TREINTA Y TRES

Concédase a sí mismo unos días de asueto -dijo Jaramillo, jovial. Había cesado temporalmente de llover, y hasta entraba un tibio rayo de sol, que llegaba, justamente, hasta su pie izquierdo-. Está nervioso y… ¿Cómo no iba a estarlo? Ha tenido usted los nervios en tensión, contenidos, como si le fueran a estallar… Pero ahora ha terminado todo.

– ¿Terminar? -preguntó Angulo-. No comprendo qué es lo que ha terminado.

– No sea sutil, por favor. -Jaramillo sacó un papel-. Ahora me va a decir que una cosa que no ha comenzado no puede terminar…

– Y así es.

– Pero lea, lea usted esto… El propio Salvano ha firmado la carta. Prohibición absoluta de violencias. Ningún derramamiento de sangre. No hay absolutamente nada que hacer.

Angulo se acercó a la ratonera. El rebullir inquieto del interior se recrudeció con su movimiento. Dijo:

– Entonces ¿por qué tengo ahora menos calma que nunca?

– Cuestión de nervios. Unos días sin pensar en nada; créame, eso es lo que usted necesita. Míreme a mí: tengo ratones. Le resulta incomprensible que ellos me devuelvan el equilibrio ¿verdad? Pues es así. Después de una jornada agotadora, no hay como jugar con ratones para… ¿Ya sabe por cierto, que ella los mataba, ella, y que me ha prometido no volver a…? Me estoy refiriendo a mi cuñada, a Alicia.

– ¿Sí?

– Confesó haber matado tres… Imaginese: mis predilectos. En cuanto descubría que alguno era mi favorito, le largaba azúcar con estricnina. Muerte instantánea, por supuesto. Pero hemos hecho un pacto: ella no matará más ratones. Y por Dios que ahora la creo.

Estaba contento, rebosaba satisfacción. Hasta parecía ligeramente más ancho dentro de sus tirantes.

– Ya sé lo que está pensando -siguió, con otro tono de voz-. Sin atentado, nuestras posibilidades de recuperar el Poder son mínimas.

– Yo las llamaría inexistentes.

– Salvano, sin embargo, no piensa igual. Dice que el régimen se tambalea. Y tiene razón: los estudiantes han logrado formar una fuerza común. Usted sabe que las Universidades permanecen cerradas, que no existe atisbo de que por el momento se abran… Por otra parte, el Ejército disiente, la reforma agraria ha fracasado… Y ahora, para colmo, la noticia que usted me trae: el estudiante será ejecutado. ¿Es cosa segura?

– Si, el presidente ha firmado la sentencia de muerte.

– Ha encendido la mecha de un polvorín… Todos simpatizan con el estudiante. No le conocen, ni casi sabe lo que significa, pero le quiere. El pueblo funciona, muchas veces. ¿Por qué ha hecho eso el presidente? ¿Por qué? ¿Es un hombre desesperado?

– No lo sé. Creo que sí. El ha empleado la palabra “escarmiento”.

– Pero…, los ministros ¿no han tratado de disuadirle, de suavizar la pena?

– Si, lo han intentado. Incluso el jefe del B.A.S. ha tratado de influirle.

Angulo recordaba muy bien aquellas entrevistas. El presidente, luchando por mantener la serenidad en sus ojos azules, luchando por imponer su palabra. Frente a él, las razones, los juicios, los consejos… Y resultaba cómico ver de qué manera rebotaba todo, no contra la decisión en sí, sino contra la decisión de mantener la palabra dada, de imponerse, de hacer prevalecer su fuerza. Más de diez veces, sus labios pronunciaron la frase: "Será muerto por fusilamiento". Y, al final, casi jadeaba. Y estaba cansado, pero con un cansancio que no provocaba lástima, sino que inspiraba cierta repugnancia. Era algo así como el cansancio que sobreviene a un hombre vicioso que se ha satisfecho, y empieza ya a sentir vergüenza y deseos de evadirse de sí mismo. Luego, le habían dejado solo. Todos, menos Leonardo, cuya presencia había requerido. Pero el Subsecretario entró en el despacho con desgana, sin desear levantar los ojos, como si en ellos hubiera algo que fuera preferible no viera nadie. Y el Presidente había preguntado:

– ¿Se han marchado todos?

– Sí, Excelencia. Todos.

– ¿Qué comentaban, al irse?

– No lo sé, no he oído nada. Han salido muy de prisa…

– Tú, Leonardo ¿crees que me he equivocado?

Pero Leonardo se había encogido de hombros, había preferido no responder y recoger de la mesa cosas que tal vez no hubiera olvidado, que fueran un mero pretexto para tener baja la cabeza. Y de nuevo:

– Vamos, hombre. Siempre hemos hablado con claridad, siempre nos lo hemos dicho todo… Nos hemos entendido.

Y Angulo recordaba que, al levantar los ojos, Leonardo había visto sin duda la súplica que reflejaba el rostro del otro. No era cierto que se entendían. Hacía ya tiempo que no había claridad ni entendimiento entre ellos. Hacía tiempo que Leonardo advertía los nervios excitados del Presidente. Y contemplaba, casi con placidez, su desmoronamiento moral.

