El fin de la nobleza nacional

– ¡Impío! -le dijo el noble al judío en un arranque de mal humor.

– ¡Impío! -repitió la mujer del noble, que sólo intervenía cuando la pauta era clara y sabía a qué atenerse.

– ¡Más que impío! -subrayó y aumentó el hijo del noble, que a su vez temía tanto a su madre que sólo se atrevía, de vez en cuando, a puntualizar.

– ¡Hasta la médula impío! -matizó la hija del noble, que había estudiado gramática y se complacía en hacer bien patente su superioridad cuando había una discusión.

Protestó el visible judío alisándose el babero: la boca llena y levantado el tenedor:

– Soy cristiano, bien que nuevo, desde ayer; ni vos, señor, ni vuestra esposa, ni tampoco vuestros vastagos pese a su corta edad, podéis acusarme de impío por comer de este jamón.

– ¡Apóstata, pues! -exclamó el noble hacendado, el índice bien estirado en postura de acusación.

– ¡Más que apóstata! -gritó su mujer ya acalorada, en estado de suprema agitación.

– ¡Hasta la médula apóstata! -bramó el hijo del hacendado, que al ver usurpada su parte no encontró ya más remedio que usurpar la de su hermana a su vez.

Hubo un breve silencio, todos a la espera de que la hija, que había estudiado gramática y además latín, fuera capaz de superar la fórmula que, siendo de su creación, le habían robado del modo más natural.

– ¡Apóstol de los apóstatas! -dijo por fin con el rostro enrojecido de esfuerzo y concentración.

– ¡Bravo, mucho, ele! -aplaudieron los otros tres.

– Si en eso quedamos -dijo el judío notorio mientras masticaba el jamón-, os lo he de negar también: no hubo más apóstol de los apóstatas que Judas el Iscariote, quien puede decirse que al traicionar a su señor a sabiendas de que era su Dios, renegó de su fe sin percatarse, ya que no lo hizo de manera explícita, bien es eso verdad, ni como ordenan los preceptos de la apostasía convencional. Así pues…

El desconcierto hizo acto de aparición.

El noble hacendado y su mujer, el hijo y la hija se agruparon y, abrazándose todos las espaldas, conferenciaron en baja voz. Tras los cuchicheos se hizo el silencio, y el hacendado, con una sonrisa de satisfacción como la que suelen exhibir los expertos en acertar adivinanzas cuando han tenido tiempo de pensárselo bien, exclamó:

– ¡A ver esta! ¡Prevaricador! -Y señaló al anciano, visiblemente judío por su actitud, que estaba más allá, en un rincón.

– ¡Sí, prevaricación! -dijo la mujer con tanto entusiasmo que sin querer introdujo una variante en su papel, lo cual no fue nada bien visto por su marido y señor.

– ¡Muy prevaricación! -dijo el hijo un poco aturdido por el desorden que empezaba a reinar y aumentando en vez de puntualizar.

– ¡Vicario de la vicarización! -soltó sobresaltada la hija, quien queriendo repetir el alarde de la vez anterior y fallando, dijo una gran confusión. -¡Oooh, desatino, mal, mal! -exclamaron los otros tres con desilusión.

– Eso es un sinsentido -dijo el judío mientras se acababa el jamón-; y yo no respondo con sentido a los sinsentidos. Aun así (y pase por esta vez), os diré, respecto a la prevaricación de que me acusáis, que la discreta presencia de mi buen padre, que aún no es cristiano ni lo será (por su edad), en aquel rincón, no me convierte en prevaricador. Pues como muy fácilmente podréis comprobar si os acercáis a él -y, levantándose, se aproximó al anciano escandalosamente judío por su postura y por su actitud y le acarició la barba fluvial-, es sordo y ciego y no sabe ni que no soy ya judío ni que estoy comiendo la carne del cerdo llamada el jamón. Mal ejemplo, en consecuencia, no le puedo dar; malamente lo podría incitar. Y tampoco quisiera, que un muy buen padre es él.

El noble, su mujer y sus hijos se volvieron hacia el rincón y luego conferenciaron de nuevo y otra vez. Al cabo de unos segundos, el hacendado, golpeando con fuerza la mesa, exclamó:

– ¡Veamos ahora, señor!

Y encarándose con el judío (inequívoco) le dijo así:

– Supongo que, como cristiano muy nuevo que sois, no habréis tenido ocasión de probar hasta ahora las lentejas con tocino, de muy sabroso sabor. -No por cierto, ¿por qué lo decís? -Muy buenas haylas en la cocina hoy -contestó el hacendado-. Bonísimas. ¿Las queréis probar?

