– Habrá juventud sin edad. Habrá belleza sin un ápice de suciedad. -Era la víspera de la festividad de san Pedro Encadenado, el último día de julio-. Habrá salud sin enfermedad. Habrá reposo sin cansancio. Habrá plenitud sin carencia. Habrá culto sin infamia. -William Exmewe se dirigía a los predestinados con el estilo que había elaborado sutilmente para ellos.
Alabó a Garret Barton por haber clavado las Dieciocho Conclusiones en la puerta Si quis?; la matanza del amanuense era una ventaja añadida, ya que las palabras serían más fácilmente leídas a la luz de su muerte.
– Las compuertas se han abierto -comunicó- y todo avanza. Cuando el modelo de las cinco heridas esté completo veremos el día del desafío y la desgracia, el día de las tinieblas y la bruma, el día de las nubes altas y los torbellinos, el día de las trompetas y el ruido. El llegará con toda su majestuosidad; es decir, con gran brillo, muy cómodo con Sus amigos y Sus amados. ¿Adonde pondremos luego nuestras miras? La perdición debe dirigirse al Santo Sepulcro.
Santo Sepulcro era el nombre popular del templo del Santo Sepulcro Without Newgate; se trataba de la iglesia parroquial más grande de Londres, y se alzaba cerca de la cárcel de Newgate. Decían que Newgate era tan apestosa que hasta las ratas huían; ejercía un extraño influjo sobre el vecindario, y el hedor persistía en los callejones y los umbrales como signo constante del tifus. Incluso provocaba dolor de huesos. En ocasiones, se oían los gritos de los prisioneros y toda la zona se conocía como «la sesión de la asamblea local». No era de extrañar que la iglesia contigua a Newgate portase el nombre del sepulcro…, aunque de esa tumba fuera imposible resucitar a alguien.
– Este es nuestro texto -decía Exmewe-. Está bien todo lo que acaba bien. Las dos primeras heridas se han infligido con ayuda de Dios Todopoderoso. Y ahora, con la ayuda del mismo, causaremos la tercera. El oratorio fue espectacularmente quemado a mano; la próxima herida debe realizarse con un artefacto. -Les mostró un manuscrito titulado El libro del fuego para quemar enemigos, en el que se explicaba el modo de fabricar un baile del fer capaz de provocar una gran explosión. Se llenaba de pólvora una esfera hueca de plomo y a continuación se envolvía en cuero; la bola se guardaba en una caja o cámara que contuviera la carga y se encajaba en su sitio mediante una cuña. Bastaba con retirar la cuña para que, ¡pataplum!, el fuego griego se propagase por el templo. El riesgo era mínimo-. De todos modos, ya sabéis que somos eternos en el conocimiento de Dios. Somos materia prima creada en los albores del mundo. Estamos a salvo de todo daño. ¡Robert Rafu, Dios está aquí! Hágase su voluntad, que consiste en que tenga usted el manejo de esta cuestión.
El intendente suspiró y miró a los demás como si buscara misericordia.
– Llega antes de lo que esperaba.
William Exmewe reparó en el temor que revelaba la expresión de Robert Rafu y se regocijó. Había elegido atinadamente.
En cuanto los predestinados partieron, el fraile regresó con Rafu a las caballerizas adonde habían atado sus monturas para que las vigilasen.
– Relájese, Robert, Dios está con usted. -Exmewe observó al intendente con sumo cuidado-. ¿Está cómodo?
– ¿La luna está hecha de pieles de becerro?
– Se trata de un asunto peliagudo.
– Tan peliagudo como inamovible.
– Pues le aseguro que puede suavizarse un poco.
– ¿Qué quiere decir?
– Que lo que está hecho puede deshacerse. Si el zapato no calza puede quitarse. -Exmewe acababa de clavar el cebo en el anzuelo y había llegado el momento de tomárselo con calma.
– Quienquiera que sea capaz de aliviarme de esta carga es mi amigo. -Rafu se detuvo en plena calle-. Si mi sino está ordenado lo sobrellevaré, pero también puedo servir a la fe de otras maneras. -Comenzó a hablar con más ánimo. Aunque se cubría la cabeza con la capucha, en ese momento se la quitó-. Si en este asunto yo fuera destruido, se desataría un gran alboroto y llevarían a cabo numerosas pesquisas sobre las causas. La intendencia de San Pablo es un alto cargo y…
– Lo sé.
– Cualquier discusión o investigación se prolongarían… -Se hizo a un lado cuando se cruzaron con dos hombres que transportaban una escalera-. ¿Manifestará su voluntad en este asunto?
– Conozco a un chico, un tal Hamo. Se trata de un simple ser de Dios, de alguien que no piensa. Tal vez sea posible convencerlo de que transporte el mecanismo hasta el Santo Sepulcro y desate el incendio. En ese caso, ¿se quedará más tranquilo?
