme le ruego que no me haga perder el tiempo.

Perplejo ante tanto aplomo el posible comprador subió un poco su primera oferta. Onofre montó en cólera: hizo que Efrén Castells pusiera en la calle al posible comprador de malos modos. Éste salió pensando que tal vez fuera cierto lo que Onofre Bouvila le había dicho. A lo mejor sí que vale tanto, pensaba, ese terreno insignificante por alguna causa que yo no sé. Para salir de dudas hizo averiguaciones discretas; no tardó en oír un rumor que le quitó el sueño. Era éste: que la casa "Herederos de Ramón Morfem, S. L." había adquirido el terreno contiguo al que vendía Onofre Bouvila; más aún: que la casa "Herederos de Ramón Morfem, S. L." se proponía trasladar allí precisamente su sede en un plazo no superior a un año.

Diantre, se dijo, ese pillastre lo sabe y por eso mismo no quiere vender al precio que yo le ofrezco; pero si la noticia es cierta ese terreno valdrá pronto no ya cuatro sino veinte veces lo que vale hoy. ¿Que no le haré una nueva oferta? Claro que si ese rumor no se confirma, si la casa "Herederos de Ramón Morfem" no se traslada, ¿qué valdrá el terreno? Nada, morralla. Ay, qué terrible juego de azar es la especulación inmobiliaria, se iba diciendo el pobre comprador. Y no era para menos: si el rumor que había oído acerca de la casa "Herederos de Ramón Morfem, S. L." era cierto, entonces había que pensar que por fin toda la ciudad iba a cambiar, porque no había en la Barcelona de fin de siglo institución de más relieve, cosa más sustancial y respetable que una pastelería de lujo. Allí ser despachado no era fácil; ingresar en la lista de clientes podía requerir una vida entera de porfía, una cuantiosa inversión y no pocas influencias. Aun así, aun perteneciendo a este círculo selecto, un buen tortell tenía que ser encargado con una semana de antelación; una bandeja de dulces variados, con un mes; una coca de Sant Joan, con un trimestre o más, y el turrón de Navidad, no más tarde del 12 de enero. Aunque ninguna pastelería de lujo tenía mesas ni sillas ni servía chocolate ni té ni refrigerios a su clientela, todas tenían un vestíbulo muy espacioso y elegante, por lo general de estilo pompeyano. allí los domingos por la mañana, a la salida de misa, se daba cita lo mejor de la sociedad de cada barrio. Allí departían un rato, se preparaban para la comida familiar, que, solía prolongarse cuatro o seis horas. Allí el calor era asfixiante, por la proximidad de los hornos de cocción, y el aire era cargado y empalagoso. De modo que si la casa "Herederos de Ramón Morfem" se va de la calle del Carmen, se iba diciendo, la calle del Carmen y el barrio entero se van al garete y el pla de la Boquería ya no será lo que es: el centro neurálgico de Barcelona. Pero si no es cierto, si la casa "Herederos de Ramón Morfem" no cambia de domicilio, entonces es que todo sigue igual… Y lo peor, se lamentaba para sus adentros, es que no puedo hacer nada para confirmar o desmentir estos rumores decisivos, porque si el dato empieza a correr de boca en boca, adiós compra, ¡qué agonía! Al final pudo más la codicia que el buen juicio y compró por lo que Onofre pedía. Una vez realizada la transacción, corrió a la pastelería de la calle del Carmen y pidió hablar con los dueños. Éstos lo recibieron muy amablemente: eran los herederos del legendario Ramón Morfem, don César y don Pompeyo Morfem. Ambos arrugaron el entrecejo blanqueado de harina al oír lo que el infortunado comprador les preguntaba. ¡Cómo!, ¿mudarnos nosotros? No, no, de ninguna de las maneras. Esos rumores que ha oído usted, señor, carecen por completo de fundamento, le dijeron. Jamás hemos tenido la intención de movernos de aquí y menos a ese barrio que usted dice; no hay zona en el Ensanche más fea e incómoda y menos apta para una pastelería. Los huesos de papá crujirían en su tumba, acabaron diciéndole. Entonces acudió a Onofre Bouvila con la pretensión de revocar la compraventa. Traía el pelo alborotado y un hilillo de baba pendiente del labio inferior.

Usted, le dijo, puso en circulación aquellos rumores falsísimos; ahora me debe usted una reparación. Onofre Bouvila dejó que se desahogara y luego lo puso en la calle. La cosa no pasó de ahí, porque de ningún modo pudo probarse que él hubiera hecho correr aquellos rumores, aunque todo el mundo lo daba por seguro. El caso de los "Herederos de Ramón Morfem" se hizo célebre; se popularizó durante un tiempo la expresión "pasarle a uno lo que al de los "Herederos de Ramón Morfem"

para designar el caso de quien creyendo ser más listo que nadie adquiere a un precio alto algo que no vale tanto o que vale muy poco.

– Andate con cuidado -le dijo don Humbert Figa i Morera-.

Si coges mala fama, no habrá quien quiera tener tratos contigo.

– Eso está por ver -respondió Onofre.

Con lo que había ganado en aquella operación dudosa compró más parcelas en otro lugar. Veremos qué hace ahora, se dijeron los expertos en este tipo de negocios. Al cabo de unas semanas, viendo que no hacía nada, se desentendieron del asunto. Esta vez a lo mejor va de buena fe, comentaron entre sí. Las parcelas estaban en un lugar poco atractivo, muy lejos del centro: en lo que hoy es la esquina de las calles Rosellón y Gerona. ¿Quién quiere irse a vivir allá?, se preguntaba la gente. Un día llegaron a este sitio varios carros cargados de tramos de metal; el sol al dar en el metal lanzaba unos destellos que podían ver los albañiles que levantaban las torres de la Sagrada Familia no lejos de allá. Eran vías de tranvía. Un equipo de peones empezó a abrir zanjas en el suelo pedregoso de la calle Rosellón. Otro equipo, menos numeroso, levantaba en esa misma esquina un pabellón rectangular con bóveda de cañón: era el pesebre donde habían de reparar fuerzas las mulas de tiro, porque los tranvías entonces aún funcionaban con tracción de sangre. Esta vez sí, se dijo la gente; no hay duda de que este sector va a más. En tres o cuatro días le habían quitado a Onofre Bouvila de las manos las parcelas por el precio que él quiso fijar. Esta vez, le dijo don Humbert Figa i Morera, has tenido más suerte de la que te mereces, bribón. Él no decía nada, pero se reía a solas: transcurridos un par de días más los mismos peones que habían empezado a tender la vía la arrancaron, la volvieron a cargar en los carros y se la llevaron de allá. Esta vez los círculos mercantiles y financieros de la ciudad hubieron de reconocer que la maniobra no carecía de ingenio. Al llanto de los que habían comprado opusieron un rictus de sorna. Haber preguntado a la Compañía de Tranvías si la cosa iba en serio, les dijeron. Hombre, ¿cómo se nos iba a ocurrir que no lo fuese?, decían ellos. Vimos la vía y el pesebre y pensamos…

Pues no haber pensado, les replicaron; ahora a cambio de un dineral os han dado un terreno que no sirve ni para vertedero y un pesebre a medio construir que tendréis que derribar a vuestras expensas. A esta operación, que todos llamaban "la de las vías del tram" para distinguirla de la otra, llamada "la de los "Herederos de Ramón Morfem", siguieron muchas más.

Aunque todo el mundo estaba sobre aviso, él siempre conseguía vender los terrenos que compraba en plazos brevísimos y con beneficios enormes; siempre daba con algún sistema de engatusar a la gente; creaba grandes expectativas en los ánimos de los compradores; luego estas expectativas quedaban en nada: eran espejismos que él mismo había conjurado. En poco más de dos años se hizo muy rico. Mientras tanto, de resultas de ello, causó a la ciudad un mal irreparable, porque las víctimas de sus argucias se encontraban con unos terrenos baldíos carentes de valor por los que habían satisfecho sumas muy altas. Ahora tenían que hacer algo con ellos. Normalmente estos terrenos habrían sido destinados a viviendas baratas, a ser ocupados por los pobres inmigrantes y su prole. Pero como su valor inicial había sido tan alto, fueron destinados a viviendas de lujo. Eran unas viviendas de lujo muy "sui generis": muchas carecían de agua corriente o tenían tan poca que sólo manaba un grifo cuando los restantes del sector permanecían cerrados; otras ocupaban solares de planta irregular, eran viviendas hechas de pasillos y recámaras, acababan pareciendo madrigueras. Para recuperar parte del capital perdido los dueños escatimaban dinero en la construcción: los materiales eran toscos y el cemento venía tan mezclado con arena y hasta con sal que no pocos edificios se vinieron abajo a los pocos meses de ser inaugurados.

También hubo que edificar en parcelas originalmente destinadas a jardines o parques de recreo, a cocheras, escuelas y hospitales. Para compensar tanto desastre se puso mucho esmero en las fachadas. Con estuco y yeso y cerámica menuda dieron en representar libélulas y coliflores que llegaban del sexto piso al nivel de la calle. Adosaron a los balcones cariátides grotescas y pusieron esfinges y dragones asomados a las tribunas y azoteas; poblaron la ciudad de una fauna mitológica que por las noches, a la luz verdosa de las farolas, daba miedo. También pusieron frente a las puertas ángeles esbeltos y afeminados que se cubrían el rostro con las alas, más propios de un mausoleo que de una casa familiar, y marimachos con casco y coraza que remedaban las "walkirias", entonces muy de moda, y pintaron las fachadas de colores vivos o de colores pastel. Todo para poder recuperar el dinero que Onofre Bouvila les había robado. Así crecía la ciudad, a gran velocidad, por puro afán. Cada día se removían miles de toneladas de tierra que unas hileras continuas de carros se llevaban para ser amontonadas detrás de Montjuich o para ser arrojadas al mar.

Mezclados con esta tierra también se llevaban restos de ciudades más antiguas, ruinas fenicias o romanas, esqueletos de barceloneses de otras épocas y residuos de tiempos menos turbulentos.

4

En el verano de 1899 era ya un hombre hecho y derecho.

Tenía veintiséis años y una fortuna considerable, pero su imperio incipiente presentaba fisuras. Los cambalaches electorales que realizaba por mediación del señor Braulio no daban fruto o lo daban sólo a costa de grandes esfuerzos. El talante del país había cambiado a raíz del desastre del 98; otros políticos más jóvenes enarbolaban la bandera del regeneracionismo, apelaban al entusiasmo popular, pretendían remozar el viejo armazón social. Comprendió que por el momento habría sido inútil y contraproducente luchar contra ellos; prefirió disociarse del pasado y aparentar que hacía suyas las nuevas corrientes, que comulgaba con los nuevos ideales. Para ello retiró al señor Braulio, que se había convertido en un símbolo de la corrupción. Esto suponía separarlo también de Odón Mostaza, de quien se había enamorado ciegamente. Rompió en sollozos y buscaba con prontitud el modo de suicidarse.

Abandonó este proyecto porque temía por la seguridad del hombre que amaba. Odón Mostaza no era muy listo; no había sabido adaptarse al nuevo sistema de vida. Seguía siendo un matón: por menos de nada echaba mano del revólver. Las mujeres seguían perdiendo el seso por él y en varias ocasiones hubo que apelar a autoridades venales para echar tierra sobre asuntos escandalosos; hubo que hacer desaparecer algún cuerpo y untar a la justicia. Onofre Bouvila le llamó la atención varias veces: esto no puede seguir así, Odón, le dijo: ahora somos hombres de negocios. El matón juraba enmendarse, pero volvía a las andadas. Se engominaba el pelo, vestía de un modo chillón y aunque comía y bebía sin tasa nunca engordaba. A veces ganaba fortunas al juego: entonces invitaba a quien le salía al paso, sus francachelas eran legendarias en estas ocasiones; otras veces lo perdía todo, contraía deudas cuantiosas y tenía que acudir al señor Braulio en busca de ayuda. Éste le hacía mil reproches, pero no podía negarle nada: tapaba todos sus desafueros. Ahora temía que sin su protección la ira de Onofre Bouvila cayese sobre él.


Esta vez subió a la finca de la Budallera en un coche cerrado a pesar del calor. Se había hecho hacer un traje cruzado de lana negra por un sastre de renombre que tenía su taller en un piso de la Gran Vía, entre Muntaner y Casanova.

Hasta allí había estado yendo ese verano a probar. Ahora estrenaba el traje y en el ojal de la solapa llevaba prendida una gardenia. Se sentía ridículo, pero iba a pedir la mano de la hija de don Humbert Figa i Morera. Había comprado un anillo en una joyería de las Ramblas. A ella la había visto en contadas ocasiones, sólo cuando salía del internado para ir a veranear con sus padres a la Budallera. Como él no tenía entrada en la casa, había tenido que entrevistarse con ella en pleno campo, con motivo de alguna excursión, siempre rodeado de gente y por períodos brevísimos. Ella le había contado nimiedades de la vida en el internado. Acostumbrado a la cháchara salaz de las furcias que frecuentaba, aquellas simplezas le habían parecido el lenguaje del verdadero amor.

Él tampoco había sabido qué decirle. Había intentado interesarla en sus inversiones inmobiliarias, pero pronto había visto que ella no le entendía. Ambos se habían separado con alivio, prometiéndose fidelidad. En todos aquellos años las cartas tampoco habían cesado. Ahora era rico y ella había abandonado ya el internado para ser presentada en sociedad ese mismo otoño. Las probabilidades de que la sociedad de Barcelona la aceptase, siendo hija de don Humbert, eran escasas, pero no había que descartar ésta: la de que un joven casadero quedara prendado de sus encantos, venciera la oposición familiar y se casara con ella; con esto quedaría legitimizada su posición e indirectamente la de sus padres también. De este peligro quería salir al paso Onofre Bouvila pidiendo su mano anticipadamente. A él no le cabía duda de que su belleza la haría triunfar en los salones.

