El espejo del mártir

Áspera militiae invenís certamina fugi,

Nec nisi lusura novimus arma manu.

Ovidio


– Ha habido verdaderos dramas en el ejército, se lo aseguro; el suyo no es un caso aparte, por mucho que su reprobable exceso de individualismo le haga pensar lo contrario. Ha habido falacias, invectivas, maledicencia; ajusticiamientos de carácter meramente diplomático, deserciones a mansalva, regimientos enteros diezmados para dar un escarmiento, una lección; consejos de guerra contra altos cargos, traiciones y delaciones, espionaje interno, amotinamientos, insubordinaciones y mucha insolencia; actos de indisciplina que han costado batallas cruciales, sedición, sentimientos malsanos, casos de homosexualidad, rebeliones, atropellos;…casos de homosexualidad, todo tipo de aberraciones carnales, morbosidad; y pánico, mucho pánico. Y, por encima de todo, implacabilidad. Esto entre nosotros: el ejército es injusto siempre, tiene que ser injusto para ser un auténtico ejército. ¿No conoce usted, por ejemplo, el caso del capitán Lou-vet, durante la campaña rusa de Napoleón? ¿No lo conoce? ¿De veras? Louvet era un valiente (tengo para mí que fue un valiente), y sin embargo, según todos los indicios, acabó fusilado por los suyos. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla y a la vez inapelable: el ejército no admite la duda, la desconoce y en última instancia niega su existencia; y su caso era dudoso, muy dudoso. Es posible, sí, que la evidencia obrara a su favor, pero no basta con semejante testimonio en nuestro seno. Parecía decir la verdad y los hechos tendían a apoyar su versión, por eso había dudas; pero, ¡justamente!, no existía certeza; y, más que eso, lo que había era una irregularidad de por medio, suficiente por sí sola para condenarlo. Podía habérsele desterrado, haber suprimido su nombre de las matrículas y los archivos, como va a hacerse con usted prácticamente (usted va a ir a la isla de Bormes por tiempo indefinido, hasta nueva orden, ¿comprende?), pero, ¡ah!, siempre quedaba la posibilidad de que escapara, de que regresara, de que eludiera la deportación, incluso de que se alzara en armas contra nosotros (nunca se sabe), arrastrando tras de sí algunas compañías leales a su persona o enfervorizadas por el remordimiento. El heroísmo tiene adeptos y produce ceguera; es admirable, sí, pero si se le une el infortunio el resultado es fanatismo. Por eso ya no hay héroes individuales, porque fomentan un entusiasmo desmedido y nocivo, despiertan las ansias de emulación y las tropas ya sólo piensan en hazañas improbables, en proezas singulares y en la gloria en general. Incluso se ha tenido que acabar con el genio militar, con el gran estratega: aunque de adhesión más minoritaria (únicamente entre los oficiales, ¿sabe?), también esa figura provocaba delirios e idolatría. El ejército es anónimo, tiene que ser anónimo…

El coronel se pasó un dedo por la punta de la lengua (fue un gesto fugaz) y se alisó una ceja que se le levantaba.