– Creo que la sentencia -opinó el Subsecretario-, ha sido demasiado dura.

– Pero era preciso, Leonardo, era preciso. ¿No decían que yo tenía menos vigor, que iba envejeciendo?

Y el Presidente, mientras se rascaba nerviosamente la nuca, se mostraba abiertamente desazonado ante Leonardo y Angulo, sin pudor ya para ocultar sus reacciones. Pedía más ayuda que nunca.

– Tal vez -insinuó Leonardo, cautelosamente-, habría sido más interesante hacerle pasar a la Jurisdicción Especial de Menores…

– ¿Interesante? ¿Para quién, interesante?

Y Leonardo había callado, porque era obvio que se refería al mismo Presidente. Había callado esperando que la idea entrara por sí sola, sin necesidad de penosas ayudas.

– Interesante -dijo el Presidente. Estaba desencajado-. Es claro que te refieres a mi propio interés ¿verdad?

– Sí.

– No, no estoy de acuerdo. No podía ser, eso es todo. ¿En qué me hubiera beneficiado levantar la pena?

– ¿Recuerda a su novia, a Elvira Lleras? Ella dijo… Claro que estaba fuera de sí, furiosa. A veces, un acto aparentemente débil se estima fuerte, precisamente, porque pudo haberlo sido y no lo fue. No sé si me explico…

– Sí, sí te explicas. -El Presidente volvió a rascarse la nuca. Parecía haber adquirido el convencimiento de que, aquel día, todo le saldría mal, de que se equivocaría siempre-. Un acto de fuerza porque pudo haber sido duro y no lo fue ¿verdad?

– Exactamente.

– Pero ya es tarde… Además, no estoy conforme. Nadie lo entendería, se provocarían más incidentes, habría atentados… Ya no puedo cambiar mi palabra. He dicho a todo el mundo que no lo haría. Como si se hubieran dado cita… Así han pasado todos por aquí. Hasta tú, Leonardo.

Angulo recordaba todo, todo. Y cuando marchó también Leonardo, y el propio Angulo abandonó el despacho presidencial dejando en él un hombre con la mirada fija en el suelo, tomó la decisión de hacer aquello, de hacerlo de todas formas, aun sin el consentimiento de Salvano. A menos que el muchacho no muriera, a menos que el Presidente revocara la sentencia. Pero aquello era poco probable.

– Mañana -dijo Angulo, y el tono de su voz sorprendió a Jaramillo-, el Presidente entrará en su despacho como todas las mañanas. Pero estará demacrado. No habrá dormido en toda la noche. Le conozco: es así. Habrá dado vueltas y vueltas al caso Carvajo, y tal vez haya tomado una decisión distinta. Pero es poco probable.

Se detuvo. Jaramillo parecía esperar a que continuara hablando. Los ratones gritaron, tal vez sin causa ninguna.

– Me hubiera gustado -dijo Angulo-, que alguien pudiera decirme si iba o no a obrar bien. Pero estoy solo.

– ¿Piensa seguir adelante, entonces?

– Sí. A menos que el estudiante no muera.

– A menos que el estudiante no muera -repitió Jaramillo, pensativamente-. Es como una oportunidad para el Presidente ¿no es eso?

– Es una oportunidad.

– Sí, pero él no lo sabe. -Jaramillo miró sus ratones-. Usted deseaba que alguien le dijera lo que tenía que hacer, y ya lo ha conseguido. Ahora, aunque el Presidente no lo sepa, usted descansa en él.

Angulo no dijo nada.

– Tal vez -apuntó Jaramillo- esto no le guste a Salvano.

– No importa. Salvano ha de volver, de un modo u otro. Éste es un camino rápido, más rápido que ningún otro.

– Salvano está preparado -dijo Jaramillo. Era evidente que pensaba en voz alta-. Presumo que el Ejército está con él. ¡Dios lo quiera! Lo que sí es evidente es que la Universidad permanece a su lado. Pero la Universidad no es una fuerza de choque.

– No habrá choque -dijo Angulo-. Salvano ocupará inmediatamente el Poder. Se promulgará, transitoriamente, una ley marcial. Todo eso se nos dijo, el día en que…

– Sí, lo recuerdo. No hay razón para que nada haya variado.

Permanecieron en silencio. Luego, Jaramillo levantó lentamente la cabeza, abandonando la contemplación del rayo de sol, y preguntó:

– ¿Y usted? ¿Qué será de usted?

Angulo miraba fijamente la red que ocultaba los ratones.

– No lo sé -dijo.

– ¿Tiene pensado…?

– No, no tengo pensado nada.

Una hora después, Jaramillo permanecía en la misma postura, contemplando el tibio rayo de sol, que derivaba lentamente hacia la izquierda. Pero hacía ya tiempo que Angulo había marchado. Estuvo tentado varias veces de marcar el número del teléfono del comandante Torres, pero no se decidió nunca a hacerlo. Avelino Angulo era un idealista, un hombre muy singular. Y estaba nervioso.

Pensó que era absolutamente imposible predecir cómo iba a obrar un idealista.

Загрузка...