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Madrid, 19 enero 2109, 13:10

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Teleportación

Etiquetas: historia de la ciencia, desorden TP, la Fiebre del Cosmos, Guerras Robóticas, Día Uno, los Otros, Paz Humana, Acuerdos Globales de Casiopea, sintientes.

#422-222

Artículo en edición

La teleportación o teletransporte (TP) es uno de los más viejos sueños del ser humano. Aunque la teleportación cuántica se venía ensayando desde el siglo XX, el primer experimento significativo sucedió en 2006 cuando el profesor Eugene Polzik, del Instituto Niels Bohr de la Universidad de Copenhague, consiguió teleportar un objeto diminuto, pero macroscópico, a una distancia de medio metro, utilizando la luz como vehículo transmisor de la información del objeto. Sin embargo sólo fue a partir de 2067, con el descubrimiento de las insospechadas cualidades de potenciación lumínica del astato, un elemento extremadamente raro en la Tierra pero relativamente abundante en las minas de Titán, cuando la teleportación dio un salto de gigante. En 2073, con ayuda de la llamada lux densa, capaz de acarrear cien mil veces más información y de manera cien mil veces más estable que la luz láser, la profesora Darling Oumou Koité fue teleportada o tepeada, como también se dice en la actualidad, desde Bamako (Mali) al satélite saturnal Encelado. Fue la primera vez que se tepeó a un humano a través del espacio exterior.

A partir de entonces se desató entre los países de la Tierra un auténtico furor de exploración y conquista del Universo. Puesto que la teleportación anulaba las distancias y daba igual recorrer un kilómetro que un millón de kilómetros, las potencias terrícolas se enzarzaron en una carrera para colonizar planetas remotos y explotar sus recursos. Fue la llamada Fiebre del Cosmos, y se convirtió en una de las causas principales del desencadenamiento de las Guerras Robóticas, que arrasaron la Tierra desde 2079 hasta 2090. El teletransporte siempre tuvo elevados costes económicos, por lo que en general sólo se tepeaban equipos de exploración de dos o tres personas. Como apenas se disponía de información más o menos fiable de unos pocos centenares de planetas que pudieran resultar colonizables, no era raro que los enviados de varios países coincidieran en un objetivo, bien por casualidad o bien gracias al espionaje, con consecuencias a menudo violentas. Numerosos exploradores cayeron en combate o asesinados, y los repetidos incidentes diplomáticos fueron elevando la tensión mundial. A medida que los destinos más conocidos iban siendo tomados o se convertían en territorios en agria disputa, las potencias empezaron a arriesgar más y a mandar a sus exploradores a lugares más remotos e ignorados, lo que incrementó la ya elevada mortandad de los teleportados. En 2080, último año de la Fiebre del Cosmos, falleció el 98% de los exploradores de la Tierra (cerca de 8.200 individuos, casi todos ellos tecnohumanos), la mayoría simplemente desaparecidos tras el salto, tal vez desintegrados por error en el oscuro espacio intergaláctico, tal vez volatilizados en el acto al ser tepeados a un planeta inesperadamente abrasador.

Para entonces ya se había hecho público algo que los científicos y los Gobiernos supieron desde los comienzos del uso de esta tecnología: que el teletransporte es un proceso atómicamente imperfecto y puede tener gravísimos efectos secundarios. Es una consecuencia del principio de Incertidumbre de Heisenberg, según el cual una parte de la realidad no se puede medir y está sujeta a cambios infinitesimales pero esenciales. Lo que significa que todo organismo teleportado experimenta alguna alteración microscópica: el sujeto que se reconstruye en el destino no es exactamente el mismo que el sujeto de origen. Por lo general, estas mutaciones son mínimas, subatómicas e inapreciables; pero un significativo número de veces los cambios son importantes y peligrosos: un ojo que se desplaza a la mejilla, un pulmón defectuoso, manos sin dedos o incluso cráneos carentes de cerebro. Este efecto destructivo de la teleportación es denominado desorden TP, aunque a los individuos aquejados de deformaciones visibles se les conoce coloquialmente como los mutantes. Por otra parte, se comprobó que teletransportarse en repetidas ocasiones acaba produciendo de manera inevitable daños orgánicos. La posibilidad de sufrir un desorden TP grave aumenta vertiginosamente con el uso, hasta llegar al cien por cien a partir del salto número once. En la actualidad nos regimos por los Acuerdos Globales de Casiopea (2096), que prohíben que los seres vivos (humanos, tecnohumanos, Otros y animales) se teleporten más de seis veces a lo largo de su existencia.

Los riesgos de los saltos, la muerte y desaparición masiva de los exploradores, el elevado coste económico y el comienzo de las Guerras Robóticas acabaron con la Fiebre del Cosmos y con el entusiasmo por la teleportación. A partir de 2081 sólo se usó esta forma de transporte para mantener la explotación del lejano planeta Potosí, único cuerpo celeste encontrado durante la Fiebre del Cosmos cuyos recursos resultaron ser lo suficientemente rentables como para desarrollar una industria minera allende el sistema solar. En los primeros años, la propiedad de Potosí se repartió entre la Unión Europea, China y la Federación Americana. Tras la Unificación pertenece a los Estados Unidos de la Tierra, aunque las minas más productivas han sido vendidas al Reino de Labarl y al Estado Democrático del Cosmos.

Fue en Potosí en donde tuvo lugar el primer encuentro documentado entre los seres humanos de la Tierra y los Otros o ETS, seres extraterrestres. El 3 de mayo de 2090, fecha desde entonces llamada Día Uno, una nave alienígena aterrizó en el sector chino de la colonia minera. Eran exploradores gnés, un pueblo procedente del planeta Gnío, cercano a Potosí; ambos orbitan la misma estrella, Fomalhaut. Su navío era muy rápido y técnicamente muy avanzado, si bien su método de desplazamiento era convencional y viajaban a velocidades muy inferiores a las de la luz. Desconocían el teletransporte material, pero habían desarrollado una técnica de comunicación ultrasónica con apoyo de haces luminosos que alcanzaba distancias fabulosas en un tiempo récord. Gracias a estos mensajes o telegnés, los gnés habían establecido contacto no visual con otras dos remotas civilizaciones extraterrestres: los omaás y los balabíes. Los humanos habíamos dejado de estar solos en el Universo.

El impacto de tan fenomenal descubrimiento fue absoluto. Tres días más tarde se firmaba la Paz Humana que acabó con las Guerras Robóticas. Aunque el acuerdo se vio sin duda impulsado por el temor que infundieron los extraterrestres en los habitantes de nuestro planeta (el mismo nombre de Paz Humana parece querer resaltar la unidad de la especie contra los alienígenas), en pocos años se fue desarrollando un sentimiento positivo de colectividad que desembocó en el proceso de Unificación y en la creación de los Estados Unidos de la Tierra en 2098. Paralelamente se establecieron contactos con las tres civilizaciones ETS, y sin duda la existencia de la teleportación fue el hecho sustancial que permitió un verdadero intercambio político y cultural entre los cuatro mundos: por primera vez, todos pudieron encontrarse físicamente. Hubo estudios, informes, instrucción intensiva de traductores, negociaciones, preacuerdos, envío de emisarios por TP, miríadas de telegnés surcando las galaxias y una frenética actividad diplomática a través del Universo. Pronto quedó claro que las cuatro especies no competían entre sí de modo alguno y que no podían constituir un peligro las unas para las otras: la distancia entre los planetas de origen es demasiado vasta y el teletransporte es igual de dañino para todos. La grandeza del Cosmos pareció fomentar de alguna manera la grandeza humana y las conversaciones avanzaron en rápida armonía hasta culminar en los Acuerdos Globales de Casiopea de 2096, primer tratado interestelar de la Historia. Los Acuerdos regulan el uso y copyright de las tecnologías (por ejemplo, nosotros compramos telegnés y a nosotros nos compran teleportaciones, pero tanto la propiedad intelectual como los derechos de explotación son exclusivos de la civilización que desarrolló el invento), el intercambio mercantil, el tipo de divisa, el uso del teletransporte, las condiciones migratorias, etcétera. Ante la necesidad de acuñar un término que definiera a los nuevos compañeros del Universo y nos identificara con ellos, se aceptó la expresión seres sintientes, proveniente de la tradición budista. Los simientes (g’naym, en lengua gnés; laluala, en balabí; amoa, en omaanés) conforman un nuevo escalón en la taxonomía de los seres vivos. Si el ser humano pertenecía hasta ahora al Reino Animalia, al Phylum Chordata, a la Clase Mammalia, al Orden Primates, a la Familia Hominidae, al Género Homo y a la Especie Homo sapiens, a partir de los Acuerdos se ha añadido un nuevo rango, la Línea Sintiente, situada entre la Clase y el Orden, porque, curiosamente, todos los extraterrestres parecen ser mamíferos y poseer pelo de una manera u otra.

Aunque la teleportación ha permitido que las cuatro civilizaciones se hayan intercambiado embajadores, en la Tierra no es muy habitual poder ver a un alienígena en persona. Las delegaciones diplomáticas constan de tres mil individuos cada una, repartidos por las ciudades más importantes de los EUT; a esto hay que sumar unos diez mil omaás que se han tepeado a la Tierra huyendo de una guerra religiosa en su mundo. En total, por lo tanto, hay menos de veinte mil alienígenas en nuestro planeta, un número ínfimo frente a los cuatro mil millones de terrícolas. No obstante, sus peculiares apariencias son sobradamente conocidas gracias a las imágenes de los informativos. El nombre oficial de los extraterrestres es los Otros, pero comúnmente se les conoce como bichos.


– Esto lo encontré en mi mesa hace dos días -dijo Myriam Chi.

Se inclinó hacia delante y entregó a Bruna una pequeña bola holográfica. La rep la colocó sobre su palma y pulsó el botón. Inmediatamente se formó en su mano una imagen tridimensional de la líder del MRR. No tenía más de diez centímetros de altura, pero mostraba con nitidez a una Myriam de cuerpo entero, sonriendo y saludando. De pronto apareció de la nada una mano minúscula armada con un cuchillo, y la hoja, enorme por comparación, rajó de arriba abajo el vientre de la rep y sacó hábilmente el paquete intestinal haciendo palanca con la punta del arma. Las tripas se desparramaron y el holograma se apagó. Eso era todo y era bastante.

– Joder -murmuró Bruna, a su pesar.

Había sentido el impacto de la escena en el estómago, pero una milésima de segundo después consiguió recuperar su aplomo. Volvió a apretar el botón y ahora se fijó mejor.

– Tú sonríes durante todo el tiempo. Debe de ser una imagen de los informativos, o de…

– Es el final de un mitin del año pasado. Lo holografiamos entero y se vende en nuestra tienda de recuerdos. Los simpatizantes lo compran. Es una manera de sacar fondos para el movimiento.

– O sea que puede conseguirlo cualquiera…

– Tenemos muchos simpatizantes y ese holograma es una de nuestras piezas más vendidas.

Bruna advirtió un timbre peculiar en las palabras de Myriam, un retintín irónico, y alzó la vista. La mujer le devolvió una mirada impenetrable. La melena castaña larga y ondulada, el traje entallado, el rostro maquillado. Para ser la líder de un movimiento radical tenía un aspecto curiosamente convencional. Volvió a pulsar la bola. La imagen superpuesta del destripamiento parecía real, no virtual. Posiblemente fuera un animal en algún matadero.

– De hecho es un montaje bastante burdo, Chi. Yo diría que es un trabajo doméstico. Pero resulta muy eficaz, porque toda esa carnicería inesperada y tremenda impide que te fijes en los defectos. ¿Me la puedo quedar?

– Por supuesto.

– Te la devolveré cuando la analice.

– Como puedes comprender, no la quiero para nada… Pero sí, supongo que es una prueba que hay que conservar.

Ah, se dijo Bruna, te he pillado. Myriam había acompañado la frase con un pequeño suspiro, y su actitud firme y algo prepotente de líder mundial que está por encima de estas pequeñeces se había resquebrajado un poco, mostrando un destello de miedo. Sí, claro que estaba asustada, y con razón. Husky recordó con vaguedad otros incidentes anteriores, violentos reventadores en sus mítines e incluso unos supremacistas que intentaron pegarle un tiro, ¿o fue ponerle una bomba? Al llegar a la sede del MRR había tenido que pasar por varios controles, incluyendo un escaneo de cuerpo entero.

– Y dices que, aparte de ti, sólo hay otras dos personas autorizadas para entrar en este despacho.

– Eso es. Mi ayudante y la jefa de seguridad. Y ninguno de los dos abrió la puerta. En el registro de actividad de la cerradura no consta que entrara nadie desde que me fui de aquí la noche anterior hasta que regresé a la mañana siguiente. Y para entonces ya estaba la bola holográfica sobre mi mesa.

– Lo que significa que alguien ha manipulado ese registro… Tal vez alguien de dentro. ¿La jefa de seguridad?

– Imposible.

– Te sorprendería saber las infinitas posibilidades de lo imposible.

Myriam carraspeó.

– Es mi pareja. Vivimos juntas desde hace tres años. La conozco. Y nos queremos.

Bruna tuvo una visión fugaz de Myriam como objetivo amoroso. Esa fría seguridad en sí misma punteada por la fragilidad del miedo. Ese activismo gritón e impertinente unido a su aspecto tradicional. ¡Pero si incluso llevaba las uñas pintadas a la moda retro! Tanta contradicción aumentaba su atractivo. Por un instante, Bruna se dijo que podía entender a la jefa de seguridad. Encontrar sexy a Myriam le puso de mal humor.

– ¿Y qué me dices de tu ayudante? ¿También le quieres lo suficiente como para exculparlo? -preguntó con innecesaria grosería.

Myriam Chi no se inmutó.

– Él también está fuera de toda sospecha. Llevamos demasiados años trabajando juntos. No te equivoques, Husky. No pierdas el tiempo mirando donde no debes. Te repito que esto está relacionado con el tráfico de memorias adulteradas, estoy segura. Eso es lo que tienes que investigar y por eso te he llamado precisamente a ti: porque viste a una de las víctimas.