– Si pisa el Liceo, me quedo sin novia -le confió a Efrén Castells. En aquellos años el gigante de Calella había cambiado: ya no andaba como barco a la deriva detrás de todas las faldas. Se había casado con una costurera jovencita, muy gentil de trato pero muy firme de carácter, había tenido dos hijos y se había vuelto doméstico y responsable. Aunque habría hecho sin vacilar cualquier cosa que Onofre le hubiese ordenado, prefería las actividades más serias y lícitas. Había hecho algunos negocios siguiendo las huellas de Onofre, había sabido ahorrar y reinvertir con acierto y ahora gozaba de una posición desahogada.

– Habla con don Humbert -le dijo a Onofre-. Él te debe mucho. Te escuchará y si es hombre de honor, como pienso, reconocerá que la mano de su hija te corresponde a ti antes que a ningún otro.


Le hicieron pasar a un saloncito y le rogaron que tuviese la bondad de esperar. El señor está reunido, le dijo el mayordomo, que no le conocía. En el saloncito se asfixiaba.

Aquí hace por lo menos tanto calor como en Barcelona, pensó, y yo tengo la garganta sequísima; ¡si al menos me hubiesen ofrecido un refresco! ¿Por qué me tratan con tan poca consideración precisamente hoy? Al cabo de lo que juzgó un rato largo salió del saloncito y recorrió un pasillo de paredes enjalbegadas. Al pasar frente a una puerta cerrada oyó voces, reconoció entre ellas la de don Humbert Figa i Morera y se detuvo a escuchar. Por fin, interesado por lo que oía y casi olvidado del motivo que le había conducido a la casa, abrió la puerta bruscamente y entró en lo que resultó ser el gabinete de don Humbert. Éste estaba reunido con dos señores:

uno de éstos era un norteamericano llamado Garnett, hombre obeso, sudoroso y traidor a su país, que había servido a los intereses españoles en las Filipinas durante la reciente contienda, hasta que los resultados de ésta le habían aconsejado ausentarse del lugar por una temporada. El otro era un castellano enteco, de tez bronceada y bigote entrecano a quien los demás llamaban simplemente Osorio. Tanto éste como Garnett vestían trajes de rayadillo, camisa blanca con cuello de celuloide sin corbata, al estilo colonial, y alpargatas de esparto. Sobre sus rodillas estaban los sombreros: sendos panamás que a Onofre le recordaron de inmediato a su padre:

todavía no había levantado la hipoteca que pesaba sobre las tierras familiares. Su irrupción en la pieza hizo que se cortara de golpe la conversación que sostenían los tres hombres. Todas las miradas convergieron en él. El traje negro, la gardenia en la solapa y el vistoso envoltorio de la joyería ponían en el gabinete una nota extemporánea. Don Humbert le presentó a sus interlocutores y Garnett prosiguió relatando cómo en vísperas de la batalla naval librada en mayo del año anterior en Filipinas él se había entrevistado con el almirante Dewey, que mandaba la flota enemiga, para transmitirle una oferta del Gobierno español: ciento cincuenta mil pesetas si permitía que los barcos españoles hundieran a los norteamericanos. Esta entrevista había tenido por escenario un bar de la entonces colonia británica de Singapore o Singapur. El almirante Dewey lo había tomado al principio por loco. Usted sabe, le dijo, que los barcos de guerra españoles son tan insignificantes que los míos los pueden enviar al fondo del mar sin ponerse siquiera a tiro. Garnett movió la cabeza afirmativamente: usted lo sabe y yo también, pero los técnicos de la marina española han asegurado al Gobierno de Su Majestad precisamente lo contrario, dijo. Si ahora la armada española se viene a pique, imagínese la decepción. Eso yo no lo puedo evitar, había respondido Dewey.

– De este modo perdimos las últimas colonias -dijo don Humbert cuando el norteamericano hubo concluido su relato- y ahora nos encontramos con los puertos rebosantes de repatriados -a diario llegaban, en efecto, barcos que traían a España a los supervivientes de las guerras de Cuba y las Filipinas. Habían combatido durante años en las selvas podridas y aunque eran muy jóvenes parecían ya viejos. Casi todos venían enfermos de tercianas. Sus familiares no querían acogerlos por miedo al contagio y tampoco encontraban trabajo ni medio alguno de subsistencia. Eran tantos que hasta para pedir limosna tenían que hacer cola. La gente no les daba ni un céntimo: habéis dejado que pisotearan el honor de la patria y aún tenéis la desfachatez de venir a inspirar compasión, les decían. muchos se dejaban morir de inanición por las esquinas, sin ánimo ya para nada. Ahora las inversiones en las ex colonias tenían que canalizarse a través de testaferros como Garnett, que era súbdito norteamericano. El llamado Osorio resultó ser nada menos que el general Osorio y Clemente, ex gobernador de Luzón y uno de los principales terratenientes del archipiélago. Don Humbert Figa i Morera trataba de conciliar los intereses de uno y otro y de establecer las garantías necesarias.

Cuando se hubieron ido y el abogado y Onofre se quedaron a solas, éste expuso el motivo de su visita con el nerviosismo propio de la ocasión. Don Humbert también dio muestras de azaramiento. había hablado anteriormente con Onofre del asunto y sin comprometerse a nada, con palabras veladas, le había dado a entender que lo consideraba ya como su yerno. Ahora parecía buscar la forma menos cruda de volver sobre aquellas palabras de asentimiento.

– Es mi mujer -acabó confesando-. No ha habido forma humana de que cediera. Yo le he insistido hasta quedarme ronco, pero estas cosas para ella son así, y en estos asuntos, como tú mismo verás cuando tengas hijos, las mujeres son las que mandan. No sé qué puedo decirte: tendrás que resignarte y buscar en otro sitio. Créeme que lo siento.

– ¿Y ella? -preguntó Onofre-. ¿Qué dice ella?

– ¿Quién?, ¿Margarita? -dijo don Humbert Figa i Morera-.

Bah, ella hará lo que su madre le diga, mal que le pese. Por amor sufren mucho las mujeres, pero nunca comprometen su suerte. Espero que lo entiendas.

Sin responder cogió el envoltorio de la joyería y salió de la casa dando tantos portazos como puertas encontró en su camino. Servidos van si piensan que alguien va a enamoriscarse de semejante tontaina, iba murmurando entre dientes, movido por el despecho. Ya vendrás a buscarme, ya; de rodillas vendrás a pedirme perdón, pero yo no te perdonaré, porque la puta más arrastrada del barrio de la Carbonera vale mil veces más que tú, mascullaba. Pero con el traqueteo del coche por las piedras de la carretera se le fue pasando la irritación y llegó a Barcelona sumido en la más honda tristeza. Se encerró en su casa y se negó a ver a nadie durante quince días. Una criada que había cogido tres años antes y a la que pagaba un sueldo absurdo para asegurarse su devoción lo cuidaba. Por fin se avino a recibir a Efrén Castells. Éste, preocupado por el estado de su socio, a quien nunca había visto en tal disposición, había hecho averiguaciones que ahora venía a poner en conocimiento de Onofre Bouvila.


La mujer de don Humbert Figa i Morera no era nada tonta:

sabía de sobra que ningún joven de buena familia cometería el desatino de casarse con su hija Margarita. Pero tampoco estaba dispuesta a entregarla sin lucha a un paria como Onofre.

Cavilando día y noche sin parar, dio al fin con un candidato idóneo a la mano de su hija. A primera vista su elección era descabellada. Este candidato no era otro que Nicolau Canals i Rataplán, hijo de aquel don Alexandre Canals i Formiga al que el señor Braulio había apuñalado en su despacho ocho años atrás por orden de Onofre Bouvila. Desde esa fecha Nicolau Canals y su madre vivían en París; allí su padre, don Alexandre Canals, al igual que otros muchos capitalistas catalanes de su tiempo, había "puesto su dinero a trabajar" en empresas francesas. Estas acciones, que ascendían a una pequeña fortuna, habían de pasar íntegramente a manos de Nicolau Canals tan pronto éste alcanzase la mayoría de edad.

Hasta entonces su madre había administrado estos bienes con prudencia y aun los había incrementado mediante algunas operaciones juiciosas y bien trabadas. Madre e hijo ocupaban un hotelito amplio y cómodo, aunque discreto, de la rue de Rivoli, donde vivían algo retirados del mundo. Él, que contaba a la sazón dieciocho o diecinueve años de edad, era un muchacho triste: en todo el tiempo transcurrido no había logrado consolarse de la muerte de su padre, cuya memoria veneraba. Con su madre, en cambio, nunca se había llevado bien, sin que de eso tuviera la culpa ninguno de los dos. Para ella la muerte repentina de sus dos hijos mayores había sido un golpe del que no pudo reponerse ya; sin razón achacaba lo ocurrido a su marido por quien dejó bruscamente de sentir algún afecto; este desapego lo hizo extensivo también a su único hijo superviviente; la suya era una posición injusta a la que aun a sabiendas de ello no podía sustraerse. Para colmo el defecto físico de Nicolau Canals i Rataplán, aquel defecto medular que le había hecho crecer algo deforme y que con los años no había aumentado ni disminuido, le parecía un reproche a su falta de cariño. Desde pequeño había procurado verlo lo menos posible; había confiado su cuidado a una larga serie de amas, niñeras y ayas. Ahora las circunstancias la obligaban a vivir aislada de todos, sin otra compañía que la de aquel muchacho a quien nunca quiso y del que ahora además dependía jurídica y económicamente, porque hasta el pan que comían era de él con arreglo a la ley. Él, que percibía de una manera tangible la aflicción que su presencia le provocaba, que no se hacía ninguna ilusión acerca del cariño que le profesaba, procuraba eludir cuando podía toda comunicación con ella.

Impedido por su defecto físico de trabar amistad con los que habían sido sus compañeros de estudios, vivía en una soledad casi absoluta. Lo único que tenía en este mundo era París. Al llegar huidos de Barcelona su madre y él, París le había parecido una ciudad hostil y sus habitantes poco menos que fieras salvajes. Luego sin proponérselo se había habituado gradualmente a todo y había acabado amando con locura, con verdadera pasión aquella ciudad. Ahora toda su dicha era París, pasear por las calles, sentarse en las plazas, deambular por los barrios y los jardines, mirar la gente, la luz, las casas y el río. A veces en el transcurso de uno de estos paseos se detenía de pronto sin saber por qué motivo en una esquina y miraba a su alrededor como si viera todo aquello, que conocía palmo a palmo, por primera vez; entonces le embargaba una emoción tan intensa que no podía impedir que las lágrimas acudieran a sus ojos. Si llovía cerraba el paraguas para dejarse calar por la lluvia de París. Entonces su imagen anónima y contrahecha, sacudida por el llanto y empapada de lluvia en una esquina partía el alma de los transeúntes, que ignoraban que en realidad lloraba de felicidad. Otras veces en estas mismas circunstancias el terror seguía de cerca a la felicidad: ay, pensaba, ¿qué sería de mí si algún día me faltara París; si por cualquier causa tuviéramos que irnos de París? Sabía que París no era en realidad su ciudad natal y esto le producía una sensación de desarraigo casi física: entre una madre que no podía evitar el repudiarlo y una ciudad adoptiva a la que no podía reclamar ningún derecho, su vida transcurría en una perpetua zozobra.

No sabía hasta qué punto estos temores eran fundados.

La esposa de don Humbert Figa i Morera escribió a la viuda de don Alexandre Canals i Formiga una carta larga y deslavazada; en ella bajo aparentes circunloquios iba directamente al grano. "Disculpe, querida amiga, la osadía que me impulsa a dirigirme a usted en forma tan poco protocolaria, pero estoy convencida de que su corazón de madre sabrá ponerse inmediatamente en mi lugar; que comprenderá el porqué de mi atrevimiento cuando lea estas torpes frases inspiradas únicamente por el buen deseo". A continuación exponía sin ambages su proyecto, esto es, casar a su hija, Margarita Figa i Clarença, con Nicolau Canals i Rataplán. Ambos, se apresuraba a indicar, eran hijos únicos y herederos universales por consiguiente de las respectivas fortunas familiares. Ambos, venía a insinuar, eran poco menos que proscritos entre la gente bien de Barcelona. ¿Y qué expectativas podía alimentar a este respecto Nicolau Canals en París, donde siempre sería un extranjero y un marginado social? "Con este enlace que en mi corazón de madre festejo por anticipado, seguía diciendo, culminaría la prolongada identidad de metas e intereses que siempre ha unido a nuestras dos, estirpes". Para finalizar decía que "si bien Margarita y Nicolau no han tenido todavía ocasión de conocerse y tratarse, no dudo de que siendo ambos jóvenes, inteligentes, físicamente agraciados y de muy buen carácter no tardarán en profesarse mutuamente el respeto y el cariño en que se basa el auténtico bienestar conyugal". Averiguó Dios sabe cómo la dirección de la viuda de don Alexandre Canals i Formiga y le envió esta carta. Cuando la hubo enviado comunicó a su marido lo que acababa de hacer y le enseñó una copia casi literal de la carta. Don Humbert no daba crédito a sus ojos.

