Mientras ellas duermen

Para Daniella Pittarello,

por sus tantos conocimientos útiles


Durante tres semanas los vi a diario y ahora no sé qué habrá sido de ellos. Probablemente no vuelva a verlos, al menos a ella, pienso, se da por supuesto que las conversaciones y aun las confidencias veraniegas no deben llevar a ninguna parte. Nadie está en contra de esta suposición, ni siquiera yo mismo, que ahora me estoy preguntando por ellos o quizá los echo un poco de menos. Vagamente de menos, como todo lo que desaparece.

Casi todas las veces los vi en la playa, donde en principio resulta difícil fijarse en nadie. A mí me lo resulta particularmente, puesto que soy miope y prefiero ver borroso antes que volver a Madrid con una especie de antifaz blanco por culpa de un bronceado imperfecto en el rostro, y las lentillas nunca las llevo a la arena y el agua, donde podrían perderse para siempre. Aun así, desde el primer momento estuve tentado de rebuscar y sacar las gafas que mi mujer, Luisa, guardaba dentro de la funda en su bolsa, y en realidad la tentación provenía de ella, que, por así decir, me iba radiando los movimientos más peculiares de los más peculiares bañistas a nuestro alrededor.

– Sí, lo veo, pero borroso, no distingo las facciones -decía yo cuando ella, en voz baja innecesaria por el estruendo playero, divertida, me llamaba la atención sobre algún personaje. Yo guiñaba los ojos una vez y otra, sintiendo gran pereza ante la idea de buscar mis gafas para al poco, satisfecha mi curiosidad, volver a dejarlas en su lugar recóndito. Hasta que la propia Luisa, que sabe las cosas más raras e insignificantes y siempre me sorprende con sus conocimientos útiles, me pasó su sombrero de paja tejida -más a mano que las escondidas gafas, pues estaba sobre su cabeza- y me aconsejó mirar a través de sus intersticios. A través de ellos, en efecto, descubrí que veía casi como si llevara los lentes, con más nitidez aunque mi campo visual se redujera muchísimo. A partir de aquel hallazgo yo mismo debí de convertirme en uno de los más peculiares o estrafalarios bañistas, habida cuenta de que con frecuencia tenía un sombrero de mujer con cintas puesto ante la cara, sujetado con mi mano derecha, a través del cual oteaba de aquí para allá a lo largo de la playa vecina a Fornells, donde nos alojábamos. Luisa, sin decirme nada ni poner mal gesto, hubo de comprarse otro sombrero que le gustaba menos, pues el suyo, con el que tenía a bien proteger su rostro -su rostro tallado y candido y aún sin arrugas-, pasó a ser de mi exclusivo uso, nunca sobre la cabeza, sino ante mis ojos, el sombrero con el que veía.

Un día nos distraíamos siguiendo las hazañas de un marinerito italiano, esto es, de un insubordinado niñito de apenas un año que llevaba por todo atuendo un gorro de marinero y que, según íbamos anticipando, destrozaba fortificaciones de arena de sus hermanos o primos mayores y probablemente amistades firmes de sus progenitores con tanta facilidad como consumía agua salada (yo creo que tragaba litros) al menor descuido de las familias que lo acompañaban. El gorrito lo perdía con demasiada frecuencia y entonces quedaba completamente desnudo y volcado en la orilla, como un Cupido abominado. Otro día seguíamos los comentarios despóticos y las perezosas andanzas de un inglés de mediana edad -la isla perdida de ingleses- que opinaba de continuo sobre la temperatura, la arena, el viento y las olas con tanto énfasis y grandilocuencia como si cada vez estuviera emitiendo una profunda máxima o aforismo largamente meditados. Aquel hombre tenía la virtud, cada vez más en desuso, de creer que todo es importante, todo lo que de uno mismo proviene, es decir, tenía la virtud de saberse único. Su carácter holgazán era visible en la posición de sus piernas -siempre estiradas sin armonía- y en el hecho de que no se quitara la camiseta verde con que resguardaba del sol su redondeado tórax ni siquiera para entrar en el agua. Claro que no nadaba, y cuando se adentraba un poco, caminando, en el mar, era sólo persiguiendo a algún otro vastago de su raza para fotografiarlo en acción con mejor perspectiva o desde más cerca. Con el estómago verde mojado -pero no, por ejemplo, el pecho-, regresaba hasta la orilla mascullando sentencias inolvidables que desmenuzaba el viento al tiempo que, inseguro tal vez de que su cámara no hubiera recibido salpicaduras, se la ponía al oído como si fuera una radio, supongo que para comprobar de ese primitivo modo que no había sufrido daños. O quizá, pensábamos, se trataba de una máquina-radio.

