Capítulo V

1

El siglo XIX, que había nacido de la mano de Napoleón Bonaparte el 18 Brumario de 1799, acababa ahora en el lecho de muerte de la reina Victoria. Fuera de la alcoba regia, en las calles de Europa habían retumbado en su día los cascos de los caballos de la Guardia Imperial; los cañones, en Austerlitz, en Borodino, en Waterloo y en otros campos de batalla también muy célebres. Ahora sólo se oía el vaivén de los telares, el ronroneo y las detonaciones del motor de explosión. Había sido un siglo comparativamente parco en guerras; por el contrario, muy rico en novedades: un siglo de prodigios. Ahora la Humanidad cruzaba el umbral del siglo XX con un estremecimiento. Los cambios más profundos estaban aún por venir, pero ahora la gente ya estaba cansada de tanta mudanza, de tanto no saber lo que traería el día de mañana; ahora veía las transformaciones con recelo y a veces con temor. No faltaban visionarios que imaginaban cómo sería el futuro, lo que éste tenía reservado a quienes lo alcanzasen a ver. La energía eléctrica, la radiofonía, el automovilismo, la aviación, los adelantos médicos y farmacológicos iban a cambiarlo todo radicalmente: las comunicaciones, los transportes y muchas otras circunstancias de la vida; la Naturaleza sería confinada a ciertas zonas, el día y la noche, el frío y el calor serían domesticados; el cerebro humano controlaría el azar a su antojo; no había barrera que la inventiva no pudiese franquear: el hombre podría variar de tamaño y de sexo a voluntad, desplazarse por los aires a velocidades inauditas, volverse invisible según su conveniencia, aprender un idioma extranjero en dos horas, vivir trescientos años o más; seres inteligentísimos procedentes de la Luna, los planetas y otros cuerpos celestes más remotos vendrían a visitarnos, a confrontar sus aparatos con los nuestros y a mostrarnos por primera vez sus formas pintorescas. En sus sueños imaginaban el mundo como una Arcadia poblada de artistas y filósofos, en la que nadie tendría que trabajar. Otros vaticinaban desdichas y tiranías y nada más. La Iglesia católica no cesaba de recordar a quien quisiera oírla que el progreso no siempre seguía los derroteros marcados por la voluntad de Dios expresamente manifestada en sus apariciones e infundida al Sumo Pontífice, cuya infalibilidad había sido proclamada el 19 de julio de 1870. En su aversión al progreso la Iglesia no estaba sola: la mayoría de los reyes y príncipes del mundo compartían este resquemor; veían en los cambios la grieta por la que había de colarse la subversión de todos los principios, el heraldo que anunciaba el fin de su era. Sólo el "kaiser" discrepaba:

miraba con arrobo los cañones de 50 toneladas y aun mayores que salían sin pausa de la fábrica Krupp y pensaba: Dios bendiga el progreso si a mí me sirve para bombardear París. En estas consideraciones y otras parecidas iban pasando los años.

Una tarde del mes de agosto de 1913 Onofre Bouvila pensaba en el puerto de Barcelona precisamente en la fugacidad del tiempo. Había ido allí a supervisar las operaciones de descarga de ciertas cajas cuyo contenido no correspondía al conocimiento de embarque. Las autoridades aduaneras habían sido advertidas y su autorización, debidamente comprada a peso de oro, pero no quería dejar nada al albur. Mientras miraba distraído el atraque del buque recordaba el día en que había ido a ese mismo muelle a buscar trabajo. En esas fechas casi todos los barcos eran de vela y él, aún un niño; ahora veía balancearse suavemente contra la luz crepuscular de aquella tarde de finales de verano las chimeneas y los mástiles y él estaba a punto de cumplir la cuarentena. Adusto y solo miraba ahora los barcos atracados allí. Un escribiente vestido de luto riguroso vino a decirle que las cajas estaban a punto de ser sacadas de la sentina. Los embalajes, ¿han sufrido daños?, preguntó distraídamente. De las informaciones recibidas por distintos conductos había inferido que pronto habría guerra; si esto sucedía, si sus previsiones se cumplían, quien estuviera en condiciones de proveer de armas al mercado ganaría una fortuna inmensa en poco tiempo. Ahora hacía entrar de contrabando en España prototipos de fusiles, obuses, bombas de mano, lanzallamas, etcétera. Sus agentes merodeaban ya por las cancillerías de Europa. Esta idea no le era exclusiva:

tendría que forjar nuevas alianzas, granjearse enemistades, eludir añagazas y destruir a los competidores; también tendría que contar con espías de las futuras naciones beligerantes, que ya empezaban a infiltrarse en Barcelona, como en las demás ciudades del globo. ¿Para qué hago todo esto?, pensó. Su primer hijo había resultado tonto. Nacido al filo del siglo, bajo los mejores auspicios, pronto se vio que nunca sería normal. Ahora vegetaba en el Pirineo leridano, a cargo de una institución religiosa a la que financiaba con liberalidad, pero en cuyas tierras extensas no había querido poner los pies. Un segundo hijo había nacido muerto. A éste habían seguido dos niñas. El amor por su esposa, que antes había resistido tantas pruebas, que le había llevado a cometer tantos extremos, no había superado estos fracasos repetidos.

Ahora ella había engordado; del abandono en que vivía se consolaba comiendo pasteles y chocolate a todas horas; nunca faltaba quien le regalase a ella las golosinas más tentadoras creyendo que obtendría por este medio el favor de él. En estos obsequios y en la adulación constante de que era objeto se veía su riqueza y su poder; por lo demás seguía siendo un marginado. Los prohombres de la ciudad lo admiraban, no tanto por la forma en que había sabido ganar el dinero, como por la forma en que sabía gastarlo. Para ellos el dinero constituía un fin en sí; en sus manos nunca fue un medio para hacerse con el poder; nunca se les ocurrió usarlo para tomar en sus manos las riendas del país, para moldear la política gubernamental conforme a sus postulados. Si a veces habían accedido a entrar en el mundillo de la política central lo habían hecho con renuencia, quizás atendiendo ruegos de la corona; en estas ocasiones habían actuado como buenos administradores, con eficacia, sin designios, en contra de los intereses de Cataluña que antes defendían, incluso en contra de sus propios intereses. Quizá porque ellos siempre se habían considerado en el fondo un mundo aparte, desgajado del resto de España, del que no obstante no quisieron o no supieron o no les dejaron prescindir. Quizá porque todo sucedió con demasiada rapidez:

les faltó tiempo para sedimentarse como clase, para madurar como entidad económica. Ahora estaban a punto de agotarse antes de haber echado raíces en la Historia, sin haber modificado el curso de la Historia. Él, en cambio, gastaba a manos llenas, con arbitrariedad; esta arbitrariedad y otras contradicciones sembraban el desconcierto y la incertidumbre.

Ahora escuchaba el entrechocar de las jarcias, el crujido del maderamen, el chapoteo del agua contra la obra muerta de los barcos. Muchos de aquellos barcos traían y llevaban sus mercancías de las Filipinas y de otros puntos; algunos también eran suyos. Todo esto no le había redimido de sus orígenes oscuros a los ojos de la sociedad. Acudían a él porque le necesitaban, pero luego fingían no recordarlo, su nombre siempre aparecía omitido de las listas.

Un año antes había sucedido esto: un grupo de prohombres presidido por su antiguo conocido el marqués de Ut había ido a visitarle, se había hecho anunciar con mucha prosopopeya; no sin ambages le habían expuesto el motivo de esta ceremonia inútil: la mayoría de los presentes había tenido anteriormente tratos con él, a menudo ilícitos; habían comido en su mano; ahora simulaban una vez más haberlo olvidado, hacían la pantomima protocolaria.

– ¿A qué debo el honor? -les preguntó. Se cedían mutuamente el asiento, se prodigaban cumplidos inacabables. Hable usted; no, no, de ningún modo, hable usted, que lo hace mejor, se decían. Él esperaba con paciencia estudiando sus caras:

algunos de ellos habían integrado aquella Junta Directiva de la Exposición Universal; ya eran potentados cuando él se colaba al rayar el alba en el recinto de la antigua ciudadela para distribuir propaganda anarquista y vender un crecepelo de su invención. Los más, sin embargo, habían muerto ya: Rius y Taulet a poco de clausurarse la Exposición, en 1889; en 1905, Manuel Girona i Agrafel, que había sido comisario regio del certamen, había costeado de su bolsillo la nueva fachada de la catedral, el fundador del Banco de Barcelona cuya quiebra ahora había arruinado a tantas familias, había desmembrado la clase media catalana; Manuel Durán i Bas, en 1907, etcétera.

Los que quedaban con vida eran ya ancianos; ninguno de ellos sospechaba que aquel hombre que ahora los observaba con ironía y desdén los había visto pasar de niño escondido detrás de unos sacos de cemento como si presenciara el paso de un cortejo inasequible.

– Hemos venido -le dijeron- porque tenemos pruebas sobradas de su amor a Barcelona, esta ciudad que usted honra con su presencia y sus actividades; también porque nos consta su proverbial generosidad.

– Díganme de cuánto se trata -preguntó con sorna.

– El caso es éste -le dijeron sin inmutarse; eran todos viejos cocodrilos-: Hemos recibido comunicación del Ministerio de Asuntos Exteriores en el sentido de que una persona de sangre real, un miembro de una casa reinante visitará en breve la Ciudad Condal. Es una visita de carácter privado, por lo que desde el punto de vista oficial no hay presupuesto, usted ya nos entiende. Por otra parte, no podemos permitir, y así nos lo ha indicado el propio Ministerio, recogiendo en ello el sentir de Su Majestad el Rey, que Dios guarde, no podemos permitir, repetimos, que esta ilustre visita quede sin agasajo. En dos palabras: la manutención y pasatiempos de la ilustre visita y sus acompañantes, o eso al menos nos ha sido dado a entender, tendríamos que sufragarlo de nuestros bolsillos.

Preguntó ante todo de quién se trataba. Tras muchas vacilaciones, en el máximo secreto le dijeron que de la princesa Alix de Hesse, nieta de la reina Victoria, ahora más conocida como Alejandra Fiodorovna, esposa de Su Alteza Imperial el zar Nicolás II. Este dato le dejó frío: no sentía el menor interés por los Romanof, a quienes consideraba unos zánganos; en cambio seguía con curiosidad las andanzas de los conspiradores maximalistas, de Lenin, de Trotski y de otros, sobre cuyos pasos le mantenían informado sus confidentes en Londres y en París, donde se encontraban ahora, y cuyos proyectos descabellados había pensado a veces financiar de cara a futuros negocios. Ahora la entrevista le parecía absurda. ¿Qué interés reviste para mí atender lo que me piden estos individuos?, se dijo. ¿De qué me sirve a mí congraciarme con ellos? Sabía que no eran tontos: por el contrario, muchos de ellos se contaban entre los financieros más sagaces. Pero todos salvo él ignoraban lo que no tenían delante de las narices, lo que ocurría más allá de las puertas de sus despachos; no sabían de aquel mundo de miserables, locos y ciegos que vivía y se reproducía en la oscuridad de los callejones. Él conocía bien aquel mundo: en los últimos tiempos había percibido el latido de la revolución en ciernes.

– Déjenlo en mis manos -dijo-. Yo me ocuparé de todo.

Al bajar las escaleras todavía pronunciaban discursos de agradecimiento. Una larga hilera de carruajes les aguardaba para conducirlos a sus palacetes del paseo de Gracia. Una lluvia fina hacía relucir las capotas de los coches y los guardamontes de las bestias. En torno a las farolas de gas y a las linternas de vela de los coches se formaba un halo amarillento. Desde el portal respondió a los saludos agitando la mano. Toda mi fortuna y todo mi prestigio los heredarán mis hijas, iba pensando, y los chulos que las encamen. Bien empleado me está por haberme casado con una idiota. Ahora la zarina y su séquito desembarcaban de incógnito en la Puerta de la Paz. La lluvia que había empezado a caer la tarde de la entrevista había cesado escasas horas antes. En los charcos del suelo se reflejaban las copas de los plátanos frondosos, cuyas ramas agitaba la brisa húmeda y desagradable. Mal día para recibir a su alteza imperial, masculló el marqués de Ut.

Ambos fumaban en el coche de éste, un Broughman de caoba tirado por cuatro caballos ingleses. Detrás esperaba un ejército de simones y góndolas alquilados para conducir al séquito a los aposentos que habían sido reservados en el Ritz.

No respondió al comentario del marqués: dos días atrás había recibido una carta firmada por Joan Bouvila. Pensó que sería de su padre, pero al leerla descubrió que quien le escribía era su hermano, cuya existencia había echado al olvido. En esa carta le decía que su padre se hallaba postrado en el lecho de muerte. "Apresúrate si quieres verlo con vida", le decía. No había visto a su padre desde la breve visita que había hecho a la casa en el otoño de 1907 con motivo del entierro de la madre. En el velatorio había advertido que faltaba el pequeño Joan. Su padre le dijo que estaba haciendo el servicio militar en Africa, donde siempre había conflictos con los moros. Al volver del cementerio los vecinos los habían dejado solos por primera vez. No sé qué será de mí ahora, había dicho el americano. Él no dijo nada. El americano recorría la pieza desordenada por el visiteo con ojos escrutadores, como si esperase verla reaparecer detrás de algún mueble. Yo no sospechaba siquiera que estuviese enferma, dijo al cabo de un rato; andaba un poco encorvada y comía sin apetito últimamente, pero otros síntomas yo no supe ver, si los hubo.

Una tarde, dijo, volví a casa y la encontré muerta en aquella sillita, la que ella solía usar, frente al fuego; el agua de la olla todavía no hervía, de modo que no podía llevar mucho tiempo muerta; sin embargo, cuando le cogí la mano vi que estaba fría como el hielo. Mientras el americano hablaba él había estado abriendo puertas, curioseándolo todo. Como la mayor parte de las mujeres del campo su madre nunca tiraba nada, la casa era un almacén de inutilidades: fue encontrando retales de colchas antiguas, cacharros de cocina desfondados, una rueca rota y comida por el comején. Ahora recordaba las privaciones que ambos habían pasado juntos cuando él se fue a Cuba dejándolos solos. Hay asuntos importantes que me reclaman en Barcelona, dijo en voz alta, he de irme ya. Al bajar del tren en la estación de Bassora había preguntado tontamente por el tío Tonet, el tartanero. Por fin alguien le dijo que el tartanero había muerto muchos años atrás. Alquiló un calesín que ahora esperaba frente a la casa rodeado de pollos y gallinas. Es hora de ir yendo, repitió: El americano siguió hablando con naturalidad: He estado pensando, ¿sabes? El cacareo de las gallinas y el zumbido de los moscardones acentuaban el silencio que se producía cuando dejaba de hablar. He pensado, añadió viendo que su hijo no le animaba a proseguir, que podría irme contigo a Barcelona. Ya sabes que a mí la vida del campo nunca me ha gustado mucho; yo soy más bien hombre de ciudad, y ahora que me he quedado solo…

Onofre consultó el reloj, tomó el sombrero y el bastón y se dirigió a la puerta; el americano le iba pisando los talones.

Ya sabes que soy persona de cierto mundo, un simple patán no soy -dijo-; estoy seguro de que podrías encontrar un trabajo para mí, que podría ayudarte modestamente en tus negocios; trabajando no sería una carga económica. Salió de la casa con la vista fija en el calesín. El cochero, que parecía dormitar bajo una nube de moscas a la sombra de una higuera, se puso de pie cuando le vio salir y corrió hacia el carruaje. No había desembridado el caballo; ya estaba listo para partir. A sus órdenes, dijo. Era un hombre de espaldas anchas y cabeza redonda, rapada; había luchado en Cuba a las órdenes del general Weyler. Verdaderamente, dijo el americano, tú tienes muchas ocupaciones; yo podría dedicar el día entero a los niños. Estoy seguro, dijo él subiendo al pescante, de que Joan no tardará en volver de Africa. Cuando vuelva Joan todo será normal otra vez. Yo moveré influencias en Madrid para que lo licencien sin tardanza. El cochero desató las riendas, desfrenó el calesín y levantó el látigo. El americano se agarró con fuerza a la pantorrilla de su hijo: Onofre, por lo que más quieras, no me dejes solo; no sé vivir solo, no sé cuidarme, no sobreviviré un invierno entero sentado al lado del fuego, sin nadie con quien hablar. Por favor te lo pido, dijo. Onofre se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó todo el dinero que llevaba encima; sin contarlo se lo tendió al americano. Con esto podrá vivir holgadamente hasta que regrese Joan, dijo. El americano se negaba a coger el dinero. Vamos, padre, cójalo, dijo con impaciencia; yo sacaré más cuando llegue a Bassora. El americano obedeció, le soltó la pantorrilla que tenía sujeta con ambas manos para coger el dinero. Onofre hizo un ademán imperioso al cochero y partieron al trote. Un rostro alumbrado por una linterna de aceite asomó por la ventana del coche del marqués de Ut.

– Don Onofre, ¿podría venir un momentito? Hemos sorprendido a un individuo merodeando por aquí -dijo el recién llegado.

– ¿Qué ocurre? -quiso saber el marqués. El hombre, a todas luces un agente de Bouvila, no se dignó responder.

– Tú quédate en el coche por si baja Su Alteza -dijo al marqués-. Yo voy a ver qué es eso y vuelvo en seguida.

Echó a andar en pos del hombre que sostenía en alto la linterna para alumbrarle el camino, iban sorteando rollos de soga, brincando entre los charcos. Llegaron donde había un grupo formado: cinco hombres zarandeaban a un sexto. Este último había perdido las gafas en la refriega. Dejadlo ya, ordenó. ¿Quién es? No lo sabemos, le respondieron. Le hemos registrado, pero no lleva armas; sólo un cortaplumas. Onofre Bouvila se encaró con el infiltrado, le preguntó cómo había conseguido entrar en el muelle.

– No es difícil -respondió el otro mientras trataba de desarrugar la chaqueta propinándole manotazos vigorosos-.

Había demasiada vigilancia.

Por su acento se veía que no era extranjero; tampoco parecía un menchevique ni un nihilista ni nadie interesado en hacer daño a la zarina. Le preguntó quién era y qué hacía en aquel sitio; él dijo ser periodista, mencionó el diario para el que trabajaba.

– Paseando por las Ramblas advertí los preparativos -dijo-.

Supuse que llegaba alguien importante o peligroso, de modo que burlé la vigilancia y me escondí detrás de unos bultos. Por desgracia he sido descubierto y maltratado. ¿Qué van a hacer conmigo a continuación? -añadió en tono desafiante.

– Oh, nada, nada en absoluto -dijo Bouvila-. En realidad, no hacía usted sino cumplir con su deber de informador. En este caso sin embargo desearía rogarle encarecidamente que no revelase nada de lo que ha visto. Estoy dispuesto a indemnizarle por los perjuicios que este incidente desafortunado haya podido causarle, por supuesto -al decir esto sacó del bolsillo interior de la chaqueta varios billetes de banco, contó tres e hizo ademán de entregárselos al periodista, que los rechazó.

– Yo no acepto sobornos, señor -exclamó.

– No es tal -dijo Bouvila-: un simple gesto de amistad.

Tengo puesto en este asunto un interés muy personal.

– Así mismo lo haré constar en mi crónica -dijo el periodista en tono de amenaza. Onofre Bouvila se limitó a sonreír con condescendencia.

– Lo dejo a su criterio -dijo-. Yo habría preferido que nos hubiésemos entendido mejor. Yo siempre me he entendido bien con los periodistas: soy Onofre Bouvila.

– Ah, disculpe usted, señor Bouvila -dijo el periodista-.

¿Cómo iba yo a sospechar? He perdido las gafas accidentalmente… Perdone todo lo que le he dicho y cuente por supuesto con mi silencio inquebrantable.

