Agg’ié nagné 'eggins anyg g nein’yié.

Bruna dirigió el ojo del móvil hacia las letras y la curva pantalla que se abrazaba a su muñeca tradujo instantáneamente la sentencia:


Lo que hago es lo que me enseña lo que estoy buscando.


Hermoso, pensó la rep, impresionada por la reflexión del alienígena. Era así, era justamente así. Así era su trabajo como detective y así era la vida. Resultaba vertiginoso descubrir que la cabeza de un bicho pudiera resultar tan próxima. Vastos abismos interestelares pulverizados por el mágico poder de un pequeño pensamiento compartido.

Se arrancó de la contemplación de los cuadros con cierta pena y fue hasta la tienda de tatuajes esenciales: en realidad había decidido acercarse al mercado porque deseaba hablar con Natvel. Por fortuna, el local estaba abierto; al entrar reconoció el aroma a naranjas, la penumbra dorada, el ambiente calmo y silencioso. Todo estaba tan exactamente igual a su primera visita que parecía haber dado un salto en el tiempo. De nuevo la cortina de cuentas sonó con rumor cristalino al dejar pasar el diminuto pero recio cuerpo de la tatuadora. O del tatuador.

– Sabía que volverías -tronó Natvel con vozarrón de barítono.

Y en su bello rostro de ídolo oriental se dibujó una sonrisa muy femenina.

– ¿Ah, sí?

A Bruna le caía bien el esencialista, pero sus ínfulas chamánicas la ponían nerviosa. Ahora mismo había detectado en el tono de Natvel cierta solemnidad triunfal que no auguraba nada bueno.

– Sabía que al final querrías conocer tu dibujo interior.

– Ah. Estupendo, pero…

– Sé quién eres, sé lo que eres.

– Me alegro, pero yo no quiero saberlo. No he venido por eso.

Natvel suspiró y cruzó las manos por encima de su panza. Era la imagen misma de la paciencia. Un pequeño Buda imperturbable.

– Sólo quería preguntarte algo: los tatuajes de poder labáricos, ¿están hechos con láser?

La cuestión aguijoneó a la esencialista lo suficiente como para sacarla de su impavidez.

– ¡Por el aliento universal, por supuesto que no! Ningún tatuaje de energía puede usar ese instrumento chapucero.

– ¿Tatuaje de energía?

– Es aquel capaz de transformar o perturbar a quien lo lleva… Signos vivos que te alteran la vida. Hay energías positivas, como el tatuaje esencial, y negativas, como la escritura de poder labárica; pero en cualquier caso está demostrado que el láser interrumpe el flujo de energía.

– Ya veo. Entonces, si alguien hace un tatuaje con láser utilizando la grafía de poder labárica…

– … sería una clara y burda imitación. Un fraude. Y el tatuaje no tendría ningún efecto.

– ¿Y quién podría hacer algo así?

Natvel frunció el ceño mientras se escarbaba distraída y briosamente el oído con el índice. Luego escudriñó la punta del dedo bizqueando un poco y se limpió el cerumen en la túnica.

– Pues no mucha gente. En primer lugar, la escritura de poder labárica no se conoce. Es un secreto bien guardado. En toda mi vida yo sólo he visto dos palabras escritas con esa grafía. Una hace ya años, y no pude copiarla. Y la otra fue el nombre de Jonathan que el otro día te enseñé. De manera que, aunque todo el mundo ha oído hablar de esa escritura maligna, casi nadie sabe realmente cómo es. Pero tú reconociste los signos, ¿no?

Bruna reflexionó un segundo: desde luego. La A de venganza era exactamente igual que la A de Jonathan.

– Sí.

– Entonces es alguien que conoce ese alfabeto, y te aseguro que ése es un conocimiento muy poco común. Por otra parte, nadie en su sano juicio se dedicaría a falsificar la grafía labárica… Es una escritura feroz y poderosa y puede sucederte algo bastante malo si te metes ahí…

– Bueno, supongo que eso indica que quien lo hizo no es una persona creyente en estas… -Bruna iba a decir paparruchas, pero se contuvo sobre la marcha- en estas cosas esotéricas…

– Oh, no, da igual que creas o que no creas. Ya te he dicho que la grafía de poder es un secreto bien guardado. Si haces algo inadecuado con ella, te arriesgas a recibir una visita desagradable de los labáricos… que ya son de por sí bastante desagradables hasta en el mejor de sus momentos. ¿Por qué crees que no he metido el tatuaje de Jonathan en las pantallas públicas, por qué crees que no lo he enviado al Archivo? Como has visto, no hago de ello un misterio, no me importó mostrarte la palabra. Pero de ahí a publicarla, a revelarla oficialmente… Digamos que me cuido.

Parecía una observación sensata. De manera que tenía que tratarse de alguien o bien muy inconsciente de los riesgos, cosa improbable dado el volumen de la operación, o bien lo suficientemente poderoso como para no temer las represalias de esa especie de secta mafiosa que eran los únicos. ¿Y quién podría sentirse a salvo de ellos en la Tierra? El planeta entero estaba infestado de un pulular de esbirros y de espías procedentes de Cosmos y del Reino de Labari. Agentes dobles y triples que se aprovechaban de las debilidades del Estado terrícola, demasiado desestructurado todavía después de la Unificación y lleno de agujeros en la seguridad como todos los sistemas democráticos.

– ¿De verdad no quieres saberlo? -dijo Natvel.

– ¿Qué?

– ¿No quieres saber quién eres?

– Sé perfectamente quién soy.

– Lo dudo.

Y Bruna, mortificada, tuvo que reconocer para su coleto que, en efecto, estaba lejos de tener las cosas claras. Pero jamás lo admitiría.

– Natvel, gracias por tu colaboración, nuevamente has sido muy amable y muy útil, pero prefiero que no me cuentes eso que dices que ves en mí.

– Tu dibujo esencial. Tu forma. Lo que eres.

– Pues eso. Me da igual. No quiero saberlo.

– Si te diera de verdad igual, no te importaría que te lo dijera. Hay una parte en ti que cree. Por eso te da miedo.

No fastidies, pensó Bruna irritada. No fastidies.

– Me tengo que ir. Muchas gracias de nuevo.

Sonrió, apenas una pequeña mueca dura, y salió de la tienda a toda prisa. A su espalda todavía escuchó las palabras de la esencialista:

– ¡Esa línea que te atraviesa el cuerpo! No sólo te parte: también es una cuerda que te ata…

La puerta del local, de bisagras antiguas, golpeó con demasiada fuerza el marco al cerrarse tras Bruna. Natvel era un buen tipo, pero a la detective le ponían de los nervios los visionarios.

Salió del Mercado de Salud y se dirigió al Majestic a paso de marcha, aunque las costillas lesionadas le pinchaban un poco. El aire era tan denso y frío que parecía tener cierta consistencia material, era un aire en el que su cuerpo se abría paso como un barco a través de un mar de hielo. Iba mirando al suelo, concentrada en su camino, cuando sus oídos captaron una frase chocante:

– …y ya era hora de que cayera este gobierno que nos estaba llevando a la catástrofe…

Levantó la cabeza: era un mensaje de una pantalla pública. Todas las pantallas estaban vomitando furibundos alegatos personales contra Inmaculada Cruz, la eterna presidenta regional. Bruna activó en su móvil las últimas noticias y se enteró de que la crisis de gobierno que venía gestándose en los últimos días había estallado en mitad de la ola polar. La presidenta Cruz había dimitido y un oscuro político llamado Chem Conés había asumido provisionalmente el cargo. La detective wikeó el nombre de Conés y vio su biografía: extremista, especista, un discípulo de Hericio… Su primera disposición como presidente en funciones había sido apartar de sus cargos a todos los reps que había en el Gobierno. «Es una medida temporal, para protegerles a ellos y para protegernos nosotros; estamos investigando la existencia de una posible conspiración tecnohumana y aún no sabemos si entre nuestros compañeros de Gobierno puede haber algún implicado. Si no han hecho nada malo, no tienen por qué inquietarse; pero para aquellos que pretendan engañarnos, debo decir que llegaremos hasta las últimas consecuencias», tronaba el tipo delante de una nube de periodistas. En otras pantallas se veía a Hericio saludar triunfalmente a una multitud. «El líder del PSH es el único que puede salvarnos en estos momentos de peligro», declaraba María Lucrecia Wang, la famosa autora de novelas interactivas. «Solamente confío en Hericio», decía el futbolista Lolo Baño. La androide se estremeció: por todos los mártires reps, pero ¿qué demonios estaba pasando? De pronto el líder supremacista había pasado de ser un personaje estrafalario y marginal a convertirse en la gran esperanza blanca. Aspiró con ansiedad una honda bocanada de aire helado porque se sentía asfixiada. Tenía la angustiosa y casi física sensación de que la realidad se iba cerrando poco a poco en torno a ella como una jaula.

