ACCESO ESTRICTAMENTE RESTRINGIDO

SÓLO EDITORES AUTORIZADOS

Madrid, 29 enero 2109, 15:27

Buenas tardes, Yiannis


SI NO ERES YIANNIS LIBEROPOULOS,

ARCHIVERO CENTRAL FT711, ABANDONA INMEDIATAMENTE ESTAS PÁGINAS


ACCESO ESTRICTAMENTE RESTRINGIDO

SÓLO EDITORES AUTORIZADOS

LA INTRUSIÓN NO AUTORIZADA ES UN DELITO PENAL QUE PUEDE SER CASTIGADO HASTA CON VEINTE AÑOS DE CÁRCEL


Guerras Robóticas

Etiquetas: Paz Humana, X Convención de Ginebra, minas de coltán, Crisis del Congo, Conjura Replicante, Lumbre Ras

#6B-138

Artículo en edición

Las Guerras Robóticas, que comenzaron en 2079 y terminaron en 2090 con la Paz Humana, son, junto con las Plagas, el conflicto bélico más grave que ha sufrido la Tierra. La escalada de violencia que asoló el planeta en la segunda mitad del siglo pasado propició la firma en 2079 de la X Convención de Ginebra, que, suscrita por la casi totalidad de los Estados independientes (153 de los 159 que existían por entonces), acordó sustituir los enfrentamientos bélicos tradicionales por combates de robots. Los ejércitos serían reemplazados por armas móviles y totalmente automatizadas que pelearían entre sí, a modo de gigantesco juego electrónico pero en versión real. Los artífices del tratado pensaron que de este modo se acabarían o minimizarían las carnicerías, y que las guerras podrían ser reconvertidas en una especie de pasatiempo estratégico, del mismo modo que los antiguos torneos medievales eran una versión dulcificada de los auténticos combates.

Sin embargo, las consecuencias de esta medida no pudieron ser más negativas. En primer lugar, a las pocas horas de firmarse el acuerdo estalló una guerra generalizada en casi todo el mundo, como si algunas naciones hubieran estado esperando con sus robots listos para entrar en combate (algunos politólogos, como la célebre Carmen Carlavilla en su libro Palabras mojadas, sostienen que la X Convención de Ginebra fue una simple maniobra comercial de los fabricantes de autómatas bélicos). Como los países más ricos poseían un número incomparablemente mayor de robots, los países pobres, aun habiendo firmado el tratado, jamás pensaron en respetarlo, y atacaron a los autómatas con tropas convencionales que les causaron un inmenso destrozo, dado que, siguiendo las especificaciones de Ginebra, los robots estaban castrados por un chip que les impedía dañar a los humanos. Chip que, claro está, fue removido subrepticia e ilegalmente a las pocas semanas, de modo que los vastos campos de humeante chatarra se volvieron a empapar enseguida de sangre.

El contraataque de los autómatas resultó tan descontrolado y devastador que se registraron más muertes en medio año que en todas las guerras habidas anteriormente en el mundo. A este periodo pertenece la Crisis del Congo. Como se sabe, en lo que era la antigua República Democrática del Congo se encuentra el 80% de las reservas de coltán, un mineral esencial en la fabricación de todo tipo de componentes electrónicos. La explotación de las minas de coltán llevaba un siglo siendo el origen de diversos conflictos bélicos convencionales, pero las Guerras Robóticas superaron los límites de violencia conocidos: toda la población del Congo fue exterminada, a excepción del presidente Ngé Bgé y las doscientas personas de su familia, que no se encontraban en el país cuando la masacre y que hoy en día siguen siendo copropietarios de las minas de coltán, junto con una empresa fantasma que en realidad está secretamente controlada por tecnohumanos.


““(¡Atención a las totalmente injustificadas y erróneas alteraciones del texto! Insisto en la urgente necesidad de una investigación interna. Archivero central FT711)"