Se había hablado de sus negocios en la prensa por primera y última vez en septiembre de 1903, a raíz de unas expropiaciones confusas, de una de las reformas innumerables del puerto de Barcelona que nunca se llevaron a cabo: algunas personas habían sacado de este asunto beneficios inexplicables. Cuando leyó el artículo hizo llegar al periodista que lo había escrito una nota: "Me gustaría mucho tener un cambio de impresiones con usted", le decía en ella. A esto el periodista respondió con otra nota brevísima: "Fije usted mismo el lugar y la hora, pero procure que no sea de madrugada en San Severo". Con ello aludía claramente a la trampa que unos años atrás había tendido allí a Joan Sicart; la trampa había costado la vida a este último. Onofre Bouvila no se dio por ofendido. "No es usted tan importante", respondió; "venga a verme a mi despacho, estoy convencido de que podremos llegar a un acuerdo". Al día siguiente compareció el periodista. Ponga precio a su silencio y acabemos cuanto antes, le dijo cuando lo tuvo delante; no tengo tiempo que perder. ¿Quién le ha dicho que estoy en venta?, dijo el periodista con una leve sonrisa. Usted me conoce de sobras, ya sabe lo que puede esperar de mí, dijo él; no habría venido si no lo estuviera. El periodista garrapateó unos números en un papel y le mostró el papel: era una cifra exorbitante, destinada a encolerizar al otro: una verdadera provocación. Se valora usted poco, dijo Bouvila sonriendo; yo había previsto una suma más alta; téngala usted. De un cajón sacó un sobre abultado que entregó al periodista. Éste echó una ojeada al contenido del sobre, guardó silencio unos segundos, se levantó sin decir nada, se puso el sombrero y salió del despacho. Al llegar a la primera esquina le asaltaron cuatro hombres; le quitaron el sobre y su propio dinero, el que había cogido al salir de su casa para atender las necesidades del día. Luego le rompieron las dos piernas.

Cuando el periodista se hubo ido Onofre quiso regresar al coche del marqués de Ut, pero en aquel instante se puso en movimiento la comitiva. Las góndolas pasaban por su lado con entrechocar de vidrios y ruido de quincalla; tuvo que buscar refugio entre los fardos amontonados en el muelle para no ser aplastado por aquellos carros atiborrados. Unas cabras que asomaban la cabeza por una ventana le rozaron la cara con sus barbas; pudo percibir claramente su aliento apestoso. ¿Qué diablo hacen aquí estas cabras?, preguntó levantando la voz sobre los balidos lastimeros. El mujik que las cuidaba le dio unas explicaciones que no entendió. Por fin un individuo de facciones abotargadas, vestido de húsar, le gritó en mal francés que su alteza el zarevitz, que acompañaba a su madre en este viaje, no se fiaba de la leche que pudieran echarle en el té en otros países. Hasta el forraje de las cabras venía en balas de las estepas lejanas. También traían el mobiliario favorito de la zarina: su cama, sus armarios de luna, sus divanes, su piano y su buró, ciento seis baúles de ropa y otras tantas cajas de calzado y sombrereras. Tuvo que esperar a que el convoy acabara de pasar para abandonar el refugio improvisado. Por fin se encontró solo en el muelle: en la barahúnda, deliberadamente o no, nadie se había quedado a esperarle. Tenía los zapatos, las polainas y el bajo del pantalón cubiertos de fango; algunas salpicaduras habían alcanzado incluso la levita. Encontró la chistera hundida en un montón de estiércol y allí la dejó. En las Ramblas tomó un coche de punto que lo llevó a su casa; allí se cambió a toda velocidad mientras le aparejaban el tílburi más rápido de su caballeriza. Con todo, llegó al Ritz cuando el banquete que él mismo había organizado y costeado acababa de empezar. Corrió hacia la mesa presidencial, donde se veía a la zarina, al zarevitz, al príncipe Yussupof y a otros huéspedes ilustres rodeados de sus anfitriones catalanes. Al llegar a la mesa advirtió que no quedaba una sola silla libre, ni un cubierto reservado para él. El marqués de Ut, percatándose de su desconcierto, se levantó y le murmuró al oído: ¿Qué haces aquí parado como un pasmarote? Tu puesto está allá, en la mesa tres. Protestó a media voz: ¡Pero yo quiero sentarme aquí, al lado de la zarina! No digas disparates, susurró el marqués con la alarma pintada en el semblante; tú no perteneces a la nobleza, ¿quieres ofender a Su Alteza Imperial? Ahora recordaba estas escenas mientras las grúas izaban de la cubierta del buque los temibles "howitzer" alemanes y unos cañones desproporcionados que hasta entonces no se habían visto en ningún campo de batalla: eran los cañones antiaéreos, que había conseguido sacar de los cuarteles del Estado Mayor francés con enormes dispendios. Ahora al ver aquellos embalajes estrambóticos experimentaba un estremecimiento de satisfacción. En los últimos tiempos no se le presentaban estas sensaciones sino raramente; la mayor parte del año se aburría. Por las noches, en su hogar, encerrado en la biblioteca, rodeado de centenares de libros que no pensaba leer jamás, fumaba habanos y recordaba con nostalgia aquellas noches de juerga ya lejanas, en las que él y Odón Mostaza, cuya muerte ahora deploraba, veían amanecer a través de las ventanas empañadas de vaho de una casa de mancebía, rodeados de botellas vacías, restos de comida, barajas y dados, mujeres desnudas que dormían acurrucadas contra las paredes y prendas esparcidas por toda la pieza, exhaustos y satisfechos, con el inocente aturdimiento de la juventud.

2

En Madrid Su Excelencia Mohamed Torres sudaba copiosamente.

Acostumbrado a la brisa atlántica que refrescaba los patios floridos de su palacio de Tánger se asfixiaba ahora en el Palacio de Oriente, donde había recalado de vuelta de París, de entrevistarse con Clemenceau. Su perfume de almizcle provocaba arcadas en don Antonio Maura. Hasta ese momento el sultanato había mantenido una independencia precaria gracias a la rivalidad de Francia e Inglaterra; ahora Alemania pretendía instalar bases navales en las costas marroquíes, abrir mercados a sus manufacturas: ante esta eventualidad, las dos potencias rivales habían firmado un pacto en abril de 1904 y ahora Francia planeaba apoderarse de Marruecos, hacer mangas y capirotes del sultán y del gran visir, convertir Marruecos en una prolongación de Argelia. S.M. don Alfonso XIII, que escuchaba con interés los lamentos del ministro de asuntos exteriores del sultán, pensó que la solución del problema era bien sencilla.

– Chico, no te dejes -le propuso.

– Vuestra Majestad es perspicaz -dijo el emisario de Abdul Asís-, pero no podemos renunciar al protectorado de alguna gran potencia sin grave riesgo para el trono y aun la cabeza de mi señor, Su Majestad el sultán Abdul Asís.

– ¿Qué opina usted, don Antonio? -dijo el Rey dirigiéndose al entonces presidente del consejo de ministros. Don Antonio Maura se encontraba en un dilema: insistir en la presencia española en Africa implicaba seguir viviendo sobre un avispero, una empresa temeraria para un país empobrecido, descalabrado por los recientes desastres coloniales; renunciar a ella equivalía a perder los últimos retazos de prestigio en el concierto de las naciones. Así se lo expuso sucintamente a Su Majestad-. Ahí me las den todas -respondió éste. Don Antonio Maura lo llevó a un rincón mientras Mohamed Torres admiraba un díptico monumental que colgaba de la pared: en él Judit y Salomé competían entre sí, parecían mostrarse mutuamente sus trofeos sanguinolentos; de las bocas lívidas del Bautista y de Holofernes colgaban sendas lenguas tumefactas. Recordó que el Profeta había prohibido la representación gráfica de la figura humana. El Rey y el presidente del consejo de ministros volvían de su conciliábulo.

– Su Majestad era partidario de abandonar Marruecos a su suerte -dijo éste-, pero he conseguido disuadirle. La comprensión de Su Majestad es proverbial -el ministro de asuntos exteriores del sultán hizo tres veces la zalema-.

También le he puesto al corriente de las demás facetas del asunto. En efecto, perdida Cuba, el Ejército ya no tiene nada que hacer y los militares inactivos son siempre un peligro: se aburren, no ascienden y duran demasiado. También le he dicho lo de las concesiones mineras y las inversiones españolas en el territorio -el ministro se llevó la diestra al corazón.

S.M. don Alfonso XIII, que a la sazón contaba dieciocho años de edad, le dio una palmada en el hombro.

– Le vamos a enseñar al Raisuli lo que vale un peine -dijo.

Ahora, cinco años más tarde, las madres de los reclutas que habían de partir para Africa volvían a manifestarse, como lo habían hecho en tiempos de la guerra de Cuba, en la estación ferroviaria, se sentaban en las traviesas y no dejaban salir al tren. Las damas de una asociación católica, que habían acudido a esa misma estación a repartir crucifijos entre la tropa, instaban al maquinista y al fogonero a que pasasen sobre ellas. No sé si a los caloyos les gustará ver cómo descuartizamos a sus madres, replicaron aquéllos. Unos y otros gritaban ¡Maura, sí! o ¡Maura, no! Era un lunes pegajoso del mes de julio de 1909. En vista de que las cosas tomaban mal cariz el marqués de Ut se personó en casa de Onofre Bouvila.

– Estamos perdidos -exclamó; traía el pelo encrespado, sin engominar, y la corbata desanudada-. El gobernador civil se niega a declarar el estado de sitio, la chusma es dueña de las calles, las iglesias arden y Madrid, como de costumbre, nos ha dejado solos.

Onofre Bouvila le ofreció una caja de cuero repujado llena de habanos. El marqués declinó el ofrecimiento graciosamente.

– No pasará nada, pierde cuidado -le dijo-. Lo peor que puede ocurrir es que te quemen el palacio. ¿La familia está en el campo?

– Veraneando -dijo el marqués-, en Sitges.

– Y el palacio, ¿está asegurado?

– Claro.

– Pues ya ves. Hazme caso -le aconsejó-: ve a pasar unos días con la mujer y los niños.

– Ya lo había pensado, pero no puedo: mañana tengo consejo de administración -dijo el marqués. Luego recapacitó-. Ahora pienso que he cometido una locura quedándome -dijo.

Onofre Bouvila sirvió dos copas de vino amontillado.

Excelente para calmar los nervios, dijo. A tu salud. De la calle llegó el estampido de un cañonazo. ¿Será posible que esto sea la revolución?, pensó. Recordó los días lejanos en que anunciaba este advenimiento entre los obreros de la Exposición Universal. Entonces era joven y paupérrimo y deseaba que todo lo que predecía no se cumpliera jamás; ahora era rico y se sentía viejo, pero no pudo evitar que un fogonazo de esperanza le iluminara el alma. ¡Por fin!, pensó.

Ahora veremos qué pasa realmente.

– A la tuya -dijo el marqués levantando su copa. Bebió de un sorbo todo el vino, eructó y se restañó los labios con el dorso de la mano. Onofre Bouvila admiraba estos modales desenfadados. Él no tiene que demostrar nada, pensó-. ¿Tú qué opinas? -dijo el marqués.

– ¿A ti qué te parece? -respondió encendiendo un habano y aspirando el humo con aparente delectación-. Yo no tengo consejo y, sin embargo, no me he ido. No pienso salir de Barcelona. ¿Qué quieres que pase? -añadió viendo las facciones contraídas del marqués-. Son cuatro desgraciados, no tienen armas ni jefes. Déjales que jueguen; no disponen de otra baza que nuestro miedo -ahora recordaba aquella manifestación en la que había participado hacía más de veinte años; recordaba a la Guardia Civil, los caballos y los sables, los cañones cargados de metralla hasta la boca. De estos recuerdos no hizo partícipe al marqués-. Supón por un momento que llegasen a triunfar -siguió diciendo mientras miraba por la ventana: en el cielo azul intenso de aquella tarde de verano se levantaba una columna de humo negro. Mentalmente situó el incendio en el Raval: quizá San Pedro de las Puellas, quizá San Pablo del Campo (era esta última iglesia la que ardía)-, ¿sabes lo que pasaría? Que tendrían que venir a implorar nuestra ayuda; al cabo de unas horas el caos sería absoluto, nos necesitarían más aún de lo que hoy en día nos necesitan. Acuérdate de Napoleón -el marqués hubo de reírse a su pesar y él se retiró de la ventana por prudencia: había visto pasar a la carrera una compañía de soldados con los mosquetones en bandolera; unos llevaban una pala en la mano, otros, un pico: eran del cuerpo de zapadores. Se preguntó a dónde irían así: eran los obreros los que estaban levantando barricadas-. El tiempo todavía no ha llegado -agregó sentándose de nuevo en la butaca-. Pero un día llegará, Ambrosi, y no tan tarde que tú y yo no lo veamos. Ese día estallará la revolución universal y el actual orden de cosas basado en la propiedad, la explotación, la dominación y el principio de autoridad burguesa y doctrinaria desaparecerá; no quedará piedra sobre piedra, primero en Europa y luego en el resto del mundo. Al grito de "paz para los trabajadores, libertad para todos los oprimidos y muerte a los gobernantes, los explotadores y los capataces de todo tipo" destruirán todos los Estados y todas las Iglesias, junto con todas las instituciones y todas las leyes religiosas, jurídicas, financieras, policiales y universitarias, económicas y sociales para que todos estos millones de seres humanos que hoy viven amordazados, esclavizados, atormentados y explotados se vean libres de sus guías y benefactores oficiales y oficiosos y puedan respirar al fin en plena libertad, como asociaciones y como individuos.

El marqués lo contemplaba con ojos desorbitados. ¿Qué estás diciendo?, preguntó. Onofre Bouvila se echó a reír.

– Nada -dijo-. Lo leí en un folleto que cayó en mis manos hace tiempo. Tengo una memoria rara: recuerdo textualmente todo lo que leo. Mi mujer y las niñas están en la Budallera -añadió en el mismo tono-, en casa de mis suegros. Quédate a cenar; de todos modos hoy no podrías ir al club.

Estaban cenando cuando les sorprendió un estruendo que iba en aumento: temblaba el suelo, oscilaban las arañas, tintineaban las lágrimas de cristal y bailaba la vajilla en la mesa. El mayordomo, a quien enviaron a que averiguase qué pasaba, volvió diciendo que venía por la calle un regimiento de coraceros con sus corazas blancas y sus penachos negros y los sables desenvainados apoyados en las charreteras.

– Han sacado a la calle la caballería pesada -murmuró el mayordomo-. Quizá la cosa sea más grave de. lo que pensaba el señor.

– Tendrás que quedarte a dormir -le dijo al marqués. Éste asintió-. Puedo dejarte una de mis camisas; espero que te venga bien.

– No te molestes -dijo el marqués mirando de reojo a la camarera que retiraba el servicio-; yo me abrigo a mi manera.

Durante toda la noche fueron sonando a lo lejos los cañonazos, el tableteo de las ametralladoras, los disparos aislados de los francotiradores. A la mañana siguiente, cuando se reunieron en el comedor para desayunar, círculos oscuros rodeaban los ojos abotargados del marqués de Ut. No había llegado la prensa diaria. El mayordomo les informó de que los comercios no habían abierto sus puertas: la ciudad estaba paralizada y todas las comunicaciones con el mundo exterior, interrumpidas.

– No durará -dijo-. ¿Tenemos la despensa bien surtida?

– Sí, señor -dijo el mayordomo.

– ¡Qué barbaridad! -exclamó el marqués-. Sitiados por las turbas y yo con lo puesto… -clavó los ojos en la doncella que le servía el café; ella enrojeció y desvió la mirada-.

¿Puedes prestarme algo de dinero? -preguntó a Bouvila.

– Todo el que necesites -dijo ésta-. ¿Para qué lo quieres?

– Para gratificar a esta deliciosa criatura -dijo el marqués señalando a la doncella con el pulgar-. Otrosí: te sugiero que la despidas hoy mismo.

– ¿Porqué?

– Sosa en la cama -dijo el marqués.

Onofre Bouvila leyó la angustia más intensa en el rostro de la doncella. No debía tener más de quince años; acababa de llegar del pueblo, pero era fina de rasgos y de modales y por ello había sido destinada a servir la mesa y no a faenas más toscas. Ahora sabía que si él hacía lo que le sugería el marqués no le cabrían más opciones que el burdel o la indigencia. ¿Cómo te llamas?, le preguntó. Odilia, para servirle, fue la respuesta. ¿Estás a gusto en esta casa, Odilia?, dijo él. Sí, señor, dijo ella, muy a gusto.

– En tal caso, esto es lo que vamos a hacer -dijo dirigiéndose al marqués: tú te ahorras la gratificación, puesto que no has quedado satisfecho; Odilia sigue en la casa y yo le doblo el sueldo, ¿qué te parece?

No lo hacía por generosidad; tampoco por cálculo, porque no creía en la gratitud humana: sólo pretendía demostrar a su huésped que en su casa hacía lo que le daba la gana. El marqués y él se miraron fijamente a los ojos durante un rato.

Al final el marqués estalló en una carcajada. Así transcurrió aquella semana que luego habría de recibir el calificativo de "trágica". Jugaban a las cartas y charlaban largamente; el marqués era un conversador ameno y para Onofre Bouvila además una fuente valiosísima de datos: no había familia de alcurnia con la que el marqués de Ut no estuviera emparentado y cuyas intimidades no conociera. No era difícil sonsacarle: nada le gustaba tanto como referir sucesos triviales con todo lujo de detalles. En este anecdotario banal Onofre veía ranuras por las que atisbar aquel mundo hermético, polvoriento y algo triste cuyas puertas siempre habría de encontrar cerradas.

Luego, por las noches, después de cenar, enviaban al mayordomo a la azotea; si regresaba diciendo que no había peligro subían a fumar los cigarros y beber el coñac acodados en la balaustrada, contemplando el resplandor de los incendios. Al final, cansados de esta monotonía, enviaron una nota humorística al gobernador civil: Pon fin a esta situación, que se nos están acabando los puros, le decían. Fue una semana muy grata; en ella Onofre creyó haber recuperado los lazos incomparables de la amistad masculina. Ahora veía al marqués sentado a la mesa presidencial, junto a la zarina, y comprendía que todo había sido un sueño breve.


Sobre la mesa había sido colocado un baldaquín de seda encarnada coronado por las armas de los Romanof; las paredes del salón habían sido cubiertas igualmente de arambeles de seda; en cada esquina habían sido colocadas sobre repisas móviles cuatro grupos escultóricos de escayola hechos especialmente para la ocasión; del techo colgaban seis arañas provistas de tres círculos de velas; entre las arañas y los candelabros iluminaban el salón cuatro mil velas de cera de abeja; los cubiertos eran de plata en todas las mesas y de oro en la mesa presidencial; la vajilla, de porcelana de Sévres.

Viendo aquel esplendor cuyo costo exacto conocía, rememoraba ahora la semana trágica. Perdido en estos pensamientos, ajeno al festejo, le sobresaltó la voz profunda de su vecino de mesa: Está usted pensando en la revolución, caballero, le oyó decir. Reparó en él por primera vez: era un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, de facciones rudas, campesinas, no desagradables; una barba enmarañada le llegaba hasta donde acababa el esternón; vestía una sotana añil que le hacía parecer aún más alto y delgado y desprendía un olor intenso a vinagre, incienso y oveja. De su aspecto general y de su mirada penetrante y alucinada dedujo que le habían sentado junto a uno de esos monjes ignorantes, cerriles, astutos, supersticiosos y fanáticos, serviles hasta la abyección, que a menudo conseguían enquistarse en el cortejo de los poderosos.