Entró en el hotel, pasó a la habitación de Annie y, antes de maquillarse, habló con Lizard y le explicó lo que le había dicho Natvel sobre la grafía labárica. El inspector estaba serio y taciturno; cuando terminó de narrarle su visita a la esencialista se abatió sobre ellos un largo e incómodo silencio.

– ¿Y nada más? -dijo Paul al fin.

– Eso es todo lo que me contó Natvel.

– Pero tú, ¿no quieres decirme nada más?

– ¿Qué quieres que te diga?

– No sé, eso lo sabrás tú… sobre el móvil ilegal, sobre lo que estás haciendo… Por ejemplo, ¿qué haces ahora en el hotel Majestic?

Bruna se sulfuró.

– Estoy harta de que me rastrees.

Paul la miró con severidad.

– Bruna, las cosas están muy mal, no sé si te das cuenta. Están muy mal en general, y están mal para ti… Hemos encontrado a Dani muerta…

– ¿Dani? ¿Y quién es Dani? ¿Otra víctima rep?

El rostro de una humana apareció en la pantalla.

– ¿No sabes quién es, Bruna?

Sí, lo sabía… O debería de saberlo. Esa cara le sonaba. La androide se cubrió los ojos con las manos e hizo un esfuerzo de memoria. Reconstruyó los rasgos de la mujer en la oscuridad de su cabeza y los imaginó móviles y vivos. Y entonces la reconoció. Se destapó la cara y miró a Paul.

– Es una de las personas que me atacaron la otra noche, cuando volvía a casa… Es la mujer que parecía liderar el grupo.

Paul asintió con la cabeza lentamente.

– Dani Kohn. Una activista especista. Y una niña bien. La hija de Phi Kohn Reyes, la directora general de Aguas Limpias. Una empresaria multimillonaria. Un pez gordo. Nos están breando con su muerte.

Volvieron a callarse durante un rato.

– ¿Cuándo fue la última vez que la viste, Bruna?

La rep se puso en guardia. Un hervor de miedo y de ira le subió a la garganta.

– Cuando quiso partirme la cabeza aquella noche. Ésa fue la última y la única vez que he visto a esa individua. ¿Qué pregunta es ésa? ¿Qué quieres insinuar? ¿Qué es lo que estás buscando, Lizard?

– La han matado con una pequeña pistola de plasma… Con tu pistola, Bruna. Está llena de tus huellas y de tu ADN.

Bruna dejó escapar el aire que sin darse cuenta había estado conteniendo. Un sudor frío se extendió como una mancha por su espalda.

– Ah. La pistola. Es verdad. Yo tenía una pistola de plasma. Un arma ilegal, cierto. Lo confieso. Pero me la quitaron. Anoche, cuando me atacaron los asesinos del memorista. Y ahora pienso que probablemente me atacaron por eso. Para coger mi arma y poder inculparme.

Paul cabeceó apretando los labios. Una intensa emoción le endurecía los rasgos. Cólera contenida, quizá. ¿O tal vez tristeza?

– No debería haberte contado todo esto. Sospechan de ti. Sé que no disparaste a Dani porque murió esta madrugada, y a esa hora tú estabas en mi casa, dormida, sedada, conmigo…

Ese conmigo le produjo a la rep una extraña sensación en el estómago.

– Pero me ocultas cosas, Bruna. No debería fiarme de ti. Tal vez sea cierto que hay en marcha una conspiración tecno, ¿quién sabe? Desconfío por igual de humanos y de reps. Todos podemos ser igual de hijos de puta. Así que a lo mejor quieres matarme…

– O a lo mejor lo que sucede es que alguien me está tendiendo una trampa.

– Sí. Ésa sería la hipótesis más satisfactoria. Lo malo es que desconfío de las hipótesis satisfactorias. Tendemos a creémoslas por encima de lo que nos dice la razón.

– Tal vez… tal vez sea más sencillo. Cuando me asaltaron, recuerdo haber disparado el plasma. Quizá Dani formaba parte del grupo atacante, quizá la herí en ese momento y murió horas después…

– Fue ejecutada, Bruna. Un tiro a quemarropa por detrás de la cabeza, junto a la oreja. Muerte instantánea. Y sucedió alrededor de las cinco de la mañana.

– Entonces…

– Entonces deja de mentirme y cuéntamelo todo.

¿Cómo explicarle que no se fiaba de él, cómo explicarle que en cierto sentido le tenía miedo? Y, sin embargo… Bruna tomó aire y le dijo todo lo que Lizard aún no sabía. Le habló de Annie Heart y de su cita con Hericio como quien se deja caer por una pendiente helada, aguantando el vértigo y el temor a estrellarse al llegar abajo.

– ¿Quién conocía tu cita con el memorista pirata?

– Ya he pensado sobre eso… Nopal, naturalmente…

Y Habib… pero no sabía ni el día ni la hora ni la dirección. Y mi amigo Yiannis, pero él está fuera de toda sospecha.

«Y tú -pensó-. Y tú también lo sabías, Lizard.»

– No hay nadie fuera de toda sospecha -gruñó el hombre.

Fue lo último que dijo antes de cortar la comunicación, y la frase dejó un poso de inquietud en la androide. De pronto se acordó de Maio. El alienígena era capaz de leerle la mente y, por consiguiente, podría haber captado lo de su cita con el memorista. Además procedía de una civilización extragaláctica… un mundo remoto al que podría retirarse sin miedo a las represalias de los esbirros labáricos. Sí, desde luego, supuestamente Maio era un exiliado político y correría peligro si regresara a su planeta, pero… ¿hasta qué punto podía creerle? Más aún, en realidad, ¿qué sabían los terrícolas sobre los bichos? ¿Y si los alienígenas estuvieran intentando atizar la violencia entre especies para desestabilizar la Tierra y así poder colonizarla, como sostenían los grupos xenófobos? Bruna se avergonzó de sus pensamientos y empujó ese miedo irracional hasta sepultarlo en el fondo de su conciencia: no parecía que la inmensa distancia que separaba los mundos fomentara una aventura colonialista. Pero seguía siendo posible que Maio estuviera implicado en alguna conjura. Por dinero, por ejemplo. Ahora que lo pensaba, ¿no resultaba sorprendente que el omaá hubiera aparecido de repente en su cama? ¿Y qué decir de su insistencia en quedarse de guardia en el portal? Por el gran Morlay, qué mundo tan paranoico, se dijo Bruna con repentino hastío: no sólo recelaba consecutivamente de todos, sino que además bastaba con que alguien la hubiera tratado con afecto para que le resultara aún más sospechoso.

