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Madrid, 22 enero 2109, 11:06

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Tierras Flotantes

Etiquetas: Historia de la Ciencia, Culto Labárico, aristopopulismo, Plagas, Guerras Robóticas, acuerdos bilaterales, Segunda Guerra Fría.

#63-025

Artículo en edición

Las Tierras Flotantes actualmente existentes son el Estado Democrático del Cosmos y el Reino de Labari. Estas dos gigantescas estructuras artificiales mantienen órbitas fijas con respecto a la Tierra y son verdaderos mundos dotados de una plena autonomía. Aunque por razones estratégicas tanto Cosmos como Labari cultivan una críptica política de ocultación de datos, se supone que en cada una de las Tierras Flotantes hay entre quinientos y setecientos millones de habitantes. Todos ellos humanos, porque en ambos lugares se prohíbe la residencia a tecnos y a alienígenas, lo que convierte estas Tierras en zonas indudablemente más seguras para nuestra especie.

Las primeras menciones a la eventual necesidad de construir un mundo artificial en la estratosfera que, en caso de catástrofe, pudiera albergar al menos a una parte de la Humanidad se remontan a la llamada Era Atómica, que son las décadas posteriores a la explosión, a mediados del siglo XX, de las primeras bombas de fisión nuclear sobre poblaciones civiles (Hiroshima y Nagasaki). Pero fue a lo largo del siglo XXI, con los estragos del Calentamiento Global, que elevó dos metros el nivel de los océanos e inundó un 18% de la superficie terrestre, y, sobre todo, con la alta mortandad, la desesperanza y la inseguridad causadas por las Plagas, la guerra rep y las Guerras Robóticas, cuando la idea de construir mundos alternativos en el espacio se convirtió en una necesidad social y una posibilidad real.

El Reino de Labari recibe su nombre del fundador de la Iglesia del Único Credo, el argentino Heriberto Labari (2001-2071). Podólogo de profesión, Labari nació el 11 de septiembre de 2001, fecha en que se produjo el famoso atentado de las Torres Gemelas de Nueva York, coincidencia que más tarde consideraría como prueba de su predestinación. Cuando cumplió treinta años, Labari dijo haber recibido un mensaje divino. Abandonó su empleo, fundó la Iglesia del Único Credo y se dedicó a predicar el Culto Labárico, que, según él, era la religión original y primigenia, traída a la Tierra por los extraterrestres en tiempos remotos y luego deformada y fragmentada, por ignorancia y codicia, en las diversas creencias del planeta. El Culto ofrece una mezcla sincrética de las religiones más conocidas, especialmente del cristianismo y el islamismo, así como ingredientes de los juegos de rol y de fantasía, con la evocación de un mundo medieval izante, jerárquico, sexista, esclavista y muy ritualizado. Para divulgar sus enseñanzas, Heriberto Labari escribió una veintena de novelas de ciencia ficción que pronto se hicieron muy populares: «Mis relatos fantásticos son las parábolas cristianas del siglo XXI.» Hay que tener en cuenta que la fundación de la Iglesia del Único Credo coincidió con los terribles años de las Plagas, una de las épocas más violentas y trágicas de la historia de la Humanidad, y el mensaje de Labari parecía ofrecer seguridad y una posibilidad de salvación. Cuando el profeta murió en 2071, asesinado por un fanático chií, los únicos ya sumaban cientos de millones en toda la Tierra y entre ellos había grandes fortunas, desde jeques árabes del Golfo a importantes empresarios occidentales.

Pocos años antes de su muerte, Labari había empezado a hablar de la construcción de un mundo estratosférico, no sólo para huir de una Tierra cada vez más convulsa, sino también para crear allí la sociedad perfecta, según los rígidos parámetros del Culto Labárico. Su novela póstuma, El Reino de los Puros, especificaba detalladamente cómo sería ese lugar. Labari tiene la forma de un grueso anillo o más bien de un enorme neumático. Según todos los indicios fue generado por unas bacterias semiartificiales capaces de autorreproducirse en el espacio a velocidad vertiginosa, formando una materia semiorgánica porosa, ligera, indeformable y prácticamente indestructible. Las claves de esta técnica sumamente innovadora siguen siendo un secreto. Resulta llamativo que una sociedad oficialmente antitecnológica haya sido capaz de un hallazgo científico de tal calibre, si bien es cierto que todos los procesos empleados son naturales o parecen mimetizar a la naturaleza de algún modo. Los habitantes del Reino viven dentro de las paredes del anillo; en el hueco interior, un inmenso reservorio de agua y algas liberadoras de hidrógeno proporciona la energía necesaria.

Si Labari es el resultado de una nueva religión, Cosmos es el producto de una ideología. Aunque tal vez ambas cosas vengan а sеr lo mismo. Cuando se firmó en 2062 el Pacto de la Luna que puso fin a la guerra rep, sólo hubo un Estado que no lo suscribió: Rusia. Por entonces el antiguo imperio ruso estaba atravesando el peor momento de su historia. Era un país en bancarrota, asolado por las bandas y drásticamente reducido en su superficie, porque varias guerras sucesivas y enconados conflictos vecinales habían ido empequeñeciendo sus fronteras. Como eran tan pobres y estaban tan atrasados que ni siquiera disponían de centros de producción de tecnohumanos, el hecho de que no firmaran el Pacto de la Luna no alteró en absoluto la efectividad del acuerdo. Pero la negativa hizo famosa de la noche a la mañana a Amala Elescanova, que acababa de ser elegida presidenta de esa nación en ruinas.

Elescanova (2013-2104) era la líder y fundadora del partido Регенераuия, Regeneración. Sostenía que todos los males del mundo eran el resultado del abandono de las utopías y de haberse rendido a los abusos del capitalismo. Aunque aseguraba que tanto el marxismo como el modelo soviético estaban obsoletos, reivindicaba la creación de un frente común revolucionario para acabar con las desigualdades del mundo. En su ensayo Minorías responsables y masas felices, piedra angular de su ideología, Elescanova proponía una sociedad gobernada por los más aptos y los más sabios, semejante a la República platónica pero reforzada por los adelantos científicos: «Incluso se podrán potenciar las cualidades óptimas de los nuevos dirigentes desde el mismo zigoto por medio de técnicas eugenésicas (…) La Ciencia y la Conciencia Social Unidas para Crear los Superhombres y las Supermujeres del Futuro (mayúsculas en el texto original).»

El regeneracionismo o aristopopulismo, como enseguida fue denominado, prendió como la paja seca en todo el mundo, sobre todo cuando, a partir de mediados de los sesenta, diversos países empezaron a implantar el cobro del aire y los ciudadanos con menos recursos se vieron obligados a emigrar en masa a las zonas más contaminadas. Pero no fueron sólo los sectores económicamente débiles quienes adoptaron las doctrinas de Elescanova; poderosos partidos procedentes de diversos países e ideologías distintas, desde la extrema izquierda a la extrema derecha, se unieron a la líder rusa formando en 2077 el Movimiento Internacional Aristopopular (MIA), antiburgués, antirreligioso y anticapitalista, aunque, paradójicamente, el MIA dispusiera de un considerable capital.

Un movimiento así aspira naturalmente a dominar el mundo, pero tal vez la Tierra no les pareciera un lugar con demasiado futuro. Ya fuera por esto o por la noticia de que los labáricos iban a construir un reino flotante, lo cierto es que la primera decisión del MIA fue la de crear su propia plataforma extraterrestre. De hecho, se planteó una especie de feroz competición entre los únicos y los aristopopulares para ver quién finalizaba antes su proyecto, como si el ingente logro de un mundo artificial pudiera servir de reclamo publicitario para sus respectivas y antitéticas visiones de la vida. Pese a haber comenzado más tarde la carrera, fue el MIA quien ganó: el Estado Democrático del Cosmos se inauguró en 2087, mientras que los primeros súbditos del Reino de Labari no llegaron hasta 2088.

También en este caso se desconocen los detalles y los planos, pero no cabe duda de que Cosmos es una construcción técnicamente deslumbrante. Una multitud de pirámides hechas con nanofibras de carbono se unen unas a otras hasta conformar una estructura megapiramidal. El resultado es una especie de red tubular, un andamiaje del que cuelgan los edificios o núcleos de habitabilidad, comunicados por calles que discurren por el interior de los tubos. En cuanto a las fuentes de energía, parece ser que utilizan una tecnología secreta que permite sacar un alto rendimiento al viento solar.

Aunque desde la Tierra se siguió la construcción de estos mundos artificiales con creciente desconfianza y aprensión, el hecho de que ambos proyectos estuvieran impulsados por movimientos sociales multinacionales y, sobre todo, el caos y la mortandad provocados por las Guerras Robóticas (2079-2090) impidieron que se pudiera articular ninguna oposición efectiva contra la creación de estas naciones flotantes. Y, cuando por fin fueron inauguradas, millones de terrícolas desesperados intentaron ser admitidos en alguno de los dos mundos para poder huir de la tremenda desolación de la guerra. Cosmos y Labari estuvieron ausentes de los Acuerdos Globales de Casiopea, porque se niegan a otorgar a los tecnohumanos y a los alienígenas los mismos derechos que a los humanos. Sin embargo con posterioridad tanto los únicos como los aristopopulares firmaron acuerdos bilaterales con los Estados Unidos de la Tierra, aunque las relaciones nunca han sido fáciles. Esta coexistencia llena de suspicacias, secretos y tensiones ha sido bautizada por los analistas como la Segunda Guerra Fría. Por otra parte, dado que ambos mundos siguen siendo entre sí enemigos encarnizados y carecen de relaciones diplomáticas, los EUT se han visto obligados a actuar en ocasiones como una especie de intermediario extraoficial.

Por último, algunas fuentes hablan de la existencia de un tercer mundo flotante, una estructura mucho más pequeña, quizá incluso autopropulsada, más una meganave que una plataforma orbital, en donde una sociedad democrática, tolerante y libre viviría una vida razonablemente justa y feliz. Esta colectividad habría comenzado su andadura clandestina durante los años confusos de las Guerras Robóticas y desde entonces se las habría arreglado para ocultarse en el espacio. Su nombre sería Ávalon, pero todo parece indicar que se trata de una leyenda urbana.


Lo primero de lo que fue consciente, como siempre, fue del punzante latido de las sienes. La resaca barrenando su cabeza con un tornillo de fuego.

Luego percibió una claridad rojiza a través de la membrana de sus párpados. Unos párpados que todavía pesaban demasiado para animarse a levantarlos. Pero esa claridad parecía indicar que había mucha luz. Tal vez fuera de día.

Latigazos de dolor le cruzaban la frente. Pensar era un martirio.

Sin embargo, Bruna se esforzó en pensar. Y en recordar. Un agujero negro parecía tragarse su más reciente pasado, pero al otro lado de ese gran vacío la rep empezó a recuperar entrecortadas imágenes de la noche anterior, paisajes entrevistos a través de una niebla. Locales ruidosos y llenos de gente. Pistas de baile abarrotadas. Previamente a eso, el Anatómico Forense. El cadáver de Chi. La calle, la luna. Y ella metiéndose bajo la lengua un caramelo. De nuevo entrevió un barullo de bares. Un tipo sin rostro que la invitaba a una copa. Las pantallas públicas parloteando contra el cielo negro. Un grupo de músicos tocando. Una mano que subía por su espalda. Se estremeció, y eso hizo que tomara conciencia del resto de su cuerpo, además de la omnipresente y retumbante cabeza. Estaba boca abajo en lo que parecía una cama. Los brazos doblados a ambos lados del tronco. La cara apoyada en la mejilla izquierda.

Bruna suspiró despacio para no soliviantar al monstruo de su jaqueca. No recordaba cómo había terminado la noche y no tenía ni idea de dónde podía estar. Detestaba despertar en casa ajena. Odiaba amanecer en un barrio desconocido y tener que mirar sus coordenadas espaciales en el móvil para saber dónde se encontraba. Palpó la sábana con su mano derecha. Le fue imposible reconocer sólo por el tacto si era su cama o no. No iba a tener más remedio que abrir los ojos. Cuatro años, tres meses y veintiún días. No: cuatro años, tres meses y veinte días.

Levantó los párpados muy lentamente, temerosa de ver. En efecto, había mucha luz. Una despiadada claridad diurna que hirió su retina. Tardó unos instantes en superar el deslumbramiento; luego reconoció la pequeña butaca de polipiel medio tapada con el gurruño de sus ropas: la falda metalizada, la chaqueta térmica. Y la camiseta tirada sobre el conocido suelo de madera sintética. Se encontraba en su propia casa. Menos mal.

La buena noticia le dio ánimos y, apoyándose en las manos, consiguió levantar el tronco. Al hacerlo, advirtió con el rabillo del ojo que, a su lado, el cobertor se abultaba sobre lo que parecía ser otra persona. No estaba sola. No todo iba a ser tan fácil, naturalmente.

La desnudez total no era la mejor manera de presentarse ante un desconocido, de manera que agarró la chaqueta de la cercana butaca y se la puso con torpeza, aún sentada en la cama. Luego respiró hondo, hizo acopio de energías y se levantó. De pie junto al lecho, las sienes retumbando, miró al visitante. Que, a juzgar por el bulto, era muy grande. Un corpachón tumbado de lado, de espaldas hacia ella, completamente tapado por la sábana. Bueno, completamente no. Arriba se veían unos pelos… ásperos… y un cogote… verde.

Bruna se quedó sin respiración.

No podía ser.

No podía ser.

Se puso una mano en la cabeza para aliviar la jaqueca y sujetar el tumulto de ideas espantadas, y dio la vuelta a la cama con sigilo hasta acercarse al rostro del durmiente: la nariz ancha y plana, las cejas disparadas, la verdosa piel.

Se había acostado con un bicho.

Sintió ganas de vomitar.

Pero ¿de verdad se había acostado con un bicho? Es decir, ¿había…? El solo merodeo mental a esa idea impensable hizo que se le aflojaran las piernas. Tuvo que sentarse en la cama para no caer. Y ese movimiento despertó al alienígena.

El bicho abrió los ojos y la miró. Unos ojos color miel de expresión melancólica. Era un omaá. Frenética, Bruna intentó recordar los datos que sabía sobre los omaás. Que eran los Otros que más abundaban en la Tierra, porque además de la representación diplomática había miles de refugiados que llegaron huyendo de las guerras religiosas de su mundo. Que esos refugiados eran los alienígenas más pobres, justamente por su condición de apátridas, y eso hacía que fueran los más despreciados de entre todos los bichos. Que eran… ¿hermafroditas? ¿O ésos eran los balabíes? Maldición de maldiciones. Terror le daba a Bruna tener que ver a su compañero de cama de cuerpo entero.

Con cuidada lentitud e infinita calma, de la misma manera que un humano se movería ante un animalillo del campo para no asustarlo, el bicho se sentó en el lecho, desnudo de cintura para arriba y el resto tapado por la sábana. Ah, sí, y además éstos eran los traslúcidos, pensó Bruna con desmayada grima. Lo más inquietante de los extraterrestres era su aspecto al mismo tiempo tan humano y tan alienígena. La imposible semejanza de su biología. El omaá era grande y musculoso, una versión robusta del cuerpo de un varón, con sus brazos y sus manos y sus uñas al final de los… Bruna se detuvo a contar… de los seis dedos. Pero la cabeza, con el pelo hirsuto y las cejas tiesas, con esa nariz ancha que parecía un hocico y los ojos tristones, recordaba demasiado a la de un perro. Y luego estaba lo peor que era la piel, medio azulada, verdosa en las arrugas y, sobre todo, semitransparente, de manera que, dependiendo de los movimientos y de la luz, dejaba entrever retazos de los órganos internos, rosados atisbos de palpitantes vísceras. Por todos los demonios, ¿qué tacto tendría esa maldita cosa? No guardaba ninguna memoria de haber tocado esa piel, y, a decir verdad, tampoco quería recordarlo. ¿Y ahora qué iban a hacer? ¿Preguntarse los nombres?

El bicho sonrió tímidamente.

– Hola. Me llamo Maio.

Su voz tenía un ronco fragor de mar batiendo contra las rocas, pero se le entendía bien y su acento era más que aceptable.

– Yo… soy Bruna.

– Encantado.

Un silencio erizado de preguntas no hechas se instaló entre ellos. ¿Y ahora qué?, se dijo la rep.

– ¿Te acuerdas… te acuerdas de cuando llegamos a casa anoche? -preguntó al fin.

– Sí.

– O sea que tú… Ejem, quiero decir, ¿tú te acuerdas de todo?

– Sí.

Por todos los demonios, pensó Bruna, prefiero no seguir indagando.

– Bueno, Maio, tengo que irme, lo siento. Es decir, tenemos que irnos. Ya mismo.

– Bueno -dijo el bicho con una amabilidad rayana en la dulzura.

Pero no se movía.

– Venga, que nos vamos.

– Sí, pero tengo que levantarme y vestirme. Y estoy desnudo.

Ah, sí. ¡Por supuesto! ¿Eran así de pudorosos los omaás? Aunque desde luego ella tampoco se encontraba preparada para verlo.

– Yo también me voy a vestir. Al cuarto de baño. Y mientras tanto, tú…

Bruna dejó la frase en el aire, agarró la misma ropa de la noche anterior para no entretenerse en buscar más y se encerró en el baño. Aturdida, con la cabeza todavía partida en dos por el dolor, se dio una breve ducha de vapor y luego volvió a ponerse la falda metalizada y la camiseta. Gruñó con desagrado al advertir que no tenía ropa interior a mano y al recordar lo que había hecho con el tanga la noche antes. Ahora carecer de esa prenda le molestaba muchísimo. Se mojó la cara con un pequeño chorro de su carísima agua para intentar despejarse y luego abrió la puerta sigilosamente. Frente a ella, de pie junto a la cama, modoso como un perro ansioso de complacer, aguardaba el alienígena. Debía de medir más de dos metros. Llevaba puesta una especie de falda tubular que le llegaba desde la cintura hasta la mitad de la pantorrilla. Entonces Bruna recordó que ésa era la forma de vestirse de los omaás, con esas faldas de un tejido semejante a la lana esponjosa y con colores terrosos y cálidos, ocre, vino, mostaza. Un atavío elegante, aunque la falda que usaba Maio estaba bastante raída. Pero lo peor era que, por arriba, llevaba una camiseta terrícola espantosa, de esas que se regalaban como propaganda, con un chillón dibujo en el pecho que mostraba una cerveza espumeante. Era como dos tallas más pequeña de lo necesario y le quedaba a reventar sobre el robusto tórax.

– Es para cubrirme. La camiseta. He notado que a los terrícolas no os gusta ver las transparencias de la piel en el cuerpo -dijo el alien con su voz oceánica.

Sí, claro, pensó Bruna, los omaás iban normalmente con el pecho desnudo, cruzado tan sólo por algunos correajes cuya utilidad la rep ignoraba. Tal vez se tratara de un simple adorno. En cualquier caso, con la camiseta estaba espantoso. Era como un mendigo sideral.

– Bueno. Bien. Vale. Entonces nos vamos -farfulló la detective.

Salieron del apartamento y en el camino de bajada se cruzaron con un par de vecinos. Bruna pudo ver la estupefacción de sus ojos, el miedo, la repugnancia, la curiosidad. Lo que me faltaba, pensó: además de ser rep, ahora voy con un bicho, y por añadidura un bicho con un roñoso aspecto de vagabundo. Al llegar a la calle se quedaron parados el uno frente al otro. ¿Tendría que haberle ofrecido pasar al cuarto de baño?, pensó Bruna sintiendo un arañazo de culpabilidad. ¿Y no debería haberle dado algo de desayuno? Si era un refugiado, como seguro que era, tal vez tuviera hambre. ¿Y qué comían estas criaturas? El problema era ese aire tristemente perruno del alien, esos ojos tan humanos como sólo se encuentran en los chuchos, ese maldito aspecto de animalillo abandonado, pese a la envergadura de su corpachón. Por todos los demonios, pensó Bruna, ella se había acostado con alguna gente impresentable en sus noches más locas, pero amanecer con un bicho era ya demasiado.

