Capítulo XIV

El cuento del molinero

Coke Bateman, molinero del convento de Clerkenwell, estaba arrodillado en el crucero norte del Santo Sepulcro. Acababa de entregar doce sacos de harina al párroco de la iglesia; el cura había accedido a mediar en su disputa con el alguacil por el tramo del Fleet que discurría entre sus propiedades. Por su parte, el alguacil le había regalado un mastín, ya que el párroco se había quejado de los alborotadores y los enmascarados, que parecían sentirse extrañamente atraídos por la prisión de Newgate.

El molino contiguo al Fleet se encontraba a menos de una milla de las puertas de la ciudad, y con frecuencia Coke Bateman conducía su carro intramuros. En su opinión, se trataba de una ciudad de manantiales, ríos y arroyos. Se había acostumbrado tanto al sonido del agua que discurría por su molino que le parecía que era el sonido del mundo. Dormía con el torrente de las aguas y despertaba con esos ritmos en la mente. Por lo tanto, conocía el sonido áspero y apresurado del Fleet, y no podía evitar compararlo minuciosa y deliberadamente con el de los demás ríos de la ciudad interior. Reconoció el murmullo suave del Falcon, que susurraba entre los juncos; el perturbado y excitable Westbourne, con sus manantiales escondidos que originaban corrientes opuestas; el lento y pesado Tyburn, que serpenteaba entre las marismas; el ligero Walbrook, que se deslizaba sobre las piedras y los guijarros, y el Fleet propiamente dicho, con su corriente principal, intensa y arrolladora, que pasaba cual un suspiro por la ciudad. Y eso por no hablar del Támesis, río majestuoso y de voces múltiples, ora una maraña de oscuras turbulencias, ora una brillante lámina de luz.

¿Era el río lo que se veía en la vidriera con la representación del árbol de Jesé, situada en lo alto del crucero norte, de tono verdete, en cuya orilla se encontraba san Erconwald con los brazos extendidos? El párroco había insistido en que Coke Bateman viera el tesoro recién instalado, obra de Janquin Glazier, que vivía en Cripplegate. Había preguntado al molinero:

– ¿Recuerdas el astro flameante de hace tres años, que mantuvo su rumbo y se elevó hacia el oeste por el norte?

– Una gran cosa brillante. Sí, la recuerdo perfectamente. Se dejó ver cada vez menos hasta volverse tan pequeña como una ramita de avellano.

– ¡Pues ese astro está en la vidriera!

Y allí estaba, brillando en la vidriera en la que Ricardo II permanecía arrodillado ante la figura de Juan Bautista. A su alrededor, se enroscaban las ramas del árbol de Jesé; del tronco central, saliendo del cuerpo del durmiente Jesé, se situaban en orden ascendente David y Salomón, la Virgen y Jesucristo crucificado y, por encima de todo, Cristo en toda su gloria. Durante la misa de dedicación de la vidriera, dos hermanos pequeños unidos por el hueso de la cadera entonaron tiernamente Mater salutaris.

Coke Bateman estaba muy interesado en la figura del monarca; iba vestido de rojo y blanco, y sobre la cabeza llevaba una gran corona de oro. En cierta ocasión, el molinero había visto de cerca al rey, cuando Ricardo había comido en Clerkenwell con el abad de los monjes hospitalarios de San Juan. El soberano se había trasladado bajo un granpalio dorado a fin de celebrar la reconstrucción de la salamayor del priorato, incendiada por Wat Tyler y su ejército de desharrapados. Ya entonces el molinero había notado que el rey se comportaba como si estuviera en las páginas de un salterio. Vestía la túnica conocida como houpelande, que le llegaba a las rodillas; era de color escarlata y estaba salpicada de flores de lis realizadas con perlas. El gorro de armiño del soberano tenía letras bordadas en oro y calzaba zapatos puntiagudos de piel blanca, atados con cadenas de plata a los calcetines que le llegaban a las rodillas. Se mantuvo impasible incluso mientras lo saludaban y le daban el beso de fraternidad. Su mutismo pareció provocar el silencio de los demás, por lo que la ceremonia prosiguió en medio de un murmullo expectante. Daba la impresión de que el tiempo se había detenido. A Coke Bateman, Ricardo no le pareció joven ni viejo, sino alguien que tenía la edad del mundo. En la vidriera estaba igual; dentro de cinco siglos, en un tiempo que superaba la imaginación de cuantos vivían entonces, el monarca seguiría arrodillado en medio del silencio y el recogimiento.

