CUARENTA Y SEIS

Alas cinco de la madrugada le venció el sueño y dejó de vigilar a la rata. Luego, a la hora en que despertó, supo que la rata se había acercado mucho más, pues justamente debajo del camastro aparecían sus excrementos. Su problema principal consistía en, una vez que se durmiera, no dejar que su mano resbalara desde el camastro hasta el suelo. Aquella posibilidad le horrorizaba. Por el suelo merodeaba la rata.

– Los polvos puede echarlos por todo el suelo -aconsejó el doctor Martín, a la mañana siguiente, después de escuchar a Avelino Angulo-. No creo que, después de eso, le vuelva ya a visitar ninguno de esos…

Angulo preguntó, súbitamente:

– ¿Por qué viene a verme?

Martín no respondió.

– ¿Le ha enviado Jaramillo?

– No. Desde nuestra conversación en la lechería que le he contado, no he vuelto a verle. No tenía objeto.

– No, no tenía objeto -dijo Angulo. Recordó con tristeza todas las confidencias que le acababa de hacer Martín-. Me duele decir que todo ha sido una enorme trampa, porque comprendo que yo he sido la víctima… Todos han sido muy hábiles.

– Sí, muy hábiles -asintió Martín-. Pero usted no debe pensar que todos estén implicados. Solamente una, tal vez dos personas, tenían un objetivo distinto que la vuelta de Salvano.

– El comandante Torres, sí. Ahora comprendo su amistad con Leonardo, y tantas otras cosas… Y tal vez Jaramillo.

– No lo crea. Jaramillo, probablemente, nada sabía de todo esto.

– En todo caso, ya nada importa. El verdadero culpable no es ni tan siquiera Torres, sino quien asume ahora el Poder: el verdadero organizador de la conspiración. He aquí que, sin saberlo, yo trabajaba realmente a sus órdenes…

Angulo hizo un gesto, un rictus de tristeza, y luego continuó:

– ¿Sabe? Mi problema fue siempre, desde que recibí la orden de matar, saber si obraba o no como debía hacerlo. Tardé mucho en separar de mi cabeza la idea "crimen", mucho. Pero creo que lo que más me preocupaba era conocer mi reacción posterior. Presentía que la satisfacción o remordimientos que después de ejecutado el Presidente podía sobrevenirme sería una sensación definitiva, fija. Presentía que esa sensación sería lo más auténtico que hubiera habido jamás en mi vida, lo más importante… Cuando la renuncia a matar me tentaba, creo que me preocupaba ignorar de una manera definitiva lo que… La idea de matar al Presidente, al final, me obsesionaba. No sé si usted me comprende.

– Creo que sí.

– Pero no fui honesto… Me faltó honradez. Primero tomé la decisión de ejecutar al Presidente, y luego quise razonarla y justificarla. Primero llegué a la conclusión, y solamente después busqué las premisas… Ahora sé por qué lo hice así: ningún razonamiento me hubiera llevado, por sus propios cauces, a la conclusión de que matar era necesario.

Se acercó a la pequeña ventana enrejada. Mediaba diciembre y la cárcel era extraordinariamente fría.

– Nunca -siguió Angulo-, ni tan siquiera en el momento en que disparaba, llegué a estar totalmente convencido de que era necesario. Llegué a pensar que era cosa de los nervios, que una vez que el Presidente hubiera muerto, vería con absoluta claridad que había sido necesario. Pero tampoco entonces sucedió… Pero nunca imaginé que el final pudiera ser tan grotesco. ¿No cree que ésa es la palabra? ¡Grotesco!

– Sí, me temo que es bastante ajustada.

– Me mandaron un sacerdote, por lo menos. Y el sacerdote me dijo: "Arrepiéntete de tu crimen". Así le llamó: "Crimen". Yo le contesté que no estaba muy seguro de si debía o no arrepentirme, y él se quedó confuso y disgustado. "Es que ese hombre -le dije yo-, nos estaba haciendo mucho daño. Era preciso que alguien…" Pero no le convencí. Se santiguaba a cada paso, mientras decía: "Jesús, Jesús, ¡qué barbaridad!". Yo le pregunté si, en el caso de que la muerte del Presidente nos hubiera repuesto un régimen mejor, yo debía también de arrepentirme. Y él se puso nervioso. Me habló de fines y de medios, del empleo de la violencia… Me parece que ninguno de los dos llegamos a quedarnos muy convencidos.