Sí, se lo había dicho nada más llegar con tono imperativo. La líder del MRR le había explicado que antes de Cata Caín ya había habido otros cuatro reps muertos en condiciones similares. Y que, en cuanto ella se interesó en el asunto y fue a hablar con los amigos y compañeros de las víctimas, empezó a recibir extrañas presiones: llamadas anónimas y no rastreables que le aconsejaban olvidarse de todo, mensajes en su ordenador con un creciente tono de amenaza y, por último, la bola holográfica, más intimidatoria por el hecho de haber aparecido en su despacho que por su truculento contenido. Bruna no estaba acostumbrada a que sus clientes le ordenaran lo que tenía que hacer, antes al contrario. La gente contrataba a un detective privado cuando se encontraba perdida. Cuando se sentía amenazada pero no tenía claro cuál era el peligro, o cuando necesitaba demostrar una oscura sospecha, tan oscura que no sabía ni por dónde empezar a buscar. Los clientes de un detective privado siempre estaban sumidos en la confusión, porque de otro modo hubieran acudido a la policía o a los jueces; y por experiencia Bruna sabía que cuanto más confuso estuviera quien le contrataba mejor funcionaba la relación laboral, porque más libertad dejaba el cliente a su sabueso y más le agradecía cualquier pequeño dato que encontrara. En realidad un detective privado era un conseguidor de certezas.

– ¿Por qué no has ido a la policía?

Chi sonrió burlonamente.

– ¿A la policía humana, quieres decir? ¿Quieres que vaya a preguntarles por qué hay alguien ahí matando reps? ¿Crees que van a tomarse mucho interés?

– También hay agentes tecnohumanos…

– Oh, sí. Cuatro pobres imbéciles haciendo de coartada. Vamos, Husky, tú sabes que estamos totalmente discriminados. Somos una especie subsidiaria y unos ciudadanos de tercera clase.

Sí, Bruna lo sabía. Pero pensaba que la discriminación contra los reps se englobaba en una discriminación mayor, la de los poderosos contra los pringados. Como esa pobre humana del bar de Oli, la mujer-anuncio de la Texaco-Repsol. El mundo era esencialmente injusto. Tal vez los reps tuvieran que soportar condiciones peores, pero por alguna razón a la detective le ponía enferma sentirse perteneciente a un colectivo de víctimas. Prefería pensar que la injusticia era democrática y atizaba sus formidables palos sobre todo el mundo.

– Además no me fío de la policía porque es probable que el enemigo tenga infiltrados dentro… Estoy convencida de que detrás de este asunto de las memorias adulteradas hay algo mucho más grande. Algo político…

Vaya, pensó Bruna con irritación: seguro que ahora dice que hay una conjura. Estaban entrando en la zona paranoica típica de todos estos movimientos radicales.

– Algo que puede ser incluso una conspiración.

– Bueno, Chi, permíteme que lo ponga en duda. Por lo general no soy nada partidaria de las teorías conspiratorias -exclamó Bruna sin poder evitarlo.

– Me parece muy bien, pero las conjuras existen. Mira las recientes revelaciones sobre el asesinato del presidente John Kennedy. Por fin se ha conseguido saber lo que sucedió.

– Y a estas alturas, siglo y medio después del magnicidio, la verdad no le ha interesado a nadie. No digo que no existan conspiraciones; digo que hay muchas menos de las que la gente imagina, y que suelen ser improvisadas chapuzas, no perfectas estructuras maquiavélicas… La gente cree en las conspiraciones porque es una manera de creer que, en el fondo, el horror tiene un orden y un sentido, aunque sea un sentido malvado. No soportamos el caos, pero lo cierto es que la vida es pura sinrazón. Puro ruido y furia.

Myriam la miró con cierta sorpresa.

– Shakespeare… Una cita muy culta para alguien como tú.

– ¿Y cómo soy yo?

– Una detective… Una rep de combate… Una mujer con la cabeza rapada y un tatuaje que le parte la cara.

– Ya. Pues a mí también me sorprende que una líder política reconozca las palabras de Shakespeare. Creía que los activistas como tú dedicaban su vida a la causa. No a leer y a pintarse las uñas.

Myriam sonrió esquinadamente y bajó la cabeza un instante, pensativa; cuando la volvió a levantar, su rostro mostraba de nuevo esa inesperada fragilidad que la detective había creído atisbar momentos antes.

– ¿Por qué no te gusto, Husky?

La detective se removió incómoda en el asiento. En realidad se arrepentía de haber hablado tanto. No sabía por qué se estaba comportando de esa manera tan inusual. ¿Discutir sobre el caos de la vida con un cliente? Debía de haber perdido el juicio.

– No es eso. Digamos que me fastidia el victimismo.

¡Había vuelto a hacerlo!, se asombró Bruna. Continuaba polemizando con Chi de manera irrefrenable.

– ¿Te parece victimismo que denuncie, por ejemplo, que los laboratorios no estudian la curación del TTT? Tengo datos: sólo se invierte un 0,2 del presupuesto de investigación médica en la búsqueda de un remedio para el Tumor Total Tecno, aunque los reps somos el 15 por ciento de la población y todos morimos de lo mismo…

Cuatro años, tres meses y veintitrés días, pensó Bruna sin poderlo remediar. Como tampoco pudo remediar el impulso fatal de seguir discutiendo.

– Me parece victimismo creer que el universo entero está confabulado en contra tuya. Como si uno fuera el centro de todo. El sentimiento de superioridad es un defecto que suele acompañar al victimismo… Como si uno tuviera algún mérito por ser como el azar le ha hecho ser.

– El azar y la ingeniería genética de los humanos, en nuestro caso… -susurró Myriam.

Las dos mujeres se quedaron calladas y los segundos pasaron con embarazosa lentitud.

– Te conozco, Bruna -dijo al fin la líder del MRR con voz suave.

Tan suave que el repentino uso del nombre propio pareció algo necesario y natural.

– Conozco a la gente como tú. Estás tan llena de rabia y de pena que no puedes poner palabras a lo que sientes. Si admites tu dolor temes terminar siendo tan sólo una víctima; y si admites tu furia temes acabar siendo un verdugo. La cuestión es que detestas ser un rep, pero no lo quieres reconocer.

– No me digas…

– Por eso te inquieto y te intrigo tanto… -prosiguió Myriam inmutable-. Porque represento todo lo que temes. Esa naturaleza rep que odias. Relájate: en realidad se trata de un problema muy común. Mira a los de la Plataforma Trans… Ya sabes, esa asociación que engloba a todos los que quieren ser lo que no son… Mujeres que quieren ser hombres, hombres que quieren ser mujeres, humanos que quieren ser reps, reps que quieren ser humanos, negros que quieren ser blancos, blancos que quieren ser negros… Por ahora parece que no ha habido bichos que quieran ser terrícolas y viceversa, pero todo se andará, todavía llevamos poco tiempo de contacto con los alienígenas. Creo que tanto los humanos como los reps somos criaturas enfermas, siempre nos parece que nuestra realidad es insuficiente. Por eso consumimos drogas y nos metemos memorias artificiales: queremos escapar del encierro de nuestras vidas. Pero te aseguro que la única manera de solucionar el conflicto es aprender a aceptarte y encontrar tu propio lugar en el mundo. Y eso es lo que hacemos en el MRR. Por eso nuestro movimiento es importante, porque…

A su pesar, Bruna había seguido con cierta atención las palabras de Chi, pero cuando la mujer citó el MRR, una burbuja de irrefrenable y liberador sarcasmo subió a la boca de la detective.

– Elocuente homilía, Chi. Un mitin estupendo. Deberías holografiarlo y venderlo en vuestra tienda de recuerdos. Pero ¿qué te parece si volvemos a lo nuestro?

Myriam sonrió. Una pequeña mueca apretada y fría.

– Por supuesto, Husky. No sé en qué estaba pensando. Olvidé que te acabo de contratar y que cobras por horas. Mi ayudante te dará la documentación que hemos reunido sobre los casos anteriores y tratará contigo el tema de tus honorarios. Puedes pedirle que añada unas cuantas gaias por el tiempo que has empleado en escuchar el mitin.

Bruna sintió el escozor de la pequeña humillación. Era como haber sido abofeteada. Y, de alguna manera, con razón.

– Perdona si antes te he parecido grosera, Chi, pero…

Myriam la ignoró olímpicamente y siguió hablando. O más bien ordenando:

– Sólo una cosa más: quiero que vayas a ver a Pablo Nopal.

– ¿A quién?

– A Nopal. El memorista. ¿No sabes quién es? Pues deberías. Para su desgracia, es bastante conocido…

El nombre de Pablo Nopal despertó en efecto vagas resonancias dentro de la cabeza de la detective. ¿No era uno que había sido acusado de asesinato?

– Tuvo problemas con la justicia, ¿no?

– Exacto.

– No recuerdo bien. No me gustan los memoristas.

– Peor para ti, porque me parece que en este caso vas a tener que hablar con unos cuantos. Vete a ver a Nopal enseguida. Puede que él sepa quién ha redactado las memorias adulteradas. A ver qué le sacas. Eso, lo primero. Y luego ven a contármelo. Quiero que los informes me los des sólo a mí. Esto es todo por ahora, Bruna Husky. Espero tener noticias pronto.

– Un momento, no hemos hablado de tu seguridad… Creo que deberías cambiar tus costumbres y tomar ciertas medidas suplementarias, tal vez tendríamos que…

– No es la primera vez que me amenazan de muerte y sé muy bien cómo defenderme. Además, dispongo de una excelente jefa de seguridad, como te he dicho. Y ahora, si no te importa, tengo una mañana muy complicada…

Bruna se puso en pie y estrechó la mano de la mujer. Una mano de consistencia dura y áspera, pese a las uñas pintadas en un delicado tono azul pastel. En la pared, detrás de la silla de Myriam, había un retrato enmarcado del inevitable Gabriel Morlay, el mítico reformador rep. Qué joven parecía. Demasiado joven para su fama. Chi, en cambio, mostraba pequeñas arrugas en las comisuras de la boca y cierta falta de frescura general. Debía de estar ya cerca de su TTT, aunque seguía siendo una mujer hermosa. El atractivo de Myriam volvió a llegar a Bruna como una ráfaga de aire. La detective se sintió insatisfecha e incómoda. Sospechaba que se había comportado como una idiota. Expulsó ese molesto pensamiento de su cabeza e intentó concentrarse en su nuevo trabajo. Tendría que hablar con esa jefa de seguridad tan excelente, se dijo. El hecho de que fuera la pareja sentimental de Myriam Chi no sólo no la exculpaba, sino que la convertía en sospechosa. Estadísticamente estaba comprobado que el dinero y el amor eran las causas principales de los delitos violentos.


Tras la entrevista con Chi, la detective regresó a casa en el tranvía aéreo y, antes de subir a su piso, pasó por el supermercado de la esquina y compró provisiones y una nueva tarjeta de agua purificada. En las temporadas en las que no tenía trabajo la androide nunca encontraba el momento de atender las necesidades cotidianas, pese a disponer supuestamente de todo su tiempo. La despensa se vaciaba, las superficies se iban cubriendo de capas de polvo y las sábanas se eternizaban en la cama hasta adquirir un olor casi sólido. Sin embargo, cuando recibía un encargo Bruna necesitaba poner orden en su entorno para poder sentir ordenada la cabeza. Tener la mente a punto era un requisito esencial en su oficio, porque el buen detective no era el que mejor investigaba, sino el que mejor pensaba. De manera que, tras guardar la compra en la cocina e insertar la tarjeta de agua en el contador, Bruna dedicó un par de horas a limpiar y ordenar la casa, lavar la ropa sucia y tirar las botellas vacías que se alineaban como bolos junto a la puerta.

Luego se sirvió una copa de vino blanco, se sentó frente a la pantalla principal y, durante un par de minutos, disfrutó de la pulcra calma de su apartamento. Se puso a pensar en su nuevo caso y sobre la manera de enfocarlo. Los primeros movimientos de una investigación eran importantes; si te equivocabas, a veces podías terminar perdiendo mucho tiempo y añadiendo confusión a lo confuso. Cogió su tablilla electrónica, porque tomar notas manuales parecía ayudarle a reflexionar, y comenzó a apuntar las ideas que le rondaban la cabeza. Aunque no se trataba de una lista de prioridades, un resabio rebelde le hizo dejar para más tarde al memorista, desoyendo las palabras de la líder rep, que le había conminado a empezar por ahí. Pero escribió en la tablilla: «¿Por qué Chi interesada en Nopal?» Debajo fue añadiendo otras frases con el punzón: «Holograma», «Amenazas a Chi», «Registro cerradura: MRR», «Traficantes», «Documentar cuatro casos anteriores», «Las víctimas, ¿azar o elección?». Tras dudar un poco, añadió: «Pablo Nopal.» Se dijo que colocarlo en el octavo lugar ya era desobediencia suficiente al mandato de Myriam.

Abrió la bola holográfica y sacó el chip. Lo metió en el ordenador y comenzó a desmenuzar la imagen con un programa de análisis. Era el mismo programa que usaba la policía, una poderosa herramienta que enseguida rehízo el fragmento inicial de Myriam y mostró las credenciales de la imagen, que por supuesto correspondían al MRR. En cuanto al añadido truculento, el sistema no consiguió encontrar en la Red la secuencia original, de manera que la reconstruyó de manera hipotética. Se trataba del destripamiento de un cerdo y tal vez proviniera de un matadero legal, porque el animal parecía haber sido ejecutado previamente con el método reglamentario de anestesia y electropunción. Las credenciales habían sido cuidadosamente borradas, así como todo rastro electrónico, lo que hacía que el lugar fuera prácticamente imposible de localizar. Aunque había disminuido mucho el número de mataderos, en parte por la creciente sensibilidad animalista y en parte porque, para reducir las emisiones de CO2, el Gobierno obligaba a sacar una carísima licencia para comer carne, aún quedaban cientos de ellos en funcionamiento en todo el planeta, y además la grabación podría haber sido hecha en cualquier momento durante los tres últimos años, que era, según el programa, la vejez máxima del soporte. En cuanto al chip en sí y la bola holográfica, eran unos productos básicos y totalmente vulgares, los mismos que podría comprar un escolar en la todotienda de la esquina para preparar un holograma para su clase. Iba a ser muy difícil poder extraer algún dato de utilidad de todo ello. No obstante, inició un análisis exhaustivo de la secuencia del cerdo y lo dejó trabajando en segundo plano. Tardaría horas en completarse.

Decidió hacer una pausa para tomar algo. Metió en el chef-express una bandeja individual de croquetas de pescado prensado y en un minuto ya estaba cocinada. Quitó la tapa, se sirvió otra copa de vino y regresó ante la pantalla principal para comer directamente del envase.