– Anónimo. Así que no conoce usted el caso del capitán Louvet, del ejército francés… ¡Pero hombre de Dios, si es muy famoso! Descanse, descanse y figúrese: un soldado valioso, arrojado, con excelentes condiciones, batallador, un poco ingenuo (era un teórico), seguramente lo que le perdió. Su historia fue muy comentada y más tarde silenciada, no se sabe a ciencia cierta… ¡Pero esa es la esencia del ejército! No se sabe; aunque esté constituido por individuos, el ejército no es una unidad; ni aun haciendo abstracción de esa multitud de individuos que lo componen siempre de manera circunstancial. Y al no ser unidad, ni sabe ni se deja saber, porque ¿acaso lo que no es unidad puede conocer o ser conocido? ¿Puede ser conocido lo que no es unidad ni divisible en unidades por lo único que tiene capacidad cognoscitiva, a saber: la unidad? Vea usted que escapa a nuestra comprensión, como muchas otras cosas que nos empeñamos en entender. El ejército es incognoscible, y sin embargo no es tampoco una patraña. ¿Qué es, pues? Ah, yo no lo sé ni pretendo saberlo; es indefinible, ahí radican su grandeza y su misterio. No, no me pregunte, yo sólo sé que es múltiple y anónimo (múltiple en virtud de que no es uno, pero irreductible a partes e incontable según ellas); y que se lo entiende mal. Se lo toma por lo que no es porque se lo trata de entender (hay colegas, camaradas que se jactan… ¡y yo recomendaría la abstención!), y al final de tal empresa no caben más que el desconcierto o el error… Pues bien, no se sabe a ciencia cierta cómo acabó Louvet porque su episodio estaba de tal modo imbricado en lo que podríamos denominar los supuestos esenciales o fundamentos de la corporación, y hasta tal punto participaba de su espíritu más íntimo e incontaminado, que todas las vicisitudes inherentes al caso se negaban a revelarse y se adivinaban incognoscibles; y el ejército, al silenciarlo, no hizo sino dar configuración palpable y sancionar, con sus atribuciones más temporales, lo que ya era de por sí un estado real y verdadero, hondo, tajante e incuestionable: arrojó un velo figurativo sobre el velo transcendente que ocultaba el resplandor ya polvoriento de los hechos; con su decisión prestó encarnación a los dictados eternos de la ley natural. ¿Cómo no conoce usted el caso Louvet? ¡Si es paradigmático! Es muy ilustrativo de la tragedia del ejército (porque el ejército también es trágico, ¿lo sabía?; por estructura y por definición). Y no toda corporación es de naturaleza trágica, ese es un mérito que prácticamente nos cabe en exclusiva, y se lo debemos a nuestro profundo sentimiento de las jerarquías, tan arraigado y cabal que cualquier tergiversación o trastorno de las mismas desemboca indefectiblemente en la tragedia. Usted sabe que la tragedia, para producirse, precisa de un cuerpo rígido de leyes como entorno, de una normativa inviolable cuyo desacato revista tal gravedad que el conflicto suscitado por la transgresión y por la intromisión de un segundo corpus doctrinal (cuando lo hay, cuando merece ese apelativo) incompatible con la vieja legislación (vieja en tanto que es inmemorial, no crea: su vigencia es asombrosa e imperecedera) sólo pueda tener por desenlace la catástrofe; así, la historia toda del ejército, o mejor dicho su errática y siempre declinante trayectoria no es más que un jalonamiento, tumultuoso y caótico, de diferentes prótasis, epítasis y catástasis simultáneas (o atemporales quizá, si me apura usted: ya sabe, exposición, nudo y climax), que en un momento y lugar determinados se unen, o más propiamente convergen, y, manifestándose instantánea y excepcionalmente en el Tiempo, adquieren un orden fugaz y un sentido efímero para a continuación deshacerse en una catástrofe común. Esta catástrofe puede tomar la forma de un destino unívoco y personal, como en el caso Louvet, o presentarse bajo la apariencia arrolladora… ¿qué le diré?, de un exterminio imprevisible y masivo de tropas, por citar tan sólo un par de ejemplos de los sinnúmero dados a través de todas las épocas y por darse en el futuro. O también de ambas cosas a la vez, una de las características del ejército en su vertiente o modo fenoménico es la ubicuidad. Pero vea usted que la meta continuamente renovada del ejército (siempre la misma y ajena a toda voluntad con visos de humanidad) consiste en hallar cauce a los parsimoniosos meandros y entresijos de un itinerario deslavazado, anómalo y torrencial, para acto seguido desintegrarlo en un océano redolente de pasado y extenderlo entre los acuosos desperdicios acumulados por la actividad acéfala, perpetuamente creadora y destructiva, de los tiempos. Le diré que ese cauce momentáneo, una vez disuelto en el bajío de desechos, queda irreconocible para siempre: hay que aceptar la imposibilidad de su recuerdo.