– ¡Horror, mujer!, ¿cómo te has atrevido? -pudo articular al fin-. Ofrecer a nuestra hija como si fuera una mercancía…

no tengo palabras… ¡tal desparpajo! Y ofrecerla además en matrimonio al hijo de mi antiguo rival, de cuya muerte no falta quien me atribuya cierta responsabilidad mediata. ¡Qué bochorno! ¿Y en qué hora mala se te ocurrió decir que ese infeliz es "físicamente agraciado"? ¿Pues no te has enterado de que el pobre muchacho es un monstruo de nacimiento?, ¿un taradito? Releo la carta y siento que voy a morirme de vergüenza.

– Tú tranquilo, Humbert -le decía su mujer sin perder la calma. Se percataba a medias de lo disparatado de su acción, pero confiaba en la suerte. Mientras tanto la viuda de Canals había recibido la carta y la leía pensativa en la penumbra de su hotelito de la rue de Rivoli. ¡Qué cuajo!, pensaba; esta mangante tiene la dignidad donde yo me sé. En circunstancias normales habría roto la carta en mil fragmentos. Estaba a punto de cumplir los cuarenta años y conservaba de su pasada belleza una serena armonía que la amargura podía trastocar en poco tiempo; su vida, en esta hora de hacer balance de las cosas, se le presentaba como un rosario de esperanzas frustradas. "Une vie manquée", murmuró: dejó la carta sobre el velador y se abanicó cansadamente con una pluma de avestruz.

Al hacerlo tintinearon los brazaletes. De la calle llegaba el ruido continuo de los carruajes.

– "Anañs, sois gentille: ferme les volets et apporte-moi mon ch1le en soie brodée" -le dijo a la doncella; era una negra de la Martinica, que llevaba un pañuelo amarillo anudado a la cabeza.

Hacía un año que había conocido a un poeta de origen oscuro llamado Casimir. Él tenía sólo veintidós años; la había llevado sin reparos ni reservas a los cenáculos de Montparnasse, donde se reunía la bohemia a leer versos y beber absenta, juntos habían asistido el año anterior al entierro de Stéphane Mallarmé; ella, sin embargo consciente de la diferencia de edad y de fortuna, se resistía a ceder a sus reclamaciones. Él le enviaba flores robadas de los cementerios y sonetos incendiarios de amor. La situación a los ojos del mundo era anómala y daba pábulo a comentarios maliciosos. ¿Y a mí qué se me da?, pensaba ella; toda la vida he sido infeliz y ahora que el destino deja este regalo a mi puerta, ¿habré de rechazarlo por el qué dirán? Además esto no es Barcelona, se decía tratando de vencer su propia resistencia; esto es París, aquí no soy nadie, lo que quiere decir que soy libre. Así pensaba, pero no hacía nada, cohibida por la presencia de su hijo: éste era el obstáculo que la separaba de la felicidad.

Si le hubiese expuesto la situación a las claras él la habría comprendido y aceptado; sin duda habría apoyado en todo a su madre, contento de poder mostrarle al fin su afecto y su solidaridad de adulto, pero tantos años de apartamiento y de reproches les cerraban ahora cualquier vía de comunicación sincera. Con remordimiento meditaba la forma de deshacerse de aquel testigo molesto. Ahora reflexionaba acerca del contenido de la carta que acababa de recibir. La idea era tentadora, pero todo en ella la incitaba a rechazarla: detrás de aquella inesperada proposición matrimonial sospechaba una maquinación perversa. Al fin y al cabo, se decía, ¿quién puede querer por yerno a Nicolau, pobre hijo mío? Es un don nadie, deforme y pazguato, ¿qué pueden ver en él salvo el dinero? Sí, no hay duda, eso debe de ser. En tal caso, la vida de Nicolau peligraría: si ese canalla hizo matar a mi marido, que en gloria esté, no hay razón para que ahora no planee también la muerte de su heredero. Es posible que se trate de una venganza bárbara, de uno de esos celosos actos de exterminio que se vienen practicando ritualmente en Estambul desde hace siglos.

Había conocido en un salón al embajador en Francia de Abdul el Maldito, el decrépito sultán llamado a presidir el hundimiento definitivo del fabuloso imperio otomano, al que durante décadas se había dado en llamar ya "el Enfermo de Europa".

Este embajador, seguidor de Enver Bey y simpatizante, por tanto, de los "jóvenes turcos", no desperdiciaba ocasión de desacreditar al Estado al que decía servir y del que percibía espléndidos emolumentos: creyendo ser lo contrario, era en realidad una muestra viviente de la decadencia y el desfondamiento moral que él y sus correligionarios pretendían corregir. Un escalofrío le hizo arrebujarse en el mantón de Manila que la sirvienta había echado sobre sus hombros. Tiró del cordón; cuando compareció Anañs a esta llamada le preguntó si su hijo estaba en casa. "Oui, madame", fue la respuesta.

"Alors, dis-lui que je veux lui parler; vas vite", dijo ella.

Quería ser amable con él, razonar de igual a igual; en cambio torció el gesto cuando lo vio entrar en el saloncito.

– ¡Cómo dijo con cierta estridencia en la voz-, ¿a estas horas y ya en "robe de chambre"?

Nicolau se disculpó a trompicones: no pensaba salir, dijo; había decidido destinar la velada a la lectura, pero si ella proponía otra cosa… No, no, está bien así, dijo ella; anda, vete ya; tengo un dolor de cabeza terrible. No quiero que nadie me moleste hasta mañana. Se encerró bajo llave en el gabinete y estuvo confeccionando y rompiendo borradores hasta altas horas. Por fin dio con un tono que le pareció apropiado.

"Su carta, mi estimada amiga, me ha producido una mezcla de gratitud y desconcierto que usted será la primera en comprender", escribió. "Siempre he sido del parecer de que en asuntos matrimoniales son los propios interesados quienes deben decidir guiados antes que nada por sus sentimientos y que no somos nosotras las madres las que hemos de imponer nuestro criterio, por más que nazca del más desinteresado de los deseos, etcétera". La esposa de don Humbert Figa i Morera leyó esta carta y comprendió que tenía todos los triunfos en la mano; la carta, aunque evasiva, establecía un lenguaje común, abría un cauce al diálogo y a la negociación. Con orgullo legítimo le mostró la carta a su marido. Él la leyó y no entendió nada.

– Aquí dice que de boda nanay -fue todo lo que se le ocurrió comentar.

– Humbert, no seas tótil -replicó ella con sarcasmo-. El mero hecho de que me haya contestado ya implica un sí, aunque conteste para decir que no. Son argucias de mujer.

A Nicolau Canals i Rataplán su madre lo enfrentó a los hechos consumados. Él, que no sospechaba nada, que no había visto fraguarse la tormenta, apenas si acertó a improvisar una débil oposición.

– Bah, bah -interrumpió ella taconeando nerviosamente en el "parquet"-, ¿qué sabes tú de la vida? Yo en cambio tengo experiencia, he sufrido mucho, soy tu madre y sé lo que te conviene -dijo. Luego añadió con una convicción visiblemente fingida-: Lo que te conviene es irte a Barcelona y casarte con esa chica. Nada impide que seáis felices.

– ¿Pero usted sabe quién es esa gente, mamá? -balbució-:

Son los mismos que hicieron asesinar a papá.

– Habladurías -atajó ella-. Y en todo caso no fue esa chica quien lo hizo. Ella debía de ser una niña de teta o poco menos por esas fechas. Además lo pasado, pasado está. Han transcurrido muchos años desde entonces: no podemos vivir siempre con el pasado a cuestas, ¿qué dices?

Nicolau Canals i Rataplán estuvo paseando por las calles y regresó al hotelito de la rue de Rivoli al caer la tarde.

Entró directamente a ver a su madre y cuando estuvo con ella le dijo:

– Yo no me quiero casar, mamá. Ni con esa chica, de cuyas cualidades no dudo, ni con ninguna otra. Y tampoco quiero irme a vivir a Barcelona. Yo lo que quiero es quedarme aquí con usted. Aquí, en París, somos felices, ¿verdad, mamá?

A ella le faltó valor para decirle que no, que ella no era feliz por culpa de él, de su presencia precisamente. Esto no tiene nada que ver con lo que hablábamos antes, se limitó a replicar. Ya no tienes edad de vivir pegado a las faldas de tu madre, agregó. Él tuvo entonces un atisbo de la verdad y abrió los brazos en lo que quería ser un gesto de aquiescencia.

– Si es la convivencia conmigo lo que le incomoda -dijo-, puedo irme a vivir a una mansarda de Montparnasse.

Después de mucho porfiar llegaron a un acuerdo: Nicolau Canals i Rataplán haría un viaje a Barcelona, trabaría conocimiento con Margarita Figa i Clarença y sólo entonces, con pleno conocimiento de causa, sería tomada una decisión definitiva. Quedaba en sus manos la opción de volver a París si quería. Esto por parte de ella equivalía a una claudicación, pero no se veía con fuerzas para obligarle a más. Había hecho falta esta crueldad, que ella estimaba necesaria, para que se diera cuenta de lo unida que estaba a su hijo después de todo; ansiaba librarse de él, pero ahora la inminencia de su partida la llenaba de tristeza y volvían a asaltarle los presentimientos más aciagos. Todas estas cosas, mientras tanto, habían llegado a oídos de Onofre Bouvila, que desde su reclusión voluntaria urdía una estrategia para alterar una situación que le era tan desfavorable.

5

Como primera providencia hizo averiguar el paradero y seguir los pasos de Osorio, el terrateniente de Luzón, y de Garnett, el agente norteamericano de aquél en las Filipinas, a quienes había conocido casualmente en la finca de la Budallera la tarde infausta en que fue a pedir la mano de Margarita Figa i Clarença. Así. supo que el norteamericano se hospedaba en una suite del hotel Colón, que en aquel entonces estaba situado en la plaza Cataluña, junto al paseo de Gracia; que hacía en el hotel todas las comidas y que sólo se aventuraba a salir en un coche cerrado de alquiler que dos veces a la semana, los martes y los jueves, iba a buscarle al hotel y lo depositaba a la puerta de un fumadero de opio situado en Vallcarca. Allí pasaba la noche. Por la mañana el mismo coche de alquiler lo recogía en el fumadero y lo devolvía al hotel.

A este fumadero célebre, el último de los que existieron notoriamente en Barcelona, acudían caballeros y no pocas damas de la buena sociedad; allí acudían también modistillas y aprendizas. Aún no se sabía que el opio y sus derivados producían acostumbramiento; su consumo no estaba ni penado ni mal visto. Luego muchas de aquellas jóvenes, para poderse procurar un placer que sus escasos medios no les permitían adquirir con la periodicidad necesaria, caían en la práctica de la prostitución. Generalmente las personas que regentaban fumaderos de opio regentaban también prostíbulos clandestinos en los que era fácil encontrar menores de edad. Garnett mataba el resto del tiempo encerrado en la suite del hotel leyendo las aventuras de Sherlock Holmes, desconocidas todavía en España, pero muy populares ya en Inglaterra y en los Estados Unidos, de donde se las hacía enviar por mediación de American Express. Por su parte, Osorio y Clemente había alquilado un piso en la calle Escudellers. En esta calle, entonces de buen tono, vivía con un criado filipino por toda ayuda y un lulú de Pomerania por toda compañía. Cada mañana oía misa en San Justo y Pastor. Concurría por las tardes a una peña taurina integrada principalmente por militares retirados, como él mismo, altos funcionarios destinados en Barcelona y policías de rango superior. En esta peña se jugaba también al mus.

Onofre Bouvila decidió abordar a Garnett.

Fue a verle al hotel y le expuso sus intenciones sin rodeos. Osorio está acabado, le dijo; es viejo y el clima tropical es implacable con los viejos. Si le ocurriese algo grave usted podría maniobrar de tal modo que todas las propiedades de Osorio, que actualmente figuran a su nombre, en lugar de pasar a manos de sus herederos pasaran a las mías, pongamos por caso, le dijo. El norteamericano entornó los párpados. Bebía a pequeños sorbos una mezcla de limonada, ron de caña y agua de seltz.

– Jurídicamente -dijo al fin- el asunto es más complicado de lo que parece.

– Lo sé -dijo Onofre mostrándole un pliego de papeles manuscritos-. Me he procurado copia de los contratos que ustedes suscribieron ante el abogado Figa i Morera.

– Sí, claro -dijo Garnett ojeando los contratos-, habría que contar con la cooperación de don Humbert.

– Yo me ocupo de ello -dijo Onofre.

– Y de Osorio, ¿quién se ocupa? -dijo Garnett.

– También yo -dijo Onofre.

El norteamericano dijo que prefería no seguir hablando de aquel tema. Venga a verme dentro de tres o cuatro días, dijo; tengo que recapacitar. Transcurrido el plazo fijado por Garnett, volvieron a verse. En esta ocasión el norteamericano manifestó sus escrúpulos: Si a Osorio le ocurre algo… ¿cómo dijo usted?…, algo grave, eso es; si le ocurre algo grave, ¿no es fácil que todo tienda a involucrarme a mí en esa desgracia?, dijo. Onofre Bouvila sonrió.

– Si no hubiera planteado usted esta objeción -dijo-, yo mismo habría anulado el acuerdo. Ahora veo que es usted prudente y que ha sopesado bien los detalles del caso. Le voy a contar mi plan.

Cuando hubo acabado de hablar el norteamericano se dio por satisfecho. Ahora, dijo, hablemos de porcentajes. También sobre este punto se pusieron de acuerdo.