La llamada Crisis del Congo no fue el único exterminio poblacional de las Guerras Robóticas, pero sí el más importante y conocido. Las grandes potencias mundiales radicalizaron rápidamente sus posiciones en torno a esta crisis y las cláusulas de Ginebra parecieron cumplirse al fin al pie de la letra: en la soledad del devastado territorio congoleño, entre metales oxidados y amarillentos huesos, los robots se estuvieron destrozando mutuamente durante más de un año. Hasta que un día los países enterraron tácitamente la X Convención de Ginebra y volvieron a mandar tropas al frente. A partir de entonces y hasta su fin, las Guerras Robóticas se dirimieron a la vez con autómatas y con soldados, combinación fatal que provocó una espantosa mortandad. Una carnicería de la que, curiosamente, se libraron los replicantes, ya que, practicando como siempre la desobediencia civil (todos los derechos pero ningún deber), se negaron a participar en los combates. Eminentes autores como el profesor Lumbre Ras, premio Nobel de Física, han denunciado un complot androide para diezmar a los humanos. Sostienen, con abundantes pruebas documentales, que detrás del exterminio de los congoleños y de la vuelta a la guerra tradicional están los manejos subterráneos de estas criaturas artificiales, que, estrechamente unidas en una logia secreta, constituyen un verdadero poder en la sombra cuyo único fin es sojuzgar a los humanos.


““Memorándum de crisis““

A la atención de la supervisora general de Zona PPK


Ante las gravísimas irregularidades que vengo observando en los archivos en los últimos días, y dado que mis anteriores y repetidas denuncias no han obtenido ninguna respuesta por parte de mis inmediatos superiores, he decidido recurrir al protocolo de emergencia CC/1 de la Ley General de Archivos y presentar un memorándum de crisis al responsable de zona.

– Vengo registrando en la última semana numerosas y crecientes alteraciones erróneas en los textos de diversos archivos (véanse documentos adjuntos). Las alteraciones carecen de IDE (identificación electrónica; es decir, no se sabe quién las hizo, algo ya en mismo muy irregular), son totalmente falsas y todas constituyen una burda difamación de los tecnohumanos.


Dichas alteraciones están aumentando rápidamente tanto en volumen como en la brutalidad del tono y de la mentira. El presente artículo es un buen ejemplo de lo que digo. En realidad, y contra lo que sostiene la mano anónima, en las Guerras Robóticas, como en todas las guerras, murieron sobre todo tecnohumanos de combate, pues para eso se les ha fabricado, desgraciadamente. Ningún tecno se negó a luchar, al menos que se sepa; y desde luego las minas de coltán no pertenecen a ningún androide, sino a la familia Ngé y a un consorcio armamentístico muy humano que produce robots bélicos. Por añadidura, ese supuesto y eminente profesor Lumbre Ras no existe; por más que se wikee su nombre o los anales de los premios Nobel, no se obtiene ningún resultado. Así de grosera es la falsificación de los artículos.


Dado lo expuesto, resulta razonable sospechar que las alteraciones siguen un plan y tienen una finalidad concreta. Cuál es esa finalidad y hasta qué punto se puede tratar de una conspiración, dado el crítico momento de violencia interespecies que estamos viviendo en la Región (y no sólo en la Región: al parecer está habiendo disturbios similares en Kiev, en Nuevo Nápoles, en Ciudad del Cabo…), es algo que no me atañe analizar a mí, pero que sin duda debería ser investigado por quien corresponda con la mayor urgencia. Estoy tan seguro de la extrema gravedad de la situación que, ante el temor de una posible tardanza en reaccionar, voy a hacer algo que jamás he hecho en los cuarenta años que llevo de archivero: voy a retener el artículo en mi casillero, en vez de devolverlo a edición, y además voy a enviarme una copia del mismo, y de este memorándum, a mi ordenador personal.


Se despide atentamente a la espera de una rápida respuesta,


Yiannis Liberopoulos, archivero central FT711


La despertó un sabroso olor a café y tostadas. Abrió los ojos y tuvo que cerrarlos inmediatamente, cegada por el hiriente resplandor de la nieve. Pero esa brevísima ojeada le bastó para colocar el mundo en su lugar. Estaba en casa de Lizard. Había pasado la noche allí. El inspector la había sedado. Pero no parecía que la hubiera matado. Bruna sonrió ante la tontería que acababa de pensar y volvió a levantar los párpados cautelosamente.

– Llevas durmiendo doce horas. Ya empezaba a estar preocupado.

Lizard se afanaba de acá para allá haciendo gala de una energía agotadora.

– Tengo que irme a la Brigada. Quédate todo el tiempo que quieras. Te he autorizado en el ordenador. Puedes entrar y salir de casa y pedirle a la pantalla lo que necesites.

– Bueno, supongo que sólo podré pedir algunas cosas… -murmuró ella con la boca pastosa.

– Evidentemente… Darte una ducha, comer algo… Te he dado una autorización básica doméstica. No querrás que te abra mi vida por completo de la noche a la mañana…

Paul hablaba con un tono risueño, pero Bruna enrojeció.

