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Madrid, 14 enero 2109, 09:43

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LA INTRUSIÓN NO AUTORIZADA ES UN DELITO PENAL QUE PUEDE SER CASTIGADO HASTA CON VEINTE AÑOS DE CÁRCEL


Tecnohumanos

Etiquetas: historia, conflictos sociales, guerra rep, Pacto de la Luna, discriminación, biotecnología, movimientos civiles, supremacismo.

#376244

Artículo en edición

A mediados del siglo XXI, los proyectos de explotación geológica de Marte y de dos de las lunas de Saturno, Titán y Encelado impulsaron la creación de un androide que pudiera resistir las duras condiciones ambientales de las colonias mineras. En 2053 la empresa brasileña de bioingeniería Vitae desarrolló un organismo a partir de células madre, madurado en laboratorio de manera acelerada y prácticamente idéntico al ser humano. Salió al mercado con el nombre de Homolab, pero muy pronto fue conocido como replicante, un término sacado de una antigua película futurista muy popular en el siglo XX.

Los replicantes gozaron de un éxito inmediato. Fueron usados no sólo en las explotaciones mineras del espacio exterior, sino también en las de la Tierra y en las granjas marinas abisales. Comenzaron a hacerse versiones especializadas y para 2057 ya había cuatro líneas distintas de androides: minería, cálculo, combate y placer (esta última especialidad fue prohibida años más tarde). Por aquel entonces no se concebía que los homolabs tuvieran ningún control sobre sus propias vidas: en realidad eran trabajadores esclavos carentes de derechos. Esta abusiva situación resultó cada día más inviable y acabó por estallar en 2060, cuando se envió a Encelado un pelotón de replicantes de combate para reprimir una revuelta de los mineros, también androides. Los soldados se unieron a los rebeldes y asesinaron a todos los humanos de la colonia. La insurrección se generalizó rápidamente, dando lugar a la llamada guerra rep.

Aunque los androides estaban en clara desventaja numérica, su resistencia, fuerza e inteligencia eran superiores a la media humana. Durante los dieciséis meses que duró la guerra hubo que lamentar muchas bajas, tanto de humanos como de tecnohumanos. Por fortuna, en septiembre octubre de 2061 asumió el liderazgo de los rebeldes Gabriel Morlay, el gran filósofo y reformador social androide, que propuso una tregua para negociar la paz con los países productores de replicantes. Las difíciles conversaciones estuvieron a punto de naufragar innumerables veces; entre los humanos había una facción radical que rechazaba toda concesión y abogaba por prolongar la guerra hasta que los replicantes fueran muriendo, dado que en aquella época sólo vivían alrededor de cinco años. Sin embargo, también había humanos que condenaban los usos esclavistas y defendían la justicia de las reivindicaciones de los rebeldes; conocidos despectivamente por sus adversarios como chuparreps, estos ciudadanos partidarios de los androides llegaron a ser muy activos en sus campañas en pro de las negociaciones. Esto, unido al hecho de que los rebeldes hubieran tomado el control de varias cadenas de producción y estuvieran fabricando más androides, acabó por cristalizar en la firma del Pacto de la Luna de febrero de 2062, un acuerdo de paz a cambio de la concesión de una serie de derechos a los insurrectos. Se da la circunstancia de que el líder androide Gabriel Morlay no pudo firmar el tratado que había sido su gran obra, ya que pocos días antes cumplió su ciclo vital y falleció, acabando así su fugaz existencia de mariposa humana.

A partir de entonces los replicantes fueron conquistando progresivamente derechos civiles. Estos avances no estuvieron exentos de problemas; los primeros años tras la Unificación fueron especialmente conflictivos y hubo graves disturbios en diversas ciudades de la Tierra (Dublín, Chicago, Nairobi), con violentos enfrentamientos entre los movimientos pro-reps antisegregacionistas y los grupos de supremacistas humanos. Por último, la Constitución de 2098, la primera Carta Magna de los Estados Unidos de la Tierra, actualmente en vigor, reconoció a los tecnohumanos los mismos derechos que a los humanos.

Fue también en dicha Constitución en donde se utilizó por primera vez el vocablo tecnohumano, puesto que la palabra replicante está cargada de connotaciones insultantes y ofensivas. Hoy tecnohumano (o, coloquialmente, tecno) es el único término oficial y aceptado, aunque en este artículo se haya usado también la voz replicante por razones de claridad histórica. Por otra parte, hay grupos de activistas tecnos, como el MRR (Movimiento Radical Replicante), que reivindican la denominación antigua como bandera de su propia identidad: «Ser rep es un orgullo, prefiero ser rep a ser humana, ni siquiera tecnohumana» (Myriam Chi, líder del MRR).

La existencia e integración de los tecnohumanos ha creado un fuerte debate ético y social que está lejos de haberse solventado Algunos sostienen que, puesto que, en su origen, la creación de replicantes como mano de obra esclava fue un acto erróneo e inmoral, simplemente deberían dejar de fabricarse. Esta posibilidad es rechazada de plano por los tecnos, que la consideran una opción genocida: «Lo que una vez ha existido, no puede regresar al limbo de la inexistencia. Lo que se inventa, no puede desinventarse. Lo que hemos aprendido, no puede dejar de saberse. Somos una nueva especie y, como todos los seres vivos, anhelamos seguir viviendo» (Gabriel Morlay). Actualmente, las cadenas de producción de androides (hoy llamadas plantas de gestación) son dirigidas al 50% por tecnos y por humanos. Un androide tarda catorce meses en nacer, pero cuando lo hace tiene una edad física y psíquica de veinticinco años.