Luego supo que se llamaba Gregori Yefremovich Rasputín; contaba entonces con la protección de la zarina, porque había curado la hemofilia del zarevitz cuando ya los médicos habían renunciado a ello. De él se contaban cosas extraordinarias:

que tenía poderes hipnóticos y proféticos, que leía el pensamiento y que hacía milagros a su discreción. Su influencia a partir de esa fecha habría de ir en aumento, dominar la corte, convertirse en auténtica tiranía; con el tiempo él habría de distribuir cargos y honores, en un futuro no lejano se harían y desharían carreras y fortunas a su sombra hasta que una conjura encabezada por aquel mismo príncipe Yussupof que ahora degustaba en el Ritz la escudella y la carn d.olla lo asesinara en 1916. Poco después, tal y como él había predicho, estallaría la revolución que había de marcar el fin de los Romanof en la fortaleza. de Ekaterinburgo, pero entonces, cuando acompañó a la zarina en su viaje a Barcelona, esa influencia estaba aún en los albores. A Onofre Bouvila, su compañero de mesa, le relató cómo unos años antes había sido testigo de aquel domingo sangriento de triste recuerdo: asomado a un balcón del segundo piso del Palacio de Invierno sostenía en brazos a la Gran Duquesa Anastasia, poco menos que un bebé, y tenía cogido de la mano al zarevitz; desde el balcón contiguo el Gran Duque Sergei hacía carantoñas a los niños. Rasputín, abríguelos bien, que hace mucho frío, le decía de cuando en cuando. Él era en aquellas fechas la persona más influyente, porque contaba con la confianza plena del zar Nicolás. En febrero de ese mismo año un anarquista llamado Kaliaef arrojó una bomba al paso de la carroza en que viajaba. De la carroza, los caballos y el Gran Duque no quedó más que un montón de escombros humeantes. Desde la ventana del primer piso el Gran Duque Vladimir, en consulta con el Estado Mayor, decidía minuto a minuto lo que convenía hacer. Obremos con sutileza, dijo. Cuando la manifestación desembocó en la plaza la dejó avanzar. ¿Qué piden?, preguntó el zar. Una constitución, alteza, le respondieron. Ah, dijo el zar. El Gran Duque Vladimir ordenó abrir fuego sobre la manifestación. En pocos minutos la manifestación se deshizo. Creo que esta vez lo hemos hecho bien, dijo. En la plaza quedaron más de mil cadáveres. Ahora el monje lunático lamentaba no haber podido decidir el curso de la acción ese día. Yo sé cómo evitar la Revolución, dijo. Comía con voracidad, como un ogro. Onofre Bouvila se mostró interesado. A medida que hablaban se afianzaba en su primera impresión, pero la personalidad del orate le atraía inexplicablemente.


– Onofre Bouvila, ¿es usted?

Miró al hombre que le interpelaba en el andén: una cara rústica, seca y surcada de arrugas prematuras, los ojos hundidos, el pelo ralo. Dijo que sí. Yo soy Joan, dijo el hombre del andén. Los dos hermanos se estrecharon la mano fríamente. Joan Bouvila tenía veintiséis años cuando vio a Onofre por segunda vez; coincidieron en el entierro del padre, muerto la noche anterior. Es una pena que no hayas llegado a tiempo, le dijo; no dejó de llamarte hasta el último momento.

No respondió a esto. El veterano de la guerra de Cuba que ahora conducía un calesín, el mismo que le había llevado de la estación a su casa unos años atrás, cuando murió la madre, venia ahora a su encuentro: le recordaba aún, pese al tiempo transcurrido, le dijo, quería ser el primero en ofrecerle sus servicios. Iremos a pie, dijo Joan, estamos a dos pasos.

Onofre le dio una propina al cochero: Por su buena memoria, le dijo. Joan observó de reojo este gesto. La capilla ardiente había sido instalada en el oratorio de las monjas que regentaban el asilo de ancianos de Bassora. Este asilo ocupaba un edificio macizo, de muros de piedra y tejado de pizarra; todas las ventanas tenían rejas y el jardín estaba rodeado de una tapia alta. A ambos lados del asilo se levantaban sendos edificios de vivienda. A las ventanas estaban asomados los asilados para verle pasar por el sendero del jardín.

– No sé cómo han averiguado que venía -dijo la madre superiora, que había acudido a recibirles a la cancela-; en estos sitios no hay secretos. No le extrañe tanta expectación -agregó en tono confidencial-; su pobre padre en los raros momentos de lucidez no hacía otra cosa que hablar de usted a todo el mundo. La hermana Socorro, que lo atendió desde su ingreso en el centro, se lo puede decir. ¿Verdad, hermana?

– dijo dirigiéndose a una monjita de rostro ovalado y piel muy blanca, casi transparente, que se les había unido en el vestíbulo umbrío. La monjita bajó los ojos en presencia de Onofre y de su hermano Joan; abrió la boca, pero no dijo nada-. En esas ocasiones siempre repetía lo mismo -continuó diciendo la madre superiora-: esto es, que usted vendría a buscarle; creía firmemente que estaba usted a punto de llegar.

Entonces, decía, se iría con usted a vivir a Barcelona; allí vivirían rodeados de comodidades y de lujos. Esto hizo que algunos ancianitos, llevados de su credulidad, llegasen a envidiarle, que le guardaran rencor. Parecían ver en su actitud una especie de altivez; pero esto, ya le digo, sólo ocurría ocasionalmente. Su padre era un hombre de imaginación muy viva. Calenturienta, casi me atrevería a decir.

Mientras hablaba iban recorriendo pasillos larguísimos, desiertos. A los lados de estos pasillos había puertas cerradas. El suelo de baldosas llamaba la atención por su limpieza, reflejaba las figuras como un estanque de agua serena. Al doblar un recodo se tropezaron con una monja fornida que fregaba de rodillas el embaldosado. Sobre el hábito llevaba un delantal gris. El suelo recién fregado desprendía un olor picante. Llegados a la capilla Onofre miró con desaliento aquel rostro demacrado que ahora veía en el féretro, iluminado por la llama oscilante de dos cirios: aquel rostro inexpresivo de pergamino que cancelaba todos sus recuerdos precedentes. Ya pueden cerrar la caja, dijo.

– Durante su estancia entre nosotros -dijo la madre superiora-, a pesar de lo que le acabo de contar, hizo algunas amistades entre los ancianos. Ahora les gustaría asistir al responso, si usted lo autoriza.

Dos monjas trajeron a un grupo de ancianos que arrastraban los pies al andar. No todos habían conocido en vida al americano, pero ahora se habían sumado al triste rebaño con argucias para no perderse aquel entretenimiento inesperado.

Todos vestían harapos. Dependemos de la caridad, por lo que nuestra situación pecuniaria es angustiosa, dijo la madre superiora. Concluida la ceremonia, cuando se disponían a salir camino del cementerio, la hermana Socorro le tiró de la manga.

Venga, susurró, le enseñaré una cosa. Se dejó conducir hasta una puerta estrecha pintada de azul. La monjita abrió la puerta con una llave enorme que llevaba prendida al hábito por una cinta. La puerta daba a una alacena oscura. La monjita entró en la alacena y reapareció con un amasijo de mimbres en la mano.

– Enseñamos a los enfermos a tejer cestas -le dijo-. Su padre estuvo haciendo esto: no tenía mucha habilidad manual y nunca pasó de ahí. La verdad es que ya estaba muy mal cuando nos lo trajo su hermano, hace casi un año. Él pagó el mimbre; en realidad, les pertenece.

A la vuelta del cementerio llevó a su hermano a comer al mismo restaurante en el que muchos años antes su padre y él habían encontrado casualmente a Baldrich, Vilagrán y Tapera.

Los dos hermanos apuraron la sopa en silencio. Mientras esperaban el primer plato Onofre dijo: Tenía la intención de venir, pero me fue imposible. Tenía una cena con la zarina, nada menos.

– Yo no sé qué es una zarina -dijo Joan-. Tampoco te reprocho nada; a mí no me tienes que pedir disculpas.

– Por descontado -dijo Onofre-, todos los gastos en que hayas incurrido corren de mi cuenta.

– He estado pensando en vender las tierras -dijo Joan como si no hubiera oído lo que su hermano acababa de decirle-. Para eso necesitaré tu consentimiento, por escrito -miró fijamente a Onofre. De su silencio infirió que esperaba oír la continuación antes de pronunciarse-. Luego me iré a Barcelona.

No me digas nada -agregó apresuradamente, viendo que su hermano se disponía a hablar; onofre reconoció en él una expresión característica de su madre. Entre los dos habían dado cuenta del porrón, aunque Onofre apenas había bebido un par de sorbos.

– No grites -le dijo-. Aquí somos conocidos; todo el mundo está pendiente de nosotros.

– ¡Me importa un bledo! -gritó Joan.

– ¿Lo ves? -dijo Onofre sonriendo-. No eres tan listo como te figuras. Cálmate y escucha el plan que he venido expresamente a proponerte -batió palmas y al camarero que acudió le encargó que rellenara el porrón-. Sé muy bien lo que piensas; aunque apenas nos conocemos, no podemos ser tan distintos. Por fuerza hemos de entendernos bien. Estás harto de trabajar la tierra, ¿verdad? Harto del campo. ¿Cómo te voy a llevar yo la contraria? -le pasó el porrón; advirtió que Joan bebía mecánicamente; a medida que bebía se amortiguaba el brillo de sus ojos hundidos-. La tierra no da nada, eso lo sé yo bien. La riqueza está en los bosques. A esto vamos a dedicarnos a partir de ahora: a los bosques. El bosque no da trabajo, crece solo. Nada más hay que vigilar que no venga otro antes y se lleve la madera. Por la madera pagan verdaderas fortunas en las ciudades, pero alguien tiene que estar aquí, vigilando el bosque, la fuente de nuestra riqueza.

– No sé a quién quieres engañar con estas fantasías -dijo Joan-. Los bosques son de todos; nadie se los puede apropiar -había bajado la voz; tampoco él podía escapar al influjo de Onofre Bouvila: ahora cara a cara el odio acumulado durante todos aquellos años parecía pasar a un segundo plano, era vencido en contra de su voluntad por una mezcla de curiosidad y codicia.

– Hasta ahora han sido de todos -dijo Onofre-, o sea, estrictamente de nadie; pero si el valle entero se convirtiera en una entidad pública, si en vez de ser una parroquia fuera un municipio, todas las tierras que no fueran propiedad privada, todas las tierras de nadie serían tierras comunales, estarían sometidas a la administración del ayuntamiento, es decir, del señor alcalde… ¿A ti te gustaría ser alcalde, Joan?

– No -dijo Joan.

– Pues ya puedes ir cambiando de opinión -dijo Onofre.

Aquella conversación, el afán inexplicable de ganarse a su hermano, al que apenas conocía, en cuyos ojos sólo leía un resentimiento brutal, le había costado mucho dinero e innumerables gestiones que ahora recordaba. La aparición súbita de dos carabineros en el muelle le sobresaltó.

Advirtiendo el efecto de su presencia se llevaron la mano a la visera de la gorra: Usted perdone, don Onofre, no era nuestra intención darle un susto, dijeron. Buscamos unos alijos de tabaco, le dijeron. No había vuelto a ver a Joan desde el día del entierro: no había estado presente cuando tomó posesión de la alcaldía ni sabía nada de su gestión; periódicamente llegaban a sus almacenes del Pueblo Nuevo la madera y el corcho, en los que las montañas de aquella zona eran ricas. Y sin embargo, pensaba ahora, no tengo más familia, ningún vínculo de sangre sino Joan, un hijo imbécil y dos niñas cursis. Sólo los insensatos cortan sus raíces definitivamente, pensó.

3

Su hermano y él se habían separado apenas concluyeron la comida. Entre ambos persistía la frialdad del encuentro, pero habían llegado a un acuerdo. Ahora caminaba solo por las calles de Bassora. Joan había emprendido el regreso a casa a las dos y media, aprovechando las horas de luz que quedaban; su tren, en cambio, no salía hasta las ocho. Aquella ciudad que de niño le había deslumbrado ahora le parecía insulsa y fea; la atmósfera, apestosa; los viandantes con los que se cruzaba, zafios. El hollín se les ha metido en el cerebro, pensó. Sus pasos le llevaron sin proponérselo, sin ser consciente de ello, a una calle flanqueada de soportales; allí entró en una casa, subió al primer piso y llamó; a esta llamada acudió una mujer de aspecto piadoso y encogido, a quien preguntó si había vivido allí alguna vez un taxidermista. Ella le invitó a pasar al recibidor. Sí, le dijo, ese taxidermista de que hablaba era precisamente su padre; en realidad, aún vivía, ya de avanzada edad, aunque llevaba varios años sin ejercer su oficio, le dijo. Ahora vivían ambos, padre e hija, de los ahorros de aquél, modestamente, pero sin estrecheces. Al taxidermista, a cuya presencia fue conducido, le preguntó si recordaba haber disecado un mono hacía ya mucho tiempo, a lo que respondió aquél inmediatamente que sí: en su vida profesional no había tenido ocasión de disecar más monos que ése por el cual preguntaba ahora, le dijo; recordaba que había sido un trabajo difícil, porque la anatomía del mono le resultaba desconocida y por tratarse por añadidura de un ejemplar pequeño, de huesos frágiles en extremo; por eso mismo había puesto en la obra mucho empeño, le explicó: había dedicado muchas horas al trabajo, pero al final le había quedado muy bien; él mismo lo reconocía sin falsa modestia. Luego habían pasado los meses sin que el dueño del mono reapareciera; también a él lo recordaba con precisión, a pesar de haber transcurrido varias décadas: era un hombre vestido de blanco, con sombrero de paja y bastón de caña, al que acompañaba un niño. Ya ve usted si tengo la cabeza clara para mi edad, acabó diciendo el viejo taxidermista. Padre, no haga esfuerzos, dijo la mujer. En un aparte le explicó a Onofre Bouvila que se excitaba con facilidad y luego no podía dormirse hasta altas horas. ¿Qué fue del mono?, le preguntó desoyendo las súplicas de la hija.

El anciano hizo un esfuerzo visible por recordar. Lo había tenido guardado un tiempo en un armario para preservarlo del polvo. Luego, convencido de que nadie lo reclamaría ya, lo había colocado en el taller sobre una repisa, a modo de enseña. ¿Y luego? Luego no recordaba, dijo. La hija salió en su ayuda. Sí, padre, se lo quedó el señor Catasús, ¿que ya no se acuerda usted?, le dijo. Ah, sí, dijo el taxidermista jubilado. El señor Catasús y su cuñado solían traerle piezas de caza mayor para que las disecase: eran sus mejores clientes. Nunca menos de un corzo, dijo; a veces, un jabalí.

Habían visto el mono y se habían encaprichado; ya hacía años que el mono estaba allí, sobre la repisa. No consideró faltar a ninguna norma regalando el mono a unos clientes tan especiales.

La familia Catasús vivía en las afueras, en una casa pairal que el veterano de la guerra de Cuba, al que encontró en la parada de coches contigua a la estación, dijo conocer bien. Ya en la casa entregó a la criada su tarjeta de visita. Mientras aguardaba en el zaguán pensó que estaba cometiendo una tontería. De las decisiones absurdas se siguen siempre resultados fatales, se dijo. Quizá lo mejor sería renunciar a este disparate sentimental ahora, cuando aún es tiempo, reflexionó. El propio Catasús salió a su encuentro. Era un sesentón orondo, jovial y campechano. Bouvila, le dijo, ¡cuánto honor! Había oído hablar mucho de él; tenían conocidos comunes; también había llegado a sus oídos el banquete ofrecido días atrás a la zarina, le dijo. Estas cosas aquí en provincias tienen siempre una gran repercusión, confesó riéndose con llaneza. Pero, ¿a qué debía el placer de la visita? Un asunto privado, dijo él; lo expuso en pocas palabras. Le parecerá a usted absurdo que ahora muestre tanto interés por ese mono, acabó diciendo. No, no, de ningún modo, repuso Catasús con simpatía, sólo que, añadió, lamento no poder complacerle como habría sido mi deseo. Le refirió cómo su cuñado, un tal Esclasans, dueño de una destilería, habiendo visto el mono un día en casa del taxidermista, tuvo la ocurrencia de bautizar un aguardiente con el nombre de "Aguardiente del Mono"; ya había conseguido que el taxidermista le regalase el mono, cuya imagen se proponía usar como reclamo del producto, cuando el abogado que gestionaba sus asuntos en Barcelona le escribió para informarle de que ese nombre comercial había sido registrado con anterioridad; por pura coincidencia ya había en el mercado un anís que llevaba el mismo nombre. Durante cierto tiempo el mono había pasado a ser juguete de los niños; cuando éstos crecieron fue arrumbado en el desván; finalmente, apolillado y maltrecho fue arrojado a la basura.

– Es notable, con todo -dijo Catasús al término de su relato-, que después de tanto tiempo haya podido usted reconstruir la trayectoria de ese mono íntegramente -miró el reloj de péndulo como si quisiera desembararze en ese mismo instante de él y no supiera cómo. También él buscaba una fórmula que le permitiera abandonar la casa-. Pero veo que aún faltan más de dos horas para que salga su tren y estamos a dos pasos de la estación, como quien dice. Pase, hágame el favor.

Nos gustaría mucho que compartiera con nosotros un modesto refrigerio. Como ve, tenemos una pequeña reunión de familia.

Se dejó conducir a un comedor amplio, de techo artesonado y muebles de roble en el que había unas doce o trece personas.

Catasús procedió a hacer las presentaciones, a las que apenas prestó un interés pasajero. Algunos de los reunidos eran hijos de Catasús, con sus respectivas esposas; otros eran parientes de distinto grado de proximidad. Por último le fue presentado un sujeto pintoresco a quien Catasús llamó Santiago Belltall.

– Santiago es inventor -dijo Catasús por toda referencia.

Del tono de sorna que creyó percibir en su voz y de las miradas de complicidad ruiseña que le lanzaron los presentes dedujo que se trataba de uno de esos parientes pobres o desgraciados, estrafalarios y algo tontos que acaban convirtiéndose en bufones de su círculo por inadvertencia.

Santiago Belltall, cuyo nombre habría de quedar unido a su vida para siempre, contaba a la sazón veintiocho años, pero aparentaba el doble de su propia edad: tenía el aspecto desnutrido y fatigado del hombre que ha dejado de comer y de dormir por causa de una obsesión; la melena pajiza, grasienta y lacia, los ojos saltones y húmedos, la nariz larga y la boca ancha, de labios finos y dientes grandes acentuaban su aspecto irrisorio; tampoco una chaqueta de lana vieja y rezurcida, una corbata deshilachada y chillona, un pantalón demasiado corto y unas alpargatas de cáñamo movían a respeto. Aunque de sobra se veía que subsistía gracias a la caridad ajena, apenas probaba los bollos y confites que tenía a su alcance sobre la mesa.

Ambos se miraron largo rato. Por un instante creyó ver ante sí a aquel otro muchacho alunado, a quien nunca había llegado a conocer realmente, que había emigrado a Cuba con la cabeza cargada de fantasía y había regresado con el ánimo roto y la fantasía intacta. Ahora esta imagen se superponía fugazmente a la del triste despojo a cuyo entierro acababa de asistir. Le cruzó la cabeza esta idea ilógica: He buscado un mono inexistente sin saber por qué lo hacía; ahora la suerte me brinda a este idiota en su lugar. Antes de que pudieran intercambiar algo más que las fórmulas consabidas Catasús se puso a referir la historia del mono; esta historia fue interrumpida por uno de los comensales, que afirmó que los monos eran animales de una rara inteligencia. Había leído en un libro de viajes que los antiguos egipcios, a pesar de no creer en Dios, adoraban a los monos, añadió. Otro caballero dijo saber de buena tinta que a diferencia de lo que según el otro ocurría en el antiguo Egipto, en la China y el Japón se comía carne de mono; allí era considerada una verdadera exquisitez, añadió. Un tercero dijo que aquello no era nada:

en una zona de Sudamérica se comía carne de caimán y de serpiente. Uno dijo que eso sería probablemente en Chile. Una hermana de su padre, dijo, se había casado con un comerciante de lanas y ambos habían emigrado a Chile. Su mujer le corrigió diciendo que esos parientes a los que se refería no habían emigrado a Chile, sino a Venezuela. Era triste, comentó, que fuera ella quien tuviera que recordar estas cosas cuando en realidad no eran parientes suyos, salvo por su relación matrimonial. El que había empujado a hablar de las serpientes refirió el modo de prepararlas: una vez muerta la serpiente, dijo, la cortaban con un serrucho, hacían secciones como de un palmo de longitud aproximadamente; luego con hilo y aguja cosían cada uno de estos trozos por sus extremidades y los freían en grasa o en aceite como si fuesen butifarras; esto y los cereales constituían la dieta principal de los habitantes de esa zona de Sudamérica. Una señora dijo que a ella le habían salido unas manchas blancas en la piel. Otra le recomendó que fuera a tomar las aguas a Caldas de Bohí. Un muchacho agregó que le habían contado que las calles de París estaban abarrotadas de automóviles, que era frecuente ver en las calles de París perros y gatos y hasta burros muertos por las embestidas de los automóviles. La moda del automóvil, apostilló un señor de cierta edad, que hasta entonces se había abstenido de intervenir en la conversación, había de traer la desgracia a muchas familias. En esto estuvieron de acuerdo casi todos los presentes. Catasús dijo que aunque así fuera, no se podía luchar contra el progreso sobre todo en el terreno científico. Así iba transcurriendo la tarde. Onofre Bouvila no decía nada. De reojo observaba a Santiago Belltall, que también callaba; a diferencia de él sin embargo no hacía el menor esfuerzo por aparentar interés en lo que se decía:

pensaba en sus cosas; de cuando en cuando sus ojos adquirían una viveza inesperada: entonces parecía peligroso, pero como nadie se fijaba en él, nadie lo advertía; otras veces su frente se ensombrecía y en sus ojos se pintaba la tristeza; esto también pasaba inadvertido a los demás. Entre una expresión y la siguiente mediaban a veces unos segundos durante los cuales se podía leer en su rostro el cansancio. Él a su vez tampoco reparaba en el análisis a que lo sometía a hurtadillas el recién llegado. Esta situación quedó bruscamente interrumpida por la entrada en el comedor de un niño. Este niño, que no debía contar más de tres o cuatro años de edad e iba vestido aún con un canesú festoneado, corrió a ocultar la cabeza en el regazo de su madre y prorrumpió en un llanto sonoro e inconsolable. Por fin consiguió la madre que se serenase y diese a conocer entre hipos y sollozos la causa de aquel llanto.