– Busca Pablo Nopal -dijo en voz alta.

Aparecieron varias posibilidades y Bruna tocó una, pringando ligeramente la pantalla con la grasa de la comida. De inmediato se vio la imagen del hombre, una foto tridimensional de la cabeza, a tamaño real, en el lado derecho de la pantalla, y varias filmaciones en movimiento en el lado izquierdo. Moreno, delgado, con la nariz estrecha y larga, los labios finos, grandes ojos negros. Un tipo atractivo. Tenía treinta y cinco años. La edad del TTT, si fuera un rep. Pero no lo era. Nopal, decía la ficha, era dramaturgo y novelista, además de memorista. Y en efecto gozaba de cierta celebridad, no sólo por sus libros, bastante apreciados, sino también por el par de escándalos que tenía a sus espaldas. Siete años atrás había sido acusado del asesinato de un anciano tío suyo, un viejo patricio millonario del que casualmente él era el único heredero. Incluso permaneció algunos meses en prisión preventiva, pero al final hubo un oscuro asunto de contaminación de muestras y Nopal salió absuelto por falta de pruebas. Sin embargo su reputación quedó manchada y muchos siguieron creyéndolo culpable; de hecho, el Gobierno dejó de encargarle memorias a raíz de aquello, de modo que el hombre no había vuelto a ejercer ese trabajo. Al menos oficialmente, se dijo Bruna, porque las memorias del mercado negro también necesitaban un memorista que las escribiera. Tres años después de su absolución, Nopal se vio de nuevo implicado en otra muerte violenta, esta vez la de su secretario particular. Él había sido el último en ver a la víctima con vida y estuvo algún tiempo en el punto de mira de la policía, aunque al final ni siquiera llegó a ser procesado. Como es natural, todos estos turbios incidentes aumentaron las ventas de sus libros. No había como tener una reputación fatal para hacerse famoso en este mundo.

Bruna miró con atención el rostro de Nopal. Sí, era atractivo pero inquietante. Una sonrisa fácil pero demasiado burlona, demasiado dura. Unos ojos de expresión indescifrable. Había publicado tres novelas, la primera a los pocos meses de la muerte de su tío. Se titulaba Los violentos y su aparición fue celebrada como un pequeño acontecimiento cultural. Bruna marcó su contraseña y su número de crédito, pagó cinco gaias por el libro y descargó el texto en la tablilla electrónica. Pensaba echarle simplemente una ojeada, pero empezó a leer y no pudo parar. Era una novela corta y desasosegante, la historia de un chico que vivía en una zona de Aire Cero. Bruna había estado durante la milicia en uno de esos sectores hipercontaminados y marginales, y tuvo que reconocer que el autor sabía transmitir la desesperada y venenosa atmósfera del maldito agujero. El caso era que el chico se hacía amigo de una adolescente recién llegada, la hija de una jueza. Los magistrados, como los médicos, los policías y otros profesionales socialmente necesarios, eran destinados a los sectores de aire sucio cobrando el doble y durante un máximo de un año, para evitar repercusiones en la salud; y aun así, Bruna lo sabía, muchos se negaban a ir. La novela narraba la relación de los muchachos durante esos doce meses; al cabo, la noche antes de la partida de la jueza y su familia, los dos adolescentes mataban a la madre de la chica a martillazos. La escena era brutal, pero la novela estaba escrita de un modo tan convincente, tan veraz y angustioso, que Bruna experimentó una clara complicidad con los asesinos y deseó que escaparan de la justicia. Cosa que no conseguían: el final de la historia era deprimente.

Bruna apagó la tablilla, entumecida tras haber pasado varias horas en la misma posición y con una rara sensación de desconsuelo. Había algo en esa maldita novela que parecía que estaba escrito sólo para ella. Algo extrañamente cercano, reconocible. Algo que rozaba lo insoportable. Cuatro años, tres meses y veintitrés días.

Se puso en pie de un salto y caminó enfebrecida de un lado a otro. El piso no tenía más que dos ambientes, la sala-cocina y el dormitorio, y ninguna de las dos habitaciones era muy grande, de manera que con dar dos zancadas topaba con algún límite y tenía que volverse. Miró a través del ventanal: la ciudad brillaba y zumbaba en la oscuridad. Se acercó al gran tablero del rompecabezas: llevaba más de dos meses haciendo ese puzle y todavía le quedaba un agujero central de casi un centenar de piezas. Era uno de los más difíciles de cuantos había hecho: se trataba de una imagen del Universo, y había muchísima negrura y pocos cuerpos celestes por los que orientarse. Miró durante un rato los bordes dentados del hueco y manoseó las piezas sueltas, intentando encontrar alguna que encajara. El orden escondido dentro del caos. Por lo general, cuando resolvía rompecabezas se encontraba más cerca de la serenidad que en ningún otro momento de su crispada vida, pero ahora no podía concentrarse y terminó por abandonar sin haber conseguido colocar ni un solo fragmento más. La culpa era de Nopal, se dijo, y de esa asquerosa novela que ella había sentido tan cercana; los jodidos memoristas eran todos igual de perversos, igual de repugnantes. Entonces, y como tantas otras veces en las que el desasosiego le estallaba dentro del cuerpo, Bruna decidió ir a correr: el cansancio físico era el mejor tranquilizante. Se puso unos viejos pantalones de deporte y las zapatillas y abandonó el apartamento. Cuando pisó la calle eran las doce en punto de la noche.

Salió disparada en dirección al parque, primero tan descontrolada y tan deprisa que enseguida se quedó sin aliento. Redujo el paso y procuró tomar un ritmo equilibrado, respirar bien, acomodar el cuerpo. Poco a poco fue entrando en esa cadencia relajante e hipnótica de las buenas carreras, sus pies casi ingrávidos tocando la acera al compás de los latidos del corazón. Por encima de su cabeza, las pantallas públicas derramaban los estúpidos mensajes habituales, gracietas juveniles, clips musicales, imágenes privadas de las últimas vacaciones de alguien o noticias cubiertas por periodistas aficionados. En una pantalla vio cómo estallaba un Ins en Gran Vía, por fortuna no causando más muerte que la suya. Menos mal que por ahora los Terroristas Instantáneos eran tan incompetentes y tan lerdos que casi nunca lograban hacer mucho daño, pensó la androide; pero cuando esos chiflados antisistema aprendieran a organizarse y a fabricar bien sus bombas caseras, los Ins se iban a convertir en una pesadilla: todas las semanas se inmolaba alguno en Madrid por no se sabía muy bien qué razón. Bruna entró en el parque por la puerta de la esquina y cruzó el recinto en diagonal. No era un parque vegetal, sino un pulmón. A la rep le gustaba correr entre las hileras de árboles artificiales porque le era más fácil respirar: absorbían mucho más anhídrido carbónico que los parques auténticos y realmente se notaba la elevada concentración de oxígeno. Yiannis le había contado que, décadas atrás, los árboles artificiales se construían imitando más o menos a los verdaderos, pero ya hacía mucho que se habían abandonado esas formas absurdamente miméticas para buscar un diseño más eficiente. La androide conocía por lo menos media docena de modelos de árboles, pero los de este parque-pulmón, propiedad de la Texaco-Repsol, eran como enormes pendones de una finísima red metálica casi transparente, tiras flotantes de un metro de anchura y tal vez diez de altura que se mecían con el viento y producían pequeños chirridos de cigarra. Cruzar el parque era como atravesar las barbas de una inmensa ballena.

Cuando salió al otro lado, Bruna se sorprendió a sí misma torciendo hacia la derecha, en vez de ir a la izquierda y regresar a casa por la avenida de Reina Victoria, como tenía pensado. Trotó durante un minuto sin saber muy bien adónde iba, hasta que comprendió que se dirigía hacia los Nuevos Ministerios, uno de los agujeros marginales de la ciudad, una zona de prostitución y de venta de droga: tal vez pudiera encontrar allí algún traficante de memoria. No era el sitio más recomendable por el que pasearse de noche y sin armas, pero, por otra parte, un rep de combate haciendo deporte tampoco debía de ser el objetivo más deseable para los malhechores.

Pese a su nombre, los Nuevos Ministerios eran muy viejos. Habían sido construidos dos siglos atrás como centros oficiales; se trataba de un conjunto de edificios unidos entre sí que formaban una gigantesca mole zigzagueante, y debió de ser un mamotreto de cemento feo e inhóspito desde el momento de su inauguración. Durante las Guerras Robóticas los Nuevos Ministerios fueron empleados para realojar a las personas desplazadas, y luego no hubo manera de sacarlas de allí. Los refugiados iniciales realquilaron cuartos de forma ilegal a otros inquilinos y el entorno se degradó rápidamente. Las ventanas estaban rotas, las puertas quemadas y los antiguos jardines eran mugrientas explanadas vacías. Pero también había bares bulliciosos, sórdidos fumaderos de Dalamina, cabarets miserables. Todo un mundo de placeres ilegales regido por las bandas del lugar, que eran quienes pagaban por los derechos del aire.

Bruna llegó al perímetro exterior de los Nuevos Ministerios y pasó frente al Cometa, el local más famoso de la zona, un antro fronterizo hasta el que llegaban algunos clientes acomodados deseosos de asomarse al lado oscuro de la vida. La música era atronadora y en las proximidades de la puerta había bastantes personas. La mayoría, cuerpos de alquiler, calculó la detective con una rápida ojeada. Justo en ese momento un chaval de aspecto adolescente se emparejó con ella y se puso a trotar a su lado.

– Hola, chica fuerte… Veo que te gusta el deporte… ¿Te apetece hacer gimnasia conmigo dentro? Hago maravillas…

Bruna le miró: tenía los típicos ojos de pupila vertical, pero se le veía demasiado joven para ser un androide. Claro que podía haberse hecho una operación estética… Aunque lo más probable era que llevara lentillas para parecer un rep. Muchos humanos sentían una morbosa curiosidad sexual por los androides, y los prostitutos se aprovechaban de ello.

– ¿Eres humano o tecno?

El muchacho la miró, dubitativo, sopesando qué respuesta le convenía más.

– ¿Qué prefieres que sea?

– En realidad me importa un rábano. Era curiosidad, no negocios.

– Venga, anímate. Tengo caramelos. De la mejor calidad.

Caramelos. Es decir, oxitocina, la droga del amor. Una sustancia legal que compraban las parejas estables en las farmacias para mejorar y reverdecer su relación. Ahora bien, los caramelos eran cócteles explosivos de oxitocina en dosis masivas combinada con otros neuropéptidos sintéticos. Una verdadera bomba, por supuesto prohibida, que Bruna había tomado alguna vez con fulminante efecto. Pero no era ni el momento ni el lugar.

– No pierdas tu tiempo. Te lo digo en serio. No quiero nada de lo que ofreces.

El joven frunció ligeramente el ceño, algo disgustado pero lo suficientemente profesional como para seguir siendo encantador. Como siempre se repetía a sí mismo, un rotundo no de hoy podía ser un sí-clávamela de mañana.

– Está bien, cara rayada… Otro día será. Y yo que tú, guapa, no seguiría corriendo por ahí… Es una zona mala, incluso para las chicas fuertes.

Habían llegado al primer edificio, allí donde empezaban las oscuras explanadas del interior. El tipo dio la vuelta y comenzó a trotar hacia la ya lejana luz del Cometa. Entonces Bruna tuvo una idea.

– ¡Espera!

El chico regresó, sonriente y esperanzado.

– No, no es eso -se apresuró a decir la rep-. Es sólo una pregunta: los caramelos se los comprarás a alguien, ¿no?

– ¿Quieres que te pase alguno?

– No, tampoco es eso. Pero me interesan los que venden drogas. ¿Conoces a los traficantes de por aquí?

Al muchacho se le borró la sonrisa de la boca.

– Oye, no me busques líos. Yo me largo.

Bruna le agarró por el brazo.

– Tranquilo. No soy policía, tampoco camello, no tengas miedo. Te daré cien ges si contestas unas preguntas sencillísimas.

El prostituto se quedó pensando.

– Primero dame el dinero y luego te contesto.

– Está bien. No llevo efectivo, así que ponte en modo receptor.

Activaron los móviles y Bruna tecleó en el suyo la cantidad de 100 gaias y envió la orden. Un pitido señaló la transferencia del dinero.

– Vale. Tú dirás.

– Estoy interesada en las memorias artificiales. ¿Sabes de alguien que venda por aquí?

– ¿Las memas? No sé. No uso. Pero allí al fondo, al otro lado de esa caseta medio derruida, donde está el farol rojo, hay un fumadero. Y tengo oído que más allá del fumadero, entre los arcos, es donde se ponen los traficas.

– ¿Tienes oído? No fastidies. ¿Y tú de dónde sacas los caramelos?

– Oye, yo soy un profesional… Tengo un proveedor personal que me lo lleva a casa, todo un señor, nada que ver con esto, él sólo vende oxitocina. Aquí son drogas duras, fresas, memas, hielo… Yo de eso no sé nada, no me drogo. Salvo los caramelos, que son parte de mi trabajo. Lo siento, pero no te puedo decir más. Vete hasta el farol rojo y mira bajo los arcos que hay a la izquierda.

La androide suspiró.

– Esa información no vale el dinero que te he dado.

– ¿Qué quieres? ¡Soy un buen chico! -contestó el otro con una sonrisa encantadora.

Y, dando media vuelta, echó a correr hacia el bar.

