Capítulo V

Sugden dirigió una mirada al círculo de caras. Con acento casi irritado, afirmó:

—Eso es ilegal, monsieur Poirot.

—Es una idea que se me ha ocurrido —replicó el detective-. Quiero compartir con todos los demás las cosas que he aprendido. Para empezar, creo que míster Farr tiene que darnos alguna explicación.

—Yo hubiera elegido un lugar menos concurrido —refunfuñó Sugden-. Sin embargo, no tengo nada que objetar —tendió el cablegrama a Stephen Farr-. Ahora, míster Farr, como usted dice que se llama, tal vez pueda explicarnos esto.

Stephen tomó el cablegrama y empezó a leerlo en voz alta, arqueando las cejas. Luego, con una profunda inclinación, lo. devolvió al inspector.

—Sí —reconoció-. Es muy condenador, ¿no?

—¿Eso es todo lo que tiene que decirnos? —gruñó

Sugden-. Debo advertirle que no tiene ninguna obligación de contestar esa pregunta.

—No hace falta que me prevenga —le interrumpió Farr-. Les daré en seguida una explicación. No es muy convincente, pero es la pura realidad. —Hizo una pausa y comenzó-: No soy el hijo de Ebenezer Farr, pero conocí perfectamente a los dos. Ahora pónganse ustedes en mi lugar. Y, a propósito, mi nombre es Stephen Grant. Llegué a este país por primera vez en mi vida. Mientras viajaba en el tren vi a una muchacha. No me andaré con rodeos y diré francamente que me enamoré de ella. Era la criatura más hermosa que he visto en el mundo. Al salir del compartimiento vi su equipaje y leí adónde iba. Conocía, por referencias, Gorston Hall y a su propietario. Era el antiguo socio de Ebenezer.

»Bien; se me ocurrió la idea de venir a Gorston Hall. Como dice el cable, el hijo de Eb murió hace dos años, pero el viejo Ebenezer me había dicho que hacía muchísimo tiempo que no tenía noticias de Simeon Lee y, por lo tanto, éste no podía saber nada de la muerte del hijo de su viejo socio. Por todo ello decidí que valía la pena hacerme pasar por el muerto y volver a ver a la joven del tren.

—Sin embargo, no lo decidió en seguida —dijo Sugden-. Pasó dos días en una posada de Addlesfield. —Vacilaba en hacerlo o no. Al fin me decidí y todo salió perfectamente. Ya sé que está mal, pero, señor inspector, recuerde cuando usted estuvo enamorado y verá cómo hubiera sido capaz de cometer muchas locuras semejantes. Como ya he dicho, me llamo Stephen Grant. Pueden pedir informes míos a África del Sur: verán cómo les contestan que soy un ciudadano respetable. No soy un estafador ni un ladrón de joyas.

—Nunca he creído que usted lo fuera —declaró Poirot. Sugden se acarició pensativamente la barbilla.

—Tendré que comprobar la veracidad de esa historia —dijo-. De todas formas, ¿por qué, después del crimen, no nos dijo usted la verdad en lugar de contarnos todo ese montón de mentiras?

—Porque fui un idiota —declaró ingenuamente Stephen-. Creí que podría seguir con la comedia. Pensé que me comprometería mucho declarar que me hallaba aquí bajo un nombre supuesto. Si no hubiera sido un idiota, habría comprendido que ustedes cablegrafiarían a África del Sur.

—Bien, míster Farr... digo Grant —carraspeó Sugden-. No digo que no crea su historia. Pronto se demostrará si es verdad.

Miró interrogadoramente a Poirot y éste dijo:

—Creo que mademoiselle Estravados tiene algo que decir.

Pilar se había puesto muy pálida. Casi sin aliento declaró:

—Es verdad. Nunca lo hubiera dicho a no ser por Lydia y por el dinero. Estar aquí, vivir bien, tener una casa lujosa, todo ello era agradable y divertido. Pero cuando Lydia me habló del dinero y me dijo que legalmente me correspondía, entonces la cosa ya no fue divertida. El asunto era mucho más serio.

—No te entiendo, chiquilla —dijo Alfred Lee. Pilar continuó:

—Usted cree que soy su sobrina Pilar Estravados, ¿verdad? Pues no lo soy. Pilar murió en un bombardeo cuando viajaba conmigo en auto. La bomba estalló a muy poca distancia del coche y la mató en el acto. Yo no sufrí ningún rasguño. Ella y yo éramos bastante amigas, me había confiado todo lo de su familia, y de que su abuelo, que era muy rico, la hacía ir a Inglaterra. Yo era pobre, no sabía adónde ir, y de pronto se me ocurrió que podría muy bien pasar por Pilar y venir a Inglaterra, donde sería muy rica. La idea era tan emocionante y prometía tantas aventuras, que no vacilé. Tomé el pasaporte de Pilar. La fotografía que había en él no se parecía mucho a mí, pero tampoco se parecía a Pilar. Lo hice tal como había decidido, y al llegar a la frontera ensucié con un poco de tierra el pasaporte, dejándolo caer por la ventanilla del tren, y pude pasar.