Pese a los avances tecnológicos, sólo se ha conseguido que viva una década: más o menos en torno a los treinta y cinco la división celular de sus tejidos se acelera de forma dramática y sufre una especie de proceso cancerígeno masivo (conocido como TTT, Tumor Total Tecno) para el que todavía no se ha encontrado cura y que provoca su fallecimiento en pocas semanas.

También resultan conflictivas las regulaciones especiales tecnohumanas, sobre todo las referentes a la memoria y al periodo de trabajo civil. Un comité paritario de humanos y de tecnos decide cuántos androides van a ser creados cada año y con qué especificaciones: cálculo, combate, exploración, minería, administración y construcción. Puesto que la gestación de estos individuos resulta económicamente muy costosa, se ha acordado que todo tecnohumano servirá a la empresa que le fabricó durante un periodo máximo de dos años y en un empleo conforme a la especialidad para la que fue construido. A partir de entonces será licenciado con una moderada cantidad de dinero (la paga de asentamiento) para ayudarle a empezar su propia vida. Por último, a todo androide se le implanta un juego completo de memoria con suficiente apoyo documental real (fotos, holografías y grabaciones de su pasado imaginario, viejos juguetes de su supuesta infancia, etcétera), ya que diversas investigaciones científicas han demostrado que la convivencia e integración social entre humanos y tecnohumanos es mucho mejor si estos últimos tienen un pasado, así como que los androides son más estables provistos de recuerdos. La Ley de Memoria Artificial de 2101, actualmente en vigor, regula de manera exhaustiva este delicado asunto. Las memorias son únicas y diferentes, pero todas poseen una versión más o menos semejante de la famosa Escena de la Revelación, popularmente conocida como el baile de los fantasmas; se trata de un recuerdo implantado, supuestamente sucedido en torno a los catorce años del sujeto, durante el cual los padres del androide le comunican que es un tecnohumano y que ellos mismos carecen de realidad y son puras sombras, imágenes vacías, un chisporroteo de neuronas. Una vez instalada la memoria en el androide, ésta no puede ser modificada de ningún modo. La Ley prohíbe y persigue cualquier manipulación posterior así como el tráfico ilegal de memorias, lo que no impide que dicho tráfico exista y sea un pingüe negocio subterráneo. La normativa vigente de la vida tecno ha sido contestada desde diversos sectores y tanto el MRR como distintos grupos supremacistas tienen presentados en estos momentos varios recursos contra la Ley. En la última década se han creado numerosas cátedras universitarias de estudios tecnohumanos (como la de la Complutense de Madrid) que intentan responder a los múltiples interrogantes éticos y sociales que plantea esta nueva especie.

Hubo un tiempo en el que las relaciones sexuales entre humanos y reps estuvieron prohibidas. Ahora simplemente estaban mal vistas, salvo que se tratara del antiguo y venerable negocio de la prostitución, por supuesto. Pablo Nopal sonrió con acidez y contempló la espalda desnuda de la chica guerrera. Una línea de elástica carne, una curva perfecta en la breve cadera. Sentándose en la cama, como ahora había hecho, Nopal también podía ver uno de sus pechos diminutos. Que subía y bajaba suavemente al compás de la tranquila respiración. Con todo lo dormida que parecía, y que seguramente estaba, bastaría con que le rozara la cintura con un dedo para que la mujer diera un brinco descomunal e incluso, quién sabe, hasta le propinara un buen golpe. Nopal se había acostado con las suficientes reps de combate como para conocer bien sus costumbres y sus inquietantes reflejos defensivos. Mejor no besarles el cuello en mitad de la noche.

De hecho, lo mejor que podía hacerse en mitad de la noche tras haber copulado con una chica así era marcharse.

El hombre se deslizó fuera de la cama, recogió sus ropas diseminadas por el suelo y empezó a vestirse.

Malhumorado.

Le deprimía esa hora de la madrugada, sucia, desteñida, con la noche muriendo y el nuevo día aún sin despuntar. Esa hora tan desnuda que no había manera de poder disfrazar el sinsentido del mundo.

Pablo Nopal era rico y era desdichado. La desdicha formaba parte de su estructura básica, como los cartílagos son parte de los huesos. La desdicha era el cartílago de su mente. Era algo de lo que no se podía desprender.

Como decía un antiguo escritor al que Pablo admiraba, la felicidad siempre era parecida, pero la infelicidad era distinta en cada persona. La desdicha de Nopal se manifestaba en una clara incapacidad para vivir. Aborrecía la vida. Por eso, entre otras cosas, le gustaban los androides: todos estaban tan ansiosos, tan desesperados por seguir viviendo. En cierto sentido le daban envidia.

Lo que había sostenido a Nopal en los últimos años, lo único que de verdad le entibiaba el corazón, era su búsqueda. Ahora pulsó su ordenador móvil, cargó en la pantalla la lista de androides y tachó a la chica guerrera de espeso pelo rizado con la que acababa de hacer el amor. Evidentemente, ella no era la tecnohumana que estaba buscando. Miró su perfil chato casi con afecto. Le había costado ganarse su confianza, pero ahora esperaba no tener que verla nunca más. Como era habitual en él, volvía a triunfar la misantropía.

