Capítulo XVII

Sidney Horbury entró en la habitación. Se hallaba evidentemente nervioso. Se restregaba las manos una contra la otra y dirigía rápidas miradas a su alrededor.

Después de las preguntas de ritual acerca de su persona y ocupación en la casa, el coronel preguntó:

—¿A qué hora salió usted de aquí y adónde fue?

—Salí de la casa poco antes de las ocho. Fui al Superb, a cinco minutos de aquí. Pasaban la película Amor en la vieja Sevilla.

—¿Le vio alguien allí?

—La taquillera me conoce. Y el portero también. Además... estuve con una señorita. Me había citado allí. —¿De veras? ¿Cómo se llama?

—Doris Buckle. Trabaja en las Lecherías Reunidas, Markham Road, veintitrés.

—Bien. Veremos. ¿Vino usted directamente a casa?

—Antes acompañé a casa a la señorita. Después vine directamente aquí. No tengo nada que ver con esto. Yo...

—Nadie le acusa de nada —dijo secamente el coronel.

—Ya lo sé, señor. Pero no es nada agradable que un crimen ocurra en la casa en que uno está...

—Nadie ha dicho que lo sea. ¿Cuánto hace que estaba al servicio de míster Lee?

—Un año, señor.

—¿Le gusta su empleo?

—Estaba satisfecho, señor. El sueldo es bueno. Claro que a veces míster Lee se ponía un poco difícil, pero ya estoy acostumbrado a tratar a inválidos.

»He trabajado en casa del comandante West, del honorable Jasper Finch...

—Después podrá dar esos detalles a Sugden —le interrumpió Johnson-. Lo que me interesa es cuándo vio usted por última vez a míster Lee.

—Hacia las siete y media. A las siete cenaba todas las noches, después le preparaba para que se acostase. Generalmente se quedaba junto al fuego hasta que le entraba sueño.

—¿Y a qué hora ocurría eso?

—Variaba, señor. A veces, cuando estaba cansado, se acostaba a las ocho. En otras ocasiones se quedaba levantado hasta las once o más tarde.

—¿Qué hacía cuando quería acostarse?

—Generalmente me llamaba por medio del timbre.

—¿Y usted le ayudaba a acostarse?

—Sí, señor.

—Pero esta noche era fiesta para usted, ¿no? ¿Tenía todos los viernes libres?

—Sí, señor. En esas ocasiones, Tressilian o Walter le ayudaban a acostarse.

—Pero ¿no podía moverse?

—Sí, señor, pero con bastante dificultad. Sufría artritis reumática. Unos días se encontraba peor que otros.

—¿No hizo llamar a nadie de su familia por medio de usted?

—No, señor. Antes de marcharme procuré que todo estuviera en orden, di las buenas noches a míster Lee y salí de la habitación.

—¿Arregló usted el fuego antes de marcharse? El enfermero vaciló.

—No era necesario, señor. La chimenea estaba ya bien cargada.

—¿La cargó míster Lee?

—No creo. Sin duda lo hizo míster Harry Lee.

—¿Estaba míster Harry con su padre cuando usted entró con la cena?

—Sí, señor. Entonces se marchó.

—¿De qué humor estaban?

—Míster Harry parecía de muy buen humor. Echó atrás la cabeza y rió mucho.

—¿Y míster Lee? —Estaba serio y pensativo.

—Bien, Horbury. Ahora quiero preguntarle una cosa más: ¿qué puede usted decirnos de los diamantes que míster Lee guardaba en la caja de caudales?

—¿Diamantes? Nunca vi ninguno.

—Míster Lee guardaba una gran cantidad de piedras sin tallar. Sin duda le vio usted alguna vez jugueteando con ellas.

—¿Aquellos guijarros? Sí, le vi sacarlos en varias ocasiones. Pero no sabía que fueran diamantes. Ayer o anteayer los estaba enseñando a la señorita extranjera.

—¡Esas piedras han sido robadas! —exclamó de pronto Johnson.

—Espero que no creerá que yo las haya robado.

—No le acuso de nada, Horbury. ¿Puede decirnos algo más de este asunto?

—¿De los diamantes o del crimen?

—De las dos cosas.

Horbury reflexionó. Humedecióse con la lengua los pálidos labios y, con una mirada algo furtiva, respondió:

—Creo que no.

—¿No ha escuchado, en el curso de sus trabajos, algo que nos pueda ser de utilidad? —preguntó Poirot.

Los ojos del enfermero parpadearon.

—No, señor —respondió-. Entre míster Lee y algunos de sus familiares parecía haber cierta desunión.

—¿Qué familiares?

—Creo que el regreso de míster Harry produjo cierto disgusto a míster Alfred. Entre él y su padre hubo una discusión, pero no se habló de piedras robadas. Estoy seguro de que míster Alfred no dirá eso de su hermano.

—La entrevista con míster Lee y su hijo Alfred fue después de haberse descubierto el robo de los diamantes, ¿verdad? —preguntó Poirot.

—Sí, señor.

Poirot inclinóse hacia el enfermero.

—Tenía entendido —empezó suavemente- que usted no se había enterado del robo de los diamantes hasta que nosotros se lo comunicamos hace un momento. ¿Cómo sabe, pues, que míster Lee había descubierto el robo antes de hablar con su hijo?

Horbury se puso rojo como un ladrillo.

—Es inútil mentir —dijo Sugden-. ¿Cuándo se enteró?

De mala gana, Horbury respondió:

—Le oí hablar de ello con alguien por teléfono.

—¿No estaba usted en la habitación?

—No, señor. No pude oír gran cosa. Sólo un par de palabras.

—¿Qué fue exactamente lo que oyó? —inquirió Poirot.

—Oí las palabras «robo» y «diamantes». Luego le oí decir: «No sé de quién sospechar» y algo más acerca de esta noche a las ocho.

Sugden asintió con un movimiento de cabeza.

—Estaba hablando conmigo —dijo-. Fue a eso de las cinco y diez, ¿no?

—Sí, señor.

Cuando Horbury se hubo retirado, el coronel Johnson bostezó. Después de consultar su reloj, se puso en pie. —Bien, creo que ya podemos dar por terminada la noche, ¿no? Pero antes de marcharnos será mejor que echemos una mirada a la caja de caudales. También sería posible que durante todo este tiempo los diamantes hubieran estado allí.

Pero los diamantes no estaban en la caja de caudales. Encontraron las cifras de la combinación donde Alfred Lee les había indicado. En la caja hallaron un maletín vacío. Entre los documentos que contenía la caja sólo había uno de interés.

Era un testamento fechado quince años antes. Después de varios legados y donaciones, la base del testamento era muy simple. La mitad de la fortuna debía pasar a manos de Alfred Lee. La otra mitad tenía que repartirse en partes iguales entre los restantes hijos: Harry, George, David y Jennifer.

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