—¿Y usted se hizo pasar ante mi padre por su nieta? —clamó Alfred-. ¿Jugó usted con su cariño?

—Sí —asintió Pilar-. En seguida me di cuenta de que podía ganarme su afecto y hacerle dichoso.

—¡Esto es un crimen! —estalló George Lee-. Esto es tratar de obtener dinero por medios ilícitos.

—Pues a ti no te sacó nada —rió Harry-. Pilar, estoy a tu lado. Ahora te admiro más que antes. Y me alegro de no ser tu tío.

—¿Y usted lo sabía? —preguntó Pilar a Poirot. —Mademoiselle —dijo-. Si hubiera usted estudiado las leyes de Mendel, sabría que dos personas de ojos azules no es fácil que tengan un hijo de ojos negros. Sabía que Jennifer Lee había sido una mujer muy honrada. Por lo tanto, usted no podía ser Pilar Estravados. Cuando hizo usted aquel truco con el pasaporte acabé de convencerme. Fue ingenioso, pero no lo suficiente.

—A mí no me parece nada ingenioso —declaró Sugden.

—No lo entiendo —murmuró Pilar.

—Usted nos ha contado una parte de la historia, señorita, pero estoy seguro de que le falta por contar mucho más.

—¡No la moleste más! —exclamó Stephen. Sugden hizo como que no le oía.

—Usted nos ha dicho que después de cenar subió a ver a su abuelo —siguió el inspector-. Dice que al hacerlo obedeció a un impulso irrazonado. Pues bien, voy a sugerir algo más. Fue usted quien robó los diamantes. Quizás al meterlos de nuevo en la caja de caudales se los guardó en algún bolsillo sin que míster Lee lo advirtiera. Cuando descubrió la desaparición, míster Lee se dio cuenta en seguida que sólo dos personas podían haberlos robado. Usted y Horbury.

»En seguida tomó sus medidas. Me telefoneó y me dijo que fuera a verle. Luego le dijo a usted que en cuanto cenase subiese a verle. Usted lo hizo y él la acusó de robo. Usted lo negó. Él insistió. Y al verse descubierta, luchó con él. No era su abuelo y, por lo tanto, nada le impedía cometer el crimen. Después de la lucha y de haberlo degollado, salió usted de la habitación, cerró por fuera y escondióse entre las estatuas.

—¡No es verdad! —chilló Pilar-. ¡No es verdad! ¡No robé los diamantes! ¡No lo maté! ¡Lo juro por la Virgen!

—Entonces, ¿quién lo mató? —preguntó Sudgen-. Dice usted que vio a una persona junto a la puerta de la habitación de míster Lee. Según su historia, esa persona podía ser el asesino. Nadie más pasó ante usted. Pero eso de que había allí una persona sólo lo sabemos por usted. Nada nos demuestra que sea verdad. En otras palabras: esa persona la creó usted para disculparse.

—¡Claro que es culpable! —exclamó George Lee-. La cosa está clarísima. Siempre he sostenido que era un extraño quien mató a mi padre. Es una tontería pretender que alguien de la familia hiciera una cosa tan monstruosa. Es ilógico.

—No estoy de acuerdo con usted —declaró Poirot-. Teniendo en cuenta el carácter de Simeon Lee, lo más natural habría sido que le matase uno de sus parientes.

—¿Eh?

—Y en mi opinión, eso fue lo que ocurrió —siguió Poirot-. Simeon Lee fue asesinado por alguien de su propia sangre y carne.

—¿Uno de nosotros? —exclamó George-. ¡Lo niego!

—Todas las personas aquí reunidas pueden ser culpables. Empezaremos con el caso contra usted, míster George Lee. Usted no quería a su padre. Si mantenía relaciones cordiales con él era por su dinero. El día de su muerte, su padre le amenazó con reducirle la pensión. Usted sabía que a su muerte heredaría una buena suma. Ése es el motivo. Después de cenar fue a hacer una llamada telefónica. Pero ésta sólo duró cinco minutos. Después de eso pudo muy bien ir a la habitación de su padre, charlar con él y luego matarle. Al salir de la habitación, cerró por fuera, pensando que así la culpa se achacaría a un ladrón. Con las prisas se olvidó de abrir las ventanas, para dar más peso a la teoría del ladrón. Perdone que le diga que fue una gran estupidez.