El coronel se echó levemente hacia atrás (con la punta del largo cortaplumas que hasta aquel instante había guardado bajo la axila, en posición de fusta o bastón de mando) una indómita onda del cabello que le bailaba por la frente: fue un gesto juvenil y enteramente perfunctorio.

– Es esta una función ingrata para los inocentes que hemos de darle corporeidad, pero como no está en nuestra mano abolir o renunciar a tal misión…, ¡al tiempo!; y por otra parte (y quizá deba decir afortunadamente), son pocos los que, incluso desempeñándola, están al tanto de ella. Tal vez sólo miembros de hierro, como usted, Louvet o yo, capaces de hendir la espuela en el barro y esperar la acometida; brutales como sablazos, tersos, inconmovibles, desheredados sin origen que piden a voces su aniquilación: porque yo participo de su pequeño drama, ¿comprende?: usted va destinado al islote de Bormes indefinidamente, o quizá al de Malvados, y soy yo quien le convierte en un militar oscuro y provinciano (en un descamisado, sí) cuando su hoja de servicios le auguraba un puesto en el mando y una vitola de mundanidad que a buen seguro habría contribuido enormemente a realzar su prestigio y a acentuar su personalidad; soy yo quien le va a sumir en el olvido y la deyección, en la rutina y la desidia, o para ser más exactos: yo formo parte de la encarnación de la catástasis… no me atrevería a hablar aún de catástrofe en su caso, no se dé importancia… los dramas habidos en el ejército han sido legión y multiformes, y de magnitudes tales que si se hiciera un simple recuento grosso modo, el mundo quedaría boquiabierto y pasmado usque ad nauseam. Y el suyo está viciado a primera vista, tiene… ¿cómo expresarlo?, una cierta aureola de carácter anecdótico que impide determinar con rotundidad si efectivamente se inscribe en nuestra inveterada y fatídica trayectoria (siendo lógico en tal caso que cuanto más pronunciado es el declive más anodinas resulten sus manifestaciones visibles) o si bien, por el contrario, es solamente otra estampa de lo que podríamos llamar el santoral de nuestro cuerpo: algo con que promover y recordar la regularidad invulnerable del ejército, algo con que dar a conocer y divulgar de forma amena y superficial nuestros conceptos entre los novatos y los legos. Ya le digo: no lo sé, aún ignoro la fuerza y la necesidad a que responden sus errores y el consiguiente derrumbamiento; el ejército está cambiando, el arte de la guerra no es el único desuetudinario, no es el único que ha dejado de existir; y al haberse desvanecido (al haberse amortiguado cuando menos) lo que en buena medida conformaba la representación viva y material de nuestra esencia, los atajos de que se vale nuestro espíritu son desorientadores hoy por hoy: sólo causan perplejidad y desconfianza, incluso un poco de desaliento involuntario (falta de fe, en otros términos) para los que, como yo mismo, somos versados en la materia, hemos reflexionado y conocemos la ilustración portentosa del pasado. Sepa usted que este nugatorio deambular de nuestros días es algo nuevo enteramente, y que una de las características de esa configuración, de esa fuga del magma, de ese cauce o cristalización de que le hablo, era la luz, el breve fulgor, el destello nítido y cegador, la irradiación sublime del momento culminante; en una palabra el fugitivo cielo estrellado entre la masiva e idéntica condensación de dos tormentas en la noche. Pero parece que es este un brillo ya difunto, cancelado, innecesario: como si el desenvolvimiento de la tragedia mortífera y perenne del ejército hubiera desechado a la postre su incursión final por nuestro tiempo, como si la materia de que están hechas las tres primeras partes hubiera absorbido a la cuarta albergándola en su seno y en su dimensión y confundiéndola; como si se estuviera produciendo un transvase, una transubstanciación cuyo efecto sería la progresiva y gradual difuminación de la catástrofe: si su difu-minación o su desaparición, eso me temo que nosotros no lo llegaremos a saber, ni a intuir siquiera. Tal vez de ahora en adelante (si no ha ocurrido ya) el ciclo funesto y glorioso del ejército se reduzca y pierda su estructura dorada y modélica. ¿Se lo imagina? Un encadenamiento tan indiscernible e incesante que lleve a la descomposición de los eslabones; una yuxtaposición tan brumosa y perfecta que finalmente no sea sino la fusión de las partes, un continuum informe y compacto, como el tiempo incontable del convicto en la mazmorra o del amante postergado; y todo ello dándose en un reino que nos está vedado, en el campo invisible de batallas fantasmales y campañas venales, en un terreno donde ni se muere ni llueve, ¿comprende usted?, ¡donde ni se muere ni llueve!…