Al molinero le costaba imaginar los problemas que el monarca tenía en esos momentos. Le parecía imposible que esa imagen de orden sagrado quedara sometido a la aflicción y al cambio mundanos. Al igual que todos, el molinero conocía las noticias sobre la situación apurada de Ricardo. Hacía cinco días, el monarca se había entregado a la custodia de Enrique Bolingbroke. Las palabras que éste le había dirigido se propagaron por las calles y las tabernas de la ciudad: «Milord, he venido antes de lo que esperabaisy os explicaré a qué se debe. Se dice que habéis gobernado a vuestros súbditos con demasiada severidad y que están descontentos. Si Dios lo permite os ayudaré a gobernarlos mejor». La respuesta del monarca también estaba en boca de todos: «Querido primo, si a ti te agrada, a nos también». Algunos informes incorporaban otro comentario, según el cual Ricardo se había vuelto hacia el conde de Gloucester a quien hizo el siguiente comentario: «Ahora veo próximo el fin de mis días».

El rey no era demasiado popular en Londres. Cuando su efigie desfiló en el escenario durante la celebración de la víspera de San Juan, la gente lo abucheó. Dos años antes, había exigido de por vida los impuestos de la lana y del cuero, y en los últimos meses había encarcelado al administrador de un condado por no cumplir con los deberes de su cargo. También se rumoreaba que se proponía gravar con nuevos impuestos a los mercaderes, a fin de financiar las campañas de Irlanda y Escocia. Se encontraba en Irlanda cuando la última rebelión de Enrique tomó forma en el norte de Inglaterra. El rey se había vuelto cada vez más autócrata. Entre los ciudadanos, se había difundido el rumor según el cual había construido un trono en Westminster Hall, «en el que permanecía sentado desde después de comer hasta las vísperas, sin hablar con nadie, aunque supervisando a todos; si miraba a alguien, daba igual su estado o su condición, ese hombre debía arrodillarse».

En numerosas ocasiones, Coke Bateman había defendido al rey. Era propenso por naturaleza al respeto y al asombro ante la contemplación de la realeza. Sentía el mismo respeto cuando observaba el firmamento y las esferas que giraban. Se arrodilló ante la vidriera con el árbol de Jesé y se puso a rezar. Beata viscera Mariae Virginis. Bendito es el vientre de la Virgen María. Quae portaverunt aelerni Patris Filium. Lo perturbaron pensamientos inconexos. «Que dio a luz al Hijo del Padre eterno.» Era imposible que el vientre de la Virgen hubiese albergado al mismísimo Dios. ¿Podía contenerse la divinidad? ¿Se podía esconder en la carne humana?

Joan, la hija del molinero, había tenido un niño ilegítimo hacía poco; Coke Bateman había pedido a sor Clarice que aconsejara a Joan el camino que debía seguir. Para consternación de la señora Agnes de Mordaunt, la joven monja se había convertido en la fuente de autoridad más importante del convento, y Clarice recibía incluso la visita de delegaciones de ciudadanos que le pedían consejo sobre cuestiones cívicas. La priora había enviado a Robert Braybroke, obispo de Londres, una petición en la que le suplicaba…, mejor dicho, en la que le exigía que la hermana Clarice fuese enviada a otra casa religiosa en la que hubiera «plus petites dissensions»; de todos modos, el obispo aún no había terminado de analizar la cuestión, aunque parecía claramente decantado a favor de la joven monja. Por otro lado, a fin de enseñarle humildad, la señora Agnes había insistido en que Clarice siguiera realizando algunas tareas serviles. Lavaba los suelos del refectorio y el dormitorio con el lampazo y un cubo de madera; al terminar las comidas, fregaba los cuencos y las cucharas de madera y los ponía a secar al sol. El molinero la había encontrado en la cocina del convento, pelando guisantes ante una mesa de caballetes; vestía un hábito blanco de lana, grueso y suave, así como toca y velo de hilo, del mismo color.