– Bueno. Pues adiós -dijo la rep.

Y echó a caminar sin esperar respuesta, subiéndose a la primera cinta rodante que encontró. Unos metros más allá, poco antes de que la cinta hiciera una amplia curva para doblar la esquina, no pudo resistir la tentación y miró hacia atrás. El alien seguía de pie junto al portal, contemplándola con gesto desamparado. Anda y que te zurzan, pensó Bruna. Y se dejó llevar por la cinta hasta perder al bicho de vista. Se acabó. Nunca más.

¿Y ahora adónde voy?, se preguntó. Y en ese justo momento entró una llamada en su móvil. Era el inspector Paul Lizard. Curiosamente, se dijo Bruna, todavía se acordaba del nombre del Caimán.

– Tenemos una cita dentro de veinte minutos, Husky.

– Ajá. No se me ha olvidado -mintió-. Estoy yendo para allá.

– Y entonces, ¿por qué vas en una cinta en dirección contraria?

La rep se irritó.

– Está prohibido localizar a nadie por satélite si no cuentas con su permiso para hacerlo.

– En efecto, Husky, tienes toda la razón, salvo si eres inspector de la Judicial, como yo. Yo puedo localizar a quien me dé la gana. Por cierto, vas a llegar tarde. Y si sigues avanzando en dirección contraria, tardarás aún más.

Bruna cortó el móvil con un manotazo. Tendría que ir a ver a Lizard aunque no le hiciera ninguna gracia: su licencia de detective siempre dependía de lo bien que se llevara con la policía. Saltó a la acera por encima de la barandilla de la cinta rodante y se puso a buscar un taxi. Era sábado, hacía un día precioso y la avenida de Reina Victoria, con su arbolado parquecillo central, estaba llena de niños. Eran niños ricos que paseaban a sus robots de peluche con formas animales: tigres, lobos, pequeños dinosaurios. Una nena incluso revoloteaba a dos palmos del suelo con un reactor de juguete atado a la espalda, pese al precio prohibitivo con que se penaba ese derroche de combustible y el consiguiente exceso de contaminación. Con lo que costaba una hora de vuelo de esa cría, un humano adulto podría pagarse dos años de aire limpio. Bruna estaba acostumbrada a sobrellevar las injusticias de la vida, sobre todo cuando no las sufría en carne propia, pero ese día se sentía especialmente irascible y la visión de la niña aumentó su malhumor. Se recostó en el taxi y cerró los ojos, intentando relajarse. Le seguía doliendo la cabeza y no había desayunado. Cuando llegó a la sede de la Policía Judicial, media hora más tarde, empezaba a sentirse verdaderamente hambrienta.

– Hola, Husky. Veinte minutos de retraso.

Paul Lizard llevaba una sudadera rosa. ¡Una sudadera rosa! Debía de ser su idea de la ropa informal del fin de semana.

– Tengo hambre -dijo la rep como saludo.

– ¿Sí? Pues yo también. Espera.

Conectó con la cantina del edificio y pidió pizzas, salchichas con sabor a pollo, huevos fritos, panecillos calientes, fruta, queso con pipas tostadas y mucho café.

– Nos lo traerán a la sala de pruebas. Ven conmigo.

Entraron en la sala, que estaba vacía, y se sentaron en torno a la gran mesa holográfica. Paul ordenó a las luces que se atenuaran. Al otro lado del tablero, iluminado tan sólo por un lechoso resplandor que provenía de la mesa, el rostro del hombre parecía de piedra.

– Escucha, Husky… vamos a jugar a un juego. El juego de la colaboración y el intercambio. Tú me cuentas algo y yo te cuento algo. Por turnos. Y sin engañar.

Eso no te lo crees ni tú, pensó Bruna; y luego también pensó que ella tenía pocas cosas que contar. Pocas fichas que jugar.

– ¿Ah, sí, Lizard? Pues yo quiero que me expliques por qué nadie habla de las memorias adulteradas. Y qué es lo que contienen esas memorias.

El hombre sonrió. Una bonita sonrisa. Un gesto inesperadamente encantador que, por un instante, pareció convertirle en otra persona. Más joven. Menos peligrosa.

– Te toca empezar a ti, naturalmente. Dime, ¿cómo crees que ha muerto tu clienta?

Bruna frunció el ceño.

– Obviamente la asesinaron. Es decir, le implantaron la memoria adulterada contra su voluntad.

– ¿Cómo estás tan segura de que no lo hizo de modo voluntario?

– No me parecía una mujer que se drogara. Y además conocía lo de las memas letales, no se habría arriesgado. Sobre todo después de haber sido amenazada.

– Ah, sí. Lo de la famosa bola que apareció en su despacho. ¿Y qué había en esa bola?

– ¿No lo sabes? -se sorprendió Bruna-. ¿No te la han proporcionado en el MRR?

– Habib dice que no la tiene. Que la tienes tú.

– Se la devolví ayer con un mensajero.

– Pues acabo de hablar con él y no le ha llegado. El robot ha debido de desaparecer misteriosamente por el camino. Pero tú analizaste el mensaje…

Bruna reflexionó un instante. ¿La bola se había perdido? Todo era bastante extraño.

– Eh, un momento, Lizard. Para un poco. Ahora te toca a ti darme información.

Paul asintió.

– Muy bien. Mira a estas personas…

Sobre el tablero empezaron a formarse las imágenes holográficas de tres individuos. Para ser exactos, de tres cadáveres. Un hombre con un agujero en la frente perfectamente redondo y limpio, seguramente un disparo de láser. Otro varón con el cuello cortado y lleno de sangre. Y una mujer con media cara volada, tal vez por una bala explosiva convencional o por un disparo de plasma. Bruna dio un pequeño respingo: el medio rostro que le quedaba a la víctima le era vagamente familiar. Sí, esa oreja fuera de lugar era inconfundible.

– ¿Los conoces? -preguntó el policía.

– Sólo a la última. Creo que es una traficante de drogas de los Nuevos Ministerios. Le compré una mema hace tres días.

– ¿Y qué hiciste con ella? ¿La has usado?

– ¿Quiénes son los otros?

– Todos traficantes ilegales. Camellos conocidos. Alguien se ha puesto a asesinarlos. ¿Será para vengarse por las memorias letales?

– ¿O para quitarse la competencia de en medio y poder vender la mercancía adulterada? Mandé la mema a analizar. Era normal. Pirata, pero inocua.

Paul volvió a asentir. En ese momento llegó el robot de la cantina con el almuerzo. Probablemente la calidad de los platos no fuera muy buena, pero estaban calientes y resultaban lo suficientemente apetitosos. Pusieron las bandejas sobre la mesa y durante unos minutos se dedicaron a comer con silenciosa fruición, mientras las imágenes de los tres cadáveres seguían dando vueltas en el aire. Parecía muchísima comida, pero a los pocos minutos Bruna constató con cierto asombro que entre los dos habían conseguido acabar con todo. La rep se sirvió otro café y miró a Lizard con la benevolencia que produce el estómago lleno. Comer junto a alguien cuando se tiene hambre predispone a la complicidad y la convivencia.

– Bueno. Creo que me ibas a hablar del contenido de la bola holográfica que recibió Chi… -dijo el hombre apartando los platos.

Bruna suspiró. Se encontraba mucho mejor de la resaca.

– No, no. Te toca a ti. Yo te he contado lo de la mema ilegal.

Lizard sonrió y volvió a manipular la mesa. Aparecieron dos nuevos muertos flotando espectralmente delante de ellos. Dos reps. Desconocidos.

– No sé quiénes son -dijo Bruna.

– Pues verás, son dos cadáveres curiosos. Trabajaban para el MRR. Bueno, trabajaban para una empresa externa de mantenimiento cuyo único cliente era el MRR. ¿Te suena esto de algo?

La detective mantuvo una expresión impasible.

– ¿Cómo han muerto? -preguntó para ganar tiempo.

– Dos tiros en la nuca. Ejecutados.

¿Debía contarle o no? Pero no quería revelar detalles que Habib le había dado sin contar con el permiso del androide. Al fin y al cabo él era su cliente. Decidió darle a Lizard otra pieza de información en lugar de eso.

– Pues ni idea, de esto no sé nada. En cuanto a la bola holográfica, se veía a Chi en un discurso de…

– No, ahórrate esa parte, sé cómo era el mensaje. Habib me informó. Lo que quiero saber es el resultado de tu análisis.

– Las imágenes del destripamiento son de un cerdo y hay un 51 % de probabilidades de que no provengan de ningún matadero legal, sino que sea algo doméstico. Y no conseguí encontrar ningún rastro, ningún dato, ningún indicio, ninguna credencial. Sólo…

– ¿Sólo?

– ¿Puedo usar tu mesa holográfica?

– Claro.

Bruna pidió la conexión desde su ordenador móvil y Lizard se la concedió. Segundos después se formó delante de ellos el mensaje amenazante. La mesa tenía una resolución magnífica y la imagen era a tamaño natural: resultaba bastante desagradable. Cuando la película acabó, la detective tocó la pantalla de su muñeca e hizo pasar el vídeo original del cerdo, limpio y reconstruido. Enfocó sobre el cuchillo y agrandó y perfiló la imagen hasta que se vio el ojo del rep.

– Mmmm… De modo que la secuencia fue grabada por un tecnohumano -murmuró Lizard, pensativo-. Interesante.

– Puedes quedarte con una copia del análisis.

– Gracias. Entonces, ¿no te suenan de nada los dos androides que trabajaban para el MRR?

– No los había visto en mi vida -dijo Bruna con el perfecto aplomo de quien dice la verdad-. Pero se me ocurre que podrías hacerlos pasar por un programa de reconocimiento anatómico para comprobar si el ojo que se ve en el cuchillo corresponde a alguno de ellos. Por cierto, ¿dónde habéis encontrado los cadáveres?

Lizard rebañó con el dedo el último grumo de queso blando que quedaba en el plato y se lo comió con delectación. Hizo una mueca de preocupación antes de hablar.

– Eso es lo más curioso… Hemos encontrado a todos los muertos en el mismo sitio… En Biocompost C.

Es decir, en uno de los cuatro grandes centros de reciclaje de basuras de Madrid.

– ¿En el vertedero?

– Los dos tecnos estaban tumbados sobre la montaña de detritus más reciente… Como si los hubieran colocado cuidadosamente allí. Los robots basureros están programados para detectar residuos sintientes y avisar, de modo que detuvieron los trabajos y lanzaron la alarma. Y en esa misma montaña, un poco enterrados, estaban los otros cadáveres, más antiguos y en diversos estados de descomposición. En los hologramas que has visto los cuerpos estaban reconstruidos, pero los dos hombres debían de llevar muertos por lo menos un mes.

– Es decir que estaban en otra parte y los llevaron a Biocompost C.

– Exacto, era como si alguien hubiera querido que los descubriéramos a todos juntos y que por lo tanto uniéramos los casos. Pistas criminales obvias para detectives imbéciles.

Bruna sonrió. Este hombrón de voz perezosa tenía cierta gracia. Aunque convenía no confiarse.

– Lizard, sé que ha habido antes otros casos de muertes de reps parecidas. Antes de las que han salido a la luz esta semana… Cuatro más. El fascista de Hericio lo dijo en las noticias… Y Chi las estaba investigando.

Lizard enarcó las cejas, por primera vez verdaderamente sorprendido.

– ¿También lo sabía Chi? Vaya… Era el secreto más conocido de la Región… ¿Y qué es lo que sabía, exactamente?

– Que eran tres hombres y una mujer, todos tecnohumanos, todos suicidas, ninguno asesinó a nadie antes de matarse. Se quitaron la vida por diversos métodos, todos bastante habituales: cortarse las venas, sobredosis de droga, arrojarse al vacío… Los tres últimos, quiero decir los últimos en el tiempo, los más recientes, se sacaron un ojo. Y todos llevaban una mema adulterada.

– ¿Y nada más? ¿No conocía ningún otro detalle que relacionara a los muertos?

– Chi no había encontrado nada que les uniera. Parecen víctimas elegidas al azar.

– Puede ser, Bruna. Pero además… todos tenían tatuada en el cuerpo la palabra «venganza».

– ¿Todos?

– Los siete.

– ¿También Chi?

– También.

– No lo vi.

– Estaba en su espalda.

– Gándara no me lo dijo.

– Anoche te fuiste muy deprisa. Mira.

En el aire flotó el primer plano de una espalda. Larga, ondulante, blanca. Pero manchada por los trazos violetas de unos cardenales. Cerca del suave comienzo de las nalgas estaba escrita la palabra «venganza» con una letra muy distintiva, apretada, entintada y redonda. El vocablo mediría unos cuatro centímetros de ancho por uno de alto. Tenía ese amoratado color de uva de los tatuajes realizados con pistola de láser frío, como el de Bruna. Se curaban en el mismo instante en que se hacían.

– Es Chi -explicó el hombre-. Pero todos los tatuajes son iguales y están en el mismo lugar.

Lizard apagó la mesa y miró a Bruna con una pequeña sonrisa.

– Me parece que te estoy contando demasiadas cosas, Husky.

Y era verdad. Le estaba contando demasiadas cosas.

– Dime sólo algo más, Lizard… ¿qué contienen las memas mortales?

– Más que memas, son programas de comportamiento inducido… Unas piezas de bioingeniería muy notables. Y los implantes evolucionaron de una víctima a otra… Es decir, sus programas se fueron haciendo más complejos…

– Como si los primeros muertos fueran prototipos…

– O ensayos prácticos, sí. Los implantes disponen de una dotación de memoria muy corta… Treinta o cuarenta escenas, en vez de los miles de escenas habituales.

– Lo normal son quinientas.

– ¿Tan pocas? Bueno, en estas memas sólo hay unas cuantas escenas que hacen creer a la víctima que es humana y que ha sido objeto de persecución por parte de los reps… de los tecnos. Y luego hay otras escenas que son como premoniciones… Actos compulsivos que la víctima se ve obligada a cumplir. Algo semejante a los delirios psicóticos. Los implantes inducen una especie de psicosis programada y extremadamente violenta. El impacto es tan fuerte que les destroza el cerebro en pocas horas, aunque no sabemos si esa degeneración orgánica subsiguiente es algo buscado o un efecto secundario e indeseado del implante.

– ¿Y la obsesión con los ojos?

– Lo de cegarse o cegar a alguien aparece a partir de la segunda víctima. Es una de las escenas delirantes. Algo voluntariamente inducido, sin duda.

– Una firma del criminal. Como el tatuaje.

– Tal vez. O un mensaje.

Detrás de todo esto tenía que haber alguien muy enfermo, pensó Bruna. Una mente perversa capaz de disfrutar con la enucleación de un globo ocular. De un ojo rep. Venganza y odio, sadismo y muerte. La detective sintió un vago malestar rodando por su estómago. Seguramente había comido demasiado.

– ¿Y por qué no se ha dicho nada de esto públicamente? ¿Por qué se oculta lo de los implantes?

Lizard miró fijamente a Bruna.

– Siempre es útil reservarse algún dato que sólo puede saber el criminal -dijo al fin con su voz letárgica tras un silencio un poco excesivo.

– Para eso ya teníais los tatuajes. ¿Por qué callar algo que demuestra que los reps también son víctimas y no sólo furiosos asesinos?

Nuevo silencio.

– Tienes razón. Hay órdenes de arriba de no decir nada. Órdenes que me incomodan. En este caso están sucediendo cosas que no entiendo. Por eso me he puesto en contacto contigo. Creo que podemos ayudarnos mutuamente.

Bruna se tocó el estómago con disimulo. La sensación de náusea había aumentado. Algo marchaba mal. Algo marchaba muy mal. ¿Por qué le contaba Lizard todo esto? ¿Por qué había sido tan generoso en sus confidencias? ¿Y cómo se le ocurría decir tan abiertamente que desconfiaba de sus superiores? ¿Allí? ¿En la sede de la Policía Judicial? ¿En un lugar en donde probablemente todas las conversaciones se registraban? Notó que se le erizaba la pelusa rubia que crecía a lo largo de su columna vertebral. Era como una tenue oleada eléctrica que ascendía por su espalda y siempre le sucedía antes de entrar en combate. O cuando se encontraba en situación de peligro. Y ahora estaba en peligro. Esto era una trampa. Miró el rostro pesado y carnoso de Lizard y lo encontró repulsivo.

– Me tengo que ir -dijo abruptamente mientras se ponía en pie.

El hombre enarcó las cejas.

– ¿Y estas prisas?

Bruna se contuvo y fingió una calma casi amable.

– Ya nos hemos dicho todo, ¿no? Yo no sé más. Y tú no me dirás más. Tengo una cita y llego tarde. Estaremos en contacto.

Todavía sentado, Lizard la agarró por la muñeca.

– Espera…

La androide sintió la mano caliente y áspera del hombre sobre su piel y tuvo que hacer uso de todo su control para no darle un rodillazo en la cara y liberarse. Le miró con ojos interrogantes y fieros, aún medio de perfil, sin abandonar su impulso de largarse.

– Sí que tienes algo que contarme… Tú fuiste atacada por Cata Caín…

Bruna resopló y se volvió de frente hacia él. Lizard la soltó.

– Sí. Consta en el informe policial. ¿Y?

– Estabas en una de las escenas inducidas de la mema de Caín. Según el programa, tu vecina tenía que espiarte, ir a tu piso, estrangularte con el cable hasta dejarte inconsciente, atarte, sacarte los ojos y después rematarte.

A su pesar, Bruna quedó impresionada con la noticia. Abrió la boca, pero no supo qué decir.

– ¿No es interesante? Ahí está tu nombre, Bruna Husky, en la escena de la mema. Tu nombre y tu imagen y tu dirección. ¿Por qué crees que estás incluida en un implante asesino?

– Entonces, ¿me has traído para interrogarme?

– No te estoy interrogando. Oficialmente, digo. Sólo te estoy preguntando.

– Pues yo te contesto que no tengo ni idea.

– Es curioso. Deberías haber sido una víctima, pero no lo fuiste. ¿Cuestión de suerte? ¿O de conocimiento previo?

– ¿Qué insinúas?

– Tal vez conocías el contenido de la mema. Tal vez incluso colaboraste en la fabricación del implante.

– ¿Para qué iba a poner yo la escena inducida de mi asesinato?

Lizard sonrió encantador.

– Para tener una magnífica coartada.

Bruna se sintió aliviada. Ah, le prefería así, actuando al descubierto contra ella, claramente hostil. Devolvió la sonrisa.

– Me temo que, al final, no vamos a terminar siendo tan amigos… -dijo.

Y dio media vuelta y se marchó. Estaba cruzando el umbral de la puerta cuando escuchó a sus espaldas la respuesta del policía:

– Es una pena…

El maldito Lizard parecía ser de esos hombres que siempre se empeñaban en soltar la última palabra.