Bruna comenzó a atravesar la sórdida explanada. La mitad de las luces estaban rotas y las sombras se remansaban de modo irregular, grumos de tinieblas en la penumbra. Por fortuna ella podía ver bastante bien en la oscuridad, gracias a los ojos mejorados de los reps. Se suponía que las pupilas verticales servían para eso, aunque Myriam Chi y otros extremistas dijeran que los ojos gatunos no eran más que un truco segregacionista para que los reps pudieran ser fácilmente reconocidos. En cualquier caso la visión nocturna permitió a la detective distinguir a varias decenas de personas que, solas o en grupo, deambulaban por el lugar. Se cruzó con tres o cuatro, seres huidizos que se apartaban de su paso. También había algunos tipos durmiendo en el suelo, o quizá estuvieran desmayados, o quién sabe si muertos, yonquis con el cerebro quemado por la droga; no eran más que unos bultos oscuros, apenas distinguibles de los cascotes y demás desperdicios que cubrían la zona. Cerca de la puerta del fumadero vio un par de replicantes de combate, sin duda gorilas contratados. La miraron pasar con gesto furioso, como perros guardianes desesperados por no poder abandonar su puesto para ir a morder al intruso. Bruna se metió bajo los arcos, dejando el fumadero a la espalda. La luz roja del farol teñía la penumbra con un resplandor sanguinolento y fantasmal. Caminó lentamente por la arquería; delante de ella se iba espesando la oscuridad. Algunas pilastras más allá le pareció ver la silueta de una persona; estaba concentrada en distinguir su aspecto cuando alguien se le echó encima bruscamente. Con un reflejo de defensa automático, la rep agarró por los brazos al agresor y ya estaba a punto de machacarle la cabeza contra el muro cuando comprendió que no era un asaltante, sino un pobre idiota que había chocado sin querer contra ella. Peor aún: era un niño. Un verdadero niño. El crío la miraba aterrado. Bruna advirtió que casi lo tenía levantado en vilo y le soltó con suavidad. Por todos los demonios, si no parecía ni alcanzar la edad reglamentaria.

– ¿Cuántos años tienes?

– Ca… catorce -farfulló el chico, frotándose los antebrazos con gesto dolorido.

¡Catorce! ¿Qué diantres hacía en la calle, saltándose el toque de queda para adolescentes?

– ¿Qué haces aquí?

– He que… quedado con un amigo…

La androide observó el temblor de sus manos, las manchas de su cara, los dientes grisáceos. Eran los efectos de la fresa, de la Dalamina, la droga sintética de moda. Tan joven y ya estaba hecho polvo. La sombra que Bruna había visto unos cuantos arcos más allá se acercaba ahora con paso tranquilo. Llegó junto a ellos y sonrió apaciguadoramente. Era una mujer de unos cincuenta años con una oreja mucho más arriba que la otra: debía de ser una mutante deformada por la teleportación. La oreja fuera de lugar asomaba entre sus ralos cabellos casi en lo alto de la cabeza, como las de los perros.

– Hola… ¿qué buscas por aquí, amiga tecno?

Tenía una voz sorprendentemente hermosa, modulada y suave como un roce de seda.

– Yo quiero fresa… Quiero fresa… -interrumpió el chaval, agitado por su necesidad.

– Calla, niño… ¿Por quién me tomas?

– Sarabi, dame la pastilla, por favor -gimió él.

La mutante miró de arriba abajo a Bruna, intentando deducir si la rep suponía algún riesgo.

– Dale la maldita droga al chico. A mí me da igual -dijo la detective.

Y era verdad, porque el niño ya era un adicto y necesitaba la dosis para paliar el mono, y porque esa criatura de cuerpo esmirriado seguramente había robado y pegado y quizá incluso matado para conseguir el dinero de su dosis. Bandadas de chavales asilvestrados aterrorizaban la ciudad y ni siquiera el toque de queda conseguía contenerlos de manera eficaz. Cuando pensaba en esos adolescentes feroces, a Bruna le apenaba un poco menos saber que no podía tener hijos.

– Pero es que no te conozco -gruñó la mujer.

– Yo a ti tampoco -respondió Bruna.

– ¿Puedo usar un cazamentiras?

– ¿Ese chisme ridículo? Bueno, ¿por qué no?

La mujer sacó una especie de pequeña lupa y la colocó delante de uno de los ojos de Bruna.

– ¿Tienes intención de causarme algún mal? -preguntó con tono enfático.

– Claro que no -contestó la detective.

La mutante guardó la lupa, satisfecha. Se suponía que los cazamentiras captaban ciertos movimientos del iris cuando alguien no decía la verdad. Se vendían por diez gaias por catálogo y eran un verdadero timo.

– Por favor, por favor, Sarabi, dame la fresa…

– Tranquilo, chico. Puede que tenga algo para ti, pero antes tú también tienes que darme algo…

– Sí, sí, claro… Toma…

El crío sacó de los bolsillos varios billetes arrugados que la mutante estiró y contó. Luego rebuscó en su mochila de polipiel marrón y extrajo un blíster transparente con un pequeño comprimido de color fucsia. El chico se lo arrebató de la mano y salió corriendo. La mutante se volvió hacia Bruna.

– Todavía no me has dicho qué es lo que quieres…

La bella voz parecía una anomalía más en un personaje tan siniestro.

– Quiero una mema. ¿Tú vendes?

La mujer hizo un gesto mohíno.

– Mmm, una memoria artificial… Ésas son palabras mayores. En primer lugar, son muy caras…

– No importa.

– Y además yo no trafico con eso.

– Vaya. ¿Y dónde puedo encontrar a quien lo haga?

La mujer miró alrededor como si estuviera buscando a alguien y Bruna siguió la línea de sus ojos. Aparentemente en la arquería no había nadie, aunque algunos metros más allá el lugar quedaba sepultado entre las sombras incluso para la visión mejorada de la detective.

– La verdad, no sabría decirte. Antes solían venir por aquí un par de vendedores de memas, pero hace varias semanas que no los veo. Parece que las cosas se están poniendo feas en el mercado de memorias… Ya sabes, por los muertos rep… Perdón, tecno.

– Sí, esas dos víctimas recientes… -dijo Bruna, lanzando un globo sonda.

– Mmm, más de dos, más de dos. Ya ha habido otras antes.

– ¿Cómo lo sabes?

– Bueno, tengo orejas… como sin duda ves -dijo la mutante, con un golpe de risa.

Luego se puso súbitamente seria.

– ¿Cuánto estás dispuesta a pagar por la mema? Por una de primera calidad, escrita por un verdadero artista memorista.

– ¿Cuánto costaría?

– Tres mil gaias.

Bruna se quedó sin aire pero intentó mantener la expresión impasible. En fin, esperaba que en el MRR no le pusieran reparos a la cuenta de gastos.

– De acuerdo.

– Pues mira, entonces has tenido suerte. Porque yo no trafico con esto, pero casualmente tengo aquí una mema buenísima que me dio un colega para pagar una deuda. ¿Tienes los tres mil ges?

– No en efectivo. Te transfiero.

La mujer agitó las manos delante de ella como si estuviera borrando el vaho de un espejo.

– No me gusta usar móviles. Dejan rastro.

– Pues es lo que hay. O eso, o nada.

La mutante pensó y refunfuñó durante medio minuto. Después sacó del bolso un tubo metálico largo y estrecho y se lo enseñó a Bruna. Bien podría haberle enseñado un termómetro para gallinas, porque la rep no había visto nunca un aplicador de memorias semejante. La mujer manipuló el ordenador de su muñeca.

– De acuerdo. Estoy lista. Haz la operación.

Cuando sonó el pitido verificó los datos y luego entregó el tubo a la detective. Tenía como medio centímetro de diámetro y unos veinte de longitud y quizá fuera de titanio, porque no pesaba nada. Bruna le dio unas cuantas vueltas entre los dedos.

– Ya sabes, la mema está dentro. Aquí. Mírala. Y esto es la pistola de inserción. ¿Sabes cómo funciona?

– Supongo que sí, aunque los aplicadores que yo conozco son distintos. Más grandes y más parecidos a una verdadera pistola.

– Entonces hace tiempo que no ves una mema. Tienes que meterte este extremo más delgado en la nariz, mételo todo lo que puedas y pulsa a la vez estos dos botones… entonces la pistola hará sus mediciones y colocará la memoria para que tenga la trayectoria adecuada. Y cuando lo haya hecho, dará un pitido de aviso y disparará. Tarda como un minuto. Tienes que quedarte lo más quieta posible durante todo el proceso. Apoya la cabeza en algún lado. Y fíjate bien qué punta te metes en la nariz, o te clavarás la mema en la mano… Que lo disfrutes.

Había dado las explicaciones con cierto matiz burlón en su voz sedosa, como si le divirtiera la ignorancia de Bruna. O quizá, sospechó la rep mientras veía desaparecer a la mujer entre los arcos, como si se regocijara de haberle cobrado más de lo debido. Ríe mientras puedas, se dijo la rep vengativamente: si descubría que la mutante estaba implicada de algún modo en las muertes se le iban a acabar las alegrías. La androide respiró hondo, intentando deshacer cierta opresión del pecho, y emprendió el camino de regreso. Hacia la mitad de la explanada echó a correr y no aflojó el ritmo hasta llegar a casa. Cuando entró en su piso apretaba tanto el tubo metálico que tenía las uñas marcadas en la palma.

Estaba empapada de sudor y con el estómago revuelto. Miró la mema y pensó: es como tener un cadáver en mi mano. Aún peor: era como tener a alguien vivo encerrado ahí dentro. Una existencia entera que aguardaba con ansiedad su liberación, como el genio de la botella de Las mil y una noches. Recordó al par de reps de combate a los que había visto meterse una memoria, bastante tiempo atrás, en la milicia. No parecía demasiado agradable, al menos al principio: los tipos vomitaron. Pero algo bueno tendría cuando tantos lo hacían. Bruna se introdujo el tubo en la nariz. Estaba de pie, en mitad del cuarto, sin apoyarse. No se iba a disparar, sólo era por probar. El metal estaba frío y resultaba un poco asfixiante tener eso ahí dentro. ¿Dolería? Con sólo pulsar dos botones poseería otra vida, sería otra persona. Sintió un conato de náuseas. Sacó el tubo y lo arrojó sobre la mesa. Necesitaba buscar a alguien que analizara la mema. Tal vez fuera uno de los implantes adulterados.


Tanto el metro como los trams estaban en huelga, de modo que las cintas rodantes iban tan atiborradas de personas que el excesivo peso ralentizaba la marcha y en algunos casos incluso llegaba a detenerla. No había manera de encontrar un taxi libre y algunos, desesperados, intentaban hacer autoestop con los vehículos privados. Pero ya se sabía que los pocos individuos autorizados a poseer coche propio no solían ser los más solidarios.

Bruna había salido con tiempo de casa previendo la larga caminata y la confusión habitual de los días de huelga, pero aun así le estaba costando abrirse paso entre los centenares de bicicletas y viandantes. Eran las 17:10, una hora punta, y ya estaba llegando diez minutos tarde a su cita con Pablo Nopal. El memorista le había propuesto que se encontraran en el Museo de Arte Moderno, un lugar incómodo e inadecuado para hablar. Pero Bruna no podía imponer sus condiciones: era ella quien había pedido la reunión. Subió de dos en dos el centenar de pequeños escalones que parecían derramarse como una cascada de hormigón en torno al enorme cubo luminoso del museo, arrimó el móvil de su muñeca al ojo cobrador de la entrada y atravesó el vestíbulo como una exhalación, camino de la sala de exposiciones temporales. Allí, en el umbral, vio al memorista. Camisa blanca sin cuello, pantalones negros amplios, un lacio flequillo oscuro sobre la frente. La imagen misma del descuido elegante. Ese pelo tan lustroso ¿era producto de un tratamiento capilar de lujo o de la herencia genética de varias generaciones de antepasados ricos? El escritor estaba recostado con graciosa indolencia contra la pared. Al advertir la llegada de la detective, sonrió de medio lado y se puso derecho. Sólo se habían visto en la pantalla cuando fijaron la cita, pero sin duda la androide era fácilmente reconocible.

– Llegas tarde, Husky.

– La huelga. Lo siento.

Bruna lanzó una ojeada a su alrededor. En el vestíbulo principal que acababa de atravesar había unos cuantos sillones. Y al fondo, una cafetería.

– ¿Dónde quieres que hablemos? ¿Nos sentamos allí? ¿O quizá prefieres tomar algo en el café?

– ¡Espera! ¿Tienes prisa? Primero podríamos echarle un vistazo a la exposición.

La rep le observó con inquietud. No sabía qué se proponía Nopal, no entendía muy bien cuál era el juego, y eso siempre le causaba desasosiego. El hombre tenía más o menos la misma altura que ella y sus ojos quedaban justo frente a los suyos. Demasiado cercanos, demasiado inquisitivos. Por el gran Morlay, cómo detestaba a los memoristas. La detective apartó la mirada sin poderlo evitar y fingió interesarse en el cartel anunciador de la muestra. Lo leyó tres veces antes de ser consciente de lo que decía.

– «Historia de los Falsos: el fraude como arte revolucionario» -dijo en voz alta.

– Interesante, ¿no? -comentó Nopal.

La androide le miró. ¿A qué venía todo esto? ¿Encerraba un mensaje? ¿Una segunda intención? La detective ya había oído hablar de esta exposición y nunca hubiera venido a verla por sí misma. Le irritaba el fenómeno de los Falsos, que eran la última moda dentro del arte plástico. Críticos pedantes y estetas delirantes habían decretado que la impostura era la manifestación artística más pura y radical de la modernidad, la vanguardia del siglo XXII. Los artistas más cotizados del momento eran todos falsificadores de éxito cuyas obras pasaron por auténticas durante cierto tiempo. Porque, como le había explicado Yiannis, que siempre sabía de todo, para ser un verdadero Falso no sólo había que mimetizar a la perfección el cuadro o la escultura de un artista famoso, sino que había que conseguir que alguien se lo creyera: un comprador, un galerista, un museo, los críticos, los medios de comunicación. Cuanto más grande el engaño, mayor el prestigio de la falsificación una vez desenmascarada la impostura; y si nadie advertía el artificio y era el propio artista quien tenía que desvelarlo al cabo de algún tiempo, entonces el objeto era considerado una obra maestra. Esta moda había cambiado el mundo del arte: ahora en las subastas mucha gente pujaba locamente por un Goya, o un Bacon, o un Gabriela Lambretta, con la secreta esperanza de que, en unos pocos meses, se descubriera que era un Falso y triplicara su valor.

– Pues, a decir verdad, es un tema que no me interesa nada -gruñó Bruna.

– ¿No? Qué extraño, pensé que te gustaría.

– ¿Por qué? ¿Porque yo también soy una copia, una imitación, una falsificación de ser humano?

Pablo Nopal sonrió de una manera encantadora. Encantadora y nada fiable. Echó a andar por la sala y Bruna se vio obligada a seguirle. Era un hombre delgado y se movía de una manera ligera y como deshuesada dentro de sus amplias ropas flotantes.

– En absoluto. Yo no he dicho eso. Pensé que te gustaría porque dicen que eres una persona inteligente, me he informado un poco sobre ti. Y las personas inteligentes saben que, de algún modo, todos somos un fraude. Por eso los Falsos me parecen la más perfecta representación de nuestro tiempo. No son arte, son sociología. Todos somos unos impostores. En fin, te encuentro extraordinariamente hipersensible, ¿no crees, Husky? Yo, que tú, intentaría analizar el porqué de esa susceptibilidad tan exacerbada.