– Que Dios la ayude -dijo el molinero.

– Coke Bateman, ¿no es así como nos dirigimos a los mendigos cuando no estamos dispuestos a darles limosna?

– Está bien, sor Clarice. Le deseo gran abundancia de consuelo espiritual y gozo en Dios. ¿Así le gusta más?

– Es suficiente. Siéntese a mi lado y déme charla. Hace mucho que no lo veo. -Durante un rato hablaron sobre las minucias del molino y el convento. Luego Clarice le golpeó la mano con una vaina de guisante-. Ha venido a hablar conmigo sobre lo que le ha ocurrido a su hija. ¿Estoy errada? -El molinero no se sorprendió ante ese comentario, pues sospechaba que las monjas habían comentado el evidente estado de su hija. Sin esperar respuesta, Clarice retomó la palabra-: He considerado el asunto y he pensado lo siguiente. Cuando la Virgen se encontraba en estado de buena esperanza, ¿alguien sabía quién era el padre o lo dedujo?

– Hermana, todos debían de saber que se trataba de José.

– Sin embargo, en el auto sacramental de Clerkenwell, José lo niega. -El molinero no entendió por dónde iban las suposiciones de Clarice-. Si María hubiese asegurado que Dios había entrado en ella, ¿quién le habría creído? Por eso todos se burlaron. Por si no lo sabía, Dios ama la confusión. Y nosotras, pobres mujeres, somos frágiles.

– ¿Qué intenta decirme?

– Acérquese y se lo contaré al oído. He visto las cuestiones de María. Las Genna Marias me han sido reveladas con letras doradas mientras dormía. La llevaron al templo en tanto sacerdotisa sagrada y allí copuló con el sumo sacerdote Abiatar. ¿Conoce la palabra latina meretrix? -El molinero averiguó después que ese vocablo quiere decir prostituta o cortesana. De todos modos, ya había oído y comprendido lo suficiente como para quedar profundamente afectado por las palabras de la hermana Clarice; en su opinión, se trataba de un vendaval de impureza-. Tráigame a Joan -propuso la monja-. Se convertirá en mi amada hermana en Jesucristo. Llenaré su alma de dulzura.

Coke Bateman masculló algo acerca de que su hija no tardaría en ponerse de parto y se despidió de la monja, que siguió pelando guisantes en la cocina. Llegó a la conclusión de que la hermana no había dicho más que herejías, pero decidió guardar silencio. La monja recorría caminos extraños y se dijo que, a partir de ese momento, evitaría su compañía. En modo alguno quería quedar mancillado por sus blasfemias.


* * *

Cuando se arrodilló ante la vidriera del Santo Sepulcro con la representación del árbol de Jesé, Coke Bateman oyó movimientos en una de las naves situadas a sus espaldas. Un joven estaba agachado ante un altar lateral consagrado a los santos Cosme y Damián, y parecía acercarse lentamente; llevaba algo bajo la capa. El molinero pensó que se arrastraba hacia la cruz pero, repentinamente, el joven se puso en pie y caminó deprisa hacia la puerta occidental. De pronto, se oyó una explosión estentórea; los pendones y los paños del altar lateral empezaron a arder y una impresionante llamarada se elevó delante del tabernáculo. La imagen de cera del Cordero de Dios se derritió en un abrir y cerrar de ojos.