En realidad Bruna sí tenía una cita, aunque casi se le había olvidado. Desde hacía tres meses, todos los sábados, a las 18:00 en punto, iba a un psicoguía. El problema había empezado medio año atrás. Una tarde Bruna estaba en su casa viendo una película y, de repente, la realidad se marchó. O más bien fue ella quien salió de escena. La pantalla, la habitación, el mundo entero pareció alejarse al otro lado de un largo tubo negro, como si Bruna estuviera mirando las cosas desde el extremo de un túnel. Al mismo tiempo, rompió a sudar y a tiritar, le castañetearon los dientes, las piernas le temblaron. Se sintió súbitamente aplastada por un terror pánico como nunca jamás antes había experimentado. Y lo peor era que no sabía qué la aterrorizaba tanto. Era un miedo ciego, indescifrable. Loco. Un súbito apagón de la cordura. La crisis duró apenas un par de minutos, pero la dejó agotada. Y rehén permanente del miedo al miedo. Del temor a que el ataque se repitiera. Que desde luego se repitió unas cuantas veces, siempre en los momentos más inesperados: corriendo por el parque, comiendo en un restaurante, viajando en tram o en metro.

De entrada acudió a una psicomáquina, como otras veces había hecho durante sus años de milicia. Los combatientes solían usar las cajas bobas tras algún combate especialmente duro o en épocas de extremada tensión bélica. Entrabas en el pequeño cubículo de la psicomáquina; te sentabas en el sillón, te ponías el casco con los electrodos, colocabas las yemas de los dedos en los sensores y contabas a la caja lo que te pasaba; y se suponía que la psicomáquina te aconsejaba verbalmente, estimulaba suavemente tu cerebro con ondas magnéticas y, si eso no era suficiente, te expendía alguna píldora adecuada. Los androides iban en busca de eso, de las píldoras. Ansiolíticos, relajantes, estimulantes, estabilizantes, euforizantes, antidepresivos. Sabían cómo hablar con la caja para conseguir lo que deseaban y las sesiones costaban tan sólo quince ges, drogas aparte.

Pero en esta ocasión la detective no sabía qué necesitaba, qué buscaba.

– Has tenido un ataque de angustia -había dictaminado la caja con vibrante tono de barítono (Bruna había seleccionado voz de hombre en la opción de sonido).

– Pero ¿por qué?

– Los ataques de angustia son una consecuencia del miedo a la muerte -dijo la psicomáquina.

Como si eso aclarara algo. La androide llevaba toda su corta vida abrumada por la conciencia de la muerte, y desde luego había estado en peligro mortal bastantes veces sin que eso le provocara ninguna crisis, antes al contrario, el riesgo bombeaba en su organismo una especie de lucidísima y fría calma. Era uno de los aportes de la ingeniería genética, una de las mejoras hormonales con las que venían dotados los reps de combate. Pero, de golpe, una tarde, viendo una estúpida película en su casa, se había desmoronado. ¿Por qué?

Dado que la caja boba no había calmado su inquietud, se planteó la posibilidad de visitar a un psicoguía. Desde que la psicóloga peruana Rosalind Villodre había desarrollado en los años ochenta su teoría posfreudiana del Maestro, sus seguidores se habían puesto muy de moda. Cerca de casa de Bruna había un Mercado de Salud, una de esas galerías comerciales especializadas en terapias más o menos alternativas, y en la planta baja estaba la consulta de un psicoguía llamado Virginio Nissen. Una tarde la detective entró allí con la vaga intención de informarse y salió con el compromiso de volver todos los sábados; de una manera un tanto inexplicable, el hombre se las había arreglado para imponerle esa obligación. La rep llevaba dos meses sin sufrir crisis de angustia, pero dudaba mucho que fuera gracias a Nissen. En todo caso quizá se debiera a las ochenta gaias que le costaba la media hora de tratamiento: no tenía más remedio que sanar para poder ahorrárselas.

Y ahora Bruna se encontraba tumbada en una cama de privación sensorial, sobre un colchón de tenues aerobolas y con unas gafas virtuales que le hacían sentir en mitad del cosmos. Flotaba plácidamente en la negrura estelar, ingrávida e incorpórea. A ese lugar remoto de confort llegó la voz ligeramente melosa de Virginio Nissen.

– Dime tres palabras que te duelan.

Había que responder deprisa, sin pensar.

– Herida. Familia. Daño.

– Descartemos la primera: demasiado contaminada semánticamente. Piensa en familia y dime otras tres palabras que te duelan.

– Nada. Nadie. Sola.

– ¿Qué significa nada?

– Que es mentira.

– ¿Qué es mentira?

– Ya lo hemos hablado muchas veces.

– Una vez más, Husky.

– Todo es mentira… Los afectos… La memoria de esos afectos. El amor de mis padres. Mis propios padres. Mi infancia. Todo se lo tragó la nada. No existe, ni existió.

– Existe el amor que sientes por tu madre, por tu padre.

– Mentira.

– No, ese amor es real. Tu desesperación es real porque tu afecto es real.

– Mi desesperación es real porque mi afecto es un espejismo.

– Mis padres murieron hace treinta años, Husky.

– Te acompaño en el sentimiento, Nissen.

– Quiero decir que mis padres tampoco existen. Sólo guardo el recuerdo de ellos. Igual que tú.

– No es lo mismo.

– ¿Por qué?

– Porque mi recuerdo es una mentira.

– El mío también. Todas las memorias son mentirosas. Todos nos inventamos el pasado. ¿Tú crees que mis padres fueron de verdad como yo los recuerdo hoy?

– Me da igual porque no es lo mismo.

– Está bien, dejémoslo ahí. ¿Y la segunda palabra, nadie? ¿Qué significa?

– Soledad.

– ¿Por qué?

– Mira… No puedes entenderlo. ¡Un humano no puede entenderlo! Quizá debería buscar un psicoguía tecno. ¿Hay tecnohumanos haciendo esto? Hasta las ratas… hasta el mamífero más miserable tiene su nido, su manada, su rebaño, su camada. Los reps carecemos de esa unión esencial… Nunca hemos sido verdaderamente únicos, verdaderamente necesarios para nadie… Me refiero a esa manera en que los niños son necesarios para sus padres, o los padres son necesarios para sus niños. Además no podemos tener hijos… y sólo vivimos diez años, lo que hace que formar pareja estable sea muy difícil, o una agonía.

La garganta se le cerró súbitamente y la detective calló por miedo a que la voz se le rompiera en lágrimas. Cada vez que rozaba el recuerdo de la muerte de Merlín la pena la anegaba con una furia intacta, como si no hubieran transcurrido ya casi dos años. Respiró hondo y tragó el nudo de dolor hasta que consiguió recuperar un control aceptable.

– Quiero decir que no eres verdaderamente importante para nadie… Puedes tener amigos, incluso buenos amigos, pero ni con el mejor de los amigos llegarías a ocupar ese lugar básico de pertenencia al otro. ¿Quién se va a preocupar por lo que me pase?

Era estupendo, se dijo Bruna con sarcasmo; era realmente estupendo pagar ochenta ges al psicoguía para conseguir amargarse la tarde y pasar un mal rato. El espacio sideral en el que flotaba, antes tan relajante, empezaba a parecerle un lugar angustioso.

– En realidad no es exactamente como dices, Husky. Ni siquiera el símil que has usado es correcto. No todos los mamíferos viven en compañía. Por ejemplo, los osos salvajes eran unos animales absolutamente solitarios durante toda su vida. Sólo se juntaban fugazmente para aparearse. De manera que…

Al demonio con los osos salvajes, pensó Bruna. Que además eran otros seres que tampoco existían: sólo quedaban osos en los parques zoológicos. La rep se arrancó las gafas virtuales y se sentó en la cama. Parpadeó varias veces, un poco mareada, mientras regresaba al mundo real. Delante de ella, repantigado en un sillón, estaba Virginio Nissen, con sus grandes mostachos trenzados, su pendiente de oro y su cráneo rasurado y encerado.

– Estoy harta. Dejémoslo por hoy.

– Perfectamente, Husky. En realidad, ya es la hora del final de la sesión.

Por supuesto: Nissen siempre tenía que mantener la última palabra. Otro controlador como Lizard, se dijo con sorna la androide mientras transfería ochenta gaias de móvil a móvil. El ordenador del hombre pitó recibiendo el dinero, el psicoguía amplió su sonrisa un par de milímetros y Bruna salió al centro comercial ansiosa de calentarse el ánimo con una copa.

Pero no. Estaba bebiendo demasiado.

En vez de meterse en el bar de enfrente de la consulta de Nissen, como a veces había hecho al terminar la terapia, se encaminó por la galería principal hacia la salida del Mercado de Salud. Le estaba costando un poco irse, le estaba apeteciendo demasiado esa copa extemporánea y solitaria, y la avidez de su sed empezó a asustarla. Verdaderamente tenía que bajar su consumo de alcohol. Muchos androides acababan alcoholizados o colgados de cualquier otra droga, sin duda espoleados por esa misma amargura que Bruna no conseguía explicar del todo a Nissen. Y también era por eso por lo que tantos reps se metían en el peligroso juego de las memas ilegales: ya que no podían vivir una verdadera vida a lo largo, en su normal duración humana, al menos podían intentar vivir varias vidas a lo ancho. Existencias superpuestas y simultáneas. Cata Caín estaba programada para arrancarle los ojos y después matarla. Volvió a sentir un escalofrío y notó que en su memoria se agolpaban antiguas escenas de violencia y de sangre, febriles retazos de su servicio bélico que normalmente conseguía bloquear. Cuatro años, tres meses y veinte días.

El centro comercial estaba atiborrado: últimamente no había nada que obsesionara tanto a la gente como la salud. Y no sólo a los tecnos, sino también a los humanos. Pese a los optimistas pronósticos científicos del siglo XXI, lo cierto es que no se había conseguido prolongar la vida media humana más allá de los noventa y cinco o noventa y seis años, y además no se podía decir que las condiciones de los nonagenarios fueran especialmente buenas. Los trasplantes, los miembros biónicos y la ingeniería celular habían mejorado la calidad de vida de los más jóvenes, pero no habían logrado suavizar el implacable deterioro de la vejez. Sí, los ancianos morían sin arrugas, convertidos en sus propias y desencajadas máscaras mortuorias gracias a la cirugía estética, pero la decrepitud del tiempo les roía igual por dentro. Por lo menos de eso se salvaban los reps, pensó Bruna: de la lenta y penosa senectud. «Los héroes mueren jóvenes, como Aquiles», solía decir Yiannis para animarla, cuando se cruzaban por la calle con alguno de esos ancianos atrapados en la cárcel de su deterioro: mentes laminadas por los años, bocas babeantes, cuerpos rotos transportados en sillas de ruedas de acá para allá como carne muerta.

Y aun así, resopló la androide, se hubiera cambiado por un humano en ese mismo instante.

El Mercado de Salud no era muy grande, pero tenía un poco de todo: campanas hiperbáricas, centros de terapia antioxidante, tiendas biónicas de segunda mano, sanadores espirituales que decían seguir el rito labárico… Y la legión habitual de curanderos e iluminados contra el Tumor Total Tecno. Por lo visto, incluso había un médico gnés en la planta de arriba. Era uno de los pocos lugares en donde se podía contemplar a un alien de cerca… aparte de en su propia cama, desde luego, se dijo Bruna. Y sacudió la cabeza para sacarse de la memoria el corpachón traslúcido de Maio, cuyo enojoso recuerdo acababa de cruzarle la mente como un moscardón.

Cerca de la salida había un pequeño local de tatuajes en el que la rep no se había fijado con anterioridad. Se acercó a mirar: eran tatuajes esenciales. Si no recordaba mal, la secta de los esencialistas había nacido a finales del siglo XX o principios del XXI en Nueva Zelanda. Bruna no sabía mucho sobre sus creencias, aunque tenía idea de que se basaban en antiguos ritos maoríes. Sus tatuajes, sin embargo, eran famosos. Los esencialistas los consideraban sagrados, una representación externa del espíritu. Cada persona tenía que buscar cuál era su tatuaje, su diseño primordial, la traducción visual de su ser íntimo y secreto, y, una vez descubierto el dibujo exacto, debía grabárselo en la piel, como quien escribe los signos de su alma. Según ellos, tatuarse una imagen equivocada suponía un desorden atroz y atraía un sinfín de desgracias; aplicar la figura precisa, por el contrario, serenaba y protegía al individuo e incluso curaba múltiples dolencias. No era de extrañar que se hubieran puesto de moda.

Bruna atisbó a través del estrecho escaparate, adornado por un dibujo en papel de un hombre desnudo cuya piel estaba totalmente cubierta de extraños signos. El pequeño local, una oscura habitación con un banco de madera y algunos cojines por el suelo, parecía vacío. La rep empujó la puerta. Estaba abierta y entró. Inmediatamente la envolvió un olor a naranjas, una penumbra ambarina. Era un sitio agradable. El banco, visto de cerca, parecía antiguo y estaba hermosamente tallado. Otro mueble de madera ocupaba la pared de la derecha. Al fondo, una cortina de cuentas transparentes se agitó con un susurro como de agua en movimiento cuando el tatuador salió de la trastienda. ¿O la tatuadora? Bruna se esforzó en deducir el sexo de esa figura diminuta y compacta que parecía tan alta como ancha y tan dura de carnes como una bola de caucho sintético. Llevaba el negrísimo cabello largo y suelto sobre los hombros y vestía un apretado blusón unisex de color amoratado sobre pantalones elásticos. Pero se diría que tenía pechos… o sea que tatuadora. La mujer se acercó a Bruna y, desde abajo, porque apenas si llegaba al ombligo de la rep, la escrutó atentamente. Tenía el rostro más redondo que la androide había visto jamás, una cara carnosa y cobriza, fuerte y en cierto modo hermosa. Por alguna extraña razón su intensa curiosidad no resultaba ofensiva, y Bruna se dejó mirar sin decir nada. Al cabo, la mujer torció el gesto y dijo:

– Te está partiendo.

Vaya, qué vozarrón. ¿Entonces era un tatuador?

– ¿Qué me está partiendo?

El hombre, si era un hombre, señaló con su rechoncho dedo el tatuaje de Bruna.

– Esa línea. ¿Cómo quieres sentirte bien, si estás partida en dos? Y los pedazos ni siquiera son iguales. Y además está hecho con pistola láser. Puag.

Su gesto de asco fue tan espontáneo que Bruna casi se echó a reír. Sí, ahora se acordaba de que los esencialistas tatuaban según métodos milenarios, con una caña afilada y tinta vegetal. Un procedimiento al parecer dolorosísimo.

– No sé si podré ayudarte. No sé si podré encontrar tu forma. Esa línea que llevas hace mucho ruido.

Lo dijo con dulzura, y de nuevo predominó su aspecto femenino.

– No importa. Yo… no he venido a buscar el tatuaje que representa mi espíritu…

– Espíritu no. Nada de espíritus. Es tu aliento vital lo que hay que encontrar.

– Bueno, pues como se diga. Me llamo Bruna Husky y soy detective.

El tatuador o tatuadora hizo un gesto cortés con la cabeza.

– Yo me llamo Natvel y soy tohunga. Soy quien busca las formas. Quien las atrapa. Y quien las reproduce.

Su declaración, ligeramente enfática, sonó como un poema o como una oración, y la rep se sintió un poco incómoda. Nunca le gustaron demasiado las religiones.

– Natvel, estoy investigando un caso de asesinato… Y la víctima tenía un tatuaje. Era una palabra y estaba escrita con una letra muy especial… Muy entintada, muy apretada, las letras casi montadas unas sobre las otras. Como si formaran un rompecabezas y encajaran entre sí a la perfección.

– ¿Qué palabra era?

Bruna dudó un instante.

– No puedo decírtelo. Lo siento. Pero pensé que a lo mejor podrías saber de qué tipo de letra hablo…

Natvel se pellizcó pensativamente el grueso labio inferior.

– ¿Era hermoso el dibujo de los signos?

– Era… asfixiante.

El tipo asintió y se dirigió hacia el mueble de madera con una cadencia de caderas de matrona. Abrió un cajón hondo y sacó una brazada de papeles.

– Siéntate -ordenó a Bruna, señalando el banco.

Se sentaron en ambos extremos del mueble y la esencialista depositó los papeles sobre el asiento, en el espacio que había entre ellas. Eran un montón de dibujos hechos a mano, con lápiz o sanguina. Antiguos diseños de tatuajes, sin lugar a dudas. Natvel pasó las láminas con rapidez como buscando algo, y al fin sacó una y se la enseñó a la rep. Una especie de águila, un hermoso bicho de alas geométricas y abiertas, sujetaba entre sus garras una palabra como si ésta fuera una serpiente a la que el ave estuviera matando. La palabra estaba medio tapada por las patas, pero aún se leía con claridad el final: athan. Y era la misma letra usada para escribir «venganza» sobre el cuerpo de las víctimas.

– Ésta es. Exacto.

Natvel engurruñó su gran rostro solar con gesto preocupado.

– Es la escritura de poder labárica. Signos sucios y malos. Esto es de un muchacho que se llamaba Jonathan. Era un esclavo del Reino de Labari. Como a los demás esclavos, le habían tatuado su nombre con la escritura de poder para someterlo y humillarlo. Pero él tenía algo dentro. Una fuerza especial. Gracias a eso consiguió huir del mundo flotante y llegar a la Tierra. Yo pude ver su fuerza interior y era como un águila. Se la tatué devorando su nombre de esclavo y Jonathan sanó.

¡Una grafía labárica! Esto sí que resultaba sorprendente. Bruna había estado una vez en Labari siguiendo la pista de un antiguo caso; tuvo que disfrazarse de humana para poder entrar y guardaba un pésimo recuerdo de ese feroz mundo de fanáticos.

– Vaya, muchas gracias, Natvel, has sido de gran ayuda. Dime cuánto te debo.

– Nada. Es bueno en sí mismo luchar contra las sombras -dijo la pequeña criatura con solemnidad.

Verdaderamente era imposible deducir su género sexual. Y no se trataba de que Natvel fuera un ser andrógino e indefinido, sino que más bien parecía ofrecer sucesivas imágenes cambiantes. De pronto resultaba evidente que era una mujer, y al instante siguiente no cabía la menor duda de que era un hombre. Bruna se preguntó si en realidad sería un mutante. Si ese deslizamiento de su identidad sexual habría sido causado por el desorden atómico de la teleportación.

– Te lo agradezco mucho, pero eres…

La rep dudó, porque no sabía si decir «un experto» o «una experta», y rehízo sus palabras sobre la marcha.

– … eres una voz autorizada en la materia, y el trabajo de los expertos debe ser pagado. Además, si me cobras podré volver a pedir tu ayuda si la necesito…

Natvel levantó en el aire su regordete dedo índice y dijo:

– Calla.

Y Bruna se calló.

Entonces el tatuador se subió encima del banco y puso ambas manos en las sienes de la rep, que dio un respingo pero no se retiró. Eran unas manos suaves e hirvientes, acolchadas, manos de madre universal. Natvel inclinó la cabeza entre sus brazos extendidos y permaneció así, concentrada y con los ojos cerrados, durante un buen rato. Rígida e incómoda, Bruna se preguntó si no debería estar notando algo especial: cierta energía brotando de las manos, un temblor interior, un atisbo de trance, en fin, alguna de esas sensaciones esotéricas de las que siempre hablaban los aficionados a este tipo de rituales. Pero simplemente se sentía ridícula. Al cabo, Natvel soltó a la androide y se enderezó.

– Sé quién eres, sé cómo eres. Te he visto.

– ¿Ah, sí? -masculló la rep.

– He visto tu dibujo esencial.

Bruna se puso en pie.

– Pues prefiero no saber cuál es. Muchas gracias de nuevo por tu ayuda, Natvel. Dime qué te debo.

– Ya te he dicho que nada. Estamos en paz. Pero vuelve cuando quieras conocerte mejor.