Un día los vimos a ellos, quiero decir que nuestra atención reparó en ellos, en realidad la de Luisa primero, luego la mía con mi sombrero visivo. A partir de entonces se convirtieron en nuestros favoritos, y, sin reconocérnoslo, cada mañana los buscábamos con la mirada antes de escoger nuestro sitio y lo escogíamos cercano al suyo. En una sola ocasión llegamos a la playa antes que ellos, pero al poco los vimos avanzar montados en una Harley-Davidson gigantesca, él al manillar con su casco negro (pero las correas sueltas), ella abrazada a su espalda con la melena al viento. Creo yo que lo que nos impulsaba a procurar su vecindad era que nos ofrecían algo visible infrecuentemente y de lo que a duras penas se puede apartar la vista cuando se ofrece, esto es, el espectáculo de la adoración. Como manda el antiguo canon aún no prescrito, era él, el hombre, quien adoraba, y ella, la mujer, el ídolo, como tal indiferente (o quizá aburrido, deseoso de algún agravio). Ella era hermosa, indolente, pasiva, de carácter extenuado. A lo largo de las tres horas que permanecíamos en la playa (ellos se quedaban más, harían allí la siesta y quién sabe si hasta el ocaso) apenas si se movía, y desde luego no se ocupaba de nada que no fuera su propio embellecimiento y aseo. Dormitaba, en todo caso solía estar tumbada y con los ojos cerrados, boca arriba, boca abajo, de un costado, del otro, untada de cremas, brillante, los brazos y las piernas siempre extendidos para que no dejaran de broncearse los pliegues de la piel, ni las axilas, ni aun las ingles (ni por supuesto las nalgas), pues su braguita era minúscula y las dejaba al descubierto sin que asomara lateralmente el menor rastro de vello, lo cual hacía pensar (o a mí me lo hacía) en un previo afeitado pélvico. De vez en cuando se incorporaba o sentaba, y entonces se quedaba largo rato con las piernas encogidas mientras se esmaltaba o pulía las uñas o, con un pequeño espejo en la mano, se buscaba en el rostro o los hombros imperfecciones cutáneas o alguna traza pilosa indeseada. Era curioso ver cómo aplicaba el espejo a las partes del cuerpo más inverosímiles (sería un espejo de aumento), no sólo a los hombros, digo, sino a los codos, a las pantorrillas, a las caderas, a los pechos, al interior de los muslos, también al ombligo. Aquel ombligo no tendría nunca la menor adherencia, estoy seguro, y quizá su dueña no habría deseado más que poder suprimirlo. Además de su traje de baño exiguo, llevaba pulseras y varias sortijas, de éstas nunca menos de ocho repartidas entre cuatro dedos, pocas veces la vi meterse en el agua. Su belleza sería fácil decir que era convencional, pero resultaría una definición pobre o demasiado amplia o vaga. Se trataba más bien de una belleza irreal, lo cual, en este caso, quiere decir lo mismo que ideal. Era la belleza en la que piensan los niños, que es casi siempre (excepto en los ya desviados) una belleza pulcra, sin ninguna arista, en reposo, mansa, privada de gestos, de piel muy blanca y pecho muy grande, ojos redondos -no rasgados al menos- y labios idénticos -quiero decir superior e inferior idénticos entre sí, como si fueran inferiores ambos-: una belleza de dibujos animados o, si se prefiere, de anuncio, pero no de cualquier anuncio, sino de los que suelen verse en las farmacias, deliberadamente desprovistos de toda sensualidad para que no turben a las mujeres ni a los ancianos, que son los mayores frecuentadores de las farmacias. En modo alguno era virginal, sin embargo, y aunque no quisiera decir que era una belleza lechosa, lo era, o si no cremosa, a la que costaría adquirir un tono de piel moreno (su piel era brillante, pero no dorada), como el que tenía ya Luisa; era una belleza lisa, exuberante pero que no invitaba al tacto. (aunque quizá vestida), como si anunciara derretirse a la menor presión, al menor contacto, como si hasta una caricia o un beso suave se fueran a tornar en ella violencia y ultraje.

Así debía de parecerle también a su acompañante, al hombre, por lo menos en las horas del día. Era lo que se llama un gordo o incluso un gordo infame o también gordo seboso, y debía de llevarle a la joven no menos de treinta años. Como tantos calvos, creía paliar su carencia con un peinado romano hacia adelante (ineficaz, nunca alcanza) y un bigote abundante y cuidado, y disfrazar sus años en aquel escenario con un traje de baño partido en dos, quiero decir bicolor, la pernera derecha verde limón y la izquierda morada aquel día primero, pues tanto él como ella cambiaban de prenda casi a diario. Nunca los dos colores (el modelo era siempre el mismo, eran ellos los que variaban) me parecieron bien combinados, aunque eran colores originales: azul persa y albaricoque, melocotón y malvarrosa, ultramarino y verde Nilo. El traje de baño era tan pequeño como el volumen de su cuerpo le permitía, lo cual hacía que sus movimientos fueran un poco rígidos, la amenaza de un desgarrón siempre presente, impropio hablar de perneras. Y lo cierto es que se movía sin pausa, ágilmente, con una cámara de vídeo en las manos. Mientras su compañera permanecía completamente inmóvil u ociosa durante horas, él no cesaba de dar vueltas a su alrededor para filmarla incansablemente, se empinaba, se retorcía, se tiraba por tierra, boca arriba y boca abajo, le hacía planos generales, planos americanos, primeros planos, travellings y panorámicas, picados y contrapicados, la tomaba de frente, de costado y de espaldas (de ambos costados), le filmaba la cara inerte, y los hombros redondeados, los pechos voluminosos, las caderas lo bastante anchas, los muslos tan firmes, los no mínimos pies con las uñas también esmaltadas, las plantas, las pantorrillas, las ingles y las axilas, tan despojadas. Le filmaba las gotas de sudor que hacía brotar el sol, sin duda los mismísimos poros, aunque justamente aquella piel uniforme y tersa parecía carecer de poros, y de dobleces, de accidentes de ninguna clase, no había ni una estría en sus nalgas. El gordo filmaba todos los días durante horas, con escasos intervalos, y filmaba siempre el mismo espectáculo, la quietud y el tedio de la belleza irreal que lo acompañaba. No le interesaban la arena ni el agua, que cambiaban de color a medida que avanzaba el día, ni los árboles o las rocas en la distancia, ni una cometa al vuelo ni un barco en la lejanía, ni las otras mujeres, ni el marinerito italiano ni el inglés despótico, o Luisa. A la joven no le pedía que hiciera cosas -juegos, esfuerzos, posturas-, parecía bastarle con el registro visual, un día tras otro, del cuerpo estatuario y desnudo, de la carne pausada y dócil, del rostro inexpresivo y de ojos cerrados o escrupulosos, de una rodilla que se fle-xionaba o un pecho que se inclinaba o un dedo índice que lentamente se apartaba una mota de la mejilla. Para él, sin duda, aquella visión monótona resultaba un portento y novedosa siempre, a cada instante. Donde Luisa o yo o cualquier otro veríamos reiteración y cansancio, él debía de ver un espectáculo insólito a cada momento, multiforme, variado, absorbente, como puede llegar a serlo un cuadro cuando el que contempla olvida que le esperan otros en su recorrido y pierde la noción del tiempo, y pierde también, por tanto, el hábito de mirar, sustituido o suplantado -o quizá excluido- por la capacidad de ver, que es lo que casi nunca hacemos porque está reñido con lo temporal. Pues es entonces cuando lo ve todo, las figuras y el fondo, la luz, la composición y las sombras, lo voluminoso y lo plano, el pigmento y el trazo, y cada pincelada. Es decir, ve la representación y también lo rugoso, y es entonces cuando está facultado para volver a pintar con su vista el cuadro.