– Por supuesto -dijo Onofre Bouvila, al despedirse-, de lo que hemos hablado aquí no queda ni quedará constancia escrita.

– He tratado otras veces con personas como usted -dijo Garnett- y sé que con la mano basta.

Los dos hombres se estrecharon la mano.

– En cuanto al silencio… -dijo Onofre.

– Sé lo que vale dijo Garnett-. No hablaré con nadie.


Entretanto Efrén Castells, por servir a Onofre Bouvila, había vuelto a ejercer a espaldas de su esposa sus dotes de conquistador; así había logrado camelar a una doncella que servía en casa de don Humbert Figa i Morera: por ella sabían todo lo que ocurría de puertas adentro, seguían de cerca el camino tortuoso que conducía a la boda de la hija con Nicolau Canals i Rataplán. Como don Humbert había predicho, la voluntad de la madre se había impuesto sobre los sentimientos de la hija. Margarita trataba de rebelarse, pero poco podía hacer contra las mañas y astucias de su madre. Ésta, en lugar de plantearle las cosas de sopetón, como había hecho su futura consuegra con su hijo, le había ido arrancando concesiones graduales. En este terreno jugaba con ventaja: ella sabía de los amores de Margarita y Onofre, pero su hija, que la creía en la ignorancia de ellos, no se atrevía a oponerlos como causa de su aversión a los planes de aquélla; temía que de hacerlo causaría a Onofre un daño considerable. de modo que a todas las insinuaciones de su madre, que mantenía el equívoco, no podía aducir ninguna razón de peso y había de dar su conformidad. Así accedió primero a que sus padres y la viuda de canals i Formiga entablaran una relación epistolar que se fue convirtiendo poco a poco en una serie de capitulaciones matrimoniales. Luego, comprometida ya por la letra, tuvo que aceptar que se celebrasen esponsales.

Paso a paso iba dejando que atornillasen su destino.

– Bah, bah, no vengas ahora con remilgos -le decía su madre cuando ella hacía amago de rehusarse a cualquier cosa-; esto no nos obliga a nada y es deber de cortesía el que lo hagamos.

– Ay, mamá, lo mismo me dijo usted la vez anterior y la anterior y la anterior. Y así, sin hacer nada, como usted dice, estoy ya al borde del altar -dijo ella.

– Simplezas, nena -replicó la madre-. Cualquiera que te oyera pensaría que estamos en la Edad Media. La última palabra la tienes tú, tontina: nadie te va a obligar a que hagas lo que no quieres hacer. Pero no veo motivo alguno para responder ahora con un desplante a todas las atenciones que han tenido con nosotros esa señora encantadora y su hijo, un joven inteligente, honrado y rico.

– Y jorobado.

– Eso no lo digas hasta no haberlo visto: ya sabes lo aficionada que es la gente a exagerar los defectos ajenos.

Además, piensa que la belleza física acaba por cansar. En cambio la hermosura del alma… yo qué sé…, supongo que cada día gusta más,!y no me hagas seguir hablando, que todo este trajín me tiene muy fatigada¡ -Se iba por el pasillo haciendo sonar una campanita con que llamaba al servicio, pedía una jofaina con agua y vinagre y unos paños de lino con que aliviarse la frente y las sienes-.!Entre todos acabaréis conmigo. ¡Cuánta ingratitud, Dios mío!

A esto Margarita ya no sabía qué argumentos contraponer.

Luego Efrén Castells ponía a Onofre al corriente de estas trifulcas.

– Está bien dijo por fin Onofre Bouvila-, ha llegado el momento de que pasemos a la acción.


La noche del día convenido encontraron la cancela abierta:

la doncella se había encargado de sobornar al portero, al jardinero y al guardabosque; los perros llevaban puesto el bozal. Efrén Castells iba cargando con una escalera de mano de cinco metros de altura; cada tres pasos tenía que detenerse a sofocar la risa con el pañuelo. ¿Se puede saber qué demonios te pasa?, preguntó Onofre Bouvila. El gigante de Calella contestó que aquella situación pintoresca le hacía rememorar viejos tiempos: cuando tú y yo andábamos robando relojes y otras cosas en los almacenes de la Exposición Universal, ¿te acuerdas?, dijo. Bah, ¿quién piensa en eso ya?, replicó Onofre: habían pasado once años de aquello y lo que estaban haciendo ahora era una payasada. Los perros, alertados por esta discusión, empezaron a ladrar. En la terraza del primer piso apareció don Humbert envuelto en una bata de seda. ¿Qué ocurre ahí?, preguntó. El portero salió de la garita y se quitó la gorra. No es nada, señor, los perros, que han debido de ver una lechuza. Cuando don Humbert se hubo retirado Onofre y Efrén Castells prosiguieron la marcha. Pues a mí me parece que fue ayer, dijo el gigante. La doncella les aguardaba junto al muro de la casa: contra el fondo de hiedra destacaban el delantal y la cofia. Señaló la ventana y se llevó las manos juntas a la mejilla: por gestos remedó la actitud del que duerme. Efrén Castells apoyó la escalera contra el muro y comprobó el equilibrio y la firmeza. Vosotros esperadme aquí, dijo Onofre; no os mováis de aquí hasta que yo baje. El gigante de Calella sujetó la escalera mientras él subía. Con los años había perdido agilidad, no quiso mirar abajo por si le sobrevenía el vértigo. ¡Diantre!, pensó, a mí también me parece que fue ayer mismo. Un golpe en la cadera le distrajo de estas reflexiones: al pasar había golpeado un travesaño con la culata del revólver. Lo sacó del bolsillo y silbó. Cuando vio que Efrén Castells levantaba la cabeza dejó caer el revólver, que el gigante atrapó al vuelo. Luego acabó de subir hasta la ventana: estaba cerrada; ni el calor ni las consideraciones higiénicas que por aquellas fechas los periódicos propagaban habían conseguido que Margarita durmiera con la ventana abierta. Tuvo que llamar repetidamente hasta que asomó su rostro embotado y perplejo. ¡Onofre!, exclamó, ¡tú! ¿qué significa esta aparición inesperada? Onofre hizo un ademán de impaciencia: Abre la ventana y déjame entrar, dijo; he de hablar contigo. Chistaron desde el suelo el gigante y la doncella: ¡Eh, los de ahí, hablad más bajo!, les conminaron:

Con estas voces vais a despertar a todo quisque. Ella entreabrió un palmo la ventana y acercó el rostro a esta rendija: le caía sobre los hombros el pelo suelto; cuyo tono cobrizo contrastaba con la blancura de la piel del cuello; el calor y el sueño habían pegado unos rizos en su frente: no recordaba haberla visto nunca tan bella.

– Déjame entrar -dijo con un deje de ebriedad en la voz.

Ella parpadeó con prevención. No puedo hacerlo, dijo en un susurro. Llevaban varios años sin verse, comunicándose sólo por carta; ahora frente a frente les resultaba difícil comunicarse de palabra. Onofre sintió que se le encendía la sangre como aquella tarde en que había roto el espejo con la estatuilla de alabastro-. ¿Es cierto que vas a casarte con un jorobeta? -preguntó en un tono agresivo que a ella le dio miedo: por primera vez comprendió la envergadura de lo que su madre pensaba hacer con ella. ¡Señor mío y Dios mío!, murmuró, ¿qué puedo hacer? No sé cómo evitarlo. Onofre sonrió- Eso déjalo de mi cuenta -dijo-; tú dime sólo si me quieres.

Ella juntó las manos, cruzó los dedos y las levantó así sobre la cabeza, como si implorase al cielo; cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, como había hecho años antes, cuando él la había tomado en sus brazos por primera vez. ¡Oh, sí, oh, sí!, dijo con una voz ronca que parecía brotarle de lo hondo del pecho, ¡sí, mi amor, mi vida, mi hombre amado! Él soltó la escalera a la que estaba agarrado y por la estrecha rendija de la ventana entreabierta introdujo los brazos: con los dedos le desgarró el camisón, quedaron al descubierto sus hombros blancos. Estuvo a punto de perder el equilibrio a causa de esta violencia. Ella percibió este peligro y lo cogió de los brazos, tiró de él hacia sí: con la fuerza bruta de la desesperación logró hacerle pasar al vuelo por la ventana; ambos se encontraron sin saber cómo en su alcoba, abrazados; ella sintió su jadeo en los hombros desnudos y se entregó con desmayo pero sin pena. Mientras ambos consumaban aquel amor tanto tiempo refrenado hasta el amanecer, el tren en el que Nicolau Canals i Rataplán se dirigía a Barcelona llegaba a Port-Bou. Allí hicieron apearse a todos los viajeros y cambiar de tren, porque la anchura de las vías no es la misma en Francia y en España. Preguntó cuánto tiempo tardaría la maniobra en ser realizada y el otro tren en partir y le contestaron que media hora, quizá más; decidió caminar por el andén, estirar las piernas y desentumecer así el cuerpo. De París a la frontera había tenido que compartir el coche cama con un individuo que primero dijo ser comerciante y luego agente consular y que le dio la lata primero de palabra y luego con sus ronquidos. De todos modos, se dijo resignado, tampoco habría podido conciliar el sueño. Dejó atrás el edificio de la estación y desembocó en una plataforma desde la que se veía el mar Mediterráneo bañado por la luz rigurosa y sin engaño del amanecer. Pisaba Cataluña después de mucho tiempo y se sintió extraño: de Barcelona sólo guardaba con nitidez la memoria de su padre, de las tardes en que dejando sus asuntos le llevaba a dar vueltas en un tiovivo alumbrado por farolitos de papel, movido por un caballo viejo: un artificio pequeño y mugriento que a él entonces le parecía lo más bonito del mundo y ahora también; contemplando aquel amanecer limpio y preciso pensó que estaba próximo el fin de sus días, que nunca regresaría al París de la bruma y la lluvia que había llegado a querer tanto. Se estremeció primero y luego se encogió de hombros: como era propenso a la hipocondría estaba acostumbrado a estos sentimientos lúgubres y a estos súbitos ataques de tristeza, había aprendido a no darles importancia. Cuando el tren partió el sol estaba ya alto; Efrén Castells miraba hacia la ventana con nerviosismo.

Pronto empezará la actividad en la casa, nos descubrirán en la situación más comprometedora del mundo, ¿y qué haremos?, iba pensando. Había pasado la noche de guardia en el jardín, junto a la doncella, y no había podido poner coto a sus impulsos. Es el perfume de los jazmines, había dicho, y la tersura de tu piel. Ahora la doncella lloraba desnuda detrás de un matorral:

en su turbación no acertaba ni a ponerse de nuevo el uniforme.

Este llanto no era del todo injustificado: de resultas de aquellos desvaríos quedó embarazada y perdió el empleo. Fue a buscar a Efrén Castells y le pidió ayuda; éste, temeroso de que el percance llegase a oídos de su esposa, consultó con Onofre Bouvila. Págale lo que haga falta y dile que se calle, le recomendó éste, y así lo hizo. A su debido tiempo nació un niño. Con los años este muchacho, que había heredado la estatura y fortaleza de su padre, llegó a jugar en el Club de Fútbol Barcelona, fundado precisamente el año mismo en que él fue concebido, junto a Zamora, Samitier y Alcántara. Efrén Castells trató de devolverle a Onofre la pistola que éste le había arrojado desde la escalera, pero él la rechazó. De ahora en adelante, dijo, no pienso llevar armas encima nunca más.

Que las lleven otros por mí.

Nicolau Canals i Rataplán se instaló en una habitación espaciosa y clara del Gran Hotel de Aragón. Desayunaba en el balcón, viendo a sus pies el tráfago colorido de las Ramblas; aspiraba el aroma mezclado de las flores y oía el canto variado de los pájaros: esto le había devuelto el buen humor.

Pasaré aquí unos días agradables y luego regresaré a París, pensaba. Un breve cambio siempre sienta bien; a la vuelta cogeré París con más gusto y es probable que mamá, después de mi ausencia, me reciba con cariño. Las corazonadas agoreras que había tenido en la estación de PortBou le parecían ahora fruto del insomnio. En la última de sus conjeturas no andaba desencaminado: su madre se arrepentía ahora de haberle dejado marchar. Transcurridos varios días de la marcha había ido a buscar a Casimir y lo había llevado al hotelito de la rue de Rivoli. Aquí estarás bien, le dijo, yo te cuidaré y tú podrás dedicarte a escribir. A medianoche se despertó sobresaltada y vio que él no estaba a su lado. Se echó un peinador sobre el camisón y salió de la alcoba en su busca. Lo encontró en el saloncito, de pie junto a la ventana: parecía mirar embobado las estrellas.

– "Qu.avez-vous, mon cher ami¿" -le preguntó. Como Casimir no respondía se llegó a su lado y tomó con cariño su mano entre las suyas. Advirtió que la mano del joven poeta ardía; comprendió que en poco tiempo había perdido a su hijo y a su amante. Al día siguiente escribió una carta a Nicolau: "Vuelve a París, le decía ella; lo que estamos haciendo es un error y una locura. Has de saber también, Nicolau, hijo mío, añadía la carta, que desde hace tiempo tengo un amante llamado Casimir, nunca me atreví a hablarte de él porque temía tu incomprensión, también en esto he sido siempre injusta contigo. Yo quise forzarte a que aceptases ese compromiso matrimonial que te repugnaba tanto como a mí, pero lo hice por egoísmo, porque quería al irte tú recobrar yo mi libertad.

