CUARENTA Y UNO

Hola -dijo Antoine, después de cerrar a sus espaldas la puerta de "La Papaya".

Todos le miraron. Solamente el ciego permaneció con la cabeza baja, como si meditara alegremente sobre cualquier cosa. Antoine se sentó, con cierta violencia. Había más humo que de costumbre, en el bar, y aquello le provocó una tos rápida y ridícula.

– Nosotros creíamos -dijo el dueño, como si tratara de resumir o justificar el silencio que se había producido-, que se lo habrían llevado. Nos lo dijo ella.

El ciego se rió, por lo bajo, como si se acordara de algo muy gracioso a lo que solamente él tuviera acceso.

– Sí, me llevaron -dijo Antoine. La prostituta, que estaba sentada en una mesa alejada, se levantó y empezó a pasearse frente a él-. Pero ya no tengo nada que temer. Me han soltado.

– ¿Seguro que sí? -preguntó el dueño-. ¿Seguro que no nos traerá complicaciones? No se habrá escapado, supongo.

– Nadie escapa de "El Infierno" -dijo el viejo indio, sentenciosamente. Pero no parecía decírselo a nadie más que a la niña que le acompañaba.

– No, no me he escapado -dijo Antoine. Le molestaba la mirada impertinente de la prostituta y la quietud pasmada del ciego. Le molestaba que todos se ocuparan de él.

– ¿Qué tiene en el cuello? -preguntó la mujer.

– ¿Dónde?

– Ahí, en el cuello…

– Nada -y Antoine se protegió aquella zona con la mano-. Me caí por las escaleras.

– Desde luego -dijo ella, mofándose-. Todos nos caemos por las escaleras.

– Siéntate -dijo el dueño, a la mujer-. Déjale en paz.

El ciego preguntó:

– ¿Estuvo usted abajo?

Todos le miraron. La voz del ciego era profunda, pero él parecía un hombre alegre.

– ¿Dónde dice usted? -quiso saber el indio.

– Se lo pregunto a "él" -puntualizó el ciego-. Seguro que ya sabe a dónde me refiero.

– No, no sé nada -dijo Antoine.

El ciego se encogió de hombros.

– También eso es posible -dijo, con indiferencia-. A todos no les llevan allí.

– Pero tiene una señal roja en el cuello -dijo la mujer-. Una señal muy reciente, recientísima.

– ¿Dónde es "abajo"? -volvió a preguntar el indio. Parecía sumamente intrigado.

– Los sótanos -aclaró el ciego. Y luego explicó, escuetamente-: Allí me quitaron los ojos.

– Por favor -suplicó el indio-. La niña. Tenga consideración. No digan cosas que…

– ¿Es que hay una niña? -preguntó el ciego. Se encogió de hombros, otra vez-. Nunca lo hubiera imaginado.

– Viene conmigo -explicó el indio, animadamente-. Y no tenemos el menor parentesco. Pero me sigue.

– ¿Por qué le sigue?

– Ah, no sé. Como un perrito.

La niña tenía los ojos muy abiertos.

– Algo se traerá usted entre manos -murmuró el ciego, desconfiado-. Me molestan los viejos que se hacen acompañar de…

– Se lo suplico -y el indio levantó una mano enfáticamente-. No vaya usted a…

– ¿Con qué le hicieron esa señal? -preguntó la prostituta.

– Con nada. -Antoine estaba fastidiado-. Me la hice yo solo.

– Seguro -dijo ella-. Al afeitarse, ¿verdad? Ah, Europa, Europa…

Antoine pidió una copa y la vació de un trago. Parecía, ahora, sentirse mejor. Pero resultaba extraño que Sabatina no quisiera que… Fue en busca de otra copa.

– ¿Tiene dinero?-preguntó el dueño.

– Sí -dijo él.

La atención que había acaparado al entrar empezaba a dispersarse. Sólo la mujer, refiriéndose a la marca en el cuello, murmuró: "Seguro que con un hierro al rojo vivo…", y volvió a sentarse en su sitio.

Antoine siguió bebiendo. Las copas le fueron ayudando a recordar lo que le había ocurrido antes de entrar en "La Papaya". Tan pronto como abandonó la Prisión, fue a su piso. Sabatina se había quedado muda, al verle.