Echó de menos su gran rompecabezas a medio montar: necesitaba relajarse y el puzle era la mejor manera de desconectar con rapidez. De todas formas no le sobraba mucho tiempo, así es que se maquilló con cuidado y se colocó la peluca de Annie Heart. Envuelta en el albornoz del hotel, entró a través del móvil en una tienda Express y compró un vestuario térmico para su personaje. Mientras esperaba la llegada del robot, habló con Yiannis y le mandó un mensaje a Habib: los dos estaban muy preocupados con la situación política. La ropa apenas tardó veinte minutos: las tiendas Express eran caras pero eficientes. Se vistió con un mono rosa a juego con una chaqueta acolchada que le pareció abominable, pero que seguramente la rubia Annie adoraría, y luego sacó de la caja fuerte de la habitación sus dos collares, un detalle perfeccionista que se había traído para la ocasión: nada como una joya para coronar su disfraz de chica convencional e intensa. Descartó enseguida el ligero pectoral de oro, que no casaba con la ropa térmica, y cogió la otra pieza, su preferida: un antiguo netsuke de marfil, un hombrecito sonriente con un saco sobre el hombro, que colgaba de un hilo de rubíes y pequeñas cuentas de oro. El collar formaba parte de su paquete de falsos recuerdos: supuestamente se lo había regalado su madre antes de morir. Era un objeto extraño, porque la dotación de souvenires de los tecnohumanos siempre estaba formada por objetos sencillos y comunes: juguetes infantiles, holografías, anillos baratos. Sin embargo, Bruna había llevado el netsuke a un especialista, que había certificado que era chino auténtico y de la época Ming. Una joya demasiado lujosa. Pero no era el valor económico lo que Bruna apreciaba, sino su graciosa rareza e incluso la emoción que despertaba en ella. Aun sabiendo que su madre jamás existió, no podía evitar querer al netsuke con un cariño que parecía venir de lo más hondo de su imposible infancia. De lo más hondo de sí misma. Cuando llevaba puesto al hombrecito del saco, la replicante se sentía protegida. Y necesitaba protegerse para enfrentar a ese Hericio últimamente tan agigantado. Se colocó el collar, comprobando que el broche quedaba bien cerrado, y, tras una última y satisfactoria ojeada en el espejo, bajó al bar del hotel cimbreándose en los altos tacones antideslizantes de sus coquetas botas para nieve. También rosas y horribles.

Cuando se sentó en el taburete de la barra eran las 15:40. El bar estaba vacío y el camarero revoloteó solícito hasta ella. Bruna pidió vodka con limón y una pila de sándwiches fríos que empezó a devorar a toda prisa: no quería que la entrevista con Hericio la pillara desmayada de hambre. Cuando llegó Serra, todavía le quedaba uno en el plato.

– Annie Heart la enigmática -dijo el supremacista a modo de saludo.

No se le veía muy contento.

– No me la estarás jugando, ¿verdad, Annie? No me gustaría nada que me la jugaras…

– ¿Y por qué crees que te la voy a jugar? ¿Quieres un sándwich?

Serra negó con la cabeza. No le quitaba ojo.

– Mejor -dijo la rep, zampándose con deleite el emparedado. Era de queso y nueces. Lo que le hubiera gustado a Bartolo, pensó absurdamente.

– ¿Qué te ha pasado?

– ¿Cuándo? -farfulló con la boca llena.

– Eso. Y eso. Estás llena de cardenales.

La detective se tomó su tiempo en masticar y deglutir. Luego contestó con sequedad:

– Un accidente.

– ¿Qué tipo de accidente?

– De circulación.

– ¿Te atropelló un coche?

– Me atropellaron los puños de dos tecnos.

Serra la miró con atención, dubitativo pero impresionado.

– ¿En serio?

– Bueno… La verdad es que yo les había dicho que se apartaran de mi paso… Que se bajaran de la cinta rodante.

– ¿Y?

– No se apartaron.

– Por eso no contestabas las llamadas…

– Estaba en el hospital.

– ¿Los has denunciado?

– No. ¿Para qué? Estos jueces chuparreps nunca les hacen nada. Así están las cosas, tú lo sabes. Total impunidad para los monstruos.

– ¿Sabes quiénes son? Señálamelos y vas a ver adónde va a parar su impunidad -fanfarroneó Serra sacando pecho.

– No, puedes hacer por mí algo mejor que eso… Puedes proporcionarme una pistola de plasma.

– ¿Una pistola? Ésas son palabras mayores.

– Pero estoy segura de que si alguien puede conseguir un arma, ése eres tú -aduló Bruna con zalamería.

El hombre apreció visiblemente el elogio y se puso gallito.

– Bueno, no sé. No es fácil.

– La necesito. Necesito esa pistola, ¿no lo ves? Un plasma pequeño, no me hace falta más. Y, naturalmente, estoy dispuesta a pagar lo que valga. ¿Vas a permitir que me vuelvan a pegar impunemente, cuando tú podrías evitarlo? La vida se está poniendo demasiado violenta y el futuro próximo promete ser peor… Todos los humanos de bien deberíamos ir armados.

Serra cabeceó afirmativamente.

– Sí. Eso es cierto. Está en nuestro programa. Reclamamos nuestro derecho a defendernos. Bueno, veré qué puedo hacer. Y ahora vámonos. Hericio te espera.

Bruna se puso en pie. Le sacaba una cabeza al lugarteniente. Colocó su mano sobre el pecho inflado del hombre.

– Pero me la tienes que conseguir ya… Me marcho mañana a Nueva Barcelona…

Y, para reforzar su petición, Bruna-Annie recostó un instante su cabeza en el cuello del tipo, aunque para ello tuvo que agacharse.

– Me vas a ayudar, ¿verdad que sí? -dijo con voz mimosa.

Serra lanzó al mundo una fatua sonrisa de superioridad.

– Sí, mujer. Quédate tranquila que tendrás tu pistolita.

Y, agarrando a Bruna del codo con aire de feliz propietario, la sacó del bar.

Lo que había que hacer para agenciarse un arma.


Bruna pensaba que la cita sería en algún sitio apartado y tranquilo, pero se dirigieron a la sede del PSH. Que en esos momentos no era el lugar más discreto de la ciudad, precisamente. Una muchedumbre se arremolinaba delante del portal pese al frío reinante: periodistas, policías y simpatizantes de todo tipo y condición. De repente los partidarios del supremacismo parecían haberse multiplicado a velocidad geométrica. En la acera de enfrente, una veintena de apocalípticos tocaban los tambores y anunciaban con inusitada alegría el fin del mundo. Serra se abrió paso entre la multitud con expeditivos empujones y la androide fue siguiendo su estela. Salvaron sin problemas el cordón policial y luego la línea de seguridad del partido, compuesta por muchachos muy jóvenes y muy nerviosos. Al pasar, el lugarteniente les dijo con arrogancia que se mantuvieran bien atentos; era una orden innecesaria, pero el hombre estaba disfrutando de la facilidad con que se le abrían las puertas vedadas para otros, del tumulto de espectadores que le contemplaban, de formar parte de los mandos de un partido que de la noche a la mañana se había convertido en un producto estrella. Parecía haber crecido un palmo de lo estirado que caminaba, los hombros hacia atrás, el pescuezo altivo. Por encima de sus cabezas, una de las pantallas públicas les reflejó mientras entraban: alguno de los presentes estaba mandando las imágenes. Serra se esponjó y engurruñó el ceño un poco más, interpretando ampulosamente su papel de Importante Político Muy Preocupado Por La Situación.

– Esto está que arde -comentó ya dentro del vestíbulo.

Y no pudo evitar que se le escapara una son risilla de conejo feliz.

Era un sórdido edificio de oficinas y el PSH estaba en la cuarta planta, en un piso grande y destartalado, con retorcidos pasillos y estrechos cubículos por todas partes. La puerta al descansillo permanecía abierta y montones de personas entraban y salían. Imperaba un ambiente de actividad caótica y frenética.

– Sígueme.

Atravesaron un dédalo de baratas mamparas correderas y espacios interiores sin ventanas iluminados por mortecinas lámparas de luz residual.

