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Madrid, 25 enero 2109, 11:05

Buenos días, Yiannis


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LA INTRUSIÓN NO AUTORIZADA ES UN DELITO PENAL QUE PUEDE SER CASTIGADO HASTA CON VEINTE AÑOS DE CÁRCEL


Tierras Sumergidas

Etiquetas: calentamiento global, Guerras Robóticas, Plagas, ultradarwinismo, Leyes Demográficas, turismo húmedo.

#002-327

Artículo en edición

Aunque el calentamiento global comenzó a deshacer los casquetes polares ya en el siglo XX y el nivel del mar había ido subiendo de forma progresiva durante varias décadas, lo cierto es que sus devastadores efectos sociales parecieron estallar súbitamente en tomo a 2040. «Al igual que una rana a la que le vas calentando gradualmente el agua no advierte el problema hasta que se abrasa, la Humanidad no se ha dado cuenta de la catástrofe hasta que no han llegado las muertes masivas», dijo en 2046 el premio Nobel de Medicina Gorka Marlaska.

En realidad ya se habían producido graves disturbios mucho antes, pero fueron considerados hechos aislados y pasaron más o menos inadvertidos porque, por lo general, sucedieron en zonas superpobladas, económicamente deprimidas y tradicionalmente inestables como el desaparecido Bangladesh, país cuyo territorio quedó totalmente cubierto por las aguas, salvo una estrecha franja de montañas en el Este que, tras la época de las Plagas, fue absorbida por la India. A finales de 2039, sin embargo, cuando ya se había sumergido entre un 13 y un 14% de la superficie terrestre, en la zona del delta del Irrawaddy (antigua Birmania) se originó una especie de estampida que, al contrario de lo que había sucedido en otras ocasiones, no quedó confinada en la región, sino que fue prendiendo en otras zonas geográficas y multiplicándose velozmente a lo largo de 2040 hasta convertirse en un fenómeno planetario. Hay que tener en cuenta que las franjas costeras albergaban grandes núcleos urbanos y estaban por lo general densamente pobladas. A medida que el mar fue avanzando, hubo ciudades que desaparecieron por completo, como Venecia, Ámsterdam o la isla de Manhattan, mientras que otras quedaron anegadas en parte, como Lisboa, Barcelona o Bombay. Aún más dañina fue la inundación de los deltas más fértiles y de franjas litorales agrícolas densamente pobladas. Cientos de millones de individuos desesperados y hambrientos que lo habían perdido todo fueron ascendiendo, perseguidos por las aguas, hacia tierras más altas. Pero esas tierras altas ya estaban habitadas y a menudo también acosadas por el hambre, dada la pérdida fatal de las mejores tierras cultivables. Los enfrentamientos entre unos y otros arrasaron el globo. Una violencia ciega prendió en todo el mundo y las masacres se sucedieron durante varios años. Se puede decir que fue la primera guerra civil planetaria y debió de ser tan traumática que, curiosamente, carece de nombre propiamente dicho. Los historiadores se refieren a ese periodo como las Plagas, porque las feroces y colosales hordas de desplazados fueron comparadas a las plagas de langosta de la maldición bíblica.

Fue un tiempo de caos y no se dispone de datos fiables, pero se calcula que en 2050, al cabo de una década de conflictos, habían muerto dos mil millones de personas a causa de las hambrunas, las enfermedades y la violencia directa. Además hubo otros factores letales a tener en cuenta, como la aparición de los ultradarwinistas. El ultradarwinismo fue un movimiento racista y terrorista supuestamente basado en las teorías de Charles Darwin, aunque la inmensa mayoría de la comunidad científica siempre ha rechazado que los ultras tuvieran nada que ver con el evolucionismo. Consideraban que la Tierra no podía albergar una población humana tan elevada, cosa que, por otra parte, era una verdad evidente, y sostenían que las Tierras Sumergidas y las subsiguientes Plagas eran un proceso de selección natural provechoso para la Tierra, dado que la mayor mortandad se producía en zonas superpobladas, económicamente depauperadas y, por lo general, habitadas por individuos de origen racial no caucásico, a quienes estos ultras consideraban material humano defectuoso y prescindible. Para agilizar ese supuesto proceso de «limpieza étnica», los ultradarwinistas cometieron innumerables atentados con explosivos convencionales, misiles e incluso cabezas nucleares de corto alcance, hasta que la organización pudo ser finalmente desmantelada en 2052. Por otra parte, está demostrado que los replicantes aprovecharon Las Plagas para asesinar humanos impunemente.


***¡Escandalosamente inexacto! Los tecnohumanos ni siquiera habían sido inventados durante el período de las Plagas. Quiero dejar constancia de mi preocupación y mi repulsa ante ciertas inclusiones peligrosamente erróneas que estoy encontrando últimamente en los archivos. Recomiendo una investigación interna. Yiannis Liberopoulos, archivero central FT711****


Aunque lo peor de las Plagas había acabado ya para mediados del siglo XXI, el paisaje político y geográfico quedó tan afectado que el planeta se sumió en un explosivo desequilibrio durante décadas. La guerra rep (2060-2063) empeoró la situación demostrando una vez más el pernicioso efecto de los tecnos y la falta de legitimidad de las nuevas fronteras se convirtió en una de las causas desencadenantes de las Guerras Robóticas (2079-2090). Este largo periodo de inestabilidad y violencia generalizadas hicieron que la población mundial cayera por debajo de los cuatro mil millones de personas. En el último cuarto del siglo XXI algunos países ya habían comenzado a limitar el número de hijos a sus ciudadanos, pero fue a partir de la Unificación (2096) cuando los Estados Unidos de la Tierra decretaron las Leyes Demográficas (2101) que regulan los embarazos con el fin de evitar una nueva superpoblación. El objetivo es mantener estable el número de habitantes del planeta en cuatro mil millones, a los que hay que añadir unos mil millones más repartidos entre las dos Tierras Flotantes, Labari y Cosmos. Dado que el 15% de los terrícolas son reps (seiscientos millones de individuos), una ventaja añadida de su exterminio sería poder aumentar sensiblemente la cuota de niños humanos.


****Recomiendo que la investigación interna se realice por la vía de urgencia. Yiannis Liberopoulos, archivero central FT711****


Fue también a partir de la Unificación cuando el Gobierno Planetario decidió rentabilizar las Tierras Sumergidas. Se crearon diversos lotes con las zonas anegadas más emblemáticas y su gestión fue subastada entre diversas megaempresas de ocio y turismo. Hasta ahora se han abierto una docena de parques temáticos y otros veinte están en construcción. Los consorcios consolidaron las ruinas de las Tierras Sumergidas y crearon islas artificiales para albergar hoteles, restaurantes y demás servicios. Las zonas inundadas pueden visitarse en batiscafo, en burbuja individual subacuática o con equipo de buceo. Hay parques temáticos urbanos, como el famoso Manhattan, o históricos, como el delta del Nilo. Estos populares destinos vacacionales forman el llamado turismo húmedo.


Merlín jugaba muy bien al ajedrez. Era un replicante de cálculo y tenía una mente formidable, matemática, musical, un laberinto exacto de centelleantes pensamientos.

– A veces pienso en el animalillo medio salvaje que serías sin mí y me estremezco de horror -le decía en ocasiones, agarrándola por el cogote como quien sujeta a un potro demasiado nervioso.

Merlín hablaba en broma, pero en realidad estaba bastante cerca de la verdad. Bruna pensaba que los dos años que había vivido con él, junto con las posteriores enseñanzas de su amigo Yiannis, la habían convertido en lo que era, una tecno de combate distinta a todos los demás. La vida era una cosa indescifrable y misteriosa, incluso la pequeña y pautada vida de los reps. En realidad esos ingenieros genéticos que se creían dioses no sabían lo que estaban haciendo. Sí, podían potenciar ciertas aptitudes en los tecnohumanos dependiendo de la función para la que eran construidos, pero luego cada rep era diferente y desarrollaba capacidades o defectos que ningún ingeniero había sabido prever en el laboratorio mientras troceaba y mezclaba hélices clonadas de ADN. También Merlín era especial: creativo, imaginativo, con un temperamento juguetón que le predisponía a la felicidad.

Se conocieron cuando ella acababa de licenciarse de la milicia y aún tenía caliente en el bolsillo la paga de asentamiento. De modo que Bruna todavía era joven, mientras que Merlín tenía ya 8/33. Pero vivía sin miedo a la muerte, como si fuera eterno. O como si fuera humano, porque los humanos eran capaces de olvidar que son mortales. Eso fue algo que Bruna no consiguió aprender de su amante.

– ¡Husky! ¿Estás aquí? No me estás escuchando en absoluto.

Habib tenía la cara retorcida en un gesto de hastío e impaciencia.

– Perdona. Me distraje un momento pensando…

– Pues piensa en tus ratos libres. Con las cuentas de gastos que estás pasando, por lo menos podrías intentar no hacerme perder el tiempo.

Habib llevaba toda la mañana así, extremadamente nervioso, inflamable, con una agresividad que Bruna nunca le había visto antes.

– Me diste carta blanca con el dinero.

– Y si ofrecieras algún resultado, consideraría la inversión bien empleada. Pero hasta ahora… -gruñó él.

Y lo peor era que no le faltaba razón.

Se encontraban en el piso que habían compartido Myriam Chi y Valo Nabokov. Un apartamento amplio y cómodo pero fríamente funcional, como si la ideología radical no alentara demasiados refinamientos decorativos. O como si no quisieran tener demasiado arraigo con las cosas. Sólo había un detalle personal: una foto de Myriam y Valo, abrazadas, amorosas y sonrientes. Estaba tallada tridimensionalmente a láser dentro de un bloque de cristal. Era el típico recuerdo que se confeccionaba al instante en muchos de los lugares de vacaciones. Merlín y ella también se habían hecho un retrato así en Venecia Park, en un fin de semana de turismo húmedo que se regalaron al poco de empezar su relación. Cuando su amante murió, Bruna tiró el vidrio: no podía soportar esa imagen de dicha. Pero ahora, al encontrarse con el retrato de Nabokov y Chi, la cabeza se le había disparado y se había puesto a pensar en Merlín. Cosa que, por lo general, prefería evitar.

Fuera de ese convencional souvenir cristalino, la estancia podría ser el anodino salón de cualquier apartotel. Comparada con ese entorno, la casa de Bruna incluso parecía acogedora. La rep recordó con cierto orgullo las dos copias pictóricas que tenía: El Hombre de Vitrubio, de Leonardo da Vinci, y la Señora escribiendo una carta con su criada, de Vermeer. Eran unas reproducciones muy buenas, no holográficas sino suprarrealistas, que le habían costado bastante caras.

– Aquí no hay nada. Ya te lo dije -gruñó Habib cerrando los cajones de la cocina.

La policía acababa de desprecintar el piso después de haberlo escudriñado a fondo. Bruna imaginó al enorme Lizard husmeando por allí y la idea le resultó desagradable, más bien abusiva, incluso un poco obscena. A Myriam y a Valo no les hubiera gustado que un humano anduviera revolviendo entre sus cosas. Claro que probablemente tampoco les hubiera gustado que estuvieran ellos dos. Cuando Habib se enteró de que Bruna quería venir a inspeccionar el piso, insistió en acompañarla; y ahora estaba desplegando una actividad frenética y totalmente inútil, porque él no podía saber lo que la rep estaba buscando. De hecho, ni ella lo sabía; pero la experiencia le había enseñado que su inconsciente era más sabio que su conciencia; y que, simplemente mirando, a menudo veía cosas que los demás no veían. Indicios que le saltaban a los ojos como si la estuvieran llamando. De manera que Bruna iba detrás de Habib y volvía a abrir y a revisar todos los cajones y todos los armarios que el hombre acababa de cerrar desdeñosamente. Aunque era verdad que hasta el momento no habían encontrado nada revelador.

Entonces entraron en el dormitorio y Bruna se sintió turbada y conmovida. Éste sí era un cuarto personal, un nido, una guarida, el sanctasanctórum en el que los mortales se refugiaban, creyendo poder protegerse de la desolación del mundo. La cama, enorme, estaba cubierta de primorosos cojines de seda de brillantes colores; y en la pared de enfrente, de parte a parte, se alineaban al menos quince orquídeas blancas plantadas en barrocos tiestos dorados. Gasas color lila flotaban colgando del techo como pendones; y el suelo estaba cubierto por una esponjosa y maravillosa alfombra omaá de un rojo profundo.

– Ah. Vaya. Impresionante -dijo Habib.

Bruna se preguntó cuál de las dos, Myriam o Valo, sería la responsable de esa decoración tan femenina y opulenta. Chi, con sus uñas pintadas… O Nabokov, con sus enormes pechos y sus moños imposibles. Aunque probablemente fuera cosa de ambas… Un mundo íntimo recargado y secreto en el que coincidían. Eso era el amor, en realidad: tener a alguien con quien poder compartir tus rarezas.

– Yo había estado antes en esta casa, claro, pero… no en este cuarto. Uno nunca acaba de conocer a las personas -murmuró Habib.

Sobre la mesa de luz, la huella del infierno vivido: una infinidad de frascos, inyectores subcutáneos, parches dispensadores, pastillas, desinfectantes, apósitos, pomadas. Toda la parafernalia médica, esa sucia marea de remedios inútiles que deja tras de sí la enfermedad. También cuando Merlín murió el cuarto quedó lleno de esta triste basura. Duplomórficos contra el dolor. Antipsicóticos contra los delirios, el desasosiego y la violencia causados por el TTT. Relajantes centrales contra la angustia. Cuando él ya se había ido, todavía quedaban jirones de su sufrimiento pegados a los fármacos. Del mismo modo que ahora se podía seguir el rastro de la agonía de Nabokov en ese batiburrillo de grageas. Bruna sintió un pellizco de horror. Del viejo y conocido horror de siempre, que se desperezaba como un dragón en sus entrañas. Cuatro años, tres meses y diecisiete días. Diecisiete días. Diecisiete días.

Habib estaba a cuatro patas, en el suelo, pasando el dedo por el borde de la gruesa alfombra, a lo largo del exiguo canal entre el tapiz y el muro. Se lo estaba tomando muy en serio, se dijo la rep con cierta burla. A decir verdad, se lo estaba tomando demasiado en serio, pensó después, un poco extrañada. El androide no parecía estar registrando la casa sin más, sino buscando específicamente algo. Esa minuciosidad en la inspección, ese nerviosismo…

– Venganza -exclamó.

– ¿Cómo? -preguntó Habib, volviéndose hacia ella.

La detective había hablado en un impulso, en un ciego golpe de intuición, a modo de globo sonda. Miró a los ojos a Habib.

– Venganza. ¿Te dice algo esta palabra?

El hombre frunció el ceño.

– Pues… no mucho. ¿Qué tendría que decirme, Bruna?

Tenía un aspecto absurdo, todavía a cuatro patas, con la cabeza vuelta sobre su hombro para mirarla. Le pareció que de repente estaba demasiado simpático. El androide había utilizado su nombre de pila y además ahora su tono era amistoso, después de haberse comportado toda la mañana de modo insoportable. Bruna desconfió. Le sucedía a menudo, de repente era atravesada por el viento frío de la sospecha. Decidió no contarle lo de los tatuajes. Ése era un secreto entre Lizard y ella.

– No. Nada. Fue algo que dijo Nabokov, aquella última vez que la vi. Venganza. Y luego se marchó a matar y a morir.

Habib se puso en pie y sacudió la cabeza.

– Deliraba. Escucha, Bruna, no sé qué estamos buscando aquí. Yo creo que a Valo no le metieron ninguna memoria. Simplemente estaba muy enferma y loca de dolor por la muerte de Myriam.

La detective asintió. Probablemente el hombre estaba en lo cierto.

– Y otra cosa, Bruna… Discúlpame si estoy un poco… tenso. Dentro de dos días se celebra la asamblea del MRR para elegir al nuevo líder del movimiento. Yo creía que lo tenía fácil, pero han aparecido otros dos androides que optan por el puesto, y están desplegando contra mí la más sucia de las campañas. Me acusan de no intentar esclarecer la muerte de Myriam con suficiente ahínco, me acusan incluso de haberme alegrado de su desaparición para poder ocupar su puesto. Por eso necesito resultados cuanto antes, ¿lo entiendes? ¡Cuanto antes!

– Ya veo. Sobre todo resultados electorales -dijo la rep con cierta sorna.

Habib la miró airado.

– Pues sí, eso también. ¿Te sorprende? Estamos en un momento crítico en la historia de los replicantes y yo sé que puedo ayudar a que la situación mejore, que puedo dirigir al MRR con mano firme en este paso crucial. Yo no me alegré de la muerte de Myriam como dicen esos miserables, desde luego que no, pero quizá fuera en cierto sentido providencial. Porque yo sé lo que hay que hacer. Y creo que lo sé incluso mejor que ella. ¿Acaso es un delito aspirar al liderazgo cuando sabes que eso te va a permitir influir para bien en la sociedad?

Había terminado perorando en tono altisonante. De modo que eso era lo que estaba haciendo a cuatro patas y metiendo el hocico por los rincones: buscar votos. Aunque fuera a costa de la locura de Nabokov, de la sangre de Chi, del horror y el fuego y la violencia. Decepcionante. Miró al enojado Habib con desapego. Como solía decir Yiannis, cuánto lucía la miseria de la gente en cuanto las cosas empezaban a ir mal.


Bruna bajó de la cinta rodante, torció cautelosamente por la avenida y oteó a lo lejos los alrededores de su edificio, mientras se aferraba a una pequeñísima esperanza. Pero no: ahí estaba el omaá, con su corpachón traslúcido y su camiseta ridícula. El paciente cerco del bicho estaba convirtiendo las salidas y entradas en un martirio. La noche anterior, al llegar todavía alta de adrenalina tras el encontronazo con los matones de las cadenas, tomó su enorme sombra por la de un asaltante y casi le encajó una patada en los genitales. O en el lugar en donde los terrícolas los tienen. Pero el omaá la esquivó tan fácilmente como si hubiera adivinado su movimiento.

– Soy Maio, soy Maio. Perdona si te he sobresaltado -dijo con su voz rumorosa.

Y la rep casi había lamentado que no fuera un anónimo agresor. El alienígena la sacaba de quicio, la inundaba de una absurda culpabilidad, la obsesionaba, hasta el punto de hacerle pensar dos veces la incomodidad de volver a casa. Ahora mismo, tras acabar el registro del apartamento de Chi, hubiera preferido no regresar. Pero le pareció vergonzoso no atreverse a encarar al alienígena y además estaba Bartolo, a quien no quería dejar demasiado tiempo a solas. De modo que no tuvo más remedio que echar a correr y entrar como una exhalación en el portal, para eludir en lo posible al maldito y perseverante Maio. El alienígena se estaba convirtiendo en un problema.

Superado con éxito el primer omaá, ahora le quedaba enfrentarse al segundo. La androide abrió la puerta de su piso temerosa de lo que podría encontrar. ¿Cómo demonios había sido capaz de complicarse la vida de ese modo? Una vez más, decidió avisar inmediatamente a una protectora de animales y librarse del bubi. Asomó la cabeza con cuidado: el lugar parecía estar en orden. Nada de trajes medio masticados por el suelo. Tranquilizada, entró y cerró la puerta, y entonces vio al tragón, que estaba pegado a la pared del fondo, nerviosísimo y con la cabeza gacha, la perfecta imagen de la culpabilidad. A la rep se le cayó el ánimo a los pies.

– ¿Qué has hecho? Has hecho algo malo, ¿verdad?

Bartolo se frotaba con desesperada contrición sus pequeñas manos grises. De pronto Bruna tuvo una intuición horrible y corrió hacia la mesa del rompecabezas. Dio un suspiro de alivio: todo parecía estar bien. Pero un momento… Un momento: faltaba una pieza que había sido extraída de la zona ya resuelta. El hueco era una herida en medio del dibujo.

– ¡Te dije que no tocaras el puzle!

El bubi gimoteó.

– ¿Qué has hecho con la pieza? ¿Te la has comido, animal idiota?

– Bartolo bueno… -lloriqueó la criatura.

Y echó a correr hacia el dormitorio. Bruna lo siguió y, para su pasmo, encontró el pequeño cartón troquelado encima de la almohada de su cama, justo en medio, meticulosamente colocado. La rep lo cogió: estaba intacto, ni siquiera parecía chupado. Sin duda era un mensaje, un aviso, incluso una amenaza, pensó Bruna. Venía a decir: no me gusta que me abandones y en venganza podría haberte destrozado todo el rompecabezas, pero he sido magnánimo y no lo he hecho. Era una protesta muy sofisticada… Algo no demasiado diferente de las cabezas de perro recién degolladas que solía dejar la mafia china. La androide intentó disimular la sonrisa que le bailaba en los labios y se volvió hacia el bubi con un gesto esforzadamente adusto.

– Bartolo solo… -bisbiseó el tragón retorciéndose los dedos.

– Ya sé, ya sé que te has quedado solo y no te gusta… Bueno. Vale. Por esta vez te perdono. Pero no vuelvas a hacerlo.

El animal dio un brinco y se le subió a los brazos: Bruna sintió su aliento cálido en el cuello. Turbada y enojada, se arrancó al bubi de encima y lo dejó en el suelo. Sólo le faltaba encariñarse con una criatura de la que se iba a desprender inmediatamente.

– ¡Y esto tampoco vuelvas a hacerlo nunca más! ¡Nada de subirse y abrazarse!

Y, viendo la compungida cara del tragón, añadió enseguida:

– Venga, que voy a darte algo de comer.

Fue una información que levantó de manera instantánea los ánimos del bubi.

En ese momento entró una llamada de Mirari. El rostro peculiar de la violinista apareció en pantalla con los pelos blancos erizados como una corona de espinas.

– Ya está. Te mando un robot. Veinte minutos -dijo, y cortó.

Siempre tan escueta.

La rep llenó una copa de vino blanco y se dejó caer cansinamente en el sofá frente al ventanal, mientras Bartolo masticaba con sonoro entusiasmo su tazón de cereales. Cuatro años, tres meses y diecisiete días. Tomó un sorbo del vino. El brazo que sostenía la copa mostraba el enroscado verdugón producido por el cadenazo del camorrista y la detective pensó que era una marca simbólica. Los acontecimientos la estaban dejando contusionada, herida. De alguna manera, este caso le había removido más que ningún otro. Se había convertido en algo muy personal.