La detective asintió con la cabeza y salió de la tienda con cierta precipitación. Una vez en el exterior suspiró aliviada: habían sido demasiados sanadores, demasiados terapeutas para una sola tarde. Demasiada gente que parecía saber lo que ella necesitaba o lo que ella era. En ese momento decidió dejar al psicoguía. Dejar al psicoguía, dejar la bebida, dejar la vida desordenada, dejar la furia, dejar la angustia, dejar de ser rep. Soltó una carcajada corta y amarga que sonó como un estornudo. Por lo menos Natvel había sido útil. Escritura labárica.

Unos gritos sacaron a Bruna de su ensimismamiento. A poca distancia, en la entrada del Mercado de Salud, se estaba produciendo un pequeño alboroto. La detective se acercó para ver qué ocurría: dos jóvenes humanos grandes, fuertes y desagradables, uno blanco y otro negro, con los cráneos rapados a rayas típicos de los matones supremacistas, estaban dando empujones y manotazos a una persona-anuncio. Se la lanzaban el uno al otro y la insultaban, jugando con ella y con su humillación.

– ¡Cállate de una vez, loro! ¡Nos tienes hartos con tu publicidad!

– No puedo apagarlo -gimoteaba la víctima.

– No puedo apagarlo, no puedo apagarlo… ¿No sabes decir otra cosa, vieja sucia? La vieja asquerosa, la mendiga esta… ¡pues métete en un agujero para que no te oiga!

La persona-anuncio era la mujer de Texaco-Repsol que paraba a veces en el bar de Oli, pero aun antes de reconocerla Bruna ya estaba galvanizada por un torrente de hormonas, ya estaba tensa y vibrante desde la cabeza hasta los pies, ya estaba preparada para el enfrentamiento e investida de esa maravillosa y clara calma de diseño, de esa ardiente frialdad que la poseía en situaciones de tensión. En dos firmes zancadas se interpuso entre los gamberros, de modo que recibió en sus brazos el cuerpo desmadejado de la mujer cuando uno de los matones se la arrojaba al otro.

– Se acabó el juego -dijo suavemente.

Y, con delicadeza, alzó a la temblorosa víctima, la apartó un par de metros y la sentó en el suelo, junto a la pared. «Energía limpia para todos, poder renovable para un futuro feliz…», gorjeaba la pantalla del pecho de la mujer. Bruna se volvió para encarar a los agresores, que no habían atinado a reaccionar ante la rapidez de movimientos de la detective.

– ¡Vaya! Esto se está poniendo cada vez más divertido… ¡Un rep! ¿De qué probeta te has perdido, monstruo de laboratorio? -siseó el negro con los rasgos retorcidos por la furia.

Los dos tipos se balanceaban nerviosamente sobre los pies, con los brazos rígidos separados del cuerpo. Era la típica danza animal, el bailoteo primordial de ataque y defensa. Bruna, en cambio, permanecía quieta y aparentemente relajada.

– ¡Para qué te metes, monstruo! ¿Eh? ¡Quién te ha dicho que un monstruo genético tiene permiso para hablarnos! -siguió escupiendo el hombre de color, que parecía ser el que tenía el mando.

– Jardo, espera… Me parece que es un rep de combate -susurró el otro.

– ¡Por mí como si es una puta hormonada! -desafió el líder.

Y, sacando una noqueadora eléctrica del bolsillo, se abalanzó sobre Bruna dispuesto a freirla. Fue rápido, pero no lo suficiente. Y además, pensó tranquilamente la androide mientras se echaba a un lado y desarmaba al matón golpeándole el brazo con el canto de la mano, había perdido unas milésimas de segundo importantísimas por entretenerse en sacar la noqueadora justo cuando hubiera tenido que estar totalmente concentrado en el ataque. Había sido una decisión muy torpe, dictaminó mientras giraba sobre sí misma y, lanzando la pierna hacia atrás, clavaba su talón en los genitales del tipo. Que se derrumbó boqueando sin aire. El otro, como Bruna había previsto, ya había salido huyendo.

La detective se acercó a la mujer de Texaco-Repsol, que todavía seguía acurrucada contra la pared y tiritando.

– Tranquila. Ya pasó todo.

– Gracias… Muchas gracias… Yo te… te conozco -balbució la mujer-anuncio.

– Sí. Nos conocemos. Del bar de Oli.

Bruna le ayudó a ponerse en pie. Estaban rodeados por un pequeño círculo de curiosos, todos humanos. Y algunos parecían mirarla con temor. A ella. Por todos los demonios, deberían estarle agradecidos. A quien tendrían que temer era a ese matón de mierda que seguía lloriqueando encogido en el suelo, pero no, quien les amedrentaba era el rep, el diferente, el maldito monstruo de laboratorio.

– Se acabó el espectáculo -gruñó.

El grupo se disolvió dócilmente.

– ¿Estás bien? -preguntó a la mujer-anuncio.

– Sí… sólo un poco… nerviosa.

– ¡Gracias, querido consumidor! Entre todos hemos conseguido la felicidad de las familias -dijo la pantalla publicitaria.

– Me llamo RoyRoy…

– Y yo Bruna Husky.

La mujer-anuncio debía de tener poco más de sesenta años, pero se la veía marchita y avejentada. Y además no mostraba ningún rastro de cirugía estética, o sea que sin duda era muy pobre. Su rostro seguía lívido y la boca le temblaba. Era la imagen misma de la indefensión.

– RoyRoy, ¿qué te parece si nos vamos al bar de Oli? A tomar algo, a tranquilizarnos y a reponernos… Por lo menos sabemos que allí las dos somos bienvenidas…

Tomaron un taxi hasta el bar porque la mujer estaba aún demasiado turbada para caminar. Cuando entraron en el local, la gorda Oliar enseguida detectó problemas: poseía una intuición empática endiablada.

– ¿Qué ha pasado, Husky? Venid, poneros en ese rincón, que estaréis tranquilas… Ahí, junto a tu amigo Yiannis.

El viejo archivero estaba al fondo de la barra, en efecto, y se alegró de ver a Bruna; no sabía nada de ella desde el día anterior, cuando la había despertado para comunicarle la muerte de Chi. La rep le explicó lo sucedido. Oli, que les había servido dos cervezas y un plato de patatas fritas y luego se había quedado desparramada por encima del mostrador escuchando la historia, torció su luminosa cara de color café con leche y dictaminó:

– Ese negro de mierda… Debería acordarse de que hace siglo y medio nosotros éramos los linchados y los perseguidos. Pero los renegados son siempre los peores.

– Empieza a preocuparme lo del supremacismo -rumió Yiannis-. En el archivo también estoy encontrando últimamente unas frases terribles…

– Que corregirás, supongo…

– Para eso me pagan.

– ¡Texaco-Repsol, siempre a la vanguardia del bienestar social!

Bruna y Yiannis intercambiaron una mirada. Era difícil mantener una conversación tranquila teniendo entre medias el parloteo constante de los mensajes publicitarios. RoyRoy percibió el gesto y se levantó del taburete sofocada.

– Lo siento. Sé que es una tortura. No quiero daros más la lata… Demasiado habéis hecho…

– Pero qué dices, mujer, siéntate…

– No, no, de verdad. No me sentiría cómoda quedándome… Muchas gracias, Bruna. Muchísimas gracias. No lo olvidaré. Creo que me voy a dormir… cogeré ahora mis nueve horas. Necesito descansar. Dejadme… dejadme que os invite…

– Hoy invita la casa -gruñó Oli.

– Ah… Pues de nuevo gracias. Hoy tengo que agradeceros a todos demasiadas cosas, me parece…

Y sonrió desteñidamente.

Yiannis y Bruna la siguieron con la mirada mientras se marchaba. Un pajarito emparedado entre las pantallas.

– Tiene una de las miradas más tristes que he visto en mi vida -murmuró el archivero.

Cierto. La tenía. La rep bostezó. Se sentía súbitamente agotada. Siempre le sucedía, después de meterse un caramelo. El cóctel de neuropéptidos y alcohol debía de ser un mazazo para el cuerpo. Además, sólo se había tomado una cerveza en todo el día, la que acababa de servirle Oliar. Y eso estaba bien. Quería seguir así, y para ello lo mejor era retirarse.

– Me parece que yo también me voy a casa, Yiannis. Estoy muerta.

Se encontraba tan cansada que volvió a coger un taxi, aunque temía malacostumbrarse a ese derroche. Llegó en cinco minutos, pagó y se bajó. La calle estaba llena de gente: era sábado y la noche acababa de empezar. Pero Bruna sólo podía pensar en su cama. En tomarse un vaso de leche con cacao y dormir. Abrió su portal con la huella del dedo y estaba empujando la puerta para entrar cuando un extraño impulso le hizo echar un vistazo hacia la derecha. Y ahí estaba él, a unos cinco metros, arrimado a la pared, con los hombros caídos. El alien, el omaá, el bicho verdoso. Ahí estaba esperándola como un perro abandonado y anhelante, un perro enorme con una camiseta demasiado pequeña. Bruna cerró los ojos y tomó aire. No es mi problema, se dijo. Y entró en el edificio sin volver a mirarle.


La puerta de Cata Caín estaba todavía sellada por un cordón policial, aunque Bruna supuso que simplemente se habían olvidado de quitarlo. Habían pasado ya nueve días desde la muerte de la rep y los precintos nunca duraban tanto. Lo único que indicaba su permanencia era la extrema soledad de Caín: nadie había querido entrar en la casa después de su muerte, nadie se había interesado por sus cosas, seguramente no había nadie que la recordara. Ni siquiera lo habían hecho los policías que hubieran debido levantar el sello. Una vida breve y miserable.

Bruna interrumpió fácilmente el cordón electrónico con una pinza de espejo y abrió la puerta con un descodificador de claves. La detective poseía una buena colección de pequeños aparatos fraudulentos que servían para anular alarmas, borrar rastros y descifrar códigos, siempre y cuando no se tratara de unos sistemas de seguridad muy sofisticados. En este caso la cerradura era la más convencional y barata del mercado y no tardó nada. Miró a ambos lados del pasillo antes de entrar: eran las 16:00 horas del domingo y reinaba la tranquilidad en el edificio. La rep ya había estado en casa de Caín el mismo día que se sacó el ojo, acompañada por uno de los conserjes. Pero entonces sólo exploró el lugar superficialmente en busca de los datos básicos de la víctima. Ahora, en cambio, quería hacer un examen mucho más minucioso: necesitaba saber por qué en la mema de Cata estaba programado su propio asesinato. No sabía bien qué buscaba, pero sí sabía la manera de mirar. A la detective se le daban bien los registros: de alguna manera era como si los indicios saltaran por sí mismos ante sus ojos.

El apartamento de Caín era idéntico al suyo, sólo que invertido y además en la primera planta en vez de la séptima. Bruna lo recordaba impersonal, vacío y polvoriento, y su primera impresión al volver a entrar ahora, nueve días después, confirmó su recuerdo: seguía siendo un lugar tristísimo. El ventanal tenía la persiana bajada casi por completo y la habitación estaba sumida en una penumbra sucia y quieta que parecía tener algo mortuorio.

– Casa, levantar persiana -pidió Bruna a la pantalla, que destellaba débilmente en la oscuridad.

Pero el ordenador no respondió: obviamente no la reconoció como voz autorizada. De modo que la rep cruzó la sala para utilizar el mando manual, y enseguida percibió algo anormal. Alzó apresuradamente la celosía y se volvió a contemplar el cuarto: estaba todo revuelto. Era imposible que la policía lo hubiera dejado así; desde que, un par de años atrás, el Estado había sido condenado a pagar dos millones de gaias por el famoso escándalo del caso John Gonzo, los agentes seguían férreas instrucciones de pulcritud. De modo que alguien había estado rebuscando por allí antes que ella. Quieta en medio de la sala, Bruna miró a su alrededor con atención. Era un desorden muy extraño. Por todas partes se veían restos de ropa, probablemente sacada del armario de Caín y luego desgarrada y convertida en harapos. Un pico de la alfombra había sido arrancado y no estaba a la vista, de manera que tal vez se lo hubieran llevado. ¿Para qué se podían necesitar dos palmos de una alfombra barata? ¿Para metérselos en la boca a alguien y asfixiarlo? Sobre la mesa, un cojín destripado y sin el relleno. ¿Se lo habrían llevado junto con la alfombra? Dos cajones estaban sacados de sus guías y los contenidos esparcidos por el suelo y hechos trizas, pero había otros tres cajones cerrados. Se acercó y los miró: el interior estaba bien ordenado, de modo que probablemente no habían sido abiertos. Quienquiera que fuese el que había venido, había debido de encontrar lo que buscaba.

La rep husmeó un poco en los cajones intactos. Fotos de familia, lazos de colores, collares baratos, diarios adolescentes de papel. Toda la parafernalia de los recuerdos falsos. Caín los tenía guardados fuera de la vista… pero no se había deshecho de ellos.

Un inconfundible estrépito de vidrios rotos se escuchó muy cerca. Bruna se volvió de un brinco y apoyó la espalda contra la pared para estar protegida por detrás. Luego se quedó muy quieta. Había sido en el dormitorio. O quizá en el cuarto de baño. Pasaron los segundos lentamente mientras el silencio se estiraba como un chicle. La rep estaba a punto de decidir que había sido una falsa alarma cuando su aguzado oído volvió a percibir algo: un rumor furtivo, un pequeño tintineo cristalino. Algo se movía en el dormitorio. Había alguien ahí. Entonces comprendió que, si quedaban cajones sin abrir, era porque había sorprendido al intruso en plena faena.

Bruna se acercó sigilosamente a la puerta del dormitorio, echando de menos su pistola de plasma. Al pasar junto a la zona de la cocina agarró un cuchillo que había en la encimera: no era más que un pequeño cubierto de mesa, pero ella era capaz de hacer mucho con eso. Oteó desde el umbral: la cama deshecha, los armarios medio abiertos. La hoja de la ventana estaba entornada: por ahí debía de haber entrado el fisgón. Y era probable que también acabara de irse por ahí. La detective aguantó la respiración un instante para concentrarse por completo en los sonidos… y volvió a percibir un roce levísimo al otro lado de la cama, junto a los armarios. No, no se había marchado. Seguía ahí.

En décimas de segundo, con extraordinaria y calmosa lucidez, Bruna sopesó todos sus posibles movimientos. Podía ir despacio, podía ir deprisa, podía dar la vuelta a la habitación, o saltar por encima del colchón, o rodar por el suelo. Incluso podía dar media vuelta e intentar irse del piso de Caín sin presentar batalla. Pero el hecho de que el intruso no la hubiera atacado hasta entonces permitía suponer que no se sentía muy seguro; era probable que no estuviera armado ni fuera muy peligroso, y por otra parte podía ser una buena fuente de información. Además, tenía que estar por fuerza tumbado en el suelo entre la cama y la pared y, sin armas, ésa era una posición muy desventajosa.

– Sé que estás ahí. Tengo una pistola -mintió Bruna-. Levántate con las manos en alto. Voy a contar hasta tres: uno…

Y, nada más decir el primer número, Bruna brincó sobre la cama y se lanzó hacia el escondite del intruso. Cayó de pie al otro lado, pero no sobre un cuerpo, como ella se pensaba, sino sobre el suelo.

– ¡Por el gran Morlay!

Delante de ella, entre los restos de un espejo roto, acurrucada contra el armario, una cosa peluda la contemplaba con expresión de susto. Era un animalillo de quizá medio metro de altura, con un cuerpo parecido al de un pequeño mono, pero sin cola, barrigón y cubierto de hirsutos rizos rojos por todas partes; luego venía un cuello demasiado largo y una cabeza demasiado pequeña, triangular, de grandes ojos negros, que recordaba vagamente a la de los avestruces, sólo que velluda y con una nariz aplastada en lugar de pico. En lo alto del achatado cráneo, una cresta de pelo tieso. Tenía un aspecto desvalido y chistoso. Bruna reconoció a la criatura: era un… ¿cómo lo llamaban? Un tragón. Era un animal doméstico alienígena, ahora no recordaba de qué planeta, que se había puesto de moda como mascota. El bichejo la miraba temblando.

– ¿Y tú de dónde sales? -se preguntó en voz alta.

– Cata -farfulló el animal borrosa pero reconociblemente-. Cata, Cata.

Bruna soltó el cuchillo y se dejó caer sentada sobre la cama, anonadada. Un mono que hablaba. O un avestruz que hablaba. Una cosa peluda que hablaba, en cualquier caso.

– ¿Me entiendes? -preguntó al bicho desmayadamente.

– ¡Cata! -repitió la cosa con su voz nasal y algo chillona.

La rep wikeó en su móvil el término tragón y en la pantalla apareció la imagen de un ser muy parecido al que tenía delante y un artículo:

BUBI (pl. bubes, colloq. Tr. tragón)

Criatura de origen omaá, el bubi es un pequeño mamífero doméstico que en los últimos años ha sido introducido en la Tierra con gran éxito, porque su adaptativa y resistente constitución permite que sea criado fácilmente en nuestro planeta y porque resulta ideal como mascota. Es una especie heterosexual y carece de dimorfismo: macho y hembra son idénticos en todo salvo en el aparato genital, y aun éste es difícil de distinguir externamente. El bubi adulto pesa unos diez kilos y puede vivir hasta veinte años. Es un animal limpio, fácil de educar, pacífico, afectuoso con su dueño y capaz de articular palabras gracias a un rudimentario aparato fonador. La mayoría de los científicos consideran que el habla del bubi no es más que un reflejo imitativo semejante al de los loros terrícolas. Algunos zoólogos, sin embargo, aseguran que estas criaturas poseen una elevada inteligencia, casi comparable a la de los chimpancés, y que en sus manifestaciones verbales hay una intencionalidad expresiva. El bubi es omnívoro y muy voraz. Se alimenta fundamentalmente de insectos, vegetales y cereales ricos en fibra, pero si tiene hambre puede comer casi de todo, en especial trapos y cartones. Ese roer constante le ha ganado en la Tierra el apodo coloquial de tragón. Diversas asociaciones animalistas han presentado recursos legales, tanto regionales como planetarios, pidiendo que los bubes tengan la misma consideración taxonómica que nuestros grandes simios, y que, por lo tanto, sean reconocidos como sintientes.

Luego venían varios artículos más con detalles anatómicos y etológicos, pero Bruna se los saltó. Volvió a mirar al animal. Seguía temblando.

– Tranquilo… no te voy a hacer daño… -dijo la detective con suavidad.

El bicho tenía sangre en el brazo: tal vez una lesión producida por los cristales del espejo roto. Era una sangre roja y brillante, como la de los humanos y los reps. Bruna alargó la mano muy despacio y el bubi se aplastó aún más contra el armario y soltó un pequeño gemido.

– Sssssss… Calla… tranquilo… Sólo quiero ver tu herida…

El pelo del animal era grueso y fuerte, pero mucho menos áspero de lo que la rep esperaba. Apartó un poco los rizos pegoteados de sangre y miró la herida con cuidado. No parecía gran cosa. Un pequeño corte superficial y ya no sangraba. Debajo de la pelambre rojiza, la piel era gris.

– Bueno… No pasa nada. ¿Ves? Tranquilo…

Le acarició un poco el cogote y la espalda. Comprendía que los tragones tuvieran ese éxito, era un bicho gracioso que provocaba ternura. El animal fue dejando de temblar bajo su mano, aunque seguía mirándola con fijeza y con la expresión alerta. Bruna se puso en pie.

– ¿Y ahora qué hago contigo?

– Bartolo. Cata. Bartolo bonito, Bartolo bonito -dijo el bubi.

Dicho lo cual, sacó de detrás de su cuerpo la esquina rota de la alfombra y, agarrándola delicadamente con sus dos manitas de dedos grisáceos, se puso a roerla.

