NUEVE

Dos horas después, el Ministro de Seguridad y el Subsecretario abandonaban el despacho presidencial. El Ministro encendió un cigarrillo, en la antesala, y observó distraídamente el nutrido grupo de hombres vestidos de oscuro que aguardaban la audiencia con visibles muestras de inquietud.

– ¿Qué le pasa?-preguntó.

Leonardo se encogió de hombros.

– Está nervioso -dijo-. Las cosas van demasiado aprisa…

– Me ha gritado -murmuró el Ministro, con rencor-. Es idiota que me grite a mí. ¿Qué demonios tengo yo que ver con…?

– No lo tome en consideración. Está muy nervioso. Los estudiantes parecen más osados que nunca.

– ¿Siempre está de ese humor?

– Oh, no. Son las circunstancias…

– En las sesiones del Gabinete guarda otra compostura, otras formas… ¿Qué espera esa gente?

– Pertenecen a la comisión de Industrias Agrícolas. El Presidente les va a recibir.

Avelino Angulo pasó junto a ellos y entró en el despacho presidencial. El Subsecretario le observó de reojo. Un minuto después de haberse cerrado, la puerta volvía a abrirse. Angulo se dirigió al inquieto grupo agrícola e hizo una seña. "Por favor, ¿quieren pasar?" En el grupo se produjo una especie de conmoción. Los hombres se pusieron de pie casi con brusquedad, hubo carraspeos, algunos se ajustaron la corbata… Era evidente que casi todas las camisas eran nuevas y estaban concienzudamente almidonadas. Entraron en el despacho sin orden, atropelladamente, con torpeza.

El Presidente estaba de pie. Parapetado tras su mesa, los miró con frialdad. Los miembros de la comisión -eran ocho, en total-, anduvieron aún peor para situarse ante él. Se formó un desmañado semicírculo, en una maniobra sin gracia, como un burdo paso de baile que no se ha ensayado suficientemente. Todos pretendían huir de los extremos, tan próximos al Presidente.

– Bien -dijo el Presidente. Angulo desapareció con sigilo, cerrando suavemente la puerta, sin ruido alguno. La comisión tuvo una vaga conciencia de desamparo-. Bien, señores.

Todos miraron de reojo a un hombrecillo, situado rigurosamente en el centro, que sacaba apresuradamente unas cuartillas del bolsillo. Era el Consejero. Tosió, se aclaró la voz, adelantó un pie y lo volvió precipitadamente a su sitio. Al hombrecillo le sudaban las palmas de las manos. El Presidente observó sin simpatía el sospechoso montón de cuartillas: eran demasiadas. Aquel día, todo le fastidiaba. ¿Qué diablos querrían aquellos…? El Consejero rompió a hablar. "Señor Presidente -dijo. Su voz era inaudible. Denotaba una espantosa falta de seguridad-. Señor Presidente." Repentinamente, el hombrecillo se percató de que las cuartillas no guardaban su orden lógico. La comisión vio, espantada, que el Consejero procedía a ordenarlas, bajo la mirada fría de los ojos azules del Presidente. Pasaron varios segundos. Las cuartillas tardaban en encontrar su orden, y el Consejero se puso nervioso. Después, dio por terminado su arreglo, tosió, se aclaró quejumbrosamente la garganta y atacó de nuevo su discurso. "Excelentísimo señor Presidente", repitió. Su voz era fina como la punta de un alfiler. La comisión estaba desazonada. Habían estado seis meses aguardando aquella ocasión, desplazando constantemente un delegado, desde las ciudades de la costa, para lograr la entrevista. Y el delegado volvía sin ningún fruto, después de haber gastado una fortuna en dietas. "Imposible este mes -explicaba-. Me han dicho que, tal vez, el próximo." El Consejero dio cima a la primera cuartilla, vaciló sin saber qué hacer con ella, y optó por metérsela en el bolsillo de la chaqueta. El pequeño crujido del papel que se arrugaba subrayó el penoso silencio. Las cejas del Presidente se habían fruncido, tal vez, un poco. Sus ojos seguían siendo fríamente azules. El hombrecillo atacó la segunda cuartilla. Su voz permanecía inestable y llena de baches. A veces, se ahogaba en un lamentable quiebro, y entonces repetía la frase desde sus comienzos, lo que era infinitamente peor. En la comisión cundió el pánico. Todo quedaba deslucido y feo.

– "…de nuestra buena voluntad, de nuestra comunidad de ideas, de ese esfuerzo que advertimos y en el que todos deseamos colaborar."