Ahora casimir se me muere de consunción y voy a quedarme completamente sola. Los años me pesan y te necesito a mi lado, etcétera". Esta carta, que en otras circunstancias habría hecho la felicidad de Nicolau, llegó demasiado tarde.

La familia de don Humbert Figa i Morera había regresado de la finca de la Budallera cuando él les escribió para comunicarles su llegada a Barcelona. Envió una nota a la esposa de don Humbert poniéndose a sus pies. Esta nota venía acompañada de un ramo de flores.

– No se puede negar que el muchacho es fino -dijo ella.

Al día siguiente hicieron llegar a manos de Nicolau una invitación para que esa misma noche acudiera en el entreacto al palco de don Humbert, donde se serviría un piscolabis frío.

Le costó adivinar que se hacía referencia en la invitación al Gran Teatro del Liceo, a cuya representación inaugural se daba por sentado que él pensaba asistir. Tuvo que enviar un botones a comprar una entrada de platea y ordenar al servicio del hotel que planchase a toda prisa su frac. Debido a su figura había costado mucho esfuerzo confeccionar aquel frac; ahora por más que lo planchasen, siempre quedaba hecho un guiñapo.

Al llegar a la puerta del Liceo la encontró bloqueada por un triple cordón de policía. Pensó si habría habido un atentado como aquel perpetrado cinco años antes en ese mismo teatro por Santiago Salvador; de ese atentado había oído hablar mucho a los catalanes que ocasionalmente recalaban en el hotelito de la rue de Rivoli, a su paso por París. En realidad ahora se trataba de una visita regia, la del príncipe Nicolás I de Montenegro, que se había dignado realzar con su presencia aquella función inaugural con la cual culminaban las fiestas de la Merced. Pudo ocupar su asiento cuando ya las luces de gas empezaban a amortiguar su brillo; la penumbra invadía paulatinamente el local suntuoso. Aquella noche se estrenaba precisamente en el Liceo "Otello", de Giuseppe Verdi. En París, en los últimos años, había seguido con entusiasmo a Claude Debussy, a quien consideraba el músico más grande de la historia con excepción de Beethoven; devotamente había estado presente en el estreno de todas sus obras, salvo en el de "Pelléas et Mélisande"; una gripe inoportuna le obligó a guardar cama esos días; en aquella ocasión no había parado hasta que su madre, a pesar del frío reinante, se había echado a la calle y adquirido para él la partitura. Con la lectura de "Pelléas et Mélisande" había solazado la convalecencia. Ahora la música de Verdi le parecía estrepitosa y grandilocuente. No tenía que haber venido, pensaba. Cuando se encendieron las luces se dispuso a cumplir con la obligación social que había contraído tácitamente. Ignorante de todo lo referente a la vida social de Barcelona tuvo que preguntar por los corredores cuál era el palco de la familia Figa i Morera. A medida que se acercaba le iban dominando la ira y la vergüenza. ¿Qué diablos hago yo yendo a comer en la mano de los asesinos de mi padre¿, se preguntaba. Confiaba en que el palco estuviera muy concurrido y en que su presencia pasara así inadvertida. Pero en el antepalco sólo estaban don Humbert y señora, Margarita y un criado vestido a la Federica; este último sostenía con ambas manos una bandeja de bizcochos y "petits-fours". Nicolau no sabía que don Humbert había cursado muchas invitaciones y había recibido otras tantas excusas. Ahora estaban solos. Torpemente procuró decir las frases protocolarias que imponía la situación.

– Viniendo de París todo esto por fuerza habrá de parecerle muy provinciano -le dijo la señora tomando la bandeja de manos del camarero y ofreciéndole ella misma un bocadito.

– No, señora, de ningún modo; es todo lo contrario, créame -respondió agradeciendo el gesto de intimidad de su anfitriona.

El camarero les sirvió champaña y brindaron por una feliz estancia del joven Nicolau en Barcelona. Una estancia que confiamos en que sea tan feliz como prolongada, dijo la señora entornando los párpados con picardía. Él es un rufián venido a más, pensó; ella, una pescatera con ínfulas, y la hija, una aprendiza de "cocotte" que sus padres tratan de colocar al precio más ventajoso. Sonó entonces el gong que anunciaba la inmediata reanudación del espectáculo; con este pretexto inició la despedida. Don Humbert lo agarró del brazo.

– De ningún modo -le dijo-, quédese en el palco. Ya ve que nos sobra sitio y aquí estará mil veces más cómodo que en una butaca de platea. Vamos, vamos, de nada valdrán sus objeciones: es cosa decidida.

No tuvo más remedio que acceder y ocupó una silla colocada detrás de la que ocupaba Margarita. Cuando se apagaron las arañas y candelabros y se levantó el telón pudo ver, perfilada contra la luz que arrojaban las candilejas, la curva de sus hombros, que el vestido de noche dejaba al descubierto.

Llevaba el pelo recogido en un moño ancho, ceñido por una diadema de perlas pequeñas, pero muy regulares e iguales entre sí; esto dejaba al descubierto la nuca y una pequeña porción de la espalda. Clavó la mirada en los hombros y se dejó llevar por la música; el champaña le había sumido en un agradable letargo. Más tarde sacó al balcón del hotel la mesa y la butaquita de mimbre en que solía desayunar, tomó recado de escribir, encendió el quinqué, aspiró el aire tibio de las Ramblas en aquella noche de otoño incipiente. Los últimos fiacres alteraban de vez en cuando el silencio. "Esta noche, escribió, "mientras oíamos el Otello de Verdi en el palco de sus distinguidos padres, he sentido la tentación de inclinarme hacia delante y besar sus hombros. Habría sido, esto lo sé, un despropósito inadmisible y por eso no lo hice. También habría sido la única forma de que tal vez usted algún día llegase a quererme, pero para eso habría hecho falta que yo hubiese sido distinto a como soy, que hubiese sido capaz de seguir mi impulso en lugar de arredrarme entonces y de cometer ahora la cobardía de confesar mi culpa por carta. Pero ahora ya no me importa tampoco confesarle toda la verdad: a este proyecto de enlace matrimonial que se ha fraguado, estoy seguro de ello, sin su consentimiento, yo di el mío con la máxima renuencia; al hacerlo no podía sospechar que esta noche mientras oíamos el Otello de Verdi yo me iba a enamorar de usted como ha ocurrido, sin que en ello interviniera para nada mi voluntad".

Se detuvo, se llevó el mango de la pluma a los labios, meditó unos instantes y siguió escribiendo: "Esto complica mucho las cosas a partir de ahora". Dejó la pluma, se levantó, cogió el quinqué, entró en la habitación, la cruzó en diagonal y levantó el quinqué en lo alto, hasta donde le dio el brazo: la luna del espejo reflejó su imagen; aún llevaba puesto el frac.

Por primera vez en su vida tuvo envidia de los que estaban libres de defectos físicos visibles. Hacia sí mismo no sintió pena sino enfado: Mírate, qué pinta tienes, dijo a media voz dirigiéndose a la figura que veía en el espejo; si parece que acabes de mearte en los pantalones… Regresó al balcón y retomó la pluma en la mano. "Ahora sé", siguió escribiendo, "que nunca regresaré a París".

Cuando acabó de transcribir desordenadamente las ideas y sensaciones que se agolpaban en su cabeza la carta ocupaba muchas hojas. Amanecía y tuvo que ponerse el albornoz del baño para defenderse del relente y el rocío. Ya circulaban viandantes por las Ramblas cuando a las ocho menos cuarto concluyó la carta, la dobló sin releerla y la metió en un sobre. Entró una camarera a traerle el desayuno.

– ?El señor desea tomarlo en el balcón, como de costumbre?

– le preguntó.

– No se moleste -dijo-, puede dejarlo ahí mismo. Yo me ocuparé de todo. Usted, por favor, haga llegar esta carta a la dirección del sobre y cerciórese de que es entregada en propia mano.

– También ha venido una carta para el señor -dijo la camarera señalando una bandeja.

La cogió pensando que sería de su madre. Una ojeada le bastó para saber que era Margarita quien se la enviaba.

Retírese, le dijo a la camarera. ¿Y la carta, señor¿, preguntó ella. Yo mismo la entregaré luego en el "comptoir" dijo él.

También era una carta larga. Tampoco ella ha podido dormir esta noche, pensó. Se disculpaba de antemano por haber tenido la osadía de escribirle; confesaba haber abrigado con respecto a él, a la rectitud de las intenciones de él, alguna sospecha, pero esa noche, en el palco del Liceo, le había parecido "una persona educada, sensible y bondadosa"; por esta razón osaba ahora suplicar su ayuda, le decía. "Hace años que amo a un hombre y él a mí también", decía la carta. "Él es de origen humilde", añadía, "pero le he entregado en secreto mi corazón y otra cosa que no puedo decirle a usted". La situación a que su madre "sin duda movida por las mejores intenciones" había llevado a unos y a otros era equívoca y no podía menos que resultarle violentísima. "Si usted no me ayuda en este trance mi vida entera habrá terminado, porque no puedo yo sola luchar contra el destino. Es superior a mis fuerzas", acababa diciendo, "querido amigo, ¿lo hará por mí¿" Rompió la carta que había escrito durante toda la noche y escribió otra más breve. En ella le agradecía la sinceridad demostrada y le rogaba lo considerase siempre a partir de entonces "como un amigo leal y desinteresado. Le prohíbo que emplee conmigo un tono de súplica al que yo en modo alguno puedo considerarme acreedor", añadía. "Soy yo quien le ruega deponga su actitud resignada y fatalista. Todos tenemos el sagrado deber de ser felices, aunque para ello debamos a veces ejercer violencia sobre las circunstancias", concluía diciendo. Releyó esta carta y la encontró presuntuosa e insincera. Otros intentos no dieron mejores resultados. Se refrescó, se puso un traje de diario y bajó al vestíbulo del hotel. Encárguese, dijo al empleado de la recepción, de hacer llegar a estas señas una caja de bombones y mi tarjeta. Garrapateó unas fórmulas de cortesía: con ellas daba las gracias a la familia Figa i Morera por las atenciones que esta familia había tenido con él la noche precedente en el palco del Liceo. Luego pidió un coche y se hizo conducir al cementerio de San Gervasio. Estaba lejos de la ciudad y el aire era húmedo y bochornoso cuando llegó, a media mañana. Allí tuvo que preguntar cuál de todas era la tumba de su padre; cuando éste murió no habían asistido al entierro por razones de seguridad; en realidad no habían abandonado París, donde se encontraban ya desde hacía varios días. Ahora recapacitaba: ni siquiera sé quién se encargó del entierro. Imaginó a los propios asesinos tramitando las exequias. Al sepulturero que le acompañó le dio una propina.

Con escaso disimulo el sepulturero iba lanzando dentelladas a un bocadillo grasiento. No había desayunado y sintió la punzada del hambre; se le ocurrió ofrecerle dinero al sepulturero a cambio del almuerzo tosco que devoraba con fruición; luego sintió vergüenza de haber tenido esa idea pintoresca en semejante lugar, ante la tumba de su padre, que ahora visitaba por primera vez. Perdóneme, papá, pero no hay nada que yo pueda hacer para evitarlo, musitó ante el mausoleo, en cuya puerta se leía en letras de bronce: "Familia Canals". Estoy enamorado desesperadamente, añadió con un nudo en la garganta. El sepulturero seguía a su lado.

– ?Cuánta gente cabe aquí? -le preguntó señalando el mausoleo.

– Toda la que haga falta -respondió aquél.

Esta respuesta le tranquilizó sin motivo alguno. Pensó que las señales percibidas por él días atrás en la estación de Port-Bou se habían de realizar pronto, aquellas mismas señales que su raciocinio había descartado entonces.

– Cuídese de que no falten flores aquí -le dijo-. Yo iré viniendo de cuando en cuando.

Subió al coche de punto que le esperaba en un desmonte. No había llovido en dos semanas y los zapatos se le hundían en un polvo blanqueado por el sol. De regreso al hotel le entregaron otra carta. Esta sí era de su madre: era aquella carta en la que le informaba de la existencia de Casimir y de su enfermedad, la carta en la que le imploraba que volviera a París. "Las circunstancias hacen que por el momento deba postergar mi regreso indefinidamente", respondió ese mismo día. En esa carta formulaba sus mejores votos por el pronto y total restablecimiento de Casimir, a quien no había tenido el gusto de conocer. "Espero poder subsanar pronto esta deficiencia y pienso, como usted que deben prodigársele todos los cuidados que requiera su mal sin reparar en gastos", añadía. "Disponga usted, mamá, de todos mis haberes, que también son suyos", terminaba diciendo, "pero no me pida por ahora que vuelva a París: voy a cumplir pronto veinte años y ya es hora de que empiece a llevar una vida independiente".

Esa misma tarde recibió en el hotel la visita de don Humbert Figa i Morera.

– Vengo a verle, mi querido amigo, como abogado y como padre; las dos cosas a la vez -le dijo sin rodeos-. Si sus intenciones con respecto a mi hija son serias, y no dudo de que lo sean, hay muchos extremos que debemos tocar, en lo que hace a su situación y fortuna, me refiero.

Nicolau Canals i Rataplán miró a su interlocutor con aire ausente. Por dentro iba pensando: estos canallas sin duda se han percatado del efecto que me ha producido su hija y pretenden subir el precio de la mercancía. De buena gana habría puesto de manifiesto su desprecio, pero sabía que eso implicaba perderla para siempre. Sólo mediante la complicidad de estos padres viles y codiciosos puedo vislumbrar un destello de esperanza, pensó. Sin embargo tampoco era esto lo que quería. La misma debilidad de carácter que le impedía renunciar a aquel amor imposible e irse a París sin tardanza le impedía hacerla suya por aquel método que juzgaba reprobable. Si la amase como ella merece no vacilaría en vender mi alma al diablo, pensó. La disyuntiva le aturdía, optó por responder a todo con evasivas, ganar tiempo. No le costó fingir una ingenuidad que hasta el día anterior había sido auténtica.