– Desde luego que sí.
– Pues tendrá que hablar con él. Nos reuniremos esta misma tarde, antes de la caída del sol.
Exmewe sabía que el intendente intentaría eludir la tarea que le había impuesto. Pese a su valerosa fe en tanto predestinado, Robert Rafu era de disposición temerosa y se desalentaba con gran facilidad. Era hereje, pero no mártir. Exmewe ya había tomado la decisión de que debía sacrificar a Hamo. El muchacho sabía demasiado. En los últimos días, los temores del fraile habían aumentado, sobre todo desde que se supo que Hamo había visitado a la monja de Clerkenwell. Lo sabía porque se lo había notificado el alguacil de la Casa de María, al que había colmado de paños y piezas de alfarería procedentes de las despensas de la abadía. Desconocía lo que habían compartido el muchacho y la monja, pero lo sospechaba. Ambos eran hijos de las tinieblas, nacidos fuera del matrimonio, y no cabía la menor duda de que compartían un vínculo de secreta afinidad. En el caso de que Hamo hubiese mencionado la muerte del sacamuelas, ¿le habría dicho la monja que el hombre seguía vivo? ¿Acaso Hamo había buscado, simplemente, la absolución? ¿Había traicionado a los predestinados? ¿Había oído por casualidad cuestiones secretas relativas al grupo de Dominus? El sudor escapó del cuerpo de Exmewe, un sudor ácido y ardiente antes de enfriarse; afloró de él como si ansiara disolverse.
A decir verdad, el muchacho y la monja habían hablado muy poco. El misterio de sus existencias era demasiado grande como para cruzar muchas palabras. La monja conocía el origen de Hamo y había solicitado la bendición del iluminador. El muchacho había quedado azorado y, antes de tartamudear la respuesta, la monja le apoyó un dedo en los labios y musitó:
– Pero no de tu boca, sino desde tu soledad.
– ¿Cómo se ha enterado de mi existencia? -preguntó finalmente Hamo.
– Tu aflicción es el ángel que veo. No sabes por qué viniste al mundo.
– ¿Y usted?
– Hamo Fulberd, a mí me convocaron.
Permanecieron un rato en silencio.
– Hay un sitio llamado Haukyn's Field -acotó el iluminador-. Es un gran campo pelado que sólo…
– ¿En el que deambulas y lloras? En ese sitio fuiste concebido. -La monja se agachó y le tocó la rodilla-. Hamo, hay quienes dicen que Dios ha repartido vida por olvido o por descuido y que se aburre con su Creación. Otros afirman que multiplicó a la humanidad para ser más listo que el demonio, como el tahúr que apila fichas de plomo en un juego de azar. Cuantas más almas, más trabajoso resulta atraparlas.
– Estoy a punto de ser atrapado. Hay alguien llamado William Exmewe…
– Calla. Sé quién es. -El silencio volvió a imperar entre ellos-. Hamo, cuando comprendemos la intención o el designio de alguien, decimos que sentimos su mente. Si es muy oscura y difícil de percibir solemos asegurar que «no puedo sentir su mente». No es mi caso. Puedo sentir tu mente.
– ¿Cómo lo hace, ya que soy incapaz de encontrar mi propia mente?
– He dicho sentir.
– Soy incapaz de sentir mi propia mente. Todo está en la penumbra.
Y, con esas palabras, Hamo se despidió de la monja.
Exmewe planificaba el destino del iluminador. Hamo se convertiría en un felón buscado si tenía éxito en el incendio del Santo Sepulcro; si lo prendían en el intento, Exmewe le echaría las culpas a la monja. Si Hamo moría…, bueno, lo que no puede repararse debe tocar a su fin. La necesidad no conoce leyes. Por eso invitó al intendente a conferenciar con Hamo por la tarde, a la caída del sol, a orillas del Fleet.
Robert Rafu cabalgó hasta el lugar de encuentro siguiendo el Támesis. Las esposas de los ciudadanos recogían agua, la tiraban o lavaban la ropa como habían hecho desde tiempos inmemoriales. Los niños se desnudaban y se zambullían en el río; sus gritos agudos destemplaron a Rafu. Vio dos o tres grupos de mercaderes extranjeros que hablaban seriamente. No hizo falta acercarse a ellos para entender el significado de sus expresiones y ademanes. En los últimos días, Enrique Bolingbroke se había desplazado desde el norte y congregado un gran ejército; York, el defensor de Inglaterra durante la ausencia de Ricardo en Irlanda, se había entregado a Enrique en la iglesia de la parroquia de Berkeley. Hacía una semana que el rey Ricardo había desembarcado por fin en Gales, pero no contaba con muchos apoyos. ¿Se libraría la batalla? Los mercaderes estaban preocupados por sus naves, que ya se dirigían hacia el puerto de Londres. Uno de los hombres escupió en el suelo y Rafu tuvo la sensación de que el escupitajo iba dirigido contra él. Se apresuró a dirigirse hacia el norte, rumbo a Clerkenwell.