Hablaban poco, de vez en cuando, frases cortas que no alcanzaban a establecerse como conversación ni diálogo, cualquier asomo de ellos moría de forma natural, interrumpido por la atención que la mujer prestaba a su cuerpo, en el que se ensimismaba, o por la atención -indirecta- que también le prestaba el hombre, siempre a través de su cámara. En realidad no recuerdo que él se parara nunca a admirarla directamente, con sus propios ojos sin nada ante ellos. En esto era como yo, que a mi vez los miraba a ambos a través del velo de mi miopía o a través de mi sombrero de aumento. Sólo Luisa, de nosotros cuatro, lo veía todo sin dificultad y sin mediación, pues la mujer, yo creo, no veía ni tan siquiera miraba a nadie, y en cuanto a sí misma, las más de las veces utilizaba su espejo para escrutarse e inspeccionarse, y a menudo se ponía unas gafas de sol interplanetarias.

– Cómo pica hoy el sol, ¿no? Tendrías que darte un poco más de crema, no te vayas a quemar -decía el gordo en alguna pausa de sus recorridos giratorios en torno al cuerpo de su adoración; y al no recibir respuesta inmediata, decía el nombre, como las madres dicen los de sus hijos-: Inés. Inés.

– Sí, más que ayer, pero ya me he puesto factor diez, no me voy a quemar -contestaba el cuerpo Inés con desgana y en voz apenas audible mientras con unas pinzas se arrancaba un minúsculo pellejito del mentón.

No había continuidad.

Un día dijo Luisa, con quien yo sí mantenía conversaciones:

– La verdad es que no sé si me gustaría ser filmada, como la pobre Inés. Me pondría nerviosa, aunque supongo que si la cosa fuera tan persistente como la del gordo, acabaría acostumbrándome. Y quizá me cuidaría tanto como se cuida ella, a lo mejor lo hace justamente porque siempre la están filmando, se cuida porque luego va a verse, o para la posteridad. -Luisa rebuscó en su bolsa, sacó un espejito y se miró con interés los ojos, que al sol eran de color ciruela, con irisaciones-. Aunque no sé qué posteridad podría entretenerse en mirar esos vídeos tan aburridos. Me pregunto si la filmará también durante el resto del día.

– Es lo más probable -dije yo-. ¿Qué sentido tendría limitarse sólo a la playa? No creo que necesite de ese pretexto para verla desnuda.

– No creo que la filme por estar desnuda, sino seguramente en toda ocasión, quién sabe si hasta cuando esté dormida. Es conmovedor, se ve que sólo piensa en ella. Pero no sé si me gustaría. Pobre Inés. A ella no parece importarle.

Aquella noche, al acostarnos en la cama de matrimonio del hotel, los dos a la vez, cada uno por su lado, me acordé de las frases que habíamos cruzado y que acabo de recordar por escrito, y eso me impidió dormir y me dediqué a observar el sueño de Luisa durante largo rato, sin más luz que la de la luna, a oscuras. Pobre Inés, había dicho. Su respiración era suave, aunque audible en el silencio de la habitación y el hotel y la isla, y su cuerpo no se movía, a excepción de los párpados, bajo los cuales eran sin duda los ojos los que en realidad se movían, como si no pudieran acostumbrarse durante la noche a dejar de hacer lo que hacían durante el día. El gordo, pensé, tal vez estaría también despierto, filmando los quietos párpados de la belleza Inés, o quizá le retiraría las sábanas y le colocaría con mucha cautela el cuerpo en diferentes posturas, para filmarla dormida. Con el camisón levantado quizá, por ejemplo, o con las piernas abiertas si no usaba camisón ni pijama. Luisa no usaba camisón ni pijama, en verano, pero se envolvía en las sábanas como si fueran una toga, las sujetaba en torno a su cuello con ambas manos, dejándose sin embargo, a veces, un hombro y la nuca al descubierto. Yo se los cubría si me daba cuenta, y también tenía que luchar un poco para conseguir arroparme, por mi lado. Esto sólo nos sucedía en verano.

Me levanté y salí a la terraza para hacer tiempo hasta que viniera mi sueño, y desde allí, acodado sobre la barandilla, miré primero hacia el cielo y luego hacia abajo, y entonces creí ver al gordo de pronto, sentado solo junto a la piscina, ya a oscuras, el agua sin más reflejos que los astrales. No lo reconocí inmediatamente porque le faltaba el bigote que le había visto a diario, aquella misma mañana, y porque la vista ha de acomodarse a la imagen con ropa de quien siempre se le apareció desvestido. Su ropa era tan fea y mal combinada como sus trajes de baño de dos colores. Llevaba una camisa ancha, por fuera, negra desde mi terraza (desde la distancia) pero con dibujos seguramente, y unos pantalones claros, que se veían azul muy pálido tal vez por efecto del color casi suprimido del agua cercana. Tan cercana que lo habría salpicado de haber tenido oleaje. Calzaba mocasines rojos, y los calcetines (calcetines en la isla) parecían del mismo color que los pantalones, pero insisto en que quizá era la luna en el agua. Tenía la cabeza reclinada sobre una mano, y el codo correspondiente apoyado a su vez en el brazo de una tumbona, floreada, no a rayas, eran los dos modelos de la piscina. No tenía la cámara. Ignoraba que se alojaran en el mismo hotel que nosotros, nunca habíamos coincidido fuera de la playa vecina, vecina a Fornells, al norte, por la mañana. Estaba solo, inmóvil como si fuera Inés, aunque de vez en cuando cambiaba la actitud sesteante y despreocupada de la cabeza y el codo y adoptaba otra en apariencia contraria, el rostro hundido entre las dos manos, los pies encogidos, como si estuviera abatido o tenso, o quizá riendo, solo. En un momento dado se descalzó un pie, o perdió el mocasín accidentalmente, lo cierto es que no extendió ese pie para recuperarlo, sino que se quedó así, con ese pie solamente encalcetinado sobre la hierba, lo cual le confirió en seguida un aire de desvalimiento, desde mi cuarto piso, bajo mi punto de vista. Luisa dormía, e Inés también dormiría, sin duda Inés necesitaría un mínimo de diez horas de sueño para el mantenimiento de su belleza inmutable. Me vestí a oscuras, sin hacer ningún ruido, comprobé que Luisa estaba bien envuelta en su toga de sábana. Aunque no sabía que yo no estaba en la cama, lo había percibido en su sueño, pues se había colocado en diagonal, invadiendo con sus piernas mi espacio. Bajé en el ascensor, no había mirado la hora, el portero de noche soñaba incómodamente con la cabeza sobre su mostrador, como un futuro decapitado; me había dejado el reloj arriba, todo estaba en silencio, mis mocasines negros hicieron un poco de ruido, sin calcetines. Descorrí la puerta de cristal que daba acceso a la piscina y, una vez sobre la hierba, volví a correrla. El gordo levantó la vista y miró hacia esta puerta, se dio cuenta en seguida de mi presencia, aunque la falta de luz no le permitió distinguirme, quiero decir identificarme. Pero por eso, porque reparó en mí en el acto, hablé al tiempo que avanzaba hacia él y los reflejos de la luna en el agua empezaban a revelarme y a alterar mis colores, según me acercaba.

