Capítulo II

1

No, no puede ser eso que otros llaman el amor y, sin embargo, ¿qué me pasa?, se preguntaba. A lo largo del verano de 1887 y buena parte del otoño la obsesión que Delfina le provocaba fue en aumento. No había vuelto a cruzar con ella dos palabras desde aquella noche en que ella había ido a su habitación con el gato, a proponerle que trabajara en pro de la idea; después de eso apenas intercambiaban una mirada de reconocimiento, un gesto al cruzarse por los pasillos de la pensión. Todos los viernes él encontraba en la cama el dinero; un dinero que ahora ya le parecía poco en relación con sus esfuerzos y sus éxitos, con sus merecimientos. Aquella conversación nocturna a la luz de una vela era lo único que poseía de ella; ahora analizaba las frases que ella había pronunciado con prolijidad, reiterativa y sistemáticamente tratando de extraer información de ellas, de arrancarles sentidos posibles. En realidad todo aquello sucedía únicamente en su imaginación; nada de lo que creía rememorar había sucedido verdaderamente; a partir de retazos de memoria reconstruía castillos. Probablemente estaba experimentando el despertar de la sexualidad, pero él no lo sabía: todo trataba de entenderlo con la razón; pensando creía poder resolver cualquier problema. Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que no estaba yendo a ninguna parte. ¿Qué haré?, se preguntaba.

Sólo de una cosa estaba seguro: ella le había dicho que tenía novio y esto para él era como una herida. No pensaba más que en destruirlo. Pero para ello tenía que averiguar más de lo que sabía: quién era él, dónde y cuándo se veían, qué hacían cuando estaban juntos, etcétera. De la rutina inalterable de la pensión y del hecho de que los padres de Delfina ignorasen las andanzas de su hija infirió que los novios se veían a horas inusuales, probablemente de noche. Esto era excepcional en aquella época. Hasta muy entrado el siglo XX, y salvo excepciones contadas, toda actividad cesaba poco después de la puesta del sol; la que no cesaba podía ser calificada de antemano de irregular y sospechosa sin temor a incurrir en falta. En la fantasía popular la noche estaba poblada de fantasmas y sembrada de peligros; cualquier cosa hecha a la luz de una vela adquiría un tinte excitante y enigmático.

También existía la creencia de que la noche era un ser vivo, de que tenía el extraño poder de atraer a las personas y de que quien se adentraba en la noche sin rumbo ya no regresaba jamás. En todo la noche era equiparada a la muerte y el alba a la resurrección. La luz eléctrica, que había de acabar con la oscuridad en las ciudades para siempre, estaba aún en mantillas y su uso suscitaba todo tipo de reservas. "La luz artificial no debería deslumbrar ni oscilar pero sí ser abundante sin que caliente el ojo", dice una revista aparecida en 1886. "Luces brillantes no debieran emplearse nunca a menos que estuvieran sombreadas por pantallas de cristal molido, por la concentración de luz en la línea de la fibra". Otro periódico de Barcelona de ese mismo año, por el contrario, afirma que "la luz eléctrica sería, según el profesor Chon de Breslau, eminente oculista, de mayor preferencia a cualquier otra para leer y escribir si fuese fija y abundante". Para Onofre esto no rezaba aún. Imaginaba a Delfina sumida en lo más negro de la noche en busca de su amante, transfigurada en un ser temible y atrayente a la vez. El aire hermético de ella, su epidermis de lagarto, sus pupilas azufradas, su cabellera hirsuta y sucia como el escobón de un deshollinador, su indumentaria andrajosa y estrafalaria que durante el día la convertían en un adefesio risible al conjuro de las tinieblas se convertían en atributos de una presencia espectral.

Empeñado en sorprender a los amantes clandestinos decidió pasar las noches en blanco con este fin. A partir de entonces, cuando se acallaban los últimos ruidos de la pensión y se extinguía el último quinqué, salía de su habitación y se apostaba junto al descansillo de la escalera. Si sale de su cuarto ha de pasar necesariamente por aquí, pensaba; ella pasará por delante de mí sin verme y así podré espiarla y saber a dónde va y para qué. Las noches en vela se convirtieron en algo habitual e interminable para él. Los relojes de la Presentación, de San Ezequiel y de Nuestra Señora del Recuerdo desgranaban las horas con lentitud exasperante. Nada turbaba el reposo de la pensión. A las dos de la madrugada aproximadamente salía siempre mosén Bizancio de su habitación para ir al retrete. A los pocos minutos regresaba y en seguida se le oía roncar. A las tres Micaela Castro empezaba a hablar a solas o con los espíritus; esta salmodia duraba hasta el amanecer. A las cuatro y a las cinco y media el cura volvía a visitar el excusado. El barbero dormía en silencio. Desde su escondrijo Onofre Bouvila iba registrando aquellas minucias en la memoria. En su aburrimiento cualquier detalle banal se le antojaba de gran importancia. Lo que más le preocupaba era el gato, el pérfido "Belcebú"; la idea de que pudiera rondar por la casa en busca de ratones o de que Delfina lo llevara consigo en las escapadas nocturnas le llenaba de espanto. Mientras transcurría la noche iba pensando en un método seguro para deshacerse del gato sin despertar sospechas. El alba lo sorprendía sumido en estas reflexiones, entumecido, cansado y de un humor pésimo. Antes de que los demás se despertasen volvía a su habitación, recogía el fardo de panfletos y salía camino de la Exposición. Esta noche volveré al mismo sitio, se decía, y todas las noches del año si hace falta. Luego la fatiga le vencía, en plena vigilancia se le cerraban los ojos y daba cabezadas involuntariamente.

Lo despertó con sobresalto el susurro producido por el roce de dos telas. Conteniendo el aliento percibió el sonido de unos pasos que bajaban la escalera cuidadosamente. Por fin, pensó. En cuclillas al borde mismo de la escalera sintió el paso de un cuerpo a pocos centímetros de su cara. Un perfume intenso le llenó de turbación; jamás había pensado que Delfina pudiera incurrir en una coquetería como aquélla, que se acicalara para correr al encuentro de un hombre. Se ha puesto así para él, se dijo. De modo que esto es el amor, pensó.

Esperó un par de segundos e inició el descenso; en los peldaños de mármol artificial los pasos del perseguidor y la perseguida apenas producían ningún sonido. Si ella se detuviera por cualquier causa se produciría un encontronazo desastroso entre ambos, pensó extremando la prudencia. Notaba que la distancia que los separaba iba en aumento. De seguir así la perderé, se dijo. Ella conoce la casa palmo a palmo y además ha hecho este mismo recorrido miles de veces y yo soy tan tonto que ni siquiera he tomado la precaución de contar los escalones que hay en cada tramo, pensó. Al llegar a los rellanos corría el riesgo de dislocarse una articulación.

Aturdido por estos problemas que no había previsto perdió la noción del espacio y del tiempo: no sabía si estaba ya en la planta baja o en el primer piso ni si llevaba unos instantes o una hora entregado a aquel acoso insensato. Oyó chirriar los goznes de la puerta de la calle. Cielos, se me escapa de veras, se dijo, y acabó de bajar las escaleras a toda velocidad; tropezó al llegar al vestíbulo y se dio un golpe en la rodilla contra el pavimento, pero prosiguió la persecución cojeando. No había luna y la calle estaba tan lóbrega como el interior de la pensión. A cielo abierto el perfume se diluía a los pocos pasos. Anduvo hasta el primer cruce, miró a derecha e izquierda. Soplaba el viento húmedo de Levante. Allí ya no percibió ningún sonido. Anduvo vagando un rato hasta que tuvo que dar la persecución por fracasada y regresó a la pensión.

Allí ocupó de nuevo su puesto de vigilancia, pero la humedad se le había metido en los huesos y tiritaba. Todo esto que hago no tiene sentido, se dijo. Hacía esfuerzos por no estornudar; con los estornudos habría revelado su presencia allí. No se sentía con fuerzas para seguir esperando; regresó a su habitación y se metió en la cama. Ahora sentía compasión de sí mismo. Se ha burlado de mí, pensaba, ahora está en brazos de otro y los dos se ríen de mí; mientras tanto, yo estoy aquí, en esta cama, enfermo. Debió de dormirse, porque cuando abrió los ojos un hombre cuya identidad no le resultaba desconocida lo estaba examinando con interés. No hace mucho que ha muerto, le oyó decir. Era evidente que se refería a él.

Aún no huele y las articulaciones conservan toda su elasticidad, siguió diciendo aquel hombre. La mariposa de luz que alumbraba la escena centelleaba en los cristales de sus anteojos y agigantaba su sombra en la pared. Ahora ya sé quién es, se dijo Onofre, Pero, ¿qué está haciendo aquí y con quién habla? Como si quisiera responder a esta pregunta con su presencia el padre de Onofre salió de la zona de sombras y se aproximó al hombre de los anteojos. ¿Usted cree que quedará bien?, le preguntó. Vestía el mismo traje de lino blanco, pero cediendo a la solemnidad de la ocasión se había quitado el panamá. Pierda usted cuidado, señor Bouvila, respondió el hombre; cuando se lo entreguemos será como si en realidad no lo hubieran perdido nunca. No hay duda de que estoy soñando, se dijo Onofre. Tiempo atrás había vivido una escena similar:

una mañana de invierno habían encontrado muerto el mono que su padre le había traído de Cuba. Su madre era siempre la primera en levantarse: había sido ella quien había descubierto el cadáver acurrucado en la jaula. Nunca había profesado cariño por aquel animal sucio, frenético y malintencionado que no parecía sentir ningún afecto por las personas que lo alimentaban, pero al verlo muerto no pudo reprimir un ramalazo de compasión y derramó unas lágrimas. Irse a morir aquí, tan lejos de los suyos, pensó, ¡cuánta soledad! Su marido la encontró presa de indignación. La culpa de esto la tienes tú, le dijo, por haberlo sacado de su tierra. Por algo lo puso allí Nuestro Señor. No sé a dónde conducen tanto afán y tanta ambición, añadió luego sin que viniera a cuento. Onofre se había despertado ya y escuchaba esta conversación entre sus padres. Vete tú a saber lo que habría sido de él si yo no me lo llego a traer, había objetado el americano. ¡Tengo una idea!, exclamó luego, agotados todos los argumentos de uno y otro bando. Onofre, dijo dirigiéndose a él por primera vez, ¿te gustaría conocer Bassora? Joan Bouvila iba a Bassora con frecuencia; era voz común que allí tenía invertida parte de su fortuna y depositado el resto en los bancos de aquella ciudad.

En estas ocasiones su ausencia duraba tres o cuatro días; a su regreso nunca contaba nada acerca de lo que había estado haciendo o de lo que había visto o de la marcha de los negocios que había ido a supervisar. Algunas veces, aunque no todas, traía de vuelta algunos regalos insignificantes: unas cintas, unas golosinas, un jabón de olor o una revista ilustrada. Otras veces volvía muy excitado; no daba razón alguna de su entusiasmo, pero a la hora de cenar se mostraba más locuaz que de costumbre. Entonces le decía a su mujer que el viaje siguiente lo harían juntos y que luego, antes de regresar a casa, irían a Barcelona o a París. Luego estas promesas, hechas con tanto énfasis, quedaban en nada. En aquella ocasión, sin embargo, a raíz de la muerte del mono, Onofre y su padre fueron juntos a Bassora. Todavía era el principio del invierno y el camino estaba practicable, pero ya oscurecía cuando llegaron a la ciudad. Una vez allí habían ido primeramente al taller de un taxidermista cuya dirección les había sido dada por un guardia municipal. En un hatillo llevaban el cadáver del mono, que suscitó el interés profesional del taxidermista. Nunca había hecho un mono, dijo palpando el cuerpo sin vida del animal con manos expertas. El taller estaba en penumbra; allí había varios animales arrumbados contra la pared, cada uno de ellos en una etapa distinta del proceso de disección: a uno le faltaban los ojos, a otros la cornamenta, a otros el plumaje; la mayoría dejaba ver por un boquete de la tripa un bastidor de cañas trenzadas que reemplazaba la osamenta; por este entramado de cañas asomaban puntas de paja e hilachas de algodón. El taxidermista se disculpó de la falta de luz: era necesario mantener cerrados a cal y canto los postigos para que no entraran moscones y polillas, les dijo. Al despedirse del taxidermista el americano le entregó una suma de dinero por concepto de paga y señal y el taxidermista le entregó a su vez un recibo.

Les advirtió también que no podría tener el trabajo terminado antes de Reyes. Estamos en plena temporada de caza y se ha puesto de moda disecar las piezas cobradas para decorar con ellas el comedor, el salón o el living, les dijo. Bassora era una ciudad de gustos refinados, explicó. Mientras decía estas cosas Onofre quiso ver el cuerpo del mono una vez más. La mesa en que había sido depositado aquél desprendía olor a zotal.

Panza arriba, con los brazos y las piernas encogidos, el mono parecía haber empequeñecido; un chiflón de aire húmedo revolvía el pelo grisáceo de las patillas del pobre animal.

Vamos, Onofre, le dijo su padre. Al salir a la calle había anochecido y el cielo estaba rojo como la bóveda del infierno en las ilustraciones del manual de piedad que le había mostrado algunas veces el rector para inspirarle un santo temor de Dios. Ahora aquel resplandor lo producían los hornos de las fundiciones, le explicó su padre. Mira, hijo, esto es el progreso, le había dicho el americano. Él había visto ciudades en América donde el humo de las chimeneas no dejaba pasar jamás la luz del sol, añadió. Onofre Bouvila acababa de cumplir los doce años de edad cuando su padre lo llevó a Bassora con motivo de la muerte del mono. Habían ido a dar una vuelta por el centro de la ciudad. Allí habían caminado por calles alumbradas por mecheros de gas, concurridas por grupos de operarios que iban y venían de sus hogares a las fábricas.

En aquel momento sonaban las sirenas de las fábricas; así anunciaban el cambio de turno. Por mitad de una calzada pasaba un tren de vía estrecha; la locomotora arrojaba pavesas al aire; luego las pavesas caían sobre los transeúntes y tiznaban los muros de los edificios. La gente traía la cara embadurnada de hollín. Circulaban bicicletas, algunos carruajes y bastantes carromatos tirados por pencos fortísimos que jadeaban. En la avenida principal la iluminación era más viva y los viandantes iban mejor trajeados. Casi todos eran hombres; la hora del paseo había concluido y las mujeres se habían retirado ya. Las aceras eran estrechas: los restaurantes y cafés las habían invadido con marquesinas; a través de los cristales de estas marquesinas se podían distinguir las siluetas de los comensales, oír el bullicio de la clientela. Onofre y su padre entraron en una casa de comidas. Onofre se percató de que allí la gente miraba con sorna al americano: el traje de lino blanco, el panamá, la manta con que se protegía del frío llamaban la atención poderosamente en aquella ciudad del interior en pleno invierno. El americano afectaba tal indiferencia que parecía ciego. Con la servilleta anudada al cuello estudiaba el menú frunciendo el ceño. Pidió sopa de pasta, pescado al horno, oca con peras, ensalada, fruta y crema. Onofre estaba maravillado:

nunca había probado aquellos manjares. Ahora, en cambio, estos recuerdos le acosaban transformados en una pesadilla de la que despertó bañado en sudor. Al pronto no supo dónde estaba y le asaltó un miedo inexplicable. Luego reconoció la habitación de la pensión, oyó las campanadas del reloj de la Presentación; estos detalles familiares le devolvieron la calma. Ahora ya no era el sueño del taxidermista lo que le desasosegaba, sino una idea imprecisa: la idea de haber sido víctima de un engaño.

Esta idea le daba vueltas por la cabeza sin que pudiera explicar su origen ni el porqué de su persistencia. Repasaba una y otra vez los sucesos de aquella noche y cada vez la idea arraigaba más en su ánimo. Podría jurar que he sido testigo de una escapada de Delfina, se decía, y, sin embargo, hay algo en todo esto que no acaba de encajar; o mucho me equivoco o aquí hay más misterio de lo que yo me barruntaba. Quería analizar los hechos fríamente, pero la cabeza le daba vueltas, las sienes le latían con fuerza y tan pronto se asfixiaba de calor como era presa de un frío glacial que le hacía castañetear los dientes. Cuando lograba conciliar el sueño se le aparecía de nuevo el taxidermista, revivía con una precisión dolorosa las circunstancias de aquel viaje a Bassora. Al despertar se zambullía otra vez en la peripecia nocturna que acababa de vivir. Los dos acontecimientos parecían guardar alguna relación entre sí. ¿Qué pasó entonces?, se preguntaba Onofre ahora, ¿qué pasó entonces que pueda darme la clave de lo que ha pasado esta misma noche? Estos interrogantes le impedían descansar. Ya pensaré mañana, cuando esté más despejado, se decía; pero el cerebro persistía con testarudez en aquella tarea estéril y agotadora; cada hora era un suplicio interminable.


– Hijo, no tengas miedo, soy yo -dijo la voz que había estado oyendo en sueños. Despertó o creyó despertar y vio a un palmo de su propia cara la de un desconocido que le observaba con ansiedad. Habría gritado si no se lo hubiera impedido la debilidad. El desconocido hizo una mueca y siguió hablando con suavidad, como si se dirigiera a un niño o a un perrito-.

Toma, bébete esto: es una infusión. Lleva quina; es un febrífugo y te hará bien -le acercó a los labios una taza humeante y Onofre bebió con avidez-. Eh, más despacio, más despacio, muchachito, no te vayas a atragantar -para entonces Onofre había reconocido ya a mosén Bizancio. Éste, advirtiendo que el enfermo recobraba poco a poco la lucidez, añadió-:

Tienes mucha fiebre, pero no creo que sea nada grave. Has estado trabajando mucho y durmiendo poco últimamente y para colmo has pillado un catarro morrocotudo, pero no debes inquietarte. Las enfermedades son manifestaciones de la voluntad de Dios y hemos de recibirlas con paciencia e incluso con gratitud, porque es como si Dios mismo nos hablara por boca de sus microbios para darnos una lección de humildad. Yo mismo, aunque gozo de buena salud, por lo que doy gracias, estoy lleno de achaques, como corresponde a mi edad: cada noche tengo que ir al baño tres o cuatro veces a dar satisfacción a la vejiga, que se me ha puesto de lo más díscola; también digiero las féculas con harta dificultad, y cuando cambia el tiempo me duelen las vértebras. Ya ves.