»Sin embargo —siguió Poirot, después de una breve pausa, durante la cual George intentó en vano decir algo-, son muchos los hombres estúpidos que se han dedicado al crimen.

Luego se volvió hacia el lugar en que se encontraba Magdalene.

—También la señora tiene sus motivos —siguió-. Está cargada de deudas, y algunas de las palabras de su suegro le produjeron una gran inquietud. Tampoco ella tiene ninguna coartada. Fue a telefonear, pero no pudo hacerlo, y sólo su palabra demuestra que es verdad. Ninguna prueba la apoya.

»A continuación viene míster David —siguió el detective-. Muchas veces me ha hablado del vengativo carácter de los Lee. Míster David no olvidó jamás ni perdonó a su padre por la forma cómo trató a su madre. Las últimas palabras que contra ella pronunció Simeon Lee fueron la gota de agua que hace rebosar el vaso. Se dice que David Lee estaba tocando el piano cuando se cometió el crimen. Pero por coincidencia estaba interpretando la Marcha Fúnebre. Pero supongamos que era otra la persona que interpretaba dicha Marcha Fúnebre. Alguien que sabía lo que iba a hacer y que aprobaba su conducta.

—Esa sugerencia es infame —declaró Hilda. Poirot se volvió hacia ella.

—Presentaré otra, señora. Fue usted quien cometió el crimen. Fue usted quien subió a ejecutar la sentencia de muerte de un hombre a quien usted consideraba indigno de todo perdón. Usted, señora, es de esas personas que pueden ser terribles cuando se irritan.

—Yo no lo maté —declaró serenamente Hilda.

—Monsieur Poirot tiene razón —intervino Sugden-. Todos, menos míster Alfred Lee y su hermano Harry, pueden ser culpables.

—Ni siquiera ellos dos pueden quedar libres de sospechas —declaró Poirot.

—¡Por Dios, monsieur Poirot! —exclamó Sugden.

—¿Y cuál es la acusación contra mí? —preguntó Lydia.

—Su motivo, señora, lo callaré. Es evidente... En cuanto a lo demás, la noche del crimen usted llevaba un traje muy llamativo, con una capa de la misma tela. Le recuerdo a usted que Tressilian es muy corto de vista. A cierta distancia confunde los objetos. También debe re—cordar que el salón es grande, alumbrado indirectamente, casi en penumbra. Dos minutos antes de que se oyeran los gritos, Tressilian entró a buscar las tazas vacías. Y creyó verla a usted junto a la ventana.

—Me vio —afirmó Lydia.

—Es muy posible que Tressilian viera la capa de su traje, colgada contra la cortina—siguió sin interrupción el detective.

—Yo estaba allí —repitió Lydia.

—¿Cómo se atreve usted...? —empezó Alfred. Harry le interrumpió.

—Déjale seguir, Alfred. Ahora nos toca a nosotros. ¿Cómo puede usted sugerir, monsieur Poirot, que Alfred matara a su queridísimo padre, siendo así que él y yo estábamos discutiendo en el comedor?

Poirot le miró sonriente.

—Eso es muy sencillo —declaró-. Una coartada cobra más fuerza cuando el que la corrobora lo hace contra su deseo. Usted y su hermano se llevan mal. Eso lo sabe todo el mundo. Usted le zahiere en público. Él no dice nunca nada bueno de usted. Pero, supongamos por un momento que todo ello es un plan magistralmente ideado. Supongamos que Alfred Lee está harto de sufrir las imposiciones de su padre. Supongamos que ustedes dos se han puesto en relación hace algún tiempo. El plan se perfila. Usted vuelve a casa. Alfred finge indignarse. Le demuestra, ante todos, celos y odio. Usted lo desprecia. Y llega la noche del crimen que los dos han planeado muy bien. Uno de ustedes permanece en el comedor, hablando en voz alta, como si se estuviera peleando con su hermano. Y en tanto, el otro sube arriba y comete el crimen.

Alfred se puso en pie de un salto.

—¡Es usted un canalla! —rugió con voz entrecortada.

—Pero, ¿de veras cree...?

Sugden miró a Poirot.

Con voz súbitamente autoritaria, Poirot siguió:

—Tenía que demostrar todas las posibilidades. Éstas son las cosas que hubieran podido ocurrir. Ahora, para descubrir la verdad debemos volver al carácter de Simeon Lee.

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