Cata, pensó Bruna. ¿O sea que Caín tenía un bubi de mascota? Y Bartolo debía de ser el nombre del animal. Tendría que avisar a alguna sociedad protectora de animales.

– ¿Bartolo? ¿Tú eres Bartolo?

– Bartolo bonito -repitió el tragón sin dejar de masticar.

A juzgar por el destrozo circundante, Bartolo había estado solo y sin comida en estos nueve últimos días. Probablemente se había escapado al patio, asustado, durante el registro policial, y por eso no lo descubrieron… Aunque cuando ella llegó con el conserje tampoco le vio. ¿Habría huido antes? Imaginemos que Caín fue asaltada y que le metieron a la fuerza la mema asesina, se dijo Bruna. Imaginemos que el bubi fue testigo del ataque y salió corriendo por la ventana. ¿Sería capaz de reconocer de algún modo al agresor? ¿No decían que era un animal tan inteligente? Le observó con ojo crítico mientras roía aplicadamente la alfombra y no quedó muy impresionada con lo que veía.

Decidió desentenderse por el momento de la mascota y se puso a registrar la casa con rápida eficiencia. El dormitorio, el cuarto de baño y, por último, la sala. No encontró nada que mereciera la pena. El bubi la había seguido tímidamente a todas las habitaciones, pero se instalaba en un rincón y no daba la lata. Cuando terminó de revisar la zona de la cocina, que estaba bastante desprovista de todo, Bruna se volvió hacia el animal.

– ¡Pero qué…!

En dos zancadas se acercó al bubi y le arrancó de las manos su chaqueta de lana. Es decir, los restos medio comidos de su estupenda chaqueta de lana auténtica. La había dejado en la sala cuando entró y no se había dado cuenta de que el tragón se la estaba comiendo. Lo miró indignada.

– Bartolo hambre -dijo el bubi con expresión contrita.

Voy a llamar ahora mismo a una protectora para que se lo lleven, pensó enrabietada. Pero luego decidió que sería mejor verificar primero la procedencia de la mascota. Se agachó y cogió al animal. El bubi se abrazó a su cuello con confianza. Tenía un olor áspero y caliente, no desagradable. Olor a musgo y cuero. La rep salió de casa de Caín, cerró la puerta y quitó la pinza de espejo para que volviera a funcionar el cordón policial. Luego fue en busca de alguno de los dos conserjes que residían en el enorme edificio de apartamentos. Consiguió encontrar a uno, el mismo que la había acompañado a casa de Cata el día de autos. Obviamente le había levantado de la siesta y estaba de bastante mal humor.

– Es domingo, Husky. Vosotros los inquilinos os creéis que porque vivimos aquí somos vuestros esclavos -gruñó en medio de una nube de halitosis.

– Lo siento. Sólo una pregunta: ¿sabes si este animal era de Cata Caín?

El hombre lo miró con ojos adormilados y rencorosos.

– No sé si era éste, pero Caín tenía uno igual, sí.

– ¿Y por qué no lo dijiste cuando fuimos a su casa?

– ¿Tenía alguna importancia? Además, mejor que hubiera desaparecido. Yo por mí prohibiría todas las malditas mascotas. Ni perros ni gatos ni pájaros ni nada. No hacen más que ensuciar. ¿Y luego quién limpia? El esclavo, claro.

– Está bien, está bien. Gracias y perdona la molestia -dijo la rep, dándole un billete de diez gaias.

De modo que Bartolo era, en efecto, el animal de compañía de Cata, se dijo Bruna. La detective estaba en mitad del descansillo con el tragón en los brazos, sin saber bien qué hacer. Entonces escuchó su respiración, diminuta y regular. Un pequeño ronquido. El bubi se había quedado dormido sobre su hombro. Qué demonios, se dijo la rep: me lo llevaré por el momento a casa y luego ya veremos.

Bruna se despertó con un pie helado y el otro hirviendo, y cuando se incorporó adormilada en la cama para ver qué pasaba, descubrió con extrañeza que una de sus extremidades estaba al aire y la otra cubierta por una especie de cojín peludo y rojo. Le costó unos instantes reconocer que ese cojín era en realidad un animal y recordar al bubi que había rescatado de casa de Caín la tarde anterior. El tragón estaba enroscado sobre su pie derecho y masticaba plácidamente la manta térmica, a la que ya había practicado un agujero considerable por el que asomaba el pie izquierdo. Con el agravante, constató ahora la rep con repugnancia, de que lo tenía empapado por las babas de la criatura, de ahí lo frío que se le había quedado. La androide rugió y lanzó al bubi al suelo de un puntapié. La criatura soltó un gañido.

– Bartolo bonito… Bartolo bonito… -balbució.

– Te voy a dar yo a ti Bartolo bonito… Ahora mismo voy a llamar a una protectora -rezongó la androide mientras se ponía la bata china y se inclinaba a verificar el roto.

En ese momento entró una llamada de Nopal. Inconscientemente, Bruna se estiró, aclaró la voz, intentó poner una expresión vivaz. El escritor fue brevísimo: dijo que tenía información interesante para ella y le pidió una cita. La rep celebró la noticia y aceptó, pero no pudo evitar un pinchazo de inquietud, una turbación que no conseguía entender muy bien. El memorista la ponía nerviosa. Muy nerviosa. ¿Por el simple hecho de ser memorista? ¿O por ser él? Opaco y ambiguo, arrogante y al mismo tiempo demasiado amable. Había algo en ese hombre que la hipnotizaba y al mismo tiempo la escalofriaba. La fascinación de la serpiente.

Habían quedado a las 13:00 en el Oso y la rep, que se acostó pronto la noche anterior, se había levantado sintiéndose muy bien a pesar del incidente del tragón. Era la segunda mañana consecutiva que despertaba sin sombra de resaca, una proeza que hacía bastante tiempo que no lograba. Ahora estaba de pie en medio de la sala, razonablemente contenta de la vida. Cosa que le sucedía pocas veces. Miró al amedrentado bubi y volvió a darle pena: en realidad el día anterior la criatura apenas si había cenado porque la rep no tenía casi nada para comer en casa. No era extraño que se hubiera puesto a mordisquear. Por no hablar de la ansiedad que debía de experimentar a causa de la pérdida violenta de su dueña, de la soledad posterior y de tantos cambios. Eso, la ansiedad, era algo que Bruna podía entender. También ella se sentía a menudo con ganas de roer y morder, sólo que se aguantaba.

– Está bien. Por ahora te quedarás aquí… A lo mejor todavía puedes ayudarme. Pero tienes que portarte mejor…

– Bartolo bueno. Bueno Bartolo.

Bruna se admiró: el animalejo ese verdaderamente parecía entender lo que le decía. Llamó a un Super Express y pidió cereales con fibra, manzanas y ciruelas pasas para el bubi, y una compra mediana con un poco de todo para ella. Los servicios express eran carísimos, pero no tenía ganas de bajar a la calle. Mientras esperaba que llegara el robot mensajero, habló un rato por holollamada con Yiannis y le presentó a Bartolo, y aún tuvo tiempo de colocar cuatro piezas en el puzle. Luego aparecieron las viandas y ambos desayunaron copiosamente. El bubi se quedó sentado en el suelo, la espalda contra la pared, espatarrado, la viva imagen de la satisfacción. Bruna se agachó junto a él.

– Bartolo, ¿sabes qué pasó con Cata? ¿Viste algo? ¿Alguien le hizo daño?

– Rico, rico -dijo el tragón con ojos golositos.

– Atiende, Bartolo: ¿Cata? ¿Daño? ¿Ay? ¿Dolor? ¿Cata Caín? ¿Ataque? ¿Malos?

Bruna no sabía bien cómo hablarle ni de qué manera llegar a su pequeño cerebro. Escenificó una agresión con gestos, se agarró el cuello y se zarandeó a sí misma, puso los ojos en blanco. El bubi la miraba fascinado.

– Maldita sea, ¿sabes qué le pasó a Cata o no?

– Cata buena. Cata no está.

– Ya, ya sé que no está. Pero ¿sabes qué pasó? ¿Viste a alguien? ¿Alguien le hizo daño?

– Bartolo solo.

Bruna suspiró, rascó el copete de pelos tiesos de la cabeza del bubi y se puso en pie.

– ¡Hambre! -gritó Bartolo.

– ¿Otra vez? Pero si acabas de comer muchísimo.

– ¡Hambre, hambre, hambre! -repitió el tragón.

Bruna agarró un cuenco, lo llenó de cereales y se lo dio.

– Toma y calla.

– ¡No, Bartolo no! ¡Hambre, hambre, hambre! -repitió el animal, mientras rechazaba el cuenco a empujones.

La rep lo miró desconcertada. Volvió a ofrecerle la comida y él volvió a rehusarla.

– ¡Hambre!

– No te entiendo.

El bubi bajó la cabeza, como desalentado por la falta de comunicación. Pero enseguida se puso a rascarse felizmente la barriga.

– Bartolo bueno.

Es un cabeza de chorlito, se dijo Bruna; sería muy raro poder sacarle nada provechoso. Cuando regresara a casa avisaría a una protectora para que se hicieran cargo de él.

La cita con el memorista era a las 13:00, quedaban todavía un par de horas y la rep se encontraba pletórica de energía, así que ordenó un poco el apartamento e hizo una tabla de ejercicios con pesas pequeñas: no quería que la masa muscular entorpeciera su ligereza. Después, mientras el bubi dormitaba (por lo visto se pasaban los días durmiendo y comiendo), la rep dedicó un tiempo insólitamente largo a arreglarse. Incluso se probó varios atuendos. Al final escogió un mono color óxido de pantalones anchos con el cuerpo muy ceñido. Ya iba a marcharse cuando, en un súbito impulso, se puso una de las dos únicas joyas que tenía: un gran pectoral geométrico hecho con una lámina de oro tan fina y volátil como un papel de seda. Se trataba del famoso oro de las minas de Potosí, donde era sometido a un proceso químico secreto que evitaba que las tenues hojas de metal se rompieran. Había sido el regalo de una humana a quien Bruna salvó la vida en unos disturbios, cuando la rep todavía estaba cumpliendo su milicia y se encontraba destacada en el remoto planeta minero. Bruna había hecho esos dos saltos de teleportación, de la Tierra a Potosí y de allí otra vez a la Tierra, y, por fortuna, no parecía sufrir secuelas del desorden TP. Aunque nunca se podía estar del todo seguro.

– Cuidadito con hacer algo malo, ¿eh, Bartolo? Sobre todo, ¡no se te ocurra tocar el rompecabezas! Como te comas algo, te echo a la calle. ¿Has oído?

– Bartolo bonito, Bartolo bueno.

Salió Bruna de casa, pues, arreglada como para acudir a una fiesta y un poco perpleja ante tanto exceso de cuidado. Pero iba animada, iba casi contenta, sintiéndose sana y vigorosa, todavía lejos de su TTT. En pleno dominio de la perfecta maquinaria de su cuerpo. Una sensación de bienestar que se empañó bastante cuando, nada más salir de su portal, pudo ver en la esquina, en el mismo lugar que la noche anterior, al maldito extraterrestre azuladoverdoso. Al omaá de paciencia perruna. Por todos los demonios, Bruna se había olvidado de él, es decir, había conseguido olvidarlo. Pero ahí estaba Maio, rodeado de un pequeño círculo de curiosos y dispuesto a eternizarse ante su puerta. ¿Sería una costumbre de su pueblo? ¿Un malentendido cultural? ¿Debería haber cumplido ella algún determinado ritual de despedida, como regalarle una flor o rascarle la cabeza o quién sabe qué? La rep se mordió los labios con desasosiego, lamentando no haber prestado más atención a los reportajes de divulgación de las culturas alienígenas. De repente, toda la fauna omaá parecía decidida a incorporarse a su vida. Era como una maldición. Sin pararse a pensarlo, se acercó a Maio con paso resuelto.

– Hola. Mira, no sé cómo será en tu tierra, en tu planeta, pero aquí, cuando nos decimos adiós, nos vamos. No es que quiera ser maleducada, pero…

– Tranquila, lo sé. No has hecho nada mal. No necesitas decirme nada más. Sé lo que significa la palabra adiós.

La frase sonó como el siseo de una ola que rompe en la orilla.

– Pero, entonces, ¿por qué sigues aquí?

– Es un sitio bueno. No se me ocurre otro. Nadie me espera en ningún lugar. No es fácil encontrar terrícolas amables.

El sentido de la frase del bicho se abrió camino en la cabeza de la rep. Pero, entonces, pensó, ¿es que me considera amable a mí? ¿A mí, que le he echado groseramente y ahora le vuelvo a echar? Pero, entonces, ¿qué malditas experiencias habrá tenido? El panorama que dibujaban las palabras de Maio era excesivo para Bruna, era algo que no se sentía capaz de manejar. De manera que dio media vuelta y se marchó sin añadir palabra.

Caminaba deprisa y ya se habría alejado unos doscientos metros cuando alguien agarró su brazo desde atrás. Se revolvió irritada creyendo que era el bicho, pero se encontró cara a cara con un personaje fantasmal y lívido que le costó unos instantes reconocer.

– ¡Nabokov!

Era la amante de Chi, la jefa de seguridad del MRR. La espesa madeja de su moño se había soltado y ahora el cabello le caía por los hombros enmarañado y sucio. Parecía haber adelgazado a velocidad imposible en los tres días que no se habían visto, o por lo menos el rostro se le había afilado y la piel se atirantaba, grisácea y marchita, sobre el bastidor de unos huesos prominentes. Sus ojos febriles se hundían en dos pozos de ojeras y el cuerpo le temblaba con violencia. Era el Tumor Total Tecno en plena eclosión. Bruna ya lo había visto demasiadas veces como para no reconocerlo.

– Nabokov…

Valo seguía agarrada al antebrazo de Bruna y ésta no se apartó, porque temía que la rep se viniera abajo si perdía el punto de apoyo. Estaba escorada hacia la derecha y no parecía capaz de mantener bien el equilibrio. Los grandes pechos artificiales resultaban ahora un añadido grotesco en su cuerpo roto.

– Habib me lo ha dicho… Habib me lo ha dicho… -farfulló.

– ¿Qué? ¿Qué te ha dicho?

– Tú también lo sabes, ¡dímelo!

– ¿Qué sé?

– Son como alacranes, peor que alacranes, el alacrán avisa.

Tenía la mirada extraviada y su mano ardía sobre el brazo de Bruna.

– Nabokov, no te entiendo, cálmate, vamos a mi casa, está aquí cerca…

– Nooooo… Quiero que me lo confirmes.

– Vamos a casa y hablaremos…

– Los supremacistas. Son como alacranes.

– Sí, son unos miserables, pero…

– Todos los humanos son supremacistas.

– Necesitas descansar, Valo, escúchame…

– Habib me lo dijo.

– Pues vamos a hablar con él…

Bruna intentó mover un poco el brazo que Nabokov seguía aferrando convulsamente para liberar el ordenador móvil y poder llamar al MRR a pedir ayuda.

– ¡Venganza! -gimió la mujer.

La detective se alarmó.

– ¿Eso te dijo Habib? ¿Te mencionó la palabra venganza?

Valo miró a Bruna durante unos instantes con ojos alucinados. Luego hizo una mueca horrible que tal vez pretendía ser una sonrisa. Sus encías sangraban.

– Nooooo… -susurró.

Soltó a Husky y, haciendo un esfuerzo extraordinario, enderezó su cuerpo maltratado y consiguió reunir energía suficiente como para salir andando con paso relativamente firme y rápido. La detective fue detrás y puso una mano en su hombro.

– Espera… Valo, déjame que…

– ¡Suelta!

La mujer se liberó de un tirón y siguió su camino. Bruna la vio marchar con inquietud, pero ya iba a llegar tarde a su cita con Nopal, y tampoco creía ser la persona más adecuada para hacerse cargo de la enferma. Llamó al número personal de Habib, que contestó enseguida. Su rostro se veía tenso y preocupado.

– Acabo de encontrarme con Nabokov y parece muy enferma.

– ¡Por el gran Morlay, menos mal! -exclamó con alivio-. ¿Dónde está? Llevamos horas buscándola.

– Te estoy mandando una señal de localización de mi posición… ¿La tienes? Nabokov acaba de irse a pie en dirección sur… Todavía la veo.

– Vamos ahora mismo para allá, ¡gracias! -dijo Habib con urgencia.

Y cortó.

Bruna tenía más cosas de las que hablar con el líder en funciones del MRR, pero decidió que podían esperar. Urgida por la hora volvió a tomar un taxi, algo que se estaba convirtiendo en una funesta y carísima costumbre. A pesar del dispendio, cuando cruzó las puertas del Pabellón del Oso ya llevaba quince minutos de retraso. Nopal la esperaba sentado en uno de los bancos del jardín de entrada, con los codos apoyados en las rodillas, el lacio flequillo cayendo sobre sus ojos y desdeñoso gesto de fastidio.

– De nuevo con retraso, Bruna. Te diré que es un hábito muy feo. ¿Tu memorista no trabajó bien tus recuerdos didácticos? ¿Tus padres no te dijeron nunca que llegar tarde era de mala educación?

La rep advirtió que el tipo la había llamado por su nombre de pila, y eso la turbó más que su sarcasmo.

– Lo siento, Nopal. Por lo general soy puntual. Ha sido una coincidencia, una complicación de última hora.

– Está bien. Disculpas aceptadas. ¿Habías estado antes aquí?

Pablo Nopal parecía tener una rara predisposición para citarla en sitios peculiares. El Pabellón del Oso había sido construido cinco años atrás, cuando la Exposición Universal de Madrid. La ciudad siempre había tenido como símbolo a un oso comiendo los frutos de un árbol, y a la varias veces reelegida y casi eterna presidenta de la Región, Inmaculada Cruz, se le había ocurrido celebrar la Expo modernizando el antiguo emblema. Hacía ya medio siglo que se habían extinguido los osos polares tras morir ahogados a medida que se deshizo el hielo del Ártico. Unas muertes lentas y angustiosas para unos animales capaces de nadar desesperadamente durante cuatrocientos o quinientos kilómetros antes de sucumbir al agotamiento. El último en ahogarse, o al menos el último del que se tuvo constancia, fue seguido por un helicóptero de la organización Osos En Peligro. La OEP había intentado rescatarlo, pero la agónica zambullida final coincidió con el estallido de la guerra rep, de modo que los animalistas no lograron ni el apoyo ni la financiación necesarios para llevar adelante el plan de salvamento. Sólo pudieron filmar la tragedia. También congelaron y guardaron en un banco genético la sangre de ese último oso, que en realidad era una osa, y de una treintena de ejemplares más, porque durante algunos años habían estado poniendo marcadores de rastreo y haciendo chequeos veterinarios a los animales que quedaban. Gracias a esa sangre, la presidenta Cruz pudo obtener su nuevo símbolo para Madrid. Utilizando un sistema muy parecido al de la producción de tecnohumanos, los bioingenieros crearon una osa que era genéticamente idéntica al último animal. Se llamaba Melba.

– Pues sí, ya conocía este sitio -contestó Bruna.

Siempre le había llamado la atención lo de la plantígrada replicante, que además tenía más o menos su misma edad. El Pabellón del Oso le parecía un lugar conmovedor y lo había visitado unas cuantas ocasiones. Sobre todo en los atormentados meses después de la muerte de Merlín, cuando le parecía estar derivando por el dolor del duelo al igual que Melba derivó en su solitario y cada vez más reducido témpano antes de ahogarse.

– Yo hace mucho que no vengo. ¿Nos damos una vuelta? -dijo Nopal poniéndose en pie.