La ventaja de tratar con muertos reps, pensó Bruna cuando entraba en el Instituto Anatómico Forense, era que no había que aguantar deudos llorosos: padres destrozados por el dolor, hijos anonadados por la brusca orfandad, cónyuges, hermanos y demás patulea familiar gimoteante. Los androides eran seres solitarios, islas habitadas por un solo náufrago en medio de un abigarrado mar de gentes. O al menos casi todos los reps eran así, aunque había algunos que se empeñaban en creerse plenamente humanos y establecían relaciones sentimentales estables a pesar del merodeo de la muerte, e incluso conseguían adoptar algún niño, siempre criaturas enfermas o con algún problema, porque la temprana fecha de caducidad de los replicantes les impedía reunir los puntos necesarios para acceder a una adopción normal. En cuanto a su propia historia, pensó Bruna, en realidad había sido un error. Ni Merlín ni ella habían querido emparejarse, pero al final quedaron sentimentalmente atrapados. Hasta que llegó la inevitable desolación. Cuatro años, tres meses y veintisiete días.

Eran las tres de la madrugada y el lugar estaba desierto y espectral, sumido en una penumbra azulada. Había venido a esa hora tan tardía con la intención de coincidir con Gándara, el veterano forense, que trabajaba en el turno de noche y era un viejo conocido que le debía un par de favores. Pero cuando entró en el despacho anexo a la sala de disección número 1 se encontró con un hombre joven que contemplaba sin pestañear un holograma pornográfico. Al advertir su llegada, el tipo apagó la escena de un manotazo y se volvió hacia ella.

– ¿Qué… haces aquí?

Bruna pudo notar el titubeo, el respingo, el súbito recelo en la mirada. Estaba acostumbrada a que su presencia causara impresión, no sólo por el hecho de ser una tecno alta y atlética, sino, sobre todo, por el cráneo rapado y por el tatuaje, una fina línea negra que recorría verticalmente el cuerpo entero, bajando por su frente y por la mitad de la ceja y los párpados y la mejilla del lado izquierdo, y después por el cuello, el pecho, el estómago y el vientre, la pierna izquierda, un dedo del pie, la planta, el talón y de nuevo, ascendiendo ya a lo largo de la misma pierna pero por detrás, la nalga, la cintura, la espalda y el cogote, para terminar cruzando la monda redondez del cráneo hasta fundirse con la línea descendente y completar el círculo. Como es natural, cuando estaba vestida no se podía ver que el trazo se cerraba sobre sí mismo, pero Bruna había comprobado que la línea que parecía cortarle un tercio de la cabeza y que desaparecía ropa abajo producía un innegable impacto en los humanos. Además delataba su condición de rep combatiente: en la milicia casi todos se hacían elaborados tatuajes.

– ¿No está Gándara?

– Está de vacaciones.

El hombre pareció relajarse un poco al ver que Bruna conocía al forense titular. Era un joven bajo y fofo y tenía uno de esos rostros en serie de la cirugía plástica barata, un modelo escogido por catálogo, el típico regalo de graduación de unos padres de economía modesta. De repente se habían puesto de moda los arreglos faciales y había media docena de caras que se repetían hasta la saciedad en miles de personas.

– Bueno. Entonces hablaré contigo. Me interesa uno de los cadáveres. Cata Caín. Es una tecnohumana a la que le falta un ojo. Murió ayer.

– Ah, sí. Le hice la autopsia hace unas horas. ¿Era familiar tuyo?

Bruna le miró durante medio segundo, imperturbable. Un rep familia de otro rep. Este tipo era imbécil.

– No -dijo al fin.

– Pues entonces, si no es familia y no traes orden del juez, no puedes verla.

– No necesito hacerlo. Sólo querría que me dijeras cuál ha sido el resultado de la autopsia.

El hombre dibujó un gesto de exagerado escándalo en su cara de plástico.

– ¡Y eso mucho menos! Es información altamente reservada. Y además, si no eres de la familia, ¿cómo has podido entrar hasta aquí?

Bruna inspiró hondo y se esforzó en poner una expresión amigable y tranquilizadora, la expresión más amigable y tranquilizadora posible teniendo en cuenta el cráneo rapado, las pupilas felinas, el tajo de tinta partiéndole la cara. No consideró prudente contar que el viejo Gándara le había proporcionado un pase permanente al Instituto, pero sacó su licencia profesional de detective privado y se la enseñó al tipo.

– Mira, esa mujer era mi vecina… Y mi clienta… Me había contratado para que la protegiera, porque sospechaba que alguien quería matarla… -improvisó sobre la marcha-. No puedo decirte más, ya comprenderás, es un asunto de confidencialidad profesional. Fui yo quien avisó a Samaritanos, estaba conmigo cuando se arrancó el ojo. Si tienes ahí el parte policial, verás mi nombre, Husky… Caín perdió la razón, y temo que se haya intoxicado con algo… Es decir, temo que la hayan envenenado. Necesito saberlo cuanto antes… Verás, no debería estar contándote esto, pero quizá haya más personas intoxicadas… Y quizá estemos todavía a tiempo de salvarlas. Ni siquiera te pido que entres en detalles… Dime la conclusión final y ya está. O me dejas ver el informe un segundo. Nadie se va a enterar.