– ¿Qué hora es? -preguntó Onofre.

– Las cinco y media, poco más o menos -respondió el cura-.

Eh, ¿qué haces? -agregó viendo que Onofre intentaba levantarse.

– He de ir a la Exposición -respondió éste.

– Olvídate de la Exposición. Tendrá que pasar sin ti -dijo mosén Bizancio-. No estás en condiciones de levantarte y mucho menos de salir de casa. Además, no son las cinco y media de la mañana, sino de la tarde. Llevas todo el día delirando y hablando en sueños.

– ¿Hablando? -exclamó Onofre alarmado-, ¿y qué decía, padre?

– Lo que se dice siempre en estos casos, hijo -respondió el cura-: nada. Al menos, nada que yo pueda entender. Duerme tranquilo.


Cuando se hubo repuesto y pudo regresar a la Exposición con su carga de panfletos subversivos, aquel mundo polvoriento y estridente le pareció ajeno, como si en vez de haber estado ausente un par de días en realidad regresara de un viaje largo. Aquí estoy perdiendo el tiempo como un idiota, se decía. Se le ocurrió hablar seriamente con Pablo, pedirle que le confiara un cometido más importante, que le ascendiese en el escalafón revolucionario. Pronto cayó en la cuenta, sin embargo, de que ni Pablo ni los demás sectarios comprenderían lo razonable de sus deseos. La causa que defendían no era una empresa en la que se entrara para medrar en ella: era un ideal por el que había que sacrificarlo todo sin esperar nada a cambio, sin reclamar compensación ni reconocimiento. Este idealismo aparente, razonaba para sí Onofre Bouvila, es lo que les permite servirse de las personas sin reparar en sus intereses legítimos, sin atender a sus necesidades; a estos fanáticos todo les parece bien si sirve de instrumento a la revolución. Al decir esto juraba hacer cuanto estuviera a su alcance por exterminar a los anarquistas tan pronto se le presentara la oportunidad. Este odio y esta sed de venganza le impedían ver hasta qué punto le había influido la idiosincrasia de los anarquistas, hasta qué punto estaba imbuido de ella. Aunque sus fines fueron luego muy distintos, diametralmente opuestos, siempre compartió con los anarquistas el individualismo a ultranza, el gusto por la acción directa, por el riesgo, por los resultados inmediatos y por la simplificación. También tenía como ellos muy exacerbado el instinto de matar. Pero esto no lo supo nunca. Siempre se creyó, por el contrario, su enemigo irreconciliable. Son gentuza que predica la justicia, pero que luego no vacila en exponerme a todos los riesgos y en explotarme sin la menor consideración, clamaba, ¡ah!, cuánto más justos son los patronos, que explotan al operario sin disimulo, retribuyen su trabajo, le permiten prosperar a fuerza de tesón y escuchan, aunque sea a las malas, sus reivindicaciones. Esto último lo decía porque entre los albañiles de la Exposición reinaba el descontento. Habían pedido que les fueran aumentados los jornales en 0,50 pesetas diarias o que les fuera rebajada en una hora la jornada. La Junta respondió a esto negativamente:

los presupuestos ya están aprobados, alegó, y no está en nuestras manos modificarlos. Esta respuesta era muy manida.

Corrían rumores de huelga que inquietaban a la Junta. Las cosas no andaban bien: los fondos menguaban con una rapidez que no se correspondía con el avance de las obras. De los ocho millones de pesetas prometidos por el Gobierno a título de subvención sólo se habían materializado dos. En octubre de 1887 el Ayuntamiento de Barcelona fue autorizado a emitir un empréstito de tres millones de pesetas para cubrir el déficit de la Exposición. Por esas mismas fechas el Café-Restaurante estaba casi acabado; el Palacio de la Industria, muy adelantado, y ya se empezaba a construir lo que sería el Arco de Triunfo. Ese mismo mes publicaba un periódico de Barcelona esta noticia: "Ha sido sometido a la Junta Directiva de la Exposición el proyecto de un edificio en forma de iglesia, para la exposición de objetos del culto católico, levantado en el local de la misma. El proyecto es de buen gusto y se debe al arquitecto de París M. Emile Juif, de la casa Charlot y Compañía, que sufragará los gastos, etcétera". Y unos días más tarde, esta otra noticia: "Fijamente podemos asegurar que el conocido industrial de esta ciudad D. Onofre Caba, elaborador con patente de invención, de la sal purificada que tiene " La Paloma " por marca de fábrica, está preparando para el próximo concurso barcelonés una magnífica y curiosa instalación. Tal es, la reproducción exacta, en sal de la que expende, y a diez palmos de altura, de la Fuente de Hércules, situada en el antiguo Paseo de San Juan". A finales de noviembre las temperaturas bajaron de un modo insólito. Fue una ola de frío que duró pocos días, un presagio de la terrible dureza del invierno que se avecinaba. Todavía debilitado por la fiebre, convaleciente, estos fríos afectaban mucho a Onofre. Por primera vez desde que llegó a Barcelona sintió nostalgia de su valle y sus montañas. Hacía seis meses que había dejado atrás aquel mundo. El perenne estado de intranquilidad en que Delfina, sin saberlo, lo tenía sumido, se sumaba a esta inquietud. He de hacer algo, se dijo, o me cuelgo de la rama de un árbol.


Había acudido al recinto de la Exposición como todas las mañanas, con el paquete habitual de panfletos. Ese día de noviembre llevaba además un costal de arpillera algo pesado.

Dedicó las primeras horas a recorrer las obras, a charlar con la gente. Le informaron de las reclamaciones de los albañiles, del proyecto de huelga, de las desavenencias. Esta vez, le dijeron, llevaremos las cosas a buen puerto. Esta vez nos llevaremos el gato al agua. Decía a todo que sí, pero en vez de pensar en la huelga pensaba en el gato de Delfina; cualquier cosa que oía o que veía le llevaba a pensar en ella o en algo relacionado con ella, como si su pensamiento estuviera ligado a ella por una correa de caucho, que se dilata hasta un punto y recupera luego su forma inicial como de un tiro. Pero siempre decía que sí con la cabeza. Había adquirido ya esa costumbre, que no perdería en toda su vida:

la de decir siempre que sí mientras por dentro preparaba las maniobras y traiciones más atroces. Cuando el sol estuvo alto y el frío hubo disminuido reunió un grupo de obreros y empezó a perorar como todos los días. Los trabajadores estaban cansados del esfuerzo físico, cualquier distracción les parecía buena y formaron corro. Había que actuar con rapidez; los capataces, creyendo que se fraguaba un movimiento de masas, podían llamar a la Guardia Civil.

– No es de esto -dijo con el mismo tono de voz, como si la conversación siguiera por los derroteros que llevaba- de lo que quisiera hablaros hoy. Hoy precisamente os he convocado para haceros partícipes de un descubrimiento sensacional que puede cambiar vuestras vidas tanto o más que la eliminación de todas las formas del Estado, a la que ya me referí hace unos días.

Se agachó, abrió el costal y extrajo de él un frasquito lleno de un líquido turbio, que mostró a sus oyentes.

– Este crecepelo de probada eficacia y resultado seguro no lo vendo por una peseta ni por dos reales, ni siquiera por un real, etcétera -así se inició en el mundo de los negocios.

Años más tarde sus cambios de talante hacían oscilar las cotizaciones bursátiles de Europa, pero ahora vendía unos crecepelos robados la noche anterior del tenderete de Mariano, el barbero de la pensión. Había estado escuchando a los vendedores ambulantes y a los charlatanes que operaban en la Puerta de la Paz y cuyo estilo ahora trataba de imitar.

Acabado el discurso reinó un silencio pasmado. Me temo, se dijo, que he ido demasiado lejos; me he pasado de rosca. Me he jugado mi único medio de vida a una carta y he perdido; los anarquistas no me perdonarán lo que he hecho; los obreros se sentirán insultados y me romperán las costillas a puntapiés; es posible que me entreguen a la Guardia Civil y que acabe encerrado en el castillo de Montjuich, pensaba durante aquellos segundos de silencio. De pronto salió un vozarrón del público: ¡Yo quiero uno!, dijo. Era un gigante de facciones chatas, frente deprimida, que se abría paso a codazos; entre los dedos llevaba los diez céntimos que valía el producto.

Onofre tomó los diez céntimos, entregó el frasquito al gigante, preguntó si alguien quería otro. Muchos dijeron que sí. Le tendían monedas de a diez, se daban empellones y tirones para no quedarse sin el producto. En menos de dos minutos la bolsa de arpillera estuvo vacía. Pidió a los congregados que se dispersaran. Él mismo dio ejemplo yendo a ocultarse en el callejón que formaban la fachada oeste del edificio que debía albergar el Museo Martorell y el muro que separaba el parque del paseo de la Industria, un callejón estrecho, nunca concurrido. Sacó las monedas del bolsillo y las miró con deleite. En eso estaba cuando advirtió que una sombra se proyectaba en el muro. Trató en vano de meterse de nuevo las monedas en el bolsillo. Se encontró cara a cara con el gigante que le había comprado el primer frasco de crecepelo. Aún tenía el frasco en la mano. ¿Te acuerdas de quién soy?, dijo el gigante. Las cejas y la barba le conferían un aspecto terrorífico, de ogro. Era muy velludo, el pelo del pecho se le unía a la barba en el mentón.

– Claro que te recuerdo -dijo Onofre-, ¿qué quieres?

– Me llamo Efrén, Efrén Castells. Soy de Calella. No de Calella de Palafrugell, sino de la otra, la de la costa -dijo el gigante-. Trabajo aquí de peón desde hace sólo un mes y medio; por eso no te había visto nunca hasta hoy, ni tú a mí; pero yo sé quién eres. Te he seguido para decirte que me des dos pesetas.

– ¿Y por qué te las habría de dar, si se puede saber? -dijo Onofre; procuraba fingir una sorpresa inocente.

– Porque has ganado cuatro pesetas gracias a mí. Si yo no te hubiera comprado el primer frasco, no habrías vendido nada.

Hablas bien, pero para vender no basta con eso. Yo lo sé; mi abuelo materno era chalán. Anda, dame las dos pesetas y seremos socios. Tú hablarás y yo te compraré. Así animaremos a la clientela. Tú tendrás que hablar menos rato, te cansarás menos y no te expondrás tanto. Y si hay algún contratiempo, te puedo defender; soy muy fuerte: puedo partirle la cabeza a cualquiera de un trompazo.

Onofre se quedó mirando al gigante de hito en hito; le gustó su expresión. Obviamente era honrado: estaba dispuesto a conformarse con lo que pedía y también estaba dispuesto a partirle la cabeza. Le dijo que era verdad que era muy fuerte.

Lo que no sé es por qué no me quitas las cuatro pesetas en vez de darme tantas explicaciones, le dijo. Aquí no nos ve nadie.

Y aunque quisiera, yo no podría denunciarte a la policía, añadió. El gigante se echó a reír.

– Eres muy listo -dijo cuando hubo acabado de reírse-. Esto mismo que acabas de decir demuestra lo listo que eres. En cambio yo soy tan fuerte como tonto; por más que pienso, nunca se me ocurre nada. Si ahora te robase las cuatro pesetas, sólo ganaría eso: cuatro pesetas. En cambio he discurrido así: tú llegarás lejos, yo quiero ser tu socio y que me des la mitad de lo que ganes.

– Mira -le dijo Onofre al gigante de Calella-, esto es lo que vamos a hacer: tú me ayudas a vender los crecepelos y por cada día de trabajo yo te doy una peseta, tanto si gano mucho como si gano poco. Incluso si no gano nada. Y de lo que hagamos en el futuro, ya hablaremos cuando se presente la ocasión. ¿De acuerdo?

El gigante reflexionó un rato y dijo estar de acuerdo.

Trato hecho, le dijo a Onofre. Era tan tonto, confesó, que no había entendido muy bien la propuesta de Onofre, aunque estaba convencido de que Onofre, con su habilidad innata, le había engañado. Pero era inútil tratar de resistirse, dijo. Yo conozco bien mis limitaciones, agregó. Se dieron la mano y sellaron allí mismo una asociación que había de durar varias décadas. Efrén Castells murió en 1943, ennoblecido por el generalísimo Franco con el título de marqués en recompensa por los servicios prestados a la patria. Pese al deterioro físico producido por la edad y la enfermedad, al morir seguía siendo un gigante y hubo que hacerle el ataúd a medida. Dejó una fortuna considerable en valores y en inmuebles y una colección de pintura catalana valiosísima; de esta colección hizo legado al Museo de Arte Moderno, instalado a la sazón en el antiguo Arsenal de la Ciudadela. Este edificio, que había sido reformado y embellecido precisamente con motivo de la Exposición Universal de 1888, estaba situado a pocos metros del lugar donde él cerró el primer trato con la persona a la que había de dedicar una vida entera de devoción ciega, a cuya sombra había de llegar a la riqueza, al marquesado y al crimen.

2

Ese día, de regreso a la pensión, compró en una droguería más frascos de crecepelo con los que restituyó sin ser visto los que le había robado al barbero. Estaba muy contento, pero después de cenar, a solas en su habitación, se devanaba los sesos pensando dónde podía esconder sus ganancias. Ahora le asaltaban de golpe todas las preocupaciones que lleva aparejadas el dinero. Ningún lugar le parecía ya bastante seguro. Al final optó por llevar el dinero encima siempre.

Luego pensó en Efrén Castells. Era una eventualidad que no había previsto, pero ante los hechos consumados no había que hacerse mala sangre, se dijo. El gigante podía resultar útil.

De lo contrario, siempre estaba a tiempo de desembarazarse de él, se dijo. Más le preocupaba Pablo: tarde o temprano llegaría a oídos de los anarquistas el negocio que estaba realizando al amparo de la causa y con menoscabo de ella.

Entonces no sabía cómo podían reaccionar. Tal vez ese día pudiera abandonar la propaganda revolucionaria y dedicarse solamente a las ventas, pero ¿aceptarían ellos este cambio?

No; sabía demasiadas cosas: lo considerarían un traidor y recurrirían de fijo a la violencia. Todo son problemas, pensó.

Tardó en dormirse, se despertó varias veces y tuvo sueños angustiosos. En ellos volvía a verse de nuevo en Bassora con su padre. La perseverancia de este recuerdo le sorprendía luego. ¿Por qué aquellos sucesos triviales revisten ahora tanta importancia?, se preguntaba. Y otra vez trataba de rememorar todo lo ocurrido entonces. Había sido en el curso de la cena cuando habían hecho su aparición en aquella casa de comidas los tres caballeros de Bassora. Al verlos entrar en la casa de comidas su padre había palidecido. Aquellos caballeros eran los descendientes de quienes habían iniciado la industrialización de Cataluña a principios del siglo XIX. Con su esfuerzo titánico habían transformado aquel país rural y aletargado en otro país, próspero y dinámico. Sus descendientes ya no eran, como ellos, hombres de campo o de taller: habían estudiado en Barcelona, habían viajado a Manchester para familiarizarse allí con los últimos adelantos de la industria textil y habían estado en París en los años de esplendor. En esta ciudad radiante habían conocido lo más noble y lo más depravado; allí habían visitado boquiabiertos el "Palais de la Science et de l.Industrie" (donde podían verse los inventos más extraordinarios y la tecnología más depurada y compleja y sobre cuyo frontispicio podía leerse en letras de bronce este lema: "Enrichissez-vous") y el "salón de los rechazados" (donde Pissarro, Manet, Fantin-Latour y otros artistas exhibían sus telas turbias y sensuales, pintadas con aquel estilo que entonces se llamaba "impresionista"); allí los más inquietos y avisados habían visto en la Salpetriére al joven doctor Charcot realizar varios ejercicios de hipnosis sin aparatos y oído en el Quartier Latin a Friedrich Engels anunciar el advenimiento inminente de la revuelta del proletariado; habían bebido "champagne" en los restaurantes y cabarets más postineros y absenta en los antros más acanallados; habían dilapidado su dinero en perseguir inútilmente a las cortesanas celebérrimas, aquellas "grandes horizontales" con quienes algunos identificaban ya París; habían paseado a la hora del crepúsculo en los nuevos "bateaux-mouche" (el "Géant" y el "Céleste") por el Sena y se habían emborrachado desde las torres de Notre-Dame del aire y la luz de aquella ciudad mágica, de la que a menudo sus padres habían tenido que arrancarlos con promesas y amenazas. Ahora de aquel París ya no quedaba nada: su grandeza misma había concitado la envidia y la codicia de otras naciones; el orgullo desmedido había sembrado la simiente de la guerra; la injusticia y la obcecación habían engendrado el odio y la discordia. Avejentado y enfermo Napoleón III vivía exiliado en Inglaterra a raíz de la derrota humillante de Sedán, y París se reponía penosamente de las jornadas trágicas de la Comuna.

Ahora la memoria de aquel París irrecuperable sobrevivía en aquellos representantes de la alta burguesía catalana, depositarios fortuitos del "chic exquis" del Segundo Imperio.

– ¡Coño, Bouvila, me cago en diez, usted por aquí, qué pequeño es el mundo! -exclamó a voz en cuello uno de los tres caballeros que habían entrado a media cena en la casa de comidas de Bassora-. Y la familia, ¿todos bien? -Los otros dos caballeros se habían acercado a la mesa y palmeaban el hombro al americano. Este miraba azarado a los caballeros y a su hijo, sobre quien recaían ahora las miradas de aquéllos-. Y este mozo, ¿quién es? ¿Su hijo? ¡Qué crecido está! ¿Cómo te llamas, chico?