– Yo no quiero nada -gruñó.

Al otro lado de las ventanas el mundo estaba envuelto en un quieto y rechinante manto blanco.

– Anoche me drogaste.

– ¿Cómo?

– Me diste un somnífero sin yo saberlo.

– Me parece que te vino muy bien.

– No vuelvas a hacerlo.

Lizard se encogió de hombros con cierto fastidio.

– Descuida, no lo haré… Y de nada, ¿eh? De nada. No hace falta que me abrumes con tu gratitud -añadió sarcástico.

Se embutió dentro de un enorme abrigo polar con capucha y abrió la puerta para irse.

– ¡Lizard!

El inspector se detuvo un instante en el umbral.

– Esa… esa historia de Maitena y de tu infancia, ¿es verdad?

– ¿Por qué iba a mentirte? -respondió Paul sin volverse.

Luego le lanzó una ojeada sobre el hombro derecho.

– Por cierto, hablando de mentiras… Anoche y esta mañana te han estado llamando insistentemente al otro móvil… Ya sabes cuál te digo… el ilegal.

Dicho lo cual, se marchó.

El Caimán siempre conseguía sobresaltarla.

Cuando llegó al hospital, Bruna había conseguido quitarse subrepticiamente el móvil de Mirari, que solía llevar pegado al estómago, y, tras enrollar la fina lámina traslúcida, la había escondido dentro de un bolsillo interior de su mochila. Sin embargo ahora el ordenador móvil estaba extendido sobre la mesa, junto a ella. Lo agarró de un manotazo: en efecto había seis llamadas perdidas de Serra, el lugarteniente de Hericio. Hizo un esfuerzo de concentración para introducirse en el personaje de Annie Heart y pulsó el número del supremacista. La desagradable cara del hombre llenó la pantalla. Parecía suspicaz e irritado.

– ¿Dónde te has metido? -ladró.

– No es asunto tuyo.

– Claro que lo es. Eres demasiado misteriosa, guapa. De repente apareces de la nada, de repente desapareces… Y además estoy harto de no verte. Todo ese asunto del móvil no rastreable, de la falta de imagen cuando hablamos… Empiezo a pensar que ocultas algo… Y si lo haces, te aseguro que te vas a arrepentir.

Bruna tomó aire.

– Dejemos claras unas cuantas cosas: primero, ésos no son modos de tratar a un posible donante. Segundo: todavía no estoy segura de que quiera daros el dinero. Tercero: no se te ocurra volver a amenazarme o no sabrás más de mí. Llámame cuando sepas cuándo y dónde me veré con Hericio -dijo en tono gélido.

Y cortó la comunicación. Aguardó durante dos larguísimos minutos con los ojos fijos en la pantalla. Al fin las letras azulosas se encendieron: «A las 16:00 en el bar de tu hotel.» ¡Bien! Seguro que el Permiso de Financiación no les había dado el resultado previsto, se dijo la rep: parecían seguir ansiosos por llenar las arcas. Sin duda la recogerían en el bar del hotel para llevarla a algún lado. Perfectamente. No eran más que las 10:00. Había tiempo de sobra.

Bruna se tanteó las costillas: seguían doliendo, pero menos. El regenerador óseo que le habían infiltrado en el hospital parecía estar funcionando. Apartó la manta y se puso en pie con mucho cuidado. En realidad, y teniendo en cuenta la reciente paliza, se encontraba bastante bien. En el gran espejo de la pared comprobó que seguía llevando la ropa del día anterior, desgarrada, manchada de sangre y demasiado liviana para el frío que debía de estar haciendo fuera. Abrió los cierres y la dejó caer: tenía el cuerpo cruzado por las marcas de los golpes. Un mapa a todo color de la paliza. Los moretones subían como una enredadera hasta su rostro, y además llevaba una venda medicada cubriendo la herida de la muñeca. Si iba a ver a Hericio, tal vez tuviera que maquillar y disimular todo eso.

Todavía desnuda caminó hacia la zona de la cocina. Tenía un hambre de ogro y el olor a café y tostadas que Lizard había dejado en el ambiente le llenaba la boca de saliva anticipatoria.

– Pantalla, soy Bruna -ordenó.

– Dispongo de autorización para dos Brunas. Por favor, dime tu segundo nombre -contestó la suave voz femenina del ordenador.

La rep se picó: ¿Cómo que dos Brunas? ¿O sea que el lagarto Lizard se pasaba la vida trayendo mujeres a dormir a su casa?

– Soy Bruna Husky -gruñó.

