Un epigrama de lealtad

Para Montse Mateu


[Aviso: Aunque este episodio de la vida del escritor John Gawsworth es un texto nuevo e independiente, cabe advertir que sólo los lectores de mi novela Todas las almas (1989) dispondrán de todos los datos para su comprensión cabal. J M]


El señor James Lawson levantó la vista. Aquella misma mañana había cambiado el escaparate de la librería de la que era gerente, Bertram Rota Ltd, de Long Acre, Covent Garden, una de las más prestigiosas y delicadas librerías de viejo de la ciudad de Londres. No solía llenar el escaparate, a lo sumo diez libros o manuscritos expuestos, todos ellos de gran valor e inteligentemente escogidos. La clase de ediciones que podía llamar la atención de sus clientes habituales, todos caballeros distinguidísimos y alguna elegante dama bibliófila. Aquella mañana había colocado, con orgullo, títulos como Salmagundi, de William Faulkner, que no se había publicado nunca más desde aquella edición de 1932 (525 ejemplares numerados), y la primera de Jacob's Room, de Virginia Woolf, que costaba dos mil libras. Aunque era él quien fijaba los precios según el mercado, no acababa de acostumbrarse a que un libro valiera tanto. Pero esto no era nada al lado de la versión mecanografiada y corregida por el propio Beckett de su novela Watt, cuyo precio había sido tasado en cincuenta mil libras. Había dudado a la hora de ponerlo en el escaparate, era un objeto demasiado valioso, pero finalmente se había decidido. Constituía un gran motivo de satisfacción, y al fin y al cabo él iba a estar allí, sentado a su mesa, toda la mañana y toda la tarde, sin moverse, vigilando el escaparate. Sin embargo estaba nervioso, y por eso levantaba la vista de la mesa en cuanto notaba que había alguien, alguna figura, parada delante de la vitrina. Incluso cuando los transeúntes pasaban levantaba la vista (aunque no se pararan). Esta vez la dejó levantada, porque vio ante sí, parado, a un mendigo de aspecto fiero. Llevaba el pelo algo largo y una barba rojiza de pocos días, era corpulento y tenía una gran nariz que parecía partida. Sus ropas eran astrosas y de color indefinido, como las de cualquier pordiosero, y en la mano derecha sostenía una botella de cerveza ya mediada. Pero no bebía, es decir, no se la llevaba a la boca de vez en cuando, sino que estaba absorto, mirando fijamente el escaparate de Bertram Rota. El señor Lawson se preguntó qué estaría mirando. ¿Camus? Había expuesto en la vitrina, abierto por la página indicada, un ejemplar de La Chute dedicado por el propio autor. Pero no, La Chute lo había colocado a la derecha, junto al texto mecanografiado de Watt, y el mendigo tenía la vista clavada en el lado izquierdo. Allí había expuesto Salmagundi y la segunda edición de Oliver Twist, trescientas libras, de 1839. Quizá Dickens podía interesar al mendigo más que Faulkner. A Dickens podía haberlo leído en la escuela, no a Faulkner, pues aquel hombre no tendría menos de sesenta años, tal vez más.

