Capítulo XXI

El cuento del párroco

John Ferrour rezaba el rosario en la capilla del palacio de Westminster. Se trataba de un hombre devoto, grave en la madurez, que desde hacía dieciocho años ejercía de cura y confesor privado de Enrique Bolingbroke. Era sacerdote de la Torre en 1381, en tiempos de la rebelión campesina, durante los cuales había salvado la vida del joven Enrique.


* * *

A los quince años, Bolingbroke se había refugiado en la Torre Beauchamp, en uno de los «apartamentos» de piedra que solían asignar a los prisioneros nobles, y había pedido a Ferrour que lo reconfortara y asesorase.

– Y por lo tanto David da testimonio cuando dice: Laqueum paraverunt pedibusmeis -dijo el párroco-. Han depositado una trampa a mis pies. Debe moverse con cuidado para solucionar este problema. David también dice que se revuelve en su angustia mientras la espina se hunde en él. De todos modos, la espina puede extraerse.

– ¿Para qué tanta cháchara sobre David cuando tiene delante al sufriente Enrique?

Desde las estrechas ventanas, que eran poco más que aberturas para lanzar flechas, el sacerdote y el fugitivo vieron a los rebeldes que subieron corriendo a la Torre. Algunos elementos clandestinos del interior de la fortaleza incluso bajaron el puente, y la mayoría de los alborotadores estaban tan deseosos de entrar que cruzaron el foso a nado. Dentro sonaron gritos de alarma y luego pidieron auxilio. Ricardo, el rey niño, ya había partido a Mile End para parlamentar con el grueso de los rebeldes; en su ausencia, los desafectos fueron a saquear y matar a los que continuaban en la Torre. Ferrour oyó fuertes pisadas que subieron por la escalera de caracol de la Torre Beauchamp. Quitó a Bolingbroke el jubón finamente bordado y lo destrozó a cuchilladas. Con un trozo de carbón tiznó el cuello y los brazos del muchacho. Bolingbroke gimió y se tapó la cara con las manos, como si así pudiese desdibujar sus facciones. En el suelo de la celda había un jergón de paja, en el que el cura le pidió que se tumbase y rezara.

– Confíe en la generosidad divina -se limitó a decir antes de abrir la gruesa puerta de madera y salir al rellano de piedra. En la escalera resonaron chillidos, pero no palabras distinguibles, y en un abrir y cerrar de ojos apareció un hombre alto y de jubón raído que esgrimía una espada. Ferrour estiró los brazos-. Que Jesucristo lo tenga en Su santa custodia. Esperábamos el rescate.

– ¿Quién hay ahí dentro? -Dos amotinados se habían reunido con el hombre alto y miraron a Bolingbroke, que yacía inmóvil en el jergón-. ¿Quién es ese ratoncito?

– Es el hijo de un pobre preso emparedado por orden del rey. El padre acaba de huir y ha abandonado al muchacho, que está enfermo. Acercaos. Contemplad las señales de su enfermedad.

Los recién llegados no se movieron.

– ¿La muerte?

– La misma, la peste.

– Matarlo sería curarlo.

– Ay, amos míos… -Ese tratamiento fue una elección afortunada, ya que pareció animar a los desharrapados-. Pensadlo bien. Reflexionad sobre el horrible peligro que entraña el pecado del asesinato, que para el cielo es abominable. Se trata del abandono de Dios. Venid. -El cura estiró la mano, pero los amotinados retrocedieron-. Acercaos al lecho. Matad al cordero. Acumulad en vuestros corazones un estercolero de pecado. Después tendréis que matarme, ya que no os confesaré. La sangre os quemará las manos. Debéis recordar lo siguiente: aunque no se sabe cuándo, tendréis que enviar al Altísimo vuestra alma desnuda.

Tamaña elocuencia los afectó. Escupieron en el suelo, se miraron y retrocedieron escaleras abajo.


* * *

De esa forma, John Ferrour entró al servicio del joven Bolingbroke en condición de confesor.

Escuchó la voz de la conciencia de Enrique durante las intrigas y rebeliones, la paz y la guerra. Le oyó hablar en voz baja de la avaricia, la concupiscencia, el orgullo y la envidia. Había violado a una jovencita y, enfurecido, acuchillado a un compañero de cama. De todos modos, nada había preparado a Ferrour para ese momento. Hacía sólo dos horas que el Parlamento había proclamado rey de Inglaterra a su señor.