Bruna se encogió de hombros. No entendía las ansias turísticas y peripatéticas que siempre mostraba el memorista, pero no quería llevarle la contraria en algo tan nimio. Atravesaron el pequeño jardín y entraron en el pabellón propiamente dicho, una gigantesca cúpula transparente posada sobre el suelo. Inmediatamente sintieron un golpe de aire frío. Alrededor, todo parecía de hielo o de cristal, aunque en realidad se trataba de thermoglass, ese material sintético e irrompible capaz de crear ambientes térmicos. Caminaron a través de una reproducción de lo que debió de ser el Ártico, con grandes rocas glaciales e icebergs relucientes flotando en mares de vidrio, hasta llegar a la larga grieta irregular que separaba a los visitantes de un lago azulísimo y unas plataformas de hielo que eran el hogar de Melba. Desde el borde del foso se podía contemplar al animal, si estaba fuera del agua y si no se había escondido entre las rocas; pero lo mejor era bajar a la grieta. Eso hicieron ahora Nopal y Husky: se montaron en la cinta rodante como aplicados turistas y descendieron entre las paredes resbaladizas y cristalinas. La cinta iba muy despacio y en los muros de la grieta se proyectaba, en cinco pantallas sucesivas que se fundían unas con otras, la filmación de los últimos momentos de la Melba original. Realmente parecía que uno estaba allí, viendo cómo se partía el último pedacito de hielo al que la osa pretendía aferrarse; cómo el animal nadaba cada vez más despacio, cómo resoplaba al hundirse bajo la superficie, cómo sacaba con un esfuerzo agónico su oscuro morro del agua y lanzaba un gemido escalofriante, un gruñido entre furioso y aterrado. Y cómo desaparecía al fin debajo de un mar gelatinoso y negro. Las imágenes, a tamaño natural, dejaban mudos a los espectadores. Y en ese silencio sobrecogido llegabas al fondo de la grieta y la cinta te dejaba en la penumbra frente a una resplandeciente pared de agua. Era el lago artificial de Melba, contemplado desde el fondo del tanque a través de un muro de thermoglass. Y ahí, con suerte, podías ver a la osa bucear, y jugar con una pelota, y retozar feliz soltando un hilo de burbujas por el hocico. Y de cuando en cuando se acercaba al cristal, porque ella también podía intuir a los visitantes y sin duda era curiosa.

Hoy, sin embargo, el animal no estaba. Bruna y el memorista esperaron un rato, con las narices heladas y el resplandor azulísimo del agua bailando sobre sus rostros. Pero Melba no venía. Así que se subieron a la cinta de salida, que era mucho más corta y más rápida, y emergieron de la grieta al paisaje polar. Con su excelente visión, Bruna consiguió localizar a Melba en el exterior. O más bien el culo de Melba, su redondo, lanudo y opulento trasero tumbado al amparo de unas rocas con cuya blancura se confundía.

– Mira. Está allí.

– ¿Dónde?

De todas las veces que Husky había venido al pabellón, ésta era la única que no había podido ver al animal. Mala suerte, Nopal, pensó con cierta alegría maliciosa: ya ves que a los reps no nos gustan nada los memoristas.

– Bueno. Vámonos fuera -dijo el hombre-. Estoy muerto de frío.

Entraron en la cafetería, deliciosamente tibia y luminosa bajo la cúpula transparente. Estaba medio vacía y se instalaron en una mesa junto a la curvada pared de thermoglass. Por encima de los hombros rectos y huesudos del memorista, Bruna podía ver un desfile de nubes atravesando rápidamente el cielo. Ahí afuera debía de hacer viento.

Era un establecimiento automatizado, así que le pidieron a la mesa dos cafés y al poco vino un pequeño robot con la comanda y con la cuenta, que ascendía a la exorbitante cantidad de 24 gaias. El Pabellón del Oso era de entrada libre, pero la cafetería era un atraco. Con razón no había nadie.

– ¡¿Cómo pueden cobrar esto por dos cafés?! ¡Y además en un local robotizado! -gruñó la detective.

– Es verdad. Pero gracias a eso estamos más tranquilos. Deja, yo te invito.

Nopal pagó y durante un rato se dedicaron a tomarse sus consumiciones en silencio. Uno podía entretenerse mucho con un café. Había que abrir el azúcar, echarlo en la taza, revolverlo. También podías soplar sobre el líquido, haciendo suaves ondas, para enfriarlo. Y jugar con la cucharilla repartiendo la espuma. Bruna desenvolvió la pequeña galleta que venía en el platillo y le dio un mordisco. La hora de comer estaba próxima, pero no tenía hambre: había desayunado demasiado. El lugar era bonito y no se estaba mal así, sin decir palabra, tomando café plácidamente. Casi como una familia de humanos. O como uno de esos matrimonios que llevaban décadas juntos. El rostro desencajado y espectral de la agonizante Valo inundó de pronto su memoria. Bruna se estremeció. Melba, la osa replicante, ¿tendría su TTT cuando cumpliera una década?

– ¿Tú crees que la osa también se morirá? -preguntó.

– Todos nos vamos a morir.

– Sabes a lo que me refiero.

Nopal se frotó los ojos con gesto cansado.

– Si preguntas por el TTT, parece ser que sí. Por lo que se ve la vida media de los animales replicantes es un poco más breve que la tuya, sólo ocho años. Pero cuando muera esta Melba, producirán otra. Una infinita cadena de Melbas en el tiempo. Todo esto lo he leído mientras te esperaba. Toma.

Nopal se sacó del bolsillo un folleto del pabellón y lo arrojó sobre la mesa. Bruna lo miró sin tocarlo: había una foto tridimensional de la osa. Una mala impresión, un folleto barato. Cuatro años y tres meses y dieciocho días. La detective apretó las mandíbulas, agobiada. Muy a menudo, varias veces al día y, desde luego, cada vez que se sentía nerviosa, se ponía a hacer cálculos mentales del tiempo que le quedaba hasta la fatídica frontera de los diez años. Era un tic, una manía que la desesperaba, pero no podía evitar que la cabeza se le disparara con la cuenta atrás. Cuatro años y tres meses y dieciocho días. Eso era todo lo que le quedaba por vivir. Quería parar, quería dejar de contar, pero no podía.

– Estás muy guapa, Bruna. Muy elegante -dijo el memorista.

La rep se sobresaltó. Por alguna razón, las palabras del hombre cayeron sobre ella como una reprimenda. De golpe se sintió demasiado vestida. Ridícula con su mono brillante y su collar de oro. Enrojeció.

– Tengo… tengo una cita luego, por eso voy así.

– ¿Una cita amorosa?

Se miraron a los ojos, Nopal impávido, Husky desconcertada. Pero su desconcierto dio rápidamente paso a un hervor de ira.

– No creo que te interese con quién me cito, Nopal. Y nosotros hemos venido aquí para algo más que para hablar de tonterías. Dijiste que tenías noticias para mí.

El hombre sonrió. Una pequeña mueca fría y suficiente. Bruna le odió.

– Pues sí. No me preguntes cómo, pero he dado con uno de los memoristas piratas que escriben los implantes ilegales. Y resulta que este tipo me debe algún favor. Tampoco preguntes. El caso es que está dispuesto a hablar contigo cuando regrese a la ciudad. Está de viaje. Pero te recibirá dentro de cuatro días… el viernes a las 13:15. Te paso la dirección… Espero que seas buena interrogando, porque es un individuo bastante correoso.

Bruna verificó que los datos habían llegado a su móvil.

– Gracias.

En la gran pantalla que había sobre la barra se veía una escena tumultuosa, sangre, llamas, carreras, policías. El sonido general estaba quitado, así que no pudo saber dónde era. Tampoco importaba mucho, la verdad. Era una más de las habituales escenas de violencia de los informativos.

– Y hay otra cosa… Algo que recordé después de nuestra cita en el museo…

Nopal calló con aire dubitativo y Bruna aguardó expectante a que siguiera hablando.

– No sé si tendrá algo que ver, y ni siquiera estoy seguro de que sea verdad, pero lo cierto es que, cuando yo estaba en el oficio, entre los memoristas corría el rumor de que, hará unos veinticinco años, poco antes de la Paz Humana y de que se iniciara el proceso de unificación de la Tierra, la Unión Europea estaba desarrollando un arma secreta e ilegal que consistía en unas memorias artificiales… para humanos.

– ¡Para humanos!

– Y también para tecnos, pero sobre todo para humanos. De ahí que fuera un proyecto clandestino. El caso es que supuestamente los implantes captaban la voluntad del sujeto y le obligaban a hacer cosas…

– Un programa de comportamiento inducido.

– Eso es. Y, a las pocas horas, la memoria mataba al portador. Este detalle es lo que me hizo pensar en su posible relación con los casos actuales… Pero esa vieja historia también puede ser una leyenda urbana. Si te fijas, tiene todos los ingredientes: un implante de memoria que en vez de ser para tecnos es para humanos y que secuestra tu voluntad y luego acaba contigo… Responde muy bien a los miedos inconscientes, ¿no?

La pantalla del local seguía abarrotada de imágenes convulsas. Ahora aparecían unos tipos con túnicas color ceniza, rostros pintados de gris y una pancarta que decía: «3-F-2109. El fin del mundo se acerca. ¿Estás preparado?» Eran esos chiflados de los apocalípticos. Últimamente andaban muy activos porque su profeta, una fisioterapeuta ciega llamada la Nueva Casandra, había pronosticado en su lecho de muerte, medio siglo atrás, que el fin del mundo llegaría el 3 de febrero de 2109, es decir, en menos de dos semanas. Bruna frunció el ceño: a juzgar por las imágenes, los apocalípticos estaban soltando sus soflamas justo enfrente de la sede del MRR.

– Perdona un momento -dijo a Nopal.

Pasó el móvil por el ojo cobrador de la mesa, pagó veinte céntimos, sacó uno de los minúsculos altavoces del dispensador y se lo metió en el oído. Oyó los cánticos de los apocalípticos y, por encima, la voz del periodista que decía: «… impresión de esta tragedia que vuelve a sacudir al Movimiento Radical Replicante. Desde Madrid, Carlos Dupont.» E inmediatamente comenzó el bloque de publicidad. Bruna se quitó el audífono, desalentada y algo inquieta. ¿Estarían hablando todavía de la muerte de Chi? ¿O se trataba de otra cosa? Miraría las noticias en el móvil en cuanto dejara al escritor.

– ¿Por qué te sigue? -preguntó el memorista.

– ¿Qué?

– Ése.

Bruna se volvió en la dirección marcada por el dedo de Nopal. Sintió una sacudida en el estómago. Paul Lizard estaba sentado en una de las mesas del fondo. Sus miradas se cruzaron y el inspector hizo un pequeño movimiento con la cabeza en señal de saludo. La rep se enderezó en el asiento. La sangre le hervía en las mejillas. Todavía le parecía notar sobre la nuca los ojos del tipo.

– ¿Por qué dices que me sigue? -preguntó, intentando en vano que su voz sonara normal.

– Le conozco. Lizard. Un maldito y perseverante perro de presa. Estuvo dándome la lata cuando… cuando lo mío.

– Entonces a lo mejor eres tú su objetivo.

– Entró en el pabellón detrás de ti.

Bruna se ruborizó un poco más. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de que llevaba una sombra? Estaba perdiendo facultades. O tal vez el encuentro con la moribunda Valo le hubiera removido demasiadas cosas. Valo. Una piedra negra le pesó en el pecho. Un oscuro barrunto de desgracia. La rep se puso en pie.

– Gracias por todo, Nopal. Te tendré informado.

Caminó con decisión hacia la salida y, al pasar junto a la mesa del inspector, se agachó brevemente y susurró a su oído:

– Voy a la sede del MRR. Por si me pierdes.

– Muchas gracias, Bruna -contestó el hombretón.

Y sonrió, granítico.


Nopal se quedó mirando a Bruna mientras se alejaba. Vio cómo se detenía un instante junto a Lizard, cómo le decía algo al oído y luego proseguía hacia la salida con su paso ligero y seguro. Era una criatura hermosa, una máquina rápida y perfecta. Medio minuto después, el inspector se levantó y salió detrás de la rep, grande y recio, con sus andares algo bamboleantes de marino en tierra. Era justo la antítesis del cuerpo de látigo de Bruna, pensó Nopal.

El suave tamborileo sobre su cabeza le hizo advertir que había empezado a llover. Las gotas caían sobre la cúpula transparente y luego trazaban rápidos caminos de agua en la cubierta. Un pálido resplandor se colaba por una grieta entre las nubes, y el cielo era un enredo de brumas en todos los tonos posibles del gris. Era un cielo perfecto para sentirse triste.

La tristeza era un verdadero lujo emocional, se dijo el memorista. Durante muchos años él no se había podido permitir ese sentimiento tranquilo y pausado. Cuando el dolor que se experimenta es tan agudo que uno teme no poder soportarlo, no hay tristeza, sino desesperación, locura, furia. Algo de esa desesperación adivinaba en Bruna, algo de esa pena pura que abrasaba como un ácido. Claro que él jugaba con ventaja a la hora de intuir sus sentimientos. Él la conocía. O, más bien, la reconocía.

En sus años de memorista, Nopal siempre había actuado del modo que explicó a la rep en el Museo de Arte Moderno: intentaba construir existencias sólidas, compensadas, con cierta apariencia de destino. Vidas de algún modo consoladoras. Sólo una vez se había saltado esa norma personal no escrita, y fue en el último trabajo que hizo, cuando ya sabía que le expulsaban de la profesión. Y esa memoria la llevaba Bruna. La Ley de la Memoria Artificial de 2101 prohibía taxativamente que los escritores supieran a qué tecnohumanos concretos iban a parar sus implantes y viceversa; se suponía que era un conocimiento que podía generar numerosos abusos y problemas. Pero el trabajo de Bruna había sido excepcional en todos los sentidos; era una memoria mucho más amplia, más profunda, más libre, más apasionada, más creativa. Era la obra maestra de la vida de Nopal, porque, además, era precisamente su propia vida. En una versión literariamente recreada, desde luego… Pero las emociones básicas, los acontecimientos esenciales, todo eso estaba ahí. Y, como uno es lo que recuerda, de alguna manera Bruna era su otro yo.

Desde el mismo momento en que entregó el implante, Pablo Nopal intentó descubrir al tecnohumano que lo llevaba. Sólo sabía que era un modelo femenino de combate y su edad aproximada, con una variabilidad de unos seis meses. Él hubiera preferido que hubiera sido varón y un modelo de cálculo o de exploración, que eran los que permitían más creatividad y refinamiento, pero las especificaciones las fijaban las plantas de gestación y Nopal se amoldó. De todas formas había sido libérrimo al crearla: se había saltado todas las reglas del oficio. Pobre Husky: al ser su última obra, había recibido el regalo envenenado de su dolor.

Durante los seis años que Nopal llevaba buscándola, había investigado a decenas de tecnohumanas. La única manera de poder encontrar a la receptora de su memoria era hablar con ellas e intentar sonsacarles su trasfondo, de modo que se convirtió en un merodeador de reps de combate. Descubrió que a algunas tecnos les producían morbo los memoristas y terminó cogiéndole el gusto a esas mujeres atléticas y rápidas de cuerpos perfectos. Se acostó con unas cuantas androides, pero sólo intimó de verdad con una: Myriam Chi. Que además no era una rep de combate, sino de exploración: la conoció mientras él estaba frecuentando a una militante del MRR. De manera que su relación con Chi estuvo libre de consideraciones utilitarias. Era una mujer muy especial: su memorista, fuera el que fuese, había hecho una verdadera obra de arte. Terminaron siendo amigos y le habló de su búsqueda. Ella le hizo prometer que no diría nada a la androide cuando la encontrase, pero le ayudó. Gracias a Chi había llegado a confeccionar una lista de las reps que le quedaban por explorar: eran 27, y Husky estaba entre ellas. Cuando la detective le había hablado de Myriam en el museo, Nopal no había sabido discernir si Chi se la había mandado para ayudarle a él, o para que él ayudara a Bruna en su investigación. Tenía pensado llamar a la líder del MRR y preguntárselo, pero la mataron antes de poder hacerlo.

La mataron, se repitió el hombre, sintiendo que el hiriente filo de la palabra le cortaba la lengua.

También el padre de Nopal había sido asesinado una noche por un delincuente cuando el memorista tenía nueve años. Ése era uno de los núcleos de dolor que le había implantado a la detective. Pero en la vida del escritor las cosas habían sido todavía más duras, porque un par de meses más tarde su madre se suicidó. Después llegó el año que pasó en el orfanato, y cuando ya creía haber descendido a lo más hondo del infierno, apareció su tío y lo adoptó; y ahí aprendió que siempre puede haber algo peor.

Nopal se removió en el asiento, sintiéndose demasiado próximo al abismo. Cada vez que pensaba en su infancia, recordaba a aquel niño, Pablo, como si no fuera él, sino una pobre criatura de la que le hubieran hablado tiempo atrás. Sabía que habían pegado a aquel niño, y que le metían durante días en un sótano a oscuras, y que el crío estaba aterrorizado. Pero no guardaba ninguna memoria del interior de aquellas vivencias, de las tinieblas interminables del mugriento sótano, de la humedad al orinarse encima, del dolor de las quemaduras. Dentro de la cabeza de Nopal, ese niño que no era del todo él todavía seguía encerrado y maltratado. Con sólo acercarse a ese pensamiento, la pena le llenaba los ojos de lágrimas y la angustia se le agarraba a la garganta como un perro de presa, impidiéndole respirar con normalidad. Por eso Nopal intentaba no pensar y no recordar.

El escritor no sabía muy bien por qué había suavizado sus experiencias a la hora de verterlas en la memoria de Bruna. Quizá por compasión a la replicante, que venía a ser como una edición a tamaño natural de ese pequeño Pablo que llevaba dentro. O quizá un prurito profesional le hizo temer que, de ponerlo todo, el relato parecería exagerado y poco verosímil. O tal vez calló cosas porque el verdadero dolor es inefable. Aun así, dotar a la rep de sus propios recuerdos le había servido a Nopal para aligerar el peso de su pena. No sólo porque, en cierto modo, había traspasado parte de sus desgracias a otro, sino, sobre todo, porque existía ese otro, porque había alguien que era como él. Porque ya no estaba solo.

La soledad era peor que el encierro, peor que el sadismo de los compañeros del orfanato, peor que los golpes y las heridas, incluso peor que el miedo. Nopal se había quedado completamente solo a los nueve años, y la soledad absoluta era una experiencia inhumana y aterradora. Desde el asesinato de su padre, el memorista no había vuelto a ser necesario ni importante para nadie. Nadie le echaba de menos. Nadie le recordaba. Ni siquiera su madre había pensado en él cuando se suicidó. Era lo más parecido a no existir. Pero esa replicante era en gran medida como él, tenía parte de sus memorias e incluso poseía objetos reales que provenían de la infancia de Nopal. Esa criatura, en fin, era más que una hija, más que una hermana, más que una amante. Nunca habría nadie que estuviera tan cerca de él como esa androide.

La tarde del museo, cuando por fin había obtenido la confirmación de la identidad de Bruna y del término de su búsqueda, se le había puesto la piel de gallina. Había sido un momento hondamente conmovedor, pero por fortuna había conseguido disimularlo: llevaba toda la vida aprendiendo a ocultar sus emociones. Nopal se había sentido instantáneamente atraído por la rep. Era hermosa, era fiera, era dura y doliente y ardía en su interior igual que ardía él. Le pareció fascinante desde el primer momento, quizá porque intuyó la semejanza, y cuando al fin confirmó que ella era ella, aún le gustó más. Pero no podía ceder a esa pulsión narcisista, se dijo el memorista. No podía hacerle el amor a la replicante.