Al instante apareció un criado con ellas y a los cinco sirvió. Ya empuñaba la cuchara el judío innegable, dispuesto a empezar, cuando el noble se lo impidió:

– ¡Alto!

– ¿Qué pasa? ¿He hecho algo? -¿Qué me vais a pagar? -¿Pagar? Lo que me pidáis, señor. Muy buen dinero tengo de usura, y hombre justo y honrado debéis ser vos. ¿Qué pedís?

– ¡La primogenitura! ¡Nada menos, señor! -gritó el hacendado con aire triunfal.

– Eso tendríais que pedírselo a vuestro hermano mayor -respondió el judío absoluto con benevolencia.

– ¡Aah! ¿No sois vos acaso mayor que yo? ¿Y no somos todos hermanos a los ojos de Dios?

– ¡Mal cristiano! -gritó la mujer del noble, que llevaba ya un rato comedida e impaciente, al ver que la astucia había surtido su efecto.

El hacendado, viendo que su esposa se le había adelantado (y no habiendo estudiado ni gramática ni latín), dudó unos instantes y sólo pudo decir:

– ¡Pésimo, pésimo cristiano!

– ¡Peor que pésimo! -dijo su hijo soliviantado.

La hija, a pesar de haber estudiado gramática, sólo acertó a balbucir con gran trabazón:

– ¡Pesimismo cristiano!

– ¡Isimo, ísimo! -la corrigieron a coro los otros tres.

– Eso es un desatino blasfemo que ya pagaréis -repuso el judío con calma-. Pero aun así os diré yo que el pesimismo no es malo, y que más vale eso que lo contrario a la hora de temer a Dios nuestro señor que está en los cielos y cuya ira es terrible; aunque a su diestra se siente -añadió- su hijo el señor Jesucristo, que bien misericordioso es.

La hija del noble, que nuevamente había echado por tierra con su torpeza el asunto y el plan, fue rápida: se esmeró:

– Y el Espíritu Santo, ¿dónde se sienta él? ¡Contestad a eso, contestad si sois buen cristiano, señor!

– El Espíritu Santo, hija mía, no se puede sentar -le respondió el judío cabal-: no se encarnó, como el Hijo; no es ni ha sido de carne, así pues, sino espíritu, y ni siquiera tiene representación: como os digo, no se lo puede sentar.

El noble hacendado y su familia volvieron a agruparse y al cabo de unos segundos fue la mujer (que era muy apasionada) quien levantó la voz:

– ¡Moro! -le gritó al judío-. ¿Y la paloma qué? ¿Qué con la paloma? ¿No se representa acaso así al Santo Espíritu? No concebís la representación del Espíritu porque sois moro de espíritu. -Y añadió, arrogándose partes que no le correspondían ya-: ¡Moro y más que moro!

– ¡Morazo! -dijo el hijo rápidamente antes de que nadie le pisara la expresión.

– ¡Sarraceno, mahometano, muslime, tunecino, infiel, musulmán, perro, pagano, salvaje, aborigen, abrótano, aborto! -gritó la hija intentando resarcirse con sus sinónimos de los fallos anteriores y haciendo ver que sabía gramática y latín.

Esta vez fue el padre en persona quien quedó en la estacada y sólo pudo atinar a decir:

– ¡Aborto de mora!

– Si soy aborto de mora, señor -le respondió el judío-, es que no he llegado a nacer. Y así, ¿de qué modo podría ser moro si ni siquiera

nací?

De nuevo se reunió en conciliábulo la noble familia:

– Bss bss.

Dijo el hacendado por fin:

– Aún está sin resolver lo de vuestras lentejas, señor. La primogenitura, ¿me la vais a dar o no? ¡Dádmela ya si queréis comer!

– Está bien, señor noble -le respondió el judío (total)-, ya os la doy puesto que tanto insistís.

– ¡Esaú! -se anticipó exultante la mujer, que no quería quedarse atrás y sabía a qué se atener (o cuan difícil aquello sería de apostillar).

– ¡Hermano de Jacob! -puntualizó el hijo en altísima voz.

– ¡Hijo de Isaac, nieto sarnoso de Abra-ham! -matizó la hija en un alarde de erudición.

– ¡Hebreo, judío, so israelí! -gritó el noble con exaltación.

Repuso el nuevo cristiano tras pensárselo muy bien:

– Llevad cuidado, señor, que del anciano judío que hay sentado en el rincón no es ahora el primogénito ningún otro más que vos.

Con estupefacción e ira se volvieron los otros tres hacia su cónyuge, padre, progenitor.

– ¡Es impío!

– ¡Y es apóstata!

– ¡Casi moro!

– ¡Mal cristiano! -apostilló quien judío ya no era.

Y mirándose entre sí, al unísono exclamaron:

– ¡Y además prevaricador!

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