El señor Lawson bajó la vista un instante, creyendo (pero sin pensarlo) que quizá de este modo el mendigo desaparecería. En seguida volvió a levantarla, y para su sorpresa descubrió que el hombre ya no estaba, el escaparate no tenía ninguna figura delante. Se puso en pie y controló, empinándose un poco, que todo estaba en orden en la vitrina. Quizá debía retirar Watt de allí, cincuenta mil libras, o dejar sólo las primeras páginas. Volvió a su sitio y durante un par de minutos fijó su atención en el nuevo catálogo que estaba confeccionando, pero otra vez notó que había menos luz (alguien amortiguaba la que venía desde la calle) y se vio obligado a alzar los ojos. Allí estaba de nuevo el mendigo con su botella en la mano (a aquella cerveza ya no le quedaba espuma), acompañado ahora por otros dos, a cual más desharrapado. Uno era joven, un negro con mitones verdes y pendiente muy visible en la oreja izquierda; el otro, de la misma edad que el primero, con un cráneo abombado que hacía aún más pequeña la gorra de jockey llena de churretones (morada y blanca, pero el morado había palidecido y el blanco era amarillo) con que intentaba cubrirlo. El pordiosero de la barba rojiza los instaba a acercarse y cuando los hubo convencido los tres miraron el escaparate, de nuevo hacia el lado izquierdo, y el primer mendigo señaló algo con su dedo fuliginoso. Lo señaló con orgullo, porque tras señalarlo sonrió y se volvió hacía sus compañeros, primero hacia el negro, luego hacia el jockey, con satisfacción manifiesta. ¿Salmagundi? ¿Dickens? También estaba en esa zona del escaparate un curioso documento: un panfleto de ocho páginas que en la descripción del catálogo anterior Lawson había titulado Un epigrama de lealtad. Se trataba de tres poemas de Dylan Thomas que no figuraban en ningún otro sitio. Abrió un cajón y sacó el catálogo en que se anunciaba, el 250 desde la fundación de Rota, y releyó rápidamente la descripción: «Impreso privadamente para los miembros de la Corte del Reino de Redonda, [1953].» Hacía diecisiete años. «Treinta ejemplares conmemorativos, numerados por John Gawsworth. Muy raro. Estos tres poemas, que no constan en la bibliografía de Rolph sobre Thomas, son testamentos de la "lealtad" del poeta hacia John Gawsworth, Juan I, King of Redonda, quien nombró a Thomas "duque de Gweno" en 1947. £500.» Quinientas libras, no está mal para unas pocas hojas impresas, pensó Lawson. Tal vez los mendigos estaban mirando aquello. Vio que el de la barba rojiza se señalaba ahora a sí mismo, dándose unos golpecitos en el pecho con su dedo índice. Los otros dos también lo señalaron, pero como se señala, también con el dedo índice pero a distancia, a quien provoca irrisión. Los tres charlaban y discutían ahora, Lawson no oía nada, pero le estaban poniendo nervioso, ¿por qué habían decidido pararse tanto rato delante de su escaparate? No es que las ventas de Rota dependieran de los transeúntes, pero en todo caso estaban ahuyentando, con su presencia temible, a cualquier posible cliente distinguido. Sólo la gente distinguida compraba en Rota. Tampoco podía echarlos, no estaban infringiendo ninguna ley, estaban sólo mirando un escaparate de libros antiguos. Pero en ese escaparate estaba Watt, y Watt valía cincuenta mil libras.

Lawson se levantó y se acercó a ellos, por su lado de los cristales. Quizá si notaban que él los vigilaba desde el interior acabarían por marcharse. Cruzó los brazos y los miró fijamente, con sus ojos azules. Sabía que tenía unos ojos tibios, azules, fríos, sabía que podía disuadir con la mirada, iba a disuadirlos con la mirada. Pero los tres pordioseros seguían enzarzados en su discusión, no le hacían caso o su presencia, aunque más cercana, les resultaba indiferente. De vez en cuando el primer mendigo volvía a señalar el escaparate, y ahora a Lawson ya no le cabía duda de que su interés estaba centrado en el Epigrama de lealtad. Lawson ya no pudo resistir. Abrió la puerta y desde el umbral se dirigió a ellos.

– ¿Puedo serles de utilidad?

El mendigo de la barba rojiza miró a Lawson de arriba a abajo, como a un intruso. Era bastante más alto que Lawson, en verdad era corpulento pese a sus años y a su desolado aspecto. Lawson pensó que aquel hombre podría pegarle con facilidad, o que los otros dos podrían sujetarle y él meter rápidamente la mano y llevarse el Epigrama de lealtad, o, lo que era peor, el Watt mecanografiado, cincuenta mil libras. Se arrepintió de haber abierto la puerta. Se estaba exponiendo a un asalto.

– Sí, sí puede -dijo al cabo de unos segundos el mendigo corpulento-. Cuénteles a estos amigos quién es el rey de Redonda. Dígaselo. Usted debe saberlo.

Lawson lo miró perplejo. Casi nadie sabía nada sobre el rey de Redonda, sólo algunos bibliófilos y eruditos, gente de gran cultura, personas expertas. No vio, sin embargo, por qué no había de contestar.