– Esto es un laberinto. Hasta ahora nos ha servido y el alquiler es barato. Pero con la dimensión que por fin está tomando esto nos tendremos que mudar a un sitio más adecuado…

Llegaron a un despacho mejor amueblado y se detuvieron ante la mesa de un chico con el pecho cruzado de correajes y dos pistolas de plasma en los sobacos. Qué descaro, pensó Bruna: qué poderosos se sienten.

– Nos está esperando -le gruñó Serra.

El chico asintió sin decir nada y pulsó la pantalla de su móvil. Una puerta blindada se abrió con un chasquido a sus espaldas.

– Ve tú sola. Cuando salgas pregunta por mí -dijo el lugarteniente.

Al otro lado de la puerta había un corto pasillo y al final una segunda hoja blindada que se desbloqueó cuando llegó junto a ella. La abrió. El despacho de Hericio era grande, rectangular, con otras dos puertas a la derecha y un gran ventanal. El hombre estaba junto a él, de pie, mirando pensativo al exterior, y la androide tuvo la sensación de que era una escena preparada para ella, de que Hericio también se estaba representando a sí mismo, como Serra, en el papel de Líder Contemplando Serenamente Su Responsabilidad Histórica. Bruna cruzó la habitación meneando ostentosamente las caderas, muy en su personalidad de Annie Destructora: puestos a actuar, se dijo, actuarían todos.

– Annie, Annie Heart… Por fin te conozco… -dijo el tipo, dándole la mano-. Ven, sentémonos ahí, estaremos más cómodos.

Se instalaron en los sillones de cuero sintético. El ventanal, observó Bruna, era fingido. No era más que una proyección en bucle continuo de una calle, semejante a las imágenes de la casa del memorista pirata… es decir, de la casa de Pablo Nopal. En realidad el despacho era como una cámara acorazada, con todas las puertas blindadas y sin aberturas al exterior. La ventana simulada, el cuero artificial y el líder falso.

– Tengo entendido que quieres hacer una donación al partido… Discúlpame que entre tan rápido en materia, pero, como verás, estoy muy ocupado. Las cosas van muy deprisa y no tengo tiempo para perder… -dijo pomposamente.

Luego se escuchó a sí mismo y quizá pensó que había sido demasiado grosero.

– Es decir, no para perder, en tu caso, sino para disfrutar, para relajarme, para departir. No tengo mucho tiempo para hablar contigo, cosa que lamento…

– Está bien, Hericio, lo entiendo. Y te agradezco que me hayas recibido en estos momentos tan complicados. Pero también tienes que entender que yo quiera asegurarme de que mi dinero va a parar al lugar adecuado.

– Puedes estar tranquila. Con el PeEfe sabrás en qué se ha gastado hasta el último de tus ges. Todo irá a parar al partido, naturalmente. Por cierto que nuestro permiso está a punto de acabarse… Tendríamos que tramitar tu contribución dentro de los próximos diez días…

– Eso no es problema y no es eso lo que me preocupa. Incluso estoy dispuesta a aportar dinero fuera de la ley… Lo que quiero saber es si el PSH se lo merece… Si tú te lo mereces…

Hericio alzó nerviosamente la barbilla con un tic colérico.

– ¿Has visto a toda esa gente que hay ahí abajo? ¿En la calle? ¿Toda esa gente que nos pide que intervengamos y salvemos la situación? Mira, Annie Heart, años atrás, cuando estábamos haciendo la travesía del desierto, quizá hubiéramos necesitado desesperadamente tu apoyo… Pero hoy… Eres tú quien ha pedido verme. Si quieres participar en este proyecto trascendental, si quieres colaborar en este renacimiento de la humanidad, hazlo. Y si no, puedes marcharte tan tranquilamente por esa puerta.

El tono de voz del hombre se había ido poniendo campanudo y terminó su perorata como si fuera un mitin. Por eso la había recibido hoy y aquí, en la sede. Para impresionarla con su éxito. Era un vendedor y estaba vendiendo su partido en alza. La rep se ahuecó la melena con la mano y sonrió imperturbable.

– Pues a mí me parece que te conviene convencerme.

El aplomo de Bruna desconcertó al político. El hombre se recostó en el respaldo del sillón, juntó las yemas de los dedos como un predicador y la escrutó receloso.

– ¿Se puede saber de cuánto dinero estamos hablando?

– Diez millones de ges.

Hericio dio un respingo.

– No dispones de esa cantidad, Annie.

– No es sólo mío. No se lo dije a Serra porque es una información que no debe circular y no le incumbe, pero detrás de mí hay una serie de altos profesionales y empresarios de Nueva Barcelona… Gente bastante conocida… Hemos formado un grupo supremacista de presión, un grupo clandestino porque somos partidarios de la acción directa. Estamos asqueados de los partidos tradicionales, que nos han conducido a esta situación de indignidad. Pero hemos pensado que el PSH tal vez sea distinto… Te hemos seguido, hemos escuchado lo que dices y nos ha gustado… Y al ver que pedías un PeEfe hemos pensado que era una buena oportunidad, y que eso podía indicar que planeabas algo… Aunque te diré que todavía no estamos convencidos de que seas de verdad nuestro hombre.

El rostro de Hericio era un catálogo de emociones contrapuestas: vanidad, avidez, desconfianza, excitación, temor, indecisión. Ganó la avidez.

– ¿Y qué tendría que hacer para convenceros?

– Di más bien qué tendrías que haber hecho. No creemos en las palabras, sino en los actos. Así que cuéntame a qué os dedicáis de verdad en el PSH.

El hombre parecía estupefacto.

– No te entiendo.

Bruna le clavó la mirada.

– Entonces hablemos claro. En Nueva Barcelona algunos hemos pensado que el PSH ha tenido algo que ver con las muertes últimas de los replicantes… De Chi y los demás.

Ahora ganó la desconfianza. Hericio se puso tan nervioso que su voz sonó medio tono más aguda.

– ¿Nos estás acusando de asesinato?

– Sólo hemos pensado que era una campaña maravillosamente hecha para azuzar el resentimiento y despertar la adormilada conciencia de la gente. Una obra de arte de la agitación social, en realidad.

– ¿Tú quién eres para salir de pronto de la nada y acusarnos de algo así?

– No salgo de la nada. Me consta que me habéis investigado a conciencia. Sabéis toda mi vida. Incluso sabes el dinero que tengo en el banco, por lo que veo. Soy una profesora competente y conocida. Ahora soy yo quien te digo lo que tú dijiste antes. Si quieres, confías en mí y me demuestras que nosotros podemos confiar en ti, y entonces los diez millones serán tuyos. Pero si no quieres, me voy por esa puerta tan tranquilamente.

Hericio tragó saliva.

– No veo claro el negocio. Ni siquiera sé si dispones de verdad de todo ese dinero.

– Y yo no veo claro si estamos de verdad en la misma onda y si queremos lo mismo.

Hubo un pequeño y pesado silencio.

– Estás llena de cardenales -dijo el tipo, señalándola con el dedo.

– Son marcas de nacimiento -respondió la rep con corrosivo sarcasmo.

El hombre la miró con incredulidad y luego retomó el tema.

– ¿Y qué quieres que te diga, Annie? He celebrado cada uno de los asesinatos de los reps… y sobre todo el vergonzoso final de ese engendro de Chi. Incluso me alegré, y esto lo negaré si lo repites en público, pero me alegré de la matanza de humanos que provocó esa tecno que se hizo reventar… esa Nabokov. Toda muerte es una tragedia, y más si hay niños, como en ese caso; pero esa carnicería ha sido fundamental en la concienciación de la gente, y ya se sabe que no hay revolución sin víctimas… A decir verdad, me parece un precio bastante barato si con ello nos salvamos de la degeneración social. Pero ni mi partido ni yo hemos tenido nada que ver con todo eso.

– Ya veo. Y de ahora en adelante, ¿qué pensáis hacer?

– Liderar el cambio, naturalmente. Estamos en contacto con otros grupos supremacistas en distintos puntos del planeta… Ha habido bastantes movimientos reivindicativos por el mundo en la última semana… Nada comparable con lo nuestro, pero es evidente que se está gestando una reacción global contra tanta ignominia.