Empezó a llover. El cielo era un cambiante remolino de ennegrecidas nubes y las gotas golpeaban el cristal de la ventana, sesgadas por el viento. Un día Yiannis le había mostrado a Bruna la vieja y mítica película del siglo XX en donde se hablaba por primera vez de los replicantes. Se titulaba Blade Runner. Era una obra extraña y bienintencionada hacia los reps, aunque le resultó algo irritante: los androides tenían poco que ver con la realidad y, por lo general, eran más bien estúpidos, esquemáticos, aniñados y violentos. Por no mencionar a una tecno rubia que daba volteretas como una muñeca articulada. Aun así, en la película había algo profundamente conmovedor. Bruna se había aprendido de memoria el parlamento que decía el rep protagonista antes de fallecer, en la lluviosa azotea: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.» Y entonces inclinaba la cabeza y moría tan fácilmente. Tan fácilmente. Como un aparato eléctrico que alguien desenchufaba. Sin sufrir el tormento del TTT. Pero sus poderosas palabras reflejaban maravillosamente la inconsistencia de la vida… De esa sutil y hermosa nimiedad que el tiempo deshacía sin dejar huella. Inclinaba la cabeza el rep de Blade Runner y moría, mientras la lluvia resbalaba por sus mejillas ocultando quizá sus últimas lágrimas.

Cuando ya estaba cerca de cumplir los 10/35 años, Merlín desapareció. Se marchó. Se mudó a un hotel. Y cuando Bruna por fin consiguió localizarlo y fue a pedirle que regresara, el androide intentó ser lo más desagradable posible para apartarla de él. Pero la detective, que nunca había brillado por su elocuencia, consiguió sin embargo hacerle entender que verle morir en la distancia iba a ser todavía más doloroso. De modo que Merlín volvió, y aún disfrutaron de un par de meses de serenidad antes de que se manifestara el TTT.

Tras la aparición de la enfermedad se fueron a las Highlands, en Escocia. Tierras desnudas quemadas por el viento, riachuelos como hilos de mercurio sobre cauces negros. A los dos les gustaban los lugares remotos, fríos e inhóspitos: una de esas rarezas compartidas que formaban la base del amor. Por eso, cuando Merlín decidió retirarse a la oscuridad como un perro herido, escogió ese rincón lejano. Se instalaron en un pequeño y vetusto cottage alquilado que enseguida llenaron con su patético cargamento de instrumental sanitario y medicinas. Olor a enfermedad y tiempo envenenado. El lento y opresivo tiempo de la agonía. La muerte les rondaba como un depredador ensuciándolo todo de sufrimiento, pero Bruna aún recordaba una noche de lluvia con las gotas tamborileando en el cristal igual que ahora. Merlín dormitaba a su lado en la cama, por un momento a salvo de sus padecimientos; y ella, tumbada sobre el cobertor, leía una novela a la luz amarillenta de una pequeña lámpara. De cuando en cuando miraba a su amante: su conocida espalda ahora tan huesuda, sus facciones emaciadas, la barba crecida. Porque las uñas y el pelo seguían creciendo en los moribundos; mientras todo lo demás se colapsaba, esas pequeñas células continuaban tejiendo su sustancia con ciega y desesperada tenacidad vital. Un esfuerzo orgánico inútil que había sombreado las mejillas de Merlín y que hacía que su hermoso rostro pareciera cada vez más demacrado. Poco antes del final, Bruna lo sabía, el perfil de los enfermos se aguzaba, como para poder hender la merodeante oscuridad, para adentrarse como una proa en las tinieblas. Y la cara de su amante ya había empezado a afilarse. Pero estaban juntos y aún estaban vivos; y afuera el viento silbaba y la lluvia susurraba su canto desolado, convirtiendo aquel dormitorio en un refugio. Aquella noche se detuvo el tiempo y hubo una extraña paz en el dolor.

A veces Bruna sentía una pena tan aguda que pensaba que no podría soportarla.

Pero después siempre podía.

Lágrimas en la lluvia. Todo pasaría y todo se olvidaría rápidamente. Incluso el sufrimiento.

Tomó otro sorbo de vino y miró su reproducción de Señora escribiendo una carta con su criada. La criada estaba esperando con los brazos cruzados a que su ama acabara de escribir, sin duda para llevarse después la carta. No tenía prisa; mientras aguardaba no estaba obligada a trabajar, era un pequeño descanso en sus labores. Se trataba de una chica joven, de rostro rollizo; permanecía de pie al fondo del cuadro y miraba con tranquilo placer por la ventana, por la que entraba una luz limpia y matinal. Fuera debía de hacer un día hermoso. La muchacha disfrutaba con naturalidad de la alegría del sol, de su juventud y su salud, de la perfecta serenidad de ese momento. La plenitud de la vida en un instante. A Bruna le conmovía ese cuadro porque era como ver un pedazo de tiempo fuera del tiempo. Le hacía sentirse como se sintió aquella noche de lluvia junto a Merlín. Aquella noche, mientras su amante moría, ella fue inmortal. Casi como un humano.

En ese instante el robot mensajero pitó a su puerta y Bruna dio un respingo exagerado: estaba con los nervios a flor de piel. Era un envío de alta seguridad, de manera que tuvo que dejar que el robot le hiciera un reconocimiento de ADN antes de poder recoger el estuche sellado e impermeable. ¿Cómo demonios habría conseguido Mirari su perfil de ADN?, se preguntó la rep, algo molesta: la violinista era una mujer peligrosa. Rompió los precintos y sacó un ordenador de muñeca, una lenteja de datos y una chapa civil tan perfectamente confeccionada que incluso estaba un poco abollada, como si hubiera sido sometida a un largo uso. Introdujo la chapa en el ordenador central y constató que era de una mujer de treinta años llamada Annie Heart, natural de Tavistock, Devon, antigua Gran Bretaña, profesora de robótica aplicada en la Universidad Técnica Asimov de Nueva Barcelona. Después venían los archivos encriptados habituales en donde aparecerían los demás datos de Heart: historial médico, perfil genético, expediente estudiantil, currículo laboral, ficha dental, informes financieros y bancarios, informes de seguridad, incidencias policiales o penales, listado de actividades e intereses y así hasta cerca de cien referencias distintas, que sólo podían ser abiertas si se disponía de las diversas claves de autorización. Ella, naturalmente, como propietaria de la identidad, podría sin duda consultarlas todas. Tendría que estudiarlas con atención para saber quién era esa tal Annie Heart en la que se iba a convertir por unos días, pero antes de hacerlo metió la lenteja en la ranura del ordenador. En la pantalla apareció el rostro de Mirari.

– Sólo aseguro cobertura plena de investigación durante seis días. Mejor cinco, para quedarnos en la zona segura. En cuanto al móvil, te he comprado un mes de uso con un satélite clandestino, así que sólo será no rastreable durante ese tiempo. Mírate el archivo FF3. Creo que he hecho un buen trabajo -dijo.

Y sonrió, una pequeña y pícara sonrisa inesperada en la siempre adusta violinista. La lenteja de datos se apagó. El archivo FF3 era un informe policial. Annie Heart había sido detenida en una manifestación supremacista en Nueva Barcelona tres días antes acusada de haber participado en la paliza sufrida por un tecnohumano. Pero a las pocas horas había sido puesta en libertad porque, aparte del confuso testimonio de la víctima, no se encontraron testigos contra ella, y porque Heart no militaba ni había militado nunca en ningún grupo radical humano y sostuvo que simplemente pasaba por allí. Bruna sonrió: era un detalle perfecto, justo lo que necesitaba. Impecable Mirari.

La rep confirmó en el ordenador que, como le había dicho Habib, el PSH había pedido un PeEfe. Los partidos no recibían ninguna ayuda del Estado; se mantenían por las cuotas de los afiliados y por las donaciones, pero estas últimas estaban estrictamente reguladas y, para recibirlas, había que sacar un Permiso de Financiación. Los PeEfes podían ser de dos, cuatro o seis meses, y durante ese periodo el partido podía solicitar y recibir fondos de particulares o empresas, previo abono de cierta cantidad de dinero a Hacienda. Se suponía que esa suma era para pagar a los inspectores que controlaban las operaciones, pero en realidad era una especie de impuesto indirecto cuya aplicación levantaba muchos resquemores. Que un partido tan reacio a reconocer la legalidad del Estado como el PSH hubiera transigido en pedir un PeEfe indicaba mucha necesidad financiera, o planes inminentes, o ambas cosas. El Permiso de Financiación de los supremacistas era de dos meses y ya sólo les quedaban dos semanas. Probablemente estuvieran ansiosos de rebañar lo más posible antes de que su tiempo se agotara, pensó Bruna. Y eso podía ser muy bueno para ella.

La rep se pasó la hora y media siguiente estudiando los detalles de la identidad falsa y devorando una inmensa ración precocinada de arroz con tofu. Bartolo roncaba. A continuación, Bruna ordenó la casa, hizo la cama, colocó tres piezas del puzle, escuchó un concierto de Brahms. El tragón seguía durmiendo a pierna suelta. Entonces la rep tuvo una súbita intuición: se sentó ante la pantalla principal e introdujo la palabra «Hambre». El archivo que ocupaba el séptimo lugar del listado de respuestas decía así:


//HAMBRE

El mejor centro multiocio de Madrid.

Un local polivalente para saciar todo tipo de voracidades.

Avenida Iris, 12. Abierto 24 horas, 365 días al año.//


De modo que Hambre era el nombre de un garito… De hecho, ahora le parecía que le sonaba vagamente de haberlo visto en los anuncios o en las noticias. Era un multi-ó, como se les conocía coloquialmente; un megacentro de entretenimiento que cultivaba diversos registros: restaurantes, bares, discotecas, juegos virtuales, todo con las últimas tecnologías, con el énfasis puesto en lo espectacular y con zonas dedicadas a los gustos de los reps y de los alienígenas. La rep había estado en un multi-ó en París. Y fue bastante divertido. Quizá fuera eso lo que quería decir Bartolo; quizá Cata Caín frecuentaba el lugar. No estaría de más darse una vuelta por allí.

Cuatro horas más tarde, Bruna salió de su casa vistiendo el traje lila, uno de sus preferidos, y con el etéreo y luminoso pectoral de oro colgando de su cuello. Iba muy elegante, quizá demasiado, pensó al llegar a la avenida Iris: se trataba de una zona industrial de las afueras de Madrid. El número 12 era una torre circular de seis pisos. Carecía de ventanas salvo la última planta, que estaba ocupada por el restaurante principal, y los muros tenían un revestimiento luminoso y opalino que iba cambiando lentamente de tonalidades. En la azotea, un enorme cartel decía Hambre con letras que parecían estar ardiendo: debía de tratarse de algún truco holográfico. Ya era de noche, la hora de la cena, y el enorme vestíbulo del multi-ó estaba bastante concurrido por un público variopinto, desde chicos jóvenes que apenas si parecían haber superado la edad del toque de queda a kalinianos con imperdibles hincados en sus mejillas o parejas maduras de aspecto opulento y convencional. Bruna se detuvo ante los paneles de información interactivos y repasó las diversas posibilidades del lugar. Por encima de su cabeza, en una pantalla pública, Inmaculada Cruz, la presidenta regional, discutía furiosamente en el hemiciclo: por lo visto la oposición había presentado una moción de censura contra ella. La situación continuaba cumpliendo su inexorable escalada de crispación.

La detective miró a su alrededor y no consiguió ver a ningún otro tecnohumano. Estaba sola, con su traje elegante y su collar de oro.

Se acercó al hombre joven de cejas afeitadas que ocupaba la mesa de información situada en el centro del vestíbulo y le enseñó una foto de Cata Caín.

– ¿Te suena de algo?

– Ah, sí, la pobre Caín… nos quedamos todos horrorizados -contestó el tipo con naturalidad.

– ¿Ah, sí? ¿Tan conocida era por aquí? ¿Venía mucho?

– ¿Cómo que si venía mucho? Caín trabajaba aquí… en la discoteca lunar.

Bruna frunció el ceño.

– ¿De veras? ¿Desde cuándo? ¿Y cómo no ha contado nadie esto? Que yo sepa, Cata tenía un empleo administrativo en una empresa hotelera.

– Bueno, lo de aquí era sólo un trabajo parcial… Echaba una mano en la gestión de la disco… Mantenimiento, intendencia, contabilidad… Llevaba como cuatro meses viniendo algunas horas por las tardes. Hasta que un día dejó de venir. Y dos días después estaba muerta. Pero pregunta en la primera planta, ahí la trataban más…

Siguiendo el consejo del chico, Bruna subió a la disco lunar del primer piso. Arrimó el móvil al ojo cobrador y le cargaron treinta ges: era un local carísimo. Las puertas metálicas se abrieron con un soplido neumático y la rep entró a una especie de balconcillo que dominaba una vasta sala circular. En un extremo estaba la pista de baile; junto a ella, un poco elevada, como suspendida en el aire, la barra fulgurante y opalina, y el resto del lugar estaba cubierto por cómodos sofás flotantes en los que la gente se sentaba o se tumbaba a beber y charlar.

Reinaba una especie de oscura luminosidad, un fulgor contenido, y el decorado imitaba el vacío exterior, con estrellas y planetas girando lentamente en la distancia. Realmente estaba muy bien conseguido: uno se sentía flotando en la negrura del cosmos, y este efecto estaba potenciado por el hecho de que la discoteca poseía una gravedad inferior a la terrestre. Bruna comenzó a descender por una de las dos escalinatas hacia la disco y experimentó la borrachera de la relativa ingravidez, la maravillosa y engañosa ligereza. Pese al nombre del local, sin duda no estaban a una gravedad tan baja como la lunar, que apenas era un sexto de la de la Tierra. Pero sí podían estar a dos tercios. Bruna tuvo que hacer un esfuerzo de control para no salir volando y rodar escaleras abajo.

Se acercó a la barra con mullidas y elásticas zancadas y tuvo que agarrarse al mostrador para pararse. Era divertido. Era muy divertido. Producía una sensación de mareo burbujeante y de impunidad. Como si nada malo pudiera sucederte mientras tu cuerpo pesara tan poco.

La primera copa de vino blanco se la vertió entera encima de la cara porque la levantó con demasiada fuerza, y el ataque de risa le duró unos minutos. El barman acompañó sus risas amablemente, aunque se veía que estaba acostumbrado a esos desastres. Todavía con lágrimas en los ojos, la rep preguntó al empleado por Cata Caín. Parecía una buena persona, contestó el hombre. Tímida, reservada, trabajadora. No tenía amigos. No hacía confidencias. No salía con nadie. No había nada especial que contar sobre ella.

O quizá sí, añadió de repente el barman, echando una disimulada ojeada al extremo de la barra: en un par de ocasiones se tomó una copa con aquella tipa.

Bruna miró. Era una mujer larguirucha, quizá tan alta como ella pero muy delgada, envuelta en una especie de hábito morado y con el pelo lacio partido a la mitad y cayendo a ambos lados de su rostro huesudo. Estaba acodada en una esquina de la barra absorta en la vacua contemplación de su bebida, un trago alto con un líquido rosado fosforescente. La mujer tenía algo tristón y un poco repulsivo. La detective agarró su copa y se acercó a ella.

– Hola.

La otra le lanzó una ojeada más bien hostil y no contestó.

– Me llamo Bruna.

La mujer continuó callada y se las arregló para que ese silencio resultara agresivo. El pelo era lacio porque estaba muy sucio: dos cortinas de pesados cabellos grasientos comiéndole la cara. En el hoyo del escote, un pequeño tatuaje verdinegro: una letra S muy entintada, curvada sobre sí misma, pesada y convulsa. Era grafía labárica, seguro. Y el color morado del informe hábito…

– Eso es una letra de poder… Y tú eres labárica. Nunca pensé que los únicos frecuentaran las discotecas terrícolas. Creí que teníais prohibidos estos excesos…

La mujer la miró con gesto iracundo y luego apuró su copa de un solo trago. La bebida pareció serenarla un poco.

– Yo no soy labárica. Ya no. Eh, tú, ponme otra igual.

– Déjame que te invite. Y yo también tomaré lo mismo. ¿Qué es?

– Vodka con grosella irisada y oxitocina. La dosis mayor que permite la ley -dijo el camarero.

– Vaya… no me vendrá mal.

La oxitocina en pequeñas cantidades fomentaba la empatía y el afecto. Por eso la llamaban la droga del amor. Al escuerzo de la melena grasienta también debía de estarle haciendo efecto, porque ahora se la veía más accesible. El barman trajo los dos luminosos vasos altos y la rep se apresuró a beber, con la esperanza de que la mujer la imitase y la droga la ablandara un poco más. Funcionó. Cuando la larguirucha dejó sobre la barra su vaso ya mediado, se giró hacia Bruna y retiró una de las cortinas de pelo que tapaban su cara. Se inclinó un poco hacia delante, mostrando a la rep el lado derecho de su rostro; en la sien había un tercer ojo, o más bien un proyecto de ojo, un globo ocular sin terminar de cubrir del todo por los rudimentarios y paralizados párpados, con el iris y la pupila cegados por una película blanquecino grisácea. Volvió a dejar caer el cabello y se echó para atrás.

– Eres una mutante -dijo Bruna.

– Por eso me expulsaron de Labari. Estuve haciendo saltos TP para ellos, estuve trabajando en la mina que el Reino tiene en Potosí, y cuando el desorden atómico me deformó, los únicos me echaron de la Tierra Flotante.

– ¿Cuántos saltos hiciste?

– Ocho.

– ¡Qué barbaridad! ¡Eso es ilegal! ¡Los Acuerdos de Casiopea prohíben teletransportarse más de seis veces!

– Pero el Reino de Labari no firmó los Acuerdos. Allí las personas se tepean indefinidamente. Se supone que el Principio Único Sagrado te defiende de todo mal. Si eres una persona lo suficientemente Pura, el Principio te protege. Los buenos únicos no padecen jamás el desorden atómico.

– Eso es una imbecilidad. No es una cuestión de fe, sino de estadística y de ciencia.

– Pues yo me lo creía… y a veces me parece que todavía lo creo… -comentó sombríamente la mujer-. En Labari se usa el desorden TP para los Juicios Sagrados. Si dos personas de las castas superiores, sacerdotes o amos, tienen alguna causa grave que dirimir, se ponen bajo la protección del Principio Único y comienzan a tepearse; y aquel que resulta atacado por el desorden TP es el culpable. Los Juicios Sagrados son públicos y yo he asistido a algunos, y puedo asegurarte que funcionan.

– ¿Qué quieres decir con eso de que funcionan?

– Que uno de los contendientes queda indemne y el otro siempre resulta castigado con una deformidad.

– ¡Por todas las malditas especies, qué tontería! Los contendientes de esos juicios seguro que saltan y vuelven a saltar hasta que uno de ellos muta, ¿no es así?

– Así es.

– Pues eso no tiene nada que ver con el principio sagrado. Las posibilidades de sufrir el desorden TP se van multiplicando con los saltos. Es pura suerte que le toque a uno antes que al otro, pura y simple suerte. Y en alguna ocasión supongo que los dos contendientes habrán vuelto deformes. A partir del salto número once, la incidencia del desorden es del cien por cien en todos los organismos vivos.

La mujer parecía impresionada. Y aliviada.

– ¿De verdad? ¿Del cien por cien?

– ¿De dónde sales que ignoras esto? Lo saben hasta los niños de cinco años…

Era una pregunta estúpida, se dio cuenta Bruna nada más formularla, porque conocía la respuesta: el Reino de Labari mantenía a sus súbditos dentro de la desinformación más absoluta.

– Sólo llevo dos meses en la Tierra… -dijo la mujer con aire avergonzado.

Y de pronto la rep experimentó una cálida, intensa corriente de simpatía hacia ella. Una consecuencia de la oxitocina, se recordó a sí misma con esfuerzo; no te equivoques, no pierdas la distancia. No es tu amiga.

– Oye, por cierto… ¿cómo te llamas?

– Sun.

– Sun, creo que conocías a esta mujer… Cata Caín…

La mutante miró la imagen del móvil de Bruna.

– Sí… Era una rep. Como tú.

– Erais amigas, ¿no?

Sun bajó la cabeza y concentró la mirada en el pálido fulgor de su bebida.

– Bueno… Tomamos alguna copa juntas. Me parecía curiosa. Sólo he visto reps al llegar aquí abajo. En Labari no hay.

– Ya lo sé.

– Y además me sentía más cómoda con ella. Y contigo. Todos somos monstruos, ¿no?

Un regusto agrio empañó el dulzor afectuoso de la droga. No es mi amiga, se repitió Bruna.

– ¿Sabes si Cata tenía miedo de algo? ¿Te comentó alguna cosa extraña? ¿Recuerdas si se veía con alguien más? ¿Quizá con alguien nuevo?

La mutante negó con la cabeza, el pelo pegado y tieso balanceándose levemente a ambos lados de la cara como dos pesadas planchas de metal. Pero luego miró hacia el techo, como quien recuerda algo.

– Aunque sí, espera… Ése fue el último día que la vi, creo… No hablé con ella. Pero estaba en una mesa con dos personas.

– ¿Humanos?

– No lo sé… Se encontraban lejos y esto está bastante oscuro… Pero estoy casi segura de que por lo menos uno era un androide.

De nuevo el inquietante rastro de los reps. Bruna apuró su copa, le dio las gracias a la mujer y le pagó otro trago antes de despedirse. Pero cuando ya se iba, se volvió hacia ella.

– Por cierto: esa letra que llevas tatuada…

– Es la S de sierva. Pertenezco a la casta servil.

– ¿Y eso qué quiere decir exactamente?

– Por encima del esclavo. Por debajo del artesano.

– Es una grafía de poder…

La mujer bajó la cabeza.

– Por eso sigo siendo una sierva. No puedo liberarme.

Bruna gruñó, pulsó su móvil y envió a Sun el nombre y la dirección de Natvel, el esencialista del Mercado de Salud.

– Vete a ver a este… a esta persona de mi parte. Di que te manda Bruna Husky. Natvel te ayudará.

Sun la miró con escepticismo.

– Gracias -dijo.

Pero estaba claro que no iba a hacer nada. Allá ella, no es mi amiga, se dijo una vez más la detective.

– Sólo una cosa más… ¿Tú sabes quién podría informarme sobre la escritura de poder labárica?

– Es una sabiduría muy secreta. Sólo los sacerdotes la dominan. No sé, en la embajada, quizá. Todas las embajadas labáricas son duales. Están regidas por un amo y un sacerdote.

La rep volvió a darle las gracias y se alejó de la barra, aliviada de perder de vista a ese personaje mustio y atormentado.