– Se ha afeitado usted el bigote -dije pasándome el índice por el lugar del bigote y sin estar seguro de poderme permitir tal comentario. Antes de que contestara ya me había llegado a su lado y había tomado asiento en otra tumbona, junto a él, la mía a rayas. Se había erguido, las manos sobre los brazos de la suya, me miraba con un poco de desconcierto, no mucho, desde luego sin desconfianza, como si no le extrañara mi aparición allí, la aparición de alguien. Creo que le veía por vez primera la cara de frente, sin cámara ante sus ojos ni sombrero ante los míos, o bien se la veía simplemente de cerca, mi vista ya acostumbrada a la poca luz por haber estado mirando desde la terraza. Tenía una cara afable, de ojos despiertos, sus facciones no eran feas, sólo gordas, me pareció que era un calvo guapo, como el actor Piccoli o el pianista Richter. Sin el bigote resultaba más joven, o tal vez eran los mocasines rojos, uno de ellos volcado en la hierba. No tenía menos de cincuenta.

– Ah, es usted. No le había reconocido al principio, así vestido, siempre nos vemos en traje de baño. -Había dicho lo que yo había pensado antes, aún arriba. Llevábamos casi tres semanas viéndonos, era imposible que su vista tan ocupada no se hubiera detenido, pese a todo, alguna vez en nosotros, en mí y en Luisa-. ¿No duerme?

– No -dije yo-. El aire acondicionado de la habitación no siempre ayuda. Aquí se está mejor, me parece. ¿No le importa si me quedo un rato?

– No, claro que no. Me llamo Alberto Viana -y me estrechó la mano-. Soy de Barcelona -dijo.

– Yo soy de Madrid -y le mencioné mi nombre. Luego hubo un silencio, y dudé entre hacer algún comentario insignificante sobre la isla y las vacaciones o bien algún otro comentario, casi igual de insignificante, sobre sus costumbres observadas en la playa. Era la curiosidad por éstas lo que me había llevado hasta la piscina, a su lado, y también mi insomnio, pero lo podía haber combatido arriba, incluso haber despertado a Luisa, no lo había hecho. Yo hablaba a media voz. Era improbable que nos pudiera oír nadie, pero la visión de Luisa, y del portero de noche luego, dormidos, me hacía tener la sensación de que si alzaba la voz interrumpiría su sueño, y mi tono quedo había contagiado o condicionado el de Viana al instante.

– Es usted muy aficionado al vídeo, he visto -dije tras la pausa y la duda.

– ¿Al vídeo? -dijo él con ligera sorpresa, o como para ganar tiempo-. Ah, ya comprendo. No, no crea, no soy un coleccionista. En realidad no es el vídeo lo que me interesa, por mucho que lo utilice, sino mi novia, usted la ha visto. Sólo a ella la saco en vídeo, lo demás no me interesa, no hago pruebas. Creo que se nota, usted lo habrá notado -y rió un poco, entre divertido y avergonzado.

– Sí, desde luego, mi mujer y yo lo hemos notado, no sé si a ella la hace sentirse un poco envidiosa, por tanta atención como usted presta a su novia. Es llamativo. Yo no tengo ni cámara fotográfica. Llevamos ya algún tiempo casados.

– ¿No tiene cámara? ¿No le gusta recordar las cosas? -Viana me lo había preguntado con verdadera extrañeza. Su camisa tenía, en efecto, dibujos abigarrados de palmeras y anclas y delfines y proas, pero aun así predominaba en ella el negro divisado desde la distancia; los pantalones y los calcetines seguían viéndose azul pálido, más azules que mis pantalones, blancos, que ya estaban, como los suyos, expuestos no sólo a la luna, sino también a su débil reflejo en el agua.

– Sí, claro que me gusta, pero las cosas se recuerdan de todos modos, ¿no? Uno lleva su propia cámara en la memoria, sólo que no siempre se recuerda lo que se quiere ni se olvida lo que se desea. -Qué tontería -dijo Viana. Era un hombre franco, nada precavido, podía decir lo que había dicho sin que su interlocutor se sintiera ofendido por ello. Rió otro poco-. ¿Cómo va usted a comparar lo que se recuerda con lo que se ve, con lo que puede volver a verse, tal como fue? ¿Con lo que puede volver a verse una y otra vez, infinitas veces, e incluso detenerse, lo que no pudo hacerse cuando se vio de verdad? Qué solemne tontería -repitió.

– Sí, tiene usted razón -admití-. Pero no me diga que filma todo el rato a su novia para recordarla luego viéndola otra vez en pantalla. ¿O es que es actriz? No le debe quedar tiempo para eso, la filma usted a diario, según he visto. Y si la filma a diario, no hay tiempo para que lo filmado empiece a parecerse al olvido y sienta usted la necesidad de recordarlo de esa manera tan fiel, viéndolo otra vez. A menos que almacene material indefinidamente, para cuando sean viejos y quieran revivir hora a hora estos días de su estancia en Menorca.

– Oh, no almaceno, no crea que almaceno más que fragmentos muy breves, digamos que en total completo una cinta cada tres o cuatro meses. Pero todas esas están en Barcelona, archivadas. Ella no es actriz, aún es muy joven. Lo que hago aquí (bueno, y allí) es no borrar la cinta de un día hasta que no ha pasado otro, no sé si me entiende. En todo este tiempo no he usado más que dos cintas, siempre las mismas. Grabo una hoy, la guardo, grabo otra mañana, la guardo, y entonces vuelvo a grabar la primera pasado mañana y de este modo la borro. Y así sucesivamente, no sé si me entiende. Aunque esto es un decir, mañana no sé si podre grabar mucho, volvemos ya a Barcelona, se acabaron mis vacaciones.