– María me ha pegado dijo.

Con la mano regordeta señalaba hacia la puerta que había dejado abierta al hacer su entrada. Al otro lado de la puerta había un "hall" circular, desnudo de todo mobiliario e iluminado a través de una claraboya. En el centro de esta pieza pudo ver desde su asiento a una niña flaca y desgarbada.

Llevaba una camisa corta y raída que dejaba al descubierto las piernas enclenques, cubiertas por unas medias sucias y remendadas. De inmediato supo quién era. Al saberse observada con tanto interés la niña le dirigió una mirada desafiante.

Vio a pesar de la distancia que tenía los ojos redondos de color de caramelo. Santiago Belltall ya se había levantado y salvado en pocas zancadas la distancia que le separaba de su hija. Desatendiendo los dictados de la corrección se levantó también y se apostó en la puerta. Allí trataba de oír el diálogo entre el inventor y su hija. Catasús se había colocado a su espalda.

– No se inquiete, Bouvila -dijo-. Esto pasa cada vez que vienen invariablemente. No toda la culpa es de ella. María tiene siete años y empieza a entender demasiadas cosas. Es una edad difícil en sus circunstancias.

– ¿Y la madre? -preguntó. Catasús se encogió de hombros y entornó los párpados: Mejor será no hablar, daba a entender con esto. Un ruido seco les hizo volver la cabeza. Belltall acababa de propinar a su hija una bofetada. Un hombre violento, pensó. La niña hacía esfuerzos por conservar el equilibrio y especialmente por no llorar. Pero ella le adora, pensó también, quizá por eso mismo. La violencia es su debilidad, pensó. El inventor había vuelto a entrar en el comedor. Estaba muy pálido: se puso a balbucear una disculpa incoherente que no se acababa nunca; trabucaba las palabras y con esto provocaba la hilaridad de sus oyentes. Onofre Bouvila, que estaba a su lado, le puso la mano en el hombro, en la palma de la mano sintió los huesos de la clavícula.

Váyase y saque de aquí a la niña, le murmuró al oído. El inventor le dirigió una mirada cargada de ferocidad a la que respondió con una sonrisa tranquila: Calma, venía a decirle, no me das risa, pero tampoco me das miedo; podría hacer que te mataran, pero prefiero defenderte. Le deslizó en el bolsillo de la chaqueta su tarjeta. Santiago Belltall no se dio cuenta de este gesto; se desprendió bruscamente de su mano, cogió a su hija y se dirigió a la puerta opuesta del "hall" tironeando de ella sin miramientos. Aprovechó este incidente para despedirse él también. Agradeció mucho la hospitalidad que le habían brindado. Camino de la estación el coche de punto que le llevaba rebasó al inventor y su hija. Ambos hablaban animadamente. Sabiendo que ninguno de los dos lo notaría, se volvió y los estuvo observando hasta que el coche dobló una esquina. Ahora varios millones de hombres se disponían a matarse en las trincheras de Verdún y el Marne y él procuraba que no les faltasen los medios para hacerlo. Había transcurrido un año de aquel encuentro: ya no se acordaba de Santiago Belltall y de su hija. Las grúas habían depositado los cañones en los carromatos; a las argollas laterales se habían atado los cabos de sujeción de la lona que los cubría.

Un tronco de ocho mulas los arrastraba por el muelle hacía el Bogatell. Unos hombres provistos de antorchas abrían la marcha, otros guiaban las mulas tirando de los cabestros, otros protegían el convoy con las pistolas en la mano.

4

Ya no circulaban automóviles por todas las calles de París, como había dicho el sobrino de Catasús; ahora reinaban allí la oscuridad y el silencio ominoso. Hacía cuatro años que la guerra no cesaba en Europa; todos los hombres habían sido movilizados; mientras tanto las fábricas permanecían quietas, nadie cultivaba los campos y hasta la última cabeza de ganado había sido sacrificada para dar de comer a las tropas. De no haber sido por sus respectivos imperios coloniales y por los suministros provenientes de los países neutrales, los contendientes habrían tenido que ir deponiendo las armas uno a uno, vencidos por la inanición, hasta que el último, el que hubiera podido proveerse por más tiempo de munición y avituallamientos, hubiera podido proclamarse dueño del mundo.

De esta situación aciaga se refocilaban muchos en Barcelona.

Ahora todo el que tuviera algo que vender podía hacerse rico de la noche a la mañana, llegar a millonario en un abrir y cerrar de ojos, de una sola vez. La ciudad era un hervidero:

del amanecer de un día hasta que despuntaba el sol del siguiente, sin cesar en la Lonja y en el Borne, en los consulados y legaciones, en las oficinas comerciales y en los bancos, en los clubs y en los restaurantes, en los salones y en los camarines y foyers, en salas de juego, cabarets y burdeles, en hoteles y fondas, en una callejuela siniestra, en el claustro desierto de una iglesia, en la alcoba de una furcia perfumada y jadeante se cruzaban ofertas, se fijaban precios al albur, se hacían pujas, se insinuaban sobornos, se proferían amenazas y se apelaba a los siete pecados capitales para cerrar un trato; así el dinero corría de mano en mano, con tanta prisa y en tal abundancia que al oro lo sustituyó el papel; al papel, la palabra, y a la palabra, la pura imaginación: muchos creían haber ganado sumas extraordinarias y otros creían haberlas gastado sin que la realidad refrendase estas nociones; en las mesas de "poker, baccarat" y "chemin de fer" fortunas verdaderas o simuladas cambiaban de dueño varias veces en pocas horas; los manjares más exquisitos (cosas que hasta entonces nadie había visto en España) eran consumidos sin ceremonial (hubo quien a los toros se llevaba bocadillos de caviar) y no había aventurero ni jugador ni mujer fatal que no acudiese a Barcelona en aquellos años. Sólo Onofre Bouvila parecía indiferente a esta bonanza. Apenas se dejaba ver en público. Acerca de él corrían ahora los rumores más disparatados: Unos decían que a fuerza de ganar dinero había perdido el juicio; otros, que estaba gravemente enfermo. Otros rumores eran más imaginativos: Seriamente se dijo que seguía paso a paso la contienda y que había ofrecido al Emperador comprarle el trono de los Habsburgo si Austria perdía la guerra, como él pensaba que ocurriría. También se dijo que había financiado la revuelta que había depuesto al zar de Rusia; que por esta maniobra Alemania había puesto a su nombre cien kilogramos de oro en barras en un banco suizo y le había concedido el título de archiduque. Nada de todo esto era cierto. Un ejército privado de agentes e informantes le mantenía al corriente de lo que sucedía en los campos de batalla y en los cuarteles generales, en las trincheras y en las retaguardias; sabía demasiado; la guerra había dejado de interesarle. En cambio percibía en el horizonte nubes sombrías. Decía que lo peor estaba aún por venir: con esto se refería a la revolución y la anarquía. De las ruinas humeantes en que se había convertido Europa veía con la imaginación surgir una masa famélica y vengativa, dispuesta a reconstruir la sociedad sobre la base del orden, la honradez y la justicia distributiva. Consideraba la civilización occidental como un objeto de su propiedad y se desesperaba representándose su aniquilación. Le dio por pensar que él estaba llamado a impedir que sucediera algo semejante. Creía que le estaba reservado este destino histórico singular. No puede ser que mi vida haya sido una sucesión de cosas extraordinarias para nada, se decía. Había empezado en condiciones pésimas y con su esfuerzo había logrado convertirse en el hombre más rico de España, uno de los más ricos del mundo probablemente. Ahora se creía llamado a cumplir una misión de más altos vuelos, se consideraba un nuevo mesías. En este sentido sí podía decirse que había perdido el juicio. Ahora dejaba que sus negocios siguieran prosperando por inercia y dedicaba los días y las noches a elaborar un plan para salvar del caos la faz de la tierra. Para ello contaba con su dinero, su energía indomable, su falta de escrúpulos y la experiencia adquirida a lo largo de su vida. Sólo le faltaba una idea que articulase aquellos elementos dispares. Como esta idea no le venía a la cabeza fácilmente su mal humor iba en aumento: pegaba a sus subordinados con el bastón por cualquier motivo; su mujer y sus hijas apenas le veían. Por fin, el 7 de noviembre de 1918, dos días antes de que fuese proclamada la República de Weimar, la idea que había estado persiguiendo en sus ensoñaciones cristalizó ante sus ojos del modo más inesperado.El pobre señor Braulio no recuperó la salud perdida por la muerte del hombre que había amado. Se había retirado de toda actividad, vivía mano a mano con su hija Delfina en una casita modesta de dos plantas y jardín situada en una calle tranquila de la antigua villa de Gracia, ahora integrada ya al casco urbano de Barcelona, cuyo Ensanche la envolvía en gran parte. Ninguno de los dos salía de casa salvo en ocasiones contadas. Delfina iba todas las mañanas al Mercado de la Libertad; allí hacía la compra casi sin hablar: señalaba con el dedo lo que quería y pagaba el precio que le pedían sin asomo de disconformidad.

Las vendedoras, que ignoraban el terror que había sembrado antaño en otro mercado, la tenían por una cliente modelo.

Luego a la caída de la tarde padre e hija aparecían cogidos del brazo en la plaza del Sol, daban una vuelta a paso lento por la plaza, bajo las acacias, y regresaban a casa sin haber cruzado una palabra con nadie, ni siquiera entre sí. Fingían no percatarse de los saludos y las frases amables que les dirigían algunos vecinos movidos en parte por la cordialidad y en parte por el deseo de entablar un diálogo trivial que permitiera desentrañar el misterio que rodeaba a la pareja. Al concluir el paseo cerraban la cancela del jardín con cadena y candado. Desde la calle se podía ver aún durante algunas horas luz en las ventanas de la casa. Luego estas luces se apagaban alrededor de las diez. No recibían visitas ni correspondencia, no estaban suscritos a ningún diario ni revista. Tampoco habían puesto los pies en la parroquia ni una sola vez. Este retraimiento obstinado por fuerza tenía que originar conjeturas: era voz común que el señor Braulio poseía una renta cuantiosa, que a su muerte, que a no dudar había de producirse en breve, su hija disfrutaría de esta renta íntegramente: esto convertía a Delfina en un buen partido, una presa codiciada por los cazadotes. Pero los que al principio trataron de acercarse a ella chocaron con una barrera de indiferencia y silencio; pronto desistieron. Ahora los años transcurrían para ella con la lentitud inexorable y gélida de un glaciar; solía decirse en los corrillos que esperaba que su padre falleciera para ingresar en una orden religiosa; a esta orden aportaría sus rentas como dote. En ese momento, decían, cuando las puertas de la clausura se cierren a sus espaldas, habremos perdido para siempre la posibilidad de saber quién era y qué tragedia había arruinado su vida.

A finales de octubre de 1918 aquella pareja cuyo secreto los curiosos habían deseado tanto penetrar dejó de ser vista en la plaza del Sol. Al cabo de varios días los rumores adormecidos durante años fueron reavivados: Estará enfermo, pobre hombre dijeron. Vaticinaron que no tardaría en morir; lo habían visto muy desmejorado las últimas veces que salió a pasear; ya llevaba la muerte pintada en el semblante, decían.

Ahora todo el mundo hacía diagnósticos retrospectivos. Alguien sugirió que la enferma podía ser ella. Esta posibilidad exacerbó la curiosidad del barrio. En un "cabriolet" llegó un médico. Delfina acudió en persona a abrir el candado que cerraba la cancela. Ah, el enfermo es él, dijeron los curiosos, tal como suponíamos. Luego llegaron a la casa dos médicos más. Han convocado consulta, dedujeron. Aquella consulta marcó el inicio de un desfile ininterrumpido de especialistas, enfermeras y practicantes. Delfina seguía yendo al Mercado de la Libertad todas las mañanas. Las vendedoras le preguntaban cómo seguía su padre, formulaban votos por su pronto restablecimiento; Delfina señalaba con el dedo lo que quería, pagaba y se iba sin decir nada. Pasó el mes de octubre y la primera semana de noviembre en esta incertidumbre. Una rutina nueva y desasosegada había reemplazado la rutina antigua y tranquila de la casa y sus dos habitantes. Por fin los curiosos veían recompensada una espera de varios lustros.

En medio de la expectación general un día apareció un automóvil maravilloso. Reconocieron de inmediato al hombre que se apeó de él, cuya fotografía habían visto en la prensa continuamente. Ahora se preguntaban qué relación podía existir entre el magnate rapaz y prepotente y aquella pareja reclusa y timorata. Ella lo ha mandado llamar, dijo alguien, pero nadie le prestó atención: todos habían acudido a ver de cerca el automóvil: los asientos eran de cuero rojo; las mantas de viaje, de marta cibelina; las bocinas y los faros, de oro macizo; el mecánico que lo conducía vestía un guardapolvo gris con cuello de astracán; el lacayo, casaca verde con galones dorados.


Desde la cancela no podía verse la casa: nadie había podado los árboles ni arrancado las malas hierbas. En el jardín crecían una palmera, un laurel, varios cipreses y un almendro centenario, casi fósil. A la derecha del almendro había un estanque cenagoso y sobre el estanque un delfín desportillado y ennegrecido, cubierto de maleza, de cuya boca no brotaba ni una gota de agua. Allí revoloteaba un enjambre de libélulas de todos los colores. Por contraste con el jardín, la casa parecía limpia y no había adornos ni cuadros en las paredes ni cortinas en las ventanas entornadas. Todo relucía, pero esta apariencia era falsa: sólo estaba limpio y ordenado lo que la penumbra dejaba percibir; más allá de este espacio reducido, el que demarcaba la claridad exigua que filtraban los postigos y las persianas, todo era polvo y decrepitud: las telarañas habían invadido todos los rincones, las polillas devoraban la ropa sucia y repelente, las cucarachas engordaban con los residuos podridos de comida; diariamente se reproducían a millares en la fresquera. Este contraste horroroso era el trasunto de Delfina, la materialización de su deterioro.

– No soy yo quien te ha hecho venir sino mi padre. Él quería verte por última vez -dijo desde la oscuridad. Había acudido a abrir la cancela con el rostro cubierto por un velo espeso. No quería que él le viera la cara todavía, antes de revelarle la verdad. Ahora, dentro de la casa parecía un fantasma. Onofre Bouvila lamentó no tener encima un arma o haber dejado en el automóvil al lacayo, que las llevaba por él. Ésta era la primera frase que le oía pronunciar, pero reconoció de inmediato la voz inconfundible de la fámula-.

Pero nadie te ha obligado a venir. Tú sabrás por qué has accedido a esta entrevista -añadió. A esto no supo qué replicar-. Sube a verle y no tengas miedo: hay una enfermera con él. Yo te espero aquí.

Subió un tramo de escaleras; en varios peldaños el revestimiento de mármol había saltado dejando al descubierto la vigueta cubierta de orín. Guiándose por una fosforescencia que percibía anduvo hasta la única puerta abierta en el rellano. Entró y vio una cama con dosel, sobre la que yacía el señor Braulio. En la mesilla de noche un arco voltaico protegido por una pantalla de gasa difundía una claridad violácea; a esta luz el rostro del yacente adquiría una blancura como de pétalos de flor. En un butacón roncaba la enfermera. No necesitó acercarse al lecho para saber que había muerto hacía varias horas. Dio una vuelta por la habitación:

en el extremo opuesto al lecho había un tocador de laca con incrustaciones de marfil. Sobre el tocador vio varios botes de cremas, afeites y coloretes, pinzas, un rizador de pestañas y una colección de peines y cepillos. Del marco del espejo ovalado colgaba una mantilla de encaje negro. En el primer cajón encontró una peineta de carey. En los últimos años de su vida el señor Braulio solía envanecerse de haber servido de modelo a Isidro Nonell para sus célebres retratos de gitanas.

Ahora Nonell había muerto y no podía probarse la veracidad de esta afirmación disparatada. Al lado de la peineta había un cuchillo afiladísimo: entre la ensoñación y la violencia había discurrido su vida desventurada. Sintió una mano en el hombro y estuvo a punto de gritar. No te he oído entrar, dijo con la respiración agitada. Delfina no respondió. Ya estaba muerto cuando me hiciste llamar, ¿verdad?, quiso saber, pero tampoco obtuvo respuesta. Y a esa enfermera, ¿qué le has dado?, volvió a preguntar. Delfina se encogió de hombros.

– La última vez que nos vimos -empezó diciendo ella- te anuncié que algún día te revelaría un secreto. Ahora ya te puedo revelar este secreto, porque nunca más volveremos a encontrarnos: muerto mi padre, ya no hay razón.

– No sé de qué secreto me estás hablando -dijo él secamente. A esto siguió un largo silencio: aquel secreto había ocupado todos los pensamientos de Delfina durante los años dolorosos de encierro y luego durante los años grises de reclusión voluntaria, había sido la única cosa que la había mantenido viva. Ahora comprobaba que él no recordaba el secreto ni había experimentado en ningún momento la menor curiosidad. De todas las reacciones posibles que había construido en la imaginación y luego alterado y retocado hasta crear una verdadera literatura imaginada hecha de variantes de un solo momento, ésta era la única que no había contemplado nunca. Ahora todos aquellos años se habían deslizado inútilmente. En el silencio que reinaba en la habitación evocó una vez más aquella imagen única con la que había pasado su vida entera, vio por última vez aquella estampa sobada; sintió mecánicamente cómo él le desgarraba el camisón deshilachado que ella venía lavando y planchando a diario para esta ocasión; veía desde el colchón su cuerpo desnudo y sudoroso, cómo brillaba en sus ojos la maldad a la luz incierta de aquel amanecer de primavera del año 1888 que ahora se anunciaba en los cristales tiznados de la ventana de la buhardilla de la pensión. Había esperado aquella visita desde hacía meses y ahora el secreto consistía simplemente en ese dato nimio. Le había amado desde el momento mismo en que le vio cruzar el vestíbulo. Durante aquellos meses había oído sus pasos sigilosos en el rellano del piso inferior; se había levantado todas las noches y había salido de su alcoba, incapaz de dormir y de soportar aquella espera interminable; se había tenido que esconder cada vez que su padre salía de parranda.