– Bienvenida, Bruna Husky. ¿En qué puedo ayudarte?

La rep pidió un desayuno gigantesco y lo devoró mientras seguía rumiando su malhumor. Luego tomó una ducha de vapor y saqueó el armario de Lizard para vestirse con ropa de abrigo, disfrutando vagamente con la sensación de que por fin algo le quedara enorme: estaba acostumbrada a tener que llevar siempre los pantalones demasiado cortos y las espinillas al aire. Había abierto la puerta y salía ya del piso cuando, en un súbito arranque, volvió a entrar.

– Pantalla, soy Ingrid -dijo, forzando la voz para que sonara más aguda.

Era un nombre que se había puesto de moda unas cuantas décadas atrás y había una ridícula cantidad de Ingrids pululando por ahí: tal vez Lizard tuviera autorizada a alguna. En fin, sólo era por comprobar la facilidad con que el hombre concedía sus privilegios domésticos.

– No eres Ingrid. Eres Bruna Husky. ¿En qué puedo ayudarte? -contestó la voz electrónica con impertérrita amabilidad.

Los ordenadores de última generación eran bichos peliagudos de engañar.

Salió a un Madrid escarchado que parecía estar envuelto en encaje blanco. Apenas circulaban coches y la mitad de las cintas rodantes no funcionaban, a pesar de las cuadrillas de operarios que intentaban descongelarlas con pistolas de vapor. El suelo estaba crujiente y resbaladizo incluso para ella, que tenía reforzados genéticamente el sentido del equilibrio y la coordinación motora. Aquí y allá, los humanos carentes de esas mejoras se pegaban unas culadas estrepitosas: ése también podía ser otro de sus motivos para odiar a los reps, se dijo la androide ácidamente. La abultada ropa térmica y las grandes capuchas tenían la ventaja de unificar a las personas, y aún más si llevaban, como ella, gafas oscuras para mitigar el resplandor. Era prácticamente imposible reconocer qué tipo de sintiente era cada cual, lo que suponía un alivio porque las pantallas públicas seguían hirviendo de odio pese al frío reinante y por todas partes se hablaba de una inminente crisis dentro del Gobierno Regional. El metro circulaba normalmente pero debía de estar atiborrado, y a Bruna no le apeteció confinarse en un pequeño espacio con una horda de humanos furibundos, de manera que decidió ir andando hasta el hotel Majestic. Los termómetros marcaban menos veintitrés grados. No era de extrañar que hubiera tan poca gente caminando y que los operarios de las cintas rodantes parecieran moverse con irreal lentitud de astronautas en gravedad cero, abultados y entorpecidos como iban por capas y más capas de baratos tejidos térmicos. Pero el cielo era una laca china de color azul intenso y contrastaba maravillosamente con el blanco todavía impoluto de la nieve recién caída. No había nada de viento y el frío era una presencia quieta y colosal. Bruna empezó a disfrutar del paseo.

¿Por qué no la habían matado los asesinos del memorista pirata? Habían tenido la posibilidad de hacerlo, desde luego. Y, si no la querían matar, ¿por qué la habían agredido? Hubieran podido irse sin dificultad y sin haber sido vistos, ¿para qué arriesgarse en atacarla? ¿Querían darle un susto? ¿Pretendían herirla con la suficiente gravedad como para quitarla de en medio? ¿O lo hicieron tal vez para robarle el arma? Esta posibilidad resultaba inquietante: tendría que atreverse a preguntar a Lizard si había encontrado su pistola de plasma.

Por otra parte, ¿quién sabía que ella iba a ver al memorista asesinado? Por supuesto, Pablo Nopal. Pero le parecía absurdo e innecesariamente alambicado montar todo ese escenario, arreglarle una cita con el memorista pirata, prestarle su propia casa, asesinar al tipo mientras ella estaba presente y después darle también a ella una paliza. No le parecía lógico que Nopal hubiera ideado ese guión complicadísimo, cuando seguramente podría haber llevado a cabo su plan en otras ocasiones y de manera mucho más sencilla… O quizá no. ¿Y si el pirata no se fiaba de él? ¿Y si Nopal le hizo venir a su casa usándola a ella como cebo? ¿Y si el ataque posterior que había sufrido ella no era más que una cortina de humo para emborronar el asesinato? Y, a fin de cuentas, ¿no era Nopal un especialista en escribir guiones complicados? Además de ser también un experto asesino, según Lizard.