El médico movió negativamente la cabeza con pomposa lentitud. Se veía que disfrutaba de su pequeño poder para fastidiar.

– No puedo hacerlo. Pide una autorización al juez.

– Tardaría demasiado. ¿Vas a arriesgarte a ser responsable de la posible muerte de otras personas?

– No puedo hacerlo.

Bruna frunció el ceño, pensativa. Luego rebuscó en su mochila y sacó dos billetes de cien gaias.

– Claro que estoy dispuesta a compensar la molestia…

– ¿Por quién me has tomado? No necesito tu dinero.

– Cógelo. Te vendrá bien para arreglarte esa nariz rota.

El hombre se tocó el apéndice nasal con gesto reflejo. Palpó con amoroso cuidado las aletas siliconadas, el caballete perfilado con cartílago plástico. Por su cara desfilaron las emociones en clara sucesión, como nubes atravesando un cielo ventoso: primero el alivio al comprobar que su nariz sintética seguía intacta, después la lenta y abrumadora comprensión del significado de la frase. Los ojos se le pusieron redondos de inquietud.

– ¿Es… es una amenaza?

Bruna se inclinó hacia delante, apoyó las manos en la mesa, acercó su cara a la del hombre hasta casi rozarle la frente y sonrió.

– Por supuesto que no.

El forense tragó saliva y recapacitó unos instantes. Luego se volvió hacia la pantalla y masculló:

– Abrir informes finales, abrir Caín…

El ordenador obedeció y la pantalla empezó a llenarse de imágenes sucesivas de la rep tuerta, un pobre cuerpo desnudo y destripado en las diversas fases de la disección. Por último, el cuchillo láser cortó el cráneo como quien parte en dos una naranja, y una pinza robótica sondeó delicadamente la masa gris, que estaba demasiado sonrosada. Era el cerebro más rojizo que Bruna había visto jamás, y había visto algunos. La pinza emergió de la grasienta masa neuronal con una pequeña presa agarrada en el pico: era un disco diminuto de color azul. Una memoria artificial, pensó Bruna con un escalofrío, y seguro que no era el implante original. Desde la pantalla, la voz del forense estaba recitando los resultados: «Puesto que el sujeto tecnohumano tenía 3/28 años de edad y estaba aún lejos del TTT, podemos descartar que el deceso sea natural. Por otra parte, el implante de memoria encontrado carece de número de registro y sin duda proviene del mercado negro. Este forense trabaja con la hipótesis de que dicho implante esté adulterado y haya causado los edemas y hemorragias cerebrales, provocando un cuadro de inestabilidad emocional, delirios, convulsiones, pérdida de consciencia, parálisis y, por último, muerte del sujeto por colapso de las funciones neuronales. Se ha enviado el implante al laboratorio de bioingeniería de la Policía Judicial para que pueda ser analizado.»

Pobre Caín. Le pareció que podía volver a ver a su vecina arrancándose el ojo con su blando y horrible sonido como de trapos rasgados. Le pareció que escuchaba otra vez sus palabras alucinadas y que sentía su angustia. Cuando llegaron los de Samaritanos ya estaba rígida, por eso no le extrañó que cuatro horas después llamaran para comunicarle que había muerto. En el entretanto, Bruna fue a la conserjería del edificio y entró en el piso de la mujer junto con uno de los porteros. Así se enteró de que se llamaba Cata Caín, que era administrativa, que esa casa había sido su primer domicilio después de la paga de asentamiento, porque sólo tenía tres años rep, o veintiocho virtuales, demasiado joven para morir. Según el contrato de alquiler llevaba once meses en el apartamento, pero el lugar parecía tan vacío e impersonal como si nadie lo habitara. De hecho, no se veía ninguno de los pequeños recuerdos artificiales siempre tan comunes, la consabida foto de los padres, el holograma de la niñez, la velita sucia de una vieja tarta, el póster electrónico con las dedicatorias de los amigos de la universidad, el anillo que los adolescentes solían regalarse al dejar de ser vírgenes. No había replicante que no guardara esa colección de basurillas; pese a conocer su falsedad, los objetos seguían manteniendo una especie de magia, seguían ofreciendo consuelo y compañía. Así como los parapléjicos soñaban con andar cuando utilizaban las gafas virtuales, los reps soñaban con tener raíces cuando contemplaban las piezas artificialmente envejecidas de su utilería: y en ambos casos, aun sabiendo la verdad, eran felices. O menos desgraciados. La propia Bruna, tan reacia a las efusiones emocionales, no había sido capaz de desprenderse de todos sus recuerdos prefabricados. Sí, había destruido las fotos familiares y el holograma de la fiesta de su abuela (cumplía ciento un años; murió poco después; esto es, murió supuestamente), pero no pudo tirar el collar del perro de su infancia, Zarco, grabado con el nombre del animal, ni una foto de su niñez de cuando tenía alrededor de cinco años, perfectamente reconocible ya y con los ojos tan cansados y tan tristes como ahora.