Ahora revivía las manos de él en la cintura y el picor y la aspereza en los labios; se desvanecía cuando él le clavaba los dientes; luego veía en la cárcel cómo el paso del tiempo iba borrando de los pechos las marcas de los mordiscos y los moretones en los muslos y las pantorrillas; entonces creía morir de deseo y al mismo tiempo de melancolía y desesperación. El secreto consistía en esto: que las maquinaciones que él había urdido y llevado a cabo para conseguir que ella fuese suya habían sido innecesarias: ella se le habría entregado sin miramientos si él se lo hubiese ordenado. Para eso había arrojado al malvado Belcebú por la ventana de la buhardilla: con este acto cruel y penoso eliminaba el obstáculo que le retraía. Ahora había elegido ese momento para revelarle el secreto; después sería suya de nuevo, por un instante. Luego tenía pensado quitarse la vida, en el bolsillo guardaba un veneno poderosísimo. Con esto pondré fin a mi existencia miserable, meditaba. Ya que no he tenido un momento de dicha, acabaré mis días con una simetría difícil, gustaba de pensar. Ahora este plan había sido desmontado por una simple frase. La primera vez había querido entregarse al hombre que amaba y había sido violentada brutalmente, había sido robada por él de su entrega; ahora, treinta años más tarde, por segunda vez la manifestación de sus sentimientos había sido ahogada por su indiferencia antes de que pudiera ver la luz. Antes de hablar levantó el velo que le tapaba la cara con las dos manos.

– No has cambiado -le dijo. Con esto dio por cancelada la deuda.

Pero él ya no le prestaba atención; otros asuntos de gravedad se la reclamaban: Alemania estaba a punto de rendirse; aquel país hacia el que se habían inclinado en el fondo sus simpatías yacía en ruinas. Más de dos millones de alemanes habían muerto en la guerra; otros cuatro millones habían sufrido heridas, estaban imposibilitados para cualquier función. Allí reinaba ahora la sedición. unos días antes se habían amotinado los marineros de la base de Kiel, los socialistas habían proclamado una república autónoma en Baviera, Rosa Luxemburgo y sus espartaquistas sembraban el desorden, creaban soviets mientras los moderados negociaban el armisticio a espaldas del "kaiser", refugiado en Holanda. El Sacro Imperio yacía exangüe como el señor Braulio en su lecho de muerte. Sólo él conservaba el aliento y los medios necesarios para resucitar este cadáver espiritual, víctima de su propia Historia, del heroísmo atolondrado de sus dirigentes. Enfrentado a esta situación las tribulaciones de Delfina le resultaban enojosas; en aquellos silencios teatrales no veía nada, el recuerdo de aquella noche venturosa que ahora a ella se le hacía ceniza entre los dedos para él era sólo una referencia vaga y anecdótica. Esto quería decirle cuando advirtió en sus ojos el brillo delirante de sus pupilas de color de azufre en las que se leía el cataclismo y la liviandad de aquel impulso sofocado que él no entendió; revivió la ansiedad de aquellas noches lejanas, cuando el corazón se le desbocaba de pasión por ella. En ese instante cristalizó su idea. Acabó de arrancarle el velo con impaciencia: el tul cayó al suelo sin prisa. A la luz del arco voltaico que parpadeaba junto al difunto estudió su rostro con anhelo. Con dedos temblorosos ella empezó a desprender los corchetes de su vestido. Cuando estuvo en enaguas levantó los ojos para ver qué hacía él y lo encontró sumido en reflexiones. Su cuerpo ya no le suscitaba el menor apetito.

¿Qué quieres hacer conmigo?, preguntó. Él se limitó a sonreír oblicuamente. Varios años atrás el marqués de Ut se había presentado en su casa de improviso para hacerle una proposición poco común: ¿Quieres que te mee un perro?, le había dicho. Era una noche de invierno, fría y desapacible:

llovía con intermitencia y el viento racheado hacía tamborilear la lluvia en los cristales. Se había refugiado en la biblioteca, como tenía por costumbre hacer. En la chimenea ardían unos troncos; el resplandor de las llamas agigantaba la sombra del marqués, que se había acercado al fuego a calentarse los huesos ateridos por la humedad. Vestía frac y la botonadura de la camisa era de coral.

– Bueno -respondió-; concédeme diez minutos y estaré listo.

En la calle aguardaba el coche del marqués. Recorrieron la ciudad bajo la lluvia de un extremo al otro, hasta desembocar en una plazoleta triangular formada por la confluencia de dos calles. Era la plaza de San Cayetano: por ella no transitaba nadie y las casas, cuyas ventanas habían sido cerradas a causa de la lluvia y el frío, parecían deshabitadas. El postillón que precedía siempre el carruaje del marqués montado en un caballo blanco saltó al suelo; al hacerlo metió las dos botas en un charco. Llevando al caballo sujeto por la brida se dirigió a un portalón de madera y golpeó en él con el mango de la fusta. Al cabo de unos instantes una mirilla dejó salir un tajo de luz al descorrerse. El postillón dijo algo, escuchó la respuesta e hizo señas en dirección al carruaje. El marqués de Ut y Onofre Bouvila se apearon, corrieron hacia el portalón sorteando los charcos y los chorros de agua que arrojaban los canalones a la plaza. Al llegar ante el portalón éste se abrió a su paso; luego, apenas hubieron entrado, se cerró de nuevo dejando fuera al postillón. Los dos hombres se embozaron en sus capas para ocultar su identidad antes de quitarse las chisteras. Estaban en un zaguán alumbrado por hachones; en las paredes encaladas había manchas de humedad y colgajos que en algún momento habían sido gallardetes de papel. Sobre la abertura que al fondo del zaguán daba entrada a un corredor tenebroso podía verse una cabeza de toro monumental: la piel del toro brillaba debido a la humedad, pero a la cabeza le faltaba uno de los ojos de vidrio y la divisa que ostentaba eran sólo dos trapitos descoloridos prendidos con una tachuela. El que les había abierto era un hombre de unos cincuenta años; caminaba renqueando como si tuviera una pierna más corta que la otra; en realidad su cojera se debía a un accidente laboral: una máquina le había roto la cadera veintitantos años antes de aquel momento. Ahora, incapacitado para el trabajo, se ganaba la vida por los medios más diversos. Vuesas mercedes llegan a tiempo, dijo con una solemnidad en la que no se advertía el menor asomo de ironía; estamos a punto de empezar. En pos de él se adentraron en el pasillo oscuro y desembocaron en una sala cuadrada que iluminaban las llamas azuladas que brotaban de unas espitas de gas situadas en el suelo. Las espitas enmarcaban un espacio semicircular, una suerte de escenario al que servían de candilejas. En la sala había varios hombres, todos ellos embozados; algunos esbozaban a hurtadillas signos masónicos a los que respondía el marqués con el mismo disimulo. El perdulario brincó por encima de las llamitas y se colocó en el centro del escenario; debido a su cojera estuvo a un tris de quemarse una pernera del pantalón. Este incidente provocó risas nerviosas entre los presentes. El perdulario chistó para recabar silencio y atención; obtenidas ambas cosas dijo así:

Excelentísimos señores, si no tienen ustedes impedimento vamos a empezar. Concluido el acto mis hijas les ofrecerán refrescos, añadió antes de saltar de nuevo el cerco y desaparecer detrás de unas cortinas. Al cabo de unos segundos las luces se extinguieron, la sala quedó sumida en la oscuridad. Esta oscuridad al cabo de un rato fue traspasada por un haz de luz grisácea que cruzaba la sala de lado a lado e iba a chocar con la pared encalada. En esta pared, situada en la parte correspondiente al escenario improvisado aparecieron al reflejarse en ella el haz de luz unas formas de contornos imprecisos; parecían reproducciones de las manchas de humedad que había en el zaguán. Luego las manchas empezaron a moverse y se oyeron algunos murmullos en la concurrencia.

Las manchas adquirieron gradualmente una forma reconocible:

los presentes vieron ante sí un fox-terrier grande como la pared entera que parecía observarles a ellos con la misma curiosidad con que ellos lo miraban a él. Era como una fotografía, pero se movía como lo habría hecho un perro vivo:

sacaba la lengua y agitaba las orejas y la cola. Transcurridos unos segundos el perro se puso de perfil a la sala, levantó una de las patas traseras y empezó a orinar. Los presentes corrieron hacia la puerta para no quedar empapados. En la oscuridad total que había vuelto a adueñarse de la sala la estampida acabó en encontronazos, coscorrones y caídas. Por fin volvió la luz y esto restableció la calma. Ahora estaban en el escenario las tres hijas del perdulario: eran tres muchachas muy jóvenes y bastante agraciadas y los vestidos que llevaban en esta ocasión dejaban al descubierto los brazos rollizos y los tobillos esbeltos. Su aparición fue acogida con muestras de regocijo moderado: el espectáculo había intrigado primero y luego defraudado a los caballeros. Ni la belleza de las tres muchachas ni el atrevimiento de su indumentaria bastarían para levantar la noche: las consumisiones serían escasas y el rendimiento global de la velada, menguado.

Al cinematógrafo, como a otros muchos adelantos contemporáneos, se atribuyen diversas paternidades. Varios países quieren ser hoy la cuna de este invento tan popular.

Como sea, sus primeros pasos fueron prometedores. Luego vino el desencanto. Esta reacción se debió a un malentendido: los primeros que tuvieron ocasión de presenciar una proyección no confundieron lo que veían en la pantalla con la realidad (como pretende la leyenda inventada a posteriori), sino con algo mejor aún: creyeron estar viendo fotografías en movimiento.

Esto les llevó a pensar lo siguiente: que gracias al proyector se podía poner en movimiento cualquier imagen. "Pronto ante nuestros ojos atónitos cobrarán vida la Venus de Milo y la Capilla Sixtina, por citar sólo dos ejemplos", leemos en una revista científica de 1899. Una crónica de dudoso rigor aparecida en un diario de Chicago en ese mismo año refiere lo siguiente: "Entonces el ingeniero Simpson hizo algo increíble:

con ayuda del Kinetoscopio, al que nos hemos referido ya en estas mismas páginas una y mil veces, consiguió dotar de movimiento su propio álbum familiar. ¡Cuál no sería el estupor de amigos y parientes al ver paseando tranquilamente por la mesa del comedor al tío Jaspers, enterrado en el cementerio parroquial muchos años atrás, con su paletó y su sombrero de chimenea, o al primo Jeremy, muerto heroicamente en la batalla de Gettysburg". En agosto de 1902, es decir, tres años después de estas noticias disparatadas, un periódico de Madrid recogía el rumor de que un empresario de esa capital había llegado a un acuerdo con el Museo del Prado para poder presentar en un espectáculo de "variétés" las Meninas de Velázquez y la Maja Desnuda de Goya; el mentís que el propio periódico dio a esta noticia al día siguiente de su aparición no bastó para contener el aluvión de cartas a favor y en contra de esta iniciativa, una polémica que aún coleaba en mayo de 1903. Para entonces sin embargo lo que realmente era el cinematógrafo ya era del dominio público: un subproducto de la energía eléctrica, una curiosidad sin aplicación en ningún campo.

Durante algunos años el cinematógrafo llevó una vida larvaria:

confinado en locales como el de la plazuela de San Cayetano, donde el marqués de Ut llevó a Onofre Bouvila, no cumplía otra función que la de servir de señuelo a una clientela interesada básicamente en otros pasatiempos. Luego cayó en un descrédito absoluto. Los escasos locales que cuatro empresarios ilusos abrieron en Barcelona tuvieron que cerrar sus puertas al cabo de pocos meses: sólo los frecuentaban vagabundos que aprovechaban la oscuridad para descabezar un sueño bajo techado.


El lisiado se protegía cobijado en el quicio del portal de la lluvia que había arreciado en las últimas horas. En la mano derecha sostenía un candil que de cuando en cuando levantaba sobre su cabeza y allí lo hacía oscilar. Un relámpago iluminó la plaza de San Cayetano, donde tenía su local: vio los árboles doblados por el viento y la calzada sumergida en un torrente de agua opaca. En mitad de la plaza vio también dos caballos negros que piafaban asustados por el fragor de la tormenta. La oscuridad y los truenos le habían impedido percibir su llegada: ahora ya estaban allí. Del coche se apearon dos hombres, a quienes dejó paso franco. Alumbrando el zaguán y el corredor con el candil el lisiado condujo a los dos visitantes al mismo salón en que unos años atrás había exhibido la película del perro incontinente. Ahora aquella máquina de proyección, adquirida con más ilusión que acierto, permanecía olvidada en el sótano de la casa; sólo la desempolvaba esporádicamente para exhibir algunas películas aborrecibles, venidas de Dios sabía dónde, que gustaban al marqués y a otros originales y a las que luego se referían aquél y éstos calificándolas de "muy instructivas". En realidad las películas de esta índole eran sólo obscenas y degradantes.

A la sala de proyección había sido restituida su apariencia primigenia: sofá de velludo granate, lámpara de techo con cuentas de vidrio tornasolado, butacas de cuero, veladores de mármol y un piano vertical con candelabros de bronce. La hija mayor del perdulario, a quien los años habían convertido en una belleza serena y ajamonada, tocaba aquel piano con dedos lánguidos y gordezuelos; la mediana había demostrado dotes especiales para la repostería; la menor no sabía hacer nada, pero conservaba en su fisonomía la frescura de la adolescencia.

– La noche es terrible -comentó el lisiado-, no me extrañaría que hubiera inundaciones, como todos los años. He hecho encender la salamandra: en diez minutos estarán caldeadas las habitaciones. Si gustan puedo ofrecerles también una primicia: mi hija la mediana acaba de sacar del horno un kilo de panellets.

Onofre Bouvila declinó el ofrecimiento. Su acompañante no mostró tantos remilgos; por señas, emitiendo unos sonidos guturales que llenaron de espanto al lisiado indicó que él sí estaba dispuesto a aceptarlo. Mientras saciaba su glotonería el lisiado acudió de nuevo a una llamada furiosa a la puerta de entrada. Pase vuesa merced, le oyeron decir al fondo del corredor; esos caballeros han llegado ya. Un tercer caballero, a quien Onofre Bouvila reconoció inmediatamente por el porte y el andar, entró en la sala envuelto en la capa.

– Señores -empezó diciendo aquél-, puesto que no esperamos a nadie más, creo que podemos descubrirnos. Yo respondo de la discreción de todos los presentes -para dar ejemplo se desabrochó la esclavina y arrojó la capa al sofá. Los otros dos le imitaron: eran el marqués de Ut y Efrén Castells, el gigante de Calella. En el intercambio de saludos invirtieron mucho rato. Luego Onofre Bouvila les dijo-: Me he permitido convocarles en esta noche infernal, porque lo que voy a exponerles tiene algo de eso. También de lo contrario -en este punto le interrumpió Efrén Castells para decir que a él no le marease con divagaciones. O vamos al grano, amenazó, o me como otro kilo de panellets y me voy a cenar. Onofre le tranquilizó con una sonrisa amistosa-. Lo que voy a proponerles es algo eminentemente práctico -les aseguró-, pero exige un prólogo.

Procuraré ser brevísimo. Ustedes no ignoran la situación patética en que se encuentra Europa -pintó con trazos vívidos aquel panorama desolado que tanto le venía preocupando en los últimos tiempos; a esto objetó el marqués que lo que le sucediera al resto de Europa le traía sin cuidado y que si Francia e Inglaterra desaparecían de la faz de la tierra con todos sus habitantes él sería el primero en festejarlo. Onofre Bouvila intentó hacerle comprender que la era de los nacionalismos acérrimos había quedado atrás, que los tiempos eran otros. El marqués montó en cólera. ¿Ahora quieres hacernos propaganda de la Internacional Socialista?, preguntó.

Viendo que la discusión subía de tono Efrén Castells intervino. Con la boca llena de mazapán y piñones no se entendía nada de lo que decía, pero su envergadura no admitía réplica: los ánimos se serenaron al instante-. Como prueba de lo que afirmo, señalaré sólo esto -siguió argumentando Bouvila cuando pudo tomar de nuevo la palabra-: ahora la guerra se acaba: ¿qué será de nosotros? Hemos creado una industria bélica para la que de pronto, de la noche a la mañana, como quien dice, ya no hay demanda. ¿Qué es esto? Esto es la quiebra de las empresas, el cierre de las fábricas y el despido de los trabajadores; esto sin contar con sus secuelas inevitables: las algaradas callejeras y los atentados. Ustedes me dirán ahora que ya nos hemos enfrentado a problemas similares anteriormente y los hemos sabido resolver. Yo les digo que esta vez las cosas van a adquirir una dimensión sin precedentes. Este fenómeno no quedará circunscrito a ninguna frontera: será un movimiento a escala universal. Será esa Revolución de la que tanto hemos oído hablar.

La hija mayor del lisiado se había sentado al piano; el marqués de Ut daba cabezadas al compás de una barcarola. La hermana menor estaba recostada en el sofá; había puesto los pies sobre el velador y la falda se le había subido casi hasta la rodilla: dejaba ver con abandono el empeine de los botines y las medias de seda. A Efrén Castells se le descolgaba la mandíbula al ver aquello.

– ¿Para endilgarnos estas profecías has tenido que citarnos en este sitio precisamente? -preguntó. Bouvila sonrió sin responder: sabía que el marqués de Ut no habría permitido que alguien pudiera sorprenderle en semejante compañía salvo en un lugar de esa catadura; de otro modo jamás habría acudido a una entrevista como la que ahora mantenía con ellos.

– Puedes ausentarte si quieres -le dijo al gigante. Nos sobra tiempo.

Efrén Castells hizo un ademán a la niña y ambos desaparecieron detrás de una cortina de cuentas de madera que ocultaba la puerta de una alcoba en penumbra. El tintineo de las cuentas bastó para despertar al marqués. Éste preguntó dónde estaba Castells. Onofre Bouvila señaló la cortina y guiñó un ojo. El marqués se desperezó y dijo: ¿Y qué hacemos tú y yo hasta que vuelva?

– Podemos hablar -dijo Onofre Bouvila-. A su vuelta os pondré al corriente del plan que he elaborado. Es importante que Efrén Castells dé su conformidad a todo, porque es él quien habrá de asumir todo el riesgo del asunto sin saberlo.

De modo que nosotros dos hemos de hacer como si estuviéramos de acuerdo. Que él crea que los tres entramos unidos en la empresa; que no sospeche que es un mero instrumento en nuestras manos. Si hubiera alguna discrepancia la resolveríamos luego tú y yo en privado, como hemos hecho siempre.

– Entendidos -dijo el marqués, que sentía una afición atávica por las conspiraciones-, pero, ¿qué demonios de plan es ése?

– Luego os lo contaré -dijo Onofre. En aquel momento preciso reaparecía el gigante de Calella seguido de la niña.

El marqués se levantó al punto. Ahora vuelvo, murmuró entre dientes. Cogió a la niña del brazo y la arrastró en dirección a la cortina. Efrén Castells se desplomó en su butaca y encendió un cigarrillo.

– ¿Para qué has hecho venir a este mamarracho afeminado?

– preguntó señalando con el mentón el asiento que el marqués acababa de dejar vacante.

– Su colaboración es esencial para la buena marcha de nuestro plan -respondió Bouvila-. Tú haz ver que estás conmigo en todo lo que yo proponga. Si nos ve unidos no se atreverá a chistar. Cualquier discrepancia entre tú y yo podemos resolverla luego en privado, como hemos hecho siempre.

– Descuida -dijo el gigante-, pero ese famoso plan, ¿en qué consiste?

– !Chitón¡ -dijo Bouvila indicando con la mirada la puerta de la alcoba que camuflaban las cuentas-. Ya está aquí.


Su Santidad el Papa León XIII había decidido tomar de nuevo las riendas del asunto, salir al paso de ciertas corrientes de opinión y ciertas actitudes éticas que habían florecido al socaire de los tiempos modernos y que la conducta de su predecesor, S. S. Pío X, había propiciado. Con este fin "in mente" se encerró en sus aposentos. Que nadie me moleste, dijo al capitán de la guardia suiza encargado del turno de la noche. Escribió hasta el alba y dio al orbe la encíclica "Immortale Dei". Esto sucedía el año 1885; ahora, al cabo de más de treinta años, Onofre Bouvila recordaba aquel domingo de su niñez en que oyó la lectura de esta encíclica en la parroquia de San Clemente. Como correspondía a la importancia del texto, éste fue leído primero en latín. Los feligreses, todos los vecinos del valle, hombres y mujeres, grandes y chicos, sanos o enfermos, escucharon esta lectura de pie, con la cabeza agachada y las manos entrelazadas sobre el regazo.