Porque eres un maldito memorista condescendiente y pedante, le hubiera gustado contestar a Bruna. Rumió sus palabras durante unos segundos, intentando domesticarlas un poco.

– Bueno, yo no creo que sea hipersensibilidad. Más bien es cansancio ante el prejuicio. Es como si a ti te supusieran un interés por la impostura debido a tu pasado. Quiero decir, debes de estar acostumbrado a que la gente te mire y se pregunte quién eres de verdad… ¿Pablo Nopal, el memorista y escritor? ¿O un individuo que asesinó a su tío y salió de la cárcel porque se estropearon las pruebas?

Le atisbó por el rabillo del ojo, un poco asustada por sus propias palabras. Tal vez hubiera ido demasiado lejos y la entrevista se acabara en ese mismo instante. Pero ese aire de aburrida superioridad parecía estar pidiendo el acicate de un aguijón. Bruna conocía a los tipos así: les gustaba ser retados, incluso humillados. Al menos un poco.

– Mal ejemplo, Husky. Yo no he supuesto nada sobre ti. Tú eres quien ha imaginado la ofensa y luego se ha ofendido. Eso es algo que también cuentan sobre ti. Dicen que eres fácilmente inflamable y bastante intratable. Por cierto, mi tío era un mal hombre y yo soy inocente. Mi impostura se refiere a otra cosa.

Contemplaron la exposición en silencio durante unos minutos. Los Falsos recuperan el legado artístico histórico y lo transmutan en intervención social, reafirmando y negando su sentido al mismo tiempo. No cabe un acto mayor de subversión cultural, rezaba un texto escrito sobre la pared en letras tridimensionales. Las paparruchas habituales, pensó Bruna. Había obras de diversas épocas, desde un cuadro de Elmyr D’Ory, del siglo XX, hasta dos piezas de la famosa Mary Kings, la artista más consagrada del momento, que creó un heterónimo, un supuesto pintor bicho llamado Zapulek, y luego se dedicó a falsificar Zapuleks, esto es, a falsificarse a sí misma.

– Bueno, empecemos de nuevo -dijo Nopal-. ¿Para qué querías verme? Sentémonos allí.

Al otro lado de la sala había un lucernario y debajo dos mullidos sillones. La verdad es que era un buen sitio para hablar, aislado y al mismo tiempo tan visible que parecía convertir el encuentro en algo casual e inocente. Un lugar perfecto para una cita difícil, se dijo Bruna, anotando mentalmente el dato por si alguna vez tenía necesidad de un espacio así. ¿Y por qué lo había escogido Nopal? Era evidente que no habían acabado ahí de forma casual.

– ¿Por qué me has hecho venir al museo?

– No me gusta que la gente entre en mi casa. Y este sitio es cómodo. Cuéntame.

Sin duda era un tipo extremadamente reservado. De alguna manera se las había arreglado para escamotear parte de su biografía de la Red. Por más que buscó, la androide no consiguió encontrar un solo dato sobre su infancia. Nopal parecía salir de la nada a los diez años, cuando fue oficialmente adoptado por su tío. Tanto misterio era toda una proeza de desinformación en esta sociedad hiperinformada.

– Mi cliente, antes no te dije su nombre, es Myriam Chi…

Bruna hizo una pausa microscópica para ver si la noticia producía alguna reacción, pero el hombre permaneció imperturbable.

– Ella piensa que tú podrías ayudarnos con la investigación.

– ¿Qué investigación?

– La de esos reps que parecen volverse repentinamente locos y que matan a otros androides y se suicidan.

– El caso del tranvía…

– No sólo ése. En realidad, hay por lo menos otros cuatro casos semejantes.

– ¿Y qué pinto yo?

– No se ha dicho públicamente, pero pierden la razón porque se meten memorias artificiales adulteradas. Alguien se ha puesto a vender memas mortales.

Nopal curvó sus finos labios en una sonrisa ácida, se inclinó hacia delante hasta quedar a dos palmos de la cara de la mujer y repitió con irónica lentitud:

– ¿Y-qué-pinto-yo?

Qué fastidio de tipo, pensó Bruna. Éste era uno de esos momentos en los que la detective hubiera deseado que siguiera vigente el uso del usted, un tratamiento que al parecer en origen era cortés, pero que al final, antes de quedar obsoleto, servía para alejar desdeñosamente al interlocutor, como ella había visto tantas veces en las películas antiguas. Sí, un helador usted le habría venido ahora muy bien. Usted es un asqueroso memorista, le habría dicho. Usted puede ser el cerdo que ha escrito las memas letales. Échese usted para atrás en el asiento y deje de intentar impresionarme.

– Bueno, tú eres un memorista…

El escritor se repantingó en el sillón y soltó un suspiro.

– Lo dejé o más bien me echaron hace varios años, como sin duda sabes. Y antes de que cometas el error de volver a soltar una grosería, te diré que no, no me dedico a escribir memorias ilegales. No lo necesito. Mis novelas se venden muy bien, por si no te has enterado. Y tengo el dinero que heredé de mi querido tío.

– Pero quizá sepas de otros memoristas… No hay muchos. ¿Quién podría estar metido en ese negocio?

– Rompí todas mis relaciones con ese mundo cuando me echaron. Digamos que por entonces no me era muy agradable seguir conectado con ellos.

– Pues Myriam Chi cree que puedes saber algo.

Nopal sonrió de nuevo. Esta vez, para sorpresa de Bruna, casi con ternura.

– Myriam siempre me ha creído más poderoso de lo que soy…

Frunció el ceño, pensativo. Bruna aguardó en silencio, intuyendo que el hombre estaba a punto de decir algo. Pero no se esperaba lo que al final soltó.

– ¿Qué edad tienes, Husky?

– ¿Y eso qué importa?

– Yo diría que debes de tener unos 5/30… Quizá 6/31. Y entonces sería posible.

– ¿Qué sería posible?

– Que yo hubiera escrito tu memoria.

Bruna se quedó sin aire en los pulmones. Un golpe de sudor le empapó la nuca.

– Es una idea repugnante -susurró.

Y apretó los dientes para aguantar las náuseas.

– ¿Sabes, Husky? Hay otra razón por la que he quedado aquí contigo en vez de citarte en casa… He tenido algunos problemas con algunos reps. Por lo general, los tecnohumanos no apreciáis demasiado a los memoristas, y en cierto modo lo entiendo.

– Está prohibido identificarse como autor de una memoria. Está prohibido. No puedes hacerlo.

– Lo sé, lo sé. Tranquila, Bruna. Perdona mi pregunta de antes. En realidad, nunca te lo diría. Aunque no estuviera prohibido, si lo supiera no te lo diría. Te lo prometo.

El pequeño alivio que la androide experimentó con las palabras de Nopal le hizo darse cuenta de lo aterrorizada que estaba. Y junto con el alivio sintió algo parecido a la gratitud. Era una emoción estúpida, injustificada y demasiado próxima a un síndrome de Estocolmo, pero no podía evitarla. Cuatro años, tres meses y veintidós días.

– Sin embargo, los memoristas no sólo no sentimos antipatía hacia los reps, sino que os tenemos un afecto especial. Al menos yo. Poder construir la memoria de una persona es un privilegio indescriptible. ¿Te imaginas? La memoria es la base de nuestra identidad, así que de alguna manera yo soy el padre de cientos de seres. Más que el padre. Soy su pequeño dios particular.

Bruna se estremeció.

– Yo no soy mi memoria. Que además sé que es falsa. Yo soy mis actos y mis días.

– Bueno, bueno, eso es discutible… Y, en cualquier caso, no cambia lo que te estaba diciendo… Porque yo hablaba de mis sensaciones, de cómo lo veo yo. Y te decía que amo a los reps. Me inspiráis una emoción especial. Una complicidad profunda.

– Ya. Pues perdona que no sienta lo mismo. Perdona que no le agradezca a mi pequeño dios, sea quien sea, toda esa basura arbitraria de recuerdos falsos.

– ¿Basura arbitraria? La vida real sí que es arbitraria. Mucho más arbitraria que nosotros. Yo siempre he intentado hacerlo lo mejor posible… Pensaba y escribía con absoluto cuidado cada una de las quinientas escenas…

– ¿Quinientas?

– ¿No lo sabías? Una vida está compuesta de quinientos recuerdos… Quinientas escenas. Y con eso basta. Yo siempre intenté compensar unas cosas con otras, ofrecer cierto espejismo de sentido, la intuición final de un todo armónico… Mi especialidad eran las escenas de la revelación…

– El maldito baile de fantasmas.

– Mis escenas de revelación eran compasivas, ésa es la palabra. Instructivas, compasivas. Fomentaban la madurez del replicante.

– Mi memorista mató a mi padre cuando yo tenía nueve años. Yo le adoraba, y un delincuente le asesinó estúpidamente una noche en la calle.

– Esas cosas ocurren, por desgracia.

– ¡Yo tenía nueve años! Y pasé cinco sufriendo como un perro hasta cumplir catorce y llegar a mi baile de fantasmas. Hasta enterarme de que mi padre no era real y por lo tanto tampoco había sido asesinado.

– No es así, Bruna. Como sabes, esos cinco años de los que hablas no existieron. No es más que una memoria falsa. Todas las escenas fueron insertadas simultáneamente en tu cerebro.

Un nudo de enfurecidas y abrasadoras lágrimas apretó la garganta de la detective. Tuvo que hacer un esfuerzo para hablar y la voz salió ronca.

– ¿Y el dolor? ¿Todo ese dolor que tengo dentro? ¿Todo ese sufrimiento en mi memoria?

Nopal la miró con gravedad.

– Es la vida, Bruna. Las cosas son así. La vida duele.

Hubo un pequeño silencio y después el hombre se puso en pie.

– Haré unas cuantas llamadas e intentaré enterarme de cómo están las cosas entre los memoristas. Ya me pondré en contacto contigo si consigo algo.

Nopal se inclinó un poco y rozó la tintada mejilla de Bruna con un dedo. Un gesto tan leve que la rep casi creyó haberlo imaginado. Luego el memorista se atusó el lacio flequillo, recuperó su sonrisa encantadora y poco fiable y, dando media vuelta, se marchó. La androide lo miró mientras se alejaba, aún sentada, aún anonadada, con los pensamientos zumbando en su cabeza como un enjambre de abejas. Quinientas escenas: ¿sólo esa miseria era su vida? Estaba intentando reunir fuerzas para levantarse cuando oyó la señal de una llamada. Miró el móvil de su muñeca: era Myriam Chi.

– Tenemos que hablar -dijo la líder rep sin molestarse en saludar.

– ¿Qué pasa?

– Te lo diré en persona. Ven a verme mañana a las nueve horas.

Y cortó la comunicación. Bruna se quedó contemplando la pantalla vacía mientras se detestaba a sí misma. Le amargaba tener que obedecer a una cliente como Myriam Chi, que trompeteaba sus órdenes como si ella fuera su esclava; y le ponía literalmente enferma haber perdido los papeles con el memorista. El sillón en el que la detective estaba sentada se encontraba al fondo de la sala de exposiciones y el lento flujo de los visitantes pasaba por delante de ella, cruzando de una pared a la otra e iniciando el camino de regreso hacia la puerta. Pero, curiosamente, nadie la miraba. Nadie parecía advertir a esa tecnohumana grande y llamativa: demasiada invisibilidad para ser natural. Sí, el malévolo Nopal había acertado al citarla allí: iluminada cenitalmente por la fría luz del lucernario, Bruna se sintió un Falso más. Sin duda el de menor valor de toda la muestra.


– ¡Bruna! ¡Bruna! ¡Levántate! ¡Despierta!

La rep abrió un ojo y vio una figura humana que se abalanzaba sobre ella. Dio un salto en la cama, un grito, un manotazo defensivo, y su brazo atravesó limpiamente el aire coloreado sin encontrar resistencia. Enfocó mejor la mirada y reconoció al viejo Yiannis.

– ¡Maldita sea, Yiannis, te he dicho mil veces que no me hagas esto! -gruñó con la lengua entumecida y la boca seca.

La figura holografiada del archivero flotaba por la habitación, de cuerpo entero. Era la única persona a la que Bruna había concedido autorización para realizar holollamadas.

– ¡No soporto que te metas así en mi casa! ¡Te voy a poner en la lista de los no admitidos!

– Perdona, no había manera de despertarte y Myriam Chi…

– ¡Oh, mierda, Chi!

Antes de que el viejo mencionara a la líder rep, Bruna ya había visto la hora en el techo, las 10:20, y sus neuronas maltratadas por la resaca habían comenzado a encenderse penosamente trayendo el recuerdo de una cita perdida. El día anterior se fue reconstruyendo de manera borrosa en su memoria: el encuentro con Nopal, la llamada de Chi, las demasiadas copas que se tomó en su casa al regresar. Beber sola, mejor dicho, emborracharse sola, era el penúltimo escalón del alcoholismo. Sin duda tenía un problema con la bebida, y ahora también un problema con su única clienta, a la que había dejado plantada. Bruna se levantó de un brinco de la cama, tan deprisa, de hecho, que el gelatinoso cerebro pareció chocar contra su cráneo y tuvo que agarrarse la cabeza con ambas manos y cerrar los ojos durante unos instantes. Se acabó: no iba a volver a tomar una copa en toda su vida.

– ¡Ya sé que llego tarde a la cita con Chi! ¡Ya sé que la he jodido! -gruñó, todavía con los párpados apretados.

– No. No es eso, Bruna. No llegas tarde.

La rep alzó la cara y vio que Yiannis se había vuelto de espaldas. Claro, pensó, es que estoy desnuda. Mi pobre y vetusto caballero, se dijo, sintiendo por él una especie de irritada ternura. La bata china estaba tirada en el suelo y Bruna la recogió y se la puso.

– Ya puedes mirar. ¿Qué es eso de que no llego tarde?

Yiannis, o su holografía, se giró. Su rostro estaba tenso y pálido: sin lugar a dudas era portador de malas noticias. Una oleada de adrenalina recorrió la columna vertebral de Bruna y mejoró mágicamente su jaqueca.

– ¿Qué ocurre?

– Chi ha muerto.

– ¿Qué?