– Sí le entiendo. Pero luego, una vez allí, ¿qué hará, un montaje con todo lo que ha filmado? No sé si le entiendo.

– No, no me entiende. Una cosa son las cintas artísticas, hechas a propósito para ser guardadas, archivadas. Esas van por su lado, una cada cuatro meses más o menos. Otra cosa son las filmaciones de cada día. Esas se borran en cuanto ha pasado otro día.

Quizá por lo tardío de la hora (pero me había dejado el reloj arriba), tuve la sensación de que seguía sin entender del todo, sobre todo la segunda parte de lo último que me había explicado. Tampoco me interesaba mucho el camino que había tomado la conversación, sobre cintas artísticas (así había dicho, lo había oído) y cintas borradas, de a diario. Dudé si despedirme y regresar a la habitación, aunque notaba que aún no me había venido el sueño y pensé que, de subir en aquel momento, acabaría por despertar a Luisa para que me diera ella charla. Como eso no me parecía justo, consideré que era mejor que la charla me la diera todavía quien ya estaba desvelado.

– Pero entonces -alcancé a decir-, ¿por qué la filma cada día, si luego lo borra en seguida?

– La filmo porque va a morir -dijo Via-na. Había estirado su pie descalzo y había mojado el pulgar de su calcetín en el agua, la agitaba lentamente de un lado a otro con su pulgar, lentamente, la pierna muy estirada, casi no llegaba a tocar, rozaba el agua. Yo me quedé callado durante unos segundos, luego pregunté, mirando moverse lentamente el agua:

– ¿Está enferma?

Viana frunció los labios y se pasó una mano por la calva, como si tuviera pelo y se lo atusara, un gesto de su pasado. Estaba pensando. Le dejé pensar, pero se demoraba en exceso. Le dejé pensar. Por fin volvió a hablar, pero no respondió a mi pregunta, sino todavía a la anterior.

– La filmo cada día porque va a morir, y quiero tener guardado su último día, el último en todo caso, para poderlo recordar de veras, para volverlo a ver en el futuro cuantas veces quiera, junto a las cintas artísticas, cuando ya haya muerto. A mí me gusta recordar las cosas.

– ¿Está enferma? -insistí.

– No, no está enferma -dijo ahora sin la menor dilación-. Que yo sepa, al menos. Pero va a morir, un día u otro. Usted lo sabe, todo el mundo lo sabe, todo el mundo va a morir, usted y yo, y quiero conservar su imagen. Es importante el último día en la vida de una persona.

– Desde luego -dije mirando el pie-. Es usted precavido, piensa en algún accidente -y pensé (pero brevemente) que si Luisa moría en un accidente yo no tendría su imagen para recordarla de veras, casi ninguna imagen. Había alguna que otra foto en casa, fotos casuales, desde luego no artísticas, y muy pocas. Y no tenía su imagen en movimiento. Involuntariamente alcé la vista y miré hacia la terraza desde la que yo había observado a Viana, hacia nuestra terraza. Todas las luces de todas las terrazas y de todas las habitaciones estaban apagadas. También, por tanto, las de Inés y Viana. Yo ya no estaba allí, en la nuestra, no había nadie. Viana había vuelto a sumirse en su largo pensamiento, aunque ahora había sacado el calcetín del agua y lo había posado de nuevo, mojado y oscurecido en la punta, sobre la hierba. Empecé a pensar que a él no le gustaba el camino que había tomado la conversación, y otra vez pensé en despedirme y subir a la habitación, de pronto quise subir a la habitación y ver de nuevo la imagen de Luisa, dormida -no muerta-, envuelta en sus sábanas, quizá se le había destapado la espalda. Pero las conversaciones no pueden dejarse así como así, una vez comenzadas. No pueden dejarse suspendidas aprovechando una distracción o un silencio, a menos que uno de los dos conversadores se haya enfadado. Viana no parecía enfadado, si bien sus ojos vivos parecían más vivos e intensos, era difícil determinar su color a la luz de la luna en el agua: creo que eran castaños. No parecía enfadado, sólo un poco ensimismado. Musitaba algo, ya no a media voz, sino entre dientes.

– Perdone, no le oigo -dije entonces.

– No, no pienso en ningún accidente -contestó él, de pronto en voz demasiado alta, como si no hubiera calculado bien el paso del tono de quien habla para sí mismo al tono de quien está dialogando.

– Baje la voz -dije yo alarmado, aunque en realidad no había ningún motivo de alarma, era improbable que nos oyera nadie. Volví a mirar hacia las terrazas, todas seguían a oscuras, nadie había despertado.

Viana se sobresaltó por mi orden y bajó la voz en seguida, pero no se sobresaltó lo bastante para no continuar con lo que había empezado a decir tan en alto.

– Digo que no pienso en ningún accidente. Ella morirá antes que yo, no sé si me entiende.

Miré a Viana a la cara, pero él no me miró a mí, miraba hacia el cielo, la luna, hacía caso omiso de mi mirada. Estábamos en una isla.

– ¿Por qué está tan seguro, si no está enferma? Usted es mucho mayor que ella. Lo normal sería lo contrario, que muriera usted antes.

Viana rió de nuevo y, estirando otra vez la pierna, ahora metió el pie encalcetinado entero en el agua y volvió a agitarla lentamente, pesadamente, más pesadamente que antes porque ahora era el pie entero -el pie gordo y seboso- lo que estaba sumergido.

– Lo normal, lo normal -dijo, y rió otro poco-. Lo normal -repitió-. Nada es normal entre ella y yo. O, mejor dicho, nada es normal de mí hacia ella, nunca lo ha sido. Al contrario, todo ha sido siempre extraordinario. La conozco desde que era niña. Yo la adoro, ¿no entiende?

– Sí, lo entiendo, y además salta a la vista que usted la adora. Yo también adoro a mi mujer, a Luisa -añadí para rebajar el carácter extraordinario que atribuía a su admiración-. Pero nosotros somos casi de la misma edad, así que resulta difícil saber quién se morirá primero.

– ¿Usted la adora? No me haga reír. Usted ni siquiera tiene cámara. Usted no quiere recordarla de veras, tal como fue, si la pierde. No quiere volverla a ver cuando ya no sea posible verla.