Caminó, o más bien brincó con ligereza, hasta el borde de la pista de baile, pulida como un espejo e iluminada por una penumbra resplandeciente que le daba cierta apariencia submarina. Al pisar la pista te sumergías en la música; la discoteca utilizaba el novísimo sistema Soundtarget, una tecnología que permitía dirigir el sonido a la perfección: a sólo medio metro de la zona de baile apenas se escuchaba nada. Ahora, con un pie dentro de la pista, la androide se dejó envolver en una vorágine sonora. Cerró los ojos y se quedó allí quieta, de pie, mecida internamente por el ritmo, pero unos golpecitos que alguien le propinó en el hombro le hicieron salir de su pequeño éxtasis. Volvió la cara: era Nopal. Bruna tragó saliva y dio un paso atrás, regresando al silencio.

– Hola, Husky. Qué sorpresa encontrarte aquí -sonrió el memorista.

Y, sin más preámbulos, Pablo Nopal agarró a la androide y se lanzó a la pista a bailar con ella. La música llenó súbitamente los oídos de la rep como agua a presión, un torbellino embriagador de deslumbrantes notas. Bruna detestaba bailar y era incapaz de dejarse llevar, pero ahora no pudo resistirse: Nopal y la melodía la arrastraban, la deshacían en un tumulto de compases. Los primeros pasos fueron bastante desmañados, entorpecidos por el envaramiento de la androide y por el desconcierto de la baja gravedad. Pero poco a poco se fueron adaptando y relajando, poco a poco asumieron el control de sus cuerpos lo suficiente como para poder dejar de controlarse. Ahora ya volaban a través de la pista mecidos por la ingravidez, livianos, hermosos, imposibles en la exactitud de sus movimientos, Nopal y ella de la misma altura, del mismo peso, de esbeltez parecida, el memorista y la rep dando vueltas y vueltas en un vals restallante, Vals de Masquerade de Aram Khachaturian, leyó la androide en letras luminosas sobre sus cabezas, y danzaban ceñidos el uno a la otra sin pisarse, sin perderse, como si formaran parte de un solo organismo, libres del mortificante peso terrenal, eternos, milagrosos.

Gimió la rep mientras el vals estallaba en sus venas, los ojos ciegos de luz, la piel ardiendo, gimió de vida y de deseo, sostenida por las cálidas manos del hombre, debilitada por la oxitocina, y miró al memorista con esa mirada única, esa grave mirada que te vacía y te entrega. Pero chocó con el rostro de Nopal, con su expresión firme y transparente, y la androide supo sin ningún género de duda que el escritor y ella jamás tendrían ninguna relación. Entonces enterró su cara, avergonzada, en el hueco del cuello de su pareja, y llevada por la desilusión, por la fiebre y el fuego, clavó sus dientes en el hombro de Nopal hasta notar en su lengua el sabor de la sangre, mientras la música caía como un diluvio sobre ellos. El memorista dio un respingo y reprimió un quejido. Se detuvo un instante y contempló a la rep con entendimiento y sin sorpresa.

– Ay, Bruna, Bruna -musitó.

Y luego la abrazó más fuerte y siguieron bailando.


Volvió a repasar los datos de la falsa chapa civil de Annie Heart y comprobó que se los sabía bastante bien. Estaba lista. Era hora de ponerse en marcha. Bruna se levantó del sillón, dio un pescozón a Bartolo y le sacó de la boca un puñado de servilletas de papel que se estaba comiendo y luego llamó a Yiannis.

– Hola, me gustaría verte, ¿cómo andas de tiempo?

La cara del viejo archivero parecía tensa y excitada.

– Qué bien que has llamado, Bruna, tengo muchas cosas que contarte.

– ¿Qué cosas?

– No aquí. En persona.

– ¿En el bar de Oli dentro de dos horas?

– Perfecto. Hasta luego.

La rep cortó la transmisión, ordenó a la computadora que pusiera música (la lista de reproducción 037, unos temas hipoacústicos que eran a la vez relajantes y suavemente euforizantes) y luego desencajó el pequeño horno lumínico que tenía empotrado en la cocina. Metió la mano en el hueco y abrió la trampilla que había detrás y que ocultaba la caja secreta en la que guardaba todo aquello que no quería que nadie viese, como, por ejemplo, la pequeña pistola de plasma para la que carecía de permiso. O sus reservas de dermosilicona.

Hacía bastante tiempo que Bruna no se transformaba, pero era algo que siempre se le había dado bien. Lo primero que hizo fue desnudarse; luego calentó un pellizco de dermosilicona hasta que se licuó, y rápidamente extendió esa grasilla sutil y rosada por encima de la línea de tinta que recorría su cuerpo. Probablemente la parte de la espalda quedó peor aplicada, pero a fin de cuentas iba a estar oculta por la ropa. Se colocó con las piernas y los brazos abiertos, igual que el hombre de Vitrubio de Da Vinci, bajo la lámpara de luz ultravioleta, y a los dos minutos la fina película ya se había secado y fundido perfectamente con la piel, ocultando por completo su tatuaje. Ahora sólo podría quitarse la silicona con dermodisolvente. A continuación se colocó las lentillas: escogió unas de color verde oscuro que parecían muy naturales y que camuflaban sus características pupilas felinas. Después vino la peluca, rubia ceniza y autoadherente con el calor del cuerpo, y unas cejas postizas del mismo color y un poco más anchas que las naturales. Redondeó un poco sus mejillas metiéndose en la boca dos prótesis de goma anatómica, y acto seguido se puso una ropa interior con relleno que engrosó sus nalgas y aumentó dos tallas sus pequeños pechos de amazona. Luego vino el maquillaje: un poco exagerado, algo retro, con los labios muy rojos y los ojos resaltados con sombras doradas. Escogió un traje de falda pantalón, un aburrido atuendo convencional que sólo utilizaba en estos casos, y peinó con cuidado el sedoso cabello, que caía hasta los hombros. Se miró en el espejo: lo bueno de tener naturalmente un aspecto tan marcado como el suyo era lo rápido que podía cambiarlo. Sólo había tardado veinticinco minutos en transformarse y ni su madre hubiera podido reconocerla. Si su madre hubiera existido, por supuesto. Estaba tan rubia, tan aparatosamente femenina… ¿Le gustaría más a Nopal si fuera así? El recuerdo del escritor se deslizó por su memoria dejando un rastro de fuego… Pensar en él le resultaba demasiado turbador. Le asqueaban los memoristas y encontraba a Nopal intimidante y ambiguo. Pero la noche anterior, en la disco, en la tibieza de sus brazos, en la excitación de la música y la oxitocina, Bruna se hubiera entregado a él. Sin embargo, él la había rechazado. La rep volvió a sentir el sabor de la sangre de Nopal en sus labios. Sacudió la cabeza, desasosegada y confundida. En realidad preferiría no volver a verle nunca más.

Escogió unos zapatos discretos y cómodos, porque nunca se sabía cuándo había que salir corriendo, y se quitó su chapa civil de la cadena que llevaba al cuello y la sustituyó por la que le había proporcionado Mirari. Luego llenó un bolso de mano con cuanto necesitaba y se dispuso a salir. En ese momento entró una llamada. Miró el indicativo de identidad: era Lizard.

– Maldita sea…

Pasó a modo invisible y contestó. En la pantalla apareció el carnoso rostro del policía.

– ¿Husky? ¿Estás ahí?

– Aquí estoy.

– ¿Por qué no te dejas ver?

– ¿Llamas para darme los resultados de la autopsia de Nabokov?

– ¿Por qué no te dejas ver? Según la señal de GPS de tu móvil, estás en casa. ¿Tienes a alguien apuntándote a la cabeza con una pistola de plasma?

– ¿Quieres hacer el maldito favor de dejar de rastrearme?

– Lo pregunto en serio, Husky…

Lo dijo con una pequeña sonrisa sardónica bailándole en los labios y, sin embargo, a Bruna le pareció que, al fondo de todo, había cierta preocupación real. Como si el inspector hubiera fingido esa sonrisa para ocultar que, cuando aseguraba hablar en serio, en realidad sí que hablaba en serio. La rep sacudió la cabeza: con Lizard todo parecía estúpidamente complicado.

– Puedes creerme. No pasa nada.

– ¿Y entonces por qué no te dejas ver?

Era tan obcecado como un perro de presa. Ya lo había dicho Nopal.

– Porque no quiero que veas el aspecto que tengo.

– ¿Por qué?

– Mmmm… digamos que porque hoy no me encuentro lo suficientemente atractiva para ti.

La detective había usado un tono burlón, pero de repente se le cruzó por la cabeza que tal vez se burlaba para ocultar que, cuando hablaba de atraerle, en realidad quería atraerle de verdad. Oh, por todas las malditas especies, masculló Bruna para sí misma, exasperada.

– Escucha, Lizard, no tengo tiempo para tonterías. Si no vas a decirme nada, me voy.

El policía se frotó la sólida mandíbula.

– En realidad sí que tengo cosas que contarte. Pero espera un momento…

Se inclinó hacia delante y la imagen desapareció.

– ¿Lizard?

– Aquí sigo. Es que no me gusta estar en desigualdad de condiciones.

Había pasado él también al modo invisible. Maldito orgulloso cabezota, se dijo Bruna.

– Por mí, perfecto. Como si quieres enviarme un robot mensajero -rezongó, desdeñosa.

Pero lo cierto era que le fastidiaba un poco no verle la cara.

– El cuerpo de Nabokov quedó demasiado destrozado por el explosivo. Ni siquiera se puede establecer si llevaba una memoria artificial o no. Estaba en fase terminal del TTT y tenía metástasis cerebral masiva, de manera que su comportamiento bien pudo ser debido a la enfermedad.

– Esto ya lo sabíamos. ¿Es todo lo que tienes que contarme?

– Casi todo.

Hubo un silencio durante el cual la detective no pudo dejar de mirar la pantalla vacía, como si la borrosa bruma de píxeles fuera a revelarle un importante secreto.

– Hemos encontrado algo en el piso de Nabokov y de Chi.

Bruna volvió a ver en su imaginación el masivo corpachón de Lizard rebuscando entre las vaporosas gasas lilas del dormitorio. Una escena desagradable.

– Era una lenteja de datos disimulada debajo de la piedra de un anillo. Un escondite ingenioso. Tal vez no la hubiéramos encontrado nunca si el mecanismo de la piedra no hubiera estado mal cerrado. Al mover el anillo, la lenteja cayó al suelo.

– ¿Y…?

– Es una especie de panfleto supremacista. No cita para nada al partido de Hericio, sino que dice hablar en nombre de un vago panhumanismo. Aseguran tener un plan para exterminar a los reps, y lo más importante es que hay imágenes de todas las víctimas, incluso de Chi, mostrando el tatuaje con la palabra venganza. De modo que la lenteja parece haber sido grabada por los asesinos.

Bruna frunció el ceño, intentando encajar este nuevo dato.

– ¿Y tú por qué crees que Nabokov tenía eso, Lizard?

– No sé. Pero pienso que alguien se lo pudo hacer llegar para calentarle la cabeza.

Era una buena hipótesis. Si Nabokov vio esa basura estando tan enferma como estaba, su violenta reacción resultaba más comprensible, pensó la detective.

– Por eso me habló de venganza cuando nos vimos…

– Por cierto, el forense tampoco pudo determinar si Nabokov llevaba tatuada alguna palabra. En lo que queda de ella no hay nada.

– Están hechos con escritura de poder labárica. Los tatuajes, digo.

Bruna se quedó un poco sorprendida de sí misma. Asombrada de la facilidad con que le había dado el dato al inspector. Claro que el hecho de que alguien te salvara de una paliza solía crear cierta confianza. Dudó apenas un instante y luego le contó a Lizard todo cuanto sabía. Le habló de Natvel, y del segundo empleo que Caín tenía en Hambre, y de lo que le había dicho la mutante del tercer ojo. Le dijo todo, en fin, menos que se había disfrazado de humana y que se disponía a infiltrarse en el PSH. No le pareció prudente revelar que estaba transgrediendo un montón de leyes.

– Tú, que tienes un cargo oficial en la investigación, podrías exigirle al sacerdote de la embajada labárica que te informe sobre el tatuaje de las víctimas…

– No es mala idea, Husky.

– Por cierto, ¿pasaste el programa de reconocimiento a los dos reps muertos para ver si coincidían con el ojo del cuchillo?

– Sí, lo hice. Y no. No coincidían. No eran ellos. También pasé el programa anatómico por ti, a ver si eras tú.

Bruna contempló la pantalla vacía con indignación. Unos segundos después volvió a escucharse la voz tranquila y gruesa del hombre.

– Pero tú tampoco coincidías.

Gracias por la confianza, pensó la rep.

– Vaya, es una buena noticia -dijo gélidamente-. Te dejo, Lizard. Tengo trabajo.

No hubo respuesta. La pantalla zumbaba débilmente. ¿Habría colgado sin siquiera despedirse? Pero la luz verde de conexión seguía encendida.

– ¿Lizard?

Entonces volvió a escucharse la voz del hombre. Lenta, enmarañada, densa.

– Ten cuidado, Husky.

Y colgó. La rep frunció el ceño: era como si el policía supiera algo. Como si intuyera algo. Resopló, desechando los pensamientos incómodos. La larga conversación la había retrasado; iba a llegar tarde a la cita con Yiannis. Se quitó el móvil de la muñeca y le sacó la pila. Luego se ajustó el móvil no rastreable y, al encenderlo, vio que la pantalla saludaba a Annie Heart: Mirari pensaba en todo. Metió el ordenador apagado en el bolso y salió corriendo de su casa. Mientras bajaba en el ascensor, se dijo con cierto regocijo que, por lo menos, en esa ocasión el bicho no se iba a enterar de que ella era ella. Pero cuando pasó delante de Maio, el alienígena la miró con sus ojos tristones y dijo:

– Ten mucho cuidado, Bruna.

La frase poseía una suavidad acuosa, pero restalló estridentemente en los oídos de la rep: por todas las malditas especies, ¿entonces su disfraz no servía para nada? ¿Y por qué le recomendaba cuidado ese anormal? ¿También sospechaba algo, como Lizard?

Furiosa, paró un taxi y dio la dirección del bar de Oli. Aquí y allá, en las esquinas, se veían parejas de soldados en actitud vigilante. Ningún androide de combate, sólo humanos. Lo cual era bastante poco usual.

– Desde que han sacado al Ejército, parece que las cosas están un poco más tranquilas. Menos mal -comentó el conductor.

La detective soltó un gruñido de aquiescencia poco alentador: detestaba las vagas conversaciones con los taxistas. El hombre se volvió hacia ella.

– Eso sí, por lo menos los disturbios han hecho que desaparezcan los malditos reps. ¡No hay ni uno por las calles! Da gusto, ¿no? -dijo, guiñando un ojo con complicidad.

Bruna pensó: qué ganas de cruzarle la cara. Pensó: esto quiere decir que mi disfraz funciona. Pensó: reprímete la furia, disimula. Pero algo debía de notársele, porque el conductor reculó un poco.

– Bueno, yo no es que les desee mal, entiéndeme, no quiero que los linchen ni cosas de ésas, pero ¿por qué no se van y nos dejan en paz? Que se construyan una tierra flotante. Por cierto, ahí tienes a los de Cosmos y Labari, que no dejan que vayan tecnos a sus mundos. Ellos sí que son listos. ¿Y por qué nosotros sí los admitimos? Porque somos unos calzonazos. Porque tenemos un gobierno de chuparreps y calzonazos.

El taxista tenía puesto el piloto automático y seguía asomado por encima del respaldo soltando su perorata xenófoba y especista. Bruna pensó: quiero estrangularlo. Pensó: concéntrate en recordar que tu disfraz funciona.

Pensó: cuatro años, tres meses y dieciséis días, dieciséis días, dieciséis días…

Entró en el bar frustrada y nerviosa. La gorda Oliar la miró valorativamente con los párpados entrecerrados, como siempre hacía con un nuevo cliente. La detective vio que la mulata anotaba mentalmente los llamativos cardenales que la cadena había dejado en su antebrazo y que la rep había optado por no cubrir. No se le escapaba nada a la gran Oli.

– Hola. ¿Qué te sirvo?

– Vodka con limón natural y dos piedras de hielo.

Dijo el primer trago que se le ocurrió, algo muy definido y a la vez totalmente ajeno a sus gustos habituales, para reforzar el camuflaje. Obviamente la mujer no la había reconocido. Se sintió optimista. Agarró el vaso y caminó hasta el fondo de la barra, donde ya la estaba esperando el archivero.

– Hola. Creo que te conozco de algo -dijo Bruna, sonriendo.

Yiannis la miró de arriba abajo con escaso interés.

– Pues no sé. Yo creo que no. No me suenas nada.

– Y yo te digo que sí. Tú eres Yiannis Liberopoulos.

El viejo se enderezó, extrañado.

– Sí lo soy, pero…

– Yiannis, Yiannis, ¿de verdad no sabes quién soy?

Hasta entonces, Bruna había estado forzando un poco la gravedad de su tono, pero esta última frase la dijo con su voz normal. El hombre abrió desmesuradamente boca y ojos en una perfecta caricatura de la sorpresa.

– ¡Bruna! No puede ser. ¿Eres Bruna?

La rep rió.

– Chis, no hables tan alto… Veo que mi disfraz funciona… Yiannis, quiero que sepas adónde voy por si sucede algo… Pretendo infiltrarme en el PSH… Iré al Saturno, el bar que me dijo RoyRoy, e intentaré conseguir una cita con Hericio.

Oli se acercó con un trapo en la mano y, mientras aparentaba limpiar el mostrador, preguntó:

– ¿Todo bien por aquí, Yiannis?

– Todo bien.

La mulata se alejó y Bruna miró con afecto su espalda monumental. La gran gallina clueca siempre al cuidado de sus polluelos.

– Me parece muy peligroso, Bruna. Muy peligroso. ¿Estás segura de lo que haces? -susurró el viejo con ansiedad.

– Totalmente segura. Y no añadas ni una palabra más, Yiannis, o no volveré a decirte nunca nada.

El archivero torció el gesto pero calló, porque la conocía demasiado. La rep suspiró. De hecho, ella misma no tenía tan claro lo que iba a hacer. Infiltrarse ahora entre los supremacistas parecía una temeridad y tal vez fuera un riesgo desproporcionado y sin sentido. Claro que a lo peor era justamente ese riesgo lo que estaba buscando, reflexionó Bruna; quizá al ponerse en peligro apaciguaba su culpabilidad de superviviente y su desesperación de condenada a muerte. Matarse antes, joven como Aquiles, y así ahorrarse el horror del TTT. La rep sacudió la cabeza para dejar escapar ese molesto pensamiento, para hacerlo ligero como un globo y desembarazarse de él, y su rubia melena biosintética le rozó los hombros. Fue una sensación imprevista y desagradable que le provocó un escalofrío.

– Yo también quería contarte algo, Bruna. Lo llevo viendo desde hace algún tiempo, pero cada vez es peor. Y esta mañana ya ha sido algo verdaderamente escandaloso. He pedido una investigación oficial.

– ¿De qué hablas, Yiannis?

– Del Archivo. Alguien está manipulando los documentos, alguien está falseando los datos para azuzar la revuelta contra los tecnohumanos.

Los archiveros centrales estaban sometidos a una rigurosa cláusula de confidencialidad que les impedía hablar de su trabajo, y el viejo Yiannis, que era un hombre meticuloso y algo maniático, siempre había cumplido este precepto a rajatabla. Pero ahora estaba tan preocupado por la deriva de los acontecimientos que, por una vez, se sintió liberado de sus obligaciones, o más bien deudor de una obligación todavía mayor. De modo que explicó a la rep las burdas alteraciones que estaba encontrando en los artículos.

– Y por eso he pedido una investigación urgente.

– ¿Y qué te han contestado?

– No me han contestado nada todavía.

– Vaya.

Era preocupante, desde luego. Mercenarios, manifestaciones espontáneas que parecían cuidadosamente organizadas, connivencia de los medios informativos… Y ahora también el Archivo. Tantos flancos al mismo tiempo. Era como un baile, una danza siniestra bien ensayada. Viniendo hacia el bar de Oli, Bruna se había fijado en las pantallas públicas: nueve de cada diez mensajes eran diatribas contra los reps en diversos grados de furor e intransigencia. Algunas declaraciones eran tan violentas que tan sólo un mes antes hubieran sido censuradas por el Ministerio de Convivencia. Rememoró un par de venenosos alegatos y la boca le supo a hiel: tuvo que hacer un esfuerzo de reflexión y mirar a Yiannis y a Oli para no sentirse inundada por el odio a los humanos. Además la rep sabía bien que las pantallas públicas, pese a su nombre, no eran públicas en absoluto: los ciudadanos tenían que pagar una cuota mensual para poder subir sus imágenes y sus mensajes. Era una empresa privada, perfectamente controlable y manipulable. Una empresa que cualquiera podría contratar y utilizar para hacer una campaña de intoxicación. Bruna no podía, no quería creer que nueve de cada diez humanos desearan aniquilarla.

– Y otra cosa… A RoyRoy le han matado un hijo -añadió Yiannis.

– ¿Los supremacistas? -preguntó la detective, espantada.

– ¿Qué tienen que ver los supremacistas? -dijo el archivero, desconcertado.

Yiannis y Bruna se miraron unos instantes en silencio, confundidos. ¿Cómo se podía confiar en la comunicación entre especies, si ni siquiera los amigos podían entenderse?, pensó la androide con desazón.

– No, no, Bruna, perdona, no tiene ninguna relación con lo que hablábamos antes… Digo que RoyRoy también ha perdido un hijo.

También. Claro. El archivero estaba haciéndole una confidencia personal y ella no se había dado cuenta.

– Un chico de dieciséis años. Recibió un disparo por error en un operativo policial. Pasó por en medio casualmente y le reventaron la cabeza. Pobre RoyRoy. Ésa es su tristeza, sabes. Esa pena que siempre se le nota por debajo de todo. Fue hace mucho tiempo, pero eso nunca se acaba.

Le gusta, pensó la androide con sorpresa. La rep tuvo la súbita intuición, no del todo agradable, de que al viejo Yiannis le gustaba la mujer-anuncio. Claro. Otra madre sufriente, otro hijo malogrado. En los meses posteriores al fallecimiento de Merlín, cuando Bruna estaba perdida y desolada, Yiannis la había recogido en su casa, la había cuidado, había conseguido ponerla de nuevo en pie. La androide le estaba enormemente agradecida por sus desvelos, pero siempre había tenido la inquietante sospecha de que su amistad estaba basada en el dolor del duelo; que Yiannis había hecho de su vida un templo en memoria de su hijo, y que lo que más le atraía de Bruna era su sufrimiento por la pérdida de Merlín. Como si pudieran compartir el agujero. Pero la androide no quería dedicar su corta vida al recuerdo. Que Yiannis se amigara con RoyRoy, que intercambiaran sus penas, que construyeran juntos una inmensa catedral en honor de los hijos que perdieron. A ella le daba igual.