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó-. Has adelgazado.

– Ahora recuperaré -prometió Antoine-. Me han soltado.

– ¿Te han hecho algo? -quiso saber ella. Estaba un poco desagradada, un poco demasiado sorprendida-. No, no entres ahora. Ya te explicaré.

– ¿Por qué no iba a entrar?

– Luego… No, no entres. Hazme caso. Vete a "La Papaya" y yo iré en seguida a buscarte. Los dos necesitamos un trago.

– Sí. -A él le gustó la idea-. Hace tres días que no…

– Claro. Vete, ahora. Yo iré en seguida.

Mientras bebía, Antoine recordaba que ella había cerrado la puerta demasiado pronto, con demasiada prisa. ¿Qué demonios…?

El ciego dijo a la prostituta:

– Ya no se emplean esas cosas por allí abajo.

– ¿Qué cosas?

– Hierros al rojo vivo.

– ¿Por qué no?

– Oh -y el ciego hizo un movimiento ampuloso-. Se ha demostrado que no son eficaces.

– Usted está loco -dijo ella.

Sí, había sido extraño. Antoine estaba perplejo. En realidad, no le habían dejado entrar en su propia casa, en su propio piso.

– Ahí viene -dijo el dueño, de pronto.

Se refería a Sabatina. Antoine no lo comprendió hasta que ella abrió la puerta y entró en el bar. El ciego levantó la cabeza y dijo:

– Conozco ese perfume.

Sabatina se sentó, mirando a Antoine a los ojos. Sonrió de una manera muy afectuosa.

– Hola -dijo.

– ¿Perfumes? -preguntó la prostituta-. ¡No me haga reír!

– Has tardado mucho -murmuró Antoine. Tenía miedo, no sabía por qué. Escondía constantemente sus dedos sin uñas-. Y no has querido que yo entrara en casa. No me lo explico…

Ella preguntó:

– ¿Me convidas a una copa?

Pero era como si deseara ganar tiempo para pensar en cosas. Cuando tuvo la copa delante, preguntó de nuevo:

– ¿Piensas marcharte a Bruselas?

– No, no me voy a ir. Me revienta, pero me tengo que quedar en este país. Me han invalidado el certificado médico…

– Entonces ¿ya no te sirve?

– No, no me sirve. Y van a armar un buen jaleo al médico que… ¿Por qué me preguntas esas cosas?

Ella murmuró, cuidadosamente, mientras examinaba las infinitas rayas que cruzaban la mesa de madera, mientras dibujaba círculos húmedos con la base de su copa:

– Hay un hombre ahora en el piso.

Antoine tragó saliva.

– ¿En qué piso?

– En el tuyo, Antoine. En el nuestro.

– Te estás burlando… ¿Un hombre, has dicho?

– Sí… Tenía mucho miedo, era muy malo estar sola. Le dije que viniera.

– ¿Todavía está ahí esa niña? -preguntó el ciego.

El indio se volvió, dignamente.

– Sí que está -contestó-. ¿Es que le molesta?

– Usted no es un hombre de bien -sentenció el ciego-. No se puede andar por las calles con una niña ajena, y traerla a los bares…

Antoine fue a levantar una mano, y el dueño del bar le miró.

– Aquí no podrías hacerlo -dijo Sabatina-. Trata de comprender.

– Eres una perdida -dijo Antoine. Había palidecido un poco-. No lo puedo creer. Pensabas que ya no volvería nunca, ¿verdad? Y te alegrabas de…

– Sí, eso pensaba. Pero no me alegraba, estaba muy triste. Desesperada. Todos me decían que jamás te volvería a ver. Tenía mucho miedo, estando sola.

– No puedo perdonarte lo que has hecho -dijo Antoine. Se dijo que las cosas que había a su alrededor empezaban a adquirir fisonomías muy tristes-. No te lo perdonaré jamás. Y esta noche, esta noche te acordarás de mí. ¿Quién es ése?

– Nunca me ha pegado. Le conocí en el Hospital.

– Pero a ti te gustaba que yo te pegara de vez en cuando…

– No, no me gustaba. Ahora sé muy bien que no. Este hombre no me pega y así me gusta más, así me gusta mucho más.