Esta vez el comentario del gordo Viana sí me molestó un poco, lo encontré impertinente. Lo noté porque mi silencio inmediato tuvo algo de ofendido y algo de involuntario, también algo de temeroso, como si de repente ya no me atreviera a preguntarle más y a partir de aquel instante no tuviera más remedio que limitarme a oír sólo lo que él quisiera contarme, Era como si con aquel comentario indelicado y abrupto se hubiera adueñado de la conversación, del todo. Y me di cuenta de que mi temor venía asimismo de su empleo del tiempo pretérito. Había dicho tal como fue refiriéndose a Luisa, debía haber dicho tal como es. Decidí marcharme y subir a la habitación. Quería ver a Luisa y dormir junto a ella, echarme, recuperar mi espacio en la cama de matrimonio que sería seguramente como la que compartirían Inés y Viana, los hoteles modernos repiten sus habitaciones. Podía poner fin a la conversación, estaba un poco enfadado. Pero el silencio duró apenas unos segundos porque Viana siguió hablando, sin hacer la pausa que he hecho yo por escrito, demasiado tarde para no escucharle.

– Y ha dicho usted una gran verdad, se ha roto la frente. Resulta difícil saber quién se morirá primero, usted pretende saber, nada menos, el orden de la muerte. Para saber de ese orden hay que tomar parte en él, no sé si me entiende. No quebrarlo, eso es imposible, sino tomar parte en él. Escuche, cuando yo digo que adoro a Inés, quiero decir eso literalmente, que la adoro. No se trata de una manera de hablar, de ninguna expresión corriente y sin significado que podamos compartir usted y yo, por ejemplo. Lo que usted llama adorar no tiene nada que ver con lo que yo llamo del mismo modo, compartimos el vocablo porque no hay otro, pero no la cosa. Yo la adoro y la he adorado desde que la conocí, y sé que la adoraré aún durante muchos años. Por eso no puede durar ya mucho tiempo, porque todo lleva demasiados años siendo igual a sí mismo en mí, sin variación y sin atenuación. No la habrá, por mi parte, se hará insoportable, ya lo es, y porque todo me resultará insoportable ella deberá morir antes que yo, un día, cuando yo ya no resista mi adoración. Tendré que matarla un día, no sé si me entiende.

Después de decir esto Viana sacó el pie del agua, chorreando, y lo apoyó con tiento y asco en la hierba. La seda mojada fuera del agua.

– Va a coger un resfriado -dije yo-. Será mejor que se quite el calcetín.

Viana me hizo caso y se quitó en el acto el calcetín empapado, en un gesto mecánico, sin darle mayor importancia. Lo sostuvo entre dos dedos unos segundos, con asco, y luego lo dejó colgado del respaldo de su tumbona, desde donde empezó a gotear (el olor de la tela tras pasar por el agua). Ahora tenía un pie desnudo y el otro con su calcetín azul pálido y su mocasín rojo rabioso. El pie desnudo estaba mojado, el pie calzado sequísimo. A duras penas podía yo apartar la vista de aquello, pero creo que fijar la vista era una manera de engañar al oído, de fingir que lo importante eran los pies de Viana y aquel calcetín anegado y no lo que había dicho, que tendría que matar a Inés algún día. Prefería que no lo hubiera dicho.

– ¿Qué dice usted? ¿Está loco? -No quería seguir la conversación, pero añadí justamente lo que obligaba a continuarla.

– ¿Loco? Lo que voy a decirle es de una lógica estricta bajo mi punto de vista -respondió Viana, y se atusó de nuevo el pelo que no tenía-. Yo conozco a Inés desde que era niña, desde que tenía siete años. Ahora tiene veintitrés. Es la hija de quienes fueron grandes amigos míos hasta hace cinco, ya no lo son, los padres se enfadan porque una chica de dieciocho se vaya a vivir con un amigo suyo de quien tenían la mejor idea, no deja de ser normal, ya no quieren saber de mí, ni casi de ella. Yo iba con mucha frecuencia a la casa de mis amigos y veía a la niña, y la adoraba. También ella me adoraba a mí, de otro modo, claro. Ella no podía saber aún, pero yo sí supe en seguida, y decidí prepararme, esperar once años, hasta que fuera mayor de edad, hasta entonces, no quería precipitarme y echarlo todo a perder, en los últimos meses tuve que contenerla. A esto lo suele llamar fijación la gente; yo lo llamo adoración, en cambio. No crea que fue fácil, desde los doce o trece años hay niños que las cortejan, niños absurdos que quieren jugar a mayores desde muy temprano. No se controlan, y pueden hacerles daño. Calculé que cuando ella cumpliera los dieciocho yo tendría casi cincuenta, y me cuidé, me cuidé enormemente para ella, excepto la gordura, eso no he podido evitarlo, el metabolismo cambia, ni la calvicie tampoco, no se ha inventado nada satisfactorio, y usted comprenderá que un peluquín es indigno, está descartado. Pero me pasé once años yendo a gimnasios y comiendo comida sana y pasando revisiones médicas cada tres meses, el quirófano me ha dado miedo; evitando mujeres, evitando contagios; y luego, claro, la preparación del espíritu: escuchando discos de los que ella oía, aprendiendo juegos, viendo mucha televisión, programas de tarde y todos los anuncios de todos los años, me sé las canciones. En cuanto a la lectura, puede imaginárselo, primero leí tebeos, luego libros de aventuras, novelas de amor, alguna, literatura española cuando le tocó estudiarla, literatura catalana, el Manelic, el llop, y todavía ahora sigo leyendo lo que ella lee, novelistas americanos, hay centenares. He jugado mucho al tenis, también al squash, algo de esquí, muchos fines de semana he tenido que viajar a Madrid o a San Sebastián para que pudiera ir al hipódromo, aquí hemos ido de fiesta en fiesta, a las de todos los pueblos a ver los jinetes. Quizá me haya visto montado en moto. Cuando hizo falta, me supe los nombres y los centímetros de todos los jugadores de baloncesto, ahora ya se le ha pasado. Ya ve cómo visto, y eso que en verano todo resulta más admisible -y Viana hizo un gesto elocuente con su mano derecha, como recorriéndose el atuendo-. No sé si me entiende, he llevado durante todos estos años una existencia infantil paralela a la mía (yo soy abogado, ¿sabe?, divorcios sobre todo), luego una existencia adolescente, fui el rey de los videojuegos, y ya que no podía acompañarla, me iba a ver solo todas esas películas juveniles, gamberros y extraterrestres. He llevado una existencia paralela que además no tenía continuidad, es dificilísimo estar al día, a esas edades nunca cuajan los intereses. Usted no puede ser consciente, me ha dicho que su mujer tiene más o menos su misma edad, así que su campo de referencias será el mismo, o muy parecido. Habrán escuchado las mismas canciones al mismo tiempo, habrán visto las mismas películas y leído los mismos libros, seguido las mismas modas, recordarán los mismos acontecimientos vividos con la misma intensidad y los mismos años. Para usted es sencillo. ¿Puede imaginarse que no fuera así, los larguísimos silencios que se les impondrían en sus conversaciones? Y lo peor, la necesidad de explicarlo todo, cualquier referencia, cualquier alusión, cualquier broma relativa al propio pasado o a la propia época, al propio tiempo. Mejor suprimirlas. Yo he tenido que esperar mucho, y además he debido rechazar mi pasado y configurarme otro que coincidiera con el de ella, con el que sería el suyo, en lo posible.