– Ya ves, Bruna, cada cual va arrastrando su pequeño fardo. A veces me parece que los humanos… y los tecnos, desde luego… que somos como hormigas, todas caminando con el peso abrumador de nuestras vidas sobre la cabeza.

La rep detestó su tono de autoconmiseración.

– Pero tú un día me dijiste que la diferencia reside en lo que uno haga con eso -refunfuñó la rep.

No soportaba ver al archivero tan plañidero, tan obvio, tan adolescente. Enamorarse atonta, pensó con cierto rencor.

Yiannis suspiró.

– Sí… supongo que todo depende de lo que hagas.

Unos minutos más tarde, cuando Bruna salió del bar, todavía se encontraba un poco irritada: siempre había creído que su amigo estaba tan cerrado como ella a las veleidades sentimentales. Una vez más, volvió a sentirse extraña. Diferente a todos. Rara también incluso entre los reps. Un auténtico monstruo, como decían los supremacistas. Pero un momento, ¡un momento! Ahora era ella quien estaba cayendo en la autocompasión. Por el gran Morlay. Era un maldito vicio blando y contagioso.


Alta y cimbreante, con sus curvas neumáticas convencionalmente ceñidas por el traje y la melena rubia flotando sobre los hombros, la detective no pasó inadvertida cuando entró en el Saturno, que resultó ser un bar de estilo retro, con veladores de mármol y apliques seudomodernistas. Un ambiente adecuadamente arcaico para tipos retrógrados. Eran las ocho de la tarde y el local estaba medio lleno: todos humanos, más hombres que mujeres, la mayoría jóvenes. Bruna dio una lenta vuelta por el bar, como si estuviera dudando sobre el sitio en el que instalarse, mientras estudiaba disimuladamente al personal y se dejaba ver. Cuando estuvo segura de que absolutamente todos los presentes se habían dado cuenta de su llegada, se sentó en una mesa próxima a la puerta y pidió de nuevo un vodka con limón natural y dos piedras de hielo: le gustaba desarrollar la personalidad ficticia de sus camuflajes y ser fiel a los menores detalles hasta casi llegar a creérselos. Ahora, por ejemplo, empezaba a sentir que no había otro trago mejor que el vodka con limón. Dio un sorbo a la copa que le trajo el robot y atisbó alrededor a través de la veladura de sus pestañas. Un par de mujeres y media docena de hombres estaban contemplándola con ojos golosos, intentando atrapar su mirada e iniciar algún tipo de intercambio. Tras un breve análisis, decidió que ninguno parecía muy útil, aunque dos de los jóvenes formaban parte de un grupo bastante prometedor que estaba sentado en torno a un par de veladores. En ese momento, uno de los dos chicos se levantó y vino hacia ella, contoneante y retador como un tonto gallito. Se detuvo de pie junto a la mesa.

– Eres nueva por aquí -afirmó.

– Sí.

El tipo agarró una silla y se sentó confianzudo.

– Te diré lo que vamos a hacer: nos vamos a tomar otra copa, una ronda a la que invito yo, y mientras tanto me cuentas quién eres -dijo.

– Te diré lo que tú vas a hacer -contestó Bruna-. Vas a volver a tu mesa, y vas a decirle a ese hombre moreno del chaleco verde que me gustaría hablar con él.

El hombre del chaleco tenía unos cuantos años más y parecía ser el de mayor autoridad dentro del grupo. Era esa sensación de estricta jerarquización lo que le había hecho intuir a Bruna que podían ser supremacistas militantes.

– ¿Y por qué demonios crees que voy a obedecerte? -dijo el chico, sulfurado.

– Porque, si no lo haces, es posible que el hombre del chaleco verde se cabree contigo.

El joven resopló, furioso, pero se levantó como un cordero y fue directo a su mesa a dar el recado. He aquí un chico que sabe obedecer, pensó la rep.

El tipo de verde escuchó el mensaje y se tomó su tiempo. Mejor, se dijo Bruna: cuanto más tiempo, más alto debe de estar en la escala de mando. Vio que el hombre pedía algo al robot, y ella encargó también otro vodka. Cinco minutos más tarde, tras haberle dado un par de sorbos a su nueva cerveza, el individuo del chaleco se levantó y se acercó a ella.

– Tú dirás…

Era bajito y malencarado, todo lleno de músculos, probablemente implantes de silicona. Bruna sonrió. Ella era rubia, ella era curvilínea, ella era una retrógrada. ¿Cómo sonríen las rubias ultrafemeninas y ultraconvencionales? Desde luego, no con llamas en los ojos, como Bruna, sino con una ofrenda, una húmeda blandura, evidenciando que la boca es otra oquedad. Una sumisión prometedora. Bruna-Annie sonrió coquetamente y dijo:

– Verás, me han dicho que en este bar se reúne la gente del PSH, y evidentemente tú eres la persona más importante que hay ahora mismo en el local. Por eso creo que puedes ayudarme. Quiero conseguir una cita con Hericio.

El hombre arrugó cómicamente la cara, atrapado entre dos emociones opuestas: el halago personal y el recelo ante la demanda. Dubitativo, se dejó caer en la misma silla que había usado el chico antes.

– Imaginemos por un momento que soy del PSH. ¿Por qué quieres ver a Hericio?

– Porque es el único que parece saber qué hacer en estos momentos de peligro y de insensatez. Porque estamos condenados al desastre en manos de un gobierno de inútiles chuparreps. Porque, como todas las personas de bien, veo el abismo al que nos estamos dirigiendo si no le ponemos remedio. Porque quiero colaborar en la defensa de la Humanidad, que es lo que está en juego, nada más y nada menos… -clamó enfáticamente.

Y luego, en un rapto de suprema inspiración, añadió:

– Porque no quiero dejarle a mi futuro hijo el legado de un mundo corrupto, pervertido y abyecto…

Y sonrió con su expresión más maternal y desvalida.

La soflama de Bruna-Annie pareció hacer cierta mella en el hombre, que se rascó dubitativo el mentón, es decir, los implantes del mentón, que le proporcionaban una mandíbula de aspecto más viril y poderoso. Los bíceps de silicona subían y bajaban como pelotas de tenis bajo el blando pellejo de sus brazos. Pero de todos modos no estaba convencido todavía.

– Ya. Y tú de repente apareces ahora de la nada, diciendo todas esas bellas palabras, y quieres que te creamos. ¿De dónde sales? ¿Quién demonios eres? No te he visto nunca por aquí ni por ninguna de nuestras actividades.

– Nací en la región británica, pero vivo en Nueva Barcelona. Toma, te paso mi número civil. Hace tres días acudí a una manifestación supremacista y me detuvieron acusada de agredir a un rep. Al final me dejaron ir por falta de pruebas. Pero soy profesora de universidad y no puedo permitirme ese tipo de cosas o me echarán de la docencia… ya sabes que son muy rígidos con eso. Por eso he venido a Madrid a ofrecer mi ayuda. Mejor actuar aquí y vivir en Nueva Barcelona. Que lo que haga tu mano derecha no lo sepa la izquierda.

El hombre asintió.

– Pero para colaborar en la causa no necesitas ver a Hericio. Yo soy Serra, uno de sus lugartenientes. ¿No te basta conmigo?

Bruna intentó poner cara de gatita, rebajar su habitual expresión de tigre a simple minino. Los rellenos de mofletes ayudaban porque redondeaban su boca en un gesto pavisoso.

– Me encanta no haberme equivocado… Sabía que eras alguien importante, eso se nota. Sin embargo, de todos modos necesito hablar con Hericio. Porque estoy pensando en hacer una donación al partido. Sé que estáis en un periodo de PeEfe. Pues bien, yo quiero dar algún dinero para la causa. Pero deseo estar segura de que Hericio es de verdad como parece ser. De que nos mueven las mismas ideas.

Serra cabeceó. Mencionar el dinero pareció resolver bastantes de sus dudas.

– Está bien. Veré lo que puedo hacer. ¿Dónde te puedo localizar?

– Estaré en el Majestic. Pero sólo tres días.

– Tendrás noticias -dijo.

Y se alejó, las pelotas de tenis retemblando como una gelatina a cada paso.

Al poco de salir a la calle, Bruna advirtió que la estaban siguiendo. Ya había supuesto que le pondrían una sombra y procuró facilitarle la tarea porque era una sombra muy mala, uno de los chicos jóvenes que estaban con el hombre del chaleco. Tan torpe, la pobre criatura, que casi le dieron ganas de decirle que llamara a Lizard, para que le diera unas cuantas clases sobre cómo perseguir a alguien sin ser visto.

Entró en el hotel Majestic y pidió una habitación a nombre de Annie Heart. El Majestic era un establecimiento de mediados del siglo XXI que había sido recientemente revocado y convertido en un cuatro estrellas de gama baja. Bruna había estado alojada en él cuando llegó a Madrid y, como siempre hacía, había tomado nota de sus posibilidades. Subió a su cuarto, que estaba en el último piso, y verificó que todo seguía siendo como recordaba: si estabas registrado en el hotel y tenías una llave, podías descender hasta la calle por las escaleras de emergencia, que se encontraban en el exterior del edificio, en la parte de atrás, dando a un parque-pulmón en el que casi nunca había nadie. Dejó la bolsa en la habitación y bajó al bar, que estaba medio lleno. Eran las once de la noche y tenía hambre. Pidió un sándwich gigante de auténtico pollo y un vodka con limón natural y dos piedras de hielo, aunque las dos copas que había tomado antes con el estómago vacío le habían dejado un zumbido desagradable en la cabeza. Pero la coherencia era la coherencia. Vio al fondo del local a su sombra, disimulando fatal detrás de una pantalla interactiva, y decidió dedicarle una buena actuación. En ese momento entraron en el bar dos apocalípticos repartiendo panfletos y haciendo campaña.

– Hermanos, escuchad la palabra. Estáis aquí perdiendo en el alcohol y el aturdimiento vuestro bien más precioso, que es la vida… El mundo se acaba dentro de una semana… ¡No cerréis vuestra mente a la Verdad!

Hubo un vago rumor de fastidio y la barman se apresuró a salir de detrás del mostrador para echarlos, cosa que logró con facilidad. Eran unos iluminados bastante mansos. Bruna tragó el pedazo de sándwich que tenía en la boca y habló en voz alta, lo suficientemente alta como para ser oída en todo el local, aprovechando la momentánea atención que había suscitado el asunto de los apocalípticos.

– Os parecerán unos chiflados, y desde luego lo son. Pero es verdad que el mundo se está acabando. Es decir, el mundo que conocemos. ¿Queréis dejar que esos engendros tecnológicos terminen con los seres humanos? ¡Los reps son nuestras criaturas! ¡Nuestros artefactos! ¡Los hemos hecho nosotros! ¿Y ahora vamos a dejarles que nos exterminen? ¡Son nuestra equivocación! ¡Pongamos fin a este peligroso error!

Al extremo de la barra sonaron unos pocos aplausos. Fue un éxito que hizo que Bruna sintiera subir a su boca un sabor a hiel. Se le había quitado el hambre por completo, así que pagó y, fingiéndose un poco más beoda de lo que estaba, subió a su habitación, aparentemente para dormir.

Pero todavía le quedaba algo que hacer. Se arrancó la peluca y las cejas; prescindió de los rellenos y se desnudó; abrió el bolso, sacó el disolvente y limpió la silicona dérmica que cubría su tatuaje. A continuación se quitó las lentillas y el maquillaje y tomó una rápida ducha de vapor. Suspiró de alivio al reencontrarse con Bruna en el espejo empañado. Tras vestirse con su ropa normal, un mono de látex de color violeta oscuro, guardó los útiles para disfrazarse y salió al pasillo extremando el sigilo. Cruzó el corredor desierto y, utilizando la llave del cuarto, abrió la puerta de servicio que comunicaba con la salida de emergencia. Eran las doce y media de la noche, estaba en un piso catorce y en la plataforma metálica exterior soplaba un desagradable viento frío que erizaba su piel aún humedecida por la ducha. Volvió a aplicar el chip de su llave al ojo inteligente que controlaba la escalera de emergencia, y los peldaños se fueron desplegando rápidamente a medida que ella iba bajando, produciendo un chirrido metálico inquietante que podría haberla delatado. Menos mal que los tintineos del cercano parque-pulmón servían de camuflaje. Bruna no había pensado en eso, ni en el ruido de la escalera ni en la inesperada ayuda de los árboles artificiales. Le irritó su imprevisión: estaba demasiado cansada para razonar bien. Menos mal que esta vez había tenido suerte.

Llegó abajo, saltó a la calle y la escala se replegó encima de ella: las llaves sólo servían para bajar, nunca para subir. Por eso la androide se veía obligada a hacer lo que ahora iba a hacer. Dio la vuelta a la manzana, entró en el Majestic, se dirigió a la recepción y pidió una habitación. El encargado, un hombre pálido de mejillas huesudas, se quedó mirándola con una expresión extraña. En un relámpago de intuición, Bruna pensó: me va a decir que el hotel está lleno. La androide se sintió temida, se sintió odiada, más temida y más odiada que nunca. Se sintió segregada, y una súbita y angustiosa premonición le hizo imaginar un mundo así, una Tierra en la que los reps no pudieran entrar en los hoteles ni viajar en los mismos trams ni mezclarse con los humanos. Una gota de sudor frío resbaló por su cráneo, en paralelo a la línea del tatuaje. Y en ese momento, justo cuando la inmovilidad del recepcionista empezaba a resultar anormal, el hombre rompió su quietud de piedra, carraspeó con incomodidad y le pidió a Bruna sus datos para poder inscribirla. No se había atrevido, se dijo la androide; probablemente le había pasado por la cabeza la idea que rechazarla, pero no se atrevió. Todavía seguía siendo ilegal la discriminación entre las especies.

La alojaron en el piso doce, dos por debajo de Annie Heart, y la rep subió hasta su nuevo cuarto, en el que se había registrado con su verdadero nombre, arrastrando los pies y un vago desconsuelo. Entró en la habitación y se dejó caer de espaldas sobre la cama, sintiendo de repente todo el agotamiento de ese día demasiado largo. El cansancio se acumulaba en sus músculos, en la parte inferior de sus piernas y sus brazos, como si la fatiga fuera agua y pesara en su cuerpo, aplastándola contra la colcha. Por un instante estuvo tentada de cerrar los ojos y dormir allí mismo, pero sabía que era mejor que volviera a casa. Con un esfuerzo de voluntad, giró en el lecho y engurruñó el cobertor y las sábanas para que los robots de la limpieza tuvieran algo que hacer a la mañana siguiente. Luego se levantó, agarró sus bártulos y volvió a dejar el edificio por la escalera de emergencia.

Caminó un par de manzanas para que no pudieran relacionarla con el hotel y para verificar que no estaba siendo seguida, y después tomó un taxi: estaba demasiado cansada para hacer economías. Bajó frente a su puerta y ahí se encontraba el alienígena, como siempre, en mitad de la noche, en la inmensa soledad de su corpachón. Y de su diferencia. La rep volvió a sentir que la congoja subía por su garganta y se la cerraba. Pobre Maio. Pobre Nabokov. Pobres víctimas de Nabokov. Pobres todos. Cruzó frente al bicho sin querer mirarlo y se apresuró a poner su huella en la cerradura para abrir el portal. Debía de tener los dedos manchados de silicona cosmética, porque tuvo que repetir el gesto varias veces. El malestar crecía en su interior y ya se estaba convirtiendo en un dolor de pecho. Cuatro años, tres meses y dieciséis días, pensó, como quien musita una jaculatoria. Un mantra privado para momentos de angustia. Cuatro años, tres meses y dieciséis días.

– Son quince días, Bruna. Son casi las dos de la madrugada. Ya es jueves -dijo la rumorosa, líquida voz de Maio.

La rep se quedó paralizada. En el silencio resonó el mecanismo de la cerradura al abrirse, pero la detective no empujó la puerta. Volvió lentamente la cabeza hacia el alienígena y se miraron unos segundos sin pronunciar palabra.

– Sí. Puedo leer tus pensamientos, Bruna. Lo siento. Quizá debería habértelo dicho -susurró Maio.

Y sus palabras sonaban como granos de arena rodando suavemente por el interior de una caña hueca.

Al demonio, se dijo Bruna. No me importa nada. El bicho ha ganado. Que duerma en casa. Ya le buscaremos un lugar para vivir. Pero que no se crea que va a volver a meterse en mi cama.

– No te preocupes, Bruna, puedo dormir en el sofá. Muchas gracias -dijo el alien.

La androide resopló, un poco exasperada: Cielos, pensó, ¿entonces…?

– ¿… no hace falta que hable contigo, todo me lo adivinas sin que diga nada? -concluyó en voz alta.

– Oh, no, no, Bruna, es mucho mejor hablar normalmente, resulta más cómodo porque así estamos al mismo nivel. Y además muchas veces lo que los humanos pensáis no es lo que luego decís. Y lo que decís es lo que queréis que el mundo vea. Yo prefiero ver tus palabras y así saber quién quieres ser por fuera.

A Bruna le pareció un razonamiento demasiado lioso para lo tarde que era, para su cansancio.

– Bueno. Déjalo. Entremos de una vez. ¿Tienes hambre?

– No, gracias.

– Mejor. No sé lo que coméis los alienígenas. Y no me lo cuentes ahora. No quiero oírlo. Sólo quiero dormir.

Lo dijo con un tono áspero y gruñón, pero lo cierto era que, de algún modo, Bruna se sentía bien por haberle dicho al omaá que pasara. Los monstruos unidos eran un poco menos monstruosos. Cuatro años, tres meses y quince días. Quince días.


Bruna tuvo que reconocer que el omaá no molestaba nada, y eso que el bicho era muy grande y el apartamento más bien pequeño. Además Bartolo y él se llevaban de maravilla; el bubi casi se volvió loco de contento cuando vio a su compatriota, y desde la llegada del alienígena la mascota no se apartaba de su lado: durmió enroscada a su espalda y ahora estaba encaramada en su hombro. Fue Maio quien preparó el desayuno para todos, acertando al milímetro con los gustos de la rep: lo de la lectura del pensamiento tenía sus ventajas. El alienígena también desayunó con una especie de cereal en polvo que mojó en caldo caliente, haciendo hábiles bolitas entre los dedos con la pasta resultante. La rep le miró comer con fascinación y luego vio cómo guardaba el sobrante de los alimentos en su mochila.

– Comida omaá. La venden en la sección interespacial de algunos supermercados para gourmets, aunque bastante cara. También puedo comer harinas vuestras, pero son mucho menos energéticas. Tengo que devorar kilos de pan terrícola para que me alimente como estas bolitas. Además me gustan el queso y la fruta, y he aprendido a comer huevos. No están mal de sabor, aunque si pienso lo que son dan un poco de asco. Pero nada de cadáveres, por favor. Ni carne ni pescado. Ni siquiera pasta de proteína marina. Le ponen camarones y otros seres, además del concentrado de algas -explicó, como si estuviera respondiendo a una pregunta.

Y era verdad que la rep se lo estaba preguntando mentalmente.

– Y eso de no comer cadáveres, ¿es por principios o porque os sienta mal? Físicamente, digo.

– Sienta muy mal. Va endureciendo el kuammil. Con el tiempo puede llegar a matarte. El kuammil es como vuestra alma.

– No tenemos alma.

– Nosotros tampoco. Tenemos kuammil.

– Quiero decir que el alma no existe.

– Bueno, era por poner un símil fácil. El kuammil sí existe. Si quieres, te puedo hacer un resumen del funcionamiento de nuestro organismo.

Bruna miró la piel traslúcida de la criatura, rosada y azulosa, palpitante, mudable como un cielo al atardecer, y se estremeció. Llevaba un rato sin ser consciente de la diferencia del alienígena, de hecho se estaba empezando a acostumbrar a él, pero de pronto volvía a percibir con desasosiego la rareza extraordinaria de ese cuerpo. En ese momento entró una llamada en el móvil que le había proporcionado Mirari y Bruna agradeció la interrupción para no tener que contestar a Maio. E inmediatamente se dijo: qué tontería, si él ya ha percibido todo lo que he pensado.

Descolgó la llamada en modo invisible. En la pantalla apareció el rostro de Serra, el lugarteniente de Hericio.

– ¿Por qué no te veo? -dijo el hombre, suspicaz, a modo de saludo.

– He manipulado mi ordenador móvil para impedir que puedan localizarme, no quiero que queden pruebas de este viaje a Madrid… Recuerda lo que te dije: que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha… Pero el caso es que he debido de estropear algo porque no consigo enviar imágenes.

El tipo cabeceó, apaciguado por la respuesta.

– Sí… tampoco entendíamos por qué no eras rastreable.

– Rastrear un móvil es ilegal, como bien sabes…

Serra sonrió despectivamente.

– Como dice Hericio, nada más lícito que desobedecer las leyes de un sistema ilegítimo… Bien, Annie Heart… Quiero hablar contigo. Dentro de una hora en el Saturno.

Y colgó.

¡Una hora! La rep agarró al vuelo la bolsa de viaje y salió corriendo hacia el Majestic. Subió como Bruna Husky, se transformó a toda prisa en Annie Heart y bajó rogando a la memoria del gran Gabriel Morlay no haber olvidado ningún detalle de su camuflaje. Al llegar a la planta cero, respiró hondo y enfrió su agitación. Salió del ascensor con aire relajado y paso tranquilo, como si no tuviera ninguna prisa, aunque en esos momentos se estaba cumpliendo la hora que le había dado el lugarteniente del PSH. Pero sí: no se había equivocado en su suposición. Allí estaba de nuevo la sombra, el chico joven del día anterior o quizá otro, todos esos cachorros supremacistas se parecían demasiado, eso era justamente lo que tanto valoraban, la homogeneidad, la semejanza. Se dejó seguir mientras caminaba con estudiada parsimonia hacia el Saturno. Aunque estaba bastante cerca del hotel, su paso indolente hizo que tardara casi veinte minutos en avistar el bar. No llegó a entrar en el local: un automóvil se detuvo junto a ella y levantó su puerta con un soplido neumático. Dentro estaba Serra.