– ¿Duermes con él?

Era una pregunta idiota

– Sí, sí.

– Eres una zorra. ¿Está en el piso, ahora?

– Sí. También estaba cuando tú has…

– Vete y dile que se vaya.

– Pero no puedo. Tienes que comprenderlo. Ahora vive con…

– Esta noche te acordarás. Te vas a acordar.

Sabatina bajó la cabeza. Antoine no comprendía.

– ¿Esta noche? -preguntó ella.

– Te romperé los huesos, tenlo por seguro. Descubrirás que…

– Pero no, Antoine, pero no me entiendes. Ya no volveré contigo.

La frase flotó en el aire. Y se había producido un silencio en el bar, precisamente cuando Sabatina hablaba, y la niña había levantado la cabeza y les miraba con los ojos muy abiertos. Las fisonomías que rodeaban a Antoine ya no eran tristes, como antes, sino incoloras, grises.

– "¡Hombre de bien!" -murmuró el indio-. ¡Simplezas! Usted no sabe lo que dice.

– Te suplico que lo entiendas.

– No hablas en serio -.Antoine vació una copa más. El alcohol le hizo sentir fuego dentro de sí-. Tú y yo hemos vivido siempre juntos. Ahora te estás burlando un poco, te estás riendo de mí… Dentro de un minuto me vas a decir: "Todo era broma, todo era para saber si yo te importaba un poco o no…".

– No, no. Te juro…

– Claro que sí. -Antoine miró a su alrededor con el gesto de quien posee una verdad indiscutible, algo que está más allá de toda polémica. La niña le contempló mansamente, con ojos muy grandes, muy serios-. Eres incapaz de hacer una cosa así a Antoine.

El indio levantó un poco más la voz.

– Le salva a usted -dijo, magnánimo-, el hecho de ser ciego. Agradezca a sus verdugos…

– Yo no tengo nada que agradecer a nadie -dijo el ciego, aburridamente.

– Porque tú y yo -siguió Antoine muy de prisa, muy de prisa, porque la cabeza de ella se movía diciendo que no, una y otra vez-, nos hemos entendido siempre. Ahora que lo pienso, cada vez te pegaba menos. Antes yo era un cochino que me pasaba el día entero hablando de cómo me iba a ir a Bruselas, de cómo te ibas a quedar sola. Pero ahora me quedo en este país, me quedo con Sabatina… Este país no está mal. Tiene fuerza, es un país del porvenir. Yo me voy a acostumbrar muy pronto.

– Pero yo no deseo seguir así -aseguró ella-. Hace falta que lo entiendas. ¡Oh! Te han hecho mucho daño en el cuello y en los dedos…

– No me han hecho nada. Tú "tienes" que seguir a mi lado.

Ella le miró de frente,

– ¿Por qué? -preguntó.

Antoine hizo un ruido sordo. Podía haber sido un sollozo, ella no estaba segura. Luego dijo:

– No lo sé. Me haces falta. Esta ciudad es muy grande…

– Pero debes entender -y la voz de Sabatina era ahora muy suave-. Tú estás enfermo. Yo… era como si no durmiera con un hombre. Además, sabes que no te puedes curar, que vas a vivir poco. A él, a ese hombre, le expliqué lo que tenías…

Antoine levantó la cabeza.

– Le dio un nombre, un nombre raro… Se dio cuenta muy pronto de la clase de enfermedad que tenías, cuando yo le expliqué que… Espera, lo tengo aquí apuntado.

– No me lo digas.

– Sí… Mira, está aquí. Si-fi-lis. ¿Es eso?

Antoine asintió.

– ¿Sífilis? -repitió ella. Le gustaba la palabra.

– ¿Le dijiste también que tú llevabas esa enfermedad encima, que tú me la contagiaste?

– No, no le dije eso. Nunca lo he creído, es una mentira.

– Entonces -y Antoine hizo una seña al dueño, para que le sirviera otra copa-, él contraerá también la enfermedad. Tarde o temprano.

"Los dos estábamos degradados -explicaría Antoine, mucho más tarde, al viejo indio, que le escucharía sin entenderle apenas-. Pero yo me daba cuenta, y ella no, de modo que mi degradación era aún mucho mayor."