– Todo eso está muy bien, pero estoy hablando de aquí y ahora… De hechos, no de palabras. Concretamente, ¿cuál va a ser vuestro siguiente paso? Porque ahora se necesita un buen golpe de efecto… El aguijón final. Por ejemplo, ahora sería perfecto que un rep asesinara a… a Chem Conés, pongamos. Chem es uno de tus discípulos, es un supremacista conocido y ahora está en primera línea de actualidad al haber asumido la presidencia en funciones de la Región. Imagínate qué magnífico acicate para la causa sería su muerte…

Un chispazo de emoción atravesó el rostro de Hericio como una línea de luz. Bruna se inclinó hacia delante y susurró:

– Nosotros te podríamos ayudar con eso. Una ayuda profesional, eficiente y segura…

Pero la luz ya se había apagado. El hombre se levantó y empezó a caminar en círculos.

– No te diré que no tengas razón. Una muerte así sería muy provechosa. Un mártir. Sí, eso es, nuestro movimiento necesita un mártir… -barbotó.

Se detuvo en medio del despacho y la miró.

– Pero no puede ser. No puede ser. Nunca participaré en algo así ni permitiré que el PSH participe. ¿Y sabes por qué, Annie Heart? ¿Sabes por qué? No por falta de temple o decisión. No por gazmoñería moralista, porque sé bien que un pequeño mal queda de sobra corregido por un bien mayor. Pero cuando haces algo así corres el peligro de que se acabe sabiendo. Seguramente no sucederá en tu época, seguramente mientras vivas te las arreglarás para que todo quede oculto. Pero ¿y después de muerto? Después llegan los historiadores y los archiveros como buitres y lo remueven todo. Y yo tengo que cuidar mi prestigio, ¿comprendes, Annie Heart? Yo estoy destinado a ser una de las grandes figuras de la Historia. Soy el regenerador de la raza humana. El salvador de la especie. Las futuras generaciones hablarán de mí con agradecimiento y veneración. ¡Y yo tengo que cuidar ese legado! No debo dar argumentos al enemigo ya que no podré estar ahí para defenderme, para explicarme… Hasta ahora no me he tenido que manchar las manos, y no voy a empezar a hacerlo en este momento, cuando ya he alcanzado las puertas de la posteridad.

Está hablando en serio, se dijo Bruna, atónita. Tan atónita, de hecho, que advirtió que tenía la boca abierta y la cerró. Por supuesto que nunca había esperado que el líder especista le confesara abiertamente su participación en la conjura: sólo quería sacar el tema para ver cómo se lo tomaba. Echar el sedal en las aguas revueltas, como decía Merlín. Pero no se esperaba una reacción así. El tipo se lo creía. Era un imbécil. Tuvo la intuición, casi la certidumbre, de que Hericio no había tenido nada que ver con las muertes de Chi y de los otros reps. O eso, o era un actor descomunal. De pronto sintió que un aro de fuego le apretaba las sienes. Era el precio a pagar por la tensión de fingirse quien no era y de seguirle la corriente a ese supremacista repugnante. De aparentar que odiaba a los reps, e incluso creérselo un poco para resultar convincente. Toda esa disociación le había partido la cabeza. Cuatro años, tres meses y trece días. Cuatro años, tres meses y trece días.

– Está bien. Creo que ya tengo clara tu posición -dijo la androide levantándose del asiento.

– ¿Y qué… qué pasa con el dinero?

– Lo hablaré con los demás -contestó de manera ambigua.

Hericio arrugó la cara, contrito, despidiéndose mentalmente de los diez millones.

– Podríamos hacer muchas cosas juntos… -apuntó ya en la puerta, contemporizador.

– Podríamos. Si cambias de opinión sobre lo que te dije, deja un mensaje a mi nombre en el hotel Majestic… Llamaré todos los días durante un mes a ver si hay algo.

La puerta se cerró a su espalda y Bruna dio un pequeño suspiro de alivio. Atravesó el breve pasillo y salió al antedespacho. El chico de los correajes y las pistolas seguía ahí, pero lo peor era que también estaba Serra. Por el gran Morlay… la jaqueca le taladraba el cráneo. El lugarteniente se acercó a ella, achulado y meloso.

– Un robot te llevará lo que querías dentro de dos horas a tu hotel. Tendrás que pagar con billetes. Cinco lienzos. Precio de amigo.

Quinientos ges por una pistola de plasma. No estaba nada mal. Si funcionaba.

– Así que he pensado que podríamos ir a tu cuarto a esperar el robot… -musitó Serra, arrimándose a ella.

Bruna le puso una mano en el hombro y le apartó. Quiso hacerlo con suavidad, pero estaba cansada y debió de resultar demasiado brusca, porque el lugarteniente se encrespó.

– Pero ¡qué pasa! ¿Ya has sacado todo lo que querías de mí y ahora pretendes dejarme tirado? ¿Tú te crees que yo soy una persona de la que puede reírse una rubia como tú?

Oh, oh, oh… Los fuegos artificiales habituales. Golpes de pecho de chimpancé para asustar. Bruna tomó aire e intentó contenerse y concentrarse entre los latigazos de dolor que cruzaban su frente.

– No se me ocurriría reírme de ti, Serra. Lo que pasa es que no me siento bien. Me duele mucho la cabeza. Ahora tú tienes dos opciones; o bien te lo crees y me dejas descansar y si quieres nos vemos mañana por la tarde, o bien piensas que es la típica excusa y me montas un número y nos arruinamos la diversión. Tú escoges.

– Mañana te ibas.

– Por la noche.

Serra reflexionó un instante, malhumorado.

– Es verdad que tienes mala cara.

– Es verdad que me encuentro mal.

El tipo se echó para atrás y la dejó pasar.

– ¿Mañana a qué hora?

– A las dieciséis.

– Anularé el envío del robot. Diré que vaya mañana por la tarde -refunfuñó mientras la apuntaba con el índice.

– Haz lo que quieras -gruñó Bruna mientras se iba.

Nadie la acompañó y se perdió por los intrincados pasillos. Tardó una eternidad en encontrar la puerta de salida y otra eternidad en cruzar la apretada y cada vez más nutrida muchedumbre que se agolpaba en la calle. Cuando consiguió llegar a la acera de enfrente, se apoyó en la pared y vomitó.

– Arrepiéntete, hermana: el mundo se acaba dentro de cuatro días -trinó un apocalíptico junto a ella.

Volvió a vomitar. Ese maldito dolor de cabeza la estaba matando.


Hericio se quedó mirando la puerta por donde había desaparecido la explosiva Annie Heart con cierto desconsuelo. Era duro renunciar a diez millones de ges, sobre todo ahora que debían mudarse a una sede mejor y adquirir el nivel de representatividad que su nuevo liderazgo social exigía. Pero los principios eran los principios, se dijo enfáticamente; y el hecho de haber sido capaz de escoger la gloria por encima del vil dinero le hizo sentir sublime. Un golpe de humedad le subió a los ojos, un emocionado lagrimeo ante su propia grandeza.

Entonces escuchó un levísimo ruido a sus espaldas, un rumor de ropas o de pies, y supo que Ainhó estaba ahí y que había vuelto a entrar a su despacho por la puerta trasera. Le irritó su inoportunidad y se maldijo por haberle dado la clave de acceso. ¿En qué estaba pensando cuando lo hizo? Pestañeó varias veces para intentar secar rápidamente sus ojos, reprimió su malhumor y se volvió. Ainhó le miraba sonriente con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Esa manía tuya de entrar y salir como un fantasma empieza a fastidiarme -dijo el político, sin poder evitar un punto de acritud.

– Antes agradecías que viniera a verte -contestó Ainhó sin mudar la sonrisa.

– ¿Sí? Puede ser. Pero ahora estoy demasiado ocupado. No sé si te has dado cuenta, pero la situación ha cambiado. Ahora soy la solución, el renacimiento, el futuro. La gente espera grandes cosas de mí y yo se las daré.