Había oído las aclamaciones cuando Enrique partió de Westminster Hall. En ese instante, Ferrour se acercó el rosario al pecho y apretó las cuentas de madera hasta que las yemas de los dedos le ardieron. Enrique no había accedido al trono por derecho divino, sino a través de la rebelión y la conquista. Aunque no lo había confesado, había murmurado en presencia del párroco acerca de la ruina del reino y de las pésimas leyes de Ricardo. Y había hablado con el confesor sobre sus deberes, pero jamás había mencionado los impulsos de la avaricia o la ambición. Lo cierto es que Ferrour conocía su corazón. Veía las profundidades de la iniquidad presente. Si guardaba silencio sobre esas cuestiones, ¿quedaría atrapado en las redes del pecado mortal? ¿Estaba dando al nuevo monarca su bendición tácita, ya que ambos hacían la vista gorda ante la ley divina?


* * *

Alguien se arrodilló a su lado. El párroco percibió desasosiego y pecado. ¿Quién era ese hombre al que los guardias de Enrique habían dejado pasar? Se volvió y se topó con Miles Vavasour; había representado a Bolingbroke en varias cuestiones apremiantes sobre feudos y bienes parafernales.

– Padre, estoy muy abatido. Me siento tan solo como cuando nací.

– ¿Desea contármelo in secreta confessione?

– Sí. Que mi última hora sea la mejor.

– Benedicite fili mi Domine. -Antes de iniciar la confesión, se cubrió los ojos con la capucha-. ¿Su arrepentimiento es sincero?

– Lo es, padre.

– ¿Lo consume la pesadumbre por ser un pecador tan condenable?

– Me consume.

– ¿Cree que Jesucristo lo perdonará y en su misericordia lo acogerá?

– Lo creo.

– A partir de ahora, ¿se compromete a pagar por sus pecados y a enmendarse realizando santas obras en honor de Dios?

– Sí, padre.

– En ese caso, hijo mío, confiésese con corazón contrito.

– Ay, santísimo y devoto padre… -Vavasour inclinó la cabeza-. He estado en tratos y contactos con malvados.

El magistrado mencionó al párroco las actividades de los predestinados. Se refirió a su jefe, William Exmewe, subprior de San Bartolomé. Explicó que con anterioridad no había dicho nada en virtud de su amistad con Exmewe. Sin embargo, no aludió a la asamblea conocida como Dominus, que había provocado inquietud y sacrilegios con tal de conseguir la victoria para el nuevo monarca.


* * *

Esa mañana, mientras se trasladaba a Westminster Hall para participar en el debate, Vavasour no tenía la menor intención de confesar, pero Emnot Hallyng, el erudito, lo había detenido antes de que llegara a la sala capitular. Había corrido junto a su caballo y gritado:

– ¡Lo han cercado enemigos que no puede ver!

El abogado frenó su montura.

– ¿Cómo dice?

– Sir Miles, juro que la esencia de esta información es verdadera. Un hombre ha organizado una conjura contra usted.

– ¿Habla en serio?

– Con toda la seriedad del mundo.

– ¿A qué hombre se refiere?

– A William Exmewe.

– ¿A Exmewe? Pero si es…

– ¿Uno de los integrantes de su confederación? Me lo temía.

Mientras el abogado desmontaba, Emnot Hallyng establecía la relación existente entre Exmewe y los que se habían reunido en la torre redonda.

– La compañía no es un vicio -declaró Vavasour-. Y de cada prueba deben existir, como mínimo, dos testigos.

– Sé que está inmerso en las leyes, pero la verdad es todavía más profunda. Exmewe me ha encomendado que le provoque la muerte con veneno. No confía en que usted guarde su secreta secretorum.

– El león siempre tiende emboscadas.

– Ese hombre no es un león. Es el que sonríe con la daga oculta bajo la capa. Tiene oscuros pensamientos. Lo conozco.

– Dígame una cosa, ¿es usted uno de los «sabedores de antemano»?

– ¿Conoce nuestra existencia? -Vavasour se apresuró a asentir-. Es pura invención de Exmewe. Ha jugado a dos bandas.

Emnot Hallyng supo con toda certeza lo que hasta entonces había sospechado: a instancias de ciertos notables, Exmewe había conducido a los predestinados a una trampa y no tardaría en traicionarlos. Además, el erudito temía por su propia vida. Sin duda Exmewe también intentaría que lo detuviesen por el asesinato de Vavasour. Exmewe en persona le daría el jaque mate.