– Vienes con retraso -gruñó.

Bruna se instaló en el asiento y amontonó los labios en un gesto coqueto y despectivo. Una mueca de rubia desdeñosa que le salía muy bien.

– No estoy acostumbrada a que me traten con semejante grosería. No soy uno de tus soldaditos para que me mandes ir de acá para allá a toda prisa.

Serra rió entre dientes. Hoy no llevaba chaleco sino una camiseta sin mangas de una fina y brillante tela metálica que se pegaba a sus inflados músculos artificiales. Sin duda quiere impresionar a Annie, pensó Bruna. El coche iba en modo automático, sin conductor. No deseaba testigos.

– No te ofendas, guapa, es sólo trabajo. Y una medida de prudencia elemental.

– ¿Por qué estamos aquí?

– ¿Aquí?

– En el coche. ¿Vamos a algún lado?

– Hemos pensado que lo mejor es que nos vean juntos lo menos posible. Lo hacemos por ti. Es lo que quieres, ¿no? Todo ese trabajo que te has tomado para que tu móvil no sea rastreable…

Bruna asintió, cautelosa. No le gustaba el leve matiz sarcástico que creía percibir en las palabras del tipo.

– Así es…

– Por cierto, ¿cómo lo has hecho? ¿Me dejas ver tu ordenador?

Bruna sintió que la espalda se le tensaba. ¿Sospecharían algo? Peor aún, ¿sabrían algo?

– Claro -dijo con naturalidad.

E inmediatamente se quitó de la muñeca la flexible lámina semitransparente y se la pasó a Serra.

El lugarteniente cogió el aparato, le dio unas cuantas vueltas entre los dedos, lo apagó y lo volvió a encender. El móvil se reinició y la pantalla saludó a Annie Heart, mientras Bruna agradecía mentalmente el impecable trabajo de Mirari. Y justo en ese momento se dio cuenta con horror de que llevaba el móvil de Bruna en el bolsillo de sus pantalones de señora elegante. Con las prisas, había olvidado dejarlo en la habitación del hotel cuando se cambió. Además, ahora no recordaba si lo había desconectado o no. ¿Y si entraba una llamada? Una súbita oleada de angustia la inundó en sudor frío. Por fortuna, Serra estaba demasiado ocupado inspeccionando el ordenador, porque la rep estaba segura de que su rostro se había descompuesto. Oscuramente, por debajo de su zozobra, le pareció advertir que el hombre estaba diciendo algo que ella no había llegado a captar. Respiró hondo y sintió cómo entraba en funcionamiento el poderoso cóctel de hormonas antiestrés que reforzaba su organismo de rep de combate. Una línea invisible de lúcida calma descendió por su cuerpo como una cortina de agua que va apagando un fuego. Dibujó en su boca una sonrisa a modo de pantalla deflectora. Justo a tiempo: el lugarteniente giró el rostro y la miró.

– ¿No me lo vas a contar? -dijo.

– ¿Qué?

– Te preguntaba cómo lo has hecho. Si intentas anular el GPS y no dispones de una clave de autorización otorgada por el juez, el aparato se destruye.

Bruna reflexionó fríamente en una milésima de segundo. Reflexionó y decidió lo que decir.

– Pues verás, es bastante complicado. Sólo lo puedes hacer en paralelo con un ordenador central. Conectas el móvil en modo periférico y entonces introduces un vínculo de puerto virtual en el IDD del móvil; manipulas los valores hasta conseguir el perfil residual del HTC y el cifrado de cúspide. Esto se consigue con un criptorrobot, pero es lento y difícil… Aunque utilicé unos algoritmos especiales, de todas formas necesité revisar millones de cifras hasta encontrar la clave… ¿Me sigues?

Serra cabeceó afirmativamente, aunque su expresión mostraba a las claras que se había perdido en el enmarañado palabrerío. Bruna no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, pero había supuesto que el supremacista no sería capaz de darse cuenta.

– En fin, el caso es que engañas al móvil haciéndole creer que es una parte del ordenador central.

– Pareces saber mucho de todo esto…

Bruna-Annie se ahuecó la rubia melena con los dedos y sonrió con dulzura.

– Bueno, soy profesora de robótica aplicada…

El hombre frunció el ceño y le devolvió el ordenador. La rep lo ajustó a su muñeca mientras pensaba en el otro móvil que llevaba en el bolsillo: tenía que salir del coche cuanto antes.

– Veo que estamos dando vueltas a la manzana. ¿Esperamos a alguien? ¿Para qué me has hecho venir? -preguntó.

Para husmear mientras tanto en mi habitación del hotel, se respondió a sí misma. Lo cual no era un problema: previendo esa posibilidad, había diseminado por el cuarto el contenido razonable de un equipaje escueto. En realidad, que Serra la hubiera hecho venir para poder registrar sus pertenencias era una suposición tranquilizadora: significaba que el plan seguía adelante.

– Es un simple trámite de seguridad. Tienes que entender que seamos cautelosos. El partido se encuentra en una posición muy difícil por culpa de este Gobierno títere -dijo Serra.

– Por eso quiero ver a Hericio. Empiezo a pensar que habláis mucho pero en realidad no hacéis nada. Como todos los demás -dijo la androide.

El hombre se puso rígido.

– No sabes lo que dices. No sabes nada.

– ¿Ah, no? ¿Qué es lo que no sé? ¿Para qué servís, aparte de para salir en las noticias diciendo grandes palabras?

Era un cebo tan grosero que Bruna no esperaba que el hombre picara, pero a veces la información se conseguía de la manera más absurda. Éste no fue el caso. Serra torció el gesto, irritado, y tocó el panel táctil que había frente a él. El vehículo se detuvo junto a la acera y abrió la puerta.

– Ya te llamaremos -gruñó el tipo.

– Que sea pronto. Mañana o pasado. El domingo me voy de la ciudad -contestó Bruna, imperativa: la cobertura proporcionada por Mirari no duraría mucho más.

Serra no contestó. El coche se cerró y arrancó de nuevo. La detective lo vio desaparecer y reprimió el impulso de sacar el móvil del bolsillo: era posible que la sombra todavía anduviera por ahí. Sobre su cabeza, la pantalla pública estaba pasando atroces imágenes de androides de combate masacrando humanos. Eran viejas grabaciones de la guerra rep. «¿Vas a permitir que vuelva a suceder?», repetía una cinta continua sobre la carnicería.

Ya en el hotel, la detective se quitó a Annie de encima con un suspiro de alivio. Este trabajo de astilla le corroía los nervios como un ácido. Comprobó que su verdadero móvil no sólo estaba apagado, sino también desarmado. Colocó en su lugar la fuente de energía y lo encendió, e inmediatamente entró una llamada de Lizard: sin duda el policía se había puesto en reconexión automática.

– ¿En qué andas metida, Husky? Llevas horas apagada e ilocalizable -gruñó el hombre.

– ¿Por qué estás tan irritado? ¿Porque me escapo de tu vigilancia de perro de presa, o porque te preocupa mi bienestar?

Bruna había recurrido a un truco viejísimo: cuando te pregunten algo que no quieras contestar, responde con otra pregunta, a ser posible molesta. Había actuado, pues, conforme al manual, pero sintió que se deslizaba inestablemente por encima de las palabras como quien resbala sobre hielo. Sintió que deseaba de verdad que Lizard contestara. Que asegurara: sí, me preocupa lo que pueda sucederte en este mundo cada vez más peligroso para ti. Pero no dijo nada de eso.

– Te buscaba porque conseguí la cita con el sacerdote canciller de la embajada de Labari. Por si quieres venir. Tú fuiste quien me sugirió que le llamara.

Sí, claro que quería. La legación estaba bastante lejos del Majestic y decidió tomar de nuevo un taxi pese a sus renovados propósitos de hacer economías. Pero después de perder diez minutos en la acera sin lograr que le parara nadie, tuvo que tomar el metro. Era evidente que los taxistas humanos no querían llevar a un tecno de combate, y en Madrid el sindicato de conductores había impedido que hubiera taxis automáticos como los que circulaban en otras ciudades. En cuanto a los taxistas androides, parecían haber desaparecido. En realidad, apenas se veían reps por ningún lado.

Llegó a la cita sin aliento: estaba siendo un maldito día de prisas y carreras. La sede de los representantes labáricos era un enorme y vetusto edificio situado en la avenida de los Estados Unidos de la Tierra, junto al Museo del Prado. Durante siglos había sido una iglesia católica, la iglesia de los Jerónimos, hasta que fue quemada y medio derruida en tiempos de las Guerras Robóticas. La empobrecida institución católica, hundida por sus crisis internas, por el laicismo progresivo del mundo y porque los individuos ansiosos de certezas preferían doctrinas más radicales, se vio obligada a vender las ruinas a un consorcio que en realidad era una tapadera de sus más acerbos contrincantes, los únicos del Reino de Labari, que reconstruyeron el templo en una versión amazacotada y sombría. Contemplando ahora esa mole pintada en un tono morado oscuro, el color ritual labárico, la detective sintió un escalofrío: ese edificio arcaizante, abrumador y riguroso era toda una declaración de principios, una definición pétrea de la intransigencia.

– Venga, Bruna, ¿qué haces? No te quedes atrás. Llegamos tarde -masculló Lizard.

Y la rep se obligó a caminar detrás del policía y entró renuente en la embajada de un mundo en donde su especie estaba prohibida.

El interior debía de haber sido en tiempos una nave diáfana, como solían serlo las iglesias católicas, pero ahora estaba compartimentado como cualquier edificio, con diversos pisos y habitáculos normales. O casi normales: a medida que pasaban de cuarto en cuarto, del vestíbulo al recinto de seguridad y después a la sala de espera, la detective fue sintiendo crecer en su pecho una vaga opresión: las dependencias eran todas mucho más altas que anchas. En realidad eran desagradablemente angostas y sus interminables muros estaban recubiertos de gruesas cortinas amoratadas que caían a plomo desde las alturas.

– Qué lugar más alegre -musitó Lizard.

En ese momento les vino a buscar un hombre con la cabeza afeitada y una cadena que se hincaba en los lóbulos de sus orejas y colgaba por encima del pecho como un collar. Quizá fuera un esclavo, se dijo la detective mientras le seguían. Hasta entonces no habían visto a una sola mujer. Antes de franquearles el paso al despacho, el supuesto esclavo se volvió hacia ellos.

– Llamadlo eminencia… Ése es su título. Y tenéis que usar el tratamiento de cortesía antiguo… Tenéis que hablarle de usted. Que no se os olvide.

El sacerdote canciller les recibió en una sala que se elevaba vertiginosamente hasta un techo abovedado lejano y oscuro. Debía de ser la altura original de la iglesia de los Jerónimos, pero el hecho de que la sala fuera una habitación relativamente pequeña y de planta hexagonal hacía que pareciera un asfixiante pozo. Las colgaduras moradas sólo llegaban hasta la mitad del muro, y más arriba las paredes de piedra desnuda se perdían en las sombras. El diplomático era un hombre maduro con el largo cabello gris recogido en una cola alta sobre la coronilla, el típico peinado de los jerarcas labáricos. Estaba sentado detrás de una gran mesa de madera maciza.

– El Principio Sagrado es el Principio -dijo pomposamente, utilizando el saludo ritual de los únicos.

– Gracias por recibirnos, eminencia -contestó Paul Lizard.

– Es mi trabajo -masculló el hombre con tiesa gelidez.

El tipo tenía algo raro en la cara. De primeras, los afilados pómulos, la barbilla puntiaguda y las cejas elevadas y circunflejas, como las de los antiguos dibujos del diablo, daban la impresión de una fisonomía huesuda, severa y alargada. Pero luego se advertían los trémulos mofletes, la blandura general de la carne, la redondez del aplastado rostro. Era como si un hombre rechoncho y cabezón estuviera transformándose en un tipo delgado y anguloso, y en el proceso se hubiera quedado por error a medio camino. Los pómulos, el mentón y esas cejas imposibles que parecían dos tejaditos picudos sobre los ojos debían de ser un producto del bisturí. Bruna había leído en algún sitio que la religión labárica no admitía la cirugía plástica cuando su función sólo era estética, pero sí cuando la operación tenía una finalidad moral. Tal vez dotar de un aspecto algo más imponente y espiritual a ese tipejo gordinflón y anodino había sido considerado un mandato sagrado.

Lizard sacó una bola holográfica del bolsillo y la activó. Sobre la mesa del único flotó la palabra «venganza». La imagen estaba sin duda tomada del cuerpo de alguno de los cadáveres, aunque en la holografía no se percibía bien el soporte y el tatuaje estaba agrandado cuatro o cinco veces.

– ¿Conoce usted esto?

El tipo le echó una lánguida ojeada.

– No.

– ¿No hay nada en ello que le suene familiar?

– No -repitió el embajador sin siquiera molestarse en volver a mirar.

El inspector manipuló la bola y la imagen se amplió hasta mostrar lo que era: un tatuaje en la espalda del cuerpo desnudo de una mujer muerta.

– ¿Y ahora?

El legado contempló el cadáver un segundo con expresión vacía. Luego miró a Lizard.

– Ahora aún menos.

– Pero esa grafía… Esas letras son del Reino de Labari -saltó Bruna.

El canciller ni la miró. Siguió dirigiéndose a Lizard.

– De primeras podría parecer que ese tipo de escritura tiene semejanzas con cierto alfabeto usado en mi mundo en ocasiones ceremoniales.

– La escritura de poder labárica -remachó la rep.

El hombre ignoró su intervención y prosiguió:

– Pero estoy seguro de que se trata de una imitación.

– Yo he visto la escritura de poder y la grafía es idéntica -insistió Bruna.

– ¿Por qué crees… perdón, por qué cree usted que se trata de una imitación, eminencia? -preguntó Paul.

– ¿Por qué sabes cuando un replicante es un replicante y no una verdadera persona, a pesar de ser una imitación tan parecida? -respondió el único.

– Por los ojos.

Bruna se indignó con Lizard. Le indignó que contestara una observación evidentemente formulada para humillar.

– La escritura labárica también tiene ojos para quien sabe ver. Y esto es una falsificación, sin duda alguna. ¿Algo más?

– Sí. ¿Sabe usted de quién es ese cadáver?

El sacerdote suspiró con fastidio como si se tratara de una pregunta idiota, aunque su gesto de olímpico desdén quedó algo menoscabado por el retemblar de los mofletes.

– Supongo que es alguno de los replicantes recientemente ejecutados por otros replicantes.

– Y si de verdad la escritura fuera una falsificación, ¿quién podría estar interesado en implicar al Reino de Labari en un caso tan sucio como éste?

– La Única Verdad tiene más enemigos que granos de arena el fondo de los océanos. El Orden Primigenio siempre fue atacado por los esbirros del Desorden, que son multitud. Pero estamos acostumbrados: llevan milenios intentando desvirtuar nuestras palabras. No nos hacen mella.

– ¿Milenios? El Culto Labárico empezó hace menos de un siglo -intervino la rep con aspereza.

El Canciller siguió sin mirarla.

– El Principio Único Sagrado fue el principio de todo. Luego el hombre débil olvidó quién era y lo que sabía. Nosotros sólo hemos retomado el viejo camino. Sólo hemos vuelto a pronunciar las palabras puras -declamó.

Luego se inclinó hacia delante y clavó unos ojos llameantes en Paul, mientras el rostro se le crispaba en un gesto de asco.

– Y además, ¿qué nos importa a nosotros que maten o no a esas cosas? No formaron parte del Principio y no cuentan. No existen. No tienen más entidad que la hebilla de tu zapato. Ya ves, nos parecen tan inapreciables e irrelevantes que incluso te hemos permitido introducir aquí, ¡aquí, en la embajada labárica!, a una de esas cosas. Y, por añadidura, hembra.

El hombre se puso bruscamente en pie, aunque en realidad no se notó mucho: era bastante más bajo de lo que su gruesa cabeza hacía prever.

– Que el Principio Sagrado sea tu Ley -masculló ritualmente.

Y salió del cuarto arrastrando por el suelo un informe ropón de color violeta que le venía demasiado largo.

Bruna abandonó el edificio a toda prisa: la ira había puesto alas en sus pies. Lizard la seguía varios pasos atrás, cauteloso y cachazudo, barruntando tormenta.

– Espera, Bruna… ¿dónde está el fuego?

La rep giró sobre sí misma como un látigo y apuntó hacia el policía un dedo tembloroso.

– Tú… Gracias por apoyarme delante de ese miserable especista -rugió.

– Profesionalidad, profesionalidad… Una detective como tú debe saber que gran parte de nuestro trabajo consiste en interrogar a gente mala, y los malos suelen ser desagradables. No hay que perder la calma digan lo que digan. Dicen todo eso para desconcentrarte. Y contigo ha funcionado.

En realidad, la androide en el fondo lo sabía, Lizard tenía razón. Pero estaba demasiado llena de furia como para poder enfriarse tan pronto.

– Todos los humanos sois iguales. Al final siempre os apoyáis los unos a los otros -dijo malignamente con los restos de amargura que le quedaban en la boca.

El rostro del inspector se ensombreció.

– Eso no es verdad -masculló con un dejo de fastidio.

Bruna había deseado herirle y sin duda lo había logrado. Ahora empezaba a arrepentirse, pero no podía pedirle perdón. No todavía. No con toda esa adrenalina y esa humillación dándole aún vueltas por dentro. De manera que caminaron durante unos minutos el uno junto a la otra sin decir palabra y sin saber hacia dónde iban, hasta que el hombre se detuvo.

– Es hora de comer. Tomemos algo rápido y así hablamos un poco sobre el caso.

Antes de poder contestar entró una llamada de Nopal. Bruna dio un respingo, hizo una seña con la mano al policía indicando que la aguardara y se retiró unos metros para hablar con el memorista.

– ¿Qué haces con ese perro de presa? ¿Ya has conseguido que te detenga? -dijo el escritor con sorna.

¿Y a ti qué te importa?, pensó la detective. Pero por alguna razón no pudo decírselo. Se agarró la muñeca del móvil con la otra mano porque estaba temblando. Nopal la ponía nerviosa.

– Qué quieres.

– Tu cita de mañana. Me ha llamado el tipo. Quiere que vayas una hora antes.

Sí, claro. El encuentro con el pirata que rellenaba memorias ilegales.

– Entonces será a… las 12:15, ¿no? ¿Mismo lugar?

– Sí.

– De acuerdo, gracias.

Pablo arrugó la frente.

– Escucha… ese Lizard es peligroso. No confíes en él.

Bruna se irritó. De pronto sentía que tenía que defender al inspector. Sentía que Paul era su amigo. Paul. Era la primera vez que pensaba en él por su nombre de pila. Por lo menos, Bruna se sentía menos en riesgo con Paul que con Nopal.

– Te equivocas. El otro día me salvó de una paliza -dijo.

Y resumió al escritor el encuentro con los matones.

– Vaya, qué casualidad. Te atacan y precisamente Lizard está ahí. Y le basta con sacar la pistola para que todo el mundo salga corriendo. Porque resulta que, oh, fortuna, ninguno de los asaltantes lleva un arma de fuego. Y nadie es detenido, desde luego. Yo sé escribir escenas mucho más verosímiles.

– Qué tontería -dijo la rep.

Pero las palabras de Nopal empezaron a zumbar alrededor de su cabeza como amenazadores avispones.

– No me creerás, Bruna, pero soy tu amigo. Estoy y estaré siempre de tu lado. Y me preocupa lo que te pase. Es evidente que esta escalada de violencia antitecno está meticulosamente organizada. Lo veo, lo sé, ¡me he pasado años recreando la vida y puedo ver cuando la realidad es demasiado perfecta, más real que lo real! Todo lo que está sucediendo ha sido preparado, está dirigido, tiene un guión. Y tú no puedes montar algo así sin que intervenga también la policía…

La androide calló. No quería escuchar más. Pero escuchó.

– ¿No hay nada de él que te haya sorprendido? ¿Ningún comportamiento extraño? ¿No se habrá esforzado por casualidad por hacerse amigo tuyo? ¿Por ganarse tu confianza?

Bruna echó una ojeada a Lizard y le pilló contemplándola desde lejos con los brazos cruzados. La androide desvió la vista a toda velocidad. En efecto, el policía le había parecido siempre demasiado amigable… Demasiado colaborador. Como hoy. ¿Por qué la había llevado a ver al sacerdote?

– Pero… ¿de qué le serviría hacerse amigo mío?

– Que yo sepa, eres el único detective independiente que está investigando el caso por cuenta de los tecnos. Si te tiene cerca, puede enterarse de lo que vas descubriendo. Y quizá quiera utilizarte para algo peor. Este guión guarda aún muchas sorpresas, y me parece que es una historia de terror. Cuídate, Bruna, y no confíes en él.

Y cortó la conversación, dejando a la rep con una sensación de orfandad y desconsuelo.

La androide regresó lentamente hacia donde la esperaba Lizard con el ánimo tan pesado como sus pies.

– ¿Qué te ha dicho? -preguntó el policía con acritud.

– ¿Qué?

– Nopal. ¿Qué te ha dicho?

– ¿Por qué miras por encima del hombro para ver quién me llama? ¿Esa ausencia del más mínimo respeto forma parte de la brutalidad policial?

– Te he visto. He visto esa mirada de refilón que me has echado. No era una buena mirada.

– ¡Oh, por todas las malditas especies…! ¡No me fastidies con tus paranoias!

– ¿Por qué te has puesto tan nerviosa cuando te ha llamado? Nunca te había visto así. ¿Qué te pasa con ese hombre? No confíes en Nopal, Husky.

Vaya, antes la llamaba Bruna. Había regresado a la formalidad del apellido. Los ojos verdes del policía se veían muy oscuros, casi negros. Duras bolas brillantes de expresión temible atrapadas como insectos bajo sus gruesos párpados.

– Pablo Nopal es un asesino. Lo sé. Mató a su tío y probablemente al secretario. Todo le incrimina sin ninguna duda, pero se salvó porque no pudimos encontrar el arma. Usó una pistola antigua, un arma de pólvora con munición metálica de 9 mm. Probablemente una P35…

– Una Browning High Power… Esa pistola es de hace más de un siglo…

– Sí, un trasto viejo, pero con capacidad de matar.