El Presidente se aburría. Uno de los miembros cuchicheó, en la nuca del Consejero: "¡Más alto!". El hombrecillo inició un movimiento airado, se contuvo y siguió leyendo. "¡Idiota!", pensó. Pero trató de leer más fuerte. Mediaba la tercera cuartilla, cuando el Presidente levantó una mano. Los comisionistas se pusieron alerta.

– Señores -dijo el Presidente.

Le tuvieron que tocar el brazo al Consejero, para frenarle. No se había enterado de la interrupción. El Presidente aguardó, con una sonrisa, a recobrar la atención del hombrecillo. Dijo:

– Tal vez sea mejor que, sin protocolos, sin formalidades, me expliquen el motivo de su visita.

El Consejero se vio perdido. Se le estaba pidiendo que prescindiera de un escrito en el que había invertido varias semanas. El Presidente le ayudó.

– Ustedes me comunican que los Comités Agrícolas de la costa precisan créditos -dijo-, para la adquisición de utillaje.

Era magnífico. Todos asintieron, excepto el Consejero, que seguía pensando que hubiera sido preferible terminar su lectura.

– Pero yo les pregunto -continuó el Presidente-. ¿Han sido amortizados por completo los del ejercicio pasado?

Hubo cierta inquietud en el comité. El Consejero hizo algunos gorgoteos con la voz, algo ininteligible. Luego susurró, débilmente:

– Nuestro Tesorero General…

El Tesorero General del comité tenía una voz meliflua. Aguardaba una oportunidad así con ansiedad. Pletórico de seguridad, expuso:

– Prácticamente, un ochenta y cinco por ciento de…

En la antesala, Angulo levantó la cabeza y se encontró ante un hombre macizo, vestido de un gris indefinido. El ordenanza que le había acompañado susurró:

– Dice que el señor Subsecretario le ha citado…

– ¿Quién es?

– El comandante Torres.

Angulo tuvo un sobresalto. Miró de nuevo al hombre y se puso de pie. ¿Sería él…? Jamás le había visto, ni una sola vez. Pero era bien claro que se trataba de la misma persona. Sintió que el corazón golpeaba aceleradamente dentro de su pecho. Despidió al ordenanza y se acercó al visitante,

– Soy Avelino Angulo -se presentó. Y vio que aquel nombre no producía reacción alguna en el rostro del otro-. Oficial de la Subsecretaría.

– Oh, sí. -El comandante le dio la mano, mirándole de una manera perfectamente impersonal-. Mi nombre es Leónidas Torres, comandante retirado.

No rehuía la mirada de Angulo. Parecía tener un pleno dominio sobre sus nervios. Sus ojos no expresaban nada.

¿Y si tal vez no se tratara de…? Angulo hizo un gesto con la mano.

– Siéntese, por favor -dijo-. El Subsecretario está ocupado en este momento. Confío en que pronto…

– No se preocupe -y Torres levantó la mano, liberándole de todo posible embarazo. Tenía la cara cruzada por infinitas venillas rojas. Era un hombre eminentemente sanguíneo-. Tengo mucho tiempo. Pero siga con su trabajo, por favor.

Y parecía desear, efectivamente, que Angulo no se ocupara de él.

En su despacho, el Presidente levantó la mano.

– Resumiendo -dijo, y el Tesorero General, bien a su pesar, tuvo que callarse-. Existen amortizaciones pendientes.

La comisión permaneció en silencio.

– No es que el Gobierno -continuó el Presidente-, trate de restringir su sistema de financiaciones. No es eso, exactamente. Nos ocuparemos del campo, y ustedes lo saben, porque ello entra en nuestros planes de recuperación, porque debemos de hacerlo… Pero, sin ser restrictivos, es preciso obrar con cautela, con cuidado. Una importación masiva de utillaje traería consigo…

Angulo dejó de escribir y alzó los ojos. El comandante Torres ojeaba una revista. Ni una sola vez había levantado la cabeza. Y, sin embargo, estaban solos. Completamente solos.

Después de carraspear, Angulo se incorporó. No tenía ningún propósito definido, pero sus pies le llevaron hacia el visitante. Aun cuando debió oírle llegar, Torres no se movió. Angulo, a un metro del otro, simuló buscar un libro en una estantería. Tocó los lomos de los volúmenes, medio sacó uno, lo volvió a empujar hacia el fondo. Torres, indiferente, pasó una hoja de la revista, bostezó, se arrellanó aún más en el sillón. Angulo se encontró mirando las finas puntas de unos zapatos de charol, rabiosamente brillantes. Sacó un libro y fingió interesarse en su contenido. Estaban demasiado cerca el uno del otro. ¿Acaso estaría equivocado? Pero no era posible. Sin duda, se trataba del miembro ejecutivo del partido.