El coronel encuadró entre sus manos el rostro inflamado y venoso, acentuándose más todavía la forma de huevo invertido de su cabeza senil y pulposa y aterciopelada.

– Espantoso, ¿verdad? Pero piense usted al mismo tiempo que, de consumarse este vuelco en que al parecer nos hallamos inmersos, el resultado equivaldría tan sólo al cumplimiento absoluto de nuestra incognoscibilidad esencial. Y deberíamos alegrarnos por ello. Hasta ahora, aunque no cupiera el conocimiento, sí era posible su simulacro, incluso su aspiración: la especulación, la conjetura, la hipótesis… Todo ello errado desde su nacimiento, sí, y sin posibilidad de acertar, pero en cierto modo remunerador, un alivio. Un consuelo banal, bien es verdad, pero conciba usted lo que puede ser su falta. Entonces no nos quedará más que el recuerdo borroso del vestigio que fue; y ambas cosas se irán debilitando poco a poco, hasta que sobrevenga el día en que incluso ese mortecino reflejo deje de iluminarnos ya y se apague, extenuado por el exceso de trabajo a que lo habremos sometido. Es este un resplandor perecedero, que necesita regenerarse y cobrar fuerza de sus iguales; y si no los hay, si no obtiene descendencia, se extingue tras languidecer lentamente: no es capaz de soportar el peso de siglos, ni aun de lustros de temporalidad infecunda… Lo que me pregunto es si la carencia total de casos como el de Louvet y la paulatina abrogación de su culto y su memoria, la falta de cúspides donde respirar hondo tras la turbulencia y el clamor del ascenso, de atalayas con que alimentar nuestra única ilusión, la primordial: que desde allí, y por un momento, se contempla con diafanidad la curva entera del trayecto recorrido en la ignorancia, el ancho valle que antes había sido imperceptible y la negrura del océano del que se procede y al cual se habrá de volver…, me pregunto si todo esto no conllevará la disolución de la naturaleza trágica del ejército, del ejército mismo en consecuencia; o al menos de su representación más inmediata y por ello imprescindible, irrenunciable; en una palabra, de nosotros mismos, del cuerpo como tal. Y así, no sé tampoco si su caso merece la pena realmente, si es que se inscribe en esa difuminación degradante y gradual de la catástrofe, en esa imparable nebulosidad de que le he hablado (perteneciendo por tanto, pese a todo, a lo más profundo y entrañable de nuestro carácter), o si bien no es usted más que un nuevo capítulo del martirologio. Sí, una muestra más, de muy relativa importancia, de mero interés cuantitativo. No sé si es usted como Louvet, Lucan y algunos otros (un vínculo admirable, la confluencia, la síntesis) o si, por el contrario, su drama es un vulgar disfraz, una máscara innoble con que pretende engañarnos la temporalidad atolondrada y pragmática a que estamos condenados. Porque su historia, ¿sabe usted?, está desprovista de emoción y de grandeza, no es una cumbre ejemplar, dibujada e inequívoca, carece de grandilocuencia y de esplendor, ni siquiera veo en ella el rastro o estela estremecedor de la catástasis, del climax, de la premonición; en suma, puede usted ser, simplemente, un eslabón tan llamativo que nos induzca al error: y a fuer de ser sinceros, le diré que ojalá sea así; lo contrarío supondría sin duda lo que a la vez le he expresado en forma de esperanza y de temor (más de lo segundo a la postre, lo confieso sin ambages ni resquemor; aún no he envejecido lo suficiente para anhelar la evanescen-cia, aunque todo se andará): un deterioro representativo tan bárbaro, tan irreversible, tan implacable, que nos podríamos dar por clausurados. ¿Se imagina usted lo que sería el fin de los Louvet, de los Pompeyo, de los John Hume Ross? ¿El fin, incluso, de los menos fulgentes, de los Manera y de los Mo-reau, de los Custardoy? Un óbito corporativo, eso sería, una intolerable defunción… ¡No más Louvets, no más Louvets! Impensable aún hoy, ¿verdad? Yo habría dado cualquier cosa por ocupar su lugar: por haber experimentado en mis propias venas espeluznadas el vértigo de la consumación, por haber cabalgado a solas, como lo hizo él, por haber gozado de sus antecedentes geniales, por haber sucumbido como él. Louvet, fíjese usted, se vio bendecido por la fortuna hasta en los detalles más nimios, ni siquiera tuvo que atravesar el obligado engrisecimiento de la carrera ascendente y lenta de todo soldado: entró y salió del ejército como capitán, sólo intervino en una campaña… Fue un personaje relampagueante y fugaz como su propia función. Cuando Napoleón preparaba la marcha sobre Rusia, su asombroso ejército se encontraba ya tan desgastado y yacente pese a los triunfos obtenidos que no sólo tuvo que reclutar tropas de manera indiscriminada y abusiva, sino también que inventarse oficiales no siempre merecedores del rango. Louvet fue una de estas creaciones tardías, pero en su caso no puede hablarse de desliz ni de improvisación: sus profundos conocimientos teóricos del arte bélico, la ingente obra escrita en que los había plasmado, la clarividencia estratégica que tales páginas dejaban traslucir no hacían sino convertir en lógica y apremiante su incorporación a filas en un puesto de mando y responsabilidad, y en disparatada, absurda, perversa, la circunstancia de que hasta entonces se hubiera mantenido alejado de los campos de batalla y hubiera confinado su saber abrumador al polvo de las bibliotecas y a los ojos cansados y débiles de los curiosos y los ilustrados. Pero al igual que el aficionado a los mapas rara vez siente el impulso o la necesidad de viajar porque sabe que la carta no miente y que en el lugar visitado no hallará más que lo que aquélla le anuncia y describe y da ya, así a Louvet no se le había ocurrido jamás (considerándolo algo denigrante y super-fluo) constatar personalmente sobre el terreno la veracidad de unas doctrinas que, como su progenitor, él reputaba obligadas y ciertas. Y sólo en 1812, quién sabe si porque la magnitud de la empresa le atrajo o porque, ya cincuentón, sufrió una conmoción inesperada y profunda de carácter patriótico, quién si porque se dejó seducir a fuerza de lisonjas y halago o porque a punta de bayoneta fue forzado a ingresar, quién, finalmente, si porque vio en ello una rúbrica adecuada a su obra o porque quizá enloqueció, el docto Louvet recibió su primer baño de fatiga y de sangre al pasar a formar parte del ejército nacional con el rango de capitán. Y no me cabe ninguna duda de que ya entonces Louvet presintió su destino y aceptó de buen grado que aquella incursión intempestiva y marchita le costara la vida. La función que a lo largo de la campaña desempeñó era la propia de un general veterano y con experiencia estratégica, pero el caso de Louvet desde un principio resultó singular: pese a estar tan capacitado para dirigir las operaciones de envergadura como cualquiera de los mariscales del Emperador, no se le concedió tan alta graduación, quizá para evitar los recelos, quejas y descontento de quienes la disfrutaban por los méritos y cicatrices acumulados desde el año 93, quizá a petición propia y con el íntimo, probable propósito de conocer el ambiente que le era contrario y militar en el frente. Y así, se daba la contradicción de que mientras a Louvet se le asignaba de facto un cargo espectral y oficioso que podríamos denominar de supervisor general estratégico y táctico, al tiempo, de iure y como capitán, participaba en el combate con asiduidad y una extraña delectación;…en la lucha cuerpo a cuerpo, sí, en la refriega misma, ¿de qué se asombra usted?, dirigiendo cargas de caballería y cortando cabezas: el sable en la mano, la mirada encendida, la mandíbula tensa, poseído sin duda por la enajenación y el pavor. Tanto es así que en las confrontaciones previas a Borodino se distinguió más por su arrojo en el campo, péle-méle, que por su maestría o habilidades tácticas (sentía gran respeto por las teorías y maniobras del general Phull). No puede decirse que el suyo fuera un arrojo suicida, sino más exactamente irracional: a menudo recordaba al todo o nada que el pánico suele propiciar en el ánimo impresionable y endeble del novel; pero tenga usted en cuenta que en última instancia eso era Louvet, y que aunque su espíritu estuviera traspasado de marcialidad, no era en ningún caso un militar, sino un hombre de letras, un estudioso que había pasado la totalidad de su vida entre libros, planos y crayons: meditando, trazando, proponiendo, arguyendo; en suma, no era un hombre de acción; y el único medio a su alcance para sobreponerse al espanto y la fascinación que el combate no podía por menos de producirle era sumergirse en él con el entusiasmo y la dedicación del que nada tiene que perder, o mejor dicho, de quien está convencido de que lo va a perder todo…

Con la parte más carnosa de la palma de la mano el coronel volvió a alisarse delicadamente la ceja tupida, que en esta ocasión se le disparaba hacia abajo (por efecto de la humedad y el calor) confiriendo a su rostro una expresión levemente bobalicona y sombría, bovina y languideciente.