Las armas de pólvora habían sido retiradas de circulación tras la Unificación con la famosa Ley de Manos Limpias, que limitó también de manera estricta el uso del plasma a las fuerzas de seguridad y al ejército. Las viejas pistolas y revólveres fueron rastreados con eficaces escáneres capaces de detectar sus aleaciones metálicas, y las pistolas de plasma necesitaban para su fabricación una lámina de celadium, el nuevo mineral de las remotas minas de Encelado, en donde cada una de las láminas era registrada, numerada y dotada de un chip localizador. Pese a todas estas precauciones, en la Tierra abundaban las armas ilegales de todo tipo, reliquias de la era de la pólvora y plasmas variopintos.

– Lo que quiero decir es que es un hombre sin escrúpulos y sin moral. Un tipo verdaderamente peligroso.

Y ha sido memorista… Tal vez sea él quien esté haciendo los contenidos de las memas adulteradas. ¿Para qué te llama? ¿Se ha ofrecido quizá para ayudarte? ¿No te parece raro? No sé qué poder tiene sobre ti, no sé por qué te turba tanto, pero sé que te está engañando.

– Oh, déjame en paz -barbotó Bruna.

Lo que quería decir era: no sigas, cállate, no quiero escuchar más, estoy confundida. Pero la confusión le provocaba inseguridad, y la inseguridad la ponía furiosa.

– Estoy harta. Me voy.

Dio la espalda a Lizard y se alejó con nerviosas zancadas calle abajo. Iba ya a saltar a una cinta rodante cuando, de pronto, se le ocurrió una idea maravillosa. Una idea increíblemente sencilla, deslumbrante. Volvió la cabeza: le llevó unos segundos divisar los grandes hombros del inspector y su cuello recio sobresaliendo por encima de la gente. Corrió detrás de él y lo alcanzó justo cuando el hombre iniciaba la complicada maniobra de plegar su corpachón para meterse en el coche.

– Lizard… Paul… por favor, espera…

Tomó aire y dibujó una amplia sonrisa en sus labios. No le fue difícil: estaba tan encantada con la idea que había tenido que sentía ganas de reír.

– Te pido disculpas. Me estoy comportando como una estúpida. Estoy… nerviosa.

– Estás inaguantable -dijo él en un tono neutro y aplomado.

– Sí, sí, perdona. El labárico me sacó de quicio. La situación entera me saca de quicio. Pero dejemos eso. Hablabas antes de tomar algo. Me parece bien, pero vamos a mi casa. Prepararé cualquier cosa de comer y de paso quiero enseñarte algo.

– ¿Qué?

– Ya lo verás.

En el coche oficial llegaron enseguida, pero a Bruna se le hizo eterno. Le costaba contener la excitación. Subieron en el ascensor sin decir palabra y al llegar a la planta la rep se abalanzó a su puerta y la abrió. Una extraña música llenó el descansillo. De pie en medio del salón-cocina, el bicho estaba soplando una especie de flauta. Se detuvo y bajó el instrumento.

– Hola, Bruna.

– Hola, Maio -dijo ella, por primera vez verdaderamente contenta de verlo.

La rep miró a Lizard. El hombre estaba pasmado. Al fin había logrado quebrar su estúpido aire de flemático sabelotodo. Volvió a contemplar al alienígena: enorme, tan alto como Lizard pero aún más ancho, con esa cara increíble de perro gigante y con el torso desnudo y una algarabía de palpitaciones y colores, de trémulas vísceras y jugos interiores atisbándose a través de su piel traslúcida. Guau. Bruna estaba empezando a acostumbrarse al bicho, pero desde luego era una visión impresionante.

– Perdón -rumoreó Maio con su voz de arroyo.

Cogió la vieja camiseta y se la puso.

– Me la quité porque es molesta, lo siento.

No era de extrañar que le molestase: entraba a reventar sobre su gran tórax y parecía apretarle como una faja.

– Tú debes de ser un refugiado omaá… -murmuró el policía, aún algo aturdido.

– Así es.

– Lizard, éste es Maio. Me lo encontré un día en… la calle. En fin, ayer le dije que se podía quedar a dormir en el sofá… hasta que busque algún lugar donde meterse. Y, Maio, éste es el inspector Paul Lizard, que me está ayudando con mi último caso. Por favor, Lizard, explícale lo que haces…

– ¿Que le explique qué?

– Sí, vamos, cuéntale que estás investigando el asunto de las muertes de los reps… Y que hemos estado colaborando juntos…

Mientras hablaba, Bruna miraba intensamente al omaá a los ojos, como intentando pasarle una señal. Luego se dio cuenta de su estupidez, y empezó a decirle mentalmente al bicho: métete en su cabeza. Métete en la cabeza de este tipo y dime qué piensa. Dime si me oculta algo. Dime si quiere hacerme daño.

– No puedo… -dijo el omaá.

– ¿No puedes qué? -preguntó Lizard.

– ¿Cómo que no puedes? -gritó ella.

– ¿Qué es lo que no puede? -insistió el policía.

El omaá bajó la cabeza y repitió:

– ¡No puedo!

Sonó como quien lanza el contenido de un cubo lleno de agua contra un muro.

– Pero ¿por qué? -se desesperó Bruna.

El alienígena empezó a cambiar de color. Todo él se oscureció, adquiriendo una tonalidad pardo-rojiza.

– ¿Qué te ocurre? -se preocupó la rep.

– Es el kuammil. Es una consecuencia de una emoción intensa. Como cuando quieres hablar pero no debes.

– ¿Qué está pasando aquí? -masculló Lizard con irritación.

Algo le dijo a Bruna que no debía ahondar en el asunto. No por el momento.

– Entonces, ¿de verdad que no puedes?

Maio negó con la cabeza. La rep se volvió hacia el inspector.

– Mira, perdona, mejor lo dejamos y te vas. Además, no tengo nada de comer. Ya hablaremos otro día.

Lizard la miró con los ojos más abiertos que nunca. En ese momento el hombre advirtió que Bartolo le estaba royendo los bajos del pantalón y, sacudiendo el pie, lanzó a la criatura a medio metro de distancia. El bubi chilló.

– ¡Qué haces, bruto! -gritó la rep, furiosa, agachándose a coger al tragón en sus brazos y sin darse cuenta de que ella había hecho lo mismo dos días antes.

La indignación parecía haber arrebatado a Lizard toda su somnolencia.

– Estás loca -barbotó.

Lo dijo con rabia. Con odio.

– Lo que pasa es que no confío en ti, Lizard.

– Yo tampoco en ti. Porque estás loca. Quédate con tu zoo sideral y déjame en paz -escupió él.

Y se marchó dando un portazo.

La androide se volvió hacia Maio, que estaba recuperando lentamente su color tornasolado habitual.

– Y tú, a ver, dime, ¿por qué demonios no puedes leer sus pensamientos?

El omaá se oscureció un poco.

– Sólo puedo meterme en la cabeza de aquellos seres con los que he estado cerca.

Bruna se inquietó.

– ¿Cómo de cerca?

– Muy cerca. Totalmente cerca, íntimamente cerca. Todo lo cerca que pueden estar dos seres. Cuando dos seres hacen guraam, se rozan los kuammiles y a partir de entonces se pueden leer mutuamente el pensamiento. Guraam significa conexión. Es lo que vosotros llamáis…

Bruna levantó una mano.

– No sigas.

– No sigo.

Estaba otra vez de color rojizo amarronado.

Cuatro años, tres meses y quince días, pensó Bruna para pensar en algo que no fuera el omaá. Se fue al cuarto de baño por si la náusea que sentía acababa en un vómito, pero no pasó nada. Se mojó la cara con su preciosa y precaria reserva de agua. Cuatro años, tres meses y quince días. Lo que se hubiera reído Merlín de todo esto.

Regresó a la sala y Maio estaba soplando de nuevo en su pequeño trozo de madera. O de algo parecido a la madera. Era como una flauta, sólo que en uno de los costados había unas estrías que recorrían el instrumento de punta a punta. Y se tocaba transversalmente, como las armónicas, pasando los labios sobre las ranuras. Producía un sonido embelesante, un siseo líquido delicado y hermoso. Bruna se sentó en el sillón y dejó que la música alienígena la relajara. Eran unas notas que parecían acariciar la piel. Que entraban por la epidermis, no por los oídos. Al rato, Maio se detuvo, tan opalino y multicolor como siempre.

– ¿Todos los omaás tocan así de bien?

El bicho sonrió.

– No. Yo soy ambalo. Quiere decir virtuoso del amb, que es este instrumento. Soy músico.

Entonces Bruna tuvo otra idea luminosa. La segunda gran idea del día. Y rogó mentalmente a Gabriel Morlay que esta vez saliera bien.

Llegaron al circo entre la función de la tarde y la de la noche. En esta ocasión Bruna no desconectó su móvil, porque tenía una razón comprensible y legal para visitar a Mirari. El trayecto hasta allí fue bastante desagradable: no era el mejor momento de la historia para que un alien zarrapastroso y una replicante de combate cruzaran Madrid codo con codo. Por no mencionar a Bartolo, que iba montado a caballito en el poderoso cuello del omaá. Formaban un grupo llamativo, pero el miedo que provocaban era más fuerte que el rechazo, y los humanos iban desapareciendo a toda velocidad delante de ellos. Las calles, los trams y las cintas rodantes se vaciaban a su paso como si fueran radiactivos. Si no hubiera sido tan deprimente hasta habría resultado divertido.

Encontraron a la violinista en su camerino comiendo una pizza. Les miró impasible y Bruna envidió su temple, o quizá su experiencia. Probablemente Mirari había tratado antes con alienígenas.

– ¿Qué pasa?

– Hola. Éste es Maio. Es músico. Me gustaría que lo escucharas tocar.

Mirari torció la cabeza para observar con atención al alienígena. La mujer parecía un pájaro con el rostro rematado por la brillante corona de su pelo, blanco y tieso como una cresta plumosa.

– Un flautista omaá… Dicen que son buenos. ¿Queréis una pizza?

Manipuló la pequeña cocina-dispensadora que tenía en el cuarto y enseguida aparecieron en el cajetín dos humeantes pizzas vegetales extragrandes y una de tamaño pequeño para Bartolo. Masticaron todos en silencio durante algunos minutos hasta terminar con la última miga. Luego se lavaron las manos en un chorro de vapor.

– A ver qué sabes hacer -dijo Mirari, arrellanándose en el asiento.

Maio se llevó el amb a los labios y comenzó a soplar. Líquidos sonidos nacieron de su boca, hilos rumorosos que parecían deslizarse por la habitación dejando un rastro de luz. Bruna aguantó la respiración, o más bien olvidó respirar durante unos segundos, sumergida en la música como quien se zambulle dentro del agua.

Algo semejante a un delicado, conmovedor lamento resonó a su lado. La rep volvió el rostro y vio que Mirari estaba de pie, tocando su violín. Las voces de ambos instrumentos se fueron trenzando en el aire, la flauta sinuosa y apaciguadora junto con el quejido en carne viva del violín, formando un todo tan profundo e inmenso que Bruna sintió que por sus venas fluían sonidos en vez de sangre. El tiempo se deshizo, el pasado se fundió con el presente y Merlín volvió a estar vivo porque en esa melodía primordial cabía absolutamente todo menos la muerte. Y entonces el arco de crines resbaló y el violín chirrió, rompiendo el hechizo.

– ¡Mierda! -gritó Mirari, fuera de sí, arrojando el arco al suelo.

Dejó el violín sobre el asiento y empezó a darse puñetazos en su agarrotado brazo biónico con la otra mano. Debió de parecerle poco, porque luego se acercó a la pared y, balanceando el cuerpo con movimiento de látigo, estrelló repetidas veces el brazo contra el quicio de la puerta. Estaba furiosa y el estruendo de chatarra aporreada parecía avivar su frenesí. Al fin se detuvo, acezante y agotada, su blanquísimo rostro enrojecido con incendiados parches de rubor, el brazo artificial colgando laciamente del hombro, descuajeringado. Mirari resopló, apartó el violín con mano temblorosa y se dejó caer sobre el asiento. Maio y Bruna la observaban en silencio. La violinista fue recuperando el ritmo de la respiración. Luego miró con inquina el miembro ortopédico y se puso a revisarlo y a moverlo. Chirriaba.

– Ya me lo he vuelto a cargar… -musitó, taciturna.

Se estiró para recoger el arco del suelo.

– Por lo menos esto no se ha roto.

Levantó la cara y miró al alienígena.

– Eres muy bueno, omaá. Eres maravilloso. Lástima.

Hizo una mueca que tal vez pretendiera ser un gesto duro pero que en realidad resultaba desolador, y abriendo una caja roja que tenía en el suelo, sacó un destornillador electrónico y se puso a hurgar en las junturas del brazo.

– Espera, Mirari. Yo sé un poco de esto. Creo que puedo ayudarte -dijo Bruna.

Y era cierto: la dotación de serie de los tecnos de combate incluía una formación de grado medio como mecánicos electrónicos, para que, en una emergencia, pudieran reparar sobre el terreno armas, periféricos y vehículos.

La violinista le pasó el destornillador y se recostó en el respaldo. Se la veía agotada. Acuclillada junto a ella, la rep se puso a estudiar el funcionamiento de la ortopedia.

– Me contaste el otro día que tu violín era un Sten… un no sé qué, una pieza muy cara. ¿No podrías venderlo y comprarte un buen brazo? -comentó mientras apretaba unos remaches.

– Un Steiner… Todos decían que yo era una buena violinista. En realidad decían que era muy buena. No lo cuento por vanidad, sino para que comprendáis lo que sucede. El caso es que yo confiaba en mi música y quería crecer… Seguro que tú me entiendes, omaá. Quería crecer y para eso necesitaba un buen violín. Me enamoré de ese Steiner y ya no podía pensar en nada más, de manera que pedí dinero prestado y me lo compré. Pero hubo unas cuantas cosas que me salieron mal y de pronto no pude seguir pagando el préstamo, así que hice un par de saltos, me teleporté un par de veces a las minas exteriores para sacar dinero. Y lo que pasó es que a la vuelta del segundo viaje, en mi cuarto salto, el desorden celular hizo que este brazo llegara sin huesos. Sólo quedaba la última falange del dedo anular; el resto del tejido óseo se había volatilizado y la extremidad era una piltrafa de carne que hubo que amputar. Así que perdí el brazo para adquirir el violín, y ahora no estoy dispuesta de ninguna de las maneras a vender el violín para conseguir un brazo. Por eso me he metido en los otros negocios subterráneos: para reunir ges y hacerme con una buena pieza de ingeniería biónica. Aunque, con la suerte que tengo, seguro que antes acabaré en la cárcel.

Bruna nunca le había escuchado a Mirari una parrafada tan larga. Tensó con cuidado un cable del codo y luego miró a la violinista.

– Te ha gustado Maio, ¿no?

– Es espléndido. Podría dedicarse a eso. Se ganaría bien la vida. Los flautistas omaá son una rareza cotizada.

– Exacto… Es lo que pensé. Me dije, ¿no le interesaría a Mirari para su orquesta?

La violinista se enderezó en la silla y puso una expresión reconcentrada. Casi se podía oír el ruido de sus pensamientos.

– Un músico tan bueno y además alienígena… -dijo lentamente-. Sí… estaría bien. Nuestra pequeña orquesta mejoraría mucho. Podríamos renegociar nuestro contrato. Incluso pedir un porcentaje de las ganancias. ¿A ti te interesa?

Maio sacudió afirmativamente la cabeza.

– Entonces de acuerdo. Todos a partes iguales. Pero yo soy quien mando, ¿está claro? Todavía tengo que consultárselo a los demás, pero dirán que sí. Siempre dicen lo mismo que yo digo.

El alien volvió a cabecear enérgicamente. Su corpachón se estaba encendiendo de vibrantes colores. Tal vez fuera una manifestación de alegría.

– Una cosa más: Maio no tiene lugar donde vivir… Y, además, tampoco me gustaría separarlo del tragón, ¡se llevan tan bien! -dijo la rep, esperanzada: con un poco de suerte, podría librarse de los dos en una sola carambola.

Mirari se encogió de hombros.

– Pueden quedarse aquí, en el camerino. Hay una cama detrás de ese biombo.

Y, sin darse cuenta, señaló hacia el fondo del cuarto con el brazo biónico, que se desplegó dócilmente en el aire.

– ¡Ah! Vaya, ya funciona… -dijo, tentando con un dedo las articulaciones de metal.

– Sí, funciona. Aunque procura no volver a machacarlo contra la pared hasta que no puedas comprarte un brazo nuevo.


Bruna estaba haciendo cola delante de la ventanilla de admisión. Llevaba tiempo de pie y empezaba a cansarse; hacía calor, la sala carecía de ventilación, el lugar era opresivo y deprimente. Cientos de personas se apretujaban en un espacio demasiado pequeño, de techos bajos y luces mortecinas. Había viejos sentados sobre bultos, adultos que paseaban nerviosos, niños que lloraban; fuera de esos llantos, reinaba un extraño silencio, como si la gente hubiera agotado las palabras con tan larga espera. Parecían refugiados de guerra, apátridas en busca de un asilo, y de alguna manera la rep sabía que era así. Miró alrededor y se dijo que todos los que llenaban la sala, tecnos y humanos, mutantes y bichos, eran seres desesperados, aunque se tratara de una desesperación fría, pasiva, resignada. De pronto, Bruna se encontró ante la ventanilla: al fin había llegado. Una mujer se hizo cargo de sus documentos y un hombre la condujo hasta una puerta.

– Es tu turno -dijo.

Ante ella, bastante más abajo, en una visión panorámica a sus pies, se abría el maravilloso espectáculo de una ciudad abigarrada y pletórica, un radiante charco multicolor por debajo de la oscura bóveda del firmamento. Excitación y vértigo. Dio un paso hacia delante pero alguien agarró su brazo y la detuvo.

– Él no puede pasar.

La androide se volvió, sorprendida, y descubrió que Merlín estaba a su lado. Se encontraban cogidos de la mano.

– Él, no -volvió a decir la voz, imperativa.

Merlín la miró y sonrió. Una sonrisa pequeña y melancólica. Bruna quiso hablar con él, quiso dar la vuelta y regresar a la sala. Pero ya se habían puesto en movimiento, ya todo era imparable y era muy rápido. Bruna descendía volando hacia la ciudad y Merlín se iba quedando rezagado, Merlín era un peso muerto tirando de ella. La rep apretó la mano de su amante, apretó y apretó para no soltarse de él, para no separarse. Pero el hombre flotaba como un globo de helio y se quedaba atrás, haciendo que su brazo se estirara dolorosamente.

– ¡Nonononono! -gritó la androide, sintiendo que se le escapaba.

En su desesperación por no perderle le clavó las uñas en el dorso, pero las sudorosas manos fueron resbalando y, de pronto, ya no se tocaban. Merlín, con las extremidades extendidas en el aire como una estrella, ascendía hacia el cielo negro e inacabable y desaparecía al fin a la deriva entre las sombras del nunca jamás.

Bruna se sentó de golpe en la cama. Estaba empapada de sudor y jadeaba, porque el terror de la pesadilla todavía le aplastaba los pulmones. Miró la hora proyectada en el techo: 03:35. Del jueves. No, del viernes. Del 28 de enero de 2109. A una semana del final del mundo, según los apocalípticos. Cuatro años, tres meses y catorce días.

Gimió quedamente porque el dolor la estaba matando. El dolor de la ausencia de Merlín, el dolor del recuerdo de su dolor. Si la gente viera morir a los demás de modo habitual, si la gente fuera consciente de lo que cuesta morirse, perdería la fe en la vida. Bruna tensó las mandíbulas y rechinó los dientes. Basta, pensó. Se levantó de un salto, se puso el viejo equipo de deporte de la milicia y salió del apartamento a desfogarse. Madrid estaba desierto, más solitario aún porque en la esquina ya no se encontraba apostado Maio: su presencia había sido tan constante que ahora parecía haber dejado un hueco en el paisaje. Pero el bicho se había quedado en el circo, con Mirari.

Bruna empezó a trotar por la calle vacía pero enseguida se puso a correr, salió disparada a toda velocidad sin siquiera esperar a calentar, corría y corría por encima de su capacidad y los muslos empezaron a dolerle y el aire penetraba en sus pulmones como si fuera fuego. Zancada-zancada-zancada, sus pies resonando sobre el duro asfalto, el corazón retumbando en la garganta, el cielo sobre su cabeza, tan negro y amenazador como el de su pesadilla. Ah, Merlín, Merlín. El sonido empezó a salir a presión entre sus dientes apretados, primero fue un gruñido, luego un gemido, ahora Bruna había abierto la boca de par en par y gritaba, aullaba con todas sus fuerzas, con su carne y sus huesos, cada una de las células de su organismo exhalaba a la vez ese alarido, corría y gritaba como si se quisiera matar gritando y corriendo, como si quisiera volver su cuerpo del revés. Las gruesas botas militares caían una y otra vez sobre la acera y el pesado golpeteo resultaba vagamente satisfactorio, le parecía estar pisoteando el mundo y dándole patadas a la realidad. Bruna corría con saña.

De cuando en cuando sombras fugaces como cucarachas desaparecían a toda velocidad delante de ella. Se abrieron algunas ventanas a su paso, se iluminaron luces. Cuatro años, tres meses y catorce días, pensó la androide mientras chillaba a pleno pulmón. O también: 711 días. Ya casi dos años desde la muerte de Merlín. Entre los dos vectores, la suma ascendente de la memoria y la descendente de la propia vida, se abría el gran agujero de los terrores, el insoportable sinsentido. Imposible no desesperarse y no gritar.

Justo en ese momento vio que una pistola emergía frente a ella en la oscuridad.

– ¡Alto! Policía. Identifícate.

Era un PAC, un Policía Autónomo Contratado, un servicio mercenario que utilizaba el gobierno regional, siempre en perpetua crisis económica e incapaz de mantener sus propias fuerzas de seguridad. Las empresas de PACS variaban mucho en precio y calidad; este agente jovencito de voz indecisa y arma temblorosa debía de pertenecer a una contrata muy mala y muy barata. Sin detenerse, Bruna aprovechó el impulso de su furor y su carrera para arrancarle la pistola al muchacho de un puntapié y luego arrojarse sobre él. El chico cayó de espaldas al suelo y la rep quedó encima y atenazó su cuello. El policía ni siquiera intentó defenderse: estaba lívido, paralizado de terror. En un chispazo de cordura, la androide se vio a sí misma desde fuera: con el rostro deformado por la ira y rugiendo. Porque ese ruido sordo que escuchaba era su propio rugido… un amenazador bramido de animal.

– Por-favor-por-favor-por-favor -farfulló el policía medio ahogado.

Era un niño.

– ¿Por qué me has apuntado?