Viana se interrumpió un momento, una interrupción muy breve, como si le hubiera rozado una mosca. Era de noche, los ojos acostumbrados a la oscuridad y a la luz del agua. Estábamos en una isla, no tenía reloj. Luisa dormía e Inés también dormiría, cada una en su cuarto, en camas de matrimonio cruzadas en diagonal porque ni Viana ni yo estábamos a su lado. Quizá nos echaban de menos dormidas. O tal vez no, y sentían alivio.

– Pero todo aquel esfuerzo ya está hecho, y no es lo grave. Lo grave es la adoración, mi adoración inmutable. Tan idéntica a sí misma desde hace dieciséis años que no confío en que vaya a cambiar en el futuro próximo. Y ay si cambiara. He vivido demasiado tiempo pendiente de ella, de su crecimiento, de su formación, no podría vivir de otro modo. Pero para ella es distinto, Ha cumplido su sueño de niña, su fijación de niña, hace cinco años era tan feliz o más feliz que yo, cuando se vino a vivir conmigo, mi casa estaba pensada para albergarla, allí no le falta nada. Pero su carácter no está del todo constituido, aún depende de la novedad, lo exterior la atrae, está vislumbrando lo que hay y la aguarda más allá de mí, yo creo que está un poco cansada. No sólo de mí; también de nuestra situación anómala y extraordinaria, echa de menos lo convencional, la buena relación con sus padres. No crea que no lo entiendo, es más, lo tengo previsto. Pero que yo lo entienda no ayuda en nada. Cada uno tiene su propia vida, y es la única, nadie está dispuesto a no verla cumplida según su deseo, a excepción de los que no tienen deseos, en realidad la mayoría. La gente dice lo que quiere, y habla de abnegación, de renuncia, de generosidad, de conformidad y resignación, todo es falso, lo normal es que la gente crea desear lo que le va llegando naturalmente, lo que le va sucediendo, lo que va consiguiendo o lo que le van dando, sin que haya verdaderos deseos previos. Pero sean previos o no, a cada uno le importa

su propia vida y, frente a ella, las de los demás sólo importan en la medida en que están imbricadas y forman parte de la nuestra, y también en la medida en que disponer de ellas sin miramientos ni escrúpulo puede acabar afectando a la nuestra, existen leyes, puede haber castigos. Mi adoración es excesiva, pero por eso es adoración. Mi espera también fue excesiva. Y ahora sigo esperando, sólo que se ha invertido el carácter de esa espera. Antes esperaba el logro, ahora espero la cancelación. Antes esperaba la dádiva, ahora espero la pérdida. Antes esperaba el crecimiento, ahora espero la decadencia. No sólo la mía, entiéndame, también la de ella, y para eso no estoy preparado. Usted está pensando que doy demasiado las cosas por hechas, que nada es enteramente previsible, como no lo es el orden de la muerte, se lo he dicho antes. El de la vida tampoco, está usted pensando, y piensa que acaso Inés no se canse de mí y no quiera abandonarme nunca. Piensa que quizá me equivoco al desconfiar del tiempo, que tal vez ella y yo envejezcamos juntos, como insinuó hace un rato y como está convencido de que harán su mujer y usted, he oído sus palabras, no he perdido nada de lo que ha dicho. Pero es que si fuera así, si nos quedaran por delante tantos años en compañía, mi adoración me llevaría a lo mismo, lo mismo en ese caso. ¿O es que cree que a estas alturas yo podría permitirme el fin de mi adoración? ¿Cree usted que yo podría asistir a su deterioro y envejecimiento sin ponerle el único remedio que hay contra eso, que muriera antes? ¿Cree usted que, habiéndola conocido con siete años (siete años), podría soportar ver a Inés cuarentona, y aun cincuentona, sin rastro de su niñez? No sea absurdo. Es como pedirle a un padre longevo que soporte y adore la vejez de sus propios hijos. Los padres rechazan ver a sus hijos convertidos en viejos, ya no los ven, los detestan, se los saltan, ven sólo a sus nietos, cuando los tienen. El tiempo está siempre en contra de lo que ha originado. En contra de lo que hay.

Viana hundió el rostro en las manos, como le había visto hacer desde arriba, desde la terraza, y no hasta entonces abajo, junto a la piscina. Vi que el gesto no se correspondía con una risa ahogada, sino con una suerte de agobio que sin embargo no le hacía perder la serenidad. Quizá necesitaba hacer ese gesto justamente para no perder la serenidad. Miré otra vez hacia mi terraza y hacia las terrazas en general, todo seguía en silencio, oscuro y vacío, como si más allá de ellas, más allá también de los cristales y los visillos, en el interior de las habitaciones repetidas e idénticas no hubiera nadie, ni Luisa ni Inés ni nadie durmiendo. Pero yo sabía que dormían ellas y dormía el mundo, detenida su débil rueda. Viana y yo éramos producto de su inercia tan sólo, mientras hablábamos. Sin volver aún a mostrarme el rostro, siguió diciéndome:

– Por eso no hay solución, en el tiempo -me dijo-. Antes que admitir el fin de mi adoración la mataría, no sé si ve el caso; y antes que permitir su marcha algún día, antes que permitir que mi adoración siguiera, pero sin su objeto, la mataría igualmente. Es todo de una lógica estricta, bajo mi punto de vista. Por eso sé lo que tengo que hacer un día, quizá lejano, puedo retrasarlo al máximo, es todo cuestión de tiempo. Pero por si acaso la filmo a diario, no sé si me entiende.