– Se llamaba John Gawsworth, aunque ese no era su verdadero nombre, sino Armstrong. Heredó casualmente el título de rey de Redonda o Redundo, una isla deshabitada de las Antillas, pero nunca tomó posesión. Sin embargo se dedicó a crear nobleza, unos títulos ficticios para sus amigos, como este del poeta Dylan Thomas. -Y Lawson señaló el panfleto a su izquierda-. Él era un escritor muy menor. ¿Por qué les interesa?

– ¿Veis cómo es lo que os había dicho? ¿Cómo iba yo a saber todo esto? -dijo el mendigo alto, volviéndose hacia los otros dos. Luego se volvió a Lawson-: ¿A cuánto venden este Epigrama?

– No sé si podrían comprarlo -dijo Lawson con paternalismo y falsa vacilación-. Vale quinientas libras.

– Pues mira, quinientas que has perdido -intervino el jockey del abombado cráneo en tono de guasa-. ¿Por qué no nos das unos cuantos títulos y se los vendemos a este señor?

– Calla, imbécil, os estoy diciendo la verdad. Ese panfleto fue mío, la lealtad es hacia mí. -Y, volviéndose de nuevo hacia Lawson, el hombre de la barba rojiza añadió-: ¿Usted sabe qué fue de John Gawsworth?

Lawson empezaba a cansarse de aquella conversación.

– La verdad es que no. Me parece que murió. Su figura es oscura. -Y Lawson miró hacia Watt, que por suerte seguía allí (no lo había robado nadie desde dentro de la tienda, ningún otro empleado, mientras él estaba fuera, absurdamente, en la puerta con unos mendigos).

– No, señor, se equivoca -dijo el mendigo-. Es verdad que fue un escritor menor y que su figura es oscura, pero no es verdad que haya muerto. Estos dos no quieren creerme, pero John Gawsworth soy yo. Yo soy el rey de Redonda.

– Oh, vamos -dijo Lawson con impaciencia-. No estorben más, apártense ya del escaparate, están borrachos y si se caen podrían romperlo y hacerse daño. Vayanse ya. -Y con un movimiento rápido se metió otra vez en la tienda y cerró la puerta con pestillo.

Regresó a su mesa y se sentó. El mendigo corpulento lo miraba ahora con frialdad al otro lado de la vitrina. Parecía ofendido. Estaba airado. Aquellos ojos castaños sí que eran tibios, fríos, di-suasorios, más que los suyos, azules, disuasorios, fríos. Los otros dos pordioseros reían y daban empellones al corpulento, como diciéndole: «Venga, vamonos ya» (pero Lawson no lo oía). El mendigo, sin embargo, seguía quieto, como si fuera parte del pavimento, mirando a Lawson con fijeza y frialdad y ofensa. Y éste no pudo resistir su mirada, bajó la vista e intentó enfrascarse de nuevo en la confección del próximo catálogo, el 251 desde la fundación de Rota, la librería exquisita de la que era gerente. Así quizá desaparezca de nuevo, pensó. Si no lo miro ni lo veo, desaparecerá, como la otra vez. Aunque luego volvió, pensó.

Aguantó con los ojos bajos hasta que notó que había más luz. Entonces se atrevió a levantarlos y vio el escaparate despejado. Se puso en pie y se acercó a controlar de nuevo lo que había expuesto en él. Vio en la acera la botella de cerveza hecha añicos. Pero allí seguían, a salvo, a la espera de compradores bibliófilos y distinguidos, Salmagundi, trescientas cincuenta libras, y Oliver Twist, trescientas, y La Chute dedicada, seiscientas, y Jacob's Room, dos mil, y Un epigrama de lealtad, quinientas, y Watt, cincuenta mil. Respiró aliviado y cogió entre sus brazos el texto mecanografiado de Watt. Lo había mecanografiado el propio Beckett, que nunca se fió de otras manos. Quizá debía retirarlo, cincuenta mil libras. Lo llevó hasta su mesa para meditarlo, y allí se permitió, durante un instante, un pensamiento absurdo. Si el Epigrama de lealtad hubiera tenido la firma de Gawsworth, su precio se habría doblado. Mil libras, pensó.

Lawson levantó la vista, pero el escaparate seguía despejado.

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