– Responda a otra pregunta -dijo Vavasour, que estaba muy serio-. ¿Por qué motivo Exmewe pretende mi muerte?

– Sospecha que existe un vínculo entre usted y un tal Gunter, un médico parlanchín.

– Pero el médico está muerto.

– ¿Qué acaba de decir? ¿Muerto? Pero ¿cómo ha sucedido?

– Lo encontraron flotando en el Fleet. Estaba espantosamente acuchillado.

– ¿Su espíritu ha cambiado de casa?

– ¿Es eso lo que dicen los hombres nuevos? -El abogado no aguardó respuesta-. Quien lo mutiló ha huido. No ha dejado rastro.

– Señor, le ruego que me crea, es obra de Exmewe. Intentará endilgarle el acuchillamiento. Tiene cinco sentidos. Utilícelos. El fraile se propone destruirlo y esta muerte se ajustará como anillo al dedo a sus propósitos.

Fue entonces cuando el magistrado, temeroso por su vida, decidió traicionar a Exmewe y hablar con el confesor de Enrique Bolingbroke.

No podía pretender una audiencia con Enrique en persona, pues hacía muy poco que había tomado el poder; sin embargo, podía pedir a Ferrour que le transmitiese su mensaje de palabra. De esa forma, William Exmewe sería detenido junto a los demás predestinados. Hasta era posible que Vavasour ganase méritos ante el nuevo monarca tras poner al descubierto la confederación de «los sabedores de antemano»; de esa manera Dominus permanecería oculto bajo la hojarasca, en el lugar seguro en que sin duda el soberano prefería que estuviese.


* * *

El abogado comentó con Ferrour, que acababa de confesarlo:

– Por lo cual le pido de todo corazón que se apresure a tomar en consideración mis palabras y envíe a nuestro buen señor Enrique mis modestos comentarios. Confío en que Dios aclare la gran confusión y la vergüenza de esas personas falsas, malvadas y que sentencian.

– Compartiré su información con mi buen señor que, con la gracia de Dios, se encargará de ellos para que dejen de estar tan ufanos. En momentos como éste el rey debe distinguir claramente entre amigos y enemigos.

– Desde luego.

– No comentaré estos temas con nadie, salvo con él. Miles Vavasour, ¿qué será de usted?

– Aquí se acaba para mí, ya que no puedo hacer nada más. Renuncio ahora y para siempre.

– ¿Se arrepiente?

– Me arrepiento de corazón porque en el pasado me he movido a tientas por un camino equivocado, oscuro, torcido, difícil e interminable.

– ¿Habla como un hombre verdadero y leal?

– Si no es así, cuélgueme de los talones.

– De modo que aún es posible que alcance la gloria eterna del cielo.

– Eso vale más que un penique.

El magistrado estaba profundamente aliviado y le costó lo suyo ponerse en pie.

– Puede compararse con un penique por la redondez que promete la eternidad y por la bienaventurada visión del rostro del rey, que aparece en la moneda. -Calló unos instantes-. Mejor dicho, nuestro rey entrante.

– ¿Cómo está Su Majestad?

– No lo he visto desde la proclamación. Quédese tranquilo. En cuanto hable con él, le enviaré recado de cómo está el mundo. -El párroco pareció suspirar ante la disposición de ese mundo y también se incorporó-. Tenga cuidado cuando camine por la ciudad. Y si sale, vaya acompañado. Exmewe aún está libre. Esta corrupción puede prolongarse. Es imposible dispersar la niebla con un abanico. Por los clavos del Señor, recuerde que los predestinados también son fastidiosos. Podrían lanzarse sobre usted y causarle graves daños.

– En ese caso, padre, le ruego que me dé lo que he venido a buscar: la absolución.

Ferrour volvió a suspirar y se quitó la capucha. Se miraron cara a cara. Contempló unos instantes a Vavasour y movió los labios como si tuviese sed y necesitara beber. Le impuso la penitencia con tono apenas audible y, al oírla, el abogado sollozó sin reparos. El párroco trazó una irregular señal de la cruz en la frente del picapleitos y declaró «Ego te absolvo», al tiempo que Vavasour murmuraba la contrición. Cuando terminó, el párroco lo cogió del brazo y acotó:

– Que Dios le conceda su merced y todo saldrá bien. Salgamos al aire libre. -Abandonaron la capilla y caminaron por el patio empedrado-. Esta noche la luna está inmensa. Que Dios la bendiga.