Sería un acto contra natura, algo incestuoso y enfermizo.

Y el memorista, contra lo que muchos pudieran pensar, se consideraba un hombre altamente moral, casi un puritano. Sólo que sus valores morales solían ser distintos de los de los demás.

No, era mejor seguir así, se dijo Nopal: cuidaría de ella desde lejos como cuidaría de su criatura un dios benévolo. E intentaría disfrutar de ella, del alivio del dolor que le procuraba la existencia de Bruna, durante los pocos años que le quedaban de vida. El memorista suspiró, envuelto en una pena delicada. La cafetería estaba vacía y sólo se escuchaba el blando golpeteo de la lluvia. Era un día perfecto para experimentar la melancolía de lo imposible. Nunca podría decirle a Bruna quién era él. Nunca podría tenerla entre sus brazos y amarla como sólo él sabría hacerlo. Ah, qué refinado lujo era la tristeza.


Bruna acababa de salir del Pabellón del Oso cuando recibió una llamada de Habib.

– Precisamente estoy yendo para allá. ¿Podemos vernos?

El bien proporcionado rostro del androide estaba deformado por la angustia.

– ¡Ni se te ocurra aparecer! Es peligroso.

– ¿Peligroso?

– Por los manifestantes. Ha llegado ya la policía, pero no me fío. Parece que hay agresiones a los reps en toda la ciudad.

– ¿Agresiones?

Habib la miró con expresión desorbitada.

– Pero ¿no sabes nada?

– ¿Nada? -dijo Bruna sin poderlo evitar.

Y se sintió profundamente imbécil repitiendo como un loro todo lo que el hombre decía.

– Husky, ha pasado algo terrible, ha, ha…

Estaba tan trastornado que parecía atragantarse con las palabras.

– Valo se ha… Ha hecho estallar una bomba en una cinta rodante. Hay muchos muertos. Muertos humanos. Y niños.

Bruna sintió que se le helaba el espinazo. Y de pronto se dio cuenta de que, a su alrededor, todas las pantallas públicas emitían imágenes parecidas de sangre y degollina.

– Pero ¿cómo…? ¿Y ella? ¿Llevaba el explosivo encima?

– Sí, claro. Se ha inmolado. ¿Recuerdas lo que hablamos, Husky? Esto es horrible… Necesitamos descubrir lo que sucede… ¡Investiga a Hericio! Nos han dicho que ha pedido un Permiso de Financiación y que está intentando conseguir fondos para el partido… ¡Prepara algo! Por el gran Morlay, Husky, tenemos que hacer algo o acabarán con todos nosotros… Escucha, tengo que dejarte. Parece que los supremacistas están intentando asaltar la sede. Ten cuidado. Los humanos están furiosos.

El rostro de Habib desapareció. Bruna conectó con las noticias en su móvil. De nuevo las llamas, la confusión, los gritos, los cuerpos deshechos que los servicios sanitarios transportaban. Pero ahora la detective sabía lo que estaba viendo. El destrozo provocado por Valo Nabokov. Venganza, había dicho.

Los informativos hablaban de la ola de violencia antirrep que se había desatado en toda la Región. Los supremacistas, armados con palos y cuchillos, rodeaban amenazadoramente el MRR. A Bruna le pareció que el movimiento de repulsa de los humanos estaba demasiado bien organizado para ser espontáneo. Por todas las malditas especies, ¡si los supremacistas hasta llevaban pancartas tridimensionales! De nuevo le desasosegó la aborrecible sospecha de una conspiración en la sombra.

Sintió el peso de una mirada sobre ella y alzó la cabeza. Un niño pequeño la contemplaba con cara de susto. Cuando sus ojos se cruzaron, el crío se abrazó a las piernas de su madre y se puso a llorar. La mujer intentó apaciguarlo, pero se notaba que tenía tanto miedo como su hijo. Bruna echó una ojeada en torno suyo: los humanos la evitaban. Se cambiaban de acera.

Consternación. No es que Bruna fuera una idealista partidaria de la convivencia feliz entre las especies; de hecho, no creía en la felicidad y menos aún en la convivencia. Pero detestaba la violencia: en los años de servicio militar había tenido suficiente para toda su vida. Ahora sólo quería tranquilidad. Quería que la dejaran en paz. Y una sociedad al borde de los disturbios civiles no era el entorno más indicado para eso.

Cuatro años, tres meses y dieciocho días.

No conseguía quitarse de la cabeza el rostro marchito y alucinado de Valo Nabokov. Moribunda y mortífera. Lo peor era que hubieran fallecido niños. Los humanos se volvían locos si les tocaban a sus niños. A esos hijos que los replicantes jamás podrían tener.

Cuatro años, tres meses y dieciocho días.

La detective se sentía en el lomo de una avalancha. Sentía que cabalgaba sobre una masa deslizante que se precipitaba a los abismos, agrandándose exponencialmente a cada minuto y engullendo cuanto hallaba a su paso. Apenas había transcurrido semana y media desde que Caín intentó estrangularla, y desde entonces las cosas habían adquirido una desmesura y una velocidad aterradoras.

Cuatro años, tres meses y dieciocho días.

¡Basta, Bruna!, se imprecó mentalmente. Basta de esta letanía mecánica, de este nerviosismo y esta angustia. La detective continuaba parada en medio de la calle, y los viandantes se abrían a su paso como un mar partido por una roca. Todos eran humanos: los tecnos debían de estar escondidos bajo las camas. Los humanos la miraban y temblaban. La miraban y susurraban. La miraban y la odiaban. Había un monstruo reflejado en los ojos de esos hombres y esas mujeres, y el monstruo era ella. Echó de menos a Merlín con aguda añoranza: si él viviera aún, ella tendría adónde ir.

Cuatro años, tres…

Ah, calla ya, replicante estúpida, se dijo sacudiendo la cabeza. De pronto advirtió que tenía hambre. El estómago del monstruo estaba vacío.

Tomó el tram para ir al bar de Oli y en cuanto se instaló en la parte de atrás, el resto de los pasajeros empezaron a emigrar hacia la mitad delantera del vehículo, algunos con descaro y a toda prisa, otros con tonto disimulo, moviéndose un pasito cada vez, como en aquel viejísimo juego humano del escondite inglés. Dos paradas más tarde, la androide estaba totalmente sola en su mitad del tranvía y los demás viajeros se apiñaban delante. Podría ponerse lentillas, pensó Bruna. Desde luego podría disfrazarse, usar una peluca y cubrir sus pupilas verticales para evitar el temor y el furor de los humanos. No era difícil hacerlo, y sin duda debía de haber tecnos enmascarados. Tal vez alguno de los tipos que se habían apresurado a emigrar al otro lado del tram fuera un rep camuflado y obligado a comportarse como los demás para no delatarse. Qué humillación. No, ella no se disfrazaría jamás por miedo, decidió. Ella no fingiría ser quien no era.

En ese momento el tranvía aéreo se detuvo abruptamente junto a una de las escaleras de emergencia. Las puertas se abrieron y una voz robotizada ordenó la evacuación inmediata. Era una grabación de Riesgo/1: sobre un melodioso fondo de arpas que había sido supuestamente diseñado para tranquilizar, la suave voz repetía Desalojad el tram, calma y rapidez, peligro inminente con el mismo tono banal con que leería los resultados de la Lotería Planetaria. A Bruna las grabaciones de Riesgo siempre le parecieron contraproducentes y ridículas: cada vez que la gente escuchaba la musiquilla de arpas entraba en pánico. El tropel de viajeros saltó desordenadamente a la plataforma de emergencia y empezó a bajar por las escaleras atropellándose los unos a los otros en sus ansias por poner distancia con la androide. De pronto se escuchó un estallido algo más abajo, chillidos, golpes. Luego llegó el humo, un olor apestoso y las noticias que se iban pasando a gritos los viajeros: «¡No son reps, tranquilos, sólo es un Ins, un Ins que se ha matado!» Prefieren a esos malditos tarados terroristas antes que a nosotros, pensó Bruna. Jodido mundo de mierda.

Cuando la gruesa mulata la recibió con su sonrisa de siempre, Bruna comprendió que no había sido sólo el hambre física lo que le había llevado hasta el bar de Oli, sino también la necesidad de encontrar un rincón intacto, un pequeño refugio de normalidad.

– Hola, Husky. Sólo faltabas tú.

Oli señaló con la barbilla hacia el fondo de la barra y Bruna vio a Yiannis y a RoyRoy, la mujer-anuncio. Y, de alguna manera, no se sorprendió de verlos juntos. Se acercó hasta ellos. Del cuerpo de la mujer salía una especie de murmullo apagado, un susurro en sordina:

– Texaco-Repsol, siempre a su servicio…

– ¿Te has fijado? Se me ha ocurrido a mí. Así molesta mucho menos -dijo Yiannis.

Las pantallas publicitarias estaban tapadas con varias láminas de poliplast aislante autoadhesivo.

– Es que era un martirio -remachó el viejo.

– Lo siento -dijo la mujer.

Pero lo dijo sonriendo.

Sin preguntar, Oli sirvió cervezas para todos y colocó encima del mostrador una fuente de bocaditos variados.

– Los acabo de sacar del horno. No dejéis que se enfríen. Y dime, Husky, ¿cómo están las cosas?

– Parece que mal.

RoyRoy ensombreció el gesto.

– Han atacado a un hombre-anuncio, a un compañero tecno. Le han prendido fuego y no se sabe si vivirá. La empresa ha mandado a casa a todos los tecnos-anuncio. Dicen que es por su seguridad, pero en realidad es un despido.

– ¿Conocías a esa Nabokov? -preguntó Yiannis.

– Sí. Y la vi poco antes del atentado. Se le había disparado el TTT y estaba muriéndose y totalmente enloquecida. Debía de tener un tumor cerebral.

– Es una tragedia -rumió Yiannis con pesadumbre.

En la pantalla del bar se veía una carga policial contra los manifestantes que rodeaban el MRR. A la derecha de la imagen estaba Hericio, el líder del Partido Supremacista Humano, que estaba siendo nuevamente entrevistado.

– Y lo que es inadmisible es que nuestra policía proteja a esos engendros y ataque a nuestros chicos, en vez de defender a los humanos de estos asesinos que por ahora, porque seguro que morirá alguno de los heridos, han matado a siete personas, entre ellos tres niños…

¡Siete víctimas! Y tres menores. Bruna se estremeció ante la enormidad. Ay, Valo, Valo. Qué acto tan terrible. Y, mientras tanto, ahí estaba otra vez José Hericio apareciendo oportunamente en escena y aprovechándose del drama. Pensó en las palabras de Habib y en la intuición de Myriam sobre la implicación del líder del PSH. No parecía una sospecha disparatada.

– Habría que investigar un poco a estos supremacistas… Tengo que encontrar la manera de acercarme a ellos… -dijo con la boca llena de un sabroso pastelito de sucedáneo de perdiz.

– Hay… hay un bar en la plaza de Colón en el que sé que paran -dijo RoyRoy, titubeante-. Bueno, ya sabes que con esto de los anuncios me paso el día en la calle. Una vez tuve un problema delante de ese bar y luego me enteré de que era un local de supremacistas. Con mi trabajo tienes que saber muy bien dónde te metes, así que me hago una lista de sitios buenos y de sitios que debo evitar. Y ése es de los de evitar. Toma, te paso la dirección. Se llama Saturno. Pero ten cuidado. Si se te ocurre aparecer ahora por ahí, no sé qué puede pasar. A mí me dieron mucho miedo.

– Y es justamente por este desamparo que la gente siente por lo que el pueblo se está armando y asumiendo su propia defensa. Una actitud legítima y absolutamente necesaria, dado el absentismo de las autoridades… -clamaba enfáticamente Hericio desde la pantalla.

– Oli, por favor, quita eso, te lo ruego… -pidió Bruna.

La mujer bisbiseó algo a la pantalla y la imagen cambió inmediatamente a una plácida panorámica de delfines nadando en el océano.

– ¿Qué pasa? ¿Te molesta escuchar las verdades? -graznó una voz nerviosa y pituda.

El silencio se extendió por el bar como un cubo de aceite derramado. Bruna siguió masticando. Sin moverse, de refilón, mirando a través de las pestañas, estudió al tipo que acababa de hablar. Un humano pequeño y bastante esmirriado. Posiblemente algo borracho. Estaba junto a ella, a cosa de un metro de distancia.

– ¿Te molesta saber que estamos hartos de aguantaros? ¿Que no vamos a dejar que sigáis abusando de nosotros? Y, además, ¿qué haces tú aquí? ¿No te has dado cuenta de que eres el único monstruo?

Cierto: ella era el único rep que había en el bar. Le pegó un mordisco a otro canapé. El hombre vestía pobremente y tenía pinta de obrero manual. Cuando hablaba tensaba todo el cuerpo y se ponía de puntillas, como si quisiera parecer más grande, más amenazador. Casi sintió pena: podía tirarle al suelo de un sopapo. Pero los cementerios estaban llenos de personas demasiado confiadas en sus propias fuerzas, así que la rep analizó con cautela profesional todas las circunstancias. Primero, la salida. El tipo le bloqueaba el camino hacia la puerta, pero en el peor de los casos ella podría saltar sin problemas al otro lado del mostrador, que además le ofrecería un refugio perfecto. Lo más preocupante, por lo insensato, era que un hombrecillo así se atreviera a encararse con una rep de combate. ¿Estaría armado? ¿Tal vez una pistola de plasma? No tenía el aspecto de llevar un cacharro semejante y no le veía el arma por ningún lado. ¿O quizá no estaba solo? ¿Habría otros secuaces suyos en el bar? Hizo un rápido barrido por el local y desechó también esta posibilidad: conocía a casi todos de vista. No, era simplemente un pobre imbécil algo borracho.

– Lárgate, monstruo asqueroso. Márchate y no vuelvas. Os vamos a exterminar a todos como ratas.

Sí, desde luego lo más inquietante era que un tipejo así se sintiera lo suficientemente seguro y respaldado como para insultar a alguien como ella. Bruna no quería enfrentarse con él, no quería hacerle daño, no quería humillarlo, porque todo eso no haría sino potenciar su delirio paranoico, su furia antitecno. Prefería esperar a que se aburriera y se callara. Pero el hombrecito se iba poniendo cada vez más colorado, más furioso. Su propia rabia le iba enardeciendo. De repente dio un paso adelante y lanzó a Bruna un desmañado puñetazo que la rep no tuvo problema en esquivar. Vaya, pensó fastidiada, no voy a tener más remedio que darle ese sopapo.

No hubo necesidad. Súbitamente se materializó junto a ellos una muralla de carne. Era Oli, que había salido del mostrador y ahora abrazaba al tipo por detrás y lo levantaba en vilo como quien alza un muñeco.

– La única rata que hay aquí eres tú.

La gorda Oliar llevó al pataleante hombrecito hasta la puerta y lo arrojó a la calle.

– Como vuelva a ver tu sucio hocico por aquí, te lo parto -ladró, alzando un amenazador y rechoncho índice.

Y luego se volvió y miró a su parroquia con gesto de desafío, como quien aguarda alguna protesta. Pero nadie dijo nada y la gente incluso parecía bastante de acuerdo.

Oli se relajó y una sonrisa iluminó su cara de luna mientras regresaba con paso bamboleante al mostrador. Bruna nunca la había visto fuera de la barra: era verdaderamente inmensa, colosal, aún mucho más enorme en sus extremidades inferiores que en la majestuosa opulencia que asomaba por arriba. Una diosa primitiva, una ballena humana. Tan gigantesca, de hecho, que la androide se preguntó por primera vez si no sería una mutante, si ese desaforado cúmulo de carne no sería un producto del desorden atómico.

Apenas se habían calmado dentro del local las erizadas ondas de inquietud que provoca todo incidente cuando se escuchó cierto barullo fuera. De primeras, la rep pensó que era alguna maniobra del hombrecillo recién expulsado, de modo que se acercó a la puerta del bar a ver qué pasaba. A pocos metros, una mujer pelirroja chillaba y se retorcía intentando soltarse de las garras de un par de policías fiscales, los temidos azules. Una niña pequeña de no más de seis años lo miraba todo con ojos enormes y aterrados, abrazada a un sucio conejo de peluche. Una tercera azul se acercó y la cogió de la mano. Fue un movimiento imperioso: literalmente arrancó del muñeco la manita de la niña. La cría se puso a llorar y la mujer pelirroja también, blandamente, desistiendo de golpe de su impulso de lucha, como si las lágrimas de la pequeña, sin duda su hija, hubieran sido la señal de la rendición. Los policías se las llevaron a las dos calles arriba mientras los peatones miraban de refilón, como si se tratara de una escena un poco bochornosa, algo que avergonzara contemplar directamente.

Polillas. Pobre gente -dijo Yiannis a su lado.

Bruna cabeceó, asintiendo. Casi todos los polillas tenían hijos pequeños; si se arriesgaban a vivir de modo clandestino en zonas de aire limpio que no podían pagar, era por el miedo a los daños innegables que la contaminación producía en los críos. Como las polillas, abandonaban ilegalmente sus ciudades apestosas de cielo siempre gris y venían atraídos por la luz del sol y por el oxígeno, la inmensa mayoría para quemarse, porque la policía fiscal era de una enorme eficacia. En la pobreza de sus ropas, la mujer y la niña se parecían al hombrecillo que la había insultado dentro del bar. De ese estrato de desposeídos y desesperados se nutrían el fanatismo y el especismo.

– En la primera detención, deportación y multa; si reinciden, hasta seis años de cárcel -dijo Yiannis.

– Es repugnante. Da vergüenza pertenecer a la Tierra -gruñó Bruna.

– Cuneta fessa -murmuró el archivero.

– ¿Cómo?

– Octavio Augusto se convirtió en el primer emperador romano porque la República le otorgó inmensos poderes. ¿Y por qué hizo eso la República, por qué se suicidó para dar paso al Imperio? Tácito lo explicaba así: Cuneta fessa. Que quiere decir: Todo el mundo está cansado. El cansancio ante la inseguridad política y social es lo que llevó a Roma a perder sus derechos y sus libertades. El miedo provoca hambre de autoritarismo en las personas. Es un pésimo consejero el miedo. Y ahora mira alrededor, Bruna: todo el mundo está asustado. Vivimos momentos críticos. Tal vez nuestro sistema democrático esté también a punto de suicidarse. A veces los pueblos deciden arrojarse al abismo.

– Un estupendo sistema democrático que envenena a los niños que no tienen dinero.

– Un asqueroso sistema democrático, sí, pero el único que existe en el Universo. Al menos, en el Universo conocido. Los omaás, los gnés y los balabíes poseen gobiernos aristocráticos o dictatoriales. En cuanto a Cosmos y Labari, son dos estados totalitarios y terribles. Nuestra democracia, con todos sus fallos, es un logro inmenso de la Humanidad, Bruna. El resultado de muchos siglos de esfuerzo y sufrimiento. Escucha, el mundo se mueve, la sociedad se mueve, y cuanto más democrática, más movilidad y más capacidad para cambiarla. En la Tierra hemos pasado un siglo atroz; la Unificación sólo fue hace catorce años; nuestro Estado es joven y complejo, el primer Estado planetario, nos estamos inventando sobre la marcha… Podemos mejorar. Pero para eso tenemos que creer en las posibilidades de la democracia, y defenderla, y trabajar para perfeccionarla. Ten confianza.

Cuatro años, tres meses y dieciocho días.

– No creo que esa niña pueda ver los cambios antes de que el aire la enferme irreversiblemente -dijo Bruna con un nudo de congoja apretándole el pecho.