– Esta mañana temprano atacó en el metro a una secretaria del Ministerio de Trabajo. Le sacó los ojos y le rompió la tráquea. Ni que decir tiene que la chica era tecno. Luego, Chi se arrojó a las vías delante de un convoy. Falleció en el acto.

– ¿Cómo lo sabes?

– Está en las noticias.

Bruna ordenó a la casa que abriera la pantalla y se encontró cara a cara con la imagen de la líder androide. Myriam en un mitin, Myriam por la calle, Myriam sonriendo, discutiendo, haciendo una entrevista. Hermosa y llena de vida. En las noticias no se decía que llevara una mema adulterada, pero eso no significaba nada, porque, que Bruna supiera, el detalle de las memorias ilegales todavía no se había hecho público en ninguna de las muertes. El comportamiento de Myriam ¿se debería también al destrozo causado por un implante letal? Y de ser así, que era lo más probable, ¿quién se la había metido por la nariz? Porque no podía creer que la líder del MRR lo hubiera hecho voluntariamente. Esto era un asesinato. Y también era el mayor fracaso de su carrera. No había conseguido mantener viva a su clienta ni dos días.

– Se lo dije, le dije que tenía que cuidarse, le dije que debíamos…

– Calla, Bruna, calla y escucha…

El holograma de Yiannis parecía estar sentado ahora en el aire y contemplaba fijamente no la pantalla de Husky, sino otro punto más hacia la derecha, probablemente la pantalla de su propia casa. Pero ambos estaban viendo lo mismo. El periodista, un desagradable y célebre individuo de lustroso pelo rubio llamado Enrique Ovejero, comentaba el asunto con ávido énfasis sensacionalista.

– … Y lo que la gente se pregunta es, ¿qué está sucediendo con los tecnos? ¿Acaso están enfermos? ¿Hay una epidemia? ¿Puede ser contagiosa para los humanos? ¿Por qué son tan violentos? Hasta ahora sólo han atacado a otros androides, pero ¿pueden suponer un peligro para la gente normal? Está con nosotros José Hericio, un hombre polémico al que sin duda muchos de vosotros conoceréis, abogado y secretario general del PSH, Partido Supremacista Humano. Buenos días, Hericio, ¿qué tal estás? En primer lugar, no sé si para ti la muerte de uno de tus mayores enemigos, la líder del MRR, puede incluso ser una buena noticia…

– No, Ovejero, por Dios, yo no me regocijo con la muerte de nadie… Además, no sólo no me parece una buena noticia, sino que creo que es muy preocupante. ¿Sabías que hay otros casos de violencia anteriores?

– Sí, claro, está el del tranvía aéreo del jueves pasado y el de la mujer que se vació un ojo… Con Chi, tres muy parecidos en menos de una semana.

– No, no, hablo de antes de eso… Antes ha habido otros cuatro casos semejantes. O sea, en total, siete. Sólo que pasaron desapercibidos porque sucedieron más espaciadamente… En los últimos seis meses. Pero los siete casos están claramente relacionados entre sí… y no sólo por esa obsesión con arrancarse o arrancar los ojos. También comparten otras circunstancias.

– ¿Qué otras circunstancias?

– Mi querido Ovejero, me vas a permitir que me reserve esa información.

En efecto, antes hubo cuatro suicidas que no atacaron a nadie, salvo a ellos mismos. Tres de ellos se sacaron los ojos, y los cuatro se habían metido una memoria adulterada. O eso había leído en los documentos que le había dado Chi. Hericio debía de estar refiriéndose a las memas cuando hablaba de lo que compartían. ¿De dónde habría sacado todos esos datos? El líder supremacista era un tipo repugnante de mejillas siliconadas, pelo injertado y boca blanda y babosa, una de esas bocas permanentemente húmedas. Bruna siempre había pensado que su extremismo fanático le convertía en una especie de payaso y que nadie podría tomar en serio sus barbaridades, pero en las últimas elecciones regionales el PSH había sacado un asombroso 3 % de los votos.

– Vaya, Hericio, y ¿cómo es que el ciudadano de a pie no sabe nada de esos otros incidentes? -preguntaba con fingido escándalo el untuoso Ovejero.

– Porque, una vez más, nuestro Gobierno, y hablo del Gobierno Regional, pero también del Planetario, nos oculta la información. La oculta o, lo que sería incluso peor, puede que no la sepa, porque estamos en manos de los políticos más incompetentes que ha tenido la Humanidad en toda su historia. Y esto es muy grave, porque en el PSH tenemos informaciones fidedignas que indican que está en marcha una conspiración rep, un plan secreto para tomar el poder contra los humanos…

– Pero espera, espera, ¿qué me estás diciendo? ¿Que los tecnohumanos están preparando un golpe de Estado? Pero si hasta ahora las víctimas han sido sólo tecnos…

– Naturalmente, porque esto son sólo los comienzos… Todo esto forma parte de un plan maquiavélico que ahora mismo no puedo revelar. Pero te aseguro, y escúchame bien lo que te digo, te aseguro que dentro de muy poco las víctimas empezarán a ser humanas.

– Mira, Hericio, ésas son afirmaciones muy arriesgadas y muy extremistas y yo no…

– Por desgracia lo veremos. ¡Lo veremos muy pronto! Porque este Gobierno compuesto de débiles mentales y de chuparreps no será capaz de hacer nada para evitarlo.

– Pero, según tú, ¿qué habría que hacer?

– Mira, los reps son un error nuestro. En realidad, hasta me compadezco de ellos, hasta me dan pena, porque son unos monstruos que hemos creado los humanos. Son hijos de nuestra soberbia y de nuestra avaricia, pero eso no impide que sean monstruosos. Hay que acabar cuanto antes con esa aberración y en el programa de nuestro partido se dice claramente cómo hacerlo. En primer lugar, cerrar para siempre todas las plantas de producción; y después, dado que su vida es tan corta, bastará con internar a todos los reps hasta su muerte.

– Ya. Los famosos campos de concentración de los años sesenta. Te recuerdo que la terrible guerra rep se desató por mucho menos que eso.

– Por eso hay que actuar deprisa, por sorpresa y con mano dura. Somos muchos más que ellos. No podemos dejar que ellos ataquen antes.

– Si es que alguna vez atacan, Hericio. En fin, en este programa no siempre estamos de acuerdo con las opiniones de nuestros entrevistados, pero somos firmes partidarios de la libertad de expresión y en cualquier caso aquí quedan las rotundas ideas del líder del Partido Supremacista Humano. Muchas gracias.

Bruna estaba pasmada. Hacía tiempo que no escuchaba algo tan violento. Y aún le parecía más culpable Ovejero por haber invitado a semejante tarado a un programa con audiencia, y por haberle dejado soltar su panfleto paranoico sin contradecirle ni cortarle, apenas simulando una pantomima de disensión. Pero, claro, ¿qué se podía esperar de un tipejo que se refería a los humanos como «la gente normal»?

– Esto es inaudito… Yo creo que habría que ponerles una denuncia por incitación a la violencia entre especies… -farfulló Yiannis.

Tal vez Hericio hubiera pagado a Ovejero, pensó Bruna. O tal vez el fanatismo antirrep estuviera creciendo mucho más deprisa de lo que ella pensaba. Se estremeció. «Vamos, Husky, tú sabes que estamos totalmente discriminados», había dicho Myriam. Y también ella había hablado de conspiraciones y conjuras… desde el otro lado. No podía ser, estaban todos chiflados. Tenía que tratarse de algo más estúpido y más simple. De una partida de memas estropeadas. Notó un pequeño punto de escozor dentro de su cabeza, una pequeña idea pugnando por salir. Decidió no prestarle atención: por lo general, las ideas afloraban a la superficie por sí solas si ella se relajaba.

– Tengo que irme al MRR, Yiannis.

– Sí. Y yo tengo que ponerme a trabajar.

El holograma del viejo desapareció. Bruna se dio una breve ducha de vapor, se vistió con una falda metalizada de color violeta y una camiseta azul y sacó de la nevera un cubilete doble de café para írselo tomando por el camino. Cogió un taxi y no tardó nada en llegar. De hecho, apenas si le había dado tiempo a sacudir el cubilete para que se calentara y a beberse el contenido cuando ya estaban parando frente a la sede del Movimiento Radical Replicante.

– Me has dejado el coche apestando a café -gruñó la taxista.

– Pues es un olor muy agradable. Deberías rebajarme el precio de la carrera -contestó Bruna con tranquilidad.

Pero cuando bajó se le cruzó una idea inquietante: esta mujer ha sido antipática conmigo porque soy una rep. Bruna sacudió la cabeza, irritada consigo misma. Odiaba tener ese tipo de pensamientos persecutorios. Y ya se sabía que los taxistas detestaban en general que la gente comiera o bebiera en sus vehículos. Cuatro años, tres meses y veintiún días.

En la puerta del MRR había dos coches de policía, además de los guardias de seguridad habituales. Bruna tuvo que identificarse varias veces y pasar por el escáner antes de que la dejaran subir. Preguntó por Valo Nabokov, la jefa de seguridad y amante de Chi, y, para su sorpresa, la mujer la recibió enseguida. Cuando entró en su despacho, Valo estaba de espaldas mirando por la ventana. Era tan alta como Bruna y probablemente también una replicante de combate, pero vestía de una manera mucho más femenina y sofisticada: pantalones ajustados, vaporosa sobrefalda de vuelo con lunares tridimensionales representando capullos de rosa, grandes plataformas en los zapatos. El pelo, muy negro y espeso, formaba un complicado moño en la coronilla.

– Siéntate, Husky -ordenó sin volverse.

Había un sillón de polipiel y una silla roja de alacrilato. La detective escogió la silla: no quedaría tan hundida. Pasaron unos segundos interminables sin que nada sucediera y luego Valo se volvió. No era fea, por supuesto. Todos los tecnos tenían rasgos regulares y armónicos (a veces Bruna pensaba que ésta era una de las razones por las que los humanos no les querían), aunque no todos eran igual de atractivos. La jefa de seguridad, por ejemplo, resultaba más bien desagradable. Las replicantes de combate tenían poco pecho porque era más operativo a la hora de luchar; pero Nabokov se había implantado unos enormes senos que llevaba muy levantados y muy desnudos, como una gran bandeja de carne bajo su rostro cuadrangular y pálido.

– Dime algo -barbotó.

– ¿Algo de qué?

– Llevas dos días trabajando para nosotros. Dime qué has descubierto. Dime quién le ha hecho esto.

– No sé nada todavía.

La mujer clavó en ella unos ojos llameantes. Grandes ojeras sombreaban su cara.

– La has perdido. Es tu culpa. Era tu responsabilidad y no has hecho nada.

– Chi no me contrató para que la protegiera, sino para investigar la muerte de los reps. En realidad su seguridad dependía de ti.

La tecno cerró los ojos con un casi imperceptible gesto de dolor. Luego volvió a mirar a Bruna con cara de loca. Tenía el moño medio deshecho y parecía uno de esos medallones antiguos de las Furias que Yiannis le había enseñado alguna vez.

– Vete.

– Espera un momento, Nabokov, lamento tu pérdida, pero es importante que hablemos…

– ¡Vete!

– Myriam me llamó ayer. Creo que tenía algo que contarme, quizá hubiera descubierto algo. Me dijo que viniera a verla esta mañana a las nueve.

Valo se quedó mirándola de hito en hito y Bruna acabó bajando los ojos. Se fijó en las manos de la androide: grandes, huesudas, temblorosas. Unas manos crispadas que, cosa extraordinaria, parecían cubiertas de unas pecas regulares y oscuras. No, no eran pecas: eran unas pequeñas heridas a medio cicatrizar, tal vez quemaduras.

– Pero no has venido… -susurró Valo.

– ¿Qué?

– A la cita de las nueve. No has venido.

Bruna se turbó.

– Cierto. Me… retrasé. Y luego vi las noticias.

Y en ese momento tan absolutamente inapropiado aterrizó en la cabeza de la detective el pequeño pensamiento que antes le había estado eludiendo: no era sólo extraño que Hericio tuviera tantos datos. También era raro que los tuviera Chi. ¿Cómo había llegado la líder rep a saber todo eso? ¿Y cómo demonios conocían tanto uno como otra que todos los implicados tenían insertada una memoria adulterada? ¿Quién les habría proporcionado una información que sólo poseía la policía? Después de todo, tal vez las teorías de la conspiración tuvieran alguna base real… Además, esa obsesión de las víctimas con los ojos no podía ser efecto de un deterioro casual de las memas.

Todo esto pensó Bruna en un instante mientras Valo daba la vuelta a la mesa y se dejaba caer cansadamente en el asiento junto a la pantalla. Luego la mujer levantó la cara y la miró con dureza.

– Estás despedida.

– ¿Despedida?

– Lárgate. Ahora mismo.

Mierda, me voy a comer los 3.000 ges que me costó la memoria artificial, se preocupó de entrada la detective con un pellizco de angustia financiera. E inmediatamente después se dijo: pero no puede ser, no quiero dejar el tema, tengo que aclarar lo que ha sucedido. Tengo que seguir investigando.

– Está bien, me voy, pero antes contéstame por favor una sola cosa, ¿cómo se enteró Chi de…?

– No hay nada más que hablar. Ya no trabajas para nosotros. Estás fuera del caso. Quédate con el dinero del adelanto. Con eso estamos en paz. Y ahora… ¡fuera de aquí!

No, no estaban en paz porque Bruna había cometido la locura de comprar una mema en el mercado negro, pero ése no era el mejor momento para hablar de cuentas de gastos: Valo parecía estar verdaderamente fuera de sí. La detective se levantó y salió del cuarto, más irritada por todas las preguntas que no había conseguido plantear que por la aspereza de su súbito cese. Iba a toda prisa por el corredor hacia la salida, ensimismada y rumiando sus dudas y sus deudas, cuando se topó con Habib, el ayudante personal de la líder rep. Lo había conocido dos días antes: él había sido quien le había proporcionado los datos sobre las primeras muertes y la provisión de fondos. Era un tecno de exploración brillante y encantador. Si no fuera porque Bruna no quería volver a intimar con otros androides, hubiera sido fácil coquetear con él.

– Vaya, Husky, ¿adónde vas tan deprisa? Venía a buscarte.

– Me acaban de despedir. Si era a eso a lo que venías, ya está hecho.

Habib abrió los ojos sorprendido.