– Pero, eso sí, Louvet sabía muy bien lo que se traía entre manos y, sobre todo, a lo que estaba asistiendo: una cosa es que rodeado del estrépito de los aceros, del fogonazo a quemarropa brutal, de las caídas de los caballos en serie, de las salpicaduras de la tierra arrancada y de las voces ininterrumpidas y entrecortadas, sordas, sin procedencia y anónimas de los combates, perdiera el control de sí mismo y se transformara en un soldado aguerrido cuyo fanatismo llamaba tanto más la atención cuanto que de un lado se investía de su improbable figura de hombre pasivo, arropado e incrédulo, y de otro contrastaba con la ausencia de espontaneidad y el escepticismo en la lucha que aquejaban a sus camaradas y a las tropas en general, que en algunos casos llevaban diecinueve años batiéndose sin apenas respiro ni tregua; otra cosa muy distinta es que con la llegada del anochecer, durante los últimos pasos quebrados de las interminables marchas o en la atmósfera fría, ominosa y mortal de su tienda, no cavilara sin sueño sobre el velo que descorría su fogosidad. Y puesto que hablamos de ello, le diré que su destino personal, sustraído a su poderosa imbricación con el sino invariable, global y constante del ejército, tuvo que resultarle muy doloroso y sarcástico ya antes de Borodino: Louvet, como le he comentado, desdeñaba la comprobación empírica de sus teorías juzgándolas a priori infalibles y verdaderas y negando todo crédito o significancia a los desmentidos que accidentalmente le echaba en cara la experiencia ajena. Su visión del arte militar era formalmente irreprochable, pero (sin llegar a los extremos de la del general Phull, su celebrado adversario) se encontraba anticuada: su sistema era enteramente dieciochesco y se fundaba en una concepción de la táctica y de la estrategia que dejaba poco o ningún resquicio de acción al poder del azar. Louvet estaba persuadido (y su convencimiento era inflexible) de que poseyendo una buena y fidedigna información sobre las fuerzas propias y enemigas, sobre la disposición de ambos ejércitos en el campo de batalla, sobre sus respectivos movimientos en anteriores enfrentamientos y su tradición guerrera, sobre las características del terreno escenario de la contienda, e incluso si se quería (esto se le antojaba secundario, optativo, una cuestión de estilo) sobre la psicología más evidente y superficial de los miembros clave del staff contrario, se podían efectuar unos cálculos tan ajustados y precisos que al desarrollo fáctico de las operaciones no le quedara otra alternativa que erigirse en el cumplimiento simple, riguroso, exacto y aun taxativo del plan previamente acordado. La premisa menor de todo lo cual era un sentido férreo e inquebrantable de la disciplina: las tropas debían tener tanta voluntad como las piezas del ajedrez. Sin que ello signifique que concedo ningún valor a las tajantes, mojigatas, enormemente pueriles y poco autorizadas afirmaciones del conde Tolstoy al respecto, le diré que quizá ahora vuelva a ser posible tal cosa, pero que entonces ya no lo era en absoluto. De una manera aproximativa y muy imperfecta, lo había sido en el siglo XVIII, pero fueron justamente las campañas napoleónicas, con el precedente inmediato de las guerras revolucionarias, las que trastocaron por completo esta concepción de lo bélico sustituyéndola por otra, más rica y más amplia, que durante un periodo lamentablemente corto y que ya ha terminado otorgó al ejército la facultad de convertirse en una especie de Todo nacional (de receptáculo del Estado) en tiempo de guerra. Y si bien puede aseverarse que Louvet llevó a la cumbre y a la cabalidad que les faltaba los cálculos geométricos aplicados a las maniobras militares (siendo en esto un auténtico genio y como tal un adelantado a su época…, amén de un nexo hoy insoslayable entre la previa y la presente), hay que añadir, sin embargo, que partía (para su tiempo, que no para el nuestro) de un tremendo error de base que invalidaba de raíz y de un plumazo todos sus planteamientos. Esto no tuvo ocasión de averiguarlo hasta que él en persona entró en liza, y no tanto a través de los fracasos menores que como táctico cosechó en la ruta de Smolensk cuanto de su propio comportamiento individual, que le hizo la deplorable revelación de que de momento andaba errado y de que a lo sumo podía confiar en que el paso de los siglos hiciera coincidir algún día su pensamiento con los hechos y trocara lo que ahora se le mostraba como simple desiderátum en realidad. Pues era en sí mismo en quien vislumbraba la contradicción: llevado de su celo y de su furor, él era el primero en contravenir las órdenes que había impartido, creando el desconcierto y fomentando la apatía entre sus hombres; incomprensiblemente se veía escindido, desdoblado durante la lucha, aferrándose de un lado a sus convicciones más antiguas y sedimentadas (que siempre unos minutos antes había pretendido encarnar en la forma de voces autoritarias de mando e indicaciones precisas a sus soldados), y