Pero Caín no tenía ni un solo objeto personal en su piso. A qué terrible grado de desesperación y de desolación debía de haber llegado. La imaginó recorriendo la noche con ansiedad de adicta, husmeando en los más oscuros rincones de la ciudad en busca de un alivio, de una memoria en la que poder creer, de unos recuerdos que la permitieran descansar durante cierto tiempo. Bruna pensaba que podía entenderla, porque ella misma se había sentido así bastantes veces, ella también se había ido en ocasiones de su casa como si escapara, había salido para abrasar la noche en busca de algo imposible de encontrar. Y en más de una madrugada había estado tentada de meterse por la nariz un tiro de memoria, un chute de vida artificial. No lo había hecho y se alegraba de ello. Cata Caín se había reventado el cerebro con una dosis de recuerdos ficticios. Tal vez hubiera llegado a la ciudad una partida de implantes adulterados; ya había pasado otras veces, aunque nunca de manera tan letal. Si era así, habría más muertes de reps en los próximos días. Pero ése no era su problema. Ella lo único que quería era saber qué había sucedido con su vecina, y eso ya estaba resuelto.

Se volvió a mirar al joven forense. Se le veía sudoroso y muy sofocado, probablemente a causa del conflicto emocional de tener que obedecer a alguien por miedo, cosa que solía provocar, sobre todo en machos jóvenes, un cortocircuito de ira reprimida y humillación, un revoltijo hormonal de testosterona y adrenalina. Ahora se odiaba a sí mismo por haber sido cobarde, y eso haría que no la denunciara. Además, ¿qué podría denunciar? Ella no le había hecho nada. Bruna empujó los dos billetes de cien sobre la mesa y sonrió.

– Muchas gracias, muy amable. Esto es todo lo que quería saber. Dale recuerdos a Gándara de mi parte.

En el enrojecido rostro del médico, los implantes estéticos de silicona resaltaban en un tono blanquecino. Bruna casi sintió un pellizco de compasión hacia él, un conato de debilidad superado enseguida. Nunca le hubiera roto la nariz, naturalmente, nunca le hubiera tocado ni un pelo de la cabeza, pero eso el pobre tipo no lo sabía. Era una de las pocas ventajas que tenía el hecho de ser distinta: era despreciada por ello, pero también temida.


Tres días más tarde murió otro replicante en parecidas circunstancias, con el agravante de que en esa ocasión asesinó antes a dos tecnos. El asalto tuvo lugar en un tranvía aéreo, de manera que el incidente fue grabado por las cámaras de seguridad de la compañía de transportes. Bruna vio el vídeo en las noticias: era un androide de exploración, de cuerpo pequeño y huesudo, pero dominó con facilidad a dos personas más corpulentas que él. El agresor estaba sentado en la parte de atrás del tram; de pronto se levantaba, se dirigía con paso rápido hacia las primeras filas y, agarrando del pelo a un rep, echaba su cabeza hacia atrás mientras con la otra mano lo degollaba limpiamente. Como el arma utilizada tenía una hoja tan fina y estrecha que casi resultaba invisible, el efecto era desconcertante, más incomprensible que violento: de repente saltaba un chorro de sangre y uno no acababa de entender por qué. El cuerpo de la víctima aún seguía erguido en el asiento y los vecinos todavía no habían terminado de abrir las bocas para gritar, cuando el asesino sujetaba de la misma manera a una mujer que estaba al otro lado del pasillo y también le rebanaba el gaznate. A continuación, el pequeño tecno se clavaba el cuchillo o punzón en un ojo y se desplomaba. Toda la escena duraba menos de un minuto; era una matanza asombrosamente rápida, una carnicería espectacular, con tantísima sangre en tan poco tiempo. Bruna pensó: es muy difícil cortar una garganta con esa velocidad y esa destreza, la carne es inesperadamente dura, los músculos se tensan, el cuerpo se retrae defensivamente, la tráquea es un obstáculo tenaz. Y, sin embargo, los cuellos estaban casi seccionados, las cabezas quedaban grotescamente caídas hacia atrás mostrando la risa obscena del gran tajo, eso no era fácil ni con un bisturí de cirujano, tal vez con un cuchillo láser, pero parecía una hoja normal. Y también pensó: a mí no me podría haber agarrado de los cabellos. Por eso muchos replicantes de combate se rapaban. Para no dar ventajas al enemigo. La diferencia era que, al contrario que otros, ella había continuado afeitándose el cráneo después de licenciarse de la milicia. A fin de cuentas, seguía teniendo un trabajo de riesgo.

Un trabajo, además, en números rojos. Hacía casi dos semanas que Bruna había terminado su anterior encargo y no tenía demasiados ahorros de los que tirar. Los EUT arrastraban una perpetua crisis económica desde la Unificación, pero últimamente parecía que había una crisis dentro de la crisis y todos los negocios estaban muy parados. Le urgía encontrar algún cliente, de modo que decidió salir y hacer lo que ella llamaba «una ronda informativa»: dar un par de vueltas e intentar hablar con sus contactos habituales, a ver qué se cocía por ahí y si había alguien a quien poder ofrecer sus servicios. Miró el reloj: las 23:10. Podía acercarse al garito de Oli Oliar y de paso comer algo. Pese al frenesí de sangre y degüello que acababa de ver, estaba hambrienta. O quizá estaba hambrienta justamente por eso. Nada abría tanto el apetito como el espectáculo de la muerte de los otros. Cuatro años, tres meses y veinticuatro días.