Luego se santiguaron y se sentaron en los bancos de madera.

Esto producía siempre un gran estrépito, porque los bancos no estaban atornillados al suelo y las patas que los sostenían no eran iguales entre sí. Restablecido el silencio, el rector, aquel don Serafí Dalmau de cuyas manos Onofre había recibido las aguas bautismales, leyó de nuevo el texto infalible de la encíclica en castellano (el catalán no había sido introducido aún de nuevo en los ritos eclesiásticos; en Cataluña mucha gente creía en consecuencia que el castellano y el latín eran dos formas de una misma lengua, de origen divino) y luego trató sin éxito, pero con prolijidad, de desentrañar su sentido. Al lado de Onofre se sentaba su madre. Para asistir a la misa se había puesto el vestido de gala que tenía: un vestido negro, estampado, con unas flores diminutas que ahora creía estar viendo superpuestas a los partes de guerra que le llegaban del frente de Occidente, que le mantenían informado de los estragos causados por los submarinos alemanes en aguas del Atlántico, de la entrada de los Estados Unidos de América en la guerra europea. Le tocó la mano y cuando hubo obtenido su atención le preguntó qué era aquello. Una cosa que nos escribe el Papa, le dijo su madre, para que le obedezcamos en todo lo que dice. ¿Una carta?, volvió a preguntar; y ante el gesto afirmativo de su madre, ¿la ha traído el tío Tonet?, dijo. Claro, ¿quién si no?, musitó la madre. ¿Y nos la manda a nosotros expresamente?, preguntó de nuevo al cabo de un rato, cuando esta cuestión se le hizo presente. No seas bobo, replicó su madre; la manda al mundo entero. De nosotros no sabe nada, ni siquiera que existimos, añadió. Pero nos ama igual, replicó Onofre repitiendo lo que el rector le había inculcado a palmetazos.!Quién sabe¡, había replicado la madre. Hacía nueve años que su marido se había ido a Cuba; pero no era esto lo que en ese instante (y menos aún ahora en el recuerdo) ocupaba la mente de Onofre Bouvila: él sabía que el Papa vivía en Roma; a partir de ahí los conocimientos geográficos habían tenido que ser suplidos por la imaginación:

creía que Roma era un lugar remotísimo, un castillo o palacio inaccesible levantado sobre una montaña mil veces más alta que las que circundaban el valle, a donde sólo se podía llegar atravesando el desierto a lomos de estas tres bestias:

caballo, camello o elefante. Estas imágenes provenían de las ilustraciones del libro de Historia Sagrada que el rector usaba para cimentar sus enseñanzas. Que de un lugar tan quimérico el Santo Padre hiciera llegar su carta en un tiempo brevísimo a la humilde parroquia de San Clemente, cuya existencia misma ignoraba, era lo que entonces le había llenado de estupor. Ahora recordando el hecho le invadía el mismo estupor de entonces.!Esto es poder¡, exclamaba en voz baja, sabiéndose a solas en su despacho. Sólo este poder omnipresente podía alzar diques a las fuerzas de la subversión que amenazaban al mundo. Pero este mismo poder había estado reservado exclusivamente a la Iglesia y la Iglesia parecía dormida sobre sus laureles, desgarrada por disidencias intestinas, sin rumbo ni timonel. Y sin embargo sólo la Iglesia podía penetrar hasta el más recóndito lugar; hasta en el rincón más diminuto del hogar más solitario, de la choza más mísera del globo terráqueo había una estampa prendida a la pared, una invocación que presuponía aceptación y obediencia.

Y todo esto, se decía con admiración, lo había hecho Jesucristo veinte siglos atrás con unos pescadores infelices de Galilea. Él no sabía ni siquiera entonces, con toda la información de que disponía, dónde estaba Galilea; aunque toda su fortuna hubiese dependido de ello no habría podido situarla en el mapamundi. Esto le preocupaba. Luego otros habían intentado reproducir este esquema: Julio César, Napoleón Bonaparte, Felipe II… Todos ellos habían sufrido la derrota y el fracaso más humillantes; habían confiado en la fuerza de las armas únicamente y habían desdeñado la fuerza espiritual capaz de crear un vínculo invisible, de mantener cohesionados aquellos miles de millones de partículas destinadas por sí solas a disgregarse en direcciones opuestas, a esparcirse por el espacio infinito, a chocar las unas con las otras. Pero ahora él, Onofre Bouvila, dijo, reharía esta trama, a partir de una simiente espiritual haría germinar un árbol poderoso de infinitas ramas e infinitas raíces.


La hija menor del lisiado lloraba en la cocina. En el curso de aquella noche había tenido que atender cuatro veces los requerimientos depravados del marqués y nueve veces las embestidas colosales de Efrén Castells. Esto le había provocado una ligera hemorragia y fuertes dolores; su hermana mayor había tenido que abandonar el piano y reemplazarla en la alcoba. Ahora ella ayudaba a la mediana en la cocción de panellets, de los que el gigante había consumido ya catorce kilogramos a pesar de que los piñones le producían, según dijo, ataques agudos de priapismo. En el marco de la ventana podía verse romper el día, un cielo plomizo, cargado de lluvia. Círculos negros rodeaban los ojos del marqués. A pesar de las interrupciones Onofre Bouvila había acabado de exponerles su plan. Ni él ni el gigante de Calella habían comprendido este plan ni lo que se esperaba de ellos en relación con el plan o la ejecución del mismo. Ambos abrigaban serias dudas sobre la cordura de su amigo. Ninguno, sin embargo, se atrevía a decir nada: temían que cualquier comentario desencadenara nuevamente aquella cascada de disparates solemnes a la que habían sido sometidos durante horas interminables. Onofre Bouvila sonreía: la vigilia no parecía haber afectado su talante. Ahora empezaba la negociación y sabía que acabaría saliéndose con la suya. Así dio comienzo el proyecto más ambicioso de su vida; también su mayor fracaso. Todo fue mal desde el principio, todo anduvo con mal pie. Finalmente sus amigos y aliados le volvieron la espalda y se encontró solo de nuevo.

5

En aquella callejuela se había formado una hilera de automóviles: en los radiadores centelleaba el sol de invierno, por los guardabarros que reflejaban el cielo azul transitaba alguna nube blanca solitaria. Los automóviles avanzaban unos pocos metros y se detenían, permanecían un ratito quietos y volvían a avanzar unos metros más. Al llegar al final de la callejuela doblaban a la derecha. Entraban en otra callejuela más estrecha aún, más oscura, en la que el sol no había entrado nunca. Allí, a escasos metros de la curva se detenían finalmente ante una puerta de hierro sobre la que había un diminuto farol de gas, ahora apagado, pues era mediodía. Allí un portero de levita, sombrero de copa y botonadura dorada abría la puerta del automóvil, se quitaba el sombrero de copa cuando bajaba el ocupante de aquél, doblaba la espalda, cerraba la puerta, volvía a colocarse el sombrero de copa, se llevaba a los labios un silbato y lo hacía sonar. A esta señal el mecánico ponía en marcha el automóvil y el siguiente en la fila ocupaba su lugar ante la puerta. Así sucesivamente.

Cuando el automóvil que acababa de partir llegaba al final de esta segunda callejuela, doblaba otra vez a la derecha, como había hecho anteriormente, y tomaba una nueva calleja, ésta muy corta, que desembocaba en una plaza. Allí los automóviles que ya habían pasado ante el portero, que habían depositado ante la puerta a sus ocupantes, esperaban bajo las acacias ser llamados nuevamente por el silbato. Un bodegón situado en una de las esquinas de la plaza había sacado a la acera mesas y sillas y unos parasoles a listas azules, amarillas y rojas. La brisa movía los flecos de los parasoles. Allí se servía cerveza y vino con sifón a los mecánicos y, si éstos querían, también olivas rellenas, boquerones en vinagre, patatas estofadas con pimentón, sardinas en escabeche, etcétera. A medida que se iban acumulando los automóviles en la plaza iba aumentando el número de mecánicos que hacía el aperitivo en aquel bodegón. A las doce y media la plaza estaba repleta de automóviles; ya no cabía uno más. Por suerte, habían llegado todos los que tenían que llegar y sus ocupantes, después de haberse apeado con ayuda del portero ceremonioso habían sido conducidos desde la puerta de hierro a sus asientos por unas señoritas cuyo aspecto por fuerza había de llamarles poderosamente la atención. No porque no fueran jóvenes y tal vez agraciadas. Llevaban unos vestidos rectos, que les caían de los hombros como cilindros sujetos por unos tirantes de cordoncillo, sin resaltar el busto ni la cintura; estos vestidos eran de lentejuelas blancas y acababan uno o dos centímetros por encima de la rodilla; de este modo quedaban al descubierto no sólo los brazos de las señoritas, del hombro a las uñas, sino también las piernas, unas piernas largas, musculosas y nervudas, más propias de un ciclista que de una dama digna de tal nombre. A estas extravagancias se sumaba un maquillaje abigarrado, como a chafarrinones, y una cabellera muy corta y lacia ceñida por una cinta de seda de unos dos centímetros de altura. Los caballeros se hacían cruces. ¿Ha visto usted qué espantajos?, se decían. Con estas fachas yo no sé decir si van o vienen.!Válgame Dios¡ Lo que es hoy en día ya no hay forma de saber si son hombres o mujeres. Si esto sigue así yo me hago del ramo del agua. ¿Qué quiere usted, amigo mío?, son los dictados de la moda. Pues yo sólo le digo esto: que si un día veo a mi hija con estos pingajos del primer bofetón le hago una cara nueva. Esto traerá cola, y si no, al tiempo. Mal empezamos, fue el dictamen. Ahora el marqués de Ut se lamentaba de haber avalado con su prestigio semejante espectáculo, se arrepentía de haberse dejado persuadir por la obstinación de Onofre Bouvila. Ninguno de ambos podía ser visto en aquellos momentos en el salón. Era Efrén Castells quien oficialmente había convocado a los presentes, quien daba la cara. El gigante de Calella gozaba de buena fama entre la gente bien de Barcelona: era sumamente serio en todas sus actividades, prudente en sus iniciativas y en los pagos, puntual y riguroso. Nunca se había visto mezclado en ningún escándalo, ni económico ni de ningún otro tipo. Era tenido por un padre de familia ejemplar; se le conocían devaneos, era proverbial su afición a las faldas y se murmuraban de él proezas en este campo, pero nadie atribuía estas cosas sino a la exuberancia de su naturaleza. Era rumboso sin prodigalidad, lo cual gustaba; hacía obras de beneficencia sin ostentación y se había convertido en un coleccionista de pintura sagaz y respetado por críticos, artistas y negociantes. Ahora ponía en juego este prestigio ante quienes lo sustentaban. No quisiera estar en su pellejo, murmuró el marqués. Onofre Bouvila no le contradijo: ambos espiaban lo que ocurría en el salón desde un palco, detrás de una celosía. El patio de butacas se había llenado casi por completo. Ahora muchos de los asistentes al acto advertían hallarse en la platea de un teatro, al que habían entrado por la puerta trasera, por la entrada de artistas. ¿Qué hacemos aquí?, se preguntaban. ¿Una función privada?, ¿y a mediodía?, ¿qué diablos? Dos focos convergentes iluminaron el escenario.

Ante el telón corrido estaba Efrén Castells: en ese lugar preeminente y vestido de chaqué parecía más grande aún de lo que era. Un gracioso empezó a cantar "el gegant del Pi ara balla, ara balla"; fue coreado por toda la concurrencia con grandes risas. Esto va a ser una cuchufleta sin fin, masculló el marqués desde su puesto de observación; si yo estuviera en su lugar, ya me habría muerto del sofoco. Onofre Bouvila sonrió: Tiene la piel más dura de lo que te figuras, dijo. Lo recordaba pidiendo a voces el crecepelo mágico que vendía él mismo. Luego le daba una peseta por su colaboración. Ahora es lo mismo, pensaba; siempre es lo mismo. Gracias a ese vozarrón impuso silencio sin dificultad cuando vio que se habían cansado de cantar; ya no sabían cómo seguir la broma y estaban dispuestos a escucharle.

– !Queridos amigos¡ -empezó diciendo-. Permitidme que os tutee; soy un hombre sencillo, ya me conocéis: no hay uno solo entre vosotros que no pueda decir esto de mí: en sus tratos siempre antepuso la amistad al ánimo de lucro. No os he convocado para pediros dinero -ahora todos se miraban entre sí con recelo. Onofre Bouvila le guiñó el ojo al marqués: Ya te dije que sabría lidiar este toro, le dijo. Lo importante es que lo sepa matar de la primera estocada, respondió el marqués-. Tampoco quiero haceros perder vuestro tiempo valioso con palabrería hueca. No soy elocuente y siempre he preferido usar con vosotros el lenguaje llano y práctico de la sinceridad. Sólo os pido un rato de atención. Os voy a enseñar algo que no habéis visto nunca antes de hoy.!Algo que no habéis visto nunca antes de hoy¡ -repitió para sofocar los chistes que esta frase de doble sentido había suscitado en el auditorio-. Pero esto que vais a ver en breve por primera vez lo veréis luego miles y cientos y docenas de veces. -¿En qué líos se mete?, dijo el marqués. Los números no son su fuerte, dijo Bouvila; tú déjale a su aire-. Hoy vais a tener el privilegio de esta exclusiva: ya sabéis lo que esto significa en el mundo del comercio, no hace falta que me deis las gracias. Y ya no os digo más: ahora se apagarán las luces. No tengáis miedo, que no pasa nada; que nadie se mueva de su asiento. Yo volveré a salir luego y os explicaré de qué va el asunto. Gracias por vuestra atención.

Al retirarse del escenario el telón se iba corriendo también accionado por un motor eléctrico. Cuando acabó de descorrerse se vio que la boca del escenario había sido tapada por una pantalla enorme y sin junturas visibles, hecha de un material que no parecía metal ni tela, sino una mezcla de ambas cosas, como asbesto. Luego las luces se apagaron, como había anunciado Efrén Castells, y se oyó el ronroneo de una máquina y un piano, que alguien tocaba detrás de la pantalla.

– !Maldición¡ -exclamó una voz entre el público-.!Nos van a echar una película¡

Con esta admonición sembró el pánico. Si es la del perro, me largo, gritó alguien. Las voces ahogaban el sonido del piano. En la pantalla habían empezado a distinguirse las primeras imágenes. La escena que mostraban había sido captada aparentemente en una morada de condición humilde, poco menos que una choza desvencijada a la luz contrastada de una bujía.

Adosada a la pared del fondo de esta habitación había un camastro estrecho y revuelto; en el centro, una mesa y cuatro sillas; sobre la mesa, una caja de costura, ovillos, carretes, tijeras y retales. El conjunto sugería al espectador una vida de privaciones y sordidez. Esto provocó gran hilaridad en la concurrencia. Sentada a la mesa, de espaldas a los espectadores había ahora una mujer vestida de negro.

Aparentemente se trataba de una mujer de mediana edad, algo entrada en carnes. Los hombros de esta mujer se agitaban, una serie de convulsiones sacudían su corpachón, la cabeza desgreñada de la mujer oscilaba; con esto quería transmitir al público sensación de sufrimiento. Alguien gritó:!Qué le den tila¡ Esta ocurrencia desencadenó una carcajada general. Dios nos ampare, musitó el marqués. Calma, dijo Onofre Bouvila secamente. En la pantalla la mujer levantaba los brazos hacia el techo de la choza, hacía amago de levantarse y volvía a derrumbarse en la silla, como si le fallasen las articulaciones o le flaquease el ánimo o se conjugasen ambos problemas a un tiempo. En la platea la risa iba en aumento; no había gesto de la mujer que no acrecentase sin causa alguna la risa de todos los presentes. Efrén Castells irrumpió en el palco celado en que se hallaban Onofre Bouvila y el marqués de Ut; aun en la oscuridad reinante se podían distinguir sus ojos desorbitados.

– !Onofre, por lo que más quieras -gimió-, di que corten ahora mismo la proyección¡

– Al que haga esto lo mando fusilar -dijo Bouvila con los dientes apretados.

– ¿Pero que no ves cómo ríen los condenados? -dijo el gigante. Como a la mujer de la película, también a él los sollozos le sacudían el corpachón. Onofre se agarró a las solapas del chaqué de efrén Castells, lo zarandeaba en la medida que se lo permitían sus fuerzas dispares. ¿Desde cuándo has perdido el valor?, le espetó en la cara.!Calla y espera¡

Entonces se dieron cuenta de que las risas menguaban.

Acudieron a la celosía y dirigieron una mirada ansiosa a la pantalla: ahora la mujer conturbada se había levantado por fin de la silla, se había vuelto; su cara llenaba la pantalla. El público había enmudecido en efecto: como Efrén Castells acababa de anunciar, ahora estaba viendo por primera vez lo que durante varios años el mundo entero vería a todas horas en todas partes: el rostro apenado de Honesta Labroux.


Físicamente no podía ser menos agraciada. En aquel momento en que se eclipsaba el encanto de la real moza, hiperbólica y sinuosa y empezaba la moda de la jovencita andrógina, estrecha y sincopada, ella aportaba un cuerpo rotundo, pesado y algo hombruno, unas facciones vulgares, unos gestos afectados y unas expresiones relamidas, unas carantoñas melifluas. Su atuendo era ramplón. Todo en ella era chabacano y de mal tono.

Sin embargo entre 1919 y 1923, cuando se retiró del cine, raro era el día en que los periódicos no reprodujeron su fotografía, en que no se hablase de ella; todas las revistas ilustradas pregonaban reportajes (que ella nunca autorizó) y entrevistas (que no concedió a nadie) para multiplicar sus ventas. En los veinte kilogramos de correspondencia que recibía diariamente había declaraciones de amor y proposiciones matrimoniales; también súplicas desgarradoras, amenazas macabras, obscenidades revulsivas, juramentos de suicidio de no obtener el remitente tal o cual favor, maldiciones, Injurias, chantajes, etcétera. Para eludir el asedio de admiradores y psicópatas cambiaba de domicilio con frecuencia, no asistía nunca a un lugar público; en realidad, nadie que no formara parte de su medio podía vanagloriarse de haberla visto, sino en la pantalla. Corría el rumor de que la tenían encerrada, sometida a vigilancia estrechísima las veinticuatro horas del día, que sólo la dejaban salir a la calle para ir a rodar al estudio, de madrugada, maniatada y amordazada y con un saco sobre la cabeza, para que ni ella siquiera pudiera saber a ciencia cierta dónde vivía ni cuáles eran sus pasos. Es el precio de la fama, decían. Esta aura de misterio que la envolvía, el secreto que rodeaba su identidad verdadera y su pasado contribuían a hacer más verosímiles las veintidós películas de largometraje que protagonizó durante su carrera breve y fulgurante. De estas películas sólo nos han llegado retazos en muy mal estado. Al parecer, todas eran idénticas a la primera. Esto, lejos de retraer al público, le agradaba; cualquier variante era recibida inmediatamente en la sala con muestras de enojo, a veces con violencia material. Si alguna evolución hubo en su filmografía, ésta consistió en un descenso gradual a las simas de la sensiblería. Pésima actriz, boqueó, cabeceó y gesticuló del modo más deleznable mientras Marco Antonio perdía por su culpa la batalla de Accio y un áspid que parecía un calcetín se aprestaba a emponzoñar su pechuga aparatosa; mientras su amante moría de tuberculosis y unos chinos taimadísimos echaban adormidera en su copa con objeto de venderla al harén de un sultán afeminado y saltimbanqui; mientras un marido alcohólico y jugador le zurraba con el cinturón tras anunciarle que había apostado y perdido su honra en el tapete verde; mientras un gaucho le revelaba en el momento mismo de ser ahorcado que su madre era ella y no la mujer malvada por cuya causa había salido del convento. En estas películas todos los hombres eran crueles, todas las mujeres, insensibles, todos los sacerdotes, fanáticos, todos los médicos, sádicos y todos los jueces, implacables. Ella a todos perdonaba en sus agonías melosas e inacabables.