hundido, de otro, en la vorágine de sus arrebatos particulares, los cuales, como un ariete arremetiendo contra su espalda al mismo ritmo que el de los latidos violentos de su yugular, le empujaban y señalaban, una y otra vez, el camino untuoso de la enajenación y el pavor, de lo sanguinario y lo montaraz. Y así, el destino que durante el día iba adquiriendo su configuración todavía impalpable, se le presentaba a la noche como algo aún no trágico sino más bien patético, y por ende doblemente desconsolador. Y a la luz de las hogueras donde fecha tras fecha se consumían las ilusiones maltrechas mezcladas con la ginebra, encajaba, durante el reposo postrero de cada jornada, los reveses fatales de su militancia tardía, casi postuma, irreal y senil. Cuando finalmente lograba conciliar el sueño tras largas horas no tanto de meditación como de contemplación atónita de su trayectoria inclinada, un olor pútrido impregnaba sus fosas nasales a modo de despedida trayéndole el vaho incipiente del fraude, la muerte y la descomposición; y sólo la certeza de que llegaría la madrugada y con ella la oportunidad de dar rienda suelta a su congoja en la insensatez de la lucha, le permitía reclinar la cabeza por fin y dormir: ansiaba las hostilidades hasta tal extremo que con una escaramuza se conformaba: celebraba con desmedido alborozo y ninguna contención la aparición fantasmagórica de una partida de cosacos extraviados sobre los que caer y tajar, y ello le llevaba a unirse con frecuencia a los grupos más adelantados, a marchar en primera línea a lo largo del día entremezclado con los guías, los intérpretes, los pelotones de reconocimiento y las arriesgadas avanzadillas napolitanas; y era tal la parafer-nalia de la Grande Armée que no le costaba demasiado confundirse entre las líneas que más probabilidades tenían de entrar en combate sin que la deserción de su puesto se hiciera notar; y si alguna vez eran advertidas sus intromisiones en aquellos lugares que ni por cuerpo ni rango le correspondían, sus superiores (quizá porque las achacaban a su impaciencia por dominar las extensiones que se les iban abriendo y llevar a cabo una inspección topográfica continua de los terrenos, quizá porque le reverenciaban pese a su graduación inferior) guardaban silencio y le dejaban hacer. Y así, durante las trece semanas de marcha la figura de Louvet fue abdicando de su aura de sabiduría para verla suplida por otra que le iban tejiendo a partes iguales la extravagancia, la temeridad y la obcecación. Su nombre empezó a ser conocido ahora de los soldados rasos, y a pesar de que su conducta como oficial y su pregonada labor estratégica no inspiraban ya confianza ni eran las de desear, sus hombres, viéndole prodigar energías y audacia en el campo, mohíno, taciturno y vencido en su carromato, comenzaron a sentir por él la veneración que en esos seres gregarios, pasivos, expectantes y llanos suscita todo lo que no alcanzan a comprender: admirándole sin querer, imitándole sin darse cuenta de ello y procurando no obstante no cruzarse con él, le consideraban inaccesible y peligroso como un buque en cuarentena. Lo que sin embargo Louvet ignoraba es que estaba aproximándose a una desembocadura gigantesca e insigne que acabaría por fundirse con él; que mientras avanzaba hacia Borodino y Moscú haciendo descubrimientos vitales y para él impensados sobre el arte marcial, sobre su profesión, otro movimiento de sombras, oculto a su conocimiento y a su ciega mirada, recorría a su vez los últimos tramos de su propio abismo habiendo iniciado el descenso anheloso y alado no se sabe ni dónde ni cuándo: como la tromba de agua de un gran dique roto que rápidamente deglute poblaciones y campos sin que los moradores reparen en ella hasta que les es bien audible el creciente y aciago rumor, cuando ya no podrán escapar; como esa muerte imprevista que atrapa a quien menos lo espera, al que ignora los años que llevaba acercándose a través de un sendero invisible y oscuro y distinto del nuestro; como esa compañera adventicia y discreta, desdeñosa y siempre un poco distante que sólo presentiremos, cuando ya casi nos roce, en el aceleramiento de una palpitación que tomaremos por nuestra y le pertenecerá más a ella; como esa muerte, sí, como esa muerte que va por su propio camino trazado hace siglos y que sólo nos sale al encuentro cuando sin percatarnos nos deslizamos nosotros en él y así penetrando en su dimensión cenicienta y voraz y siempre y entonces extraña y remota nos integra o disuelve o nos quita de en medio; como esa mujer sorda, ciega y sin tacto que desconocemos, de la que nunca podremos hablar y cuyo recuerdo imborrable nos exigirá el espantoso tributo de olvidar lo demás;…de igual manera el desperezamiento opaco, laborioso e informe del ejército buscaba en Louvet su desagüe, tanteaba su vertedero, le designaba para precipitar sobre él su recalentada descarga, le elegía para grabar en su frente la señal manifiesta de su inmenso, insistente e imperturbable poder.