– Yo creía que mi madre y su esposa de usted habían llegado a un entendimiento en este terreno -dijo. En todo caso, no podía tocar el tema hasta haber celebrado una serie de entrevistas con sus banqueros en Barcelona, agregó. Don Humbert se apresuró a recoger velas: En realidad había ido al hotel a saludarle, aprovechando que pasaba por las inmediaciones, dijo. Quería darle personalmente las gracias por los bombones que había tenido la gentileza de enviar y cerciorarse de que no necesitaba nada. Mientras hablaban, Onofre Bouvila, que conocía todos los pasos de su rival, se aprestaba a poner en práctica su plan. Dos días antes había recibido un mensaje cifrado de Garnett, el agente americano del ex gobernador de Luzón. En clave venía a decirle: todo a punto, aguardo instrucciones. Onofre Bouvila agitó una campanita, acudió un secretario.

– ?Llamaba el señor? -preguntó el secretario.

– Sí -dijo él-. Quiero que busquen y hagan venir a Odón Mostaza.


A la mañana siguiente un ruido despertó a Nicolau Canals; sin que nadie se lo dijera supo que lo que oía era un tiroteo.

Luego sonaron pasos precipitados y voces: la conmoción había durado unos segundos solamente. Saltó de la cama, se echó el albornoz sobre los hombros y salió imprudentemente al balcón del hotel. Un hombre asomado al balcón contiguo le contó lo que había ocurrido.

– Los anarquistas han muerto un policía -le dijo-. Ahora mismo se están llevando el cuerpo en una carretilla.

Bajó las escaleras a toda velocidad y salió a la calle, pero no consiguió ver más que el corrillo de curiosos formado en torno a un charco de sangre. Todo el mundo hablaba a la vez, pero de los relatos confusos y fragmentarios no consiguió sacar nada en claro. Aquel incidente le impresionó mucho; a partir de ese momento se sintió integrado en la vida de la ciudad por primera vez. Esa misma tarde fue a un sastre de la calle Ancha llamado Tenebrós y se encargó varios trajes; en la camisería Roberto Mas de la calle Llibretería adquirió varias docenas de camisas y otras prendas: todo daba a entender que se pertrechaba para pasar el invierno en la ciudad. De vuelta al hotel encontró una invitación: los señores de Figa i Morera rogaban su presencia en la cena que el sábado siguiente tendría lugar en casa de aquéllos, que ahora vivían en la calle Caspe. No debo asistir, pensó una vez más: ésta es la última oportunidad que tengo para dejar sentada mi actitud claramente con respecto a este asunto turbio de manera inequívoca. Pero recordaba los hombros de ella y creía morir de tristeza. Contestó de inmediato diciendo que no faltaría.

Como regalo envió una jaula de metal dorado con un jilguero; le aseguraron que era de una especie muy rara y muy cotizada; venía del Japón y cantaba unos aires exóticos, cargados de nostalgia.

6

Por esa mismas fechas el malvado Osorio, ex gobernador de Luzón, aquel oprobio de la clase militar, recibió un paquete por correo. Este paquete contenía una tortuga muerta; el caparazón de la tortuga había sido pintado de carmín. El criado filipino del ex gobernador palideció al ver la tortuga.

Osorio fingió desdén ante el criado, pero esa misma tarde habló con el inspector Marqués, uno de los policías que frecuentaban su peña taurina. Esto entre las tribus malayas significa venganza, le dijo.

– Es posible que alguien guarde mal recuerdo de su mandato -dijo el policía.

– Pamplinas, amigo mío, pamplinas -replicó el ex gobernador-. Mi ejecutoria es irreprochable. Cierto es que en el desempeño de mis obligaciones hube de granjearme alguna que otra enemistad, pero le aseguro a usted que ninguna de las personas a quienes incomodé en el cumplimiento de mi deber dispone de peculio para costear el viaje hasta Barcelona.

– Como sea -dijo el inspector Marqués-, lo cierto es que no podemos proceder por el mero hecho de haber recibido usted una basura por correo.

Al cabo de pocos días el ex gobernador recibió un segundo paquete. En éste había una gallina muerta, desplumada y con una cinta negra anudada al cuello.

– El signo del piñong -exclamó el criado del ex gobernador-. Es como si ya hubiéramos muerto, mi general; toda resistencia es inútil.

– He hablado con mis superiores del asunto aquel famoso de la tortuga -dijo el inspector Marqués- y, tal como yo le dije, se han mostrado remisos a tomar cartas en el asunto. Le sugieren a usted que se tome las cosas por el lado bueno.

Claro que quizás ahora, si a lo de la tortuga agregamos lo del pollo… yo no sé.

– Amigo mío -atajó el ex gobernador-, la vez anterior no quise dar mayor importancia a lo que estimé una broma de mal gusto, pero con esto de la gallina, créame, la cosa pasa de castaño oscuro. le encarezco a usted recabe de sus superiores el interés y la atención que si no el caso, mi persona merece.

Cuando el inspector vino a traerle la respuesta de sus superiores encontró al ex gobernador desencajado y tembloroso.

Cualquiera diría que han venido a verle las ánimas del Purgatorio, le dijo.

– Déjese de chanzas, que la cosa empieza a revestir caracteres de suma gravedad -le dijo el ex gobernador. Aquella mañana había recibido el tercer y último paquete: en él había un cerdo muerto vestido con una especie de túnica de raso de color de berenjena. El paquete pesaba tanto que hubieron de llevarlo en un carretón hasta la puerta de la casa de la calle Escudellers, donde vivía el ex gobernador con su criado. Por este servicio extraordinario había tenido que pagar un recargo; había protestado por ello: franqueo cubre el transporte hasta el domicilio del destinatario, habla argumentado. Sí, pero no el uso del carretón, le replicaron.

Cuando vio el cerdo ya no tuvo ganas de seguir pleiteando:

pagó lo que le dijeron y atrancó puertas y ventanas. De un baúl sacó una pistola de reglamento, la cargó y se la colocó atravesada en el cinturón, al modo colonial. Luego abofeteó al criado, que se había orinado en el uniforme. Ten valor, le había dicho. Dése usía por comido, contestó el criado. Aunque se esforzaba por disimularlo, él también estaba asustado.

Sabía por experiencia que los malayos eran gente bondadosa, alegre y de una rara generosidad, pero sabía que también podían ser violentos y crueles. En sus tiempos de gobernador le había tocado presidir algunas ceremonias que el Gobierno de la metrópoli, por no enajenarse la buena voluntad de los jefezuelos tribales, había decidido dar por buenas; allí había visto actos atroces de canibalismo; ahora recordaba a los guerreros pintarrajeados lanzar regüeldos salvajes al término de aquel ágape abyecto. Ahora los imaginaba ocultos tras los plátanos de las Ramblas, en los portales de las casas elegantes de la calle Escudellers, con el temible kris entre los dientes. Así se lo hizo saber al inspector Marqués, el cual prometió transmitir a sus superiores las palabras textuales del ex gobernador. No se atrevía a decirle que sus superiores no le prestaban la menor atención; había hecho creer a todos los miembros de la peña taurina que su predicamento en el cuerpo era mayor de lo que era en realidad.


Nicolau Canals no comía ni dormía y sentía a todas horas un dolor indeterminado contra el que no valían medicinas ni distracciones. El sábado llegó ante la casa de don Humbert Figa i Morera en un estado de extrema debilidad. Un criado de librea contratado para la ocasión abrió la portezuela del coche y le ayudó a bajar; el bastón se le enredó entre las piernas, trastabilló al poner el pie en el estribo y el criado tuvo que llevarlo en volandas a la acera y recoger la chistera del suelo. Él la entregó junto con el bastón y los guantes a una doncella en el vestíbulo. Esta doncella era la misma que Efrén Castells había seducido; ahora sentía ya los primeros síntomas del embarazo. Todo esto me sucede por culpa de semejante mequetrefe, pensó al recoger las prendas que le tendía Nicolau Canals i Rataplán. Todos me miran como si fuera un bicho raro, pensó él advirtiendo la mirada de la doncella cargada de intención, como si fuera un fenómeno de feria. Era el primero en llegar: su puntualidad europea no se había contaminado aún de la desconsideración española. Ni siquiera la dueña de la casa estaba lista: en su alcoba daba órdenes y contraórdenes a las doncellas, la modista y el peluquero, los cubría a todos de insultos sin ton ni son. Don Humbert le hizo los honores de la casa en un salón que resultaba demasiado grande para los dos. Excusó a su esposa con naturalidad: ya sabe usted cómo son las mujeres para estas cosas. No pudo reprimir la ansiedad y preguntó si también Margarita se retrasaría. Oh, dijo don Humbert, esta tarde se encontraba un poco indispuesta, no sabe si podrá asistir a la cena, me ha rogado que la disculpe ante usted. Aun sabiendo que cometía la más imperdonable de las incorrecciones se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar. Don Humbert, percibiendo la indisposición de su huésped y no sabiendo qué hacer, fingió no darse cuenta de nada. Venga conmigo, dijo, nos sobra tiempo y quiero mostrarle algo que sin duda le interesará.

Lo condujo a su gabinete y le mostró un teléfono mecánico que acababan de instalarle. Este teléfono era muy rudimentario y sólo servía para hablar con la habitación situada al otro lado del patio interior; consistía en un sencillo alambre provisto de sendas bocinas en cada extremo. De cada ventana una pieza de cristal había sido reemplazada por una placa de madera de abeto muy delgada, por cuyo centro pasaba el alambre. La placa transmitía el sonido a la opuesta. Cuando por ser mayor el trayecto el alambre debía pasar por un ángulo era preciso evitar que tomara contacto con objetos sólidos, que habrían impedido la transmisión del sonido; en estos casos se mantenía el alambre suspendido de otro hilo. Cuando regresaron al salón ya había comparecido la dueña de la casa; llevaba un vestido largo, profusión de alhajas y un perfume de alhelí muy penetrante. Aún conservaba la belleza agresiva, ahora rotunda, con que se había abierto paso en la vida. Ahora se deshacía en mieles al ver a Nicolau Canals i Rataplán: tan pronto se mostraba pizpireta y gazmoña, porque quería envolverlo en las redes de la seducción, como le llamaba hijo mío y le prodigaba una ternura teatral y empalagosa. Tanta humillación, pensaba él, y ni siquiera la veré esta noche; y pugnaba por impedir que las lágrimas acudieran de nuevo a sus ojos. La llegada de otros invitados le sacó de aquella situación embarazosa. Esta vez don Humbert Figa i Morera se había asegurado la presencia de algunas personas en su casa.

Es joven y ha vivido siempre en el extranjero, le había dicho a su mujer: no distinguirá. Estos convidados eran un concejal corrupto que le debía el cargo, el único que podía desempeñar impunemente con sus dotes escasas, y su esposa; un presunto marqués arruinado cuyas deudas de juego había comprado don Humbert años atrás en un momento de inspiración y de quien desde entonces se servía para dar realce a sus reuniones, y su esposa, doña Eulalia "Tití" de Rosales; un tal mosén Valltorta, clérigo borrachín, de cejas muy pobladas, y un catedrático de medicina a quien don Humbert gratificaba a cambio de falsear dictámenes y certificados, y su esposa: a este triste círculo lo tenía reducido la sociedad barcelonesa.

A las frases que le dedicaron Nicolau Canals respondió con monosílabos; lo que pudiera decir no interesaba a nadie y nadie tomó por descortesía su laconismo. Pronto se generalizó la conversación y le dejaron en paz. Sólo la anfitriona le instaba de vez en cuando a que comiera más. Dejó en el plato las viandas exquisitas que le sirvieron. Acabada la cena pasaron todos de nuevo al salón. Allí había un piano de cola.

Como la anfitriona, que conocía sus aficiones musicales, le insistió mucho, se avino a tocar unas piezas. Sabía que nadie le prestaba ya atención. Desgranaba sin ganas unos "études" de Chopin que conocía de memoria. Cuando dejó de tocar los presentes le dedicaron una ovación calurosa; él se volvió para agradecer aquellos aplausos cuya insinceridad le constaba y la sangre se le heló en las venas al ver que ella estaba allí.

Vestía una bata sencilla de organdí ceñida por un cinturón ancho de color escarlata. Por todo adorno un broche de plata labrada que cerraba el escote prendía una flor. El cabello cobrizo había sido anudado en una trenza. Se acercó al piano y murmuró unas frases de disculpa por no haber podido estar presente durante la cena: había sufrido un ligero vahído a media tarde, no se había sentido con fuerzas hasta ese momento. Él lo creía todo a pies juntillas.

– Le he estado oyendo tocar -le dijo-. No sabía que fuera usted un artista.

– Un pobre aficionado -dijo ruborizándose-. ¿Hay alguna pieza en particular que desee oírme interpretar?

Ella se inclinó sobre el piano, aparentando hojear las partituras. Sintió contra su espalda el calor del cuerpo de ella, pasó junto a sus mejillas el brazo desnudo, del deseo de besarlo se le quedó la boca seca instantáneamente. ¿No ha recibido usted mi carta¿, la oyó musitar a su oído. Dígame, por el amor de Dios, ¿no le dieron en el hotel la carta que le envié? De reojo advirtió la mirada suplicante de la joven y fingió concentrar su atención en el teclado. Sí, dijo por fin.