– ¿Pero a quién le pueden interesar estas tonterías? -había dicho el marqués de Ut cuando les hubo leído el esquema argumental de aquel primer largometraje que luego sus estudios repitieron hasta la náusea. Se había encerrado en su despacho y allí había trabajado él solo días y noches. Lo había concebido todo: las situaciones, las escenas, los decorados, los vestuarios, no se le había pasado por alto ningún detalle.

Transcurridos varios días, su mujer quiso saber que hacía, fue al despacho y encontró la puerta cerrada. Alarmada tocó la puerta: Onofre, soy yo; ¿te encuentras bien?, ¿por qué no me contestas? Como sólo le respondía el silencio había empezado a golpear la puerta con los puños, frenéticamente; ahora acudían allí los criados, alertados por la barahúnda. Viéndose rodeada por la servidumbre gritó:!Onofre, abre o haré que echen la puerta abajo¡ Ante esta amenaza se oyó su voz tranquila: Tengo un revólver en la mano y dispararé contra el primero que vuelva a importunarme, les dijo a todos. Pero, Onofre, insistió ella aun sabiendo que él bien podía cumplir lo que anunciaba, llevas dos días sin comer ni beber. Tengo todo lo que me hace falta, dijo él. Una doncella pidió permiso para hablar con la señora; éste le fue concedido y ella dijo haber llevado al despacho por orden del señor provisiones y agua para dos semanas. También dijo haber llevado algunas mudas y todos los orinales de que disponía en aquel momento el cacharrero del barrio. El señor le había dicho que no dijera nada a nadie de aquello, que no quería ser molestado por ningún concepto. Ella se mordió los labios y se limitó a decir: Debiste haberme informado antes. En la voz de la doncella había creído percibir un retintín; ahora creía leer un atisbo de desafío en sus ojos negros. No tendrá más de quince o dieciséis años, pensó, y ya me trata como si yo fuera la criada y ella la señora. Vivía convencida de que todo el mundo se burlaba de ella, a sus espaldas y en la cara también.

No hay duda de que me la pega con ésta, pensó. Seguro que ella huele a ajo y a requesón y que a él esto le gusta; prefiere estos olores a los perfumes franceses y a las sales de baño que uso diariamente. Seguro que se meten en la cama y se tapan la cabeza con la sábana para embriagarse con el olor corporal que desprenden después de haber estado traqueteando como dos locomotoras. Lo harán varias veces, como la noche aquella en que entró en mi cuarto por la ventana, escalando la pared de casa de papá. Seguro que él se lo ha contado, habrá profanado el secreto de aquella primera noche contándoselo a todas las que ha tenido luego. Con esta historia se habrán reído a mi costa de lo lindo hasta la madrugada. Debería ponerla en la calle sin contemplaciones, pensó, pero no se atrevía a llevar a cabo esta idea. Ella se lo tomará como una afrenta, pensaba, comprenderá el motivo verdadero del despido y me insultará delante de los demás criados; pensará: de perdidos al río, me pondrá como un trapo, me dirá el nombre del puerco, se lo contará todo al servicio y yo seré el hazmerreír. Luego se lo dirá a él; él no me desautorizará, pero le pondrá un piso e irá todas las tardes a verla; con cualquier pretexto se quedará a pasar la noche entera con ella; luego dirá que ha tenido que quedarse en vela trabajando, como ha hecho tantas veces. Al pensar así no se daba cuenta de que esta misma cobardía era lo primero que le había hecho perder su amor.

Esta misma doncella fue a decirle al cabo de dos semanas de ocurrido lo que antecede que el señor estaba saliendo de su encierro. Estaba merendando con su hija mayor y con la modista cuando entró la doncella con la noticia. Ya se había olvidado de sus celos y de la inquina y pensó al verla: Esta chica es de una gran lealtad, habrá que hacer algo para recompensarla.

Con esta actitud incoherente quería mostrar a todos que no era mezquina, sino magnánima. Su hija y la modista también eran pesos pesados. Ahora los tres hipopótamos se apresuraban por los pasillos. Cuando llegaron ante la puerta del despacho él acababa de salir. En aquellos quince días no se había lavado ni peinado ni afeitado; había dormido muy pocas horas y apenas había tocado la comida. Tampoco se había cambiado de ropa.

Estaba demacrado y se movía con inseguridad, como si acabara de despertar de un sueño profundo y conmovedor o volviera de un trance. Del despacho salía un hedor insoportable. Este hedor corría ahora por los pasillos como un alma en pena, asustando a las criadas.

– Agustí, prepárame el baño -le dijo al mayordomo. No parecía haberse percatado de que su esposa, su hija y la modista estaban presentes. En la mano llevaba un fajo de papeles manuscritos, cubiertos de tachaduras y correcciones. A unas criadas que acudían con ánimo de adecentar el despacho provistas de cubos y bayetas las detuvo con ademán imperioso-.

No hace falta que limpien; nos mudamos de casa -dijo. Ahora Honesta Labroux prestaba su figura y su expresión a este argumento, encarnaba aquellas fantasías que habían suscitado las dudas del marqués de Ut. Él había montado en cólera cuando aquél le dijo no saber a quién podían interesarle tantas tonterías.

– A todo el mundo -había sido su respuesta tajante.

En efecto, ahora el público lloraba. Aquellos hombres de negocios tan templados no podían contener las lágrimas. Luego dijeron que esta reacción inusitada no se habría producido de no haber mediado la magia de Honesta Labroux. Nunca sabremos en qué consistía esta magia. Pablo Picasso afirma en una carta escrita en fecha muy posterior que el influjo de quella mujer radicaba en su mirada, en sus ojos mesméricos. Esta opinión podría venir a confirmar el rumor recogido luego por algunos biógrafos de este pintor: el de que Picasso llegó a conocerla personalmente, que ofuscado llegó a raptarla en una furgoneta de reparto de una lavandería (con la complicidad y ayuda de Jaume Sabartés), que la llevó consigo al pueblo de Góssol, en el Berguedá, y que la reintegró a los estudios al cabo de dos o tres días sana y salva; en estos dos o tres días había realizado varios bocetos y empezado un óleo; de estas obras saldrían los cuadros cotizadísimos de la llamada "época azul".

Más improbable aún que este amorío es el que una revista le atribuyó haber tenido años atrás con Victoriano Huerta. Este taimado general, que había usurpado la presidencia de México tras haber ordenado el asesinato de Francisco Madero y Pino Suárez, había vivido luego un tiempo en Barcelona, cuando la revuelta encabezada por Venustiano Carranza, Emiliano Zapata y Pancho Villa le obligó a renunciar al cargo y a salir huyendo.

Borracho y pendenciero recorría entonces las tascas del barrio chino. Cuando estaba sereno conspiraba y planeaba el regreso.

Agentes alemanes maquinaban una maniobra diversiva que apartase los ojos de los Estados Unidos de la guerra en Europa; para eso querían usar a Huerta de señuelo. Ellos le proporcionaron el plan que andaba buscando; con el dinero acumulado durante los meses escasos de su período presidencial, ahora depositado en la bóveda de un banco suizo, le había comprado armas y municiones a Onofre Bouvila. Éste había cobrado el importe y enviado la mercancía solicitada, pero también había hecho llegar noticia del envío al gobierno norteamericano. En el puerto de Veracruz el cargamento había sido interceptado; para ello habían tenido que desembarcar los "marines" y ocasionar numerosas víctimas entre la población civil. Puestas las armas a disposición de Bouvila, éste se las volvió a vender a Carranza, que ahora luchaba contra Villa y Zapata, sus antiguos aliados. Según la revista en estas mismas fechas, antes de dedicarse al cine, pero cuando ya trabajaba para Onofre Bouvila, Honesta Labroux había bailado una noche para Huerta; éste había quedado al instante prendado de ella, le había ofrecido sumas de dinero incalculables, le había prometido implantar a su vuelta a México la monarquía otra vez allí para coronarla emperatriz, como a la infeliz Carlota; todo en vano. Esta escena se había producido, según la revista, en la "suite" del hotel Internacional que ocupaba el traidor. Este hotel era el mismo que se había erigido en el plazo increíble de sesenta y seis días para acoger a los visitantes a la Exposición Universal de 1888. El techo y las paredes de la "suite" que ocupaba Huerta presentaban varios impactos de bala; había sido seriamente amonestado por ello por la dirección del hotel; además maltrataba al personal de palabra y de obra y no pagaba. Esa noche de amor dicen que iba descalzo, que llevaba abierta la bragueta y que debajo de la camisa desabotonada dejaba ver una camiseta amarillenta y agujereada: con esta pinta sus promesas eran difíciles de creer. Probablemente esta historia, como la de Picasso, sean apócrifas. Picasso en realidad fue a Góssol a pasar unos meses en 1906 y Victoriano Huerta había muerto en 1916 alcoholizado en una prisión de El Paso, Texas. Para entonces Honesta Labroux aún no había sido lanzada a la fama por Onofre Bouvila, ni siquiera su nombre artístico había sido inventado:

aún vivía recluida con el señor Braulio en una casita modesta de Gracia, esperando que muriese su padre para entregarse por segunda y última vez al hombre de su vida y luego quitársela.


De ejecutar este acto melodramático la disuadió precisamente aquel por cuya causa lo había concebido, cuya intervención muchos años atrás la había hecho llegar a estos extremos, no con palabras, sino con aquella misma mirada maligna y gélida que la primera vez en la buhardilla de la pensión la había subyugado y aterrorizado y la había impulsado sin razón a cometer el más abominable de los crímenes. Aquella misma noche había muerto su madre y por su culpa también había sido desarticulada la célula anarquista a la que pertenecía; la mayoría de sus miembros había perecido posteriormente en los fosos de Montjuich: con ello su conciencia se había anegado en sangre. Ahora se leían este dolor y este sufrimiento sin límites en sus ojos de color de azufre: esto no le había pasado inadvertido a Onofre Bouvila. También sabía que a partir de la segunda mitad del siglo XIX allí donde la revolución industrial había tenido efecto había cambiado radicalmente la noción del tiempo. Antes de ese momento el tiempo de que constaba la vida de un ser humano no estaba acotado: si las circunstancias lo requerían o lo hacían aconsejable, una persona podía trabajar días y noches enteras sin parar; luego permanecía ociosa por períodos similares. En consecuencia, las diversiones tenían una duración que hoy se nos antoja desmedida: la fiesta de la vendimia o la de la siega podía durar una o dos semanas. Del mismo modo un espectáculo teatral, deportivo o taurino, un acto religioso, una procesión o un desfile podía durar cinco horas, ocho o diez horas o más; el que participaba en estos actos podía hacerlo ininterrumpidamente o marcharse y volver, a voluntad.

Ahora todo esto había cambiado: todos los días se empezaba a trabajar a la misma hora, se interrumpía el trabajo a la misma hora, etcétera. No hacía falta ser augur para saber cómo serían los días y las horas de la vida de una persona, desde la infancia hasta la vejez; bastaba con saber en qué trabajaba, cuál era su oficio. Esto había hecho la vida más grata, había eliminado buen número de sobresaltos, había despejado muchas incógnitas; ahora podían exclamar los filósofos: el horario es el destino. Esto exigía, a cambio, reajustes importantes: ahora todo tenía que ser regular, no se podía dejar nada al albur o a la inspiración del momento. Esta regularidad, a su vez, no era posible sin la puntualidad.

Antes la puntualidad no había sido nada: ahora lo era todo.

Ahora había que fustigar un caballo cansado o refrenar los bríos de otro fogoso para que el carro llegase a su lugar en el momento previsto, ni un poco antes ni un poco después.

Tanta importancia se concedía a la puntualidad que algunos políticos basaban en ella su propaganda electoral: Votadme y seré puntual, decían al electorado. De los países extranjeros ya no se alababan los paisajes, las obras de arte o la cordialidad de sus habitantes, sino la puntualidad de que hacían gala; países a los que antaño no había viajado casi nadie padecían ahora un aluvión de visitantes deseosos de comprobar por sí mismos la tradicional puntualidad de sus ciudadanos, de sus establecimientos y transportes públicos.

Este reajuste no se habría podido hacer a tan gran escala de no haber venido en ayuda de los pueblos la energía eléctrica:

con este fluido continuo e invariable estaban garantizadas la regularidad y la puntualidad en todo. un tranvía movido por energía eléctrica ya no dependía de la salud e incluso de la buena disposición de unas mulas para cumplir un trayecto con precisión de reloj; ahora los usuarios del tranvía se solazaban pensando esto: Sabiendo qué hora es, sé cuánto falta para que venga el tranvía. Estos cambios tampoco se habían podido hacer en un decir Jesús; se habían ido haciendo gradualmente: primero las cosas más necesarias; luego, las superfluas. Las diversiones y los esparcimientos, por lo tanto, habían quedado para el final: las corridas de toros seguían durando muchas horas; si un toro salía decidido o resabiado, si iba matando caballos a medida que éstos aparecían en el ruedo, la corrida del domingo por la tarde podía prolongarse hasta bien entrado el lunes. En 1916 en Cádiz hubo una corrida famosa que empezó un domingo y acabó el miércoles, sin que el público abandonase la plaza. De resultas de ello los obreros de los astilleros habían perdido el empleo; hubo huelgas y algaradas, ardieron algunos conventos y los obreros fueron readmitidos, pero quedó claro que las cosas no podían seguir de aquel modo. Onofre Bouvila lo sabía perfectamente.

Antes del reencuentro con Delfina, antes de que ella se quedara en enaguas y así se arrojara en sus brazos y le mirara con aquellos ojos de azufre que habían de cambiar el curso de sus pensamientos, ya le había acudido a las mientes varias veces la idea de que el cinematógrafo podía haber sido ese entretenimiento nuevo que andaba buscando la Humanidad. El cinematógrafo reunía tres características que lo hacían idóneo: funcionaba gracias a la energía eléctrica, no permitía la participación del público y era inmutable absolutamente en su contenido.!Ah¡, pensaba,!poder ofrecer un espectáculo siempre idéntico, que empiece siempre a la misma hora y termine exactamente a la hora señalada, siempre la misma también¡!Tener al público sentado, a oscuras, en silencio, como si durmiera, como si soñara: una manera de producir sueños colectivos¡ Éste era su ideal. Pero no, es demasiado bueno, no podrá ser, pensaba. Había visto la película del perro y un par más y por fuerza tenía que dar la razón a los pesimistas. En efecto, nadie acudía a ver una película si acto seguido no había otra cosa, si la proyección no venía seguida de sardanas o de carreras de sacos, si no se soltaba una vaquilla o no se asaban chuletas allí mismo. Así no iremos a ninguna parte, se decía. En realidad, lo que él pensaba lo estaban pensando otros también al mismo tiempo. En 1913 había sido rodada en Italia con este propósito la primera película concebida como un gran espectáculo. Esta película, que se titulaba "Quo vadis¿", que constaba de cincuenta y dos rollos y cuya proyección duraba dos horas y cuarto, nunca llegó a exhibirse en España por un motivo tan raro que bien merece una digresión.

En 1906 había debutado en un teatro de variedades de París una bailarina que luego habría de alcanzar renombre internacional; era holandesa y se llamaba Margaretha Geertruida Zelle, pero se hacía pasar por sacerdotisa india y había adoptado el nombre de Mata Hari. Como todas las bailarinas de su género, recibía muchas proposiciones, pero ninguna tan singular como la que le hizo un caballero una noche de verano del año 1907. Lo que voy a pedirle es un poco especial, le dijo atusándose el bigote engominado, algo que probablemente no le ha pedido nunca nadie. Mata Hari asomó la cabeza por encima del biombo tras el cual se había despojado de la túnica de organdí y el cinturón de plata, amatistas y turquesas que constituían su vestuario. No sé si seré lo bastante exótica para ti, cariño, dijo en un francés sazonado de acento holandés. El caballero se llevó el monóculo al ojo izquierdo cuando ella salió de detrás del biombo. Su visita había venido precedida de un ramo de rosas (seis docenas) y una gargantilla de brillantes. Ahora ella llevaba puesta la gargantilla en señal de aquiescencia y un kimono en cuya espalda había un dragón bordado en negro y oro. Así se sentó frente al espejo circular del tocador, en cuya luna príncipes, banqueros y mariscales habían visto reflejados sus ojos, que la lujuria hacía brillar como brasas. Con gesto lánguido se iba quitando los anillos supuestamente sagrados que formaban parte de la ornamentación sacerdotal, los iba dejando en una caja de madera de sándalo; algunos de estos anillos reproducían calaveras humanas. Y esto que esperas de mí, ¿puede decirse¿, preguntó con coquetería. Al oído, dijo él. Se acercó tanto que la guía del bigote dejó una pequeña cicatriz en su mejilla; en sus ojos no brillaba el deseo, sino el cálculo frío. Represento al gobierno alemán, susurró, y quiero proponerle que se haga usted espía. Esta conversación llegó en seguida a conocimiento de los servicios de inteligencia inglés, francés y norteamericano. La fama de Mata Hari como espía rebasó pronto su fama como bailarina, le llovieron contratos de todo el mundo y su cotización llegó a sobrepasar la de Sarah Bernhardt, cosa que habría resultado impensable unos años atrás. La rivalidad entre ambas divas fue durante mucho tiempo la comidilla del todo París. Así, cuando en 1915 hubo de serle amputada una pierna a Sarah Bernhardt, se dijo que ésta había exclamado: Ahora por fin podré bailar con tanta gracia como Mata Hari. En Barcelona actuó una vez ésta, en el teatro Lírico, con más éxito de público que de crítica. Al final los servicios secretos aliados decidieron desembarazarse de ella y le tendieron una trampa. Un joven oficial de Estado Mayor fingió haber caído en sus redes como habían hecho tantos otros antes que él; la cubrió de regalos, fueron vistos juntos en todas partes: cabalgando en el "Bois de Boulogne", comiendo y cenando en los restaurantes de más lujo, en un palco de la Opera, en el hipódromo de Longchamp, etcétera. Ella nunca le preguntó cómo podía mantener aquel tren de vida con el sueldo modesto de un oficial; quizá dio por sentado que él disponía de rentas adicionales, de una fortuna personal cuantiosa; quizá "correspondía con otro genuino al amor fingido de él:

sólo así se explica que una espía con tanta experiencia mordiese un anzuelo tan convencional. Una noche, cuando ambos reposaban en aquella cama entre cuyas sábanas el curso de la guerra habla sufrido tantas vicisitudes, él le dijo súbitamente que tenía que ausentarse una semana, quizá dos. No podré vivir tanto tiempo sin ti, dijo ella; dondequiera que hayas de ir, no vayas. La patria me lo exige, dijo él. Tu patria está aquí, entre mis brazos, replicó ella. Él acabó por revelarle la naturaleza de la misión que ahora lo arrebataba de aquel nido de amor: tenía que ir a Hendaya. Allí interceptaría una película que los búlgaros trataban de hacer llegar a los agentes alemanes destacados en San Sebastián.

Cuando éstos acudieran a Hendaya, él se les habría adelantado:

la película obraría en su poder y los agentes serían aprehendidos y fusilados en el andén de la estación. Apenas acabó de hablar ella le golpeó en la cabeza con una estatuilla de Siva, el dios cruel, el principio destructor: el joven oficial cayó al suelo con la cara cubierta de sangre. Creyendo haberlo matado, Mata Hari se echó sobre el camisón un abrigo de "renard argenté", se puso un casquete y unas katiuskas y subió al Rolls Royce negro de 24 CV que poseía (además de otros tres automóviles y una motocicleta de dos cilindros).

Todo esto le había sido regalado por altas personalidades de la vida pública de Francia y otros países, había sido pagado con el dinero del contribuyente. En cuanto ella hubo salido se incorporó ágilmente el oficial y acudió a la ventana; desde allí hizo señas a los agentes apostados frente a la casa. No estaba muerto ni siquiera herido: en previsión de semejante lance el servicio secreto francés había reemplazado todos los objetos pesados de la habitación por copias de caucho y había suministrado al oficial varias cápsulas de tinta roja con las que simular un desangramiento. Ahora el Rolls Royce surcaba los campos nevados de Normandía. Junto a la carretera corría la vía férrea. A lo lejos distinguió una columna de humo horizontal: era el tren, que se dirigía a Hendaya a toda máquina. Esta persecución era seguida desde el aire por un aeroplano en el que iban el apuesto oficial y tres agentes.