Era el mes de enero, el más fresco del corto y suave invierno, y hacía una noche perfecta para caminar. Utilizando en algunos tramos las cintas rodantes, Bruna tardó veinte minutos en llegar al bar de Oli. Era un local pequeño y rectangular, ocupado casi en su totalidad por una gran barra que, a su vez, estaba casi totalmente ocupada por el enorme corpachón de Oli. Por sus carnes opulentas y su igualmente desmesurada hospitalidad. Oli nunca le hacía ascos a nadie, así fuera un tecno o un bicho o un mutante. Por eso su parroquia era instructivamente variada.

– Hola, Husky, ¿qué te trae por aquí?

– El hambre, Oli. Ponme una cerveza y uno de esos bocadillos de algas y piñones que te salen tan buenos.

La mujer sonrió ante el cumplido con placidez de ballena y se puso a preparar la comanda. Sus movimientos siempre eran asombrosamente lentos, pero de alguna manera inexplicable se las arreglaba para atender ella sola de forma eficiente todo el local. Desde luego era un sitio pequeño, diez taburetes a lo largo del mostrador y otros ocho pegados a la pared de enfrente, junto a una pequeña repisa de apoyo que recorría el muro; pero el lugar tenía su éxito, y en los momentos álgidos llegaban a apretujarse allí hasta una treintena de parroquianos. Ahora, sin embargo, estaba medio vacío. Bruna miró alrededor; sólo había una persona a la que ya había visto por allí otras veces. Estaba sentada al otro extremo de la barra y era una mujer-anuncio de Texaco-Repsol. Llevaba un horrible uniforme con los colores corporativos coronado por un ridículo gorrito, y las Pantallas del pecho y la espalda reproducían en un bucle infinito los malditos mensajes publicitarios de la empresa. Normalmente no dejaban entrar a los seres anuncio en los bares porque resultaban muy molestos, pero Oliar tenía un corazón tan grande como sus pechos colosales y permitía que se pusieran al fondo, siempre que bajaran el volumen de la publicidad lo más posible. Lo cual tampoco solía ser mucho, por desgracia, porque las pantallas no podían ser silenciadas ni desconectadas. Hacía falta ser un pobre desgraciado y haber tenido muy mala suerte en la vida para acabar cayendo en un empleo así; los seres anuncio sólo se podían quitar la ropa durante nueve horas al día; el resto de la jornada tenían que estar en lugares públicos, lo que significaba que, como no eran admitidos en ningún local, se pasaban los días vagando por las calles como almas en pena, con los lemas publicitarios atronando de manera constante en sus orejas. Por esa tortura apenas les daban unos cientos de gaias, aunque en este caso, con la Texaco-Repsol, la mujer seguramente tendría también el aire gratis. Lo cual era importante, porque cada día había más gente que no podía seguir pagando el coste de un aire respirable y que tenía que mudarse a alguna de las zonas contaminadas del planeta. En realidad, muchos matarían por conseguir esta porquería de trabajo. Bruna recordó su magra cuenta bancaria y se volvió hacia la dueña del bar.

– ¿Qué hay de nuevo por aquí?

– Nada. Aparte de las muertes de los reps.

Otra cosa que le gustaba a Bruna de la gorda Oli era que no se andaba con remilgados eufemismos. Siempre llamaba reps a los reps, y era mucho más amigable y respetuosa que los que no paraban de hablar de tecnohumanos.

– ¿Y qué se cuenta de eso, Oli? Del tipo del tranvía, digo. ¿Por qué crees que hizo lo que hizo?

– Dicen que se había metido algo. Una droga. Dalamina, quizá. O una memoria artificial.

– La semana pasada hubo un caso parecido, ¿te acuerdas? La tecno que se sacó el ojo. Y sé que llevaba un implante de memoria.

La mujer puso el bocadillo delante de Bruna; luego se inclinó hacia delante, desparramando sus ubérrimos senos sobre el mostrador, y bajó la voz.

– La gente tiene miedo. He oído que puede haber muchos muertos.

– ¿Qué pasa, ha entrado una partida de memas adulteradas?

– No sé. Pero dicen que esto no ha hecho más que empezar.

Bruna sintió un escalofrío. Era un tema desagradable, un asunto que le inquietaba especialmente. Y no sólo porque todavía no había logrado quitarse de la cabeza el turbador incidente con su vecina, sino también porque siempre le había repugnado todo lo que tuviera que ver con la memoria. Hablar de la memoria con un rep era como mentar algo oscuro y sucio, algo indecible que, cuando salía a la luz, resultaba casi pornográfico.

– ¿Sabes quién está pasando el material defectuoso? -preguntó, intrigada a su pesar.

Oli se encogió de hombros.

– Ni idea, Husky… ¿Te interesa el tema? Tal vez pueda preguntar por ahí…

Bruna reflexionó un instante. Ni siquiera tenía un cliente que le pagara las facturas y no podía permitirse perder el tiempo husmeando en un asunto que no le iba a reportar ningún beneficio.

– No, en realidad no me interesa nada.

– Pues cómete el bocadillo. Se te está enfriando.