Y al decir «la gente» había movido el brazo en el aire con un gesto amplio y mayestático que parecía señalar la ventana falsa, la ciudad virtual que se veía a través de la ventana y acaso el mundo todo. Ainhó rió.

– ¿Que si me he dado cuenta? Mi querido Hericio, ¡pero si he sido YO quien te ha puesto ahí!

– ¿Tú? ¡Llevo treinta años en la política! -se indignó el hombre.

– Treinta años en el ostracismo extraparlamentario.

– ¡Eso es una…!

– Está bien, está bien, lo retiro. Y te pido disculpas. No quiero discutir contigo. Tengamos la fiesta en paz. ¿Amigos?

Ainhó le tendió la mano, pero Hericio estaba todavía demasiado irritado.

– ¿Amigos? -tuvo que repetir.

Hay pocas cosas tan violentas como dejar a alguien con la mano en el aire, así que el político transigió y se la estrechó, aunque de mala gana y con el gesto torcido. Luego se fue a sentar ante su mesa de despacho. La mesa era imponente y el sillón muy alto; le hacían sentirse poderoso y deseaba apabullar a su visitante.

– Bueno. Ya te digo que estoy muy ocupado. ¿A qué has venido? ¿Qué quieres? -gruñó.

Ainhó se tomó su tiempo hasta instalarse en una silla frente al político. Luego cruzó campechanamente las piernas y volvió a sonreír.

– Digamos que es una visita de cortesía. He venido a darte la enhorabuena por lo bien que te va y a ver qué tal estabas. ¿Qué tal estás, Hericio? -preguntó con lo que parecía genuino interés.

– Estupendamente… Ejem… Aunque… me parece que… me estoy quedando… afónico.

Y ahora esto, pensó el supremacista llevándose la mano a la garganta. Cada vez estaba más cabreado.

– Ajá… Afonía… Ya veo. Pues volviendo a lo de antes: ¿No recuerdas que te dije que te haría célebre? ¿Que te llevaría a lo más alto de la escena política? ¿Que te convertiría en el hombre de moda?

– Yo… No…

– Tú sí, Hericio, tú sí. Entonces bien que te interesaba cuanto te decía. Acordamos que montaría un operativo… Una campaña para potenciar tu imagen y la presencia social de tu partido. No quisiste saber en qué consistiría la campaña e hiciste bien. De todas maneras yo tampoco te lo hubiera contado.

– Me…

– Espera, perdona que te interrumpa. Si no te importa, me voy a quitar esto.

Ainhó levantó un poco la manga derecha de su casaca y, agarrando un pellizco de la piel de la muñeca, tiró hacia fuera y se peló la mano. Parecía que se estaba despellejando, pero en realidad se trataba de un finísimo guante transparente de dermosilicona. Metió con cuidado la piltrafa en una bolsa hermética y la selló.

– Uf, qué alivio. Al final estas cosas terminan dando alergia, por mucho que digan… Volviendo a lo nuestro, quiero que sepas que formas parte de un vasto operativo. Tú pensabas que me habías contratado, creías estar pagando una campaña de imagen con esa ridícula cantidad de dinero que me diste… Pobre infeliz. Yo no he estado trabajando para ti, sino tú para mí. Eres mi obra, yo te he creado. Y no eres más que un peón dentro de un plan grandioso. Tan grandioso que jamás podría caberte dentro de esa cabeza de chorlito. ¿No dices nada?

– …

– Ya veo. Me gustaría creer que callas abochornado por tu propia estupidez, pero me temo que es cosa del bloqueante neuromuscular que te he pasado al darte la mano con el guante. Los venenos de contacto son increíblemente antiguos… Se empleaban en la Roma imperial, en la Edad Media, en el Renacimiento… En estos tiempos hipertecnológicos de pistolas de plasma y taladradores chorros de nitrógeno, me ha parecido elegante recurrir a algo clásico… Con algún toque de modernidad, desde luego: es tetrapancuronio, un curare sintético y reforzado. Una toxina fulminante. En segundos, como has podido comprobar, quedas paralizado. No puedes moverte. No puedes hablar. Pero sí puedes ver, oír… Y sentir. A los veinte minutos la toxina acaba deteniendo los músculos respiratorios y el sujeto muere de asfixia. Pero no te preocupes, porque no llegaremos a eso. ¿Todo claro hasta ahora? ¿Alguna pregunta?

– …

– Jaja, perdona la broma de mal gusto. Y perdóname también porque te estuve espiando… antes… cuando hablabas con Bruna. Bueno, tú crees que es Annie Heart, pero en realidad se llama Bruna Husky y es… ¡una replicante! Seguro que si no estuvieras paralizado te daría un escalofrío… ¿No te repugna haberla recibido aquí, en tu propio despacho? ¿Haber departido amablemente con ella? ¿Haberla deseado? Porque seguro que la has deseado… tan rubia, tan caliente, tan voluptuosa… Pues esa rep y tú habéis dicho algo muy interesante: que la causa necesita un mártir. Y es verdad. Tenéis razón.

Ainhó se puso en pie con calma y sacó una voluminosa funda de polipiel del bolsillo interior de la casaca. Dentro había un enorme cuchillo de carnicero. Rodeó la mesa de despacho con la hoja en la mano y se acercó al paralizado Hericio.

– No es nada personal. Y tampoco soy de esas personas que disfrutan haciendo estas cosas. No. Pero es lo que hay que hacer y yo lo hago. Porque tengo muy claro adónde hay que llegar. Y tengo claro el camino. Ya ves, ahora voy a utilizar este cuchillo. De nuevo un arma tradicional. Mucho menos elegante que el veneno, eso desde luego. Pero aún más antigua. Elemental. Mira, has tenido la mala suerte de caer en medio de la estampida de la Historia y por eso vas a ser pisoteado. Lo siento, pero eres el mártir más idóneo. Y además tu martirio tiene que ser indignante. Espectacular. Por eso te estoy haciendo esto… y esto… Mmmm… Intento darme prisa, pero no es tan fácil, no te creas… Y, para colmo, la herida apesta… Puag. Ya queda menos. Creo que voy a cortar otro poco por aquí… Ajá. Y ahora con la punta del cuchillo saco las tripas… Esto es. Bueno… Ha quedado estupendo. Se parece bastante al holograma amenazador que recibió Myriam Chi… ¿Recuerdas lo que decías hace un rato? ¿Eso de que un pequeño mal queda corregido de sobra por un bien mayor? Pues tú has sido mi pequeño mal de hoy, mi pobre Hericio. Pero espera, no puede ser, ¿estás moviendo un ojo? Ah, no. No hay que preocuparse. No es más que una lágrima.


Debería estar contento, porque era la respuesta que estaba buscando cuando mandó su memorándum; pero en realidad se sentía amedrentado y nervioso. Yiannis siempre había sido una persona de orden, un tipo meticuloso y legalista, y el haber cometido no una, sino dos faltas administrativas garrafales, era algo que le desasosegaba profundamente, por más que hubiera quebrantado las normas a propósito. Además la reacción había sido mucho más fulminante de lo que se esperaba y eso también avivaba su inquietud. No había pasado ni una hora del envío de su escrito cuando el secretario de la supervisora ya le había convocado a una cita de urgencia para esa misma tarde. Y no se trataba de un encuentro holográfico, sino de una cita presencial, cosa verdaderamente inconcebible. ¡Y, además, en sábado! Aquí estaba ahora Yiannis, en la antesala del despacho de la supervisora, sentado en un modernísimo sofá flotante y esperando a ser recibido. Llevaba casi una hora de plantón, a pesar de las prisas que le había metido el secretario. Claro que podía ser algo premeditado… Una táctica de desgaste para ponerlo todavía más nervioso. Si era eso lo que trataban de hacer con la larga espera, había que reconocer que lo estaban logrando. Yiannis se removió en el asiento y el sofá se meció suavemente en el aire como una cuna. Estos malditos muebles de diseño.