Acelerando de manera casi suicida el automóvil había logrado acortar distancias, ya estaba junto al furgón de cola. La audaz espía iba de pie en el estribo del Rolls Royce: había rasgado el camisón y con las tiras había atado el volante para evitar cambios bruscos de dirección y había puesto asimismo una piedra recogida en la cuneta sobre el pedal del gas. Con el pintalabios escribió en el parabrisas: "Adieu, Armand!" Así se llamaba el oficial a quien creía haber sacrificado a su deber. Saltó del estribo y agarró con una mano la barandilla de hierro que cerraba la plataforma del tren. Desde allí vio cómo el rolls Royce seguía su carrera frenética, salía de la carretera e iba a detenerse finalmente en un campo. Este Rolls Royce, que milagrosamente no sufrió daño alguno en esta peripecia, puede verse aún hoy en el pequeño "Musée de l.Armée" que hay en Ruán. Dentro ya del furgón, a la luz débil de una linterna sorda, trató de localizar la película de que él le había hablado. Pensaba que encontraría uno o dos palmos de celuloide, apenas una docena de fotogramas. En vez de eso encontró varias columnas de latas cilíndricas: eran los cincuenta y dos rollos de que constaba "Quo vadis?" Cuando los agentes irrumpieron en el furgón la encontraron derrengada, con las manos en carne viva; el viento que entraba por la puerta abierta del furgón había hecho volar el casquete y revolvía su cabellera ensortijada: había logrado arrojar a la vía veinte de los cincuenta y dos rollos, que ahora la nieve sepultaba. Por esto la película no llegó jamás a su destino, no se pudo proyectar en las pantallas españolas. La guerra había paralizado la producción en toda Europa, ya no se volvieron a hacer películas como aquélla: ahora estaba en manos de Onofre Bouvila resucitar la industria, pero no sabía cómo hasta que la suerte quiso que se cruzara Delfina en su camino nuevamente.

6

Acompañado del eco lejano de los truenos el aguacero había vuelto; azotaba los postigos y repicaba en la claraboya que cubría el patio de cocinas. En la cocina las tres hijas del lisiado se habían quedado dormidas, recostadas contra la pared tibia, abrazadas tiernamente entre sí. En el salón mientras tanto los tres hombres proseguían su debate.

– Estás loco -le dijo Efrén Castells. Era el único que se atrevía a decirle cosas semejantes; él no se ofendía. Con las yemas de los dedos acarició las fotografías que había sacado del bolsillo de la chaqueta y extendido sobre la mesa para que las vieran sus interlocutores.

– Debo advertiros que las fotografías no le hacen justicia -les dijo-. De eso me di cuenta yo mismo al principio. Le hice engordar veinte kilos para ver si así su aspecto mejoraba un poco, para ver si ganaba un poco en… ¿cómo diría yo?… en presencia física, tal vez.

La había llevado a la finca de Alella que había alquilado exclusivamente para este fin; aquella finca convenía a sus planes porque estaba rodeada de un seto de cipreses recortados, muy alto y tupido. Le dijo que había sufrido mucho. Lo que te conviene ahora es descanso, le dijo; llevas años cuidando a tu padre, que en gloria esté; ha llegado el momento de que alguien cuide de ti. A estos razonamientos Delfina no supo oponer otros: había pasado muchos años en la cárcel; luego había vivido en un aislamiento absoluto, dedicada efectivamente a cuidar a su padre enfermo y lelo.

Estaba acostumbrada a no disponer de su vida, no podía imaginar escapatoria a la obediencia ciega, salvo la muerte, no concebía otra disyuntiva. Cuando la llevó a la casa ya había allí un chófer, una cocinera y una camarera. No le extrañó que habiendo chófer no hubiera automóvil ni que esta servidumbre ocupara las habitaciones de la planta noble mientras ella era relegada al cuarto de arriba, expuesto a los cuatro vientos. Son gente de absoluta confianza, le dijo; les he dado instrucciones, ellos saben lo que hay que hacer; tú no tienes que ocuparte de nada, sólo hacer lo que ellos te indiquen. Ella sólo acertó a darle las gracias. Por dentro pensaba: quizá esto es como si estuviéramos casados; esto es lo que más se debe de parecer a estar casada con un hombre así.

Durante los meses que siguieron se limitó a dar las gracias a quien le dirigía la palabra. Por las mañanas la despertaba la camarera y le servía en la cama un desayuno copioso:

tortilla de chorizo, embutidos, puré de patatas, tostadas con aceite y un litro de leche caliente. Luego la vestía y la dejaba en el jardín apoltronada en un butacón de mimbre, a la sombra de una mimosa. Le cubría los hombros con un chal de lana de Angora de color amarillo chillón: a este chal acudían las mariposas y las abejas, atraídas por el color. Luego comía y dormía la siesta. Se despertaba con el sol ya bajo, cuando le servían té o chocolate con bizcochos. Entonces daba un corto paseo por el jardín, seguida discretamente por el chófer. Al principio, uno de los primeros días había tratado de trabar conversación con este chófer. ¿No ha dicho Onofre si vendrá a verme?, había preguntado. El chófer la miró de arriba abajo antes de responder. Si se refiere usted al señor, dijo con retintín, el señor no suele informarme acerca de sus planes, ni yo le digo al señor lo que tiene que hacer. Me ha puesto en mi sitio, pensó ella; le dio las gracias y siguió paseando. Otro día quiso apartar los cipreses que formaban el seto para ver la calle pero el chófer le dio un empellón. Esto le importó menos que el no saber si él iría a visitarla o no.

En realidad él no iba a visitarla porque estaba encerrado en su despacho escribiendo el guión de la película que ella había de protagonizar. Mientras él hacía esto sus sicarios seguían cebando a Delfina. Por la noche le administraban un somnífero para que durmiera muchas horas de un tirón. Ella no se daba cuenta de que comía en exceso: en la cárcel había pasado tanta hambre que había perdido de vista toda proporción, todo sentido de la medida: si ahora le hubieran dado nuevamente un trozo de pan, un poco de queso rancio, un arenque o un pedazo de bacalao en salmuera, le habría parecido bien; los festines pantagruélicos que le hacían ingerir también le parecían bien:

no entendía que en la vida cupieran opciones o que estuviera en poder de las personas el ejercerlas a veces: su voluntad había sido anulada. Quizá por esto también le seguía amando.

Por fin decidió escribirle una carta, decirle en ella lo que no había acertado a decirle en presencia de su padre. Cuando la hubo escrito se la dio a la camarera con el ruego de que la echara al buzón lo antes posible. Esa noche en la cocina los criados empezaron a leer la carta, cuyo contenido no entendían. Eran tres rufianes y cumplían su cometido tan mal como podían. Uno u otro estaba siempre ebrio, cuando no los tres a la vez. Aunque entre sí se odiaban, estaban siempre juntos, incapaces de pasar un instante privados de compañía.

El chófer fornicaba alternativamente con la camarera y con la cocinera; a veces, cuando habían bebido en exceso, lo hacía con ambas a un tiempo. En estas ocasiones las dos mujeres se peleaban por él, se tiraban de las greñas, se arañaban y se mordían con ferocidad. Los gritos y el alboroto que acompañaban estas orgías bestiales conseguían despertar a Delfina; como estaba aún bajo los efectos del somnífero, no llegaba a recobrar la percepción por completo: entonces creía estar todavía en la cárcel, donde todas las noches la despertaban alaridos infernales. También allí al cabo de los años había conseguido superar la desazón que estos alaridos le producían al principio integrándolos en sus propios sueños. De esto se daba cuenta ahora. "Aquella noche", había escrito en la carta que nunca llegó a sus manos, "yo también quise gritar pero me contuve. Este grito se me quedó dentro y lo vengo oyendo desde entonces todas las noches. No digo esto para hacerte un reproche: no es un grito de dolor solamente; también es un grito de felicidad sin límites. En todo caso me arrebata la paz que me podría traer el sueño a mi vida: ya no espero otro descanso que la muerte. Pero no, no quiero aparentar un valor que me falta, a ti no te pudo mentir: en mi vida he pasado por momentos difíciles, a veces he sentido ganas de renegar de la grandeza de mi destino, que ha sido el quererte. Esto que te digo ahora tampoco es un reproche.

Siempre he pensado que si tú no fueras como eres, si hubieras actuado de un modo distinto, mi vida habría sido distinta de como ha sido y no hay nada que pueda causarme tanto dolor ni tanto espanto como este pensamiento: el de que un solo instante de mi vida podía haber sido de otro modo, porque eso significaría que en ese instante yo no te habría querido tanto como te he querido. No envidio a nadie ni me cambiaría por nadie, porque nadie te puede haber amado tanto como yo te he amado". Al leer esta carta a los criados se les cayeron varias manchas de vino en el papel. Vaya, qué contrariedad, dijeron, ¿qué dirá el señor Onofre si ve estos manchurrones? Para no ser descubiertos arrojaron la carta al fuego.

El marqués de Ut dijo: Yo me tengo que ir. Se levantó con dificultad: las articulaciones habían sido afectadas por la vigilia y la lluvia. ¿No tienes nada que agregar?, dijo Onofre Bouvila. El marqués consultó el reloj y arrugó el ceño; luego pensó que en realidad nada reclamaba su presencia en ninguna parte y lo desarrugó. Si hemos llegado hasta aquí, bien puedo quedarme hasta el final, dijo suspirando. Onofre Bouvila sonrió con reconocimiento. Siéntate y dime qué te preocupa, le dijo. El marqués se acarició las mejillas y las encontró rasposas.

– Hay una cosa que no entiendo -dijo por fin: hablaba arrastrando un poco la voz; las ideas se le escapaban a veces; el cansancio no le permitía concentrarse, cosa que ya le resultaba ardua en condiciones óptimas. Ahora se había quedado embobado mirando la fotografía de Delfina: una matrona emperifollada, de pie contra un fondo de cipreses, apoyada en la sombrilla, mirando al aire con expresión vacía. Dejó la fotografía, hizo chascar los labios y los dedos al mismo tiempo.

– Veamos -dijo Onofre con paciencia.

– ¿Qué pinto yo en este asunto? -dijo el marqués de Ut.

Quizá si todos los hombres de negocios supieran que tarde o temprano han de morir se paralizaría la actividad económica en el mundo. Por fortuna éste no era el caso del marqués de Ut.

Francmasón, zascandil y libertino, el marqués era en su fuero interno un conservador intransigente; su falta absoluta de opinión tenía un peso enorme en los círculos más reaccionarios del país. Estos pequeños grupos, integrados por aristócratas, terratenientes y algunos elementos del Ejército y el clero ejercían sobre la vida política de la nación una influencia decisiva de carácter inverso: no intervenían en nada, salvo para impedir que se produjeran cambios; se limitaban a dejar constancia de su existencia y a prevenir a la opinión pública de lo que podría suceder (algo trágico) si su inmovilismo a ultranza era contrariado. Eran como leones dormidos en medio de un aprisco. En realidad no sustentaban ninguna ideología:

cualquier intento de racionalizar su actitud era mal recibido; habría supuesto a sus ojos poner en tela de juicio lo recto, lo justo y lo necesario de esa actitud, una brecha en el orden natural de las cosas. Que se justifiquen otros, decían: a nosotros no nos hace ninguna falta, porque tenemos la razón.

Toda innovación, aunque coincidiera con sus intereses, les horrorizaba; aceptarla les parecía un suicidio. En este terreno toda discusión con alguno de ellos resultaba imposible. Onofre Bouvila lo sabía por experiencia; a veces había insinuado al marqués de Ut la conveniencia de introducir pequeñas reformas en tal o cual sector con el fin exclusivo de evitar males mayores. Ante esta noción el marqués perdía los estribos. ¿Para qué carajo quieres tú cambiar el mundo, hombre?, replicaba, ¿Quién te crees que eres?, ¿Dios Todopoderoso? Bah, bah, ¿no están las cosas bien como están?

Eres rico y en definitiva de viejo no pasa nadie: tú a lo tuyo ¡y los que vengan detrás que arreen! Sus argumentos eran poco consistentes, pero no había en el mundo fuerza capaz de hacer que se apease de ellos. El que además estas proposiciones subversivas vinieran de Onofre Bouvila no hacía más que reafirmarle en sus principios: Al fin y al cabo, le decía, tú has salido de la nada, eres un labriego a quien se ha permitido ganar dinero a espuertas: ahora los humos se te han subido a la cabeza y te crees con derecho a voz y a voto, ya quieres tener vela en este entierro, ¿eh? Esto a sus ojos era prueba de que en el futuro había que andar con más tino, ser más estricto. El que fuera capaz de decir estas impertinencias a su amigo, cuya hospitalidad generosa no rehusaba jamás y a quien debía favores importantes y sumas de dinero elevadas suscitaba la admiración y la envidia de Onofre Bouvila. Con él tampoco podía darse por ofendido. ¿Por qué sois tan cerriles?, se limitaba a responder con suavidad; con vuestra inflexibilidad vais a provocar vuestra propia destrucción. A esto el marqués replicaba con gritos y aspavientos de energúmeno; anunciaba que su paciencia estaba llegando al límite y que si la conversación seguía por aquellos derroteros se vería obligado a enviar sus padrinos a Onofre Bouvila. En estos momentos el marqués no habría vacilado en matarlo sin remilgos. Como para el marqués y sus correligionarios el orden existente era algo natural, todo desorden era por necesidad externo al sistema y había de ser eliminado por el método que fuera. En estas ocasiones recurrían siempre al ejemplo del organismo enfermo, el miasma y la amputación: una metáfora confusa que no entendían ni los sociólogos ni los cirujanos.

– Lo mismo decía Luis XVI cuando fueron a advertirle de lo que estaba pasando en las calles de París -dijo Onofre Bouvila con ánimo de desconcertar a su interlocutor, más por juego que por otra causa. Pero el marqués de Ut había respondido imperturbable que todos los franceses eran hijos de mala madre y que lo que le pudiera suceder a un francés a él le importaba un bledo-. ¿Aunque sea el rey? -había contraatacado Onofre Bouvila.

– Ah, no, eso no -dijo el marqués poniéndose en pie-: Con la casa de Orleans no se mete nadie en mi presencia y si la conversación continúa por estos derroteros me veré obligado a enviarte mis padrinos. Tú verás lo que haces.

Ahora sin embargo las cosas habían tomado otro cariz: no podía ser tomado a la ligera lo sucedido en Rusia, en Austria-Hungría o en la propia Alemania. Sólo un cambio profundo y osado permitiría que todo siguiera siendo como hasta entonces.

– ¿Y este cambio osado y profundo consiste en esto? -dijo el marqués-. ¿En hacer películas con esta foca?

Onofre Bouvila seguía sonriendo, conciliador: no estaba dispuesto a contarle todavía al marqués el alcance verdadero de sus planes.

– Confía en mí -le dijo-. Yo sólo te pido esto: que no saquéis las tropas a la calle; que convenzas a los tuyos de que no soy un loco ni obro de mala fe. Dadme un período de gracia: yo os demostraré lo que puedo hacer. Pero es preciso que durante este período haya calma en vuestras filas. Si se produjeran pequeñas algaradas, dejad que la masa se divierta, haced como que no os dais cuenta: todo forma parte de mi plan.

– No puedo comprometerme a tanto -dijo el marqués. La fatiga le había llevado a una actitud defensiva rara en él.

– Ni yo te pido que lo hagas -dijo Onofre Bouvila-. Sólo que hables de esto a los tuyos. ¿Lo harás por nuestra vieja amistad?

– Déjame pensarlo -dijo el marqués. No podía pedírsele más, por lo que no insistió. Ahora el teatro estaba lleno de los cofrades del marqués de Ut y éste, Bouvila y Efrén Castells espiaban sus reacciones desde el palco celado.

– Parece que va bien -dijo el gigante de Calella.

Onofre Bouvila hizo un gesto afirmativo: No podía ser de otro modo, dijo para sus adentros. Una vez más la intuición había funcionado. Cuando la llevaron al estudio cinematográfico Delfina no opuso resistencia ni dio muestras de curiosidad; igual habría sido llevarla a otro sitio cualquiera. Este estudio cinematográfico había sido erigido en un solar situado entre San Cugat y Sabadell, no lejos de donde están hoy los edificios de la Universidad Autónoma de Barcelona. El costo de su construcción había sido muy elevado, porque todo el equipo técnico había sido importado de varios países. En la operación habían intervenido dos pioneros del cinematógrafo catalán: Fructuoso Gelabert y Segundo de Chomón; ninguno de ellos, sin embargo, había querido dirigir la película que Onofre Bouvila había concebido: el proyecto les parecía descabellado. Por fin fue contratado un viejo fotógrafo sin trabajo, un hombre de origen centroeuropeo, tiñoso y desabrido, llamado Faustino Zuckermann. La elección no fue desacertada: este hombre se compenetró desde el principio con el proyecto sin dificultad. Con Delfina fue tiránico, no había sesión de rodaje en que no la hiciese llorar por un motivo u otro. Era alcohólico y dado a sufrir ataques súbitos de cólera incontrolable. En esas ocasiones había que dejarlo solo, huir de su proximidad para no recibir un golpe dado con mala intención: una vez le rompió tres dedos de la mano a una modista, otra vez abrió la cabeza de un botones de un silletazo. La atmósfera de abyección que creaban en el estudio este personaje y otros similares era del gusto de Onofre Bouvila: él sabía que de allí saldría una flor más delicada y aromática. Los resultados se hicieron esperar; los primeros intentos resultaron fallidos. El atraso tecnológico en que se encontraba Barcelona en este terreno era todavía abismal. La primera película que se rodó tardó tres meses en salir del laboratorio. Cuando por fin estuvo revelada se vio que no se podía aprovechar: unas secuencias eran demasiado oscuras y otras eran tan luminosas que herían los ojos del espectador, quedaban impresas en su retina durante varias horas; en otras revoloteaban por la pantalla unas manchas ocres amorfas; en algunas el movimiento se había invertido inexplicablemente, todo iba al revés: las personas andaban hacia atrás, llenaban sus copas con un líquido que sacaban de la boca, etcétera; también algunos además caminaban por el techo mientras los otros lo hacían por el suelo. Este desastre no alteró el ánimo de Onofre Bouvila. Ordenó que quemasen todo aquel celuloide inútil y que empezase el rodaje de nuevo, en ese preciso instante. Le respondieron que Faustino Zuckermann no estaba en condiciones de trabajar, que no se tenía en pie.

Que dirija sentado, respondió. En esto le imitaron luego muchos directores famosos. Para este segundo rodaje hubo que hacerlo todo nuevamente, porque los decorados y el vestuario del rodaje anterior habían sido quemados también. Esta medida había sido dispuesta expresamente por el propio Onofre Bouvila para que nada de lo que se hacía en el estudio trascendiera al exterior. Mantener el secreto era esencial para él. Pesaban amenazas terribles sobre el personal del estudio; a cambio de eso las remuneraciones eran altísimas. Por fin fueron a decirle que la segunda película ya estaba lista, si quería podía verla en una sala de proyección situada en el mismo estudio. Al oír esto dejó todo lo que tenía entre manos en ese momento, en un automóvil de cristales ahumados se hizo conducir allí. Esta película era la misma que ahora arrancaba lágrimas a los oligarcas congregados en el teatro gracias a la mediación del marqués de Ut. Al terminar aquella primera proyección privada había llamado a su presencia a Faustino Zuckermann. El viejo fotógrafo despedía un olor insoportable a vino tinto y cebolla cruda; su aliento parecía emanar del centro de la tierra.

– Te felicito -le había dicho-. Todo lo que yo quería está aquí; en esta mirada está todo: las ilusiones y los terrores de la humanidad -los ojos inyectados que Faustino Zuckermann tenía clavados en él con persistencia de beodo le convencían de su acierto: Son tal para cual, pensó, el mismo anhelo y la misma desesperación. Dentro de poco esta luz que aún resplandece en el fondo de sus miradas se extinguirá, será un rescoldo primero y luego un montón de ceniza fría, pero este instante último habrá quedado fijado para siempre en el celuloide, pensó.

Загрузка...