Pero tampoco Paul estaba fuera de sospecha, ese Paul inquietante que aparecía y desaparecía siempre en los momentos más oportunos. Ese gigante impenetrable que ya le había salvado dos veces de unos enigmáticos atacantes. Dos veces en menos de una semana. Demasiada coincidencia, diría el memorista. Por no mencionar su rara amabilidad, las propuestas de colaboración, la amistad no pedida que parecía ofrecerle. ¿Y por qué la drogó la noche anterior? ¿Qué hizo durante las horas que ella estuvo durmiendo? Sin duda, revisar sus pertenencias: así debía de haber encontrado el móvil de Mirari. ¿Habría ido a registrar también su casa? ¿Y quizá incluso los cuartos del hotel? ¿Sabría el hurón Lizard de la existencia de Annie Heart, de su trabajo de astilla, de las habitaciones que había alquilado en el Majestic? La policía también estaba infiltrada, había dicho Myriam Chi. Y tenía que estarlo, desde luego. Ésta era una operación de gigantesco calado.

Cuatro años, tres meses y trece días. Pensar en la posible o incluso probable traición del inspector la ponía enferma. La volvía a dejar sola consigo misma, tan a solas con su tiempo limitado y su condena a muerte, tan a solas como los osos salvajes antes de que se extinguieran, como le había explicado Virginio Nissen en la última sesión. Se había acordado Bruna ahora del psicoguía porque estaba pasando cerca del Mercado de Salud en donde Nissen tenía la consulta. Movida por un impulso repentino, la rep cambió de dirección y se encaminó al mercado. Pocos metros antes de la puerta se cruzó con una humana joven que iba llorando y que la rozó al pasar con el viento caliente de su pena. Cada cual arrastrando su pequeño equipaje, como decía Yiannis.

En las galerías del mercado no había mucha gente y por lo menos un tercio de las tiendas estaban cerradas: probablemente los encargados no habían podido llegar a causa de la nieve. Sin embargo, la rep advirtió al menos dos novedades desde su última visita. La primera era que habían abierto un local de Memofree, la popular franquicia de borradores de memoria. Aunque la manipulación de la memoria era una tecnología con casi cien años de antigüedad, Memofree utilizaba la moderna y revolucionaria máquina que había inventado el turco Gay Ximen. El gran hallazgo de Ximen había consistido en abaratar los costes de tal modo que había puesto el procedimiento al alcance del gran público. «Borrado de memoria selectivo desde 300 gaias», pregonaban las letras luminosas del escaparate, aunque Bruna sabía que deshacerse de los recuerdos largos y complejos que afectaban a diversas zonas del cerebro podía llegar a costar 6.000 o 7.000 ges. «Rápido, permanente, seguro e indoloro: olvídate de los sufrimientos sin sufrir. Compatibilidad total con los tecnohumanos.» La Ximen33 llevaba ya una decena de años barriendo las cabezas de la gente y había personas adictas a la máquina que, patológicamente incapaces de soportar el menor malestar, acudían una vez al mes a extirparse pequeñas espinas de la memoria: una discusión desagradable, un amante pasajero que preferirían no haber tenido, una fiesta en la que no brillaron como esperaban. Pero también había individuos que, aunque arrastraran una piedra en el corazón, se negaban a utilizar la máquina. Como Yiannis. O como ella misma. Ella quería seguir recordando a Merlín, aunque doliera. La humana que salía llorando del mercado quizá fuera alguien que se había echado para atrás en el último instante y que había preferido continuar abrazada a su sufrimiento. Nuestra pena también es lo que somos, se dijo Bruna. «¡Funciona! 100% garantizado.»

La otra novedad era una exposición de arte que habían montado en la planta baja del mercado. Era arte alienígena, concretamente gnés, quizá auspiciado por el médico de esa especie que tenía su consultorio en el primer piso. Los cuadros, magníficas holografías suprarrealistas, flotaban a media altura del vestíbulo central. Se trataba de unas obras enormes, de cuatro por cuatro metros o más grandes, perfecta y absolutamente negras. Rectángulos de pesada y continua oscuridad que de primeras parecían todos iguales, pero que luego, cuando te detenías a observarlos de cerca, se revelaban como sutilmente distintos, vertiginosos y arremolinados en su negrura. Eran unas tinieblas llenas de movimiento y luz, unos lienzos inquietantemente extraños. El pintor se llamaba Sulagnés y, si te fijabas bien, los negros destellos que parecían moverse dentro de los cuadros formaban y repetían incesantemente la misma frase:

Загрузка...