El magistrado no respondió. Pensaba en la penitencia, que lo conduciría muy lejos de ese firmamento conocido. John Ferrour le había ordenado que peregrinara a Jerusalén, abandonando todos sus bienes y pertenencias; durante el largo trayecto, tendría que mendigar para la subsistencia, ya que sólo partiría con la túnica, el palo y el saco vacío. Había guardado silencio mientras ponían en cuestión a las autoridades legítimas y debía pagar por el incumplimiento de sus obligaciones.

Ferrour había oído hablar de los predestinados, ya que habían mencionado la presencia de esos herejes impenitentes en Amberes y Colonia. Lo que no sabía era que pululaban por Londres. Sin duda habían conseguido conversos entre los ciudadanos cuyos nombres y cantidad seguían siendo desconocidos. El mentado Exmewe era una extremidad del maligno. ¿Por qué Dios permitía que los herejes obrasen a voluntad? ¿Todo estaba preordinado por El? Si el tiempo estaba prefijado, la acción de la gracia no remediaba nada. El hombre estaba condenado sin paliativos. En cierta ocasión, el párroco había comentado a Enrique Bolingbroke que la estrella que condujo a los Tres Magos de Oriente hasta Jesús pudo ser, en efecto, la fe adquirida en el bautismo. Le había explicado que el sacramento del bautismo se denomina «el este», que es por donde sale el sol, ya que allí apareció para ellos el día de gracia tras la noche del pecado original. Ahora todo parecía crepuscular. En ese mundo era difícil ver con claridad. ¿Y si el pecado procedía de Dios, el hacedor de todas las cosas? Cabía la posibilidad de que los predestinados hubiesen emanado de la mano de Dios. Quizá Dios había creado almas condenadas.

– Señor, en tu ferocidad no socaves mi fe -musitó en medio del aire frío.

La primera niebla del otoño se arremolinó en el patio de palacio. Antaño, Westminster había sido territorio de marismas y habían construido el palacio en una isla «in loco terribili». Seguía siendo un lugar terrible, pues estaba ocupado por las pasiones y las envidias de los que luchaban por el poder; el ambiente neblinoso y penumbroso jamás desaparecía. Al cruzar el patio, John Ferrour se topó con Perkin Woodroffe, uno de los valedores de Enrique, que ese mismo día había amenazado a Ricardo con la muerte súbita.

Después de los saludos al uso, Perkin dijo al párroco:

– El tiempo de rupturas está cumplido. Debemos empezar a construir.

– Hasta que el final del tiempo lo deshaga todo.

– Vaya, señor John, habla de forma muy misteriosa. Anímese. El mañana no ha nacido.

– Y después, el mañana se trocará en el ayer.

– Mi buen párroco, parece que se le ha estropeado el ingenio. Se le ha metido la niebla en la cabeza. -Perkin se acercó al sacerdote-. Encárguese de que no nuble el entendimiento de Enrique. Su voluntad debe ser recta y fuerte. El hombre que pide brasas prestadas para encender el fuego debe salvar a trancas y barrancas todos los obstáculos.

– Perkin, lo ayudaré tanto como pueda. Que Jesucristo lo acompañe.

En su fuero interno, el párroco estaba convencido de que Enrique Bolingbroke estaba plagado de humores corruptos. Cuando el pabilo de la candela tapa la luz y no arde claro, el humo se añade a los vapores existentes. Tropezó con una piedra suelta, cayó pesadamente al suelo y experimentó un intenso dolor.

– Vaya, te has caído como la humanidad. -Enrique Bolingbroke en persona lo ayudó a ponerse en pie-. Deberías fijarte por dónde caminas.

– Señor, representáis la gracia después de la caída.

– Dicen que la niebla no es más que nube en descomposición, aunque yo creo que esta bruma mana de la tierra.

– Es descomposición, sin lugar a dudas. Para mí se trata de la alegoría del pecado.

– ¡Bien dicho! -Enrique palmeó la espalda de su confesor-. No debemos olvidar nuestra fragilidad. -Su aliento caliente se mezcló con la niebla-. Estás en la puerta de mi conciencia. En este día triunfal, hablaremos de cosas espirituales.

– Señor, antes debo mencionar otras cuestiones que tal vez os preocupen intensamente. Tenemos que asimilar sombrías nuevas.

La niebla ya se había desplegado a lo largo del río y entrado en la ciudad amurallada [23].


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