Era verdad. Estaba bueno, con las algas bien fritas, nada aceitosas y crujientes. A Merlín le encantaban los bocadillos de algas con piñones. El rostro del rep, un rostro deformado por la enfermedad, flotó por un instante en su memoria y Bruna sintió que el estómago se le retorcía. Respiró hondo, intentando deshacer el nudo de sus tripas y empujar de nuevo el recuerdo de Merlín a los abismos. Si por lo menos pudiera rememorarlo sano y feliz, y no siempre atrapado por el dolor. Dio un mordisco furioso al emparedado y regresó a sus problemas de trabajo. Decidió poner las cartas boca arriba.

– Oli, estoy en paro -farfulló con la boca llena-. ¿Has oído de algo que pudiera venirme bien?

– ¿Como qué?

– Pues ya sabes… alguien que quiera encontrar algo… o a alguien. O al revés, alguien que no quiera que lo encuentren… O alguien que quiera saber algo… o que quiera que investigue a alguien. O alguien que quiera reunir pruebas contra alguien… o que quiera saber si hay pruebas en su contra…

Oli había interrumpido sus lentas y majestuosas tareas tras la barra y estaba mirando fijamente a Bruna con su oscuro rostro imperturbable.

– Si eso es tu trabajo, es un maldito lío.

Bruna sonrió de medio lado. No sonreía muy a menudo, pero la gorda Oli le hacía gracia.

– Lío o no, si me consigues un cliente te daré una comisión.

– Vaya, Bruna, justamente yo traigo un encargo para ti. Y no tienes que pagarme nada.

La androide se volvió y encaró al recién llegado. Era Yiannis. Como casi siempre le sucedía con él, experimentó una sensación contradictoria. Yiannis era el único amigo que Bruna tenía, y ese peso emocional a veces le resultaba un poco asfixiante.

– Hola, Yiannis, ¿qué tal?

– Viejo y cansado.

Lo decía de verdad y lo parecía. Viejo como antes, viejo como siempre, viejo como los autorretratos del Rembrandt viejo que Yiannis le había enseñado a admirar en las maravillosas holografías del Museo de Arte. Había poca gente que, como Yiannis, prescindiera por completo de los innumerables tratamientos que el mercado ofrecía contra la vejez, desde la cirugía plástica o biónica a los rayos gamma o la terapia celular. Algunos se negaban a tratarse por puro inmovilismo, porque eran unos retrógrados recalcitrantes, nostálgicos de un luminoso pasado que jamás existió, pero la mayoría de los que no usaban estas terapias lo hacían porque no podían costeárselo. Dado que, por lo general, la gente prefería ponerse un tratamiento antes que pagar un aire limpio, tener arrugas se había convertido en un claro indicio de pobreza extrema. El caso de Yiannis, sin embargo, era un poco diferente. No era pobre y tampoco era un reaccionario, aunque estuviera algo chapado a la antigua y fuera un anacrónico caballero del siglo XXI. Si no usaba la terapia rejuvenecedora era sobre todo por una cuestión de estética; no le gustaban los estragos de la vejez, pero le parecían aún más feos los arreglos artificiales, y Bruna le entendía muy bien. Lo que hubiera dado ella por poder envejecer.

– ¿Dices que tienes algo para mí?

– Puede ser. Pero no sé si te lo has ganado.

Bruna frunció el ceño y le miró, extrañada.

– No sé de qué hablas.

– ¿No tienes algo que contarme?

La rep sintió que se ponían en marcha en su interior las pequeñas ruedecillas del malhumor, el mecanismo dentado de su irritación. Yiannis siempre le hacía lo mismo, la interrogaba y aguijoneaba, quería saberlo todo sobre ella. Se parecía a su padre. A ese padre inexistente que un asesino inexistente mató cuando ella tenía nueve años. Nueve años también inexistentes. Miró a su amigo: poseía un rostro blando de rasgos imprecisos. De joven había sido bastante guapo, Bruna había visto imágenes de él, pero un guapo sin estridencias, de ojos pequeños y nariz pequeña y boca pequeña. El tiempo había caído sobre él como si alguien hubiera derretido su cara, y el pelo blanco, la piel pálida y los ojos grises se fundían en una monocromía descolorida. El pobre viejo, pensó Bruna, advirtiendo que su enfado se desvanecía. Pero de todas maneras no iba a contarle nada, desde luego.

– Nada especial, que yo recuerde.

– Vaya. ¿Ya te has olvidado de Cata Caín?

Bruna se quedó helada.

– ¿Cómo lo sabes? No se lo he dicho a nadie.

Y, mientras hablaba, pensó: pero di mis datos en Samaritanos, y hablé con la policía y con el conserje del edificio, y me tuve que identificar para entrar en el Instituto Anatómico Forense, y vivimos en una maldita sociedad de cotillas con la información centralizada e instantánea. Empezó a sudar.

– No me digas que he salido en las noticias o en las pantallas públicas…

Yiannis torció la boca hacia abajo. Era, Bruna lo sabía, su manera de sonreír.

– No, no… Me lo ha contado alguien que ha venido buscando mi ayuda. Una persona que me ha pedido que hablara contigo. Tiene un trabajo que ofrecerte. Te paso su tarjeta.