– ¿Yiannis Liberopoulos? La señora Yuliá te está esperando.

Al fin. El archivero siguió a la muchacha que había venido a buscarle. Llevaba una línea de implantes capilares bajando como un cepillo por su largo cuello, al estilo de los balabíes. El peinado alienígena se había puesto de moda entre los jóvenes terrícolas y ahora todos parecían caballos con las crines recortadas.

– Pasa, pasa, amigo Yiannis. Siéntate, por favor.

¿Amigo Yiannis? Era la primera vez que veía a esa mujer en su vida. Titubeó unos instantes sin saber muy bien dónde instalarse, porque la habitación estaba decorada a la última moda minimalista, con muebles etéreos y apenas visibles. Al fin se decidió por una línea de luz azulada y se sentó en ella con cuidadosa aprensión. La línea se adaptó a su cuerpo y formó un respaldo. La supervisora ocupaba otro sillón parecido ante una mesa semitransparente que se fundía con la enorme pantalla circular. La decoración debía de haber costado una millonada. El Archivo, una de las instituciones más poderosas de los EUT, era propiedad de la gigantesca empresa privada PPK, aunque el Estado Central Planetario tenía voz y voto en el consejo de gestión. Y sin duda era un negocio fabuloso, puesto que todos los ciudadanos de la Tierra tenían que pagar un canon cada vez que accedían a la información.

– He leído tu memorándum, y en primer lugar quiero agradecerte tu interés y tu celo profesional. Porque estoy segura de que lo has hecho movido por las mejores intenciones. Pero verás… En todo el tiempo que llevo en el cargo, nadie había recurrido al protocolo de emergencia CC/1. No sé si sabes que al activarse el protocolo se manda automáticamente una copia de tu mensaje a la administración central del Estado. Y eso, te voy a ser sincera, nos resulta a todos muy fastidioso… Ahora vendrán los funcionarios, nos harán una investigación…

– Pero eso está bien, eso es perfecto. Necesitamos que los servicios de seguridad de los EUT investiguen urgentemente las irregularidades.

La supervisora torció la cabeza hacia un lado, como un pájaro, y clavó la mirada en el hombre. Era una mujer flaca y fibrosa, con unos ojillos duros que casi no parpadeaban.

– Ay, Yiannis, Yiannis… No me estoy explicando o no me estás entendiendo. Tu memorándum es una equivocación. Un error. Un exceso de celo, precisamente -lo decía con dulzura, como si el archivero le diera pena, pero en su voz vibraba un filo cortante.

– ¿Un exceso de celo? Pero ¿cómo…? ¿De verdad has leído mi escrito? ¿Y los otros documentos? Es innegable que alguien está manipulando las entradas…

– He leído todo, he estudiado todo, y también lo han estudiado mis expertos. No hay nada. Estás viendo fantasmas. No hay más que algunos pequeños errores sin importancia aquí y allá. Las erratas habituales.

– Pero…

– ¡Las erratas habituales! Mucho más grave que esos errores nimios es tu comportamiento. Has sacado un artículo de la cadena de edición, interrumpiendo el flujo de información, y lo que es aún peor, has hecho una copia privada e ilegal de un texto aún no autorizado. Es una conducta inadmisible.

Yiannis advirtió que se ruborizaba. No pudo evitar sentirse un malhechor: a él también le parecía inadmisible. En su boca empezaron a agolparse frases automáticas de remordimiento y de disculpa.

– Según la Ley General de Archivos, sacar una copia ilegal puede ser considerada un acto de espionaje. Podrías ir a la cárcel por ello -siguió diciendo la mujer.

La amenaza era tan excesiva y tan obvia que Yiannis se tragó de un golpe las excusas que estaba a punto de ofrecer. Resopló indignado.

– Dudo que alguien considere que soy un espía. Te informé inmediatamente de lo que había hecho. Sólo quería llamar tu atención cuanto antes dada la gravedad del problema…

– Pero ¿de qué problema hablas? Estás viejo, Yiannis. Estás cansado. Estás viendo fantasmas. ¿No decías que el profesor Ras no existe? Mira…

La mujer tocó el ordenador y una cascada de imágenes inundó la gran pantalla. Lumbre Ras en su casa de Nueva Delhi, Lumbre Ras en una conferencia holográfica interplanetaria, Lumbre Ras recogiendo el Nobel… Si es que ese hombrecillo aceitunado era de verdad el profesor Ras, tal y como sostenían los registros documentales que estaba viendo. Yiannis se quedó estupefacto: esa misma mañana, apenas unas cuantas horas atrás, no había nadie de ese nombre en la Red. Nada. No existía. Y ahora la información se sucedía de modo torrencial. Tuvo un instante de vértigo: entonces, ¿sería verdad que se había equivocado?

– ¿Ves? No hay ningún problema, Yiannis. El problema eres tú.

No. No era un error. Era una conspiración. Alguien había falsificado todas esas imágenes y las había introducido en el sistema en tan sólo unas horas. Sintió que su vértigo aumentaba. Le parecía estar flotando sobre un abismo.

– Si no tomas en serio mi denuncia, hablaré con el comité de gestión… -dijo débilmente.

– Tú no hablarás con nadie, Yiannis Liberopoulos. Estás despedido. Y, por cierto, nos hemos incautado de tu pantalla central.

– ¿Qué? ¿Mi ordenador? ¿Habéis entrado en mi casa? Pero ¿cómo os habéis atrevido? -balbució el hombre.

– Por el artículo 7C/7 de la Ley de Archivos… Recuperación de material robado. Hemos ido con la policía. Todo perfectamente legal. Y no mires hacia tu móvil, porque tampoco tienes ahí la copia que hiciste esta mañana. La hemos borrado por control remoto desde tu consola. Así que no tienes nada. Y tampoco trabajo. Y aún puedes dar gracias, porque no vamos a denunciarte.

Y ahora, si no te importa…

Yiannis se levantó como un cordero y salió del despacho y luego del edificio de manera automática, sin darse apenas cuenta de por dónde iba. Le habían despedido. El Archivo era su vida y le habían despedido. Y encima habían entrado en su casa y le habían quitado el ordenador. Y además estaba sucediendo algo terrible… un golpe de Estado en la Región, o quizá en el planeta. La cabeza le daba vueltas y estaba empapado en sudor frío. Iba tan aturdido que no se fijó en el coche que se acercaba lentamente por la calle todavía nevada. Un vehículo oscuro de cristales teñidos. De hecho, no lo vio hasta que no lo tuvo encima. Hasta que el auto rugió y se abalanzó sobre él como una nube negra. Yiannis gritó, dio un salto hacia atrás, se torció un tobillo; el coche derrapó, patinó en el hielo y pasó rozándolo: se había salvado por un par de centímetros. El archivero se quedó sin aliento, fulminado por una sospecha aterradora. Me ha intentado matar, pensó. Quieren asesinarme.

En ese momento el vehículo consiguió enderezar su dirección. La ventanilla entintada del conductor bajó y asomó una cabeza de hombre que le miró indignado.

– ¡Imbéeeeciiiiiiil! -gritó el tipo mientras se alejaba.

Yiannis se quedó desconcertado. Y luego echó una ojeada a su alrededor. Estaba en medio de la calzada. Hizo un esfuerzo y reconstruyó mentalmente sus últimos movimientos; iba tan fuera de sí que había debido de bajar de la acera sin fijarse en el tráfico. No le habían intentado atropellar: él se había arrojado sin mirar bajo las ruedas. El viejo corazón redoblaba con esfuerzo en su pecho y el tobillo que acababa de torcerse le dolía. Sí, verdaderamente era un imbécil.