Ocurrió algo increíble. Torres rechazó la revista, la dejó caer sobre la mesita vecina, y quedó, sosteniendo el mentón entre sus manos, como el hombre que no sabe exactamente qué hacer para distraerse unos minutos. Es más: hasta contempló brevemente, con una curiosidad desvaída, las actuaciones de Angulo. Era inconcebible. Si se trataba del hombre que Angulo suponía, alardeaba de un control sobre sí mismo inexplicable. Ni tan siquiera había necesitado el fácil refugio de una revista para…

Angulo volvió a su sitio. Pensó que también podía ocurrir que Torres no recordara su nombre. Pero aquello era absurdo. ¿No se había ocupado personalmente de que le dieran a él aquel cargo?

El Presidente despedía a la comisión con palabras huecas. Prometía vagas ayudas, futuros y detenidos estudios del problema. Los hombres vestidos de oscuro salieron con menos apelotonamiento que al entrar.

Cuando Angulo penetró en el despacho, vio que el Presidente tenía un gesto indefinido, entre cansado y aburrido. Sin desearlo, descubrió en aquellos ojos azules, entonces sin máscara, una vaga expresión de inocencia. Eran unos ojos sumamente azules.

– ¿Noticias?-preguntó el Presidente.

– Dos nuevos informes -explicó Angulo, escuetamente. Había descubierto que el Presidente odiaba las palabras-. La situación permanece igual. Los delegados no desean parlamentar.

– ¿No quieren hacerlo?

– Creo que no me he expresado bien -y, a su pesar, Angulo se sonrojó-. Lo que quise decir es que no han iniciado ninguna negociación. Comprendo que es muy distinto, Excelencia.

– No. -El Presidente se sentó-. En el fondo, es lo mismo.

En la antesala, los miembros del comité recibían sus abrigos y se los iban poniendo, ayudándose unos a otros. Guardaban un silencio hosco. Solamente el Consejero preguntó, por décima vez:

– ¿De verdad he estado bien?

– Sí, sí. Muy bien -le dijo alguien.

– No sé… Me parece que mi voz no era muy firme.

– Lo de siempre -dijo el Tesorero General, en voz baja, al Vicesecretario-. Palabras.

– Luego hablaremos.-Y el Vicesecretario miró, con desconfianza, a un hombre macizo, casi enterrado en un sillón, que miraba divertidamente cómo los del comité se colocaban los abrigos-. Todo el mundo sabe que el Presidente…

– Es una lástima que no le hayan dejado terminar de leer.

– Sin duda -asintió el Consejero, convencido-. La palabra escrita es siempre más eficaz que…

– ¿Qué me decía del Presidente? -preguntó al Vicesecretario su compañero, interesado.

– Todo el mundo dice que ya no tiene poder. Yo lo vengo sospechando hace tiempo… No es el mismo hombre que derrocó a Salvano.

– ¿Cree usted eso, de verdad?

– Oh, sí. Le falta vigor.

El hombre que aguardaba en el sillón bostezó ahogadamente. Tal vez, si tenía un oído muy fino, hubiera podido oír algunas palabras. Pero no parecía interesado. Consultaba su reloj de pulsera, y algo que debió ver en la esfera pareció llamarle grandemente la atención.

– Me parece que el Tesorero General -confió el Consejero, con voz de conspirador-, no ha sido muy diplomático.

– ¿Le parece a usted?

– Demasiado franco. Demasiado brusco. Hay que tener más cuidado: se trata del Presidente de la República.

– Creo que tiene usted razón…

– Vigor… -meditó el Tesorero General-. No sé.

El Presidente preguntó:

– ¿Y el policía herido por la explosión? ¿Se ha vuelto a saber algo?

– Sigue muy grave. Le han intervenido ya dos veces…

– ¿Y el chico?

Angulo arrugó la frente.

– Perdón -dijo-. No le comprendo, Excelencia.

– El estudiante que arrojó la bomba… No recuerdo cómo se llama.

– Carvajo, me parece.

– Sí, Carvajo. -El Presidente quedó pensativo, como si no supiera muy bien lo que deseaba preguntar, o como si hacerlo le resultara engorroso-. ¿Qué edad tiene?

– Dieciséis o diecisiete años… No lo sé, con seguridad.

– ¡Dieciséis años!

Quedó en silencio. Angulo observó su rostro, sus manos, su frente. Por la ventana entraba ahora un rayo tibio de sol, y caía directamente sobre la mano izquierda del Presidente. Era una mano noble, cruzada por venas sobresalientes y de color vino.

– Averigüe su edad exacta -dijo el Presidente, como si aquélla fuera para él una cuestión fundamental-. Y, cuando lo sepa, venga a decírmelo.

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