– Onofre Bouvila, para servirles -dijo él. Al levantarse para saludar al americano se le cayó la silla al suelo. Todos se rieron y Onofre comprendió que aquellos caballeros consideraban a su padre un fantoche, una cosa cómica.

– Mi hijo y yo hemos venido a cumplir un penoso deber -dijo el americano. Los tres caballeros de Bassora ya no le hacían ningún caso.

– Está bien, está bien -dijeron-. No queremos interrumpirles. Sólo veníamos a tomar algo y a seguir hablando de cosas del trabajo. Y luego, con la tripa llena, a casa, a soportar un rato a la familia. Menos éste, claro -añadió el que hablaba, señalando a uno de sus acompañantes-, que, como es soltero y sin compromiso, se irá de picos pardos -el objeto de esta broma enrojeció levemente. sus facciones presentaban una mezcla extraña de lozanía y decadencia. Parecía como si aún perdurasen en él los efectos del alcohol y los estupefacientes consumidos muchos años atrás en los bajos fondos parisinos, como si su cuerpo estuviera aún embotado por las caricias melifluas de una "demi-mondaine". Los otros se despedían ya-: Que aproveche -les decían. El americano había seguido cenando en silencio; se le había agriado inexplicablemente el humor. Cuando salieron de la casa de comidas soplaba un viento helado y en el pavimento se había formado una película de escarcha que crepitaba y se cuarteaba al pisarla. El americano se envolvió en la manta. Esos granujas, masculló, creen que me voy a dejar avasallar; porque soy de campo y estoy en su terreno, piensan que pueden tomarme por el pito del sereno. ¡Bah, mequetrefes de ciudad, que no distinguen un peral de una tomatera! No te fíes nunca de la gente de ciudad, Onofre, hijo, había agregado en voz alta, dirigiéndose a él por primera vez desde que la llegada de los tres caballeros había venido a interrumpir su cena. No son nada y se creen el no va más. Le castañeteaban los dientes de frío o de cólera y andaba a grandes zancadas; a veces Onofre tenía que correr para ponerse a su lado, porque se había rezagado sin querer. ¿Quiénes eran, padre?, le preguntó. El americano se encogió de hombros. Nadie, dijo, tres petimetres provincianos. Hombres de dinero. Se llaman Baldrich, Vilagrán y Tapera; he hecho algunos negocios con ellos. Mientras hablaba iba mirando en todas direcciones, buscando la fonda donde habían reservado habitación para pasar la noche. A esa hora sólo había en la calle mujeres solitarias, de facciones famélicas y piel grisácea, que se contoneaban y tiritaban en el ruedo pálido que proyectaban las farolas de gas. A su vista el americano agarraba a Onofre del brazo y le hacía cruzar la calle. Por fin se toparon con un sereno de rostro abotargado que les indicó cómo podían llegar a la fonda. Llegaron allí cansados: andar por las calles tenebrosas no era como andar por el campo. En la fonda se repusieron del frío que les calaba: el tubo de la salamandra que funcionaba en el vestíbulo recorría luego las habitaciones de abajo arriba, desprendiendo calor y un humo amarillento que se filtraba por las junturas de la conducción y dejaba un sabor ácido en el paladar. del vestíbulo o de una casa cercana llegaban los acordes de un piano y ruido de voces amortiguadas. A lo lejos oyeron pitar un tren. En la calle sonaban los cascos de los caballos contra el adoquinado. Se habían metido en la cama de matrimonio y el americano había apagado el quinqué. Antes de dormir le había dicho: Mira, Onofre, hay mujeres que hacen cosas horribles por dinero, ya es tiempo de que lo sepas. Otra vez que vengamos te llevaré a uno de estos sitios que te digo, pero mientras tanto no le digas nada de esto que hemos hablado a tu madre. Y ahora duérmete y no pienses más en lo que has visto y oído esta noche.

Ahora había transcurrido más de un año y seguía pensando aún en lo que había visto y oído aquella noche, recordaba con precisión absoluta el rostro risueño de aquellos caballeros y se veía acosado por aquellas mujeres temibles y anónimas que su padre había evocado y a quienes ahora, en la confusión de la duermevela, daba a veces la apariencia inquietante de Delfina. A la mañana siguiente estaba rendido y desesperanzado, pero se echó al hombro el costal y volvió al recinto de la Exposición. No podía renunciar ahora: el mal ya estaba hecho, se dijo. Por lo demás, si no le daba a Efrén Castells la peseta convenida, corría el riesgo de recibir un manotazo posiblemente mortal. Pese a todo, cuando se encontró en el lugar de siempre y empezó a vender crecepelo como el día anterior, recuperó el buen humor. La expectativa de la ganancia y la sensación de estar actuando por cuenta propia, para su propio beneficio, le estimulaban.

El negocio fue tan lucrativo en los días sucesivos que lo único que le importaba ya era saber dónde esconder el dinero.

Llevándolo encima vivía en un continuo sobresalto: en el barrio que frecuentaba menudeaban ladrones y atracadores. La idea de abrir una cuenta en un banco no se le pasó por la cabeza; tenía la noción de que los bancos sólo admitían en depósito el dinero ganado honradamente y él no consideraba que el suyo lo fuese. Era lo mismo: siendo menor de edad ningún banco habría atendido su solicitud. Al final, acabó adoptando una solución clásica: la de esconder el dinero en el colchón, pero no en el suyo, sino en el de mosén Bizancio. El cura era pobre como una rata y nadie, ni siquiera él mismo, sospecharía que dormía sobre un capital. La posibilidad de que a Delfina se le ocurriese batanear el colchón era impensable, cabía excluirla por completo. Además, el cura salía de la pensión todas las mañanas muy temprano, con lo que dejaba libre el acceso a la habitación. Salvado este escollo, quedaban los anarquistas. Por fin llegó el día en que Pablo recibió a Onofre presa de gran agitación. Sin previo aviso le propinó un puñetazo. Onofre rodó por el suelo y el apóstol se le vino encima. Procuraba golpearle la cara y darle puntapiés en las costillas. ¡Granuja, renegado, judas!, gritaba mientras trataba de golpearlo con todas sus fuerzas. Onofre se protegía de los golpes sin tratar de devolvérselos. Cálmate, Pablo, cálmate, ¿qué te pasa?, ¿has enloquecido ya del todo?, le decía.

– Ah, bien sabes lo que me pasa, canalla; apenas puedo articular palabra -dijo Pablo-. Di, ¿qué has estado haciendo estos días, eh? Conque vendiendo crecepelo, ¿no? Para esto te pagamos, ¿verdad?

Onofre dejó que se desahogara y luego empezó a hablar. Al final, acabaron riéndose los dos de buena gana. En una cosa coincidían, al margen de sus ideologías respectivas: ambos tenían en muy baja estima la sociedad y sus miembros; para ellos cualquier engaño era aceptable, todo les parecía justificado éticamente por la estupidez de la víctima.

Profesaban la doctrina del lobo. Luego Onofre le convenció de que la venta de crecepelo era solamente un ardid para despistar a la policía, una tapadera de sus verdaderas actividades. Había repartido en aquellos meses más panfletos que nadie; ¿no era esto prueba suficiente de su lealtad a la causa?, le dijo. Al fin y al cabo, ¿quién corría con todos los riesgos?, preguntó. Pablo acabó disculpándose por haber recurrido a la violencia inicialmente. El encierro me ha enloquecido, repitió una vez más. Él no quería dedicarse a fiscalizar las actividades de los demás, eso le parecía degradante. Él quería poner bombas, pero no le dejaban. Onofre ya no le escuchaba: estaba harto de sus lamentos y otros temas acaparaban en aquellos momentos su atención.


A partir de la noche en que había seguido a la calle un perfume y el ruido de unos pasos para quedar burlado por la oscuridad, había contado y recontado los peldaños de la escalera de la pensión y calculado el ángulo que formaban los tramos, había memorizado los obstáculos y había hecho a ciegas el recorrido muchas veces. Si Delfina vuelve a pasar dejaré que tome la delantera y luego la seguiré sin miedo a perderla por segunda vez, se decía. Eso siempre y cuando no vaya acompañada del gato maldito, pensaba luego con un escalofrío.

En cierta ocasión le había preguntado a Efrén Castells como podía hacer para matar un gato. Es muy sencillo, había respondido el gigante, se le retuerce el cuello hasta que se muere; no tiene complicación. Onofre no volvió a pedirle consejo sobre nada nunca más.

Por fin un día, poco antes de la Navidad, volvió a oír el frufrú de telas en el rellano del segundo piso de la pensión y el ruido atenuado de unos pasos provenientes de arriba.

Contuvo el aliento y se dijo: Ahora o nunca. Dejó que pasase el perfume por su lado, aguardó el tiempo que estimó prudencial y luego se puso en movimiento. Llegó al nacimiento de la escalera cuando la desconocida abría la puerta de la calle. Esa noche había luna; la figura de una mujer se recortó en el vano de la puerta. Esta visión duró sólo un instante, pero bastó para que Onofre se diera cuenta de que no estaba siguiendo a Delfina. Sabiendo esto puso especial empeño en no perder la pista de aquella mujer, cuya silueta difusa percibía a la luz de la luna o con mayor precisión cuando ella cruzaba ante una hornacina; en estas hornacinas ardía siempre un velón de aceite colocado allí por algún devoto para honrar a la Virgen o a un santo; salvo en las arterias principales, aquélla era toda la iluminación que había en la ciudad. Era una noche muy fría de aquel invierno terrible de 1887. La desconocida caminaba con taconeo airoso. Ni siquiera las pisadas vacilantes de un noctámbulo o el chuzo de un sereno contra el empedrado daban testimonio de otra presencia humana en las calles solitarias. Tenía que estar loca una mujer para andar sola a estas horas, pensó. Se iban adentrando en un lugar extraño: una hondonada que en aquella época separaba la falda de la montaña de la vía del ferrocarril en el sector llamado del Morrot. Este sector tenía sólo medio kilómetro de radio y estaba situado al sur de la antigua muralla. Sólo se podía llegar allí a través de una quebrada de unos doscientos metros de longitud, dos o tres de anchura y ocho de altura que no era tal, sino un enorme depósito de carbón importado de Inglaterra o de Bélgica, traído por grandes buques de cabotaje y amontonado en la hondonada en espera de ser trasladado a las fábricas de Barcelona o sus alrededores. Se guardaba allí, lejos de la ciudad, por ser muy alto el riesgo de combustión.

Así, junto al mar, era más fácil sofocar los conatos de incendio o intentarlo al menos si el fuego era superficial. Si por el contrario empezaba en el interior de la pila de carbón, no se percibía hasta que cobraba proporciones catastróficas.

Primero aparecían en algunos puntos columnas de humo finas, de color lechoso, olor áspero, sumamente tóxicas; luego estas emanaciones formaban una nube que lo envolvía todo, pobre del que aspiraba esta nube; por fin hacían su aparición las llamas propiamente dichas. Entonces ya era tarde para luchar contra el incendio. Era lo que se llamaba un incendio devorador. Las llamas alcanzaban una altitud de hasta veinte o treinta metros, proyectaban en el firmamento una luz rojiza visible en las noches claras desde Tarragona y desde Mallorca. Los barcos amarrados en los muelles zarpaban y se iban a echar el ancla mar adentro, preferían las marejadas al calor y los gases deletéreos procedentes de aquel incendio. Estos incendios, por fortuna infrecuentes, podían durar una vez iniciados varias semanas y su costo era incalculable: a la pérdida de todo el carbón importado había que agregar la paralización de toda la actividad industrial. Por esto las inmediaciones de la carbonera no eran lugar seguro para vivir. Por eso también había surgido al otro lado de la quebrada un barrio de ínfima estofa, el barrio de peor fama de Barcelona. Allí había teatros que ofrecían espectáculos procaces y sin gracia, tabernas mugrientas y bullangueras, algún fumadero de opio de poca categoría, de tres al cuarto (los buenos estaban en la parte alta, cerca de Vallcarca) y mancebías siniestras. Allí sólo acudía la hez de Barcelona y algunos marineros recién desembarcados, no pocos de los cuales nunca volvían a zarpar.

Allí sólo vivían prostitutas, proxenetas, rufianes, contrabandistas y delincuentes. Por poco dinero se podía contratar a un matón y por un poco más a un asesino. La policía no entraba en la zona salvo a pleno día y sólo para parlamentar o proponer un canje. Era como un estado independiente; allí se habían llegado a emitir unos pagarés que circulaban como si fuesen auténtico papel-moneda; existía también un código peculiar, muy estricto; se aplicaba una justicia sumaria y eficacísima: no era raro encontrar allí de cuando en cuando un ahorcado balanceándose en el dintel de un local de diversión.

A la vista del sitio al que sin saber le conducía la desconocida se iba diciendo: Si no es Delfina esta moza, ¿qué se me da a mí quién sea y por qué he de meterme yo en este túnel de carbón de donde puede salir un malhechor, darme muerte y enterrarme sin que nadie se entere ni me eche en falta? Porque se sabía que quienes morían violentamente, si no habían de servir de escarmiento público, eran sepultados en la pila de carbón. Ahí permanecían hasta que una grúa traspalaba el carbón a una gabarra o un vagón o un carro. A veces un fogonero, al alimentar la caldera, había visto aparecer por entre el carbón una bota o unos dedos engarfiados o una calavera con cuatro moñajos aún adheridos al occipucio. Estuvo tentado de renunciar al seguimiento.

Pero no se volvía atrás. Así se encontró a la entrada de aquel villorrio infame; las calles formaban una cuadrícula regular, como suele suceder en las agrupaciones urbanas muy pobres. En el fango seco y cuarteado de la calzada dormían borrachos envueltos en sus propias deyecciones, rodeados de un halo de pestilencia. Llegaban de las tabernas rasgueo de guitarras y canciones. Estas canciones eran salaces, pero transmitían una sensación agobiante de desamparo y angustia.

¿Cómo vine a parar a esta vida?, parecían querer decir los cantantes con voz aguardentosa y desgarrada; no era esto lo que yo había soñado de niño, etcétera. También se oían castañuelas y taconeo y gritos y ruido de vasos rotos, muebles derribados, carreras y reyertas. Por aquellas calles andaba la desconocida con paso decidido. Oculto en un quicio Onofre la vio entrar en un local cuya puerta de madera se cerró a espaldas de ella. Onofre decidió aguardar fuera y ver en qué paraba todo aquello. Soplaba un viento frío, húmedo y salado, por la proximidad del mar; se cubrió la boca y la nariz con la bufanda que había tenido la precaución de coger. No tuvo que esperar mucho: a los pocos minutos la mujer salió del local seguida de gran algarabía. Pudo verla de frente por primera vez, a contraluz, fugazmente; esto no le impidió reconocer el rostro de la hembra cachonda. No puede ser, se dijo, yo estoy viendo visiones. La mujer aspiraba por la nariz los polvos blancos de un sobrecito, cerraba los párpados, abría la boca de par en par, sacaba la lengua, agitaba los hombros y las nalgas, todo el cuerpo se cimbreaba. Lanzó un aullido de perro satisfecho y se dirigió a la taberna próxima, que tenía ventana a la calle. El aire caldeado por una salamandra se condensaba en los vidrios, ya de por sí muy sucios, formando un velo que dificultaba la visión del interior, pero que permitía espiar sin ser visto; eso hizo Onofre Bouvila: los parroquianos eran de la catadura más truculenta. unos jugaban a las cartas con las mangas repletas de naipes y los cuchillos prestos a hundirse en la garganta de un fullero; otros bailaban con hetairas escuálidas, de ojos vidriosos, a los compases de una concertina tocada por un ciego. A los pies del ciego había un perro que fingía dormir, pero que de improviso lanzaba dentelladas a las pantorrillas de los danzantes. En un rincón la mujer a la que había seguido discutía con un guapo de pelo ensortijado y tez cobriza. Ella hacía aspavientos y él iba frunciendo el entrecejo. Onofre vio cómo el guapo propinaba un cachete a la mujer. Ella agarró al guapo del cabello y tironeó con fuerza, como para separarle la cabeza del tronco. Los ungüentos con que el guapo se había embadurnado la cabellera no le dejaron hacer presa. El guapo logró asestar a la mujer un puñetazo en la boca; retrocedió tambaleándose, y al caer sentada sobre una mesa de juego, derribó botellas y vasos y las cartas ya repartidas. Los jugadores le lanzaron puntapiés a los riñones. El guapo avanzaba con un destello letal en la mirada y un cuchillo curvo de esquilador en la mano. La mujer lloraba a lágrima viva; los parroquianos se burlaban por igual de la víctima y del agresor. El encargado del local puso fin a la escena:

conminó a la mujer a que abandonase la taberna sin demora; nadie dudaba de que fuera ella la culpable de lo ocurrido, la que había provocado al guapo. Oculto de nuevo en el quicio, la vio salir dando traspiés. De la comisura de los labios le manaba un hilo de sangre que se tornaba violácea en contacto con el maquillaje. Comprobó con los dedos si algún diente amenazaba con desprenderse de la encía; se quitó la peluca, se restañó el sudor de la frente con un pañuelo de lunares, volvió a colocarse la peluca y emprendió el camino de regreso.

El viento había cesado, el aire estaba ahora quieto, seco y cristalino, tan frío que dolía el pecho al respirar. Onofre Bouvila la alcanzó cuando entraba en la quebrada.

– ¡Eh, señor Braulio -le gritó-, espéreme! Soy yo, Onofre Bouvila, su huésped; de mí no tiene nada que temer.

– ¡Ay, hijo -exclamó el fondista, por cuyos carrillos discurría aún el llanto-, me han golpeado en la boca y me habrían rajado como a una puerca si no llego a poner los pies en polvorosa! ¡Esa chusma!