– Perdona… Perdona… Los vecinos nos han avisado… yo era el que estaba más cerca…

Eso quería decir que pronto vendrían más.

– ¿Qué edad tienes?

– Veinte.

¡Veinte años! Bruna jamás había tenido veinte años, aunque los recordara. Experimentó una punzada de odio tan inesperado y tan agudo que se sobresaltó: un odio infinito hacia ese humano privilegiado que ni siquiera sabía lo mucho que tenía. Sus manos vibraron por un momento con el deseo de apretar los dedos. De cerrar las manos en torno al cuello del chico. Fue como un calambre, como el paso instantáneo y galvanizador de una corriente eléctrica. Pero después ese impulso se fue y no quedó ni rastro. Sólo quedó un chico, casi un niño, a punto de llorar bajo sus garras. Y un cielo muy negro sobre sus cabezas.

Entonces Bruna soltó al policía y se puso de pie.

– Perdona. Lo siento de verdad. Espero no haberte hecho daño.

El policía se sentó en el suelo y negó con un gesto.

– Ha sido un acto reflejo al verte venir hacia mí con la pistola de plasma. Estoy con los nervios de punta, eso puedes entenderlo. Nos estáis persiguiendo, nos estáis marginando, nos estáis odiando. Nos estáis matando. Pero fuisteis vosotros quienes nos construisteis.

Dos lágrimas densas y redondas como gotas de mercurio cayeron sorpresivamente por las mejillas de Bruna. ¿De dónde salía ese agua? ¿Cómo era posible haber vivido antes tanto dolor con los ojos siempre secos, y llorar ahora sin ningún motivo? Entonces, mientras intentaba controlarse y contenerse, la rep vio que el PAC también estaba llorando. Sentado sobre el suelo, como un niño chico, mojaba sus pestañas con un pequeño llanto. Tan distintos los dos, y de repente unidos por las lágrimas en esa noche oscura y solitaria. Fue un instante muy extraño. El momento más raro de la vida de Bruna.


Entre su absurda carrera de madrugada y lo mucho que le costó volver a conciliar el sueño. Bruna no había dormido nada. Se levantó más cansada de lo que se había acostado la noche anterior, torpe hasta la exasperación, lenta y atontada. Se equivocó al pulsar la cocina dispensadora y en vez de un café se sirvió una sopa que tuvo que tirar; decidió entonces coger uno de esos expresos desechables que bastaba con agitar para que adquirieran la temperatura perfecta, pero cuando despegó la cubierta del vaso se derramó todo el líquido encima. Ya estaba de suficiente malhumor, pero por añadidura la ducha de vapor dejó repentinamente de funcionar y la androide tuvo que aclararse con agua. Un costoso desperdicio, sobre todo teniendo en cuenta el calamitoso estado de sus finanzas.

Lo único que le apetecía a Bruna para entonces era volver a meterse en la cama, o tal vez incluso debajo de la cama, por miedo a lo que pudiera traer un día evidentemente tan nefasto. Pero hizo de tripas corazón y se puso a trabajar con aturdida desgana. Habló con Habib para informarle de los avances en la investigación, que en realidad no había avanzado nada; pero por lo menos le pudo mencionar su próxima cita con el memorista clandestino. Habló con Yiannis para decirle que todo iba bien porque suponía que estaría intranquilo por su infiltración en el PSH, y, para su sorpresa, descubrió que el viejo no sólo no parecía preocupado, sino que probablemente ni siquiera se acordaba de ello: estaba demasiado alterado con la manipulación del Archivo y con la falta de respuesta ante sus quejas. Cada vez más irritada, Bruna revisó su cuenta corriente en Bancanet y comprobó que su situación era peor de lo que se esperaba, porque le habían cobrado el tercer plazo del préstamo personal que había pedido meses atrás, cuando se encontraba sin trabajo y sin ánimos. A continuación llamó al encargado de mantenimiento del edificio para comunicarle la rotura de la ducha de vapor, y el hombre contestó que, según sus registros de autoanálisis, a la ducha no le pasaba nada, ocasión que la androide aprovechó para arrojarle encima una bronca descomunal de atronadores berridos. Después, vibrando aún de la descarga de adrenalina, fue a la cocina, extrajo de la pared el horno empotrado y se lo tiró sobre un pie. Es decir, no se lo tiró, sino que el aparato resbaló entre sus manos, y por fortuna no le aplastó el pie porque sus rapidísimos reflejos le permitieron hacer una cabriola en el aire y salvar los dedos por muy poco. Pero el horno se estrelló sonoramente contra el piso y la puerta se rajó y desencajó.

– Malditas sean todas las malditas especies… -barbotó con desesperación.

Tendría que comprar un horno nuevo y además muy pronto, pese al calamitoso estado de sus finanzas, porque el aparato ya no entraba en el agujero y no podía arriesgarse a que viniera alguien y descubriera su escondite secreto. Un escondite del que ahora sacó la pequeña pistola de plasma, que guardó en su mochila: tenía una vaga pero persistente intuición de peligro, y había decidido acudir armada a la cita con el pirata de las memas ilegales. Luego se acercó a la pantalla principal y verificó manualmente una vez más que no había recibido ninguna comunicación ni mensaje de Lizard.

– Ese maldito cabezota… -gruñó.

Bruna estaba lista y además tenía que salir ya si quería ir a la cita con el memorista en transporte público, pero en vez de hacer eso se dejó caer sobre la silla y pidió al ordenador que llamara al inspector. El rostro del hombre llenó la pantalla, más granítico e impenetrable que nunca.

– Qué quieres.

Evidentemente no estaba de humor. En realidad la androide no sabía qué quería, quizá disculparse de algún modo por su comportamiento del día anterior. Pero la antipática sequedad de Lizard le hizo adoptar, de manera refleja, una aspereza semejante.

– Una pregunta. ¿Piensas que es verdad eso que dijo el embajador de que los tatuajes eran una falsificación de la escritura labárica? -improvisó.

Paul entrecerró un poco más sus pesados párpados.

– ¿Tú qué crees? -contestó con un tono vagamente irritado.

La rep reflexionó un momento.

– Me indigna darle la razón a ese miserable, pero creo que sí. Las mentiras suelen abundar en detalles innecesarios y él no se esforzó en absoluto en vestir lo que dijo.

– Puede ser. ¿Algo más? Estoy muy ocupado.

– Esta mañana voy a verme con un memorista pirata.

Bruna se escuchó a sí misma diciendo eso y se quedó pasmada. ¿Por qué le contaba al policía un dato tan importante? Porque no quiero que me cuelgue, se respondió. Porque quiero que volvamos a ser amigos. Pero en realidad había sido una confidencia estúpida: sin duda Lizard se metería de nuevo con Nopal y le desaconsejaría que acudiera a una entrevista concertada por él.

– Muy bien. Pues que te cunda -respondió Lizard.

Y cortó la comunicación. La rep se quedó mirando la pantalla estupefacta. Cómo: ¿ni siquiera iba a molestarse en discutir con ella? Cuatro años, tres meses y catorce días. Cuatro años, tres meses y catorce días, repitió mecánicamente. Pero siguió sintiéndose igual de desolada.

En ese instante entró una llamada del supremacista Serra en el móvil de Annie Heart. Por supuesto, se dijo Bruna con taciturno ánimo: seguro que ahora me coinciden las citas del supremacista y del pirata. Cuando las cosas iban mal, siempre solían ir peor. Respondió sin imagen.

– Qué hay.

– Tienes suerte: Hericio te va a ver. Dentro de media hora, frente al Saturno.

La detective cogió aire.

– No.

– ¿No?

– No, hoy no. Mañana.

Sintió el silencio alelado del hombre.

– ¿Cómo que hoy no? -dijo al fin.

– Mira, no soy yo la que tengo suerte, sino vosotros, porque puedo ser una buena contribuyente para vuestra causa. Si Hericio quiere verme, es que ya habéis comprobado mis buenas intenciones. Vale, pues ahora yo quiero comprobar las vuestras. Ya que voy a daros un buen pellizco de dinero, quiero que me tratéis bien, con educación e incluso con un poco de adulación. ¿Qué es eso de hacerme ir corriendo como quien silba a un perro? Será mañana o no será, porque me voy pasado. Y como soy generosa, os dejo escoger el momento. Mañana tengo todo el tiempo para Hericio.

Calló aguantando la respiración ante su propia audacia.

– Está bien. Veré lo que puedo hacer -gruñó Serra antes de desconectar.

Bruna dejó escapar lentamente el aire de los pulmones. Esperaba no haberlo estropeado todo. Echó la silla hacia atrás para levantarse y las ruedas se trabaron: se habían enganchado con unos trapos deshilachados. Intrigada, la detective tiró del tejido y empezaron a salir apretados ovillos de telas medio roídas. Acababa de descubrir uno de los depósitos secretos de comida de Bartolo: la pata hueca de su silla de trabajo estaba rellena hasta reventar con un alijo de harapos variados. Bruna vació el tubo primero con irritación, luego con cierta ternura y por último con algo parecido a la añoranza. Y cuando se dio cuenta de que casi echaba de menos a ese animal estúpido y de que incluso estaba pensando en guardarle los trapos en algún lado, fue cuando de verdad se puso de un humor de perros. Decididamente, éste no era su día, se dijo, mientras arrojaba los andrajos al incinerador.

Por lo menos salió con tiempo de casa y después de tomar el metro y dos trams llegó al lugar acordado, que estaba en las afueras de Madrid. Era una antigua zona industrial en la actualidad muy decaída: casi todos los locales se encontraban cerrados y buena parte de ellos estaban en ruinas. Las malas hierbas crecían en las grietas de los muros y pequeñas montañas de vetustas basuras se habían fosilizado en los callejones, creando un todo apelmazado que el tiempo y la lluvia descolorían. Apenas circulaban vehículos por las bacheadas calles dispuestas en cuadrícula, y en los diez minutos que anduvo dando vueltas hasta dar con el almacén no se cruzó con ningún viandante. Un sitio encantador.

La nave 17-B del sector cuatro parecía una ruina más, por eso a Bruna le costó localizarla. La zona entera carecía de marcas de GPS, lo que indicaba su nivel de arcaico deterioro. La detective tuvo que buscar el sitio visualmente, aunque casi todos los rótulos estaban arrancados o pintarrajeados hasta hacerlos ilegibles. De hecho, el cartel de latón del 17-B estaba en el suelo, junto a la puerta. Parecía que se había caído, pero cuando Bruna lo quiso levantar advirtió que estaba clavado al pavimento. El portón corredero de la nave, única entrada visible, estaba deformado, carcomido por el óxido y torcido, como si no hubiera sido abierto durante décadas y no pudiera volver a abrirse nunca jamás.

– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Aporreó la corroída chapa unas cuantas veces sin mucho entusiasmo, preguntándose si no se habría equivocado de dirección. Iba ya a llamar a Nopal para confirmar la cita, cuando de repente el portón se alzó con facilidad y sin ruido; Bruna dio un paso adelante y la puerta volvió a descender silenciosamente a sus espaldas. Evidentemente se trataba de un cerramiento nuevo y en buenas condiciones; el aspecto roto y corroído que mostraba al exterior era un simple camuflaje. La detective miró alrededor: estaba en un pequeño vestíbulo blanco y vacío.

– Entra en el ascensor y pulsa el botón B -ordenó una voz sintetizada por ordenador.

Era un montacargas gris, una reliquia industrial del siglo XXI. Sólo tenía tres botones: A, B y C. Pulsó el que le habían dicho y la caja retembló y se puso en marcha muy lentamente. Cuando se detuvo y abrió sus puertas, Bruna se encontró en un gran salón opulentamente decorado en estilo neocósmico. Divanes flotantes y sofás abrazadores a la última moda se alternaban con selectas piezas de anticuario: un escritorio art decó, un armarito chino. Los muros mostraban imágenes animadas de una vista panorámica: una hermosa playa solitaria y, a lo lejos, un pueblo blanco al pie de una montaña. El paisajismo interiorista estaba muy bien hecho y verdaderamente parecía que todas las paredes de la sala eran grandes vidrieras al exterior; las imágenes incluso mantenían la continuidad, de modo que si un perro cruzaba corriendo uno de los muros, pasaba al muro siguiente guardando la adecuada perspectiva. Un trabajo carísimo.

– Entra. Ven aquí.

El sitio era tan grande y estaba tan lleno de muebles que al principio a Bruna le costó ver de dónde salía la voz. Al fin localizó al tipo en un grupo de divanes rojos. Se estudiaron mutuamente mientras se acercaba: era un chico joven y muy delgado. Pero cuando llegó junto a él, la rep advirtió que esa carita tersa y aniñada era producto de la cirugía: sin duda era mucho mayor de lo que aparentaba a primera vista. De cerca, tenía un aspecto plástico e inexpresivo. Desagradable.

– Parece que lo de ser un memorista pirata da bastante dinero… -dijo Bruna a modo de saludo.

El hombre hizo un gesto raro con la boca que probablemente fuera una sonrisa. Pero estaba tan estirado que las comisuras se resistían a curvarse.

– Sí, el negocio no va mal… Tomaré tu observación como un cumplido… porque te estoy haciendo el favor de recibirte… para darte cierta información que te interesa… Así que no voy a pensar que seas tan necia como para insultarme nada más llegar… No, lo que haré será pensar que te ha sorprendido esta bonita casa y que tu frase es un reconocimiento implícito de lo preciosa que es.

Bruna tragó saliva. El hombre tenía razón. Se maldijo a sí misma por bocazas y sobre todo maldijo la agresividad que le despertaban los memoristas. El recuerdo de Nopal y de los brazos de Nopal mientras bailaban pasó por su memoria como un viento caliente. Y aún era peor si no le despertaban agresividad.

– En efecto, es un cumplido. Es que a los replicantes de combate se nos dan mal las cortesías sociales. Me he quedado impresionada con tu casa, desde luego. ¿Puedo sentarme?

El tipo asintió con un gesto de cabeza y Bruna se dejó caer en el diván de enfrente. El mueble se meció levemente en el aire al recibir su peso.

– Y estoy aún más impresionada por el hecho de que hayas aceptado verme y hablar conmigo. ¿Por qué lo haces?

– Eso tienes que agradecérselo a Nopal -contestó el pirata agitando una mano esquelética frente a él.

– ¿Sois amigos?

El hombre resopló sarcásticamente.

– ¿Amigos? No diría yo eso… Mmmmmm… No. Exactamente amigos, no. Pero te veo porque él me lo pidió.

– Pues Nopal debe de ser muy convincente… porque además me has recibido en tu propia casa… Extraordinario. Muy… íntimo.

El tipo volvió a componer ese gesto raro con la boca que tal vez fuera una sonrisa. Su excesivo y zafio trabajo de cirugía plástica no casaba con la exquisitez del lugar, pensó la rep. También su ropa parecía vulgar, un terciopelo negro ostentoso y hortera, por no hablar de las cadenas de oro que estrangulaban su pescuezo pellejudo. Desde luego el hombre no tenía nada que ver con el refinamiento del ambiente.

– No tengo mucho tiempo. ¿Vas a perderlo hablando de Pablo Nopal? -gruñó el hombre.

– Prefiero que hablemos de las memas.

– ¿De cuáles?

– De las adulteradas. De las que están volviendo locos a los replicantes y después los matan.

– Yo de ésas no sé nada. Nunca maté a nadie. Pirata sí, asesino no. Sólo trabajo con traficantes de confianza. Gente seria. Ellos tienen la clientela, consiguen el hardware… Yo me limito a escribir el contenido.

– Ya. Y supongo que tampoco sabes nada de quién puede estar detrás de los implantes mortales, claro…

– Bueno, algo se oye por ahí. Sé que es alguien que viene de fuera.

Labari, pensó Bruna de inmediato.

– ¿De fuera de la Tierra, quieres decir?

– De fuera del oficio.

– ¿Lo tuyo es un oficio? -gruñó decepcionada.

– Tanto como lo tuyo, con la diferencia de que yo soy mejor profesional que tú.

Bruna suspiró.

– No lo dudo. Disculpa. Pero si de verdad eres tan bueno, te llamarían para que hicieras las memas asesinas…

– Te he dicho ya que no.

– ¿Cuántos sois? ¿Cuántos memoristas ilegales como tú hay en el mercado?

– Como yo no hay nadie. Soy el mejor. Pero luego puede haber media docena.

– ¿Y cuál de ellos podría haberlo hecho?

– De ésos, ninguno.

– ¿Por qué?

– La mayoría de los memoristas piratas son muy malos. Utilizan tramas aleatorias compradas en el mercado negro e imágenes sintetizadas por ordenador. Sus memas son una basura. Pero esas memorias asesinas son increíbles… Raras, muy raras. Nunca he visto nada igual. Muy violentas y llenas de odio, pero también llenas de veracidad. Ahí detrás hay un escritor. Alguien que ansía expresarse. Son breves, apenas cuarenta escenas, pero buenas. Los piratas que conozco nunca hubieran sido capaces de hacerlas.

– Me dejas asombrada: ¿cómo es que conoces el contenido de las memas asesinas?

– Bueno, todos tenemos contactos… Y es mi profesión. Más aún, se puede decir que me va la vida en esto…

– Dices que son muy raras… ¿Por eso crees que han llegado nuevos traficantes a la ciudad?

– No, no. Yo no he dicho eso. Ahí está lo extraño del asunto. No hay nuevos traficantes. No hay nuevos memoristas. No es que haya una partida adulterada… Nadie está metiendo memas asesinas en el mercado. Nadie las está vendiendo. No es una operación comercial. No es un asunto de drogas. ¿Entiendes lo que digo?

Bruna reflexionó un instante para procesar las palabras del hombre.

– Quieres decir que las víctimas no compraron los implantes voluntariamente… Que les introdujeron las memorias a la fuerza… Y que probablemente no fueron víctimas casuales, sino que las eligieron por alguna razón…

– Eso es.

De manera que no sólo Chi, sino todos los demás replicantes podrían haber sido cuidadosamente seleccionados siguiendo algún plan.

– ¿Y por qué están asesinando también a los traficantes habituales?

El memorista se rascó la punta de una oreja con nerviosismo.

– Mmmm… Ésa es una buena pregunta. Una pregunta cuya respuesta me gustaría saber.

Tenía miedo. El hombre tenía miedo, comprendió la androide de repente. Eso explicaba algunas cosas.

– Temes que puedan matarte a ti también… Por eso has querido hablar conmigo…

– Ya te he dicho que lo de verte es cosa de Nopal… Pero, como es lógico, me inquietan esas muertes… Como dice el refrán, cuando el plasma brilla cerca, la sangre propia se pone a hervir.

– ¿Y no tienes alguna hipótesis?

– ¿Y tú? A fin de cuentas tú eres la detective.

Bruna frunció el ceño.

– Al principio pensé que era una guerra por el mercado… para desembarazarse de los competidores.

– No. Además, no parece que quieran acabar con todos… De mis socios habituales, sólo han matado a uno. Estaba en compañía de otro traficante cuando lo asesinaron, pero al otro no lo tocaron. Parece que también los seleccionan.

– ¿Quizá por algo que saben?

El memorista palideció. Por eso se había operado de una manera tan salvaje, se dijo Bruna. Todo empezaba a encajar: no fue una cirugía estética, sino un cambio de aspecto y de identidad. Era un hombre que intentaba esconderse, un fugitivo.

– Por algo que saben… -repitió taciturno el pirata.

– Por ejemplo, lo de aquel proyecto clandestino de la antigua UE para implantar comportamientos inducidos. Aquellas memorias artificiales para humanos…

La idea se le había ocurrido de pronto, como salida de la nada. La androide siempre se dejaba llevar por esos súbitos relámpagos intuitivos: estaba convencida de que a veces se le metían esos pensamientos en la cabeza porque los captaba de alguna manera del entorno. La serie de replicantes de combate a la que pertenecía Bruna había sido provista de una enzima experimental, la nexina, que supuestamente fortalecía la percepción empática. Los experimentos no habían sido concluyentes y la enzima se consideraba oficialmente un fracaso, pero dijeran lo que dijesen los bioingenieros, a la detective le parecía que aquello funcionaba, al menos de cuando en cuando. El memorista se encogió sobre sí mismo.

– ¿Cómo sabes eso? -dijo bajando la voz.

– Todos tenemos contactos, como dices…

El hombre parecía incómodo.

– Es un tema muy… Ejem… Yo participé. Sí. No me importa decírtelo. Participé en aquellos experimentos. Cuando eran clandestinos, sí, pero oficiales. Un asunto de Estado. Y luego, cuando cerraron el programa a toda prisa y de mala manera, me hicieron la vida imposible. Me acusaron de cosas que no había hecho. Me expulsaron de la profesión. No me dejaron volver a trabajar de memorista. Y yo era el mejor. Soy el mejor. Por eso me habían contratado.

– No parece justo…

– ¡Es un atropello!

– ¿Y quiénes fueron los que te hicieron eso?

El hombre torció el gesto.

– No pienso decir más. Ya he hablado demasiado. Es peligroso.

– Pero esos miserables que te contrataron y que luego te destrozaron la vida… Merecerían que la gente supiera lo que han hecho…

El hombre resopló, furibundo.

– ¡Si se supiera yo ya estaría muerto! ¿Te crees que soy imbécil? No intentes dorarme la píldora de esa manera tan burda. No te creas que así me vas a sacar más información.

Bruna levantó las manos en un gesto de apaciguamiento.

– Está bien, de acuerdo, perdona. Es verdad que estaba intentando congraciarme contigo… un poco. Pero también es verdad que me parece una historia terrible… Y puede ser la razón de los asesinatos. ¿Quién dirigía ese programa? ¿Quién te hizo eso?

El memorista achinó los ojos y se mordió el labio inferior. Pero estaba demasiado iracundo para poder contenerse.

– La culpa no fue de quien llevaba la dirección científica. De hecho, los científicos también fueron…

El hombre calló de pronto y se quedó mirando a Bruna con ojos muy redondos. Y con la deformada boca muy redonda. Todo sucedió en una milésima de segundo, la inmovilidad, el gesto de pasmo; hasta que de su boca salió un chorro sanguinolento. Para entonces, la rep ya se había lanzado de cabeza al suelo y rodaba debajo del diván flotante. El aire olía a caramelo quemado, que era el olor del plasma, y a la dulzura nauseabunda de la sangre. Los disparos de plasma no suenan, de manera que sólo sabes que te están disparando cuando la helada luz te abre un agujero. Bruna gateó por debajo de los sofás y se protegió tras el armario Ming. Sacó su propia pistola, que parecía tan pequeña en su larga mano, e intentó calibrar la situación. Desde su precario parapeto no se veía a nadie. El memorista había caído de bruces al suelo; el tiro le había entrado por el cuello y parecía haberle reventado la tráquea. Debían de haber utilizado un plasma negro, un tipo de armamento ilegal cuyo impulso lumínico se convertía en un ancho haz al entrar en el blanco. De ahí la cantidad de sangre que le había salido por la boca, el instantáneo destrozo. En cualquier caso, el tiro habría tenido que venir de la puerta. Era la única entrada que había en la nave, estaba justo al lado del ascensor y sin duda daba a la escalera. Aguantó la respiración y escuchó atentamente. No se oía nada, aparte del murmullo acuoso del muerto al desangrarse.