?Entonces¿, dijo ella, ¿qué me responde? ¿Puedo confiar en su generosidad? Hizo un esfuerzo sobrehumano por hablar: No soy dueño de mis actos, dijo; no duermo, no como, me encuentro mal a todas horas; cuando no la veo siento un dolor profundo en el pecho, me falta el aire, me asfixio y creo que voy a morir.

¿Entonces?, insistió ella, ¿cuál es su respuesta? Cielo santo, pensó él, no ha oído una sola palabra de lo que le acabo de decir.


Al general retirado Osorio y Clemente, ex gobernador de Luzón, le alcanzaron tres disparos de revólver hechos desde un coche cerrado cuando salía de oír misa en la iglesia de San Justo y Pastor. Acababa de bajar el último peldaño de las escaleras del templo y cayó muerto sobre las losas que formaban el pavimento de la plaza. Por la ventana del coche alguien arrojó un ramillete de flores blancas que cayó a varios metros del cadáver. Luego testigos presenciales referían lo más pintoresco del suceso: que el criado filipino del difunto, apenas oyó la primera detonación, echó a correr hacia un extremo de la plaza; allí hizo algo sorprendente:

ponerse en cuclillas, sacar del bolsillo un palo curvo como de treinta centímetros de longitud e introducirlo en un agujero del suelo; así logró abrir la tapa metálica que daba entrada al sistema de alcantarillado, por el que desapareció definitivamente. La policía dijo luego que esta conducta probaba su participación en el crimen, su complicidad y su premeditación; otras personas dijeron que al recibir su amo el cuerpo de la tortuga había empezado a planear la fuga; había localizado y memorizado la ubicación de todas las tapas metálicas en la parte de la ciudad por la que solían deambular; siempre llevaba encima el palo curvo, que él mismo se había procurado.


Pocos días antes de producirse este suceso el señor Braulio se había sentido súbitamente inquieto sin que pudiera especificar el porqué de su inquietud. Tengo una corazonada fatal, se dijo mirándose al espejo. En los últimos años había engordado; ahora cuando se disfrazaba de mujer parecía una matrona; además se había dejado crecer un bigote corto al estilo teutón que le daba travestido un aspecto más jocoso que sensual. Hasta los que en otros tiempos le reían las gracias le hacían ahora consideraciones severas. Otros veían en su conducta síntomas de envejecimiento, de lo que entonces se denominaba reblandecimiento cerebral. Algunos atribuían este reblandecimiento a los golpes recibidos en las noches de francachela. Todos pensaban en el caso del boxeador danés Anders Sen, de quien los periódicos habían hablado en abundancia a raíz de su reciente visita a Barcelona. Durante varios años este boxeador había desafiado a los campeones de Francia, de Alemania y del Reino Unido; siempre había perdido, le habían vapuleado a conciencia. Ahora lo llevaban de ciudad en ciudad; en Barcelona lo exhibieron en un barracón de cañas y lona levantado en la Puerta de la Paz como un caso digno de interés científico; así rezaba la publicidad; en realidad bajo este supuesto interés científico unos desaprensivos explotaban su desgracia; se había vuelto como un niño: agitaba un sonajero con sus manazas y bebía leche en un biberón. Pagando un real se podía entrar a verlo y hacerle preguntas; por una peseta se podía simular con él un combate de boxeo. Aún era un hombre fornido, de perímetro torácico amplio y bíceps colosales, pero sus movimientos eran muy despaciosos, las piernas apenas sostenían el peso del cuerpo y estaba prácticamente ciego, a pesar de tener sólo veinticuatro años.

Por supuesto éste no era el caso del señor Braulio, que gozaba de excelente salud; sólo su apariencia externa se había asentado con la edad y con el retiro forzoso que le había impuesto Onofre Bouvila; al mismo tiempo se habían acentuado sus manías y su pusilanimidad y sus cambios bruscos de humor también. Ahora le preocupaba Odón Mostaza. Sin trabajo y con dinero, el matón se entregaba ahora a una vida cada vez más disoluta. Cuando él le reprendía le contestaba de mal modo:

Eres una roncha, le decía, te has pasado la vida rifando el culo en el barrio de la Carbonera y ahora vienes a soltarme sermones. Así perdí a mi esposa y a mi hija, replicó el ex fondista; por mis locuras tuvieron que pagar dos pobres inocentes. Pero Odón Mostaza seguía sin hacerle caso. Un día supo que Onofre Bouvila quería verle; acudió a su despacho sin perder un instante. Los dos compinches se abrazaron emocionados, se dieron palmadas sonoras en la espalda. Hacía siglos que no nos veíamos, dijo Odón Mostaza; desde que te has vuelto un burgués no hay forma. Ah, qué tiempos aquéllos, exclamó el matón. ¿Te acuerdas de cuando nos enfrentamos a Joan Sicart?

Onofre le dejó hablar, le escuchaba sonriendo. Cuando el otro calló le dijo: Hay que volver al ruedo, Odón; no podemos dormirnos en los laureles; te necesito. Ahora, fue el rostro del matón el que se iluminó con una sonrisa de lobo. Gracias a Dios, dijo; ya se me estaba oxidando la herramienta, ¿de qué se trata? Onofre Bouvila bajó la voz para que nadie pudiera oír lo que tramaban. los guardaespaldas de uno y otro montaban guardia en las esquinas. Un asunto sencillo, lo tengo todo pensado, te va a gustar, le dijo.

El día señalado Odón Mostaza salió a la calle muy temprano, tomó un coche de punto y se hizo conducir a las afueras.

Llegados a un lugar determinado encañonó al cochero con el revólver y le ordenó que se apeara. Uno de sus hombres salió de detrás de un arbusto y ató al cochero de pies a cabeza con una soga; luego le llenó la boca de estopa y lo amordazó. Le vendaron los ojos con un trapo y le dieron un golpe en la nuca que le hizo perder el conocimiento. El maleante que había salido de detrás del arbusto se puso el capote del cochero y subió al pescante. Odón Mostaza volvió a subir al coche y corrió las cortinillas; se quitó la barba postiza y los lentes ahumados que se había puesto para que luego el cochero en el peor de los casos no pudiera identificarle. Tenía una coartada perfecta. En las Ramblas compró un ramo de azucenas como Onofre Bouvila le había dicho que hiciera. Las flores en el coche cerrado exhalaban un aroma tan intenso que creyó que se marearía. voy a arrojar, pensó. Mientras tanto iba comprobando el buen funcionamiento del revólver. El reloj de la iglesia daba las campanadas cuando el coche entró en la plaza. De la misa salían pocos fieles, porque era día laborable. Descorrió un poco la cortinilla y asomó por la abertura el cañón del revólver. Cuando vio aparecer al ex gobernador acompañado de su criado filipino apuntó con calma. Dejó que acabara de bajar los escalones y disparó tres veces. Sólo el filipino reaccionó instantáneamente. El coche se puso de nuevo en marcha. Se acordó entonces de las flores y golpeó el techo para que el cochero se detuviera, recogió el ramo de azucenas del asiento y lo arrojó con fuerza por la ventana. Ahora se oían ya gritos y carreras: todos procuraban ponerse a salvo.

Al cabo de unos días la policía judicial lo detuvo cuando salía de un burdel en el que había pasado la noche. Como se sabía a salvo de toda sospecha no opuso resistencia; trataba a los agentes con tanta urbanidad que advirtieron la burla en seguida. Búrlate todo lo que quieras, Mostaza, le dijo el cabo, que esta vez vas a pagarlas todas juntas. Él ponía hociquitos y le enviaba besos fingidos, como si se tratara de una furcia y no de un cabo. Esto exasperaba al cabo. Los agentes, que conocían su fama, no le quitaban los ojos de encima; le encañonaban con los mosquetones y tenían listas las cachiporras para caer sobre él. Algunos de ellos eran muy jóvenes; antes de ingresar en el cuerpo ya habían oído hablar de Odón Mostaza, el temido matón: ahora lo llevaban preso y maniatado a presencia del juez. Cuando éste le preguntó dónde había estado tal día a tal o cual hora él respondía con mucho aplomo: recitaba la trama de mentiras que había urdido con Onofre Bouvila, la coartada que tenía preparada precisamente en previsión de semejantes preguntas. El juez repetía las preguntas una y otra vez y el escribano transcribía las respuestas siempre idénticas, que luego leía el juez con extrañeza. ¿Pretendes burlarte también de mí¿, le dijo al fin el juez.

– Guarde su señoría estas tretas para los chorizos, los socialistas, los ácratas y los maricones -dijo el matón-. Yo soy Odón Mostaza, un profesional con muchos años de experiencia; y no hablaré más.

Al cabo de un rato, viendo que el interrogatorio empezaba de nuevo como si hubiese hablado a un sordo o un idiota, añadió: ¿Pretende su señoría hacerse un nombre a mi costa?

Sepa que otros lo han intentado antes; todos querían ser el juez que metió entre rejas a Odón Mostaza; soñaban con ver su nombre y su retrato en los periódicos. Todos hicieron el ridículo. Aquel juez se llamaba Acisclo Salgado Fonseca Pintojo y Gamuza; era un hombre de treinta y dos o treinta y tres años, cargado de espaldas, de cuello grueso, barba tupida y tez pálida. Hablaba con lentitud y levantaba las cejas cuando se le decía cualquier cosa, como si todo le causara sorpresa. Diga dónde se encontraba usted el día tal a tal hora, repitió. Odón Mostaza perdió los estribos.

– ¡Acabemos con esta comedia grotesca! -gritó en el juzgado, sin importarle que pudieran oírle otros detenidos-.

?Qué quiere de mí? ¿Acaso dinero? Porque no pienso darle un real, sépalo su señoría desde ahora. Conozco el paño: si le doy cien hoy, mañana me pedirá mil. No tiene nada que hacer.

Carece de pruebas y de testimonios, mi coartada es perfecta.

Además, todo el mundo sabe que al ex gobernador Osorio lo mataron unos filipinos.

El juez levantaba las cejas con aire de perplejidad. ¿Qué ex gobernador¿, preguntó, ¿qué filipinos? A Odón Mostaza le costó comprender que no le estaban acusando del asesinato del ex gobernador Osorio, sino de la muerte de un joven llamado Nicolau Canals i Rataplán, de quien no había oído hablar jamás. En la mañana del día de autos un hombre envuelto en una capa y tocado de un chambergo de ala ancha que ocultaba su cara había pasado ante el "comptoir" del Gran Hotel de Aragón con tal celeridad que el encargado no pudo interceptar su paso. Cuando puso en su seguimiento a varios empleados del hotel y a dos guardias que patrullaban aquel sector de las Ramblas, a esa hora muy concurridas, el intruso había desaparecido en los pisos superiores. Nunca fue hallado. Unos dijeron que se había descolgado por la fachada del edificio, que llevaba bajo la capa una maroma acabada en un garfio con ayuda de la cual había practicado el descenso; otros, aduciendo que ningún viandante dijo haber visto tal cosa, afirmaron que tenía comprados a varios empleados del hotel. De su paso fugaz no había dejado otro rastro que el cadáver de Nicolau Canals i Rataplán, a quien había asestado tres cuchilladas, todas ellas mortales de necesidad. Al día siguiente fue enterrado en el mausoleo familiar junto a los restos de su padre, igualmente asesinado. Su madre no asistió al sepelio. Era el único vástago de aquella rama de la familia Canals. Ahora el juez le mostraba el chambergo y la capa.

Mientras él estaba en el burdel la policía había registrado su casa: habían encontrado aquellas prendas y también una navaja de cuatro muelles en cuya hoja podían distinguirse aún restos de sangre pese a que había sido lavada. Desconcertado siguió negando la evidencia. Repetía con obstinación la historia de la tortuga, la gallina y el cerdo. El acusado, dijo luego el juez en el sumario, a todas luces desvaría. Le obligaron a ponerse el chambergo y la capa y presentarse así ante el recepcionista del hotel, cuya comparecencia había requerido el juez. Las dos prendas resultaron ser de su medida y el recepcionista afirmó ser aquel individuo el mismo que había visto pasar ante el "comptoir" como una exhalación. Con promesas de soborno consiguió que un oficial de juzgado hiciese llegar un mensaje al señor Braulio: No entiendo nada de lo que está pasando, pero esto me huele a chamusquina, decía en él. El señor Braulio acudió a Onofre Bouvila. Haremos que se ocupe del caso el mejor penalista de España, dijo éste.

?No sería mejor resolver la papeleta privadamente¿, dijo el señor Braulio, ¿antes de que este galimatías adquiera carácter oficial? El abogado que se hizo cargo de la defensa se llamaba Hermógenes Palleja o Pallejá, decía provenir de Sevilla y acababa de colegiarse en Barcelona, donde quería abrir bufete cosa que luego no hizo. La mayor parte de los testigos cuya deposición solicitó el defensor no acudió a declarar: eran mujeres de la vida y habían desaparecido cuando la policía judicial fue por ellas; como carecían de documentación y eran conocidas por apodos exclusivamente les bastaba mudar de domicilio y de apodo para borrar toda huella de su pasado. Las tres que sí declararon en la vista causaron una impresión pésima en el tribunal. Dijeron llamarse la Puerca, la Pedorra y Romualda la Catapingas; en sala no se recataban de mostrar la pantorrilla, guiñaban los ojos al público, empleaban un lenguaje procaz y prorrumpían en risotadas por cualquier nimiedad. Al ministerio fiscal le decían: sí, cariño; no, mi vida, etcétera. El presidente de sala hubo de llamarles varias veces la atención. Las tres afirmaron haber estado con el reo en la mañana del día de autos, pero ante las preguntas del fiscal y aun de la propia defensa se desdijeron y acabaron confesando que se confundían de fecha, de hora y de persona.