– Pero, ¿por qué demonios viene usted a este lugar inmundo a que le peguen, señor Braulio? ¡Y vestido de mujer! Esto no puede ser normal -dijo Onofre.

El señor Braulio se encogió de hombros y reemprendió la marcha. Nubarrones habían cubierto la luna y no se veía nada.

Era imposible no tropezar con el carbón, irse de bruces y lastimarse las rodillas, las manos o la cara. Onofre y el señor Braulio acabaron cogiéndose del brazo para afianzarse el uno en el otro.

– Ah -exclamó de nuevo el señor Braulio al cabo de un rato-, ¿no notas, Onofre? Está empezando a nevar. ¡Cuántos años hacía que no nevaba en Barcelona!

A sus espaldas crecía el bullicio: los habitantes y la clientela del villorrio depravado habían salido a la calle y se alumbraban con hachones y quinqués para contemplar aquel espectáculo insólito.

3

Aquél fue realmente el invierno más frío de cuantos se recordaban en Barcelona. Nevó durante días y noches sin parar, la ciudad quedó enterrada bajo una capa de nieve de más de un metro de espesor, el tráfico se detuvo y toda actividad y los servicios públicos se interrumpieron, aun los más perentorios; las temperaturas bajaron a varios grados bajo cero: esto no es mucho en otras latitudes, pero sí en una ciudad indefensa, en la que jamás se había tomado ninguna previsión contra esta eventualidad ni las personas tenían el organismo preparado para afrontar el frío. Hubo que lamentar numerosas víctimas.

Una mañana, cuando Onofre, a quien la vida en el campo había curtido, para quien por lo tanto aquellos rigores no suponían una traba, abrió el balcón de su habitación para contemplar el paisaje de las casas emblanquecidas, encontró en la baranda el cuerpo sin vida de una de las tórtolas. Al intentar coger el cadáver éste se cayó a la calle y se hizo añicos, como si la tórtola hubiera estado hecha de loza. El agua al congelarse reventó las cañerías y conductos: dejaron de manar los grifos y las fuentes públicas. Hubo que organizar la distribución de agua potable en unos carros-cuba que se apostaban en ciertos puntos de la ciudad a determinadas horas. Los conductores anunciaban la presencia de los carros-cuba soplando un cuerno de latón dorado. Se formaban colas muy penosas de guardar a la intemperie, con aquel frío que mordía a través de la ropa. La policía tenía que intervenir para evitar peleas y verdaderos amotinamientos por la lentitud del servicio. a veces a alguien haciendo cola se le congelaban las extremidades y había que arrancarlo del suelo echándole agua caliente en los zapatos o por la fuerza, a tirones. Muchos ciudadanos obtenían agua metiendo cubos de nieve en las casas y esperando a que se derritiese la nieve. Otros hacían lo mismo con los carámbanos que colgaban de los aleros. Todo esto, por más que era incómodo, creaba una sensación de aventura compartida, hermanaba a los barceloneses: nunca faltaba una anécdota que referir.

Para quienes trabajaban al aire libre la situación resultaba dolorosísima. Los obreros de la Exposición Universal sufrían lo indecible en el recinto, abierto al mar y desprotegido del viento. Mientras que en otros lugares parecidos, como el puerto, las labores se habían paralizado temporalmente, en la Exposición se seguía trabajando a ritmo creciente. Además, las reclamaciones de los albañiles no recibían respuesta satisfactoria, por lo que decidieron ir a la huelga. Pablo, a quien Onofre mantenía al corriente de los acontecimientos, montó en cólera. Esta huelga, decía, es una insensatez. Onofre pidió a Pablo que le explicase por qué decía aquello.

– Mira, chico, hay dos tipos de huelga: la que tiene como fin obtener un beneficio concreto y la que tiene como fin hacer que se tambalee el orden establecido, contribuir a su eventual destrucción. La primera es muy perjudicial para el obrero, porque en el fondo tiende a consolidar la situación injusta que prevalece en la sociedad. Esto es fácil de entender y no tiene vuelta de hoja. La huelga es la única arma con que cuenta el proletariado y es tonto malgastarla en minucias. Además, esta huelga carece de organización, de base, de líderes y de propósitos definidos. Fracasará del modo más rotundo y la causa habrá dado un paso atrás gigantesco -dijo Pablo.

Onofre discrepaba: para él la rabia del apóstol se debía a que los huelguistas no habían contado para nada con los ácratas: no les habían pedido consejo ni que se sumasen a la acción colectiva ni mucho menos que la dirigiesen. No obstante, aprendió que la huelga era efectivamente un arma de doble filo, que los obreros debían usar de ella con mucha cautela y que hábilmente manipulada por los patronos, éstos podían beneficiarse mucho de ella. Ahora se limitaba a seguir de cerca los sucesos procurando no perder detalle de lo que ocurría ni salir malparado si las cosas tomaban mal cariz.

Esta huelga, como había anunciado Pablo, acabó en nada: una mañana llegó al parque de la Ciudadela y encontró a casi todos los obreros reunidos en la explanada central de la futura Exposición, la antigua Plaza de Armas de la Ciudadela, frente al Palacio de la Industria. Este palacio todavía era sólo una armadura de tablones vastísima; ocupaba un área de 70.000 metros cuadrados y su altura máxima era de 26 metros. Ahora, cubierto de nieve, vacío y abandonado parecía el esqueleto de un animal antediluviano. Los obreros congregados en la Plaza de Armas no hablaban entre sí. Ateridos zapateaban, se azotaban los costados con los brazos. Parecían un mar de gorras inquieto. La Guardia Civil se había apostado en puntos estratégicos. La silueta inconfundible de los capotes y los tricornios se recortaba en las azoteas contra el cielo nítido de la mañana. Un destacamento de a caballo patrullaba las inmediaciones del parque.

– Si cargan, recordad que sólo pueden usar el sable por el lado derecho del caballo -decían algunos obreros, veteranos de otras escaramuzas-; por el izquierdo son inofensivos -añadían para calmar los nervios de los bisoños-. Y si os alcanzan, echaos al suelo y tapaos la cabeza con las manos. Los caballos no golpean nunca un cuerpo tendido. Es mejor eso que huir corriendo.

No faltaba quien decía que se podía asustar fácilmente a los caballos, animales muy tontos y timoratos, agitando un pañuelo delante de sus ojos. Con eso, decían, se encabritan y con suerte arrojan al jinete de la silla. Pero todos pensaban:

que lo pruebe otro.

Por fin circuló la orden de ponerse en marcha. Nadie sabía de dónde provenía; el grupo echó a andar muy despacio, arrastrando los pies. A él, que caminaba junto al grupo, aunque a cierta distancia, le llamó la atención una cosa: que el grupo, inicialmente compuesto de unas mil personas o más, se había reducido a doscientas o trescientas apenas iniciada la marcha. Los demás se habían esfumado. Los que quedaban fueron saliendo del parque a través de una puerta situada entre el Invernáculo y el CaféRestaurante y tomaron la calle de la Princesa, con ánimo de llegar hasta la plaza de San Jaime. Su aspecto no era muy amenazante. Más bien parecía que todos deseaban poner fin a lo que ya preveían inútil y que sólo los mantenían unidos y activos el pundonor y la solidaridad. Los comercios de la calle de la Princesa no habían cerrado las rejas y a las ventanas de las casas se asomaba la gente a ver pasar la manifestación. El destacamento de guardias seguía a los obreros al paso, con los sables envainados, más atentos al frío que a una posible alteración de la vida ciudadana. Onofre siguió un rato la manifestación y se metió luego por una calleja lateral con objeto de rebasarla y reencontrarla más adelante. En una plazoleta cercana se dio de manos a boca con una compañía de a caballo de la Guardia Civil y tres cañones de poco calibre montados sobre cureñas.

cuando se reunió con los obreros ya sabía que si las cosas se salían de su cauce la manifestación acabaría en un baño de sangre. Por suerte no ocurrió nada grave. Llegados al cruce de la calle Montcada los manifestantes se detuvieron de común acuerdo. Tanto da que nos paremos aquí, parecían pensar, como que sigamos andando hasta el día del juicio. Un obrero se encaramó al enrejado que celaba una ventana y pronunció una arenga. Dijo que la manifestación había sido un éxito. Luego otro obrero ocupó el mismo lugar y dijo que todo había salido mal por falta de organización y de conciencia de clase e instó a los manifestantes a que se reintegrasen al trabajo sin tardanza. Quizás así logremos evitar las represalias, dijo al concluir su intervención. Ambos oradores fueron escuchados con grandes muestras de atención y respeto. El primero que habló, según averiguó Onofre más tarde por mediación de Efrén Castells, era un confidente de la policía; el segundo, un albañil honrado no exento de veleidades sindicalistas. Este último perdió el empleo a raíz de esa huelga y no se le volvió a ver más por el parque de la Ciudadela. El resumen de la jornada fue éste: al mediodía todos los obreros habían vuelto a sus puestos de trabajo; ninguna de sus reclamaciones fue atendida y la prensa local ni siquiera recogió el hecho.

– No podía ser de otro modo -refunfuñó Pablo con un deje de satisfacción en sus ojillos febriles-. Ahora tendrán que pasar años antes de que pueda plantearse otra acción colectiva. Ni siquiera sé si vale la pena que sigas repartiendo panfletos.

Onofre, algo asustado al ver que peligraba aquella fuente de ingresos, trató de desviar el tema contando lo que había visto al separarse del grueso de la manifestación.

– Pues claro -dijo Pablo-, ¿qué creías? No van a arriesgarse a que un puñado de obreros se salga con la suya y cree un precedente funesto. Mientras se puede se les deja actuar. Un destacamento se encarga de mantener el orden público y regular el tráfico. La gente dice: no sé de qué se quejan, tenemos un gobierno de lo más benévolo. Si las cosas toman mal cariz, la caballería carga. Y si con eso no basta, ¡metralla para el pueblo!

– Entonces, ¿por qué seguir intentándolo? -preguntó Onofre-. Ellos tienen las armas. Nunca cambiará nada.

Dediquémonos a otra cosa más lucrativa.

– No digas eso, chico, no digas eso -respondió Pablo con los ojos perdidos en un horizonte imaginario, más dilatado y más luminoso que el que le ofrecían los muros húmedos y agrietados del sótano donde vivía-. No digas eso jamás. Es cierto que a las armas sólo podemos oponer nuestro número. El número y el arrojo que engendra la desesperación. Pero algún día venceremos. Nos costará mucho dolor y mucha sangre, pero el precio que hayamos de pagar será pequeño porque con él compraremos un futuro para nuestros hijos, un futuro en el que todos tendrán las mismas oportunidades y no habrá más hambre ni más tiranía ni más guerra. Es posible que esto yo no lo vea; ni tú tampoco, Onofre, chico, aunque seas muy joven. Han de pasar muchos años y hay una infinidad de cosas que hacer antes: destruir todo lo que existe, ahí es nada. Acabar con la opresión y el Estado, que la hace posible y la fomenta; con la policía y con el Ejército; con la propiedad privada y con el dinero; con la Iglesia y con la enseñanza que ahora se imparte, ¿qué sé yo? Por lo menos hay aquí para cincuenta años de trabajo, ya ves lo que te digo.


El frío, que tantas víctimas se cobró aquel invierno en Barcelona, no dejó incólume la pensión. Micaela Castro, la vidente, cayó enferma de gravedad. Mosén Bizancio trajo un médico para que la reconociera. Era un médico joven y apareció revestido de una bata blanca salpicada de manchas rojas. De un maletín sacó unos hierros sucios y algo oxidados con los que estuvo golpeando y punzando a la paciente. Todos comprendieron que el médico no sabía nada de medicina, se percataron de que las manchas de la bata eran de tomate, pero hicieron como que no lo notaban. El médico, pese a su aparente incompetencia, se mostró muy seguro en el diagnóstico: a Micaela Castro le quedaba poco de vida. No precisó la enfermedad: la vejez y otras complicaciones se la están llevando, dijo. Dejó recetados unos calmantes y se fue. Al quedarse solos los huéspedes fijos de la pensión y el señor Braulio se reunieron a deliberar en el zaguán, donde estaba la señora Agata con los pies en la jofaina. Mariano era partidario de sacar a la enferma de la pensión cuanto antes. El médico había dicho que la dolencia de la pitonisa no era contagiosa, pero el barbero era muy aprensivo.

– Llevémosla a la Casa de Caridad -propuso-, allí la atenderán bien hasta que se muera.

El señor Braulio estuvo de acuerdo con el barbero; la señora Agata no dijo nada, como de costumbre, ni dio muestras de enterarse de cuál era el objeto del cónclave; Onofre se declaró dispuesto a respaldar la opinión de la mayoría. Sólo mosén Bizancio se opuso: en su calidad de sacerdote había visitado algunos hospitales y las condiciones en que estaban los enfermos allí le parecían inaceptables. Aun en el supuesto de que hubiese una cama libre, dijo, abandonar a esta pobre mujer a su suerte en un lugar extraño, a cargo de desconocidos y rodeada de moribundos como ella sería una crueldad impropia de cristianos. Su dolencia no exigía cuidados especiales y no causaría molestia alguna, añadió.

– Esta pobre chiflada lleva muchos años en la pensión -dijo mosén Bizancio-. Ésta es su casa. Es de justicia dejarla morir aquí, rodeada de nosotros, que somos, como si dijéramos, su familia, lo único que tiene en este mundo. Tengan ustedes en cuenta -añadió mirando uno a uno a los reunidosque esta mujer tiene hecho pacto con el diablo. Le espera la condenación y una eternidad de sufrimientos. Ante esta terrible perspectiva, lo menos que podemos hacer es procurar que lo que le queda de vida terrena sea lo menos ingrato posible.

El barbero empezó a formular una protesta, pero le interrumpió la señora Agata. El mosén tiene razón, dijo con una voz bronca como la de un minero. Nadie, salvo su marido, la había oído hablar nunca; su intervención lacónica zanjó el caso. Onofre lo entendió así de inmediato y se apresuró a manifestar su acuerdo apenas la señora Agata hubo hablado. El barbero acabó por ceder: no le cabía otra salida. Mosén Bizancio prometió atender a la enferma para que su cuidado no supusiera una carga para nadie. El cónclave se deshizo amigablemente. A la hora de la cena la ausencia de Micaela Castro tendió una nube de melancolía sobre los reunidos, a quienes ya nunca volvería a distraer con sus trances.


Por fin concluyó el año 1887. Por una razón o por otra, a todos se les había antojado más largo que los precedentes; quizá porque, como sucede a veces, aquel año no había traído buena suerte. a ver si el que viene es un poquito mejor, se deseaban mutuamente los barceloneses. También es probable que el frío riguroso de las últimas semanas contribuyera a dejar un mal recuerdo del año. La nieve, allí donde no había sido limpiada, se convirtió en hielo; por consiguiente, en causa de caídas y fracturas. Esto parece el Polo Norte, decían los graciosos. Y, en efecto, la plaza Cataluña, como estaba en obras y llena de cráteres, montículos y zanjas, presentaba un aspecto desolador, de tundra. Un diario publicó al respecto una noticia chocante; en un hoyo de dicha plaza habían sido encontrados varios huevos de gran tamaño. Analizados en un laboratorio, habían resultado ser huevos de pingüino. Es casi seguro que esta noticia era falsa, que el periódico en cuestión se proponía publicarla el día de los Inocentes, y que se traspapeló y salió a destiempo. Pero este hecho mismo indica hasta qué punto el frío protagonizaba la vida de la ciudad y especialmente de quienes carecían allí de medios para defenderse de sus embestidas.

En la playa, donde habitaban los obreros sin hogar y sus familias, la situación llegó a extremos críticos. Una noche, antes que perder la vida, las mujeres cogieron en brazos a los niños y empezaron a andar. Los hombres prefirieron no seguirlas, porque pensaron con razón que su presencia imprimiría un carácter distinto a la marcha. Las mujeres y los niños cruzaron el puente de hierro que unía la playa con el parque de la Ciudadela y anduvieron por entre los pabellones a medio levantar hasta llegar al Palacio de Bellas Artes. Este Palacio, hoy desaparecido, estaba a la derecha del Salón de San Juan, conforme se entraba en él por el Arco de Triunfo, en el vértice formado por el Salón y la calle del Comercio, o sea, fuera del parque, aunque dentro del recinto de la Exposición Universal. El Palacio de Bellas Artes media 88 metros de largo por 41 de ancho; su altura era de 35 metros, sin contar las cuatro torres rematadas por cúpulas coronadas por otras tantas estatuas de la Fama, que las adornaban.

Dentro del Palacio, amén las salas y galerías destinadas a exhibir obras de arte, había un salón magnífico, de 50 metros por 30, en el que habían de tener lugar los actos más solemnes del certamen. En este salón las mujeres y los niños pretendían pernoctar. El oficial de la Guardia Civil destacado en el parque notificó el hecho a las autoridades competentes. Haga ver que no se ha enterado, le contestaron.

– Pero si es que están haciendo hogueras en mitad del salón -dijo el oficial- y el humo sale por los ventanales.

– ¿Y qué? No vamos a emprenderla a tiros y que salga la noticia en la prensa extranjera a sólo cuatro meses de la inauguración. Usted como si nada, y ya veremos -fue la respuesta oficiosa.

– Está bien -replicó el oficial-, pero quiero una orden por escrito. Si dentro de media hora no tengo esa orden en mis manos, hago desalojar el Palacio como sea: organizo una degollina y declino toda responsabilidad. Y conste que tengo emplazada una ametralladora en el tejado del CaféRestaurante para írmelos cargando a medida que vayan saliendo.