Y no se veía a nadie.

Pero el agresor o los agresores tenían que estar ahí.

¿O tal vez sólo habían querido asesinar al memorista?

Esperó.

Y esperó.

Seguramente ya se había ido, pensó. Con un plasma negro, el armarito chino tras el que intentaba protegerse no era mayor defensa que una hoja de papel. Si el asesino hubiera querido matarla a ella también, ya lo habría hecho. Con cuidado, y siguiendo el recorrido que se había planificado previamente, Bruna se desplazó del armario al sillón grande. Del sillón a la mesa. De la mesa a la otra mesa de despacho. Ahí se detuvo, porque luego venía lo peor, un trecho despejado y bastante largo hasta la puerta. La nave no tenía ventanas, sino que estaba iluminada por unas placas cenitales de luz solar; de modo que tendría que salir por donde había entrado. Pero no por el ascensor, que podía convertirse en una estrecha trampa, sino por la escalera. Por el mismo lugar por donde sin duda había llegado el agresor.

Cogió aire y se lanzó en un sprint final hacia la puerta. La abrió de una patada. No había nadie. Pensó con regocijo: ya estoy casi fuera. Y en ese momento olió a sudor y adrenalina y percibió una leve vibración del aire a sus espaldas. Pensó en volverse pero no tuvo tiempo: algo duro le golpeó la cabeza y el hombro. La vista se le nubló y abrió las piernas en compás para no caer. Borrosos asaltantes salidos de no se sabía dónde se le echaron encima. No es posible, pensó en un exasperado instante. ¿Dónde estaban? ¿Dónde mierdas estaban metidos? Disparó al bulto su pistola de láser, pero un dolor lacerante en la muñeca le obligó a soltar el arma. Medio atontada, se defendió con furia animal de sus atacantes. Pegó, pateó, mordió. No le dolían los golpes que estaba recibiendo, pero era consciente de recibirlos. Demasiados golpes, calculó, no aguantaré mucho. Entonces se le doblaron las rodillas y se encontró en el suelo. Es el final, se dijo fríamente. Sin miedo, sin sorpresa. Y pensó en Merlín.


– Bruna… ¿cómo te sientes?

La rep no recordaba haberse desmayado, creía que había estado consciente todo el tiempo, quizá algo aturdida pero consciente; y, sin embargo, algo debía de haberse perdido, porque ahora no había nadie alrededor, es decir, no estaban sus agresores. Sólo estaba el enorme Lizard inclinado sobre ella. Daba una sombra agradable y era como una cueva protectora.

– ¿Cómo estás?

– Perfectamente -contestó la rep.

O eso quiso decir. En realidad, sonó algo así como «peccccccfemmmen».

– Bruna, ¿sabes quién soy yo? ¿Cómo me llamo?

La irritación la espabiló bastante.

– Oh, porrrtdas sas especies, eres Paul. Paul. ¿Quécésaquí?

Iba recobrándose por momentos. Y con la lucidez vinieron los dolores. Le dolía el cuello. Le dolía la mano. Le dolían los riñones. Le dolía la cabeza. Le dolía hasta el aire que entraba y salía despacio de sus pulmones.

– Te rastreé. Menos mal. Tardabas mucho en salir, así que decidí echar una ojeada. La puerta estaba abierta y te encontré aquí tirada. Te han dado una buena paliza. Por desgracia no pude ver a nadie. En el descansillo hay una puerta simulada que da a una escalera posterior. Debieron de huir por allí.

Bruna intentó incorporarse y soltó un gruñido.

– Espera…

Lizard la izó con la misma facilidad con que levantaría un muñeco y la dejó sentada con la espalda apoyada en la pared. También eso dolía. La espalda, o quizá la pared.

– ¿Cómo te sientes?

– Mareada…

Se llevó una mano a la boca con cuidado.

– Creo que te han roto un diente -informó Paul.

– No fastidies…

Bruna escupió en el suelo un redondel de sangre. Cosa que le hizo recordar al memorista pirata.

– Ahí hay un hombre que está…

– Muerto. Sí. Le reventaron el cuello de un disparo -contestó Lizard.

Por la puerta aparecieron una pareja de PACS jovencitos y con cara de susto.

– Ya era hora de que llegarais. Ahí tenéis un regalo… -dijo el inspector señalando con la cabeza hacia el cadáver-. Ya he avisado al juez. Que nadie toque nada hasta que él venga.

– Sí, señor.

Mientras tanto Paul estaba revisando con hábiles manos el cuerpo de la rep, moviendo sus piernas, sus brazos, palpando sus costillas.

– Estás llena de sangre, pero me parece que la mayor parte es de él.

– Estoy bien -dijo Bruna.

– Seguro. Venga, te llevo al hospital.

– No. Al hospital no. A mi casa.

– Bueno. A tu casa, pero pasando por el hospital.

Lizard recogió del suelo un zapato de la androide, que se le había salido en medio de la vorágine, y, levantándole el pie, la calzó con primorosa delicadeza. Y entonces Bruna sintió que algo se le rompía dentro, que algo le empezaba a doler mucho más que todos los demás dolores de su magullado cuerpo.

– Estoy bien -repitió, aguantando a duras penas unas absurdas ganas de llorar.

Ah, ¿qué iba a ser de ella? Hacer el amor con alguien era fácil. Acostarse con el inspector, por ejemplo, hubiera sido algo sencillísimo y banal. Una trivialidad gimnástica rápidamente olvidable. Pero que alguien le colocara el zapato que había extraviado, que alguien la calzara con ese mimo áspero, con esa torpe ternura, eso era imposible de superar. El pequeño gesto de Lizard la había dejado indefensa. Estaba perdida.


En el hospital le hicieron un TCG fluorado de cuerpo entero y asombrosamente no existían lesiones de importancia: los órganos estaban bien, no había hemorragia interna de ningún tipo y el golpe en la cabeza no parecía haber producido un trauma perdurable. Tenía un par de costillas fisuradas y una herida superficial de disparo de plasma en la muñeca: por fortuna no era plasma negro y no había afectado a los huesos. En fin, nada que no pudiera mejorar una dosis subcutánea de paramorfina. En cuanto al diente roto, en el mismo box de urgencias le extrajeron el raigón, le pusieron un implante y atornillaron un nuevo diente perfectamente indistinguible de los suyos. Ventajas de ir con Paul Lizard, sin duda: Bruna estaba pagando con su mediocre seguro de salud, pero el inspector conocía a medio hospital y consiguió que le dieran un trato de seguro de primera clase.

– Es el centro médico al que venimos los de la Brigada de Homicidios… Por eso te traje aquí.

Te traje, se repitió Bruna blandamente mientras el hombre la ayudaba a entrar en su coche. La rep tenía la sensación de que Lizard estaba decidiendo demasiadas cosas por ella y en otras circunstancias esa situación le hubiera resultado crispante. Pero estaba agotada y la paramorfina acolchaba sus nervios, de manera que se arrellanó confortablemente en el asiento y se dejó llevar sin decir nada. Al salir del parking del hospital, una racha de viento huracanado meció el vehículo.

– Viento siberiano. Estamos en emergencia, no sé si te has enterado… Está llegando una crisis polar.

Ni siquiera la placidez de la droga impidió que la noticia provocara en la androide un profundo fastidio. Aunque el cambio climático había hecho subir varios grados la media de temperatura anual y desertizado zonas antes boscosas y templadas, una inversión de la llamada oscilación ártica, fenómeno que Bruna nunca había conseguido entender, causaba de cuando en cuando unas inusitadas y breves olas de intensísimo frío, un día o dos de nieves copiosas, furiosos vendavales y una caída en picado de los termómetros, que en Madrid podían fácilmente llegar hasta los veinte grados bajo cero. Aunque el fenómeno no había hecho más que empezar y todavía tendría que descender bastante la temperatura, los viandantes caminaban penosamente contra el ventarrón con cara de frío y hacían cola delante de los supermercados para comprar provisiones o, aún peor, calentadores y ropa térmica. A la rep siempre le asombraba la imprevisión de las personas; todos los años había al menos un par de crisis polares, pero la gente vivía como si eso fuera una excepción, algo anormal que nunca volvería a producirse. Y así, cada vez que venía una ola de frío se agotaban los implementos térmicos.

– Mira, ya está nevando -dijo Lizard.

Y era cierto: copos medio desleídos se estrellaban contra el parabrisas. Una nieve mortal, pensó la detective: los hielos dejaban siempre un reguero de víctimas, los más viejos, los más enfermos, los más pobres. La androide respiró hondo, sintiéndose extraordinariamente bien en el cálido y mullido interior del vehículo, en la pastosa serenidad del mórfico, en la protectora compañía de Lizard.

– Te has equivocado de camino. Era de frente.

– No vamos a tu casa, Bruna. Creo que será mejor que, por lo menos hoy, descanses en un lugar seguro, y no sé si tu apartamento lo es. Se diría que últimamente hay demasiada gente empeñada en agredirte…

Cierto, pensó la androide. Antes de los asesinos del memorista estuvo el grupo de matones que la interceptó camino de casa, y antes aún el asalto de su vecina. De esa Cata Caín que llevaba escrita en su mema mortal la escena de su asesinato. La imagen de la rep sacándose el ojo se encendió un instante en la cabeza de Bruna como un relámpago de sangre. Se estremeció.

– Y entonces ¿adónde vamos? -preguntó.

Aunque sabía la respuesta.

– A mi casa.

La androide frunció levemente el ceño. No era bueno, no era nada bueno entregarse de ese modo a la voluntad del inspector, asumir esa pasividad de criatura herida, la confortable debilidad de la víctima. No era nada bueno permitir que Paul tomara decisiones por ella, que ni siquiera hiciera la pantomima de consultarle, que la dominara con guante de seda. En cualquier otro momento, la rep se hubiera negado, hubiera discutido y protestado. Pero ahora se dejó llevar, sintiendo un extraño placer en la docilidad. Un placer perverso. Qué más daba, se dijo.

– Qué más da -gruñó a media voz.

De pronto recordó que unos días atrás había dejado su tanga sobre el capó de este mismo coche y una pequeña sonrisa le subió a los labios. ¿Qué habría pensado el inspector al encontrar el regalo? ¿Habría adivinado que era de ella? Fue la noche que conoció a Lizard. Una noche muy loca: el cuerpo le hervía con el caramelo. Con sólo pensar en el cóctel de oxitocina, a Bruna le pareció que su piel se electrizaba un poco. Candentes y borrosas memorias del éxtasis carnal empezaron a encenderse en su cabeza. Pero entonces también recordó que acabó en la cama con el omaá, y la suave excitación erótica que estaba experimentando abortó de repente. Todo eso había sucedido… ocho, no, siete días antes. El viernes 21 de enero. Cuántas cosas habían pasado en tan poco tiempo. Si fuera capaz de vivir todos los días de su vida con esa intensidad, su pequeña existencia tecnohumana parecería larguísima.

Echó hacia atrás el asiento y cerró los ojos. Cuatro años, tres meses y catorce días. Hoy era viernes, 28 de enero de 2109. Merlín había muerto un 3 de marzo: faltaba poco más de un mes para el segundo aniversario. Bruna se preguntó cuál sería la fecha exacta de su propia muerte. Su obsesiva cuenta atrás sólo indicaba el tiempo que le quedaba hasta llegar a la fatídica frontera de los diez años; pero, a partir de ahí, el TTT podía tardar dos o tres meses en acabar con ella. Calculaba que sería en abril, o en mayo, o quizá en junio. Del año 2113. En abril, en mayo, quizá en junio…

Debía de haberse quedado dormida, porque de pronto abrió los ojos con cierto sobresalto y vio que el coche estaba parado y que Paul decía algo.

– Venga. Hemos llegado.

La nieve empezaba a cuajar y al salir del vehículo el frío intenso atravesó su liviana ropa con un millar de agujas. Lizard echó un brazo por encima de los hombros de la rep y pegó su corpachón al de ella. Lo hizo con tanta naturalidad que Bruna no sintió ninguna extrañeza, antes al contrario, su propio cuerpo se adaptó automáticamente al del inspector como si hubiera sido un movimiento ensayado mil veces; y así, abrazados, inclinados contra el filo del viento, protegiéndose el uno al otro, cubrieron la distancia hasta el edificio.

Al entrar en el portal, sin embargo, la detective se desasió enseguida con cierto embarazo. El movimiento le provocó un pinchazo en las costillas laceradas.

– Así que vives aquí… -dijo bobamente por decir algo, mientras se tentaba el costado con dedos cautelosos.

Era una de esas casas viejas del antiguo centro de Madrid, rehabilitada interiormente algunas décadas atrás y no demasiado bien mantenida. El estrecho hueco de la desgastada escalera de madera albergaba un solo ascensor de apariencia vetusta. Lizard abrió su buzón de correo y salieron chillando unos cuantos anuncios holográficos que el inspector aplastó de un manotazo y tiró al cesto hermético. Luego le abrió el ascensor a Bruna.

– Sube tú. Cuarto piso. Yo voy por las escaleras.

No era de extrañar que fuera andando, porque la caja era tan pequeña que no hubieran cabido los dos salvo estrechamente abrazados. Una pena, se dijo Bruna con una pequeña sonrisa mientras el ascensor ascendía zarandeado por sospechosos temblequeos. Cuando paró en el cuarto, Lizard ya estaba allí, sólo un poco asfixiado. No estaba mal de forma, sobre todo teniendo en cuenta su volumen.

– Pasa. Ponte cómoda.

¿Cómo demonios iba a hacerlo? Le dolía todo el cuerpo. Entró titubeante; el piso sólo tenía un espacio, pero era muy grande. Grande y desoladoramente austero. Una cama enorme, una mesa de trabajo, un sofá, estanterías. Todo tan desnudo e impersonal como la casa de un tecnohumano. O de la mayoría de los tecnos, rectificó Bruna mentalmente, recordando el recargado y primoroso dormitorio de Chi. E incluso su propio piso, sus cuadros, su rompecabezas. Aquí había tan pocos objetos decorativos que los tres antiguos balcones de barandilla de hierro constituían el mayor adorno del lugar. Pero la calle era muy estrecha y el edificio de enfrente, un bloque feo y barato de estilo Unificación, parecía meterse a través de las ventanas.

– Puedes dormir ahí -dijo Paul señalando el amplio sofá-. Es cómodo incluso para mi tamaño, lo he probado alguna vez, ya lo verás.

Bruna se sentó con cuidado. Y pensó, no por primera vez en esa tarde, en su pequeña y valiosa pistola de plasma. No sabía si se la habían arrebatado los agresores o si la tendría Lizard y prefirió no preguntar. Haber perdido su pistola era un auténtico fastidio, y conseguir otra sería bastante caro y problemático; pero decidió dejar las preocupaciones para el día siguiente. El piso mantenía una temperatura muy agradable y al otro lado de los cristales, en la mortecina luz del atardecer, la nevada arreciaba. Absurdamente, la androide se sintió casi feliz.

Lizard regresó a su lado provisto de una almohada, una manta térmica y una botella de Guitian fermentado en barrica.

– ¿No era a ti a quien le gustaba el vino blanco?

– No, era a la otra rep -contestó Bruna jocosamente señalando la foto de una tecno que ocupaba la pantalla principal de la casa.

Paul lanzó un breve vistazo a la imagen por encima de su hombro y luego continuó colocando la manta en silencio. La detective temió haber dicho algo inconveniente.

– Mmmm… Sí, creo que me vendría bien esa copa.

– Voy a preparar algo de comer -dijo el inspector.

Y cuando se levantó, camino de la zona de la cocina, susurró algo al ordenador y la pantalla principal cambió la imagen por la de un paisaje de Titán.

Mientras el hombre trasteaba en el horno dispensador, la androide se quedó mirando al exterior. La nieve apelmazaba el aire y cegaba las ventanas con un velo grisáceo; la tarde moría con antelación bajo el peso de la tormenta y la luz eléctrica se encendió automáticamente. Bruna sabía que no debía preguntar, pero no pudo evitarlo.

– Esa rep de la pantalla, ¿es alguna de las víctimas?

El hombre no respondió, cosa que no sorprendió a Bruna. Le sorprendió más oírse insistir groseramente:

– ¿O quizá es una sospechosa?

Y, al cabo de un minuto de silencio, aún añadió para su propia consternación:

– ¿Por qué no contestas? ¿Me ocultas detalles de la investigación?

Lizard regresó llevando una bandeja con unos enormes cuencos llenos hasta arriba de una sopa de miso.

– Iba a preparar unos bocadillos de atún reconstituido, pero luego me acordé de tu diente recién implantado. Déjame sitio.

Se sentó en el borde del sofá y puso un anillo térmico en la botella de vino para mantenerla fría. Luego descorchó el Guitian con parsimonia y sirvió dos copas. Bebió un par de tragos de la suya y miró hacia la calle. Afuera ya era de noche y la luz del piso se reflejaba en la cortina de nieve como en un lienzo.

– Si de verdad quieres saber quién es, ¿por qué no lo preguntas directamente?

– ¿Cómo?

– Atrévete a preguntar y te contestaré.

Bruna calló un momento, avergonzada.

– De acuerdo. Supongo que no tiene nada que ver con el caso. Y también supongo que no debería meterme en lo que no me importa. Pero me gustaría saber por qué tienes la foto de una androide.

Paul revolvió su sopa cachazudo, llenó la cuchara, sopló el líquido, probó un poco con gesto apreciativo y después tragó el resto, mientras la rep esperaba con impaciencia a que acabara con la pantomima y siguiera hablando.

– Es Maitena.

Y se metió otra cucharada de sopa en la boca.

– ¿Y quién es Maitena?

Nuevo revolver y soplar y deglutir. ¿Se estaba riendo de ella o le costaba hablar del asunto?

– En realidad es una historia muy sencilla. Cuando yo era pequeño, mis padres desaparecieron. Entonces me adoptó la vecina. Maitena. Una rep de exploración.

– ¿Qué fue lo que pasó?

– Que se murió. ¿Qué querías que pasara? Le llegó su TTT.

– Digo con tus padres.

Paul alzó el cuenco y se puso a beber de él. Hacía ruido al sorber y de cuando en cuando se paraba a masticar el miso. Tardó muchísimo en tomárselo todo.

– Los metieron en la cárcel. Habían secuestrado a un tipo. Eran unos delincuentes. O lo son, porque creo que siguen vivos.

– ¿Tus padres son unos delincuentes?

– ¿Te extraña? Hay muchos en el mundo. Deberías saberlo. Forma parte de tu trabajo -comentó el hombre con sarcasmo.

Se limpió parsimoniosamente los labios con la servilleta y luego alzó por primera vez la cabeza desde que se había sentado en el sofá y la miró a los ojos.

– Yo tenía ocho años cuando me quedé solo. Maitena me crió. Murió cuando cumplí quince. Se puede decir que fue una infancia feliz. Gracias a ella. Ya te dije que no tengo nada contra los reps.

El hombre se levantó y tiró el cuenco desechable en el reciclador. Bruna le siguió con la vista sin atreverse a decir nada. Paul volvió y se sentó de nuevo. Su muslo rozaba la cadera de la rep.

– ¿Sabes de quién era el loft al que has ido esta mañana?

La pregunta la desconcertó. Estaba demasiado sumergida en el olor del hombre, en su calor cercano, en el vértigo del momento de intimidad, y le costó salir de ahí.

– Del memorista asesinado, supongo.

Lizard negó con la cabeza. Tenía una curiosa expresión, entre burlona y belicosa.

– No. Es de Nopal. Es una de las propiedades de tu amigo Pablo Nopal.

Bruna dio un respingo.

– ¿Estás seguro?

– Él no te había dicho nada, ¿verdad? Ya te lo he advertido… no es de fiar.

Era absurdo, pero la noticia no le gustó nada a la detective. El uso de los asaltantes de la puerta simulada y la segunda escalera, ¿no indicaba un conocimiento profundo del lugar? Un intenso cansancio pareció abatirse sobre ella y con él la renovación de todos los dolores.

– Estoy molida -gruñó.

– No me extraña. Toma, ponte una subcutánea. Creo que te toca.

Lizard le tendió el tubito inyector y la rep se disparó el mórfico en el brazo. Lentas y frescas oleadas de bienestar empezaron a recorrer su cuerpo.

– ¿Mejor? -preguntó el hombre, inclinándose hacia la androide y poniendo la mano sobre su espalda.

Fue de nuevo un movimiento muy natural, un medio abrazo embriagadoramente afectuoso.

– Muuuucho mejor -susurró Bruna.

Deseó a Lizard con todo su cuerpo, con la cabeza y el corazón y con las manos, con un sexo devorador y una boca capaz de decir tiernas dulzuras; y se hubiera abalanzado sobre él de no ser porque un repentino sopor estaba cerrándole los ojos de forma irresistible. Pero un momento. Un momento. Quizá fuera demasiado repentino. Hizo un esfuerzo por espabilarse.

– ¿Por qué tengo tanto sueño? -inquirió con voz pastosa.

– Te he metido un somnífero junto con la paramorfina. Te vendrá bien descansar.

En el caldeado piso, debajo de la manta térmica, envuelta en el abrazo del inspector, Bruna sintió frío. Pensó: no quiero dormirme. Pero los párpados pesaban como piedras. Lizard el Lagarto había aparecido justamente junto a ella después de la paliza. Qué casualidad, como diría Nopal. Y ahora la había traído a su casa. Y había puesto la foto de una rep en la pantalla para que la viera, y le había contado una absurda historia sobre una niñez melodramática. Respiró hondo intentando permanecer despierta, pero la somnolencia era como un ataúd que se cerraba sobre ella. La pequeña muerte del dormir. O la muerte eterna. Sintió una punzada de terror. Lizard el Caimán, el atractivo Lizard, la había drogado. La negrura del sueño la engulló sin poder discernir si Paul podría ser su amante o su asesino.


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