Vio cómo se marchaba. Era la primera vez en que ella se encaminaba sola al piso, sin que él hiciera otra cosa que seguirla con la mirada. Todavía no había empezado a preguntarse dónde dormiría, y con qué cosas o afectos llenaría ahora el tiempo que le quedaba. También era la primera vez que él había renunciado a volver a Europa. ¿Cómo se empieza a vivir una vida, cuando la vida está ya casi acabando, y acabando mal? Si uno ha tenido dos o tres monigotes, cosas parecidas a una ilusión, ¿qué hace si también esos monigotes se acaban? Era preciso apoyarse en alguna parte, aunque fuera vil, para tener un poco de fuerza y abrir los ojos cada mañana. Y también para cerrarlos transitoriamente, mientras se espera un poco de sueño por las noches. Era preciso "algo", aunque sea malo o falso. La nada es imposible, no tiene sentido.

Pero ella se fue, y antes le pasó los dedos por el cuello con cuidado, con infinito cuidado. Y Antoine no sintió dolor. Tal vez algún día consiguiera olvidar al chino, todo era probable.

A las tres de la madrugada, Antoine se hallaba ante la fuente de un parque. Creía que se llamaba el Parque de los Reyes, pero no estaba seguro. Hacía frío. Por suerte, no llovía, pero no podría tardar en empezar de nuevo, pues estaban en plena estación, de modo que algo habría que pensar. Se recostó en un banco de madera y empezó a mirar las estrellas del Hemisferio que no conocía, mientras la conversación y los pasos arrastrados que llegaban por su espalda se iban acercando. Ya sabía quiénes eran, los que llegaban. Le habían venido siguiendo desde que saliera de "La Papaya", pero no trataba de esforzarse en comprender por qué. Mirando a su alrededor, se dijo que le gustaría pensar que aquél era un gran país y todo eso del futuro, pero aquel pensamiento le daba náuseas.

El indio y la niña le alcanzaron. El indio se sentó a su lado, resoplando, sin decir palabra, pero la niña se quedó en pie. Antoine la miró. Era delgada, y apenas tenía ropa. En la oscuridad no se veían muy bien sus ojos, pero él supo que le estaban mirando.

– Ya he visto cómo se iba -dijo el indio, y resultaba claro que se refería a Sabatina-. Pero no debe preocuparse.

– No entiendo para qué me han seguido…

– No, no. -El indio hizo un ademán. Resultaba ridículo con aquel sombrero usado, con aquella ruana casi deshecha-. Nosotros vivimos cerca de aquí…

– ¿Los dos?

– Ella y yo -y señaló a la niña-. Vivimos en Las Caucas.

Antoine asintió. Las Caucas era un barrio extremo y miserable, montado con desperdicios de hojalata y materiales robados.

El indio dijo a la niña:

– Explícale cómo es nuestra casa.

Pero la niña no dijo nada.

– Tenemos una casa -siguió el indio-. Hay sitio para uno más. ¿Tiene usted algún dinero?

– Yo no le he pedido nada.

– No estorbaría. A ella no le importaría. Pero sería mejor que tuviera algún dinero…

– ¿Unos diez pesos?

– Bueno, unos diez o quince pesos. Está cerca de aquí, a menos de un paseo. Piense que va a llover de un momento a otro.

Antoine se preguntaba ahora qué efecto producirían los tres, vistos desde lejos, mientras caminaban despacio hacia Las Caucas. Hizo una mueca. Le hubiera gustado reírse de sí mismo. Y también que Sabatina les hubiera visto.

Al amanecer, despertó con frío. El suelo estaba húmedo, y el cuello le dolía de una manera horrible. Y también los dedos. Algunos le habían empezado a sangrar. Contempló al indio. Dormía profundamente, hecho un ovillo, con el sombrero puesto. También miró a la niña. Entraba ya bastante claridad matinal, a pesar de que la lluvia arreciaba ahora y el cielo debía estar muy oscuro. Le hubiera gustado pensar que el semblante delgado de la niña expresaba cansancio, tal vez repugnancia. Pero se fue dando cuenta progresivamente, a medida que la miraba, de que no expresaba absolutamente nada. Era solamente el semblante de una niña que dormía.

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