Fue preciso enviar un concejal que arrostrando el frío y dándose de costaladas en el hielo llegó con la orden al lugar de autos antes de que el oficial cumpliera su amenaza. Al día siguiente se negoció y se acordó que las familias de los obreros, pero no éstos, ocuparan durante dos semanas los nuevos cuarteles de la calle Sicilia. Allí podían hacer fuego y lo que les viniera en gana. Negociar con las mujeres no fue fácil. Efrén Castells les había vendido varios frascos de crecepelo y a algunas les había salido barba. El regidor que en nombre del alcalde acudió al Palacio de Bellas Artes hubo de enfrentarse a un comité de mujeres barbudas. No estaba preparado para ello, accedió a todo cuanto le pidieron y sólo su vinculación a círculos poderosos le libró de ser depuesto de su cargo. Todo porque a Efrén Castells las mujeres le hacían perder el seso. Era un verdadero sátiro: con la excusa de vender crecepelo se introducía en las chabolas cuando los hombres estaban ausentes, trabajando en la obra, y allí hacía estragos. Tenía un aspecto viril que gustaba a casi todas, su talante era jovial, sabía adular y gastaba el dinero con alegría, de modo que la suerte en el terreno sentimental no le era esquiva. Onofre no veía con buenos ojos las inclinaciones de su socio. El día menos pensado vamos a tener un disgusto serio por tu culpa, le decía.

– No tengas ningún miedo -respondía Efrén Castells-; conozco bien a las hembras: engañan a sus maridos por una nonada, pero se dejarían despellejar antes que hacer traición al galán que las engatusa. ¿Que por qué, dices? ¡Chico, a mí que me registren! Les gustará sufrir, digo yo. Si quieres que una mujer te proteja, maltrátala y traiciónala; no hay mejor sistema. Yo porque soy un alma de cántaro, que si no, conociéndolas como las conozco, podría vivir de ellas sin ningún esfuerzo. Pero no soy de ésos, ¿qué le vamos a hacer?

Yo soy de los que pierden el norte y se dejan exprimir como un limón.

Las pesetas que Onofre le daba a ganar Efrén las empleaba en comprar regalos a sus conquistas. Por lo visto hay que ser rumboso y canalla, pensaba Onofre. De la gente sólo puede esperarse lo que uno sepa sacar de ella. Así son los seres humanos: materia blanda. Estas cosas y otras parecidas se iba diciendo Onofre Bouvila en las interminables vigilias en el rellano de la pensión, mientras acechaba a Delfina. El frío le calaba los huesos y sólo su juventud y su naturaleza sana impidieron que cayese enfermo de gravedad. El señor Braulio no había vuelto a las andadas: esperaba la primavera para vestirse de faralaes. Onofre no le había contado que todas las noches se apostaba en el rellano por ver si pillaba "in fraganti" a Delfina con su novio. Creía que el señor Braulio no sabía nada de los devaneos de su hija ni ésta de los de su padre.

Una de esas noches, al filo de las dos, una voz vino a sacarle de su ensimismamiento. Era Micaela Castro; la vidente pedía agua desde su habitación. Mosén Bizancio, que debía atenderla, dormía a pierna suelta o bien con la edad se había vuelto un poco duro de oído. Pasaban los minutos y nadie acudía a la llamada. La pitonisa seguía pidiendo agua con tan poca fuerza que no se podía precisar siquiera la procedencia de la voz. Onofre fue a la cocina, cogió un vaso de la alacena, lo llenó de agua y se lo llevó a Micaela Castro. La habitación de la enferma despedía un olor nauseabundo, como de algas expuestas al sol. A ciegas Onofre encontró la mano helada de la vidente y le puso entre los dedos el vaso de agua. Oyó los sorbos ávidos y, concluidos, recuperó el vaso vacío. La moribunda musitó algo ininteligible. Onofre aproximó el oído a la cabecera del lecho. Dios te lo pague, hijo, creyó oír, y pensó: Bah, sólo era eso. Pero una idea empezó a darle vueltas por la cabeza. A mediados de enero volvió el buen tiempo. La ciudad salió de su letargo. En el recinto de la Exposición los montones de hielo al fundirse dejaban al descubierto balaustradas y pedestales que los maestros de obras habían buscado en vano durante semanas. Con el deshielo se formaron charcos extensos, molestos y sobre todo peligrosos, porque podían provocar y de hecho provocaron leves corrimientos de tierra que hicieron que algunos edificios, al asentarse, se agrietaran más de lo oportuno. Hubo también un pequeño derrumbamiento y un ayudante de albañil quedó sepultado bajo una montaña de cascotes y perdió la vida. Por falta de tiempo no se pudo dar con el cuerpo y hubo que apisonar los cascotes y reedificar encima. El suceso no salió a la luz pública y los visitantes de la Exposición nunca supieron que bajo sus pies había un cadáver, cosa, por lo demás, que sucede siempre en las ciudades antiguas. No todo, sin embargo, era trágico en el parque. También pasaban cosas de risa, como ésta: Con el deshielo llegó caminando por la playa una tribu de gitanos. Las mujeres de los obreros salieron a la puerta de las chabolas y bloquearon la entrada, porque existía la creencia de que las gitanas robaban niños de teta y se los llevaban consigo. En realidad esta tribu sólo pretendía ganarse el sustento reparando cacerolas, esquilando perros, echando la buenaventura y haciendo bailar un oso. A los obreros, que no tenían perros de lanas ni utensilios de cocina ni ganas de conocer lo que les tenía reservado el futuro, lo único que les hacía gracia era ver bailar al oso.

De tal modo que la Guardia Civil hubo de intervenir para expulsar a los gitanos, que se habían instalado en la Plaza de Armas y hacían retumbar las panderetas. El oficial de la Guardia Civil, ascendido a raíz del incidente del Palacio de Bellas Artes, se encaró con el gitano que parecía mandar y le conminó a que se fueran todos de allí al instante. El gitano replicó que no hacían mal a nadie. Yo contigo no discuto, dijo el oficial; sólo te digo esto: ahora me voy a mear. Si cuando vuelvo aún estáis aquí, al oso lo fusilo, a los hombres os mando a trabajos forzados y a las mujeres les corto el pelo al rape. Tú sabrás lo que os conviene. Oso y gitanos desaparecieron como por ensalmo. La parte cómica del asunto viene ahora: Al cabo de dos o tres días de acaecidos estos hechos apareció en el recinto otro grupo, tan pintoresco como el anterior. Lo encabezaba un caballero vestido con levita verde y chistera de velludo del mismo color. El caballero llevaba unos bigotes engominados, negros como el azabache. Le seguían cuatro hombres. Entre los cuatro cargaban una plataforma sobre la que se erguía una figura de gran tamaño, cuyas formas, si las tenía, ocultaba una lona embreada. Los guardias civiles, apenas vieron entrar el cortejo, le cayeron encima y la emprendieron a culatazos con los cinco personajes.

Luego resultaron ser el primer participante en la Exposición Universal, un tal señor Gunther van Elkeserío, y cuatro operarios venidos con él desde Maguncia. El pobre participante traía un huso eléctrico de su invención y andaba despistado, preguntando a unos y a otros en alemán y en inglés dónde debía inscribirse y dónde podía colocar el huso hasta tanto el certamen no abriera sus puertas.


Con el fin de evitar la congestión de los últimos días, las autoridades habían instado a los exhibidores a que llevasen a Barcelona los objetos que desearan exhibir con cierta antelación. Esto obligó a habilitar varios almacenes donde guardar los objetos hasta que estuvieran terminados los pabellones que debían albergarlos. La operación era mucho más complicada de lo que parecía a primera vista. No sólo había que resguardar los objetos de la intemperie, de la humedad (en algunos casos se trataba de maquinaria de precisión, de objetos de arte o simplemente de artículos delicados por su materia o factura) y de la acción destructora de ratas, cucarachas, termitas, etcétera; había también que disponerlos de tal forma que llegada la hora pudieran ser reconocidos y localizados sin excesivo esfuerzo. Las autoridades habían contemplado esta eventualidad y con miras a resolverla publicado con tiempo una clasificación exhaustiva de todos los artículos existentes en el mundo y sus variedades. A cada espécimen se le asignó un número, una letra o una combinación de ambos símbolos. Así no se podía plantear ningún problema.

Onofre Bouvila, en cuyas manos no tardó en caer una de estas listas, la estudió con sumo detenimiento. Nunca había pensado que sobre la tierra existieran tantas cosas que se pudieran comprar y vender, se dijo. Este descubrimiento lo tuvo alterado varios días. Por fin, en compañía de Efrén Castells y sorteando mil peligros se introdujo en uno de los almacenes.

Llevaban un candil para alumbrarse. Del techo al suelo había cajas y paquetes de diversos tamaños. Unos tan grandes como para contener un coche y sus caballos; otros tan pequeños que habrían cabido en un bolsillo normal. Dentro de cada paquete había algo. Onofre consultó la lista a la luz trémula del candil que sostenía en alto Efrén Castells. La sección de la lista rezaba así: "Aparatos mecánicos empleados en la medicina, cirugía u ortopedia; sillas, camas, etc.; vendajes para la reducción de hernias, varices, etc.; aparatos para uso del enfermo: muletas, calzados especiales, anteojos, gafas, trompetillas acústicas, piernas de madera, etc.; aparatos de prótesis plástica y mecánica: dientes, ojos, narices artificiales, etc.; miembros artificiales articulados; otros aparatos mecánicos de la Ortopedia no especificados anteriormente; aparatos diversos para la alimentación forzada y extranormal camisolas de fuerza, etc.". Lagarto, lagarto, exclamó Efrén Castells. A instancias de Onofre, el gigante de Calella, con su fuerza colosal, consiguió desclavar uno de los embalajes más grandes. Dentro había una calandria de las usadas para prensar el papel.

Como era un gigante bondadoso, Efrén Castells se había ganado la confianza de los pilletes de la playa, los hijos de las mujeres a las que seducía. Los usaba para enviar y recibir mensajes galantes y concertar citas. Entre Onofre y Efrén organizaron a estos pilletes y los adiestraron. Por las noches los pilletes entraban en los almacenes, deshacían los embalajes con habilidad, sacaban artículos y se los llevaban a Onofre y a Efrén. Éstos, según la naturaleza del artículo, lo vendían o lo rifaban. A los pilletes les daban un tanto contra entrega del artículo. A Efrén Castells las ganancias obtenidas no le duraban nada; en cambio Onofre Bouvila, que no gastaba un céntimo, tenía acumulada en el colchón de mosén Bizancio una fortuna modesta. No entiendo para qué quieres tanto dinero, le decía el gigante a su socio; que ahorrase yo tendría un pase, porque soy tonto y he de pensar en el futuro; pero que ahorres tú, que tienes tantos recursos, no lo entiendo. La verdad era que Onofre no gastaba porque no sabía en qué ni tenía persona que le enseñara a gastar ni móvil alguno para hacerlo.


Delfina, según averiguó Onofre tras mucho espiar, sólo dejaba la pensión una hora escasa todas las mañanas para ir a la compra. Pensando que ése sería un buen momento para abordarla, Onofre dejó de ir una mañana a sus negocios y siguió a la fámula hasta el mercado. Delfina salía provista de dos grandes capazos de mimbre y acompañada del gato. Andaba con paso decidido, pero distraída, como si fantaseara. Por culpa de esta distracción metía los pies descalzos en los charcos inmundos y en los montones de basura. Los niños que correteaban por las callejuelas la veían pasar con aire reservado. Se habrían metido con ella y le habrían tirado piedras y desperdicios si el gato no les hubiera intimidado.

En el mercado Delfina no contaba con el aprecio de las vendedoras. Nunca participaba en el comadreo y era muy exigente en el peso y la calidad de los productos. Además regateaba con aspereza. Siempre compraba cosas en mal estado y pretendía que le hicieran descuento por esta razón. Si una vendedora le decía que una col no estaba podrida, que aún conservaba vestigios de lozanía, Delfina replicaba que eso no era cierto, que la col olía a rayos, que estaba invadida de gusanos y que no estaba ella dispuesta a pagar un precio exorbitante por semejante birria. Si la vendedora le plantaba cara y la discusión subía de tono, Delfina cogía a "Belcebú"

por la tripa y lo depositaba en el mostrador. Inmediatamente el gato arqueaba el lomo, erizaba el pelo y sacaba las zarpas.

La estratagema surtía efecto: la vendedora, amilanada, acababa por ceder. Tenga, tenga, le decía, llévese la col y págueme lo que le dé la gana, pero no vuelva por mi parada, porque no le pienso despachar nunca más; ya me ha oído. Delfina se encogía de hombros y volvía al día siguiente con las mismas pretensiones. Las vendedoras palidecían de rabia al verla y habían acudido a una bruja que rondaba por el mercado para que le echara mal de ojo a ella y muy en especial al gato. Todo esto lo averiguó Onofre sin la menor dificultad, porque las vendedoras al verse libres de la fámula y el malévolo gato no se recataban en sus comentarios.

En el camino de vuelta a la pensión Onofre salió al encuentro de Delfina.

– Estaba dando un paseo -le dijo el muchacho a la fámula- y por casualidad te he visto venir. ¿Puedo ayudarte?

– Me basto y me sobro -repuso la fámula acelerando la marcha, como para demostrar que el peso de los capazos atiborrados no la lastraba.

– No he dicho que no pudieras con la compra, mujer. Sólo pretendía ser amable -dijo Onofre.

– ¿Por qué? -preguntó Delfina.

– No hay por qué -dijo Onofre-. Se es amable sin motivo. Si hay motivo, ya no es amabilidad, sino interés.

– Hablas demasiado bien -atajó la fámula-. Vete o te azuzo al gato.


Era preciso suprimir a "Belcebú" matándolo. Todos los sistemas que pensó eran buenos, pero ofrecían dificultades insuperables. Por fin concibió uno que se le antojó viable.

Consistía en embadurnar de aceite el tejado de la pensión.

Cuando "Belcebú" subiera a rondar por el tejado, como hacen todos los gatos, resbalaría y se caería. De un cuarto piso a la calle de fijo había de matarse, razonaba Onofre. Por poco no se mata él llevando a cabo el plan. Cuando hubo aceitado todas las tejas sin dejar resquicio seco se fue a su habitación y se tendió en la cama, boca arriba. Esa noche no pasó nada. A la siguiente, cuando se había dormido aburrido de la espera (el reloj de San Ezequiel había dado las dos) lo despertó un ruido. Del balcón llegaban lamentos y maldiciones.

Temió que "Belcebú" hubiese caído encima de un trasnochador.

Sería el colmo de la mala suerte, se dijo. Abrió el balcón y se asomó. A la luz de la luna se llevó un buen susto: de la baranda colgaba un individuo que pedía socorro mientras trataba en balde de afianzar los pies en algún intersticio de la fachada. Por favor, suplicó al ver a Onofre, dame una mano, que me mato. Onofre asió al individuo de ambas muñecas, lo izó en vilo y lo metió en la habitación. Cuando el individuo puso los pies en el suelo, resbaló y se cayó sentado. Me he roto el culo por veinte sitios, volvió a lamentarse. Onofre le conminó a que no alzase la voz. Encendió la palmatoria. Ahora me dirás qué hacías tú colgado de mi balcón, le espetó.

– Y yo qué sé -dijo el hombre. Un hijo de puta habrá untado de grasa el tejado, o algo parecido. Suerte que pude agarrarme a los hierros, o no lo cuento.

– ¿Y qué hacías tú en el tejado a estas horas? -preguntó Onofre.

– ¿Y a ti qué te importa? -fue la respuesta.

– A mí nada -dijo Onofre-, pero quizás los dueños de la pensión y la policía quieran saberlo.

– Eh, eh, con cuidado -dijo el hombre-, que no soy un ladrón ni estaba haciendo nada malo. Me llamo Sisinio. Soy novio de una chica que vive aquí.

– ¡Delfina!

– Así se llama -dijo Sisinio-. Sus padres son muy estrictos y no la dejan que tenga relaciones con ningún hombre. Nos vemos en el tejado, por las noches.

– ¡Qué extraordinario! -dijo Onofre Bouvila-. ¿Y cómo subes tú al tejado?

– Por una escalera de mano. La pongo por detrás del edificio, allí donde el terreno sube y la distancia es corta.

Soy pintor de brocha gorda.

Sisinio aparentaba treinta y cinco años. Era estrecho de tórax, de pelo ralo, ojos saltones y barbilla hundida. Le faltaban dos dientes y siseaba al hablar. De modo que éste es mi rival, pensó Onofre con desaliento.

– Y en el tejado, ¿qué hacéis? -le preguntó Onofre.

– Eso ya es mucho preguntar.

– No temas nada. Soy de los vuestros. Me llamo Gastón.

Pablo te puede hablar de mí.

– Ah, claro -dijo Sisinio sonriendo por primera vez. Le contó a Onofre que a decir verdad en el tejado no hacían casi nada. Hablar de temas diversos, algún beso y poco más. En el tejado era difícil que la cosa pasara a mayores. Sisinio había propuesto mil veces que fueran a un lugar más cómodo, pero Delfina se negaba. Luego ya no me querrás más, le decía. Así llevaban ya dos años. no sé cómo aguanto, dijo Sisinio. Onofre le preguntó por qué no se casaban.

– Ésa es otra historia -dijo Sisinio-. Yo ya estoy casado.

Tengo dos hijas. Aún no se lo he dicho a Delfina: me falta valor para darle este disgusto. La pobre está muy ilusionada.

Si mi mujer espichara, todo se arreglaría, pero es más fuerte que un roble.

– ¿Y ella qué dice? -preguntó Onofre-. Tu mujer, quiero decir.

– Nada. Se cree que hago trabajos nocturnos. Antes de entrar en casa me embadurno bien de pintura, para disimular.

– No te muevas de aquí -dijo Onofre-. Yo voy a buscar a Delfina. Si acude al tejado a encontrarse contigo es probable que resbale y se mate.

Salió al pasillo en el momento en que mosén Bizancio se metía en el cuarto de baño. La pitonisa lanzaba quejidos de dolor. Sólo faltaría, iba pensando Onofre, que ahora me tropezara con el señor Braulio disfrazado de putón. ¡En menudo sitio he ido yo a meterme!

