Capítulo III

Lydia Lee se hallaba de pie junto a la ventana del fondo del salón. Estaba medio oculta entre los pliegues de la cortina. Un ruido en la estancia le hizo volverse sobresaltada, descubriendo a Poirot junto a la puerta.

—Me ha asustado usted, monsieur Poirot —dijo.

—Lo siento, señora. Ando sin hacer ruido.

—Creí que era Horbury.

—Es verdad. También él anda como un gato... o un ladrón —Poirot hizo una pausa y se quedó mirando atentamente a Lydia.

—Nunca me ha gustado ese hombre —declaró la esposa de Alfred, haciendo una mueca de disgusto-. Me alegraré de verme libre de él.

—Creo que hará usted muy bien, señora.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Tiene algo contra él?

—Es un hombre que recoge secretos... y los emplea en su propio beneficio.

—¿Es que sabe algo... del crimen? Poirot se encogió de hombros.

—Tiene los pies ligeros y los oídos muy finos. Tal vez ha oído algo que guarda para él.

—¿Quiere decir que tratará de hacer víctima de algún chantaje a alguno de nosotros? —preguntó Lydia.

—Cabe dentro de lo posible. Pero no ha sido eso lo que he venido a decirle.

—¿Pues qué ha venido a decirme?

—He estado hablando con su esposo, señora. Me ha hecho una proposición. Antes de aceptarla o rechazarla deseo discutirla con usted. Sin embargo, al entrar en la estancia me quedé admirado ante el maravilloso efecto que' produce usted de pie junto a la cortina.

—¿Es necesario que perdamos el tiempo en cumplidos, monsieur Poirot?

—Usted perdone, señora. Pero son muy pocas las damas inglesas que tienen el sentido de la toilette. El traje que llevaba la primera noche que la vi era una maravilla de sencillez, gracia y buen gusto.

Lydia comenzaba a impacientarse.

—¿De modo que quería usted verme? Poirot adoptó una expresión más seria.

—Por lo siguiente, señora: su marido desea que me haga cargo en serio de la investigación de este crimen. Me ha pedido que me quede en la casa a fin de poder trabajar sobre el terreno.

—¿Y qué? —preguntó secamente Lydia.

—Pues que no he querido aceptar una invitación que no estuviera avalada por la dueña de la casa.

—Como es lógico, estoy de acuerdo con mi marido —declaró, con frialdad, Lydia.

—Perfectamente. Pero me hace falta algo más. ¿Verdaderamente quiere usted que me quede?

—¿Y por qué no?

—Hablemos con franqueza. Lo que yo pregunto es: ¿desea usted sinceramente que la verdad salga a relucir?

—Desde luego.

Después de pronunciar estas palabras, Lydia se mordió los labios y añadió:

—Quizá sea mejor que hablemos con franqueza. Comprendo lo que usted quiere decir. La situación no tiene nada de agradable. Mi suegro fue asesinado brutalmente, y a menos que se puedan presentar pruebas concluyentes contra Horbury, cosa que parece que no se va a lograr, resultará que el asesino es un miembro de la familia. Llevar ante los tribunales a ese culpable sería echar una mancha imborrable sobre todos nosotros. Si he de hablar con franqueza, diré que, en verdad, no deseo que eso ocurra.

—¿Prefiere que el asesino escape sin castigo?

—Creo que son muchos los asesinos insospechados que andan sueltos por el mundo.

—Desde luego.

—¿Qué importa que haya uno más?

—¿Y los demás miembros de la familia? Me refiero a los inocentes. ¿No comprende usted que si la verdad no sale a relucir la mancha pesará sobre todos, pues ninguno dejará de resultar sospechoso?

—No había pensado en eso... —murmuró, vacilante, Lydia.

—Nadie sabrá jamás quién es el culpable... —dijo Poirot. Y añadió nuevamente-: A menos que usted ya lo sepa seguro.

—¡No diga usted eso! —exclamó Lydia-. ¡No es verdad! ¡Ah! Si al menos fuese un extraño y no un miembro de la familia.

—Puede ser ambas cosas —declaró Poirot.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que puede pertenecer a la familia... y ser al mismo tiempo un extraño. ¿No me entiende? Eh bien, es una idea que se le ha ocurrido a Hércules Poirot.

Después de un breve silencio, Poirot inquirió:

—Bien, señora, ¿qué debo contestar a su esposo? Lydia levantó las manos y luego las dejó caer en un gesto de desesperación.

—Debe usted aceptar, desde luego.

Загрузка...