En caso de necesitarlo, Nopal podía desaparecer en menos de una hora. Disponía de media docena de pisos secretos diseminados por el mundo y de un puñado de identidades falsas. Es decir, Pablo Nopal no siempre se llamaba Pablo Nopal. De hecho, la mitad de la existencia del memorista permanecía sumergida en las oscuras aguas de lo no visible, como los icebergs artificiales del Pabellón del Oso. Año tras año, con perseverancia y un notable ingenio para lo clandestino, el escritor se había ido construyendo una vida paralela. Empresas fantasmas, testaferros que desconocían para quién estaban trabajando, chapas civiles tan perfectamente falsificadas que eran imposibles de detectar (de hecho, eran cédulas auténticas confeccionadas por funcionarios corruptos).

Y una red clandestina de informantes, porque no hay poder sin conocimiento. Tal vez fuera cierto que el dinero no daba la felicidad, pensaba el memorista, pero compraba seguridad, que era algo mejor y menos volátil que la dicha. ¿A qué más podía aspirar un hombre sensato sino a estar razonablemente protegido del dolor? Aunque para ello hubiera que recurrir a métodos socialmente reprobados, a comportamientos prohibidos.

Nopal no había escogido ser así. No había elegido voluntariamente el camino de la ilegalidad, de la misma manera que el marginado social no escoge la marginalidad, sino que se encuentra desterrado al otro lado de la línea de lo normal. El destino había sido injusto con el memorista, el destino se había ensañado con él, y él había tenido que aprender a defenderse y a responder a la violencia con violencia. El verdadero superviviente es aquel que no duda en hacer lo que sea necesario para sobrevivir, y Nopal no dudaba. A menudo se admiraba de sí mismo, se contemplaba con una curiosidad no exenta de sorpresa, porque no conseguía entender cómo era posible que, gustándole tan poco la vida, fuera capaz de aferrarse a ella con tanta tenacidad, con tanta fiereza. Tal vez lo hiciera por orgullo, por la firme decisión de no dejarse humillar nunca más. O quizá se tratara de un automatismo de las células, del empeño de la carne en seguir siendo, de esas febriles ansias de vivir que hacían que algunos enfermos terminales, pese al dolor y el deterioro, pelearan hasta su último aliento por alargar tan penosa existencia. Sí, la metáfora del enfermo no era mala, pensó el memorista: de alguna manera, Nopal siempre había sentido que había algo patológico en él, algo doliente. La vida era una maldita enfermedad que te acababa matando.


Bruna entró en el cuarto del hotel casi a ciegas: las alteraciones visuales eran una demoledora consecuencia de la migraña. Se abalanzó sobre su mochila y sacó una subcutánea de paramorfina. Todavía le quedaban tres dosis de las ocho que le habían dado en el hospital. La aplicó en el brazo con manos temblorosas y se dejó caer agotada sobre la cama para esperar su efecto. Enseguida sintió cómo la droga empezaba a recorrer su cuerpo con pasitos de fieltro, apagando los latidos de dolor, subiendo con su frescor de nieve hasta la amígdala, barriendo el torbellino de corpúsculos brillantes que la impedían ver. Ah. Qué indescriptible alivio.

Abrió los ojos con un pequeño sobresalto. Vaya, se había quedado dormida. Miró el reloj: había perdido una hora, pero se sentía extraordinariamente bien. Descansada y como nueva. Estaba en la habitación que había alquilado como Bruna, aunque todavía llevaba puesto su disfraz de humana. Cuando llegó se sentía tan mal que sólo podía pensar en echar mano a la paramorfina y no respetó sus propias normas de trabajo. Esperaba que nadie la hubiera visto entrar en el cuarto, y que nadie se fijara en las grabaciones de seguridad. Había sido un error, pero de todas maneras iba a dejar el hotel enseguida. Se levantó de un brinco y comenzó a despojarse a toda prisa de Annie Heart. Cuando Husky volvió a aparecer en el espejo con la línea tatuada surcando su cuerpo (partiéndola, atándola, como decía el esencialista) se sintió extrañamente feliz. Fue como recuperar a una vieja amiga.

Hizo su equipaje y pasó a la habitación de Annie para recoger también allí sus pertenencias. Ya estaba a punto de acabar cuando llamaron a la puerta.

– Mierda…

Miró en la pantalla y vio la imagen de un robot. Sonrió, súbitamente animada: acababa de recordar la pistola de plasma. Puede que el cretino de Serra no hubiera anulado el trato. Cuando abrió la puerta comprobó que se trataba de un mensajero viejo y abollado. No debía de tener reconocimiento visual, lo cual le convenía. Al detectar la presencia de Bruna, el artefacto empezó a escribir frases en su cinta luminosa.

Paquete para Annie Heart

Sólo entrega personal verificada

Identificación por favor

La detective sacó la chapa civil falsa que le había proporcionado Mirari y la acercó al ojo del robot. El trasto soltó un pitido de confirmación.

Identificación aceptada

Entrega requiere pago previo

500 papelgaias

Bruna salió al pasillo, se acercó a la caja automática que había en todos los pisos junto a los ascensores, pagó las dos habitaciones, la de Annie y la suya, y a continuación sacó cinco lienzos contra su crédito. Volvió junto al robot y metió el dinero por la ranura. La tapa de la caja blindada se abrió y apareció un bonito kit completo de masaje electrónico tailandés.

– Pero ¿qué demonios…?

El robot se alejaba ya pasillo adelante dando chirridos. Bruna estuvo a punto de hacerlo regresar y exigir la devolución de sus gaias, pero luego lo pensó mejor. Entró en el cuarto, despejó la superficie de la pequeña mesa y abrió el paquete. Dentro había un extraño objeto ovoide de silicona con ruedas y ventosas, presumiblemente el kit de masaje tailandés capaz de recorrer tu cuerpo de manera automática sobando y chupando y untando de aceites esenciales. El objeto se abría por la mitad para poder meter los diversos ungüentos; cuando Bruna lo abrió, encontró allí dentro la pistola de plasma. Un escondite ingenioso: la forma del arma se adaptaba a la del aparato de masaje. La pistola tenía un aspecto casero y horrible: parecía confeccionada con piezas recicladas y desparejas. Por eso era tan barata. Colocó el arma en carga mínima y en microimpacto, apuntó a un lateral de la cama y disparó. Hubo una levísima y silenciosa vibración de luz; luego Bruna se agachó y comprobó que en la parte baja del colchón se veía un ínfimo agujero, algo así como el hueco dejado por una polilla. Parecía que ese feo trasto funcionaba. Mejor eso que nada. Las cosas estaban poniéndose demasiado peligrosas para no ir armada.

Cuando salió del Majestic ya era noche cerrada, pero se percibía cierto entibiamiento del aire: la crisis polar debía de estar empezando a remitir. Aunque llevaba el peso de los equipajes, ni siquiera intentó coger un taxi: seguro que a esas horas y con el miedo reinante nadie pararía a una rep como ella. Las cintas rodantes volvían a funcionar y Bruna apretó el paso para combatir el frío y para huir del bombardeo de las pantallas públicas, que seguían pasando imágenes violentas de los tecnohumanos, declaraciones supremacistas, entrevistas con Chem Conés y Hericio, noticias sobre otros disturbios semejantes sucedidos en diversos rincones de los EUT. Ardían las pantallas de odio especista. Bruna se preguntó si los inicios de la Guerra Rep fueron así. ¿Se habrían sentido los androides igual de perseguidos, igual de apestados en el fatídico año 2060? ¿Y aquellos judíos del siglo XX? ¿Aquellos que terminaron siendo exterminados en hornos crematorios? ¿Habrían advertido el comienzo de su fin de la misma manera que ella advertía ahora la escalada política y legal contra los tecnohumanos? Cuatro años, tres meses y trece días. Tal como estaban las cosas, ¿qué tragedias podrían suceder en esos cuatro años que le quedaban? Ni siquiera sabía si alcanzaría a vivir hasta su TTT. El futuro era una aplastante piedra negra, un fragor de avalancha.

Archivo Central de los Estados Unidos de la Tierra

Versión Modificable

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