Apenas Onofre tocó suavemente a la puerta de la alcoba de Delfina respondió la fámula con voz silbante. Onofre se identificó. Vete o te suelto al gato, fue la réplica que obtuvo. Sólo venía a decirte que Sisinio ha sufrido un accidente, dijo Onofre. La puerta de la alcoba se abrió al instante. En el marco de la puerta brillaron cuatro pupilas.

Bufó el gato, retrocedió él y dijo la fámula: No tengas miedo, no te haré nada; ¿qué ha pasado?

– Tu novio se ha caído del tejado. Lo tengo en mi habitación. Ven, pero no traigas a "Belcebú" -dijo Onofre.

Delfina y Onofre empezaron a bajar las escaleras. Onofre agarró del brazo a Delfina, que no lo retiró ni dijo nada.

Onofre advirtió que temblaba.

Sisinio se había tendido en la cama. A la luz de la palmatoria parecía un difunto, aunque movía los ojos y se esforzaba por sonreír. Te dejo con él, dijo Onofre a Delfina.

Procura que no se muera en mi cuarto; no quiero líos. Yo volveré al rayar la aurora. Bajó a la calle y vaciló unos segundos ante el portal, sin saber a dónde dirigir sus pasos.

Oyó un maullido; un cuerpo pasó rozándole el hombro y se estrelló contra el suelo. Con una barra de hierro empujó el cuerpo de Belcebú y consiguió hacerlo desaparecer por el hueco de la alcantarilla. Así en un una sola noche perdió delfina los dos pilares de su seguridad.

4

El Excmo. e Ilmo. Sr. Obispo de Barcelona había viajado a Roma siendo novicio. En Milán, donde se detuvo unos días, vio a su alteza imperial el archiduque Francisco Fernando de Austria (el mismo que había de morir trágicamente años más tarde en Sarajevo) pasar revista a la guardia. Esta imagen acompañó al ilustre prelado hasta el fin de sus días. Ahora lo obreros suspendían los trabajos, enderezaban la espalda y se quitaban las gorras a su paso. Las campanas de la iglesia de la Ciudadela repicaban y bramaban las trompetas del regimiento de caballería que acompañaba al séquito. El Excmo. Sr. Obispo y el Ilmo. Sr. Alcalde cruzaron el Arco de Triunfo codo con codo. Luego, en tropel, las autoridades. Detrás, algo desinteresado salvo excepciones, el cuerpo consular. Pegado al faldón del ordinario un diácono llevaba el acetre, esto es, un caldero de plata labrada lleno de agua bendita. El obispo llevaba en la mano izquierda el báculo pastoral y con la derecha agitaba el hisopo que sumergía de vez en cuando en el acetre. Si acertaba a salpicar a un obrero, éste se santiguaba al punto. Daba pena ver la capa magna del obispo recoger el polvo. Al Palacio de la Industria, donde debía celebrarse la ceremonia oficial, le faltaba casi todo el revestimiento, pero unas colgaduras disimulaban esta deficiencia; le daban aires de entoldado. En lugar preeminente se había levantado una capilla. En ella figuraba una estatua de Santa Lucía recientemente restaurada; era de plata dorada y databa del siglo XVIII por lo menos. Al costado izquierdo de la nave central estaba la banda municipal y cuando entraron las autoridades tocó una marcha. El obispo bendijo las obras. Él y el alcalde pronunciaron discursos, al término de los cuales se dieron vivas a S.M. el Rey y a S.M. la Reina Regente. Los dos emisarios, que habían ido y venido de Madrid tantas veces que podían recitar de memoria los nombres de todos los pueblos del recorrido, lloraron. Se consideraban, si no padres, comadronas del certamen. En realidad, su gestión había sido funesta: el Gobierno central no había dado tanto dinero como para evitar la ruina del municipio de Barcelona, ni tan poco que los catalanes pudiesen adjudicarse todo el mérito de la empresa.

Esto ellos no lo sabían, o lo sabían, pero lloraban igual. Con otro repique de campanas se terminó el acto y el trabajo se reanudó al punto. Era el 1 de marzo de 1888; faltaban un mes y siete días para la inauguración.


La diversificación de los negocios de Onofre Bouvila y la envergadura que iban adquiriendo, en especial desde la incorporación de los niños-ladrones y más adelante del descubrimiento de una partida clasificada como "betel, hoja peruviana, hatchichi y otras plantas para fumar y mascar" y destinada al Pabellón de la Agricultura (situado, como el Palacio de Bellas Artes, fuera del parque, esto es, contra el muro norte, en la carretera a San Martín y Francia, entre las calles de Roger de Flor y Sicilia), que vendieron a muy buen precio en el exterior por mediación de un maestro estucador tan jovial como propenso a caerse de andamios y escaleras, preocupaban a Pablo, que se iba dando cuenta de que su pupilo, por más que extremase las muestras de consideración hacia él, le tomaba el pelo. Pablo, enfrentado a este hecho, no sabía qué partido tomar. Conocía el prestigio de que gozaba Onofre entre los obreros de la Exposición. Tampoco se atrevía a mostrar a sus correligionarios la encrucijada en que lo había colocado su propia debilidad. No tenía más contacto con el mundo que lo que Onofre tenía a bien referirle. Era un títere en sus manos.

Como Pablo le había explicado varias veces que lo primero que había que destruir en Cataluña era el teatro del Liceo, se propuso ver en qué consistía aquello tan importante. El Liceo es como un símbolo, como en Madrid el Rey o en Roma el Papa, le había dicho Pablo. Gracias a Dios en Cataluña no tenemos ni Rey ni Papa, pero tenemos el Liceo. Pagó un precio a su juicio abusivo y le hicieron entrar por la puerta de los indigentes.

Entró por una callejuela lateral llena de tronchos de col. Los ricos entraban por el pórtico de las Ramblas, allí se apeaban de sus coches de caballos. A las mujeres había que bajarlas casi en volandas. Los vestidos eran tan largos que cuando ellas ya habían desaparecido por la puerta de vidrio las colas seguían saliendo de los fiacres, como si un reptil fuese a la ópera. Tuvo que subir incontables tramos de escalera. Llegó resoplando a un lugar donde no había más asiento que un banco de hierro corrido, ya ocupado por melómanos que llevaban allí días enteros, dormían allí echados sobre el antepecho, como esteras tendidas a orear, comían mendrugos de pan con ajo y bebían vino en bota. Aquello era un criadero de piojos.

Llevaban cabos de vela para leer en la penumbra del teatro la partitura y el libreto. Algunos habían perdido la vista y la salud en el Liceo. El resto del teatro era muy distinto. El fasto deslumbró a Onofre: las sedas, muselinas y terciopelos, las capas cubiertas de lentejuelas, las joyas, el petardeo incesante de las botellas de champaña, el ir y venir de los criados y el murmullo continuo que emiten los ricos cuando son muchos le encantaron. Esto es lo que yo quiero ser, se dijo, aunque para conseguirlo tenga que aguantar esta música insípida que no se acaba nunca. Tuvo el infortunio de oír "Trifón y Cascante", una ópera mitológica y grandilocuente que se ha representado sólo una vez en el Liceo y en el mundo pocas más.


A la hora del desayuno se le acercó Delfina. Ni siquiera el ser tan fea disimulaba los efectos del insomnio y la congoja.

Le preguntó si había visto por casualidad a "Belcebú". No, cómo lo voy a ver, respondió Onofre. Hace días que ha desaparecido, dijo Delfina con desazón. No se ha perdido gran cosa, dijo él.

Efrén Castells le esperaba a la puerta del recinto. Las cosas se ponen mal, le dijo apenas lo vio, hace un par de días vengo viendo a dos fulanos que parecen vigilarte; al principio pensé que serían curiosos, pero insisten demasiado. Me consta que no trabajan aquí. Han estado haciendo preguntas, dijo el gigante.

– Serán policías -dijo Onofre.

– No creo; no es su estilo -dijo Efrén Castells.

– Entonces, ¿qué? -dijo Onofre.

– Chico, lo ignoro, pero el asunto no me gusta -dijo Efrén Castells-. No sé si no deberíamos tomarnos unas vacaciones:

esto está casi liquidado del todo.

Era verdad. Onofre recorrió con la vista aquella obra ingente que casi había visto nacer. Cuando llegó al parque por primera vez, un año antes, el recinto parecía un campo de batalla. Ahora en cambio parecía el decorado de un cuento de hadas. Allí todo era vistoso, heterogéneo y desproporcionado.

Cuando la Junta Técnica de la Exposición presentó su primer proyecto al alcalde, éste lo hizo trizas con sus propias manos. Esto que me traen ustedes es una feria de cachivaches, exclamó, y yo quiero un ciclorama. Ahora habían transcurrido dos años y medio y había habido que hacer concesiones a la sensatez, pero los deseos del alcalde se habían colmado.

Onofre y el gigante de Calella se sentaron en unos bloques de piedra caliza, frente a un chamizo de bejucos levantado por la compañía de Tabacos de Filipinas. Un nativo semidesnudo tiritaba y liaba cigarros acuclillado a la puerta de aquel chamizo. Lo habían traído expresamente de Batanga y le habían dicho que no se moviera de allí hasta que se clausurase el certamen. Le habían enseñado a decir "au revoir" a los visitantes. Cuando el cielo se encapotaba miraba a lo alto con aprensión, temeroso de que la manga de un ciclón viniera a sorberles al chamizo y a él y a llevarlos de nuevo a Batanga girando como peonzas. Todo esto, pensó Onofre, es inútil y encima no significa nada; y nosotros, tres cuartos de lo mismo: nuestros anhelos, nuestros trabajos, nada. Bah, respondió Efrén Castells, no te lo tomes tan a la tremenda, chico. Tú eres muy listo, ya le encontrarás algún sentido a las cosas, añadió.

Entró sin llamar en la alcoba de la vidente. La moribunda yacía en la cama con los ojos cerrados, cubierta de mantas hasta el mentón. Onofre se percató de lo vieja que era Micaela Castro a la luz de la candela que bailaba en una triste alcuza atornillada a la cabecera del lecho. Alcanzaba el pomo de la puerta para retirarse. Onofre, ¿eres tú?, dijo la pitonisa.

Siga durmiendo, Micaela, dijo Onofre Bouvila, sólo he venido a ver si necesitaba usted algo. Yo no necesito nada, hijo, pero tú sí, susurró la vidente, de sobra se te ve sumido en un mar de confusión.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Onofre sobrecogido, porque la anciana ni siquiera había abierto los ojos.

– Nadie viene a verme si no está confuso, hijo. No hace falta ser vidente para saber eso. Dime qué te ocurre -dijo ella.

– Micaela, léame el futuro -dijo Onofre.

– Ay, hijo, mis fuerzas están muy mermadas. Yo ya no soy de este mundo. ¿Qué hora tenemos? -preguntó la vidente.

– La una y media, aproximadamente -respondió él.

– Me queda poco tiempo -dijo-. A las cuatro y veinte me moriré. Me lo han dicho ya. Me están esperando, ¿sabes? Pronto me reuniré con ellos. Toda mi vida la he pasado escuchando sus voces; ahora uniré la mía a su coro y alguien desde este mundo me escuchará. También los espíritus tenemos nuestros ciclos.

Voy a relevar a un espíritu cansado. Yo ocuparé su lugar y él podrá reposar por fin en la paz del Señor. Ya sé que mosén Bizancio dice que me aguarda el diablo, pero eso no es verdad.

Mosén Bizancio es un hombre bueno, pero muy ignorante. Dame mis cartas y no perdamos más tiempo. Ahí las encontrarás, en el armarito, en el tercer estante empezando por arriba.

Onofre hizo lo que le decía la anciana. En el armario había ropa negra arrebujada, enseres diversos y unas cajas de papel de arroz liadas con cintas de seda. En el estante indicado vio un devocionario viejo, un rosario de cuentas blancas y una pulsera de nardos naturales en estado de putrefacción. También había un mazo de cartas; lo cogió y se lo dio a la vidente, que había abierto los párpados. Acerca una silla, hijo, y siéntate a mi lado, le dijo, pero antes ayúdame a incorporarme… así, así está bien, gracias. Las cosas hay que hacerlas bien para no hacer el ridículo, que no se rían de nosotros cuando me vean llegar, dijo la vidente. Alisó el cobertor y extendió nueve cartas boca abajo, formando círculo.

El círculo de la sabiduría, dijo, también llamado el espejo de Salomón. Esto es el centro del cielo y aquí las cuatro constelaciones, con sus elementos. Daba vueltas con la mano en el aire, extendiendo el índice. Lo puso sobre una carta. La casa de las disposiciones, dijo dándole la vuelta, o ángulo oriental. Ya veo que vivirás muchos años, serás rico, te casarás con una mujer muy bella, tendrás tres hijos, viajarás, quizá, gozarás de buena salud.

– Está bien, Micaela -dijo Onofre levantándose de la silla-, no se fatigue más. Eso es todo lo que deseaba saber.

– Espera, Onofre, no te vayas. Lo que acabo de decirte son patrañas. No te vayas, Onofre -dijo la vidente-. Ahora veo un mausoleo abandonado, a la luz de la luna. Esto significa fortuna y muerte. Un rey; los reyes también significan muerte, pero también significan poder, así es su naturaleza. Ahora veo sangre; la sangre simboliza el dinero y también la sangre. ¿Y ahora?, ¿qué veo? veo tres mujeres. Onofre, acerca una silla y siéntate aquí, a la cabecera de la cama.

– Estoy aquí, Micaela -dijo Onofre Bouvila.

– Pues escucha bien lo que te estoy diciendo, hijo. Veo tres mujeres. Una está en la casa de los reveses, las contrariedades y las penas. Ésta te hará rico. La otra está en la casa de los legados, que es también la morada de los niños.

Ésta te encumbrará. La tercera y la última está en la casa del amor y de los conocimientos exactos. Ésta te hará feliz. En la cuarta casa hay un hombre; cuídate de él: está en la casa de los envenenamientos y del fin trágico.

– No entiendo nada de lo que me cuenta usted, Micaela -dijo Onofre un tanto conturbado por aquel lenguaje.

– Ay, hijo, así son siempre los oráculos: certeros, pero imprecisos. ¿Crees tú que si fueran de otro modo estaría yo muriéndome en esta pensión cochambrosa? Tú escucha y recuerda.

Cuando suceda lo que te he predicho, lo reconocerás en seguida. No es que eso te sirva de mucho. Tranquiliza, a lo sumo. Pero volvamos a las cartas; que hablen ellas. Veo tres mujeres -dijo la vidente.

– Eso ya lo ha dicho, Micaela -dijo él.

– No he terminado. Una te hará rico, otra te encumbrará, otra te hará feliz. La que te haga feliz te hará desgraciado; la que te encumbre te hará esclavo; la que te haga rico te maldecirá. De las tres, esta última es para ti la más peligrosa, porque es una santa, una santa famosa. Dios escuchará su maldición y para castigarte creará un hombre. Es el hombre de que hablan las cartas, un hombre desgraciado. No sabe que Dios lo ha puesto en el mundo para llevar a cabo Su venganza -dijo la vidente.

– ¿Cómo lo reconoceré? -preguntó Onofre.

– No lo sé: siempre se reconocen estas cosas. De todas formas, que lo reconozcas o no no cambia para nada el resultado. Ya está decidido que sea él quien te destruya. Es inútil que te enfrentes a él. Sus armas y las tuyas son distintas. Habrá violencia y muerte. Los dos seréis devorados por el dragón. Pero no tengas miedo. Los dragones son aparatosos, pero todo se les va en el rugir y echar llamas por la boca. Teme a la cabra, que es el símbolo de la perfidia y el engaño. Y no me hagas trabajar más, que estoy muy cansada -dijo para terminar. Las cartas resbalaron del cobertor y se desparramaron por el suelo. Ella dejó caer la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. Onofre pensó que había muerto; descolgó la alcuza del gancho y acercó el pábilo al rostro de la vieja. La llama osciló: aún respiraba. Recogió las cartas del suelo y guardó el mazo en el armario. Antes de guardarlo lo barajó cuidadosamente para que nadie más pudiera conocer su futuro. Luego salió de puntillas del cuarto de la vidente moribunda y regresó a su habitación. En la cama estuvo pensando en lo que acababa de oír, tratando de encontrarle sentido.


Delfina seguía yendo al mercado todos los días. Viéndola venir sin el gato las vendedoras le hacían sentir el peso del rencor acumulado durante años de terror: se negaban a despacharle o lo hacían después de darle un plantón; se dirigían a ella con motes ofensivos, la llamaban "pingorote" o no le hablaban; la estafaban en los cambios y si protestaba se reían en su propia cara. Una vez le arrojaron un huevo podrido a la espalda. Ella no hizo nada por borrar el impacto del huevo en el vestido. Onofre no había vuelto a ver a Sisinio ni sabía nada de él, pero tenía la impresión de que el pintor y la fámula no habían vuelto a encontrarse desde la noche en que "Belcebú" había muerto. Micaela Castro murió también la noche misma en que le echó las cartas. Al amanecer mosén Bizancio entró en su alcoba y la encontró muerta. Le cerró los párpados, espabiló la alcuza y avisó a los dueños de la pensión y a los demás huéspedes. Al día siguiente fue enterrada y le fue rezado un responso en la parroquia de San Ezequiel. En el armario de su alcoba fueron encontrados varios papeles; de estos papeles se desprendía que en realidad no se llamaba Micaela Castro, sino Pastora López Marrero. En el momento de morir tenía sesenta y cuatro años de edad. No hubo forma de localizar a ningún pariente ni dejó nada en herencia que justificase una pesquisa más concienzuda. Delfina cambió las sábanas de la cama de la difunta por otras igualmente sucias y la habitación fue ocupada ese mismo día por un joven que estudiaba filosofía. Nadie le dijo que en esa misma cama se había muerto una persona pocas horas antes. Andando el tiempo este estudiante se volvió loco, pero por otras causas.