– Pero ¿qué dices? ¿Ha sido Valo? No le hagas caso. Está como loca, y lo entiendo. Todos estamos un poco desquiciados. Ha sido un golpe espantoso.

Su voz vibró un poco, tal vez a punto de quebrarse.

– Sí… También a mí me ha impresionado.

– No te vayas, Bruna. Ahora te necesitamos más que nunca. Ven, vamos a mi despacho.

Todos los cuartos del MRR eran iguales, austeras y monacales celdas militantes, como si los adornos estuvieran prohibidos por la ideología. Pero por lo menos sobre la mesa de Habib había un ramito de mimosas en un vaso.

– ¿Son naturales?

El hombre sonrió de medio lado.

– Es una holografía. Hablando de eso, creo que tienes todavía la bola holográfica de Myriam… la de la amenaza…

Bruna recordó que había dejado en marcha un análisis exhaustivo de las imágenes. Ya debía de estar finalizado y no había visto todavía los resultados.

– Sí. Estaba haciendo unas últimas pruebas. Te la devolveré esta misma tarde. Entonces, ¿sigo o no sigo con el caso?

– Claro que sigues. Ya hablaré con Valo. Además, ella no tiene autoridad para echarte.

– ¿Y tú?

– Yo sí, aunque no voy a hacerlo. Pero si lo que quieres es saber cómo queda el poder en el MRR tras la muerte de Myriam, te diré que yo soy su sucesor hasta que se celebre la asamblea extraordinaria que acabo de convocar. Será dentro de quince días.

– ¿Y entonces qué pasará?

– Lo más probable es que me ratifiquen en el cargo. Pero esto no quiere decir que yo haya asesinado a Myriam para ocupar su lugar -aseveró con una risa seca y carente de toda alegría.

– ¿Asesinado?

– Estoy convencido de que ella no se habría metido una mema.

– Yo también. Por cierto, y hablando de memorias adulteradas, ¿cómo os enterasteis de los casos antiguos?

– Fue cosa de Myriam. Un día llegó con esos datos. Estaba muy preocupada.

– Pero ¿quién se los proporcionó?

– No lo sé. Sólo me dijo que se los había dado alguien de confianza.

– ¿No te extrañó que supiera lo de las memas? Es algo que sólo se puede conocer teniendo acceso a los informes oficiales de las autopsias…

– Pues no, no me extrañó nada. Myriam siempre estaba increíblemente bien informada. Tenía confidentes y contactos en todas partes. Incluso tenía algún amigo memorista. Era una mujer extraordinaria.

En realidad, tampoco era tan difícil, reflexionó Bruna; ella misma había accedido al informe de Cata Caín… En cuanto al memorista, no pudo evitar pensar en Pablo Nopal.

– ¿Cuándo la viste por última vez, Habib?

– Vino a verme aquí, a mi despacho, ayer por la tarde. Teníamos cosas que decidir del MRR, cosas de trabajo. Pero yo la veía muy nerviosa, muy desconcentrada. Le pregunté que qué le pasaba y estuvimos hablando de las muertes. Luego se levantó y se marchó. Dijo que estaba muy cansada y que pensaba irse pronto a casa a dormir. Pero no se fue, o por lo menos no por la puerta principal. Sus guardaespaldas se quedaron esperando hasta las 00:00 y cuando subieron a buscarla no la pudieron encontrar por ningún lado.

– ¿Cómo es que aguardaron tanto?

– Muchas veces se quedaba trabajando sola hasta muy tarde.

– ¿Y no se preocuparon al no encontrarla?

– Se preocuparon y me avisaron. Y yo avisé a Nabokov, que tampoco sabía nada porque Chi no había ido a casa. Entonces nos volvimos locos de miedo. Con razón.

Callaron unos segundos, mientras las violentas imágenes de la muerte de Myriam cruzaban chirriantemente las cabezas de ambos y el aire que mediaba entre ellos parecía adquirir un resplandor de sangre.

– ¿A qué hora fue tu conversación con Chi?

– Estuvimos juntos entre las 18:00 y las 19:00, más o menos. Y yo fui el último que la vio con vida.

Bruna intentó contener un pequeño sobresalto. La llamada de Myriam había sido a las 18:30.

– ¿Estás seguro?

Habib sonrió. Él también tenía grandes ojeras y aspecto macilento.

– Completamente. Y no necesitas disimular tu sorpresa. Yo estaba delante cuando ella te llamó, Husky. Y además sé lo que quería decirte.

Hizo una pausa teatral que Bruna soportó con dificultad.

– Cabe la posibilidad… Tienes que prometer guardar un absoluto secreto sobre todo esto, Husky. Nos jugamos demasiado. En fin, por desgracia cabe la posibilidad de que estén implicados algunos reps en estas matanzas. No es precisamente la mejor noticia para nuestro movimiento, pero me temo que hay bastantes evidencias.

– ¿Qué quieres decir? ¿Cómo de implicados? ¿De qué evidencias hablas?

– Siempre ha habido reps violentos, tú lo sabes. Y, si quieres que te diga la verdad, lo comprendo muy bien, porque la marginación y el desprecio a los que nos someten los humanos son difíciles de soportar. Pero en el MRR no somos partidarios de la violencia, ni ética ni estratégicamente. Nuestro movimiento intenta precisamente dar una plataforma democrática a la lucha por la dignidad y la igualdad de nuestra especie.

Bruna reprimió un gesto de impaciencia.

– Sí, sí, ya sé. Pero estábamos hablando de las evidencias…

– La cerradura del despacho de Myriam fue manipulada por un rep de Complet, nuestra empresa de mantenimiento. La puerta se alteró para que no registrara la clave de la persona que depositó la bola holográfica sobre la mesa.

– ¿Habéis hablado con la empresa?

– Nuestros técnicos descubrieron la manipulación de la cerradura ayer por la mañana, e inmediatamente nos dirigimos a la sede de Complet. Llegamos tarde por minutos. Obviamente habían salido huyendo a toda prisa tras borrar sus bases de datos.

– Una huida muy oportuna…

Habib suspiró.

– Sí… Yo también lo pensé. Me resulta muy difícil de creer, pero es posible que alguien del MRR les avisara de nuestra visita… El problema es que podría ser casi cualquiera porque lo sabía mucha gente: los técnicos, algunos miembros del consejo, los chicos de Valo…

– ¿Los chicos de Valo?

– Los reps de combate que forman nuestro equipo de seguridad. Ya sabes que hemos sufrido numerosas agresiones. Ayer fuimos a la sede con diez de los nuestros. Por si acaso.

– ¿Desde cuándo trabajabais con Complet?

– Cuatro o cinco meses. Te buscaré el dato exacto. Pero, en cualquier caso, la implicación de la empresa parece indicar que no se trata de un acto aislado de violencia individual, sino de un asunto mucho más complejo, más sofisticado y meticulosamente organizado… Y hay algo más. ¿Has visto a ese fanático de Hericio en las noticias?

– Sí.

– ¿No es curioso que salga justo ahora contando todo eso? ¿Y no te parece raro que esté tan informado? Sabemos que Hericio se ha visto con un rep.

– ¿Cómo lo sabéis?

Habib torció las comisuras de la boca hacia abajo en un gesto vago y agitó blandamente su mano en el aire.

– Bueno… Digamos que intentamos estar al tanto de lo que hace el enemigo. Y uno de los nuestros vio a Hericio entrevistándose con un rep en un lugar público pero discreto.

Los sillones bajo el lucernario del Museo de Arte Moderno se encendieron en la memoria de Bruna.

– ¿En qué lugar se vieron?

– En la parada de un tram. ¿Importa mucho eso?

La detective negó con la cabeza sintiéndose algo estúpida.

– El caso es que creemos que pudo ser uno de los empleados de Complet. Es una compañía íntegramente formada por androides. Siempre intentamos trabajar con los nuestros. En fin, Myriam pensaba que el PSH había conseguido comprar de alguna manera a esos miserables. Y que todo es un plan para desprestigiar a nuestro movimiento y para crear un clima de opinión antitecno que pudiera favorecer a su partido.

Bruna reflexionó unos instantes.

– Resulta plausible. Lo malo, Habib, es que no podemos descartar que no se trate de un grupo nuevo de terroristas reps.

– Pero ¿por qué iban a atacar a otros tecnohumanos?

– Para asustar a los androides, para hacerles creer que se trata de un complot de los supremacistas, como tú mismo has dicho… Para radicalizar a los reps y desatar la violencia entre las especies.

– Mmmm… sí… Quizá. En cualquier caso, urge que aclaremos lo que sucede cuanto antes. Porque es cierto que la tensión social está aumentando por momentos. Myriam era consciente de esa urgencia y por eso te llamó ayer. Sé lo que quería pedirte: que investigaras al PSH, en especial a Hericio. Y, por cierto, creo que verlo aparecer esta mañana en los informativos refuerza la teoría de Chi.

Bruna asintió lentamente.

– Está bien. Veré lo que hago.

Se pusieron de pie y Habib la escoltó hasta la puerta del despacho. Apenas dos pasos en un cuarto tan pequeño. Antes de salir, Bruna se volvió hacia él.

– Sólo una pregunta más: ¿qué le ha pasado a Nabokov en las manos?

El hombre arrugó el ceño y se quedó mirándola, como sopesando qué respuesta darle.

– Valo no está bien -dijo al fin-. Se le ha… se le ha manifestado ya el TTT. O eso creemos, porque no ha querido ir al médico. En cambio está acudiendo a una sanadora… Esas marcas son mordeduras de víbora. De una víbora africana cuyo veneno dicen que cura el cáncer rep. Bueno, ya sabes cómo son esas cosas.

Sí, Bruna lo sabía. La inevitabilidad y ferocidad del TTT hacía que muchos androides buscaran curaciones milagrosas, y en torno a los tecnos florecía un confuso y abigarrado mercado de tratamientos alternativos y terapeutas marrulleros. Como todos los androides, ella también recibía en su casa la indeseada publicidad de una horda de charlatanes que prometían acabar con los tumores por medio del magnetismo, de los rayos gamma, de terapias cromáticas o de ponzoñas animales, como en el caso de Nabokov. Pero, que ella supiera, nadie había podido salvarse aún de la temprana muerte.

La detective regresó a su casa abrumada por un profundo desaliento. Había días que parecían torcerse desde por la mañana y en los que la vida empezaba a pesar sobre los hombros como una manta mojada. El timo de las mordeduras de víbora le había recordado que llevaba varios días sin mirar el correo, de modo que abrió su buzón y se topó con una algarabía de anuncios publicitarios tridimensionales y holográficos. Estaban programados para ponerse en funcionamiento al primer rayo de luz, y ahora, recién activados, abarrotaban la pequeña caja con un agitado barullo de formas y colores, de vocecitas y músicas chirriantes. Por eso detestaba recoger las cartas, se dijo con irritación; y empezó a sacar los anuncios a manotazos y a arrojarlos al contenedor amarillo dispuesto al pie de los buzones: anuncios de vacaciones en la playa, de bicicletas solares Torres, de gimnasios, de tratamientos estéticos de lipoláser y de las consabidas y malditas curas milagrosas para el cáncer tecno. La publicidad caía chillando en el contenedor y allí, una vez recuperada la oscuridad, volvía a callarse. Qué alivio, pensó Bruna; y en su furia limpiadora estuvo a punto de tirar también un pequeño estuche de mensajería. Por fortuna lo vio a tiempo y lo abrió: era la mema que compró a la traficante; había mandado la memoria a analizar en un laboratorio y ahora le llegaban los resultados. Estaba impaciente por saber qué ponía y se puso a leer el informe allí mismo, de pie junto a los buzones. Decía que era una mema ilegal pero que no estaba adulterada, y desde luego no incitaba a la violencia ni resultaba letal. Tras el dictamen venía la descripción detallada de las escenas contenidas en la memoria: quinientas, en efecto, como había dicho Nopal. Las ojeó por encima con la misma repugnancia con la que miraría las tripas aplastadas de una cucaracha. Al final el laboratorio adjuntaba la factura por su trabajo: trescientas gaias. Lo que le faltaba. La única ventaja del asunto era que no tendría que volver a ver a la desagradable mutante de la oreja perruna: era una pista que ya no llevaba a ningún lado.

Lo primero que hizo al entrar en el apartamento fue ir a la nevera, servirse una copa de vino blanco y bebérsela de un golpe. Ordenó a la casa que levantara las persianas y que abriera las ventanas de par en par. Necesitaba aire y luz. Le obsesionaba el recuerdo de Myriam: imaginar su rapto de locura, la violencia del ataque a esa mujer, las ruedas del metro destrozando su cuerpo. Y luego le parecía volver a ver las manos de Nabokov, con sus pequeñas heridas regulares y violáceas. Se sirvió otra copa, calentó un par de hamburguesas de soja con algas y se las tomó masticando con premeditación, lenta y rítmicamente. Concentrándose en el hecho de comer para vaciar la cabeza de las imágenes persecutorias y opresivas. Cuando acabó el plato se había serenado lo suficiente como para ponerse a trabajar. Llenó otra copa de vino, se sentó ante la pantalla y comprobó que Habib ya le había mandado los documentos de la empresa de mantenimiento. Empleó un buen rato en rastrear sus datos comerciales en los diversos departamentos de la administración regional. Al final resultó que Complet había surgido de la nada una semana antes de que el MRR la contratara; que sólo tenía dos empleados fijos, los dos androides, y que el Movimiento Radical Replicante había sido su único cliente. Todo bastante peculiar.

Pensativa, Bruna buscó en el ordenador el análisis de la película del destripamiento. Hacía horas que la exploración había acabado y allí estaban los resultados, en efecto. El programa no había podido identificar el lugar, ni reconstruir las credenciales borradas, ni aportar otros indicios sobre la grabación, aunque el análisis de los fondos daba una probabilidad del 51 % a favor de que la evisceración del animal se hubiera realizado de manera privada y no en un matadero. No había nada nuevo, salvo una imagen: en un momento determinado, la hoja del cuchillo reflejaba fugazmente parte del rostro de la persona que estaba grabando el holograma: media ceja, un fragmento de pómulo, medio ojo… y una pupila vertical, de rep. La detective se ensombreció: la culpabilidad o al menos la colaboración de los tecnohumanos iba resultando cada vez más evidente. Hizo una copia de las imágenes, sacó el chip del ordenador y lo restituyó a la bola holográfica, llamó a un servicio de mensajería instantánea y, cuando el pequeño robot pitó ante su puerta veinte minutos más tarde, introdujo la esfera, la mema y la astronómica factura de sus gastos en la caja del mensajero automático y se lo envió todo a Habib.