Odón Mostaza, que no había visto jamás a tales despojos y veía que su intervención era contraproducente, quiso hablar con su abogado, pero éste, pretextando otros trabajos apremiantes, no lo fue a ver al calabozo del Palacio de Justicia, a donde había sido trasladado desde la prisión mientras duraba el juicio. Este Palacio de Justicia, inaugurado en la década anterior, estaba situado en lo que había sido el recinto de la Exposición Universal, donde Odón Mostaza había trabado conocimiento en forma brusca con Onofre Bouvila, en quien ahora cifraba sus esperanzas de salvación. Pero éste no daba muestras de inquietud: cuando el señor Braulio, que no vivía, que seguía diariamente las incidencias del juicio entre el público que abarrotaba la sala, iba a consultar con él le daba cualquier excusa para no recibirle o si le recibía desviaba la conversación hacia otros temas. El fiscal había pedido la pena máxima para el encausado en las conclusiones provisionales, que luego elevó a definitivas. Por fin el tribunal dictó sentencia: en ella condenaba a muerte a Odón Mostaza.

Paciencia, le dijo el abogado, recurriremos. Así lo hizo, pero dejando transcurrir los plazos fijados por la ley o presentando tan mal los recursos que las altas instancias los desestimaban por defecto de forma. Aislado en su celda, el matón se desesperaba. Dejó de comer y apenas dormía; cuando lograba conciliar el sueño le asaltaban pesadillas, se despertaba chillando. Los guardias de la prisión, a donde había sido trasladado de nuevo, le hacían callar, se mofaban de sus miedos y a veces entraban en la celda y le propinaban palizas crueles. Al fin acabó produciéndose en él una transformación: comprendió que debía pagar por aquel crimen que no había cometido los muchos crímenes que habían quedado impunes. En esto vio la mano de Dios Todopoderoso y de ser descreído y jactancioso pasó a ser piadoso y humilde. Pidió con insistencia ver al párroco de la prisión, a quien confesó sus culpas innumerables. El recuerdo de su vida pasada, del lodazal de vicio en que había retozado tantos años le hacía llorar con desconsuelo. Aunque había recibido la absolución de manos del confesor no se atrevía a comparecer en presencia Del Supremo Hacedor. Confía en su infinita misericordia, le decía el confesor. Ahora llevaba siempre hábito morado y un cordón gris pendiente del cuello.

El señor Braulio fue a ver nuevamente a Onofre Bouvila.

Cuando estuvo en su presencia hincó ambas rodillas en la alfombra y puso los brazos en cruz. ¿A qué viene esta bufonada¿, le preguntó. De aquí no me muevo hasta que no me hayas escuchado, respondió él. Onofre Bouvila tocó un timbre; al secretario que asomó la cabeza le dijo: Que nadie nos moleste. Cuando el secretario hubo cerrado la puerta encendió un cigarro, se recostó en la silla: Dígame de qué se trata, señor Braulio.

– Ya sabes a lo que vengo -dijo-. Es un malvado, pero también es tu amigo; en los momentos difíciles estuvo siempre a tu lado. Hombre más leal no has conocido. Ni yo -agregó con la voz rota-, hombre más guapo.

– No veo a qué viene este preámbulo -dijo él.

– Comprendo que hayas querido darle una buena lección.

Estoy seguro de que ha escarmentado de una vez por todas. Yo respondo de él en el futuro -dijo el señor Braulio.

– ?Y qué quiere usted que haga? -dijo él-. He puesto a trabajar a los mejores abogados de España, he removido Roma con Santiago, estoy dispuesto a pedir gracia a Su Majestad…

– Onofre, a mí no me digas esto -interrumpió el señor Braulio-. Yo te conozco desde hace muchos años. Eras un mocoso cuando viniste a mi pensión con una mano delante y la otra detrás. Yo sé que tú has orquestado esta farsa porque eres malo, porque no hay cosa ni persona que no estés dispuesto a sacrificar para conseguir lo que te propones y porque en el fondo siempre has envidiado a Odón Mostaza. Pero esta vez has llevado la cosa demasiado lejos y vas a tener que rectificar quieras o no. Mírame cómo estoy: de rodillas vengo a implorarte que salves la vida de ese desgraciado; como una Dolorosa tengo el corazón, atravesado por siete puñales; hazlo por él o hazlo por mí.

Viendo que Onofre no respondía dejó caer los brazos con desaliento y se levantó del suelo. Está bien, dijo, tú lo has querido así. Escucha: estos días he estado haciendo averiguaciones; sé que Garnett y tú, con ayuda de don Humbert Figa i Morera, habéis estado pasteleando con los contratos de representación firmados por Osorio y que ahora todos los bienes de Osorio en las Filipinas son prácticamente de tu propiedad. También sé que personas a tu sueldo han comprado últimamente una tortuga, una gallina y un cerdo y que han expedido por correo paquetes voluminosos. Todos estos datos no exculparán a Odón del crimen que se le imputa. Por el contrario, una investigación sobre la muerte de Osorio acabaría sacando a flote su culpabilidad, pero no se puede matar a nadie dos veces y Odón es como si estuviera muerto ya.

Sí que podría en cambio arrastrar a otros en su caída. Con esto ya sabes a lo que me refiero, acabó diciendo. Onofre no dejó de sonreír y de fumar su cigarro parsimoniosamente.

– No se ponga así, señor Braulio -dijo al fin-. Ya le he dicho que llevo hecho por mi amigo Odón Mostaza todo lo humanamente posible. Por desgracia mis gestiones no han dado el resultado apetecido. En cambio buscando la libertad de un preso y por pura casualidad he conseguido la libertad de otro.

Aquí en este cajón tengo firmado el indulto de su hija Delfina. No crea que no me ha costado influencias y dinero conseguirlo, porque las autoridades se negaban a concederlo alegando unas razones de orden público que yo personalmente comparto. Ahora, por fortuna, la cosa está arreglada. ¿No sería una pena que esta orden de indulto no siguiera su curso?

Enfrentado a semejante disyuntiva el señor Braulio abatió la cabeza y salió del despacho sin decir nada; por las mejillas le corrían las lágrimas en abundancia.


En la capilla destinada a los reos de muerte dos congregantes de la Archicofradía de la Purísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo colocaron el Cristo de la Hermandad alumbrado por seis velas. De conformidad con las normas de la cofradía llevaban vesta y capuz, cinturón de cuero negro y rosario y el escudo de la Archicofradía cosido al pecho como distintivo. Esta archicofradía, a la que correspondía auxiliar al reo en sus últimas horas y hacerse cargo luego del cadáver si aquél no tenía familiares que lo reclamasen, había sido establecida en Barcelona el año 1547 en la capilla del Santísimo Sacramento, conocida comúnmente por capilla de la Sangre, en la iglesia de Nuestra Señora del Pino; precisamente en el número uno de la plaza del Pino tenía hasta hace poco su domicilio social. Odón Mostaza oraba con la espalda doblada y la frente contra el suelo frío y húmedo. Estaba en un lugar aislado de la prisión, separado ya del mundo exterior; sólo podían visitarle las autoridades competentes, el médico de la prisión, los sacerdotes y los miembros de la Archicofradía y por disposición expresa de la ley un notario "por si el reo quisiere otorgar testamento o ejecutar cualquier acto oral".

Cada minuto parece un siglo, pensó, pero los minutos y los siglos parecen transcurrir con la misma velocidad. En la prisión reinaba el silencio: los paseos habían sido suspendidos así como los demás actos interiores "que pudieran turbar el recogimiento debido". En el patio se habían congregado ya las personas que debían asistir a la ejecución, esto es, "el secretario judicial, los representantes de las autoridades gubernativa y judicial, el jefe y los empleados de la prisión que éste designe, los sacerdotes e individuos de la asociación de caridad que auxilie al reo y tres vecinos designados por el alcalde, si voluntariamente se prestasen a concurrir". Las ejecuciones habían dejado de ser públicas pocos años antes, por Real orden de 24 de noviembre de 1894.

Esta medida había suscitado críticas vivas: "De este modo", leemos, "ha perdido en España la pena de muerte su ejemplaridad, sin ventaja ni compensación alguna, ya que los relatos de la prensa no sólo excitan la curiosidad sino que rodean al criminal de una aureola perniciosa". Ahora los tres vecinos miraban atentamente al verdugo, que verificaba el buen funcionamiento del garrote. Este instrumento consistía en una silla provista de respaldo alto, del cual salía un torniquete acabado en un corbatín de hierro a modo de dogal; éste, aplicado a la garganta del reo, la iba oprimiendo hasta producir la muerte por estrangulación. Su Majestad don Fernando VII por Real Cédula de 28 de abril de 1828 y "para señalar la grata memoria del feliz cumpleaños de la reina"

había abolido la muerte en horca, usada hasta entonces en toda España, y dispuesto que en adelante se ejecutasen "en garrote ordinario los reos pertenecientes al estado llano, en garrote vil los castigados por delitos infamantes y en garrote noble los hijosdalgo". Los condenados a garrote ordinario eran conducidos al cadalso en caballería mayor, es decir, mula o caballo, y llevaban el capuz pegado a la túnica. El capuz, como su nombre indica, era una suerte de capa con capucha y cola, que se ponía encima de la demás ropa y se usaba normalmente en los lutos. Los condenados a garrote vil eran conducidos al cadalso en caballería menor, o sea, borrico, o arrastrados, si así lo disponía la sentencia, y con el capuz suelto. Por último los condenados a garrote noble eran conducidos en caballería mayor ensillada y con gualdrapa negra. Estas distinciones habían perdido todo su sentido al dejar de ser públicas las ejecuciones. Cuando se abrió la puerta de la celda Odón Mostaza no quiso levantar la cara del suelo. Cuatro manos lo levantaron por las axilas. Una voz murmuraba: Señor, ten piedad de mi alma. Repetía la frase maquinalmente para no pensar. Al salir a la intemperie abrió los ojos. Delante de él iban los archicofrades y congregantes llevando el Cristo que había estado hasta ese momento en la capilla. Vio la luz blanquecina del amanecer de un día sin nubes. pensó: qué más le daba a él ya que saliera el sol o no ese día y los días sucesivos. Al fondo del patio vio el garrote, el grupo de testigos y el verdugo, algo retirado. Uno de los testigos tiró al suelo el cigarrillo que fumaba y lo aplastó con el zapato. Junto al muro vio un ataúd de madera oscura; la tapa estaba apoyada contra el muro. Le flaquearon las rodillas, pero los guardias que lo sujetaban por las axilas impidieron que diera en tierra. Que no se diga, pensó.

Enderezó la espalda y levantó la cara. Pueden soltarme, quiso decir, pero no le salió la voz: emitió un ronquido que venía del fondo del pecho. Dadas las circunstancias no se puede pedir más, bromeó consigo mismo. Cada paso que daba sin caerse le parecía un triunfo. Arrastraba la hopa por el empedrado del patio. La hopa se la habían puesto al entrar en capilla. Por ley las hopas eran siempre negras, salvo para los regicidas y parricidas, que llevaban hopa amarilla y birrete del mismo color, una y otro con manchas encarnadas. La hopa era como una sotana y al verse con ella, horas antes, se había sentido humillado. Hasta ahora siempre había elegido yo mismo mi ropa, había bromeado con los carceleros. Si hubieran tardado unos meses en ejecutarlo no habría tenido motivo de queja porque la hopa para los condenados a la última pena fue suprimida por ley de 9 de abril de 1900. Se sentó en la silla y dejó que le sujetaran con una correa. El archicofrade que llevaba el crucifijo se lo acercó a los labios. Cerró los ojos y apretó los labios contra el crucifijo. No vio cómo alguien hacía un gesto discreto con la mano. Luego, cumpliendo con lo dispuesto, se levantó acta sucinta de la ejecución, que suscribieron todos los presentes. Los cofrades retiraron el cadáver para su inhumación: en la caja le cruzaron las manos sobre el pecho y le pusieron entre los dedos un rosario de metal plateado. Le cerraron los párpados y le recompusieron los cabellos que el viento había desordenado. Al verlo los cofrades cuchicheaban entre sí: Verdaderamente en toda Barcelona no había hombre más guapo que éste.


A esa misma hora, en el otro extremo de la ciudad, la puerta lateral de la cárcel de mujeres se abría para dejar salir a Delfina. El señor Braulio la esperaba en un coche cerrado, detenido frente a los muros sombríos. Al verla cruzar el umbral de la cárcel bajó del coche trabajosamente. Sin decir nada se abrazaron llorando. Qué delgada estás, hija, dijo el señor Braulio al cabo de un rato. Y usted, padre, ¿está temblando¿, ¿se encuentra bien¿, dijo ella. No es nada, hija, le dijo el ex fondista; la emoción, tal vez. Ven, sube al coche, vámonos a casa, salgamos de aquí cuanto antes. Qué delgada estás¡ Bah, no importa, yo te cuidaré. Te sorprenderá ver cuánto he cambiado.

Transcurrido un mes de la ejecución de Odón Mostaza, Onofre Bouvila pidió de nuevo a don Humbert Figa i Morera la mano de su hija Margarita, que esta vez le fue concedida de inmediato y sin reserva.

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