* * *

Dos días antes, William Exmewe había conducido a Hamo Fulberd a esa iglesia. El Santo Sepulcro se encontraba a corta distancia del priorato de San Bartolomé el Grande, en Smithfield, y cruzaron el mercado sin pronunciar palabra. La algarabía de los animales alarmó a Hamo, que se tapó las orejas con las manos. Cuando llegaron a la escalinata de Santo Sepulcro, Exmewe comentó en voz baja:

– Te mostraré el escenario de tu obra. Entra.

Hamo subió lentamente los escalones, con la mirada fija en la piedra desgastada.

Se adentraron por la puerta occidental y Exmewe lo guió hacia el altar dedicado a Cosme y Damián.

– Aquí provocarás el fuego -afirmó-. Te dibujaré una marca. Aquí mismo. -El altar estaba rodeado de baldosas lustradas, y Exmewe desenfundó el afilado cuchillo que usaba para cortar las insignias de plomo que compraban los que peregrinaban a San Bartolomé; se arrodilló, y en una de las baldosas talló con precisión la figura de un círculo, tan sutilmente, que podría haber conjuntado con el dibujo de rombos del suelo-. Hamo, ¿lo has visto? No estamos jugando a la gallina ciega. -El ilustrador observaba con aprensión el Cordero de Dios situado sobre el altar-. La cuña se coloca aquí. -Exmewe trazó otro círculo-. Una chispa modesta puede desatar un gran fuego.


* * *

Tras la explosión, dos o tres personas entraron corriendo en la iglesia, lanzaron gritos y pidieron ayuda. Una mujer chilló:

– ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!

Hamo Fulberd bajaba la escalinata al tiempo que gritaba:

– ¡Alarma! ¡Alarma! ¡Sálvese quien pueda! -Era el grito ritual que anunciaba peligro y que había lanzado como si fuese víctima inocente de los acontecimientos.

El molinero estaba demasiado sorprendido por la explosión como para decir o hacer algo; miró instintivamente hacia la vidriera con el árbol de Jesé, y con gran alivio, comprobó que permanecía intacta. Al ver que Hamo salía corriendo de la iglesia, Coke Bateman abandonó la posición de rodillas y gritó:

– ¡A por él! ¡A por él! ¡Ha sido él!

A fin de cuentas, el molinero había sido el único en verlo y tenía la obligación de dar aviso.

Salió a la carrera para perseguirlo y vio que Hamo giraba en la esquina de Sepulchre Alley; gritó que había que detenerlo a todos los que se encontraban cerca y corrió tras Hamo al pasar por Pie Corner hacia el terreno abierto de Smithfield. Dos ciudadanos se sumaron a la persecución y, presas del súbito entusiasmo, exclamaron:

– ¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Dadle una buena tunda!

Hamo había llegado a los pesebres donde se reunían los cerdos que estaban en venta y se volvió un instante; Coke no vio la expresión de su rostro. El muchacho se hizo a un lado para evitar un carro y derribó a un barquillero; titubeó y enseguida corrió con más ahínco junto a los toros y los bueyes, rumbo a la puerta de San Bartolomé. En ese momento, Coke Bateman supo qué camino seguiría: se disponía a entrar en la iglesia para acogerse a terreno sagrado. El barquillero y un herrador se sumaron a la cacería; el herrador se quitó el delantal de cuero y lo lanzó por encima de su cabeza. Sus gritos se mezclaron con los ruidos de las ovejas y el ganado, por lo que dio la sensación de que todo el mercado sufría una intensa conmoción.

Hamo los oyó al franquear la puerta; avanzó por el sendero empedrado, abrió de un empujón la gran puerta del templo, corrió por la nave y, casi sin aliento, se desplomó junto al altar mayor. Apoyó la cabeza en la piedra fría y lloró. Percibió el aroma de la piedra que lo rodeaba; olía a cosas olvidadas, a piedra primigenia extraída del lecho de roca de antiguos mares. El mundo era de piedra.