Hecho lo cual, dedicó el resto de la tarde a perder el tiempo.

Intentó repasar la documentación que le había dado Habib sobre las cuatro primeras muertes, pero estaba demasiado fatigada y las copas de vino le provocaron una modorra pastosa e insuperable. Probó a echarse en la cama y dormir un poco, pero se encontraba demasiado tensa para poder descansar. Pensó en hacer un poco de gimnasia, pero nada más imaginar el esfuerzo ya se sintió agotada. Se arrellanó casi catatónica en el sofá con otra copa de vino en la mano, pero minutos después una comezón interior hizo que se pusiera en pie y deambulara erráticamente por el cuarto. Consiguió colocar una pieza del rompecabezas, pero le costó tanto que después lo dejó. Leyó unas cuantas páginas de la última novela de Malencia Piñeiro sin conseguir enterarse de nada. Se puso las gafas tridimensionales y empezó a jugar a juegos virtuales, el concurso de tiro al arco, la carrera de cohetes y el eslalon gigante, entretenimientos vertiginosos y obsesivos que por lo general le vaciaban la cabeza y lograban embrutecerla plácidamente, pero en esta ocasión los repetitivos juegos le rompieron los nervios.

Entonces miró la hora, las 21:50, y comprendió que en realidad había estado haciendo tiempo hasta alcanzar ese momento, hasta la llegada de la noche y el comienzo del probable turno de Gándara, hasta poder ir al Instituto Anatómico Forense para ver el cadáver de Myriam Chi.

Había refrescado bastante, así que Bruna se puso una chaqueta térmica sobre la camiseta y la breve falda metalizada y salió a la calle. Iba un poco mareada: demasiadas copas para sólo dos hamburguesas de soja en el estómago. Pero media hora más tarde, cuando se adentraba por los lúgubres pasillos del Instituto, con sus pasos resonando sobre la desgastada piedra del suelo, temió estar todavía demasiado sobria y lamentó no haberse tomado un par de copas más.

Por fortuna, esa noche sí estaba el viejo Gándara. Le vio a través del ventanal que comunicaba el despacho con la sala 1 de autopsias, hurgando en persona en el cadáver de alguien. Aunque con los robots y la telecirugía no era necesario tocar los cuerpos, Gándara seguía metiendo las manos en casi todos sus muertos: decía que ninguna tecnología podía sustituir la complejidad y la sutileza del estudio en directo. Ahí estaba ahora, inclinado sobre algo que alguna vez fue alguien, con su aspecto, tan pertinente, de buitre leonado, el rostro relativamente sin arrugas propio de un tratamiento estético rutinario, pero la nariz afilada y prominente, las cejas plumosas, la cabellera hirsuta, el cuello largo y flaco y unos ojos muy negros redondos e intensos. Levantó la cabeza Gándara y vio a la detective, y le hizo señas con la mano para que pasara. Una mano enguantada y llena de sangre. Bruna dudó unos instantes y el forense volvió a agitar su pringoso brazo, los coágulos brillando como laca china bajo el potente foco. Entonces la rep entrevió un rostro moreno y mofletudo en el destripado cadáver de la mesa: era el cuerpo de un hombre desconocido. Suspiró y empujó la puerta de la sala de autopsias. No sabía si hubiera podido soportar que Gándara estuviera manipulando los restos de Chi.

– Hola, Husky, ¿cómo va la vida? Creo que viniste por aquí el otro día…

– Sí.

– Asustaste a mi ayudante.

– Se asusta fácilmente.

– Es un cretino. ¿Vienes por lo de Chi?

– En efecto. Siempre tan perspicaz.

– Era obvio. El cretino de Kurt me dijo que estabas interesada en el caso de Caín.

– Ya.

Gándara hablaba sin dejar de manipular el cuerpo despiezado. Un cuerpo que Bruna se forzó a mirar, porque ya no era nada. Esa carne exangüe, esa sangre tan oscura, esos kilos de materia orgánica ya no eran nada. Había sido un humano, pero la muerte lo igualaba todo.

– Y lo de Chi, en efecto, es lo mismo. También tenía dentro una memoria letal, igual que Caín. ¿Quieres verla?

– ¿La memoria?

– No. A Chi. La mema la he mandado al laboratorio de Bioingeniería.

No, pensó Bruna. Voy a decirle que no, que no quiero que me enseñe a la líder rep. Pero no pudo formular palabra.

– Depósito, saca a Myriam Chi -ordenó el forense al sistema central-. Espera un segundo a que me limpie un poco.

Gándara se lavó las manos enguantadas en un chorro de vapor mientras se abría la cámara frigorífica y un carro-robot traía el cuerpo de la mujer. No quiero verla, volvió a decirse Bruna. Pero se acercó a la cápsula con pasos de autómata.

– Está algo estropeada. Se arrojó al metro, ya sabes. Pero, por otra parte, para haber sido arrollada salió bastante entera, aparte de la amputación de una pierna. El golpe la reventó por dentro. Abrir cápsula.

El cilindro metálico transparente descorrió la tapa con un siseo neumático. En su interior, rodeado por la sutil humareda del nitrógeno líquido, estaba el cadáver de Myriam Chi. Azulosa, desnuda, rapada, con las cicatrices de la autopsia en el cráneo y el tórax. Pero con el rostro sin deformar. Y sin pintar. Aniñada e indefensa. Más abajo, el grotesco revoltijo de las piernas. El miembro amputado y en pedazos, cuidadosamente recolocado como las piezas de un puzle. Por la mente de Bruna cruzó, como un espasmo, la imagen amenazante de la bola holográfica: ese cuerpo de Chi tajado y ultrajado. Entonces, cuando lo vio por primera vez, aún era mentira. Cerró los ojos y expulsó el recuerdo de su cabeza. No siento nada, pensó. Esto no es más que un pedazo de carne congelada.

– Está bastante guapa pese a todo, ¿no? Mañana les devolveré el cadáver a los del MRR y podrán montar un bonito espectáculo reivindicativo con el entierro.

– Gándara, necesito que me pases los análisis del laboratorio sobre las memas… Tengo que saber qué contienen esos malditos implantes.

– Y a mí también me gustaría saberlo, pero los de Bioingeniería no me han dado nada… Ni de ésta, ni de Caín, ni de los del tram. Curiosamente, la Policía Judicial ha decidido que todos esos informes son secretos…

– Una decisión acertada, me parece -dijo una voz a sus espaldas.

Bruna y el forense se volvieron. Era un hombretón enorme, más alto que Husky y dos veces más ancho. Su masivo corpachón tapaba la puerta.

– Porque me temo que, de tener esos informes, tú, que supongo que eres el forense Gándara, se los habrías dado a esta androide. Que no sé quién es -siguió diciendo el tipo.

Hablaba lentamente, arrastrando las palabras, como si estuviera medio dormido. Había algo letárgico en él, en sus ojos verdes medio velados por los pesados párpados, que no parecían ser capaces de abrirse del todo, y en la manera en que su sólido cuerpo se asentaba a plomo sobre el suelo, como si quisiera atornillarse a la piedra.

– Nosotros tampoco sabemos quién mierda eres tú -dijo Bruna con estudiada grosería.

Pero mentía, porque el barato y convencional traje de tres piezas, pantalón y camisa gris y chaqueta térmica algo más oscura le delataba como un funcionario. Seguro que era un policía.

– Inspector Paul Lizard, de la Judicial -dijo el hombretón enseñando su identificación-. Y tú eres…

– Yo soy la hermana de la víctima -dijo Bruna, sarcástica.

– Tú debes de ser la detective que han contratado los del MRR, ¿no? Bruna… Bruna Husky -dijo Lizard, imperturbable, consultando las notas de su móvil.

– Clarividente.

– Pues me alegro de verte. Precisamente quería hablar contigo.

– ¿De qué? ¿De por qué ocultáis a todo el mundo el asunto de las memorias adulteradas?

– Tal vez. ¿Puedes pasarte mañana por la Judicial? Supongo que sabes dónde estamos. ¿A las 13:00?

– ¿Y por qué debo hacerlo?

– Porque te conviene. Porque podemos ayudarnos. Porque eres una mujer curiosa. Porque si no vienes haré que te detengan y te traigan.

Mientras hablaba, el hombre se había ido acercando a ellos. Ahora estaba de pie junto al cilindro y contemplaba el cuerpo de Chi con ojos inesperadamente atentos bajo los somnolientos párpados. Es una mirada que esconde y disimula su fiereza, pensó Bruna.

– Si nadie explica que hay unas memas adulteradas que están enloqueciendo a los reps, entonces simplemente parece que los tecnos somos unos asesinos peligrosos. Es burdo, pero funciona.

Las palabras habían salido de la boca de Husky por sí solas, como si se las hubiera dictado otra persona. Y nada más decirlas comprendió que era cierto, que Myriam Chi tenía razón, que había una conspiración, que quizá este inspector granítico y taimado formase también parte de la trama. Ya lo decía la líder del MRR: no puedes fiarte de la policía.

– ¿Y por qué funciona? Pues porque en el fondo todos los humanos nos tenéis miedo… Nos despreciáis y al mismo tiempo nos teméis. ¿Tú también, inspector? ¿Te asusto? ¿Te repugno?

– Husky, qué cosas dices… -gruñó Gándara con claro desagrado.

Ah, se dijo Bruna, también tú. También el viejo forense se alineaba enseguida con el recién llegado. La especie era un lazo demasiado poderoso. Pero no, ¡no era eso!, volvió a pensar la rep, haciendo un esfuerzo de racionalidad; no era de extrañar que a Gándara le incomodasen sus palabras, porque ella nunca soltaba semejantes soflamas. Era como si se sintiera en la obligación de hablar por Myriam Chi. Como si tuviera que decir lo que ella hubiera dicho.

– Lo único que me asusta es la estupidez -dijo Lizard.

– ¿Cuántos inspectores reps hay en la Policía Judicial?

El hombre resopló con gesto de cansancio.

– ¡Contesta! ¿Cuántos inspectores tecnohumanos hay? -repitió Bruna, casi gritando.

Lizard la miró con cachazuda calma.

– Ninguno -respondió.

Husky se quedó pasmada. No se esperaba esa respuesta. A decir verdad, con anterioridad a ese momento ni siquiera se le hubiera ocurrido plantear semejante pregunta. Algo dolió dentro de su cabeza. Un pensamiento que quemaba como un sentimiento. Un reconocimiento racional de la marginación. Notó que se disparaba dentro de ella el mecanismo ciego de la cólera. Dio media vuelta y, sin despedirse, abandonó la sala. Aún escuchó la gruesa voz de Paul a sus espaldas:

– Recuerda, mañana a las 13:00 en la Judicial.

Bruna atravesó los oscuros pasillos a paso de carga, cruzó el vestíbulo sin saludar a los vigilantes y salió del Instituto como quien huye. Pero nada más abandonar el edificio su carrera perdió impulso. Se detuvo a pocos metros de la puerta, en mitad de la noche y de la calle vacía, sin saber qué hacer ni adónde ir. Se encontraba demasiado agitada para volver a casa. Demasiado furiosa para acudir a un local habitual, como el bar de Oli, y soportar la cháchara banal de algún conocido. Demasiado angustiada para pensar. Demasiado llena de muerte para quedarse sola. Cuatro años, tres meses y veintiún días.

El aire frío era un alivio para sus mejillas ardientes. Estaba plantada sobre la acera, con los pies un poco separados, sintiendo todo el peso de su cuerpo. El cuello sudoroso, los brazos relajados, el vientre liso y tenso, las ágiles piernas. Carne alerta, ansiosa. Un cuerpo rabioso por vivir. Una aguda inquietud comenzó a formarse dentro de ella, como una nube de tormenta en un cielo de agosto. De pronto recordó algo y se puso a rebuscar por los bolsillos. Al fin, dentro de un papel arrugado metido en un estuche de analgésicos en el interior de la mochila, encontró lo que buscaba: un caramelo. Un cóctel de oxitocina. El pequeño comprimido debía de llevar meses olvidado en su escondite y estaba un poco pringoso. Bruna lo limpió someramente frotándolo entre dos dedos y se lo colocó debajo de la lengua para potenciar la rapidez de la droga. Y durante un par de minutos se dedicó a respirar y esperar. A gozar del frío aliento de la noche. A vaciar la cabeza y hacerse toda carne.

Delante de la puerta del Anatómico Forense estaba aparcado un coche. No era un vehículo policial reglamentario, pero las placas grises indicaban que se trataba de un transporte oficial. Sin duda era el coche del inspector Paul Lizard, del Lagarto, del Caimán, de ese gigantón poco fiable. Bruna inspiró profundamente. La piel le ardía, pero ahora desde dentro. En unos momentos la rep iba a hacer algo con eso. Con toda esa energía y ese fuego. En unos instantes Bruna empezaría a cruzar la ciudad, navegaría a través de la noche en busca de sexo; de una explosión carnal capaz de vencer a la muerte. La única eternidad posible estaba entre sus piernas. Como la mayoría de los humanos y los tecnohumanos, Bruna era más o menos bisexual: sólo unos pocos individuos eran exclusivamente heterosexuales u homosexuales. Pero, por lo general, a la rep le gustaban más los hombres; y esta noche, en cualquier caso, le apetecía un varón. Tal vez un tipo tan grande como el lagarto Lizard, un humano gigante al que haría implorar por su sexo de androide. Bruna soltó una pequeña carcajada. Su ritmo cardiaco se había acelerado, su cuerpo parecía hervir, el aire estaba cargado de feromonas. Ah, la embriaguez de la noche. Ella era una estrella a punto de estallar, un quásar pulsante. Caminó un par de pasos, gozando de su vigor y su agilidad, de su hambre y su salud. De una alegría feroz. Metió una mano por debajo de la pequeña falda metalizada y, apoyándose en el vehículo aparcado, se quitó las bragas. Esa noche quería deambular por la ciudad sin ropa interior. No era la primera vez que lo hacía y no sería la última. Qué placer sentirse toda abierta, desembarazada de trabas, disponible. Antes de irse, dejó el tanga sobre el parabrisas del coche del policía. El mundo zumbaba alrededor y un latido de vida estremecía sus venas, su corazón y, sobre todo, el centro de su desnuda flor, justo ahí abajo.


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