Cerca de una de las puertas que daba acceso al parque desde el paseo de la Aduana había un pabellón no muy grande, recubierto de azulejos por dentro y por fuera, llamado Pabellón de Aguas Azoadas. Estaba acabado a finales de enero, pero aún vacío a mediados de marzo. Onofre Bouvila y Efrén Castells se habían hecho con una llave. Allí guardaban el producto de los robos. Los niños- ladrones habían arramblado el día anterior con una partida de relojes. No sabían qué hacer ahora con tantos relojes. Había relojes comunes de bolsillo, relojes de torre y establecimientos públicos, relojes de repetición, de segundos independientes, cronómetros de bolsillo, cronómetros para la marina, péndulos de segundos, relojes siderales y cronómetros para observaciones astronómicas y científicas, clepsidras, relojes de arena, reguladores, relojes complexos indicando los principales elementos de los ciclos solar y lunar, relojes eléctricos, relojes especiales para la gnómica, relojes equinocciales, polares, horizontales, verticalescardinales, verticales-declinantes, en planos inclinados, relojes meridionales y septentrionales, en planos inclinados y con declinación, podómetros y contadores diversos aplicados a la construcción, a la industria, locomoción y ciencias, aparatos para regular los movimientos de los focos luminosos en general, aparatos para señalar, fijar y precisar la acción de ciertos fenómenos naturales y aparatos de relojería para diversas aplicaciones, económicos y de precio, piezas sueltas de relojería de todas clases y sistemas, etcétera. Así rezaba la lista. No sé qué haremos con tanto reloj, dijo el gigante, salvo perder el juicio con tanto tictac y tanta campanada.

5

En vísperas de la inauguración de la Exposición Universal las autoridades se habían comprometido a limpiar Barcelona de indeseables. "Desde hace algún tiempo nuestras autoridades muestran singular empeño en librarnos de esa plaga de vagos, rufianes y gentes de mal vivir que no pudiendo ejercer en las localidades pequeñas sus criminales industrias, buscan transitoria salvaguardia en la confusión de las ciudades populosas, y si no han conseguido extirpar de raíz todos los cánceres sociales, que en desdoro de esta culta capital todavía la minan y corroen, mucho llevan adelantado en tan dificultosa tarea", dice un periódico de esa época. Ahora cada noche había redadas.

– No vuelvas por aquí en un tiempo; el grupo se disuelve provisionalmente -dijo Pablo. Onofre le preguntó qué se proponía hacer, dónde se escondería ahora. El apóstol se encogió de hombros: la perspectiva no parecía complacerle-. No dudes de que volveremos a la carga con fuerzas renovadas -añadió con poca convicción. ¿Y los panfletos?, preguntó Onofre. El apóstol torció la boca en señal de desdén-: No más panfletos -dijo. Onofre quiso saber qué pasaría en tal caso con su semanada-. Te quedarás sin ella -respondió Pablo con un deje de complacencia maliciosa en la voz-; a veces las circunstancias imponen ciertas estrecheces. Además, esto es una causa política: aquí no garantizamos el sueldo a nadie -Onofre quiso preguntar algo más, pero el apóstol le hizo un gesto imperioso: Vete ya, quería decir con este gesto. Onofre se dirigió a la puerta. Pablo se puso a su lado antes de que pudiera abrir-. Espera -dijo, es posible que no volvamos a vernos nunca más. La lucha será larga -dijo precipitadamente; se veía que no era eso lo que quería decir: otra cosa más importante ocupaba su atención en aquel momento, pero por timidez o por torpeza no quería hablar de ella. Por este motivo se refugiaba en la retórica consabida-; en realidad esta lucha no puede cesar. Los socialistas, que son tontos, creen que todo se arregla con la revolución; dicen esto porque piensan que la explotación del hombre por el hombre sólo se produce una vez, que en cuanto la sociedad se libere de los que ahora mandan se habrá arreglado todo. Pero nosotros sabemos que allí donde hay una relación de cualquier tipo hay explotación del débil por el fuerte. Esta lucha, esta agonía terrible es el destino inexorable del ser humano -al finalizar esta perorata abrazó a Onofre-. Es posible que no volvamos a vernos nunca más -dijo con la voz rota por la emoción-. Adiós y que la suerte te sea favorable.

En una de aquellas redadas cayó el señor Braulio. Había salido vestido de faraona a que le zurrasen los chulapones.

Esa noche para variar la paliza se la dio la policía. Luego le exigieron una fianza para ponerlo en libertad. Lo que sea, dijo él, con tal de que ni mi pobre esposa, que está enferma, ni mi hija, que es muy cría aún, se enteren de esto. Como no tenía dinero envió un mocito a la pensión con el recado de que le pidiera la suma fijada por el señor juez a Mariano, el barbero. Le dices que se lo devolveré todo tan pronto pueda, dijo. En la pensión Mariano alegó que no tenía ese dinero. No dispongo de líquido, dijo, lo cual era una falsedad evidente.

El mensajero volvió corriendo a la comisaría y transmitió textualmente al señor Braulio la negativa del barbero. Aquél, viéndose abocado al escándalo sin remisión, aprovechó un descuido de los policías que lo custodiaban para clavarse la peineta en el corazón. Las varillas del corsé desviaron las púas y sólo se hizo unos rasguños de los que manaba la sangre en abundancia. Echó a perder la falda y las enagüillas y dejó encharcado el suelo de la comisaría. Los guardias le quitaron la peineta y le dieron puntapiés en las ingles y los riñones.

A ver si tienes más juicio, marrana, le gritaron. El señor Braulio volvió a enviar al mensajero a la pensión. Allí hay un muchacho llamado Bouvila, Onofre Bouvila, le dijo el señor Braulio al mensajero desde el banquillo angosto donde permanecía tendido, doliente y ensangrentado; pregunta por él con discreción. No creo que tenga un ochavo, pero sabrá cómo ayudarme. O él o estoy dejado de la mano de Dios, se dijo cuando el mensajero hubo partido a cumplir su encargo. Iba pensando qué cosa podía utilizar para suicidarse otra vez si Onofre tampoco le sacaba de aquel atolladero. Todo por mi mala cabeza, se decía. En la pensión, Onofre Bouvila escuchó lo que le contaba el mensajero y consideró que tenía la suerte de cara. Dile al señor Braulio que antes del amanecer yo mismo iré a la comisaría con el dinero, le dijo al mensajero, que no se impaciente y que no cometa más locuras por hoy. Cuando el mensajero se hubo marchado subió la escalera y tocó a la puerta de la alcoba de Delfina. No veo por qué he de abrirte, respondió desde dentro la fámula cuando se hubo identificado.

Ante esta respuesta desabrida Onofre no pudo reprimir una sonrisa.

– Más vale que me abras, Delfina -dijo con suavidad-. Tu padre está en apuros; la policía lo tiene preso y ha intentado matarse: ya ves tú si la cosa es grave.

La puerta se abrió y Delfina apareció en el vano, bloqueando el paso a la alcoba. Llevaba puesto el mismo camisón astroso que le había visto en dos ocasiones anteriormente: cuando había ido a su habitación a ofrecerle trabajo y cuando él había ido a buscarla para conducirla donde Sisinio la esperaba. De la habitación contigua llegaba la voz quejumbrosa de la señora Agata.

– Delfina, la jofaina -decía esa voz. Al oírla, Delfina hizo un ademán de impaciencia. No me atosigues, le dijo a Onofre, he de llevarle el agua a mamá.

Onofre no se movió de donde estaba. En los ojos de la fámula veía pintado el miedo y eso acabó de envalentonarle.

Que se espere, dijo entre dientes; tú y yo tenemos asuntos más urgentes entre manos. Delfina se mordió el labio inferior antes de hablar: No entiendo qué quieres, dijo al fin. Tu padre está en peligro, ¿no te lo he dicho?, ¿qué te pasa?, ¿no entiendes?, ¿estás tonta? Delfina pestañeó varias veces, como si aquella acumulación imprevista de sucesos decisivos le impidiese hacerse una idea global de la situación. Ah, sí, mi padre, murmuró finalmente, ¿qué puedo hacer por él? Nada, dijo Onofre con petulancia: Yo soy el único que puede ayudarle en estos momentos; su vida depende de mí. Delfina palideció y bajó los ojos. El reloj de la parroquia de San Ezequiel dio varias campanadas. ¿Qué hora es?, preguntó Onofre. Las tres y media, respondió Delfina. Luego, sin transición, añadió: Si de veras puedes ayudarle, ¿por qué no lo haces?, ¿a qué esperas?, ¿qué quieres de mí? De la habitación contigua seguían llegando las súplicas de la enferma: Delfina, ¿qué sucede?, ¿por qué no vienes?, ¿qué voces son ésas, hija, con quién hablas? Delfina hizo amago de salir al pasillo; él aprovechó aquel movimiento para sujetarla por los hombros y atraerla hacia sí violentamente. Obraba en esto con más brutalidad que pasión; mientras ella no se movió él había permanecido también inmóvil, pero ahora parecía como si el conato de fuga de la fámula hubiese señalizado el inicio de un combate. Ahora sentía a través de la tela apelmazada del camisón el cuerpo anguloso de Delfina. Ella no se debatió; el tono de su voz se había vuelto suplicante. Suéltame, por favor, dijo; sería cruel hacer esperar a mi madre. Podría sufrir un ataque si no acudo. Onofre no prestaba atención a sus palabras. Ya sabes lo que tienes que hacer si quieres ver de nuevo a tu padre con vida, dijo empujando a la fámula. Ambos entraron en la alcoba de esta última y él cerró la puerta con el pie; mientras tanto, con las manos trataba torpemente de encontrar los botones del camisón. Onofre, por el amor de Dios, no hagas eso, dijo la fámula. se rió por lo bajo: Es inútil que te resistas, dijo con saña; ahora ya no tienes el gato que te defienda: "Belcebú" ha muerto; se cayó del tejado y se hizo puré contra el pavimento. Yo mismo metí sus restos asquerosos en la alcantarilla. Oh, ¡qué diantre!, exclamó: no podía desabrochar el camisón; nunca hasta entonces había tenido ocasión de bregar con prendas femeninas y ahora además la excitación se sumaba a su impericia. Advirtiendo la situación embarazosa en que él se encontraba, Delfina se dejó caer de espaldas sobre la cama y se arremangó el camisón hasta las caderas. Anda, ven, dijo.

Cuando él se incorporó el reloj de la parroquia de San Ezequiel daba las cuatro. Falta muy poco para que salga el sol, dijo; Prometí al señor Braulio que estaría en la comisaría con el dinero antes del amanecer y cumpliré con mi palabra. Los negocios son los negocios, añadió mirando a Delfina. La fámula lo miraba con ojos enigmáticos. No sé por qué has tramado todo esto, susurró como si hablara para sí, yo no valgo tanto esfuerzo. La luz difusa del alba robaba el color del cuerpo de la fámula; sobre las sábanas revueltas, su piel era mortecina, casi grisácea. Qué flaca está, pensó Onofre. Mentalmente comparaba el cuerpo de Delfina con el de las mujeres de los obreros de la Exposición, a las que había visto en la playa aliviarse de los rigores del verano jugueteando con las olas, casi desnudas. Qué extraño, pensó, qué distinta la veo ahora. Y levantando la voz, le dijo:

Tápate. Ella se cubrió con el borde de la sábana. El cabello estropajoso y alborotado ahora formaba un nimbo alrededor de la cara de Delfina. ¿Ya te tienes que ir?, le preguntó. Él no dijo nada, pero acabó de vestirse a la carrera. La señora Agata había dejado de llamar y reinaba un silencio profundo en la alcoba. Onofre se dirigió a la puerta. Allí lo retuvo la voz de Delfina.

– Espera -oyó que le decía ella-, no te vayas aún. No me dejes así. ¿Qué va a pasar ahora? -esperó unos instantes la respuesta de Onofre, pero éste no había entendido siquiera la pregunta. Ella se tapó la cara con la mano izquierda-. ¿Qué diré a Sisinio? -preguntó al cabo de un rato. Al oír este nombre Onofre lanzó una carcajada: Por ése no tienes que preocuparte, dijo; tiene mujer e hijos; te ha estado engañando todo el tiempo; si esperas algo de ese sinvergüenza patinas.

Delfina se quedó mirando a Onofre. Un día te diré algo, murmuró en tono tranquilo; un día te haré una revelación. Y ahora, vete.

Onofre bajó al primer piso, esperó oculto a que mosén Bizancio fuera al cuarto de baño y sacó la suma necesaria del colchón del cura. Con este dinero sacó al señor Braulio de la comisaría y lo llevó a la pensión en un coche de punto, porque estaba muy débil de resultas de haber perdido mucha sangre.

Delfina los recibió con fuertes retortijones y cólicos. Había estado vomitando y tenía flujos intensos: temía haber quedado preñada de Onofre Bouvila y se había aplicado un lavamiento casero de efectos revulsivos, localmente y por vía oral.

Parecía estar en las postrimerías.

– ¡Hija! -exclamó el señor Braulio-, ¿qué te ha pasado?

– Y usted, padre, así vestido… ¡Y cubierto de sangre!

– De sangre y de oprobio, Delfina, hija mía querida, ya lo ves. Pero tú, ¿qué has hecho? -dijo el fondista.

– Lo mismo, padre. Igual que usted -respondió Delfina.

– Sobre todo, que tu pobre madre no se entere -dijo él.

Cuando entraron a verla, la señora Agata había empeorado.

Mosén Bizancio, alarmado por los lamentos y sollozos provinientes del tercer piso, subió en camisa de dormir, a ver si eran precisos sus servicios. El señor Braulio se ocultó en un armario para que el sacerdote no lo viera vestido de mujerona y Onofre lo envió en busca de aquel amigo médico que ya había atendido a Micaela Castro. Cuando se vio libre del sacerdote, Delfina lo llevó aparte.

– Vete de la pensión y no vuelvas -le dijo-. No te me entretengas ni a recoger tus cosas. Ya estás advertido, no te digo nada más; tú verás lo que más te conviene.

Sin detenerse a pensar en lo que significaba aquella amenaza, Onofre comprendió que Delfina no la profería en vano y huyó de la pensión. El cielo estaba rojizo y piaban los pájaros. Los obreros se encaminaban a sus trabajos. Llevaban en brazos a sus hijos pequeños para que pudieran dormir un poco más, hasta llegar a la puerta de las fábricas. Allí los despertaban y se separaban: los adultos iban a los lugares peligrosos y a las faenas más duras. Los niños, a las faenas más sencillas.


Cuando llegó al parque de la Ciudadela vio levantarse sobre las copas de los árboles y los mástiles el globo cautivo. Los ingenieros se cercioraban de su buen funcionamiento y de la firmeza de las amarras. No era cosa de que en plena Exposición el globo rompiera las amarras y se fuera a merced del viento con la canastilla llena de turistas aterrorizados. La atención al "tourista", como se decía entonces, era el centro de todos los cuidados de aquellos días. Los diarios no hablaban más que de esto. "Cada uno de los visitantes, al volver a su país", decían, "queda convertido en un apóstol y propagador de cuanto ha visto, oído y aprendido". El globo cautivo funcionaba a las mil maravillas; sólo cuando soplaba ese viento malo que llaman "vent de garbí" hacía un mal gesto y se ponía cabeza abajo.

Por dos veces esa mañana, el ingeniero que lo tripulaba había quedado colgado de un pie, sujeto por una maroma, visiblemente inquieto. Éso eran sólo minucias, percances de última hora, con los que siempre hay que contar. Al recinto se entraba por el Arco de Triunfo. Este arco, que aún hoy se puede admirar, era de ladrillo visto y estilo mudéjar. En la arcada figuraban los escudos de las provincias españolas; el de Barcelona estaba en la clave del arco. También había dos frisos, uno por cada lado; en los frisos unos relieves representan estas dos escenas: la adhesión de España a la Exposición Universal de Barcelona (en recuerdo de las disidencias habidas) y Barcelona en actitud de agradecer a las naciones extranjeras su asistencia. En ambos frisos la simbología era poco rigurosa.

El Arco de Triunfo daba paso al Salón de San Juan, una avenida amplísima, arbolada, pavimentada con mosaicos y adornada por grandes farolas y también por ocho estatuas de bronce que recibían al visitante. Pase usted, parecían decir. En el Salón de San Juan se levantaba el Palacio de Justicia, que aún existe, el Palacio de Bellas Artes, el de Agricultura y el de Ciencias, que ya no. Dos pilares daban entrada al parque propiamente dicho. Encima de cada pilar había un grupo escultórico de piedra. Uno representaba el Comercio; el otro, la Industria, como si quisieran transmitir este mensaje: no esperen de nosotros más que resultados. Esta ideología había molestado al Gobierno central, más inclinado hacia actitudes de corte espiritual, y quizá le habían disuadido, junto a la escasez de fondos, de aportar más ayuda material al esfuerzo.

Aún están visibles ambos pilares.

Recordando retazos de los sucedido horas antes, pensaba:

¿Cómo es posible que Efrén, que es tan rucio, consiga a las mujeres sin ningún esfuerzo y yo, que soy mucho más listo, tenga que tomarme tantísimas molestias? Nunca encontró respuesta satisfactoria a esta pregunta. Ni esa mañana, por más que fue a los puntos convenidos, encontró a Efrén Castells. Andando llegó hasta la playa. Una brigada de obreros rastrillaba la arena para borrar las últimas huellas del campamento que allí había existido durante más de dos años. Un sector de la playa había sido urbanizado y en él se alzaban varios pabellones: el de la Construcción Naval y el de la Compañía Transatlántica, ambos relacionados con el mar, y el destinado a la exhibición de caballos sementales, cuyos relinchos se dejaban oír cuando remitía el fragor del oleaje.