* * *

Llamaron al condestable y al alguacil de Farringdon Without y les comunicaron el grave y cruel delito contra la paz que se había cometido en la iglesia del Santo Sepulcro. A su vez, estos llamaron a Christian Garkeek, el concejal, que en ese momento estaba muy ocupado en la aduana, donde era interventor lanero. Le comunicaron que el malhechor se había acogido a sagrado. También le advirtieron de que el prior de San Bartolomé conocía al acusado: se trataba de un tal Hamo Fulberd, iluminador al servicio del priorato.

– ¿Es sacristán? -había preguntado Garkeek.

– En absoluto. Es imbécil.

– En ese caso, se lo puede ahorcar. -Garkeek miró hacia el puerto, en el que en ese momento descargaban varios barcos-. Aunque es posible que Su Ilustrísima, el obispo, prefiera la hoguera.

Para entonces, muchos ciudadanos vigilaban la iglesia; estaban dispuestos a capturar a Hamo si salía o a atraparlo si intentaba escapar. Todos conocían las reglas del acogimiento sagrado. Mientras permaneciese en la iglesia, nadie podía impedir que le llevasen comida o bebida. Durante cuarenta días podía permanecer en la seguridad del templo, pero luego sería formalmente expulsado por el archidiácono. Por otro lado, si lo deseaba, durante ese período Hamo podía optar por renunciar solemnemente a dicho derecho.


* * *

En cuanto Hamo se acogió a sagrado, el prior convocó en la sala capitular a William Exmewe y al monje de más edad.

– Sobre nosotros cae una tormenta de problemas -dijo Exmewe al prior mientras entraba en la sala-. ¿Cómo es posible que el muchacho se mezclara con herejes abominables?

– Sin duda necesita caminar por el bosque lo que no puede caminar por la ciudad.

– Padre, ¿a qué se refiere?

– En él había cierta rusticidad… Nació para sufrir.

Como si existiese el peligro de que alguien lo escuchase, el anciano monje murmuró:

– Pues ahora se ha convertido en una cabeza de lobo que todos quieren cortar.

– ¿Sabéis qué dijo cuando me preguntó si podía acogerse a sagrado? -El prior se mordió los carrillos.

– ¿Qué dijo? -se apresuró a preguntar Exmewe. Notó que el sudor se acumulaba en el interior de su cuerpo.

– Dijo: «Dios ha ordenado que debo sufrir. Por lo tanto, ésta es mi casa». -El prior se santiguó-. Pobrecillo. Prestad atención. ¿Alcanzáis a oírlos? -Abrió una portezuela del fondo de la sala capitular; afuera, en el camposanto, resonaba el tumulto de cantos y gritos-. Algún aspecto perverso de Saturno ha provocado esta situación. -El prior creía en la influencia de los astros y los planetas-. Tengo oscuras intuiciones. ¿Es posible que en la abadía haya otros conspiradores?

– Claro que no. -Una vez más, Exmewe se apresuró a tomar la palabra-. Huelo a los lolardos a lo lejos. Aquí no hay más. Hamo estaba solo en lo que hizo.

– En ese caso, ¿cómo se le ocurrió lo del fuego griego?

– Padre, está capacitado para toda clase de trabajos. Lo he visto construir artilugios extraños.

– ¿Hablas en serio? Pues bien, ha causado infinitos daños. Me duele pensar que he vivido tanto para ver profanada la abadía. Mis tiempos de juventud están cumplidos. Mi alba cabellera es testimonio de mis muchos años. -El prior suspiró y deambuló por la sala-. Le facilitaremos confesión y luego lo apremiaremos para que salga voluntariamente.

– Si sale de aquí lo someterán al torno y le causarán dolor -intervino el monje de más edad-. Es posible que muera a causa del sufrimiento.

Exmewe sonrió y se secó la boca con la mano.