El coronel, como si dudara de si el giro que había tomado su alocución era infatuado y pomposo o por el contrario sublime y avasallador, se detuvo y articuló algunas sílabas inconexas (agudamente acentuadas) para a continuación balancearse ligeramente sobre sus talones adelante y atrás (las manos rosadas en la mesa apoyadas) a modo de pausa o de transición.

– Una carga fallida: ese fue el marco de su aprendizaje y consagración. Una carga contra las Tres Flechas a las órdenes del gran Poniatowski, cuya poco envidiable misión consistía en atacar por detrás con el grueso de la caballería aquel reducto imponente y bien guarnecido. El riesgo y las dificultades que la operación entrañaba le hicieron mostrarse cauteloso, indeciso, y cancelar por dos veces las instrucciones ya dadas para sustituirlas por otras, casi opuestas en la primera ocasión, en la segunda vacilantes, mal enunciadas y ambiguas. Mientras tanto la batalla iba desplegándose rápidamente en los otros dos frentes, y los jinetes empezaban a impacientarse al ver que el momento previamente indicado para que se produjera la carga se disipaba sin que ésta tuviera lugar. Louvet, en cabeza, aguardaba con exasperación el instante de participar finalmente en una acción concertada y masiva: su caballo, instigado por él, se revolvía sobre sí mismo contagiado de su sanguinolencia exultante, tentando bruscas arrancadas y quiebros a la espera del espoleamiento definitivo, sin miramientos, brutal, que desde hacía ya varios minutos se insinuaba inminente dentro de su inagotable demora. Poniatowski, el Bayard polaco, trémulo de fiebre y titubeante, reflexionaba. Las cabalgaduras, nerviosas e irritadas, recalcitraban, piafaban. La tensión de los hombres, al tiempo, cedía y se diluía. Por fin, ensartando la bruma y el vaho, sonaron las voces encadenadas, resolutas, imperativas: hubo una espontánea e improvisada reordenación de las filas, demasiado dispersas ahora, en exceso ausentes y apaciguadas: los corazones más jóvenes batieron con fuerza, los oficiales se calaron un poco más los morriones y desenvainaron haciendo innecesariamente entrechocar los metales, todas las filas se irguieron; altisonante, confusa, se oyó la orden de ataque, y entonces empezó a formarse una nube de polvo, denuedo y calor que fue ascendiendo paulatinamente desde los cascos de los caballos hasta los muslos de los jinetes a medida que unas líneas, al desplazarse, invitaban a las siguientes a avanzar y ocupar su lugar, y que el trote, en virtud del trabajoso pero regulado crescendo de todo impulso remolón e inicial, se iba acelerando mecánicamente. Y como el polvo que enturbiaba la aurora, también el retumbar aumentaba y se hacía a cada segundo más profundo y más uniforme: las tropas compactas marchaban al trote y adoptaron un ritmo de dáctilo, amenazador, machacón; y trotaban, trotaban, trotaban, trotaban. Louvet, abriendo la carga, se despegaba unos metros del bloque para acto seguido remitir y frenar, dejarse de nuevo engullir por el tinte azulado de sus camaradas y a continuación distanciarse otra vez: adelante, siempre su empuje le llevaba adelante sin que nadie le pudiera sobrepasar; y mientras él sorteaba hábilmente los tocones de árboles que emergían del suelo como enormes cabezas de condenados asiáticos, algunas monturas comenzaron a tropezar arrastrando consigo a sus dueños en aparatosos derrumbamientos y revolcones masivos. Por el contrario Louvet, imbuido de esa concentración tan intensa que otorga el anhelo, apretaba más bien el paso; y cuanto más velozmente corría, mejor manejaba las riendas de su jaspeado caballo, bordeando con desenvoltura, como un artista circense o un bailarín metamorfoseado, los obstáculos que el endemoniado terreno le presentaba. De nuevo la voz monosilábica, empañada, aspirada, resonó entremezclada con los murmullos de aliento que las cabalgaduras y los jinetes, en forma de resoplidos los unos, de imprecaciones secretas los otros, mutuamente se prodigaban; y Louvet… Louvet espoleó aún más su montura emprendiendo el galope en lo que él entendió como el apogeo de la dilatada carga: a tres cuerpos de los demás cuando acometió su trascendental carrera, fue exigiendo a cada salto adelante mayor rapidez o tal vez fue incapaz de embridar los ímpetus de su animal desbocado. Y sólo cuando el verde cercano de los uniformes contrarios surgió con rotundidad tras el humo y la polvareda, obligó a resbalar al caballo en un alto y volvió la mirada: sus compañeros, sus subordinados, a una distancia ya mucho mayor de la que le separaba de los cosacos, estaban inmóviles o se replegaban hacia su campo: nadie en cualquier caso le había seguido, la carga se hallaba interrumpida, anulada, tan sólo él había atacado. El Bayard polaco se había arrepentido otra vez, las dudas le habían vuelto a asaltar. Y Louvet, con los ojos agigantados empapados no se sabe si de gloria o espanto, con el sable en la mano inclinado hacia abajo y sumiso, todo el tronco torcido, volteado hacia atrás y un estribo perdido en el súbito giro, penetró en otro tiempo, ¿comprende?, un tiempo distinto que no conocemos, nada tiene que ver con el nuestro: una vaharada de irremisión salida de su propia boca debió de envolverle mientras sus vitreas, agrietadas mejillas despedían un reflejo encerado e intoxicante, y en aquel momento se unió al sino latente, impasible y perenne de nuestra corporación, que cristalizaba con él por enésima vez lanzando destellos refulgentes y efímeros, verbosos (fíjese) así que jaculatorios, para en seguida recluirse de nuevo en su zona de inmanencia y de sombras y volver eternamente a empezar. Y él, Louvet, dirigió su montura a galope tendido contra los cañones rusos de las Tres Flechas. Desde la lejanía se le vio llegar hasta allí con el brazo derecho extendido, como una estatua ecuestre dotada de movimiento y pasión, sin que lo abatiera ni se produjera un solo disparo; y a continuación, tan fugazmente como al pretenderse vigilar la inaprehensible conducta de un instante aislado, se vislumbró tan sólo el caballo y después nada más. Y cuando los tumefactos despojos del ejército ruso, escasos, maldicientes, vencidos y pese a todo en buen orden se retiraron como un enigma insoluble al ponerse el sol, el erudito Louvet marchaba con ellos…

El coronel tomó asiento e hizo girar con tal fuerza el globo terráqueo que adornaba su mesa que a punto estuvo de derribarlo: tan decidido y enérgico fue su manotazo.