Un embarcadero con restaurante de lujo terminaba en el mar. El sol centelleaba en el agua, cegaba a Onofre Bouvila. No sabía dónde habrían ido las mujeres y los niños que hasta hacía poco vivían en la playa. Soplaba una brisa primaveral, densa y cálida.

Esa noche regresó a la pensión. El zaguán estaba desierto.

El comedor también. Vio asomar la cabeza de Mariano, el barbero. ¿Qué haces aquí?, le preguntó el barbero; menudo susto me has dado. ¿Qué ha pasado, Mariano?, preguntó a su vez Onofre, ¿dónde está todo el mundo? El barbero apenas podía hilvanar las frases. Estaba tan asustado que presentaba la tez blanca, como si se hubiera enharinado.

– La Guardia Civil vino y se llevó al señor Braulio, a la señora Agata y a Delfina dijo-. A los tres tuvieron que sacarlos en camilla. A la señora Agata porque estaba muy mal, yo creo que dando las boqueadas. Al señor Braulio y a la hija porque iban perdiendo sangre sin parar. Como está oscuro no te habrás fijado, pero está el zaguán encharcado de sangre. Ya debe de estarse coagulando. Es sangre de los dos, del padre y de la hija, mezclada. No sé si se los llevarían a la cárcel, al hospital o a enterrar directamente. Sólo de recordar la escena me dan arcadas, chico. Y eso que en el desempeño de mi profesión he visto lo mío. ¿Y qué? ¿Que por qué se los llevaron? Y yo qué sé. A mí, como comprenderás, no han venido a darme explicaciones. He oído rumores, eso sí. según cuentan, la chica, el adefesio ése, era de una banda de malhechores, de esos que llaman anarquistas. Yo no digo que sea verdad; es lo que he oído decir. Claro que las mujeres, ya se sabe. Parece ser que ella tenía relaciones o tratos, de qué tipo yo no sé, con uno que también era de la banda. Pintor de brocha gorda y de la banda. Por una denuncia cayó el pintor y detrás la chica y todos los demás.

– Y por mí, Mariano, ¿no han preguntado? -dijo Onofre.

– Sí, ahora que lo mencionas, creo que anduvieron preguntando por ti -dijo el barbero con un leve tonillo de satisfacción-. Registraron todas las habitaciones y la tuya con más detenimiento que las otras. Nos preguntaron que a qué hora solías venir. Yo les dije que a la caída de la tarde. No les dije que entre la fregona y tú había tomate, porque eso, la verdad, no lo sé. He visto cosas, he notado cosas, pero oficialmente, por así decir, nada de nada. Mosén Bizancio les dijo que ya no venías por aquí; que hacía días que te habías ido de la pensión. Como lleva sotana se creyeron las mentiras de él y no las verdades mías. Por eso no han dejado ningún guardia de retén.

Puso pies en polvorosa. Estuvo pensando mientras huía: sin duda Delfina había sido la denunciante, por despecho, para vengarse de Sisinio y de él, había denunciado a toda la organización. Ella le había dicho que se fuera de la pensión sin pérdida de tiempo. Vete sin recoger tus cosas y no vuelvas, le había dicho. Había querido salvarle de caer en manos de la Guardia Civil. En cambio Sisinio estaba ahora en la cárcel, el propio Pablo también y hasta ella misma. A mí en cambio Delfina me ha querido salvar, aunque yo soy en realidad el causante de este desbarajuste. Qué follón, pensó. De todas maneras, hay que desaparecer de Barcelona, pensó luego. Con el tiempo las aguas volverían a su cauce, se dijo; los anarquistas saldrían de la cárcel si no habían sido ejecutados antes; también él se reintegraría a sus negocios; quizás podría reconstruir la banda de niños-ladrones, incluso convencer a los anarquistas de que era mejor dedicarse a actividades lucrativas, de que la revolución que ellos soñaban era inviable. Pero, de momento, había que huir. Antes, sin embargo, tenía que recuperar el dinero que seguía en la pensión, metido en el colchón de mosén Bizancio. Aventurarse de nuevo por la zona era arriesgado. Con toda certeza Mariano, el barbero vil, habría informado a la policía de su presencia en la pensión apenas él le volvió la espalda. Pero renunciar al dinero, no, pensó, eso tampoco. Por suerte sabía cómo actuar: en la Exposición se procuró una escalera de mano, que llevó a cuestas hasta las proximidades de la pensión. Tuvo que cruzar media Barcelona con la escalera de mano a cuestas, pero no llamaba la atención de nadie así. Luego, muy entrada la noche, apoyó la escalera de mano contra la fachada ciega del edificio, como le había dicho Sisinio. Así subió al tejado:

allí se habían dado cita durante dos años Delfina y Sisinio.

Él sabía dónde estaba la trampilla que daba acceso a la pensión: por ella había salido al tejado para untarlo de aceite. El tercer piso estaba vacío y sus antiguos ocupantes, en la cárcel. Si había guardias al acecho éstos estarían en el vestíbulo esperando verlo entrar por la puerta, de ningún modo por el tejado. La oscuridad reinante favorecía sus planes:

sólo él conocía todos los recovecos de la casa al dedillo, él podía recorrerla sin tropezar. Bajó al segundo piso y empujó la puerta de la habitación de mosén Bizancio, oyó la respiración del cura anciano que dormía, se escondió debajo de la cama y esperó. Cuando el reloj de la parroquia de la Presentación dio las tres, el cura se levantó y salió del cuarto. No tardaría más de dos minutos en regresar, pero tampoco menos: con este margen de tiempo tenía que actuar.

Metió la mano en el colchón y descubrió que el dinero había volado. Perdió el tiempo tanteando una y otra vez, hurgando en la paja del colchón, que se desmenuzaba entre sus dedos. Pero sabía que no había error: el dinero ya no estaba allí. Oyó a mosén Bizancio, que volvía del cuarto de baño. Pensó en saltarle al cuello, acogotarle hasta averiguar qué había sido del dinero, pero desistió de hacerlo. Si la policía estaba allí y oía algún ruido sospechoso acudiría sin tardanza pistola en mano. Había que esperar, buscar una ocasión mejor que la presente, se dijo. Tuvo que pasar una hora bajo la cama, asfixiándose hasta que el cura volvió a ir al cuarto de baño. Entonces salió de debajo de la cama entumecido, ganó el corredor y luego sigilosamente la escalera, el tejado y la calle. De madrugada vio pasar a mosén Bizancio camino de sus devociones. Cuando se hubo cerciorado de que nadie le seguía salió a su encuentro.

– ¡Onofre, qué alegría verte, chico! -exclamó el cura-.

Pensaba que ya no te vería nunca más -se le humedecieron los ojos de emoción genuina al decir esto-. Ya ves tú qué cosas terribles han pasado. Precisamente me dirigía yo ahora a la iglesia a ofrecer una misa por la pobre señora Agata, que es la que más la necesita. Luego ofreceré otras por el señor Braulio y por Delfina; cada cosa a su debido tiempo.

– Me parece muy bien, padre, pero dígame dónde está mi dinero -le dijo Onofre.

– ¿Qué dinero, hijo? -preguntó mosén Bizancio. Nada parecía indicar que la ignorancia del anciano no fuera sincera. Tal vez la propia Delfina ocultó el dinero antes de acudir a la policía con su delación, pensó Onofre; o la policía dio con él en el curso del registro. Era posible incluso que mosén Bizancio hubiese encontrado el dinero casualmente y lo hubiese destinado a obras de caridad sin saber muy bien lo que hacía.

Después de todo, ¿cómo podía sospechar nadie que ese dinero era mío?, se dijo. Ah, en mala hora no lo fui gastando a medida que lo ganaba, como hacía Efrén Castells.

Camino de la Exposición, adonde se dirigía por ver de salvar al menos parte de lo robado por los niños, tuvo que hacerse a un lado para dejar paso a un cortejo vistoso: los toros de lidia eran conducidos de la estación a la plaza para ser muertos allí durante las fiestas, por diestros famosos del momento: Frascuelo, Guerrita, Lagartijo, Mazantini, Espartero y Cara-ancha. Los bichos cabeceaban, lanzaban cornadas a los mirones y se detenían a examinar con ojos miopes la base de algunas farolas. Al paso de los cabestros algún gracioso desanudaba el pañuelo y parodiaba unos lances. Los gañanes daban en la cabeza a los cabestros con las garrochas y si podían al gracioso también. Llegado al parque de la Ciudadela fue al pabellón donde guardaban los relojes y lo encontró vacío. Es el fin, pensó. Al salir del pabellón, dos hombres se colocaron junto a él, uno a cada lado. Cada uno de ellos le sujetó un brazo. Onofre advirtió que uno de estos hombres era extraordinariamente guapo. También comprendió que toda resistencia era inútil y se dejó conducir con mansedumbre.

Antes de abandonar el recinto echó la vista atrás: los pabellones habían sido revestidos de la noche a la mañana y ahora centelleaban al sol; a través de las ramas de los árboles, movidas por la brisa, se veían quioscos y estatuas, toldos y parasoles y las diminutas cúpulas arábigas de los tenderetes y casetas. En la plaza de Armas, frente al antiguo Arsenal, unos ingenieros venidos ex profeso de Inglaterra probaban la Fuente Mágica. Hasta sus secuestradores se quedaron por un instante boquiabiertos. Las columnas y arcos de agua cambiaban de forma y de color sin aparente manipulación ni adición de tintes: todo era obra de la electricidad. Así tendría que ser siempre la vida, pensó Onofre dejándose llevar posiblemente a la muerte. ¿Y Efrén?, se preguntaba, tantas pesetas como me lleva costado y ahora que lo necesito, ¿dónde anda? No podía sospechar que Efrén lo seguía fielmente a distancia, agazapado.

– Sube a este coche -le dijeron al llegar ante una berlina.

Las ventanas tenían echado el visillo y no se veía quién, si alguien, ocupaba el carruaje. Al pescante había un cochero sin uniformar, algo viejo, que fumaba en pipa.

– Yo aquí no subo -dijo Onofre.

Uno de los secuestradores había abierto la portezuela del coche, el otro lo zarandeó. Arriba sin chistar, le dijo.

Onofre obedeció. Sentado había un hombre solo. Parecía cincuentón, pero podía ser más joven; abultado de tripa y papada, pero cenceño de hombros y pómulos, tenía la frente chata y alta, acabada en ángulo recto. Allí una pelambrera aún no cana, salvo en las sienes, crecía recortada a modo de césped. No usaba patillas; de punta a punta de oreja iba cuidadosamente rasurado, aunque ostentaba un bigote espeso y arremangado, un poco a la manera de los mariscales de Francia, y era don Humbert Figa i Morera, para quien tantos años había de trabajar.


El séquito de un monarca era en aquel entonces numeroso por unas razones de orden práctico y otras simbólicas, de más peso, como ésta: que siendo el Rey el trasunto de Dios en la tierra, estaba mal que realizara por sí mismo cualquier función, incluso la de llevarse la cuchara a la boca; y esta otra: que los reyes de España desde tiempo inmemorial no despedían nunca a quienes les habían servido siquiera momentáneamente, que todo servicio prestado a la casa real llevaba aparejado un cargo vitalicio y que se había dado el caso de monarcas que ya en edad madura habían ido a la guerra llevando consigo a su anciana nodriza, ama seca y niñera (pues el Rey no podía descender a decir: ya de esto no necesito, lo que podría implicar por una parte necesidad de ahorro y por la otra el reconocimiento de haber necesitado algo en alguna ocasión) como si se tratara de senescal, mayordomo o sumiller, lo que en conjunto creaba a su alrededor un laberinto, un gentío que con frecuencia impedía comunicarse con él los generales en tiempo de guerra y los ministros en tiempo de paz. Por eso, los reyes casi nunca abandonaban la corte. S.M.

don Alfonso XIII (q. D. g.) contaba dos años y medio en 1888, cuando llegó a Barcelona en compañía de su madre, doña María Cristina, la reina regente, y de sus hermanas y séquito. La ciudad quedó paralizada. A los reyes se les había habilitado la antigua residencia del gobernador de la Ciudadela (con lo cual, por añadidura, estaban ya dentro del recinto de la Exposición y se soslayaba el engorroso trámite de la entrada, que valía una peseta, o del abono, que valía veinticinco) y el edificio llamado del Arsenal, pero a los camarlengos y veedores, cazadores y palafreneros, monteros y sobrestantes, ballesteros de maza, despenseros, cereros, tapiceros, limosneros, camaristas, azafatas, damas y dueñas hubo que hospedarlos donde buenamente se pudo. La llegada de soberanos, nobles y dignidades de otros países complicó las cosas. Hubo anécdotas para todos los gustos, como ésta: la de que un burgrave sajón tuvo que compartir por una noche la cama con un artista recién llegado de París, según reza el cartel del Circo Ecuestre, que acto seguido anuncia su espectáculo de gatos amaestrados; o la del estafador que haciéndose pasar por Gran Mogol consiguió cenar de gracia, por su bella cara, en varias fondas y cafés. La gente, los barceloneses se esmeraban por allanar todas las dificultades al visitante, aun a costa de arrostrar las mayores fatigas y perjuicios, por lo cual recibían muy mal pago, como suele suceder en estos casos. Los visitantes, por lo general, mostraban altivez, arrugaban la nariz por cualquier nimiedad y andaban diciendo: qué asco, qué lugar, qué gente más necia, etcétera. Creían que el desdén era de buen tono.

La Exposición Universal se inauguró, como estaba previsto, el día 8 de abril. La ceremonia inaugural fue de este modo: a las cuatro treinta de la tarde hicieron su entrada en el salón de fiestas del Palacio de Bellas Artes S.M. el Rey y su cortejo. El Rey ocupó el trono. Apoyaba los pies, que no llegaban al suelo, en una pila de almohadones. A su lado estaban la princesa de Asturias, doña María de las Mercedes, y la infanta doña María Teresa. Junto a la Reina Regente, que vestía de negro, estaba la duquesa de Edimburgo. Luego venían, por este orden, el duque de génova, el duque de Edimburgo, el príncipe Rupprecht de Baviera y el príncipe Jorge de Gales.

Detrás estaban el presidente del Consejo de Ministros, don Práxedes Mateo Sagasta, y los señores ministros de la Guerra, Fomento y Marina, los gentileshombres de SS.MM., los Grandes de España que habían acudido al acto (flanqueados de alabarderos, de acuerdo con su privilegio, o descalzos si optaban por ejercer alternativamente esta regalía), autoridades locales (de chaqué), cuerpo diplomático y consular, enviados extraordinarios, generales, almirantes, jefes de las escuadras, la Junta Directiva de la Exposición y un sinnúmero de personalidades. Distribuidos por el local, allí donde la masa humana los había arrastrado, había lacayos de calzón corto, a la Federica, encargados de portar los emblemas de los visitantes de alcurnia: la llave o la cadena de latón, la cinta, la fusta, el asta de ciervo, la garra, la ballesta o la campana. A este acto asistieron cinco mil personas. Pronunciados los discursos, los ayos se llevaron a los niños reales. Los adultos visitaron algunos pabellones, empezando por el de Austria, país de origen de S.M. la Reina.

En el pabellón de Francia fue tocada una pieza de Chopin y en el palacio del Gobernador se sirvió un refrigerio entonces llamado "lunch". Cuando la Reina ya se había terminado el "lunch" el último de los asistentes aún estaba entrando en el pabellón de Austria. Una muchedumbre fue testigo de todo aquello. Por la noche hubo función de gala en el Liceo, a la que asistió la Reina que llevaba, además de la ropa, corona condal. Se representó "Lohengrin"; al empezar el segundo acto aún había quien estaba dando cuenta del "lunch". En términos generales, la inauguración fue un acto solemne y bien llevado.

Las obras de la Exposición no desmerecieron la categoría de quienes las visitaron aquel día. Algunos edificios no estaban acabados; otros, acabados mucho antes, acusaban ya un avanzado deterioro. La prensa habló de "enormes grietas" y de "gran confusión". Pero lo importante era que a la gente le gustara.

Vistas hoy, las instalaciones de los expositores con su diseño severo, sus coronas de flores talladas en madera, sus crespones y baldaquinos tienen un cierto aire de túmulos funerarios, pero se ajustan a lo que debía de ser el gusto de la época, su concepto de la elegancia. Hay que enjuiciar las cosas en su exacta perspectiva. Al puerto habían llegado sesenta y ocho buques de guerra de varios países con una dotación de diecinueve mil hombres y quinientos treinta y ocho cañones. Esto, que ahora podría parecer amenazador, fue interpretado por los barceloneses como una muestra inequívoca de cortesía y amistad. Aún no se había producido la Gran Guerra y las armas conservaban algo de decorativo. En un poema compuesto para la ocasión, Federico Rahola sintetiza esta noción como vemos:


Cañoneo pertinaz Hace retemblar la tierra:

Son los monstruos de la guerra Que rinden culto a la paz. Idéntico pensamiento expresa Melchor de Palau en su "Himno a la Apertura de la Exposición ", uno de cuyos versos dice así:


Y truena, mas no hiere, el hórrido cañón.


La Exposición Universal estuvo abierta hasta el día 9 de diciembre de 1888. La clausura fue más sencilla que la inauguración: Te Deum en la catedral y un acto breve en el Palacio de la Industria. Había durado doscientos cuarenta y cinco días y había sido visitada por más de dos millones de personas. El costo de la construcción había ascendido a cinco millones, seiscientas veinticuatro mil seiscientas cincuenta y siete pesetas con cincuenta y seis céntimos. Algunas instalaciones pudieron ser aprovechadas para otros usos. El remanente de deuda fue enorme y gravó al Ayuntamiento de Barcelona durante muchos años. También quedó el recuerdo de las jornadas de esplendor y la noción de que Barcelona, si quería, podía volver a ser una ciudad cosmopolita.

Загрузка...