Al llegar a los campos de azafrán de la ribera occidental del Fleet, vio que William Exmewe sujetaba del brazo a un joven y lo sermoneaba. El fraile reparó en la llegada del intendente y lo saludó con la mano. El joven le daba la espalda y había clavado la mirada en el curso del río.
– Aquí está Rafu -dijo Exmewe-. Es uno de los hombres buenos.
Rafu desmontó y se pusieron a hablar resueltamente. Exmewe cogió del cuello a Hamo y declaró: -He dicho a Robert Rafu que estás preparado como el que más para este propósito. Es cierto, ¿no?
– Hamo, William Exmewe afirma que eres un hombre leal.
Hamo paseó la mirada de uno a otro, pero no dijo nada.
Su silencio encolerizó a Exmewe.
– ¿Acaso hay algo más para ti en esta tierra? Ya eres un hombre señalado. -El muchacho mantuvo la boca cerrada-. El sacamuelas se pudre en su tumba. Si yo te entregara, estarías perdido.
Hamo sonrió. Era una sonrisa de reconocimiento. De repente vio la configuración de su destino. Vio titilar ante sus ojos la red entera de su sino. Lo que había parecido difícil, se tornó simple; lo que había sido confuso, se trocó en diáfano. La monja había dicho que la habían convocado. Ese también era su propósito. Debía aceptar su aciaga fortuna: no había nada más. Había nacido para tener problemas y debía aceptarlo. No tenía nada más que decir.
– Veamos -intervino el intendente-. Veo que estás de buen talante. Que Dios te conceda su merced y todo saldrá bien.
– Este muchacho está tan tranquilo como un cordero que reconoce a su amo -acotó Exmewe-. Ha llegado la hora de que por fin me devuelvas lo amable que he sido contigo. Hamo, suplico a Dios que lleves este asunto a buen puerto.
Hamo se apartó y volvió a mirar el curso del Fleet, que discurría hasta el Támesis antes de llegar a mar abierto.
– De acuerdo -afirmó-. El que está hundido hasta el mentón necesita nadar.
El intendente regresó a San Pablo de excelente humor. Lo habían librado de una tarea difícil y peligrosa. Había existido la posibilidad de la muerte o la mutilación. Si lo hubieran atrapado no se habría librado del Murus, el emparedamiento o encarcelamiento perpetuo. En su condición de predestinado, sabía que formaba parte del aliento y del ser de Dios, pero ese conocimiento quedaba templado por la experiencia dolorosa de la carne que, de momento, ocupaba. Robert Rafu era un hombre pragmático o «útil», que era como lo llamaban los canónigos, aunque su manejo eficaz de los asuntos de la catedral se basaba en la indiferencia y el desagrado. Despreciaba las convicciones de la Iglesia. Sabía que las bulas y otras zarandajas se compraban y se vendían en Lombard Street de la misma forma que compras y vendes una vaca en Smithfield. Podías adquirir una temporada en el purgatorio de la misma forma que por dos peniques los hombres compran pasteles en Soper Lane. En cuanto al sacramento de la misa…, bueno, el ratónenlo se come la hostia y no obtiene beneficios. El así llamado vino consagrado se agria y huele mal, lo mismo que el agua bendita que permanece demasiado tiempo en la pila. Se había acercado a caballo a la puerta norte de la catedral, cuando vio el resplandor de las teas colocadas en alto; varios sacristanes y canónigos se habían congregado en el camposanto y examinaban algo tendido en el suelo. Alzaron las voces, pero el intendente no supo si de entusiasmo o de temor. Desmontó y se aproximó con su habitual paso sigiloso. En el suelo, a pocas yardas del pórtico norte, había una fosa o boquete. El encargado de los novicios se acercó a Rafu y murmuró:
– Un niño se cayó. El suelo cedió repentinamente y mire lo que sucedió…
Rafu se dirigió hacia la fosa y avistó el perfil de una tumba amurallada y poco profunda. Contenía un féretro de aspecto antiguo, de aproximadamente ocho pies de largo. La parte superior se había deshecho y era visible un gran esqueleto. A primera vista, parecía el de un gigante que había pisado la tierra antes del Diluvio Universal. A su derecha, se encontraba un pequeño cáliz decorado, con un trozo de seda o lino enrollado en el pie. A la izquierda, yacían los restos de lo que sin duda era un cayado obispal. ¿De qué obispo gigante se trataba? Rafu echó un vistazo al polvo que rodeaba el fémur del cadáver; a la luz de las teas rutiló un anillo. El intendente se tumbó en el suelo e introdujo el brazo en la fosa. En cuanto recuperó la sortija, vio en el acto que la esmeralda del centro estaba embellecida con un curioso adorno: los cinco círculos dentro de un círculo.