– Yo tengo para mí que Louvet fue un valiente: tengo para mí que el Bayard polaco, asediado por las temperaturas aquella madrugada, ordenó detener la ofensiva al ver cómo los tocones y los maderos que poblaban el campo trababan las patas de las cabalgaduras y causaban numerosísimas bajas innecesarias. Sepa usted que unos minutos más tarde la verdadera carga tuvo lugar al trazarse un complicado rodeo y atacar el reducto de flanco (con éxito muy relativo, dicho sea de paso). Sí, tengo la convicción absoluta de que Louvet fue un valiente y un militar ejemplar, y sin embargo la plana mayor de la Grande Armée, escarmentada y dolida, susceptible y confusa por la acumulación de descalabros y sinsabores que sin atreverse a mirar entreveían quizá como merecidos, no lo juzgó de este modo: el hecho de que no hubiera disparos por parte de los cosacos mientras él cabalgaba hacia ellos con el sable empuñado y ofreciendo un buen blanco, la escandalosa denuncia que hizo Cham-bray del favorable trato dispensado a Louvet durante su cautiverio (a lo largo del cual los demás prisioneros le habían visto cambiar impresiones, departir, confraternizar y colaborar a menudo con Wittgenstein, Phull, Clausewitz: ¡sus iguales!): ambas irregularidades, unidas a los pequeños fracasos tácticos del erudito antes de Borodino, que ahora se consideraron a una luz tendenciosa y malsana, levantaron la infundada, grotesca y miope sospecha de una traición: de que pudiera haberse pasado al bando enemigo en plena batalla y con premeditación. Y cuando Louvet volvió a su patria ya liberado, se le formó un consejo de guerra del que sólo sabemos que salió condenado. No hay dato ninguno sobre la clase de pena que le fue impuesta: no existen pruebas de que se le fusilara, tampoco de que se le deportara como vamos a hacer con usted (¡al islote de Bormes!, ¿comprende?; ¡por siempre jamás!). Nada sabemos porque el ejército no admite los casos dudosos ni es cognoscible, y allí donde asoma su esencia demasiado relampagueante para ser contemplada, no caben más que la indiferencia, el disimulo, la omisión y el silencio si se aspira a mantenerlo intacto y con vida. Cuando así se muestra su naturaleza terrible, mejor no intentar aprehenderla, mejor no enterarse de ella. Porque nada sabemos, nada en efecto sabemos, y no obstante fíjese en que gracias a ello y a no averiguar nos es dado conjeturar, cavilar, incluso decidir sobre lo que fue de Louvet con la máxima libertad. ¿Lo ve usted? ¿Lo comprende? Consulte, vaya a mirar en los libros: le mentirán tanto como yo le pueda mentir; tan equivocada al respecto y a todo se encuentra la Historia como lo pueda estar yo, porque su saber es idiota, irrisorio, parcial, consanguíneo del mío, con el agravante de que no se sabe contradecir ni modificar, traicionarse ni negarse a sí mismo, apuñalarse como yo me apuñalo una y otra y aun una vez más. Esos libros escritos con el firmísimo pulso del que nada conoce y la pretensión de enseñar le contarán que Bonaparte entró en Rusia en agosto y que no hacía frío, sino un insoportable calor; que los contingentes de la fuerza invasora eran apabullantes, inmensos, y que la moral de las tropas, lejos del resquebrajamiento, el cansancio o la abulia, era tan elevada o más que el año 93; que antes de Borodino no hubo enfrentamientos de envergadura y apenas escaramuzas, que los soldados franceses sólo conquistaban cenizas y espacio desierto; también le dirán que no era el gran Ponia-towski quien aquella mañana se hallaba febril, sino el propio Napoleón… y no le hablarán de Louvet. Un docto traidor cuyas obras mediocres consume el olvido, así lo verá mencionado en algún documento de archivo. Y sin embargo aquello fue como yo se lo cuento. Tengo para mí que en aquellos instantes anteriores al éxtasis, Louvet no supo o no quiso distinguir las voces de alto y creyó que se encomendaba la galopada final; y que cuando se dio cuenta de lo que sucedía (e ignoro si desde su cúspide en realidad se la dio),…cuando deslumhrado y perplejo le cupo la duda de si el acto de indisciplina, la contravención, el error, lo habían cometido los otros al retroceder o él mismo al no frenar y avanzar, prefirió la embestida furiosa y la muerte (petulante, retorcida, ampulosa, que no se deja buscar) a volverse atrás. Supo entonces sin vacilación, una vez tomada la decisión y al fundirse con la trágica esencia de nuestra corporación… esa esencia que a nosotros nos huye… cuanto se pueda saber, cuanto es imposible saber; y sin embargo, al mismísimo tiempo no quiso ya probar más de nuestro conocimiento empobrecedor y parcial: desdeñó desde las alturas toda falta de plenitud y no pudo transigir con lo humano. Y no estoy seguro, a la postre, de si temió el desengaño posible, insoportable y total del mundo incompleto que acababa de abandonar o si no le interesó ya conocerlo tal vez… Ni siquiera, fíjese, tuvo que renegar de él: la separación entre ambos fue espontánea, fácil y natural, no fue producto, ¿comprende?, de ninguna, de ninguna voluntad…

El coronel se interrumpió y se quedó pensativo: con el pulgar y el corazón de la mano izquierda sobre las negras ojeras, negras como la pez, me miró con fijeza y pausadamente añadió:

– No sé si sabiendo, ya no quiso saber.

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