Yiannis tocó el ordenador móvil que llevaba en la muñeca y el móvil de Bruna pitó recibiendo el mensaje. La androide miró la pequeña pantalla: Myriam Chi, la líder del MRR, la esperaba a las 10:00 horas de la mañana siguiente en su despacho.


El coraje es un hábito del alma, decía Cicerón. Yiannis se había agarrado a esa frase de su autor favorito como quien se sujeta a una rama seca cuando está a punto de precipitarse en un abismo. Llevaba años intentando desarrollar y mantener ese hábito, y de alguna manera la rutina del coraje se había ido endureciendo en su interior, formando una especie de esqueleto alternativo que había logrado mantenerlo en pie.

Habían pasado ya cuarenta y nueve años. Casi medio siglo desde la muerte del pequeño Edú, y aún seguía llevando las cicatrices. El tiempo, claro está, había ido amortiguando o más bien embotando la insoportable intensidad de su dolor. Eso era natural, hubiera sido imposible vivir constantemente dentro de ese paroxismo de sufrimiento, Yiannis lo entendía y se lo perdonaba a sí mismo. Se perdonaba seguir respirando, seguir disfrutando de la comida, de la música, de un buen libro, mientras su niño se convertía en polvo bajo la tierra. Además sentía que, de algún modo, una parte de él seguía de duelo. Era como si la desaparición de Edú le hubiera hecho un agujero en el corazón, de manera que desde entonces sólo vivía las cosas a la mitad. Nunca podía concentrarse del todo en su realidad porque al fondo zumbaba la pena de forma constante, como uno de esos pitidos enloquecedores que escuchan ciertos sordos. Algo se le había quebrado definitivamente, y eso a Yiannis le parecía bien. Le parecía justo y necesario, porque no hubiera podido soportar que su vida siguiera igual tras la muerte de su hijo.

Sin embargo, con los años, había sucedido algo terrible, algo que Yiannis no pudo imaginar que ocurriría. En primer lugar, el rostro del niño se había ido desdibujando dentro de su memoria: de tanto usar ese recuerdo lo había desgastado. Ahora sólo podía visualizar a Edú según las fotos y las películas que conservaba de él; todas las demás imágenes se le habían borrado de la cabeza como quien borra una pizarra. Pero lo peor era que en algún momento de ese medio siglo transcurrido se había roto el hilo interno que le unía con aquel padre que él fue. Cuando el viejo Yiannis recordaba ahora al Yiannis veinteañero jugando y riendo con su crío, era como si rememorara a algún conocido de la época remota de su juventud, a un amigo tal vez muy cercano pero definitivamente distinto y a quien hacía mucho que ya no frecuentaba. De modo que veía todo aquello desde fuera, el goce de la paternidad y el horror de la muerte innecesaria, la lenta agonía del niño de dos años, la enfermedad estúpida que no pudo ser curada a causa de las carencias impuestas por la guerra rep. Una historia muy triste, sí, tan trágica que a veces se le mojaban los ojos al recordarla, pero una historia que ya no podía sentir como propia, sino como un drama del que tal vez un día fue testigo, o como un cuento que alguien le hubiera contado.

Y esa lejanía era lo más devastador, lo más insoportable.

Esa lejanía interior era la segunda y definitiva muerte de su niño. Porque si él no era capaz de mantener a su pequeño Edú vivo en el recuerdo, ¿quién más podría hacerlo?

Qué débil, qué mentirosa e infiel era la memoria de los humanos. Yiannis sabía que, en los cuarenta y nueve años transcurridos, todas y cada una de las células de su cuerpo se habían renovado. Ya no quedaba ni una pizca orgánica original del Yiannis que un día fue, nada salvo ese hálito transcelular y transtemporal que era su memoria, ese hilo incorpóreo que iba tejiendo su identidad. Pero si también ese hilo se rompía, si no era capaz de rememorarse con plena continuidad, ¿qué diferenciaba su pasado de un sueño? Dejar de recordar destruía el mundo.

Por eso, porque siempre sintió esa vertiginosa desconfianza hacia la memoria, decidió convertirse en archivero profesional. Y por eso de cuando en cuando intentaba acordarse de Edú de verdad, desde dentro. Cerraba los ojos y, con esfuerzo ímprobo, procuraba reconstruir alguna escena lejana. Volver a visualizar la vieja habitación, el perfil de los muebles, la exacta densidad de la penumbra; sentir el calor de la tarde, la quietud del aire pegado a su piel; escuchar el silencio apenas roto por un jadeo sosegado y diminuto; oler el aroma tan tibio y tan carnal, ese sabroso tufo a animal pequeño; y entonces, sólo entonces, ver al niño durmiendo en su cuna; y ni siquiera al niño entero, sino quizá reconstruir en toda su pureza y veracidad esa manita aún gruesa, todavía mullida y de bebé, esa mano perfecta de dedos enroscados, abandonada al descanso e ignorante de su absoluta indefensión. Con suerte, alcanzado este punto, el recuerdo llegaba desde el pasado como un rayo y atravesaba a Yiannis, encendiendo de golpe toda la agudeza del sufrimiento y haciendo llorar al viejo. Llorar de dolor, pero también de gratitud, porque de alguna manera, y por un instante, había logrado no ya rememorar a Edú, sino volver a sentir que un día estuvo vivo.

Archivo Central de los Estados Unidos de la Tierra

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