– No cabe duda de que se sumirá en la desdicha, más que en la gloria.

El prior estaba cada vez más impaciente.

– Si ha cometido sacrilegio, no tiene nada que hacer aquí.

– Padre, podría declararse inocente.

– Debe irse. De lo contrario, nuestras almas corren peligro. No podemos albergar a un quemador de iglesias. Es del todo imposible.

– Permita que se quede un poco más -solicitó Exmewe-. Deje que esta noche duerma en el altar. Tal vez el sol le devuelva el juicio.

– Lo dudo. De todos modos, proporcionadle pan de cebada y agua del riachuelo. Que beba con los patos. Al amanecer, hablaremos con él.


* * *

William Exmewe estaba agitado y colérico. Jamás imaginó que Hamo huiría, se acogería a sagrado y retornaría abiertamente a San Bartolomé; el muchacho era como un perro rabioso que corre a su guarida. Si el prior le daba confesión, tal vez el iluminador le contaría todo.

Por lo tanto, avanzada la noche, en el tiempo de silencio que media entre las vísperas y las completas, Exmewe descendió discretamente por la escalera de piedra que comunicaba el dormitorio con el templo; de todos modos, no habría oraciones mientras Hamo permaneciese junto al altar. Se acercó al muchacho, que lo contemplaba con los ojos desmesuradamente abiertos.

– Vaya, vaya. Hamo, ¿qué tal te ha ido?

– Mal. Estoy perdido.

El iluminador todavía respiraba con dificultad, como si acabara de librarse de la persecución.

– ¿Jaque mate?

– Eso parece.

– Hamo, ten paciencia. Los padecimientos de este mundo son efímeros. Pasan cual sombras sobre la pared.

– Es fácil de decir y difícil de soportar.

– Adelante, quéjate. Pero tienes que tener algo en cuenta. No me has servido bien. ¿No podías cumplir tu propósito sin tanto ruido y estrépito? -Hamo guardó silencio-. ¿Has afilado tu lengua? Eres tan duro de mollera como una piedra. -El muchacho rompió a llorar sin hacer ruido. Exmewe le secó los ojos con la manga del hábito, con tanta franqueza y confianza como si se tratara de un crío-. Te has clavado una espina y no puedo quitártela.

– Se ha llevado la llave de mi mundo -musitó apenado el muchacho.

– ¿Soy yo el culpable? ¿Acaso fui yo quien lo echó todo a perder? Podría librar al mes de abril de la lluvia tanto como volverte tenaz. Hamo, la sesera te ha fallado. Ahora mismo renuncio a ti para siempre.

El iluminador lo miró azorado. Había sido la sombra de Exmewe y no esperaba esa despedida definitiva. Tal vez por eso se había refugiado en San Bartolomé: para que Exmewe le protegiese. Y ahora su protector lo expulsaba.

– Hamo, la fortuna ha echado los dados por ti.

– ¿Entonces, la causa es la fortuna?

– La causa última es Dios Todopoderoso, que es la causa de todas las cosas. De todos modos, la fortuna es tu enemiga. -Exmewe sonrió-. ¿Te gusta la penosa cárcel que representa esta vida?

– Preferiría estar fuera de este mundo.

– En eso puedo ayudarte un poco. -El fraile se apresuró a desenfundar una larga daga del cinto, con la que traspasó el corazón de Hamo Fulberd-. Ya está -susurró al muchacho-. Se acabó. Se terminó.

Exmewe retiró la daga y volvió a enfundarla en el cinto.

Cuando tuvo la certeza de que Hamo estaba muerto, Exmewe caminó sin hacer ruido hasta el pórtico y desatrancó la puerta principal [17]. Apenas la entreabrió para que los que estaban de guardia en el exterior reparasen finalmente en el brillo tenue de la luz procedente del interior del templo. Cualquiera de ellos podría haber entrado y asesinado a Hamo en el altar.

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