– ¿Le preocupa la muerte? -preguntó Martín.

– Sí -contestó rápidamente Angulo-. Y, sobre todo, me preocupa no poder imaginarla. Me obsesiona desde hace días la idea de cómo quedará mi mente después del fusilamiento. No sé si me explico… Quiero decir que no me gustaría sumergirme en la Nada. ¿Usted tiene fe?

– Todos tenemos fe -suspiró Martín-. La fe no se tiene nunca de una manera tan absoluta como cuando la declaramos. Las palabras son demasiado radicales: sí o no. Pero esos términos rara vez sirven cuando deseamos expresar la fe que sentimos…

Guardaron silencio. Angulo suspiró y dijo:

– En todo caso, tengo miedo.

Martín asintió.

– ¿Quiere que visite a su mujer? -preguntó.

Angulo quedó pensativo.

– Sí, creo que sí. Pero no ahora.

– Ella ha intentado verle varias veces, pero no se lo han permitido.

– Sí, me lo dijo el capellán. Supongo que estará desconcertada, que tratará de comprender… Ella nunca supo nada de esto. Tal vez sea mejor así: que no nos veamos. Supongo que sería muy difícil para mí explicarle estas cosas…

Se miraron. Angulo preguntó:

– ¿Volverá a verme?

– No lo sé-confesó Martín. Estaba cansado. Había visto demasiados condenados, demasiadas celdas-. Supongo que sí.

– Pensaré que va a venir, de todas formas -dijo Angulo-. Es preciso pensar siempre en esas cosas.

– Sí -asintió, Martín.

No le miró, al salir, ni le dio la mano. Caminó lentamente por el corredor, con la mirada fija en las baldosas mojadas. Esperaba, por lo menos, que los polvos surtieran efecto y aquella rata no volviera por las noches.

Se daba cuenta de que estaba envejeciendo. Había visto demasiadas ejecuciones, demasiadas muertes. Presentía que algo vital había comenzado a romperse, dentro de él. Se daba cuenta de que una fuerza interior se le iba extinguiendo, y adivinaba precisamente la existencia de aquella fuerza cuando había empezado a perderla.

Seguramente había presenciado demasiadas ejecuciones, había extendido demasiados certificados. En la media luz del alba, el capitán del pelotón solía inclinarse sobre él, siempre con las manos apoyadas en las rodillas y la gorra ladeada. En aquella hora, siempre después de la ejecución, el capitán encendía el primer cigarrillo y ya no se lo volvía a quitar de los labios. Solía inclinarse como si deseara saber ardientemente si el condenado estaba muerto o aún vivía. Pero no podía estar vivo. Eran siete hombres los que disparaban, y se situaban tan cerca que el rostro siempre terminaba deformado.

– ¿Qué, doctor? -preguntaba el capitán.

Y a él le correspondía decir:

– Ha muerto.

En una ocasión, el capitán advirtió que el médico estaba pálido. Y se lo hizo saber, con una sonrisa.

– Resulta extraño en usted, tan acostumbrado a trabajar con la muerte…

Martín no dijo nada. No le quiso explicar que un hombre jamás podía acostumbrarse a trabajar con aquella clase de muerte. Pero murmuró:

– Me gustaría saber quiénes son los que tiran contra el rostro -y había señalado la nariz partida, la masa sanguinolenta donde habían estado unas facciones-, y por qué lo hacen.

El capitán había sonreído.

– Tal vez, doctor, los que tiran contra la cabeza sean los más caritativos, y usted se equivoca.

Cuando el doctor Martín abandonó la prisión, una frase de Avelino Angulo le martilleaba dentro de la cabeza: "Me obsesiona la idea de cómo quedará mi mente después del fusilamiento".

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