– ¿No ha considerado matarse usted? -dije de pronto sin querer decirlo. Hacía ya rato que escuchaba porque tenía la sensación de no poder remediarlo y no porque lo deseara, y la mejor manera de no participar en la charla era no decir nada, comportarme como mero depositario de sus confidencias, sin objetar y sin aconsejar, sin rebatir ni asentir ni escandalizarme. Cada vez me parecía menos posible poner fin a aquella conversación, el camino que había tomado era interminable, así me lo parecía. Me picaban los ojos. Deseaba que se desarropara Luisa y se despertara, que reparara en mi ausencia y se asomara a la terraza como yo me había asomado. Que me viera abajo, junto a la piscina, a la luz debilitada de la luna en el agua, y me hiciera subir al llamarme, que dijera mi nombre y me rescatara así de la conversación con Viana, bastaba llamarme. Tendré que leer los periódicos con detenimiento a partir de ahora, había pensado mientras le escuchaba, cada vez que en un titular se diga que una mujer ha muerto a manos de un hombre tendré que leer la noticia entera hasta dar con los nombres, qué lata, ahora temeré ya siempre que pueda tratarse de Inés la muerta y Viana el que mata. Aunque todo pudiera ser una mentira suya, aquí en esta isla, mientras ellas duermen.

– ¿Matarme? No me corresponde -contestó Viana haciendo emerger el rostro de entre las manos. Me miró con una expresión más de divertimiento que de sorpresa, las comisuras le sonreían o casi, me pareció en la noche.

– Menos le correspondería matarla a ella para conservar la adoración de la muerta en una cinta, si le he entendido.

– No, no me entiende, me corresponde matarla por lo que ya le he explicado, nadie renuncia a la forma de la propia vida si tiene una idea bastante clara de cómo quiere pasarla, y yo la tengo, lo que no es frecuente. Y, ¿cómo decirle?, el asesinato es una práctica masculina, eminentemente, como la ejecución, y no así el suicidio, que es tan propio de los hombres como de las mujeres. Antes le he dicho que ella vislumbra lo que hay más allá de mí, pero lo determinante es que más allá de mí en realidad no hay nada. Para ella no hay nada; puede que lo ignore, debiera saberlo. Si yo me matara esto no se cumpliría, más allá de mí no debe haber nada, no sé si me entiende.

El pie de Viana parecía ya seco, el calcetín, en cambio, aún goteaba a buen ritmo sobre la hierba, colgado del respaldo de su tumbona. Creí sentir su humedad en mis pies calzados, imaginaba lo que podría ser ponerse aquel calcetín mojado. Me descalcé el pie izquierdo para rascarme la planta contra la punta de mi mocasín negro, el derecho.

– ¿Por qué me cuenta todo esto? ¿No teme que le denuncie? ¿O que hable con Inés mañana?

Viana cruzó sus manos sobre la nuca y se recostó en la tumbona, y entonces rozó con la calva el calcetín colgado. Reaccionó en seguida, incorporándose, como cuando a uno le roza una mosca. Se calzó el mocasín rojo que se había quitado ya mucho antes, cuando yo estaba aún en nuestra terraza, y eso le hizo perder el aire de desvalimiento y a mí me hizo pensar de pronto que la conversación podía acabarse.

– No se denuncian las intenciones -dijo-. Mañana nos vamos ya a Barcelona, no volveremos a vernos, salimos temprano, no habrá playa. Mañana habrá usted olvidado todo esto, no querrá recordarlo, no lo tomará en serio ni se acordará de mí, ni de ahora, ni tratará de averiguar nada. No preguntará en el hotel por nosotros, si salimos juntos, si pagamos la cuenta, si no ha ocurrido nada durante esta noche en la que el único despierto fue usted, hablaba conmigo. Ni siquiera le contará a su mujer lo que hemos hablado, para qué preocuparla, en el fondo no quiere creerme, lo conseguirá, descuide. -Viana vaciló un momento, pero continuó en seguida-. Y a poco que piense, si usted previniera a Inés no haría sino acelerar el proceso, me tocaría matarla mañana, no sé si ve el caso. -Volvió a vacilar, hizo una pausa, miró hacia el cielo, la luna, luego hacia el agua, luego volvió a hacer su gesto de agobio, esto es, se tapó la cara y así siguió hablando-. Y quién le dice que podría hablar con ella mañana, quién le dice que no lo he hecho ya, esta noche, hace un rato y antes de bajar aquí, quién le dice que no está ya muerta y que por eso le hablo, cualquiera puede morir en cualquier momento, nos lo enseñaban en el colegio, lo sabemos todos desde que somos niños, para ello basta entrar a formar parte del orden de la muerte, usted mismo dejó a su mujer dormida, pero quién le asegura que no ha muerto mientras hablaba conmigo, tal vez está agonizando en este mismo instante, ya no le daría tiempo a llegar arriba, aunque corriera. Quién le dice que no es Inés la que ha muerto a mis manos, y que por eso me afeité el bigote, hace ya mucho rato, antes de que usted bajara, antes de que yo bajara. O ambas. Quién le dice que no han muerto ambas, mientras dormían.

No le creí. La belleza ideal de Inés estaría dormida, sus ocho sortijas en la mesilla de noche, sus pechos voluminosos bien colocados sobre las sábanas, su respiración pausada, los labios idénticos entreabiertos como de niña, su pubis sin pelos haciendo un poco de mancha, esa extraña segregación nocturna de las mujeres. Luisa estaba dormida, yo la había visto, su rostro tallado y candido y aún sin arrugas, sus inquietos ojos moviéndose bajo los párpados, como si no pudieran acostumbrarse durante la noche a dejar de hacer lo que hacían durante el día, a diferencia de los de Inés, que probablemente estarían quietos ahora, durante el sueño que necesitaban para el mantenimiento de su belleza inmutable. Ambas estaban dormidas, por eso no se despertaban ni se asomaban, Luisa no había muerto durante mi ausencia, no tenía reloj, cuánto había durado. Instintivamente miré hacia arriba, hacia las habitaciones, hacia mi terraza y hacia las terrazas, y en una de ellas vi aparecer una figura envuelta en su toga de sábana, que me llamó dos veces, dijo mi nombre, como las madres dicen los de sus hijos. Me puse en pie. A la terraza de Inés, cualquiera que fuese, no salió sin embargo nadie.

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