Y, tras unos segundos de pesado silencio, repitió, furiosa:

– No, ella no los verá. Y yo tampoco.


Una hora después, la detective salió del bar y se detuvo unos instantes para otear el panorama. Había dejado de llover y el sol intentaba asomar la cabeza entre las nubes. Eran las seis de la tarde de un lunes, pero las calles estaban inusualmente vacías y las pocas personas visibles, todas humanas, caminaban demasiado deprisa. No era un día para pasear. Sobre la ciudad parecía cernirse un vago presentimiento de peligro.

La rep llamó a Habib. El atribulado rostro del hombre apareció enseguida.

– ¿Cómo están las cosas por el MRR?

– Mejor, supongo. La policía cargó y ya no hay supremacistas delante de la puerta. Pero todo es un asco.

– Una pregunta, Habib: vuestros espías, ¿conocen un bar que se llama Saturno?

– Ya lo creo. Es un nido de víboras. La sede del PSH está cerca y todos los extremistas humanos se reúnen ahí. ¿Por qué?

– Por nada. Estaba pensando en cómo acercarme a Hericio, tal y como decías.

– Sí, estaría bien. Pero ten mucho cuidado. No creo que sea el mejor día para ir por allí.

– Lo sé. Ah, sí, sólo una cosa más… ¿qué le dijiste a Nabokov?

– ¿Cómo?

– Cuando me la encontré, Nabokov repetía que tú le habías contado algo… «Habib me lo dijo, Habib me lo dijo…» Algo que obviamente la desazonó mucho…

El hombre alzó las cejas con gesto de desconcierto.

– No tengo ni idea de qué me hablas. No le dije nada. Creo que ni siquiera hablé con ella después de la muerte de Myriam. ¡Últimamente todo ha sido tan caótico! Estaría delirando… Al final estaba totalmente fuera de sí.

– ¿Se sabe algo de su autopsia?

– Aún es pronto. Pero lo raro es que no la han llevado al Anatómico Forense. No sabemos qué ha hecho la policía con el cuerpo de Valo. Nuestros abogados van a presentar una queja formal.

– Qué extraño…

– Sí, todo es demasiado extraño en este asunto -dijo Habib con voz ahogada.

Bruna cortó la comunicación desasosegada. ¿Le habrían metido también a la moribunda Valo una memoria adulterada? ¿Un programa de comportamiento inducido que incluyera las alucinaciones, una supuesta conversación con Habib, la idea criminal de poner una bomba? ¿Fue por eso por lo que mencionó la palabra venganza? ¿Y por qué estaba ocultando su cuerpo la policía?

– ¡Lárgate de Madrid, rep de mierda!

El grito insultante provenía de un coche particular que había pasado a su lado. Lo vio alejarse velozmente calle abajo y saltarse las luces de un cruce para no tener que detenerse. El conductor chillaba mucho, pero sin duda era un cobarde. O tal vez debería decirlo de otro modo: sin duda chillaba porque estaba asustado.

Bruna suspiró. Miró alrededor una vez más, buscando rastros de Lizard. No se le veía por ningún lado, pero la detective no se confió: todavía le escocía no haber advertido esa mañana que el inspector la estaba siguiendo. Claro que para él era muy fácil: en realidad bastaba con rastrear el ordenador móvil de la rep. Algo totalmente prohibido para todo el mundo, desde luego, pero por lo visto no para los inspectores de la Judicial. Menudencias legales que se saltaban alegremente. Por si acaso, la detective apagó el móvil y sacó la fuente de alimentación, que era la única manera de impedir que lo detectaran: quitar el chip de localización era un delito, y además estaba instalado de tal modo que era muy difícil llevar a cabo la operación sin destrozar el ordenador. Luego se dio una vuelta a la manzana para ver si alguien la seguía y, en efecto, creyó distinguir a una mujer joven y robusta que apestaba a policía y que debía de ser un perro de Lizard. La androide tenía varios métodos para intentar perder a una sombra y decidió usar el del metro. Como tuvo que pagar con dinero porque llevaba el móvil desconectado, la muy torpe de su perseguidora pasó por los controles de entrada mucho antes que ella y tuvo que quedarse al otro lado merodeando y disimulando malamente hasta que Bruna sacó su billete en las máquinas. Haciendo como si no se hubiera dado cuenta de su presencia, la rep se dirigió a uno de los andenes. Estaban en la estación Tres de Mayo, uno de los más complejos nudos de comunicación de la red subterránea, con cinco líneas de metro que se entrecruzaban. La androide esperó pacientemente la llegada del tren, mientras la chica robusta fingía ostentosos bostezos a unos cuantos metros de distancia (era una de las primeras cosas que te enseñaban en el Curso Elemental de Simulación: bostezar produce una instantánea sensación de ausencia de peligro en el perseguido, decía el instructor). Cuando el tren entró con un bramido de hierro en la estación, la rep subió y se instaló al final del convoy, apoyándose negligentemente contra la pequeña puerta de comunicación que había entre los vagones y que en este caso, al estar situada en el último coche, permanecía bloqueada. La de los bostezos estaba cuatro puertas más adelante. En el mismo instante que el metro se puso en marcha, Bruna sacó el descodificador de claves y en medio segundo desbloqueó el simplísimo mecanismo de la cerradura. Estaba saliendo la cola del tren de la estación cuando la rep abrió la puertecita y saltó a las vías. Procuró tirar de la hoja para que se cerrara detrás de ella, pero de todas maneras, aunque no hubiera conseguido hacerlo, para cuando la mujer policía llegara hasta el final del convoy no se atrevería a saltar desde un tren en franca aceleración. Por no hablar de la habilidad y del entrenamiento necesarios para caer bien y para no freírse con la línea de alta tensión. La androide dudaba de que un humano tuviera las aptitudes suficientes para hacerlo, salvo que fuera un humano con unas habilidades tan extraordinarias como un artista de circo.

Mientras el metro se alejaba en la oscuridad con un rebufo de aire caliente, Bruna regresó hacia la estación y subió por una escala al andén de la estación de Tres de Mayo. Una pareja de humanos de mediana edad dieron un respingo al verla emerger del túnel y emprendieron un patético trotecillo hacia la salida. La androide resopló con disgusto y se planteó la posibilidad de decirles algo: no se preocupen, no tienen por qué irse, no soy un peligro. Pero ya estaban demasiado lejos, y si se ponía a llamarles en voz alta y los seguía, lo mismo les provocaba un ataque de nervios. Tanto miedo por todas partes no podía llevar a nada bueno.

Cambió de línea, subió a otro vagón y salió del metro dos estaciones más allá. Frente a ella estaban las cúpulas de plástico multicolor del circo. No quería encender el móvil, de manera que tuvo que volver a pagar la entrada con dinero en efectivo, dando mentalmente gracias una vez más a la corrupción habitual de los gobernantes de la Tierra, que había hecho que el antediluviano papel moneda aún siguiera siendo legal y utilizado en todo el mundo, justamente por sus magníficas condiciones de anonimato e impunidad: era un dinero silencioso que no dejaba rastro de su paso, al contrario de las transacciones electrónicas.

La función estaba mediada y apenas había un cuarto de aforo. Bruna caminó de puntillas y se instaló en un lateral, lo más cerca posible de la zona de la orquesta. Era un lugar malísimo con una pésima visibilidad y todas las localidades de alrededor estaban vacías, de manera que su llegada no pasó inadvertida. En cuanto bajó el arco en una pausa de lo que estaba tocando, la violinista, que era la única mujer del grupo de seis músicos, miró a la rep con atención y luego saludó con un apenas perceptible cabeceo. Bruna respondió con un movimiento semejante y se acomodó con paciencia en el asiento. Tendría que esperar a que acabara el espectáculo. Los números se sucedían con la aburrida rutina de su falsa alegría. Era un circo mediocre, ni muy malo ni desde luego bueno, convencional y totalmente olvidable. Había un domador humano de perrifantes gnés, esos pobres animales alienígenas que tenían apariencia de galgo sin orejas, tamaño de caballo y cerebro de mosquito, pero que, ayudados por la diferencia de gravedad de la Tierra, eran capaces de dar asombrosas volteretas. Había una troupe de reps con diversos implantes biológicos; sus vientres eran pantallas de plasma y podían dibujar hologramas en el aire con las manos, esto es, con las microcámaras insertadas quirúrgicamente en la yema de los dedos. Y había el típico espectáculo sangriento de los kalinianos, una secta de chalados sadomasoquistas que copiaban rutinas de los magos del circo clásico, sólo que sin truco, porque amaban el dolor y el exhibicionismo; y así, se cortaban de verdad el cuerpo con cuchillos y atravesaban sus mejillas con largas agujas. A Bruna le parecían repugnantes, pero estaban de moda.

Los kalinianos cerraron la función. Mientras la pequeña orquesta se lanzaba a la chundarata final, a Bruna le pareció que Mirari estaba teniendo problemas para interpretar la pieza. El brazo izquierdo de la violinista era biónico y lo llevaba sin recubrir de carne sintética; era un brazo metálico y articulado como los de los robots de las ensoñaciones futuristas del siglo XX, y algo debía de estar sucediendo con ese implante, porque, cada vez que podía dejar de tocar por un instante, la mujer intentaba ajustarse la prótesis. Al fin acabó el espectáculo y se apagaron los deslavazados aplausos, y los músicos, Mirari incluida, desaparecieron rápidamente tras el escenario, para cierta sorpresa de la detective, que pensaba que al terminar la función la violinista se acercaría a hablar con ella.

Bruna saltó a la pista intentando no pisar las manchas de sangre de los kalinianos, cruzó las cortinas doradas y entró en la zona de camerinos. Encontró a Mirari en el tercer cubículo al que se asomó. Estaba golpeando furiosamente su brazo biónico con un pequeño martillo de goma.

– Mirari…

– ¡Es-ta-mier-da-de-pró-te-sis…! -silabeó la mujer fuera de sí sin dejar de atizarse martillazos.

Pero enseguida, agotada y con el rostro enrojecido, tiró el martillo al suelo y se dejó caer en una silla.

– Me está bien empleado por comprarlo de segunda mano. Pero un buen brazo biónico es carísimo. Sobre todo si es de calidad profesional, como en mi caso… ¿Qué andas buscando por aquí, Husky?

– Veo que te acuerdas de mí.

– Me temo que eres bastante inolvidable.

Bruna suspiró.

– Sí, supongo que sí.

A su manera, Mirari también lo era. No sólo por la prótesis retrofuturista, sino también por su pálida piel, sus ojos negrísimos, su redonda cabeza nimbada por un pelo corto de blancura deslumbrante y tan tieso como si fuera alambre. La violinista era una especialista, una conseguidora, una experta en los mundos subterráneos. Podía falsificar todo tipo de documentos, localizar planos secretos o suministrar los aparatos más sofisticados e ilegales. Bruna había oído que sólo había dos cosas que jamás vendía: armas y drogas. Todo lo demás era negociable. Podría pensarse que su trabajo en el circo no era más que una tapadera, pero lo cierto es que la música parecía apasionarle y tocaba bien el violín, siempre que no se le enganchara el brazo biónico.

– ¿Y venías por…? -volvió a decir Mirari, que poseía una de esas personalidades escuetas que detestan la menor pérdida de tiempo.

– Necesito una nueva identidad… Papeles y un pasado que resista ser investigado.

– ¿Una buena investigación o algo rutinario?

– Digamos que bastante buena.

– Estamos hablando de una vigencia temporal, naturalmente…

– Naturalmente. Me bastaría con una semana.

– Clase A, entonces.

– Tiene que ser una identidad humana… Y vivir a unos cientos de kilómetros de Madrid. De mi edad. Buena posición social. Con dinero en el banco. Y si a su biografía le das un toque de supremacismo, genial. Nada muy serio, sólo una simpatía ideológica, no militante. Pero que se note que le apasionan las ideas especistas, aunque de alguna manera las haya guardado hasta ahora para su vida privada.

– Hecho. ¿Para cuándo lo quieres?

– Cuanto antes.

– Creo que podrá estar mañana. Dos mil gaias.

– También quiero un móvil no rastreable.

– Serán mil ges más.

– De acuerdo. No tengo todo ese dinero en efectivo…

– Pásamelo electrónicamente. Uso un programa que borra la huella. Aunque la salida del dinero quedará registrada en tu móvil.

– Eso no me importa. Pero llevo el ordenador apagado porque sospecho que la policía me está rastreando. No quiero encenderlo aquí. Te haré la transferencia dentro de un rato, desde la calle, si te parece bien. Y si te fías de mí.

– No necesito fiarme. Basta con no poner en marcha los encargos hasta que no reciba el dinero.

Bruna sonrió ácidamente: por supuesto, por supuesto. Había sido un comentario asombrosamente estúpido.

– Pero, por si te sirve de algo, te diré que sí, que me fío de ti -añadió la mujer.

La sonrisa de Bruna se ensanchó: la pequeña amabilidad de esa humana resultaba especialmente grata en un día marcado por el rencor entre las especies. Mirari se había agachado a recoger el martillo del suelo. Llevaba un rato abriendo y cerrando la mano biónica. Los dedos no se movían sincronizados y el anular y el medio no cerraban del todo. La violinista les dio unos golpecitos tentativos con la herramienta de goma.

– ¿Cuánto cuesta una prótesis nueva como la que necesitas? -preguntó Bruna.

Mirari levantó la cabeza.

– Medio millón de ges… Más que mi violín. Y eso que es un Steiner.

– ¿Un qué?

– Uno de los mejores violines del mundo… del lutier austríaco Steiner, del siglo XVII. Tengo un violín maravilloso y no tengo brazo para tocarlo -dijo con inesperada y genuina congoja.

– Pero el dinero se puede reunir…

– Sí. O robar -contestó Mirari con sequedad y una expresión de nuevo cerrada e impenetrable-. Te llamaré cuando lo tenga todo.

Bruna salió del circo y decidió regresar andando: llevaba días sin hacer ejercicio y sentía el cuerpo entumecido y los músculos ansiosos de movimiento. Había anochecido ya y chispeaba. Las aceras mojadas relucían bajo los focos y los tranvías aéreos pasaban iluminados como verbenas, atronadores y vacíos. Cuando llegó a la plaza de Tres de Mayo, que era el lugar en donde había desconectado el móvil, volvió a insertar la célula energética y encendió el aparato. Envió el dinero a Mirari y luego, tras descartar la posibilidad de acercarse al bar de Oli a cenar algo, siguió rumbo a su piso. Iba tan concentrada repasando los datos del caso que no vio venir el ataque hasta el último momento, hasta que escuchó el zumbido y adivinó un movimiento a sus espaldas. Dio un salto lateral y giró en el aire, pero no logró evitar del todo el impacto: la cadena golpeó su antebrazo derecho, que ella había levantado automáticamente como protección. Dolió, aunque eso no le impidió agarrar la cadena y tirar. El tipo que se encontraba en el otro extremo cayó al suelo. Pero no estaba solo. Con una rápida ojeada, Bruna evaluó su situación. Siete atacantes, contando al que acababa de tumbar, que ahora se estaba levantando. Cinco hombres y dos mujeres. Grandes, fuertes, en buena forma. Armados con cadenas y barras de hierro. Y lo peor: desplegados en estrella en torno a ella, tres más cercanos, cuatro un paso más atrás, cuidadosamente colocados para no dejar hueco. Una formación de ataque profesional. No iban a ser contrincantes fáciles. Decidió que intentaría romper el cerco cargando contra el rubio de los pendientes de aro: sudaba y parecía el más nervioso. Y que llevara aros para pelearse era un síntoma de bisoñez: lo primero que haría la detective sería arrancárselos de las orejas de un tirón. Bruna disponía de la cadena como arma y pensó que tenía posibilidades de escapar; pero, aun así, sin duda iba a recibir unos cuantos golpes. Era un encuentro de lo más desagradable.

Todo este análisis apenas le había llevado a la rep unos pocos segundos. El grupo entero seguía sin moverse, en esa perfecta y tensa quietud que precede a una vorágine de violencia. Y entonces una voz cortó el erizado ambiente como un cuchillo caliente corta la mantequilla.

– Policía. Tirad las armas al suelo.

Era Paul Lizard y su voz gruesa y tranquila salía de detrás de un pistolón de plasma.

– No lo voy a repetir. Soltad ahora mismo todos esos hierros.

Los sorprendidos asaltantes dejaron caer las barras y las cadenas produciendo un estruendo formidable.

– Tú también, Husky.

Bruna bufó y abrió la mano.

– ¿Y ahora qué vas a hacer, tipo duro? ¿Pegarnos un tiro por la espalda? -dijo una de las mujeres, tal vez la líder del grupo.

Y, como si eso hubiera sido una señal, todos salieron corriendo, cada uno en una dirección distinta.

Lizard los vio alejarse y guardó la pistola. Miró a Bruna con sus ojos de expresión adormilada.

– Te has salvado por poco.

– Hubiera podido con ellos.

– ¿De veras?

El tono de Lizard hizo que la rep se sintiera jactanciosa y ridícula.

– Sí que hubiera podido… Es decir, hubiera podido escapar… Aunque seguramente me habría llevado algunos golpes.

– Seguramente.

– Mmmm… Está bien… Gracias -dijo Bruna, y la palabra salió de su boca con explosiva dificultad, como un eructo.

Lizard sonrió. Tenía cara de niño cuando sonreía.

– De nada. ¿Los conocías?

– No. Pero eran profesionales.

– Sí… Tal vez mercenarios pagados por alguien para azuzar los disturbios.

Bruna le miró interesada.

– ¿Por qué piensas eso?

El policía se encogió de hombros.

– No sé, estoy viendo demasiadas cosas raras en este repentino furor antitecno.

La detective le observó con atención. Por debajo de los pesados párpados los ojos verdes destellaban vivísimos.

– Hoy han muerto siete personas con la bomba de Nabokov… -empezó a decir Bruna.

– Ocho. Uno de los heridos graves ha fallecido.

– Ocho víctimas, entonces… ¿Tú no odias a los reps, Lizard? Sé sincero. ¿Ni siquiera un poco?

– No.

– ¿Y no nos tienes miedo?

– No.

Y Bruna le creyó.

– Vete a casa, Husky. No es la mejor noche para andar paseando.

– Pensé que había despistado a tu chica gordita… No se puede ser una buena sombra con tanta carne.

– A ella sí la despistaste. Pero su visibilidad era mi camuflaje. Has caído en un truco de principiante, Husky.

La rep se mordió los labios, mortificada.

– ¿Por qué no habéis llevado el cuerpo de Nabokov al Anatómico Forense?

– Ha sido considerado un acto terrorista y las investigaciones antiterroristas están clasificadas como alto secreto. Y el Anatómico Forense, como tú sabes mejor que nadie, tiene demasiadas filtraciones.

Bruna sonrió.

– ¿Quieres decir que habéis escondido el cadáver para que yo no pueda enterarme de nada?

El inspector también sonrió.

– Qué vanidosa eres, Husky. Tú no eres la única persona capaz de robar datos. Y además, ¡cuánta desconfianza! No la merezco. Te hice una oferta de colaboración y no me creíste.

– Dime los resultados de la autopsia de Nabokov y te creeré.

Lizard se quedó mirándola. Esos ojos somnolientos y burlones.

– Muy bien. Tendré los resultados mañana. Si quieres, hablamos. Y ahora vete de una vez, Husky.

– ¿Vas a volver a seguirme?

– Ha sido muy provechoso para ti que lo hiciera.

– En serio: ¿vas a volver a hacerlo?

– No.

Y Bruna no le creyó.


Archivo Central de los Estados Unidos de la Tierra

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